EDUCACIÓN

A) Sentido de la educación. B) Autoeducación.

A) SENTIDO DE LA EDUCACIÓN

¿Qué significamos cuando decimos que se ha de educara los niños, que esto o lo otro es fruto de la educación, o cuando hablamos de niños educados, mal educados o incluso malcriados? ¿Significamos con ello que la naturaleza, o una acción adecuada a ella, ha hecho o dejado de hacer su obra (Rousseau)? Entonces queda aquí abierta por lo menos la siguiente cuestión: ¿qué ha de entenderse por naturaleza? ¿O significamos con ello que la vida misma educa para la vida (E. Key)? Pero, en ese caso, resulta comprensible que, debido a la indeterminación del concepto «vida», se puedan poner fácilmente en su lugar otros conceptos como Restado» (E. Krieck), «sociedad» (J. Dewey), «clase» (Ogorodnikow - Schimbirjew), «cultura» (Litt y Spranger, con limitaciones), etcétera. ¿O indicamos con tales expresiones el devenir o la realización lograda de un individuo, que se desarrolla bajo la influencia de una -> comunidad de ->personas? En este caso la e. queda enfocada bajo el aspecto de una acción singular que se realiza entre varios sujetos humanos. La cuestión de la e. se convierte entonces en la pregunta por la relación educativa.

¿Cómo ha de caracterizarse más exactamente esta relación? ¿Se halla en el mismo plano que el eros? Pero el eros fluye de la pasión, es efecto de elección y tendencia, de simpatía y homogeneidad espirituales. Sólo comprende una región parcial del otro, no penetra hasta el último núcleo de la persona. Además, en el eros el otro es escogido entre los muchos sujetos posibles; y el educador no elige, a él no le es licito escoger. No puede proponerse educar a uno y abandonar al otro. Encuentra a su educando y le acepta, bien sea éste un descastado 0 bien un hombre de buena índole. Educar significa en primera línea aceptación y no exclusión, pues el ser desconoce toda excepción. La e. significa que el educador con su ser actúa en el ser del otro, no como quien hace una obra en un mundo exterior - lo cual seria un acto de poder, una de gradación de la e. en afán de dominio -, sino con el fin de buscar y despertar con el propio yo la singularidad del otro como persona.

1. Con ello se diseña tina primera relación fundamental de la e., la cual queda expresada en la afirmación: Es bueno que este hombre exista, y que él sea este hombre. Ahí está indicado el hecho de que la e. tiende a la totalidad, al todo del hombre y, por cierto, no como un objeto, sino como una persona, no bajo esta o la otra propiedad, sino bajo todas las dimensiones de su ser. Lo cual incluye también lo relativo a la nutrición y al cuidado del hombre. Además, eso significa que la e. afirma al hombre en su carácter concreto, en su limitación y caducidad. Pero en dicha afirmación late también un tercer elemento, a saber: por más que la e. vea y tome al hombre tal como es, sin embargo no quiere dejarlo tal como es, ora se halle en el estadio de mero ser vivo, ora su vida esté en vías de pleno desarrollo, ora él haya caído ya en el desorden. La e. no se conforma con que el otro exista simplemente. Ella quiere que este ser llegue a su plenitud. Lo cual significa que el educador de tal modo repercute con su ser en el del otro, que por su acción se abre lo más íntimo del educando. Bajo este aspecto la e. se convierte en un encuentro peculiar. Podemos llamarlo encuentro dialogístico, cuya nota distintiva es, según observa M. Buber, el elemento de la universalidad, que por su parte se basa en la «experiencia del otro yo» (M. BUBER, Reden über Erziehung, 35). Con ello se significa la penetración radical en la constitución anímica del otro, que nace de la vivencia de la pertenencia mutua. El que tiene esa vivencia queda tocado por el misterio personal del otro.

