ENCARNACIÓN

I. Introducción y notas previas

1. La doctrina acerca de - Jesucristo es el misterio central del -- cristianismo, que toma su nombre de Cristo. La doctrina sobre el -> Dios uno, que como persona infinita y trascendente al mundo crea, conserva y dirige a su fin la realidad mundana, sobre la naturaleza (o esencia) y dignidad del --> hombre, con su eterno destino en la bienaventuranza, y sobre la unidad entre el amor a Dios y al prójimo como último sentido y realización salvífica de la existencia humana, sin duda es también fundamental para el cristianismo y la Iglesia, y forma parte de la jerarquía de verdades que constituyen el mensaje singular del cristianismo. Pero ese triple campo doctrinal recibe su contenido específicamente cristiano y su fundamento último del mensaje sobre Jesucristo. Sólo en él y en la unidad y la diferencia entre Dios y el mundo que en él se dan, aparece clara la relación mutua de Dios al mundo y, por ende, 1a esencia propia de Dios como amor que se comunica a sí mismo. En Cristo se manifiesta la suprema dignidad y la esencia última del hombre como radical apertura a Dios, y también la garantía históricamente palpable de que este destino del hombre logra su meta. En él, el amor a Dios y el amor al prójimo están unidos de la' forma más íntima, pues la única persona del Dios-hombre es el destinatario de ambos, y así el amor al hombre recibe su suprema dignidad.

2. El nexo de la doctrina de la encarnación con el conjunto de la fe cristiana puede aclararse sin más ya en esta nota introductoria. El cristianismo es el acontecimiento escatológico e histórico de la comunicación que Dios hace de sí mismo al hombre. Esto significa: la auténtica concepción fundamental del cristianismo acerca del mundo (incluida la persona espiritual) y de su relación a Dios, no radica en la doctrina sobre la creación (por básica que ella sea), sino en la experiencia salvífica realizada en la historia de que el Dios santo, absoluto e infinito, por su libre gracia, pues él es el amor libre, quiere comunicarse «hacia afuera», a lo no divino. Y porque quiere comunicarse de esa manera, él ha creado el mundo como destinatario de la donación de sí mismo. Así, la autocomunicación de Dios, aun siendo la meta que todo lo configura, sin embargo, no se convierte en derecho de la criatura finita, sino que permanece siempre libre gracia del amor divino. Dios crea «lo exterior> para comunicar el «interior» de su amor. Ese «exterior» no es un presupuesto independiente de Dios, sino que constituye la posibilidad creada por su libertad de comunicarse a sí mismo, de suerte que la diferencia con relación a él procede también de él mismo. Lo mismo que el mundo y la criatura espiritual, también la comunicación de Dios tiene su historia. En efecto, ella, aunque sustente desde el principio la historia del mundo como sentido último y entelequia gratuita, sin embargo, en medio de aquélla tiene su propia historia y se manifiesta cada vez más claramente, llegando a su punto cumbre y a su aparición irreversible en la fase escatológica de esa historia de --> salvación, fase que se ha inaugurado con Jesucristo. Por eso jesucristo, en cuanto Verbo encarnado de Dios, es: a) la suprema comunicación de Dios, la cual se produce en la encarnación. Efectivamente, aquí Dios, en tal medida es el que hace donación de sí mismo, que el «destinatario» de la misma es puesto por la voluntad absoluta de que dicha donación sea eficaz, es decir, sea aceptada (ipsa assumptione creatur, como dice Agustín). La comunicación de Dios mismo crea, pues, el acto de su aceptación (en el espíritu substancial de una criatura y en su acto libre y definitivo), y al mismo tiempo él se apropia lo creado de esta manera para manifestar su voluntad y enajenarse de su condición divina (en el apartado iv ofreceremos una exposición más amplia y detallada de este punto).

b) En cuanto este espíritu creado, en el que Dios acepta al hombre y el hombre acepta a Dios, por su esencia es una parte del mundo; con la aceptación creada de la autocomunicación divina (= Jesucristo), en principio, también Dios ha aceptado al mundo para su salvación, y en jesucristo esa aceptación se ha hecho históricamente palpable e irrevocable. En la e. (que incluye la realización de la vida de Jesús, su muerte y resurrección; -> redención) se decidió y manifestó la historia del mundo como historia victoriosa de salvación y no de perdición.

3. La e. es un -> misterio en cuanto lo es también la posibilidad de la comunicación de Dios mismo a lo finito, así como el hecho de que esa posibilidad de autocomunicaci6n pueda alcanzar su punto cumbre en la e. Y, finalmente, la indeductible facticidad de la encarnación precisamente en Jesús de Nazaret es un factor en el todo concreto de este misterio. Sin embargo, la libertad de la encarnación puede mirarse como una sola libertad con la de la comunicación de Dios al mundo por la gracia. En efecto, la esencia de la aceptación de una realidad mundana en medio de la unidad del mundo debida a la encarnación, implica ya la fundamental voluntad de Dios de santificar y redimir al mundo como tal; y a la inversa (cf. luego en iii), la definitiva aparición histórica de la única voluntad de Dios respecto de la comunicación de sí mismo al mundo y respecto de la aceptación querida por él, o sea, la aparición del mediador absoluto y escatológico, implícitamente lleva ya consigo la encarnación.

4. Cómo la concepción que el Jesús histórico tenía de sí mismo coincide objetivamente con lo que significa la encarnación del Logos, se muestra en el artículo -> Jesucristo (cf. también -> Trinidad). Es evidente que la experiencia de la resurrección de Cristo tuvo una importancia esencial para interpretar el testimonio de Jesús sobre sí mismo; y en consecuencia no puede dudarse que el relato acerca de las palabras y acciones en que aparece la autointerpretación del Jesús anterior a pascua está formulado, con razón, desde la perspectiva del kerygma sobre el resucitado y como momento del mismo. Esta resurrección no ha de entenderse solamente como una milagrosa confirmación externa de las palabras de Jesús (como si no tuviera ninguna relación interna con ella), sino que en sí misma es el fundamental acontecimiento escatológico de la salvación, el cual, interpretado exacta y adecuadamente, hace aparecer a Jesús como el salvador absoluto e implica así lo que se entiende por encarnación.

II. La doctrina del Nuevo Testamento sobre Jesús

Basta con exponer aquí brevemente la doctrina del NT sobre Jesús (yendo más allá del testimonio dado por el Jesús histórico sobre él mismo). En cuanto, de una parte, esta doctrina enseña expresamente la preexistencia de Cristo y, de otra, toda la « cristología ascensional» del Nuevo Testamento (Jesús el Mesías y siervo de Dios glorificado por el Padre a través de la pasión y resurrección), se da implícitamente en la doctrina clásica de la Iglesia, con tal no se tergiverse en parte o totalmente en sentido monofisita; no es problema especialmente difícil comprobar la identidad del dogma de la Iglesia con la cristología del NT. Con ello no se niega que, dentro de esta cristología del NT, se hallen concepciones muy diversas (que, sin embargo, no se eliminan unas a otras), según el predominio (en el plano gnoseológico y en el ontológico) de un esquema de ascensión o descenso y, dentro de ese esquema, se determine más o menos exactamente el punto mismo de partida. Es también evidente que, dentro de la historia de jesús y de la cristología neotestamentaria, hay determinados conceptos (Hijo de Dios, Hijo del hombre, Mesías o Cristo, etc.) que recorren una historia de interpretación, ahondamiento y perfeccionamiento, de modo que no cabe suponer que ellos tengan el mismo sentido en todos los contextos. Cf. además --> Jesucristo y -> cristología.

III. La doctrina del magisterio eclesiástico

1. Su preparación en la evolución histórica del dogma

Los textos de una «teología ascensional» en el NT, tales como Gál 4, 4; 1 Cor 2, 8; Flp 2, 5-11; Col 2, 9; Heb 1, 3; Rom 1, 3s; Jn 1, 14, etc., muestran cómo, ya en la época del NT, la experiencia sobre el hombre Jesús fue vertida en enunciados de los fieles sobre el Hijo preexistente de Dios aparecido en la carne. Así se comprende que la temprana cristología hasta el siglo iv pudiera fácilmente superar una mutilada cristología ascensional (Jesús interpretado como un Mesías meramente humano: ebionitas) y que las controversias cristológicas de los primeros siglos, por extraño que parezca, afectaran más bien a la cuestión de la relación del Hijo preexistente con el Padre (-->arrianismo, sabelianismo, ->modalismo), de modo que no pertenecen a este contexto, o plantearan el problema de cómo había de entenderse más exactamente la «carne» en que el Hijo de Dios apareció entre nosotros como revelador del Padre y mediador de la salvación. En el -> docetismo la carne se volatiliza completamente. En una extrema (apolinarismo) o moderada (Atanasio) teoría del logos-sarx, la espiritualidad humana de Jesús es negada en oriente, o por lo menos no se aprecia bastante como magnitud teológica. En occidente, la explicación del misterio de Cristo a base de conceptos teológicos se va desarrollando sin grandes roces desde Tertuliano, pasando por Novaciano, Ambrosio y Agustín, hasta desembocar en la fórmula clásica de León i a mediados del siglo v. La persona única (ya así Tertuliano) tiene un doble status (Spiritus [divinidad], caro: Tertuliano), es unus, aunque posee utrumque (divinitas -corpus, caro, nostra natura: Ambrosio); sin embargo todavía se dice a menudo (sin negar por ello la unidad de la persona) que el Verbo del Padre asumió a un hombre, y no precisamente la «naturaleza humana», como decimos ahora. Más difícil fue el curso de la evolución en oriente. Cierto que ya en Orígenes se da el axioma de que el hombre sólo puede estar completamente redimido si el Logos asumió toda la realidad humana, con alma y cuerpo. Pero la explicación teórica de la unidad entre el Logos y la «carne» (el hombre, la humanidad), y por tanto la explicación de la comunicación de idiomas, ofrece notables dificultades.