2. De lo dicho se desprende una segunda relación fundamental de la e. que puede expresarse así: Es bueno que el otro desarrolle lo que en virtud de su esencia debe ser. Este deseo de que el otro se desarrolle, de que realice su orden personal en su totalidad, presupone una triple actitud. En primer lugar la confianza en las fuerzas evolutivas que duermen en el niño, es decir, en la capacidad y posibilidad que hay en él de una autorrealización personal. Más exactamente, la confianza en la voluntad de formación y desarrollo de este ser humano, y la fe en las fuerzas de la libertad y responsabilidad adecuadas a este ser. En segundo lugar, esta relación fundamental de la e. presupone en el educador el deseo de que el otro llegue a ser «mayor», «mejor», «más noble», «más puro» que él mismo, o, dicho de otro modo: Él debe crecer y yo debo disminuir. Finalmente, el tercer presupuesto en dicha relación es una postura de suma modestia por parte del educador, pues el proceso de la autorrealización del educando soporta ciertamente el apoyo y el auxilio del educador, pero de ningún modo que su mano modele, acuñe o doblegue a la fuerza. Ciertamente la e. por su esencia está encaminada a conseguir cosas mayores, a desenvolver lo replegado, a imponer un orden sano en lo destruido y desfigurado, a dar al educando la ayuda necesaria para su vida, a fin de que él gane su sitio en el todo del mundo; pero, no obstante, ella debe renunciar a cualquier injerencia que convierta la relación yo-tú en una relación yo-lo, en la cual más que de ayudar se trate de dominar, y más que conducir se intente seducir.

Hay que guardarse con cautela de este extravío, pues aquí se presenta el peligro de una falsificación, «en comparación con la cual todo curanderismo pierde su importancia» (M. BUBER, Reden 34). Aquí, incluso con la más limpia intención, con el más puro propósito, se ve al educando como un ser «manejable», del cual se puede hacer algo según el propio capricho. Pero siempre que convertimos a un hombre en un objeto, «su persona se nos escapa de las manos, y nos queda solamente la cáscara» (M. SCHELER, Wesen und Formen der Sympathie, Bo 1926, p. 193). Sin embargo, el hombre es un ser predeterminado y acuñado previamente desde muchos puntos de vista, de manera que el concepto de «formación» y «configuración» por eso mismo tiene sus límites. Pero no nos referimos a esto cuando hablamos de una postura de modestia en el educador o, con Buber, «del carácter objetivamente ascético del arte de educar» (Reden, 35). Pues mantenemos esta afirmación incluso ante el hecho de que el hombre es un ser muy susceptible de influencias, de dirección, de acomodación y, en una palabra, de e., lo cual se debe a la estructura del hombre que podríamos calificar de deficiencia (A. Gehlen): su no estar fijado, su inseguridad, excentricidad y apertura al mundo, pero también su ->libertad que ahí se funda. Y precisamente esto es lo que obliga al educador a una renuncia que a veces resulta dolorosa, pues el respeto al tú le prohíbe intervenir para recortar su libertad. Pero si el educador con frecuencia ha de mantenerse pasivo y ver cómo el educando se pierde en extravíos, cómo su mejor intención y actuación permanecen aparentemente sin fruto, no obstante, él soportará todo eso y estará presente en el otro dándole su mejor don: el amor.

3. Con ello llegamos a una tercera relación fundamental de la e. la cual queda expresada en la frase: es bueno que «nosotros» seamos. En esta confesión de que «somos junto con» el educando - lo cual no significa un mero estar al lado o un casual estar juntos, sino que expresa una originaria constitución metafísica del hombre, pues la naturaleza humana incluye esencialmente el encuentro, el existir con (como forma fundamental de humanismo: BARTH, KD III/2)-, el educador se pone plenamente de parte del educando, es decir, lo ama. Lo que se experimenta en este momento es el hecho de que el otro «existe como un valor con sentido propio en medio de la realidad experimentable dentro del horizonte de nuestra existencia» (Ph. LERSCH, Aufbau der Person, Mn 71956, p. 225). Lo que aquí se expresa no es el gesto de la comprensión o de la simpatía, sino el gesto de la elevación del otro «para que la plenitud de su sentido esté sobre el mundo como una luz» (¡bid.). En ese clima de estrecha unión la e. renuncia a todo «modelar», «formar», «acuñar», e incluso a toda intención unilateral de educar según una determinada imagen del hombre. Y puede renunciar a ello porque la e. en su acto fundamental no es intención, sino oferta, no es exigencia, sino donación, no quiere recibir, sino dar. Pero lo que ella ofrece no es un «algo», no son valores o bienes, no es un saber o una cultura, no son propiedades ni dotes o virtudes, ni siquiera una imagen (ideal) del hombre, sino lo más auténtico de la persona, el yo. Pues donde la persona misma es donadora y don, donde el contacto personal pone en marcha el acto fundamental de la e. y la relación dialogística de educador y educando, no puede interponerse nada que tenga carácter de «objeto». Cuando eso se dé, ciertamente el educador tomará del mundo y se apropiará las fuerzas que el educando necesita para el despliegue de su esencia (BUBER, Reden, 44) -aquí se anuncia por lo demás aquel fragmento de «autoeducación» que se requiere siempre en el educador-, sin duda, transmitirá saber y valores, cultura y virtud, dotes y propiedades, así como una imagen del mundo y del hombre que, coronada con la idea de Dios, sirva como fuerza edificadora de la joven alma; pero aquí no se trata primariamente de esta relación objetiva («transmisión de cultura», según Spranger), aspecto legítimo en la función mediadora de la enseñanza, sino de la relación personal, en la cual el niño aprende primero a decir «tú» y no a decir «yo».