La distinción entre hipóstasis y fisis se fue elaborando muy lentamente en la teología de la Trinidad, y aún se tardó más en aplicar esta distinción de modo general a la cristología. Prósopon (como principio de unidad en la escuela de -> Antioquía) podía interpretarse fácilmente como principio de mera «unidad moral», de suerte que los predicados sobre Cristo debían distribuirse entre dos sujetos substanciales distintos. Esa tendencia en el -->nestorianismo pasa a ser una afirmación decisiva. Por otra parte, los modelos más antiguos de representación, que explicaban la unidad de lo divino y lo humano como una «mezcla» o la presentaban como la unidad entre el cuerpo y el alma (también en el occidente, p. ej., Agustín; cf. Dz 40), tampoco eran muy apropiados para acentuar adecuadamente la unidad y la diferencia de lo divino y lo humano en Cristo. En lucha contra el nestorianismo, la teología alejandrina trató de expresar la verdadera unidad substancial del único Cristo, Dios y hombre, mediante el concepto fisis (o mediante los términos hipóstasis, prosopon, que todavía tenían un sentido equivalente). Así, en una fórmula que procede de la cristología apolinarista del logos-sarx, Cirilo, y con él el concilio de Éfeso en cierto modo, habla todavía de la única physis (naturaleza) del Logos encarnado o de su naturaleza encarnada (cf. Dz 115, 117), sin propósito de negar con ello la plena humanidad y su distinción de la divinidad. Pero luego el monofisismo (Eutiques) abusa de la fórmula. Sólo el concilio de Calcedonia aporta claridad terminológica: prosopon, hipostasis, se entienden en el mismo sentido, significando el sujeto substancial y (aquí) el principio unificante de las naturalezas; physis (oúsia, natura) ya no se entiende terminológicamente en el mismo sentido que hypóstasis o persona, sino que (como en la doctrina de la Trinidad) significa el principio por el que un sujeto último recibe su determinación objetiva y realiza una actividad específica. Sin embargo, a la vez hemos de notar que esta terminología no está fijada con precisión y no se desarrolla a base de principios claros, sino que se aplica inmediatamente a los enunciados cristológicos. Así no debe sorprendernos que muchos puntos queden oscuros - ala postre hasta hoy día - y estén a merced de la interpretación filosófica y teológica de escuelas y teólogos particulares. Esto significa que, si se quiere deslindar el verdadero sentido teológicamente obligatorio de dichos conceptos (positiva y negativamente), hay que orientarse una y otra vez por la sencilla idea creyente de que justamente este uno concreto, que obra y nos sale al paso, es verdadero Dios y verdadero hombre; ambos predicados no dicen lo mismo y, sin embargo, lo que ellos expresan pertenece a un solo sujeto. Después del concilio de Calcedonia, la historia posterior de la cristología es la lucha dogmática con el -> monotelismo. En lo demás, empero, casi no hay historia del dogma, sino sólo de la teología. Se intenta definir más exactamente las nociones empleadas.

Dentro de la teología católica, pueden observarse sutiles variaciones entre una cristología que acentúa más la distinción de naturalezas, y otra que resalta su unidad en la persona única; se consideran las consecuencias que se siguen de la unión hipostática para la naturaleza humana de Cristo (su gracia, su ciencia, la manera como la hypóstasis influye sobre la naturaleza humana, la cuestión de la «conciencia» de Cristo, la posibilidad de una libertad humana bajo el señorío del Logos, etc.); se hacen ensayos para entender la «unidad» de la persona divina como consecuencia de otra realidad ontológica (p. ej., el moderno tomismo: la existencia del Logos actualiza por sí mismo la naturaleza humana de Cristo y la une así consigo). Pero todo esto sólo interesa al pastor de almas en cuanto le hace ver que, con la clásica fórmula de Calcedonia, aún vigente, la teología, la predicación y la piedad no han, agotado la forma de expresarse sobre el tema de la encarnación. 

2. La doctrina oficial de la Iglesia

a) Característica general. La doctrina del magisterio eclesiástico está formulada en forma objetiva y óntica, es decir, a manera de enunciados sobre Jesucristo «en sí», sin conexión explícita con la cuestión de cómo nosotros encontramos a jesús en la experiencia histórica y en la fe, y con la pregunta de cómo partiendo de la peculiaridad de este encuentro (que es el último y absoluto encuentro con Dios, tal como él es en sí, en medio de nuestra historia más concreta), podemos lograr y entender mejor precisamente esta cristología óntica. Esa doctrina tiene su concepto clave en la distinción entre --> persona y -> naturaleza y, por ende, en la fórmula de la unión hipostática, tal como fue insuperablemente elaborada en la enseñanza del concilio de Calcedonia.

b) La doctrina fundamental. El Verbo (Logos) eterno (o sea, preexistente), el Hijo del Padre, como segunda persona de la Trinidad hizo suya, por la unión hipostática (Dz 148, 217) una naturaleza humana, creada en el tiempo, con cuerpo y alma espiritual, tomada de María virgen, que es verdadera madre del hombre asumido. Y la hizo suya en verdadera, substancial (Dz 114ss) y definitiva (Dz 86s, 283) unidad (contra el - nestorianismo). En la producción de la unión concurrieron las tres personas divinas (Dz 284, 429); pero sólo el Verbo se unió con la naturaleza humana (Dz 392; contra tos patripasianos), sin perjuicio de la diferencia, sin mezcla, entre la naturaleza divina y la humana incluso después de la unión (-->monofisismo), haciéndose así verdadero hombre. Por tanto, a la única persona del Verbo le pertenecen dos naturalezas: la divina y la humana, sin mezcla ni separación (Dz 143s, 148); un solo y mismo sujeto es Dios y hombre. Síguese que de un solo y mismo sujeto pueden predicarse las realidades de las dos naturalezas; y, por tanto, de este sujeto único, nombrado por una de las naturalezas, pueden predicarse las propiedades de la otra (comunicación de idiomas, Dz 291). Esta unión hipostática pertenece a los misterios absolutos de la fe (Dz 1462, 1669).

c) La verdadera filiación divina de Jesucristo. Si se nombra a este solo y mismo Jesucristo, hemos de decir que es: verdadero Dios (Dz 54, 86, 148, 224, 290, 994, 2027-2031); Hijo consubstancial del Padre (Dz 86, 554, 1597; -> arrianismo); su Verbo (Dz 118, 224), Dios de Dios, engendrado, no creado (Dz 13, 39s, 54), unigénito (Dz 6, 13, 86); una persona de la Trinidad (Dz 216, 222, 255, 708 ); creador de todas las cosas (Dz 54, 86, 422), eterno (Dz 54, 66) e impasible (Dz 26); por ser hijo verdadero y consubstancial no es hijo adoptivo (Dz 289, 309s, 311ss) como nosotros (contra el adopcionismo y una determinada forma teológica del Assumptus-Homo). Esta divinidad de Cristo es también el presupuesto de su función de mediador en la redención, de los oficios de Cristo y de las excelencias que, aun en su naturaleza humana, consubstancial con nosotros, lo distinguen de nosotros, a pesar de que estas propiedades le convienen también en cuanto él es hombre.

d) Este mismo Jesucristo es verdadero hombre: 1 °, tiene verdadero cuerpo, pasible (antes de la resurrección) (Dz 13, 111a, 148, 480, 708), no un cuerpo aparente (Dz 20, 344, 462, 710) o celeste (Dz 710); en el momento de la concepción, su cuerpo se unió con la persona del Verbo (Dz 205), pero conservando como forma esencial un alma espiritual y racional (Dz 216, 480). Por tanto, Jesucristo posee un alma humana, sensible y espiritual, creada, no eternamente preexistente (Dz 204, 13, 25, llla, 148, 216, 255, 283, 290, 480, 710). De ahí se sigue que es herejía todo docetismo y toda teología extrema del logos-sarx (p. ej., el apolinarismo: Dz 65, 85). Así Jesucristo es consubstancial con nosotros (Dz 149), hijo de Adán, formado de una madre en manera verdaderamente humana, de nuestra misma sangre y hermano nuestro (Dz 40 et passim). Por eso hay que confesar contra el monotelismo la voluntad propia del hombre Jesucristo, libre y creada, distinta de la voluntad divina del Logos, pero en plena armonía con ella (Dz 251ss, 288ss, 1465). La voluntad humana de Jesús tenía su operación proporcionada (Dz 144, 148, 262-269, 288-293, 710), por la que él, con verdadero temor de Dios (Dz 310, 343, 387), estaba sometido a sus disposiciones (Dz 285 ).

2 ° En esta humanidad (y no por causa de ella) Jesucristo es hijo natural del Padre, digno de adoración (Dz 120, 221, 1561; aun respecto de su corazón: Dz 1563; sangre de Cristo), impecable (Dz 122, 148, 224, 711; ConLac vii 560s), santo (con santidad substancial por la unión hipostática y con santidad accidental por la gracia santificante). Él tenía el don de la integridad (exención de la concupiscencia), el poder de hacer milagros (Dz 121, 215, 1790, 2084) y una ciencia correspondiente a su misión (con inclusión de la visión de Dios desde el principio: Dz 248, 1790, 2032-2035, 2183ss, 2289; contra los agnoetas); pero, antes de la resurrección, no era impasible ni carecía de los defectos naturales (Dz 429, 708). En virtud de su humanidad le corresponden determinados oficios.

3 ° Las afirmaciones del magisterio (extraordinario) de la Iglesia sobre la vida y obra de Cristo, si prescindimos de la doctrina sobre la redención (-> satisfacción, --> soteriología), son relativamente escasas. Por lo general, este tema se trata en la predicación ordinaria comentando los textos de la Escritura.

IV. La doctrina sobre la encarnación en la predicación actual

I. La e. es un misterio de fe con todas sus implicaciones, que son: la imposibilidad de forzar la libre adhesión creyente a él, el carácter paradójico de su formulación, su apariencia «escandalosa» para la soberbia de un racionalismo autónomo que sólo acepta lo evidente. Pero un misterio no es un mito, ni un milagro, o sea, no puede entenderse ni predicarse como algo con que el hombre no debe contar seriamente dentro del ámbito de su propia experiencia, siempre que el campo de esa -->experiencia no se reduzca, con un espíritu racionalista y técnico, al ámbito de lo verificable empíricamente. Esto significa que en el hombre debe darse cierta posibilidad de pensar y esperar este misterio, si bien esa capacidad apriorística de entender ha de actualizarse mediante el encuentro concreto con él y con la predicación acerca del mismo. En consecuencia la predicación debe guardarse (más que antes) de dar a la proclamación de este misterio cierto sabor «mitológico». Se cae en ese peligro siempre que la naturaleza humana de Cristo es presentada como librea de Dios, en la cual está envuelto el Logos para manifestarse a través de ella, como una especie de marioneta, manipulable desde fuera, de la que Dios se sirve a manera de un mero «instrumento» material, para darse a conocer en el escenario de la historia universal. Ahora bien, esto supone la confirmación de la doctrina que a continuación vamos a exponer.

2. La naturaleza humana de Cristo, que pertenece a la persona del Logos, ha de entenderse de forma que Jesucristo sea en realidad y en plena verdad hombre, con todo lo que forma parte del ser humano: una conciencia creada que, adorando, se siente a infinita distancia de Dios; una subjetividad y libertad humana y espontánea, con una historia propia, la cual, por ser historia de Dios mismo, por estar unido con él, no pierde, sino que gana independencia. Unidad con Dios e independencia son precisamente magnitudes que crecen en la misma proporción, no en proporción inversa, como resalta ya Máximo Confesor (PG 91, 97 A). El acto divino de la unión es formalmente en sí mismo el acto de la liberación de la realidad creada para su independencia activa de cara a Dios. Esto significa que la actual cristología (en la predicación y en la reflexión teológica) tiene que reproducir, por así decir, aquella historia de la «cristología ascensional» que, ya dentro del Nuevo Testamento, entre la experiencia del Jesús histórico y la teología de Pablo y de Juan, con sus fórmulas relativas a la glorificación se transformó con tanta rapidez en una doctrina sobre la e. del Hijo preexistente y Logos de Dios. Se ha de predicar la e. de forma que la experiencia del Jesús concreto e histórico, en tal medida se haga profunda y radical, que se convierta en la vivencia de una absoluta y definitiva cercanía de Dios al mundo y a nuestra existencia a través de Cristo. Y esa cercanía sólo se acepta conscientemente, sin abreviaciones ni reservas, si conservan su validez y son entendidas las fórmulas clásicas de la cristología. Se puede, pues, experimentar en primer lugar a Jesús como un «profeta» que, con nueva fuerza creadora, fue tocado por el misterio de Dios y, viviendo a la vez con toda naturalidad a base de la historia de su propio mundo, predicó a Dios como padre y la apremiante cercanía del reino de Dios. Aun dentro de la cristología ortodoxa tenemos la posibilidad y el derecho de ver una conciencia de Jesús auténticamente histórica, pues la más honda trascendencia espiritual, siempre presente, de su ser hacia la inmediatez de Dios (llamada en la teología escolástica visión inmediata de Dios por el alma de Jesús), no excluye una verdadera historicidad de su vida religiosa hacia Dios como último horizonte y situación fundamental de su existencia humana. Pero este profeta no se concibe simplemente como uno de los muchos despertadores -surgidos aquí y allí de una auténtica y radical relación religiosa del hombre a Dios en medio de una historia abierta hacia un futuro indeterminado, sino como el definitivo autor de la salvación eterna, en cuya persona, muerte y resurrección está presente la alianza definitiva entre Dios y el hombre, la cual es experimentado como tal en su resurrección. No se siente como mero profeta de un «reino de Dios» que no se dé aún en absoluto, que todavía haya de venir, ni de un reino (o salvación) que subsista independientemente de su persona y que, como tal, sea solamente objeto de su palabra, sino que él en persona es ese reino, de suerte que en la relación con él se decide la salvación eterna de cada hombre. Ahora bien, un autor así de la salvación (nótese que «salvación» se entiende como meta definitiva o escatológica de la historia, sobre el trasfondo de un acontecer histórico que, «de suyo», pudiera siempre ser de otra manera y continuar marchando hacia lo indeterminado, y sobre el trasfondo de un Dios que «de suyo» tiene infinitas posibilidades) implica lo que nosotros llamamos e. Por qué el concepto de autor absoluto de la salvación implica la «encarnación» de Dios, vamos a exponerlo con un poco más de precisión bajo otro aspecto.

3. En la actual situación de la historia del espíritu (desde el comienzo de la edad moderna, con su giro desde el cosmocentrismo griego, que piensa partiendo de la «cosa» material, al moderno antropocentrismo, el cual parte del sujeto que piensa y quiere la «cosa» como primer modelo para elaborar la cuestión del ser en general), es posible y necesario traducir la cristología óntica (sin suprimirla ni dudar de su validez permanente) a una cristología transcendental opto-lógica, precisamente para entender mejor la cristología clásica. Usando una fórmula sumamente sencilla, esto significa que el hombre, desde lo hondo de su ser, es una cuestión absolutamente ilimitada sobre Dios, y que él no se ocupa en esta pregunta como si fuera simplemente uno de los muchos problemas que pueden atraer su atención. Lo cual se pone de manifiesto por el hecho de que la referencia trascendental a Dios en el conocimiento y la libertad (como posibilidad permanentemente abierta desde Dios, no como subjetividad autónoma) es la condición, que se da siempre en forma no refleja, de la posibilidad de todo conocimiento y acción libre del hombre. Esta trascendencia se realiza desde luego en una multiplicidad espacial y temporal de actos «accidentales del hombre», que constituyen su historia; pero justamente esa multiplicidad está sostenida por el acto fundamental de la trascendencia, que es la esencia del hombre. Este acto fundamental (en cuanto precede a la realización de la libertad del hombre) es a una la pura procedencia de Dios y la pura ordenación a él, es la abertura a Dios constantemente producida por él en el acto de la creación. Dicha apertura es a la vez una pregunta dirigida a la libertad así constituida acerca de si quiere aceptar o rechazar esa trascendencia, y se comporta también como una potentia oboedientialis para la comunicación de Dios mismo como posible, pero libre, y suprema respuesta suya a la pregunta qué es el hombre (cf. -> gracia, -> redención). Ahora bien, si la posición de esa pregunta, qué es el hombre, y la aceptación de este preguntar por Dios mismo se producen con tal fuerza creadora, que la pregunta es puesta como condición de la posibilidad de la respuesta que se da en la comunicación de Dios mismo a la humanidad, y ello de forma que: a) el propósito de dicha comunicación y de su aceptación por parte del hombre pone en cuanto voluntad absoluta (y no sólo condicionada) esta potentia oboedientialis, la pregunta infinita qué es el hombre, y la pone porque el propósito de respuesta es absoluto; b) esta promesa absoluta (es decir, que implica su aceptación en una predestinación formal) de la comunicación divina a la criatura espiritual en general se manifiesta en una aparición histórica irreversible; de ahí se deduce como consecuencia que semejante unidad de pregunta y respuesta absoluta es en un lenguaje ontológico lo mismo que la unio hypostatica en el lenguaje óptico. Pues, bajo tales presupuestos, la «pregunta» (qué es el hombre) constituye un elemento interno de la respuesta misma. En efecto, si la respuesta no sólo procede simplemente de Dios como autor, sino que es estrictamente él mismo, y si la pregunta (como libremente aceptada por ella misma e inclinada hacia la respuesta, como pregunta que admite la respuesta) está puesta como factor del Dios que se da a sí mismo en respuesta (= se comunica a sí mismo); en tal caso la posición de la «pregunta», como momento interno de la respuesta, es una realidad distinta de Dios, pero que le pertenece de la manera más estricta, es realidad suya propia. Partiendo de aquí se podría mostrar más a fondo que la diferencia «sin mezcla» entre lo divino y humano en Cristo brota de la voluntad unificante de la autocomunicación de Dios, que la «creación» de lo humano se hace aquí (como dice ya Agustín) por la «aceptación» misma, que la «alianza» (como, en principio, ha acentuado rectamente K. Barth) sostiene la creación. Lo que acabamos de expresar sólo puede comprenderse y valorarse justamente, si lo dicho se entiende con estricto rigor ontológico, es decir, si se admite el presupuesto de que espíritu, conciencia, libertad y transcendencia no son epifenómenos accidentales de una realidad (a la postre concebida como «cosa»), sino que constituyen la verdadera esencia del ser, el cual, en cada ente está impedido para llegar a sí mismo por el «no ser» de la materia: actus de se illimitatus limitatur potentia realiter distincta, diría el tomista (cf. Dz 3601ss, 3618). Partiendo de ahí se comprende también que se produzca la entrega (o donación irreversible y victoriosa) de Dios mismo al mundo (por la gracia divinizante) y que ella tenga en el único Dios-hombre su aparición históricamente irreversible y victoriosa, y su presencia histórico-salvífica. Además, así aparece claramente que el Dios-hombre, por una parte, como el acontecimiento totalmente singular pertenece a la única historia de salvación (el descenso de Dios al mundo se produce propter nostram salutem), y, por otra parte, no constituye un «estudio» separado de divinización, sin el cual la restante divinización del mundo (por la gracia) pudiera concebirse como un estadio inferior. Finalmente se comprende también que el misterio de la e. radica, por una parte, en el misterio de la comunicación divina al mundo (misterio que a su vez se hace comprensible por el impulso del hombre a la absoluta cercanía respecto de Dios, el cual está soportado por dicha comunicación; y por esto la e. queda preservada frente a la impresión de ser algo milagroso y extrínseco), y, por otra parte, en que esta e. acontece precisamente en Jesús de Nazaret.

4. Una inteligencia de la e. (que naturalmente no suprime su carácter de misterio) puede lograrse también desde otro punto de vista, que en la actualidad debe tenerse necesariamente en cuenta si ese misterio ha de predicarse a los «paganos» incrédulos. El hombre de hoy posee una concepción «evolutiva» del mundo; mírase a sí mismo (a la humanidad) profundamente envuelto en el río de la historia, el mundo tiene para él una «historia natural», no es una magnitud estática, sino genética. La historia de la naturaleza y del mundo forman una unidad. Y la historia total y única es experimentada y vista como un acontecer «dirigido hacia arriba», prescindiendo de la manera de caracterizar la estructura formal de la altura cada vez mayor hacia la cual se eleva cada fase de la historia (por ej., creciente interioridad, progresiva intervención en la totalidad de la realidad, creciente unidad y complejidad de los entes particulares). Si esta historia ha de producir realmente algo nuevo (es decir, superior, con mayor poderío óntico y no simplemente «otra» cosa) y ha de producirlo, no obstante, por sí misma; en tal caso, la transición de una fase y forma de la historia a otra nueva sólo puede caracterizarse como un «transcenderse a sí misma». Ahora bien, este transcenderse hacia lo superior, aun cuando ex supposito es acción del ente histórico mismo, sólo puede acaecer en virtud del ser absoluto de Dios, el cual, sin convertirse en elemento esencial del ente finito en su devenir, por su conservación y cooperación creadora y como futuro (que por lo menos en forma implícita mueve desde sí y es apetecido en cuanto fin) opere dicha transcendencia del ser finito como obra de éste. Si este concepto de la transcendencia de sí mismo se entiende como movimiento divino, y éste se concibe como donación de la transcendencia de sí mismo; en tal caso, la evolución del mundo material y espiritual puede entenderse como historia una, sin que dentro de esta unidad del mundo y de la historia puedan negarse o ignorarse por eso las diferencias esenciales. Como sabemos por la revelación de Dios, que interpreta la suprema experiencia de la gracia que se da en la existencia: el sumo, absoluto y definitivo acto de trascendencia del ser creado, que sostiene todos los precedentes y les da su último sentido y finalidad, es la autotranscendencia del espíritu creado por la recepción inmediata del misterio infinito, del ser de Dios mismo. Esta autotranscendencia necesita en un sentido absolutamente singular de la «cooperación» divina. Vista desde aquélla, esta cooperación divina se llama comunicación gratuita de Dios. La historia del mundo y del espíritu, que tiene lugar en graduales actos de transcendencia por parte del ser creado, está sostenida por la comunicación de Dios, lo cual tiene como presupuesto la acción por la que Dios en su actividad eficiente crea lo distinto de él, mientras que ella misma es la causa primera y el fin último del mundo fáctico. Postrera y suprema transcendencia del ser finito y radical autocomunicacíón de Dios son los dos aspectos de lo que acontece en la historia. Aquí nunca deben olvidarse dos puntos. En primer lugar, el hacia «dónde» de este trascender es siempre el misterio incomprensible de Dios. Con lo cual, todo camino hacia el futuro está determinado, entre otras cosas, por esta peculiaridad del término, es camino hacia lo desconocido, que permanece abierto.

Con lo cual todo transcenderse es esperanza y confianza amorosa en una realidad substraída por completo a nuestra disposición, la cual se comunica como amor incomprensible. Y además, la historia del trascenderse es historia de la libertad, y, por ende, de la posible (y efectiva) culpa y del «no» a esta dinámica histórica, es historia de la interpretación falsa (o sea, autónoma) de la autotrascendencia y, con ello, de las posibilidades de fracasar absoluta y definitivamente en la consecución del fin último. Luego, dentro de esta doble posibilidad de la historia de la libertad, también tienen su puesto necesario la renuncia, la «cruz» y la muerte.

Ahora bien, esta historia de la comunicación de Dios y de la transcendencia de la criatura, que es la historia de la creciente divinización del mundo, no acontece solamente en la profundidad de la conciencia libre, sino que, en medio de la unidad del hombre multidimensional y de la dinámica de la gracia para la transfiguración de todo lo creado, tiene una peculiar dimensión histórica. En efecto, aparece y se crea su dimensión tangible en lo que llamamos historia de --> salvación en el sentido auténtico y corriente; y éste es el lugar donde acontecen la comunicación de Dios mismo y el trascenderse de la criatura (más concretamente, del hombre). Cuando la comunicación de Dios y la transcendencia del hombre llegan en medio de la historia concreta a su punto culminante, absoluto e irreversible, es decir, cuando Dios está ahí, en el tiempo y el espacio, incondicional e irrevocablemente, y la transcendencia del hombre llega justamente a esa total pertenencia a Dios; entonces se da lo que en términos cristianos se llama e. Con ello se da un cristocentrismo del cosmos y de la historia misma de la libertad. Pero esto no ha de entenderse como si «sólo» en Cristo el mundo se transcendiera en forma absoluta. El acto de trascendencia se realiza más bien en la realidad entera del mundo, en cuanto todo lo material se transciende a sí mismo dentro de lo espiritual y personal, y sólo como componente de lo espiritual (en ángeles y hombres) existirá definitivamente en la consumación, alcanzando en la plenitud definitiva de la creación espiritual la suprema cercanía a Dios, al ser absoluto e infinito. En ese sentido, propiamente, Cristo no constituye un «estadio superior» del autotrascenderse del espíritu y de la comunicación divina, como si hubiéramos de preguntarnos por qué se da una sola vez y no es alcanzada, en una especie de «pancristismo», por toda criatura espiritual. El Logos encarnado es más bien culminación y centro de la divinización del mundo, en cuanto él alcanza su realidad como «individuo» cuando la divinización del mundo llega en la gracia y la gloria a su punto culminante e irreversible y a su victoria manifestada históricamente. Porque Dios se promete al mundo, hay Cristo; él no es sólo un posible comunicador de una salvación, si quiere realizar esa comunicación, sino que en sí mismo es esta comunicación aparecida en forma irrevocable e histórica (lo cual no hace superfluas la cruz y la resurrección, sino que las implica: -> redención).

5. Sobre la cuestión de por qué el dogma cristiano afirma que se ha hecho hombre el Hijo del Padre, el Logos divino como segunda persona del Dios trino, y no otra persona divina, remitimos al artículo sobre la -> Trinidad. La inteligencia de los dos tratados (Trinidad y e.) tiene una relación de condicionamiento recíproco. Porque la Trinidad «económica» es la «inmanente» y viceversa, la «Palabra» en que el Padre (el Dios sin principio), sin dejar de ser incomprensible, nos descubre su propia realidad (de modo que la Palabra tiene que ser consubstancial con el Padre) es también necesaria para nuestra inteligencia del Logos «inmanente» del Padre, y viceversa.

6. Por estas consideraciones (bastante incompletas si tenemos en cuenta el estado de la teología actual) y otras parecidas, la predicación de hoy debe crear en el oyente del mensaje cristiano el a priori necesario para que pueda «llegarle» la doctrina sobre la e. y no le produzca la impresión de ser una mera representación mitológica.

Karl Rahner