En ese dar y recibir, en el que el uno comunica al otro su realidad más auténtica, el «ser con» es experimentado como «gracia». Psta constituye el resplandor singular y la irradiación prodigiosa que es capaz de iluminar las faltas del otro. No como si se pudieran pasar por alto y encubrir las faltas, las debilidades, la corrupción y la maldad que se esconden ya en el niño, y que con suma frecuencia llevan al fracaso la acción educadora. Más bien, la autenticidad del amor se manifiesta en que, aun conociendo muy bien las faltas del otro, sin embargo, «lo amamos con todas sus deficiencias» (SCHELER, ¡bid., 183). Donde se halla presente este amor educador, al que puede ir inherente un cierto carácter unilateral (E. SPRANGER, Der geborene Erzieher, He¡ 1964, p. 95), en cuanto el niño no está - o no está adecuadamente- en condiciones de responder a él; el educando no podrá menos de percibir una llamada que le haga experimentar su mismidad, el mundo, su existencia junto con otros y, a la postre, su referencia a Dios como una realidad que debe afirmarse e incluso amarse.

De todos modos no podemos silenciar el hecho de que, en medio de esa entrega amorosa, por la que el educador da al educando su realidad más propia, por la que él se entrega a sí mismo, plantea una nueva exigencia a la e., a saber: el educador sólo puede comunicar lo que es «puro y claro en su propia existencía» (L. BoRos, Der anwesende Gott Fr 1964, p. 24). Ahora bien, todo educador, si no es ciego con relación a él mismo, conoce su propia pobreza óntica, su caducidad, su egoísmo y su evidente corrupción. Por tanto, si no quiere correr el peligro de obtener precisamente lo contrario de lo deseado, si quiere que el otro «alcance el valor ideal de su propia esencia» (SCHELER, ¡bid., 187), que nazca como amor lo sembrado con amor (SPRANGER, ¡bid., 100), que sea posible la formación «en el sentido de una autorrealización personal» (STIPPEL, Aspekte, 11), que el otro pueda ocupar y asumir el lugar de su «esencia» en el todo del -> mundo (---> formación), que el ser amado sea puro, luminoso, ilimitado e imagen de Dios (BUBER, Reden, 47), necesariamente tiene que surgir en él la preocupación de que, al hacer donación de sí mismo, no comunique también la maldad de su corazón. «Sólo debe pasar al otro lo puro, lo digno, lo que sirve para la edificación del ser» (L. BOROS, ¡bid., 24). Así el amor educador tiene necesidad de una purificación constante.

Otra vez se abre aquí el límite doloroso de la acción educadora. Esta vez no del lado del educando, sino del lado del educador. Él debe experimentar que precisamente allí donde empieza la acción educativa es donde más palpables se hacen los límites, que le señala su propia pobreza. Mas todo eso está muy lejos de una e. del mero «dejar crecer», lo cual en el fondo constituiría un repudiar al otro. Si el tú es abandonado a sí mismo, se le deja caer en un mundo «sin esencia» y en el desamparo, pues queda roto el vínculo yo-tú. Un mero dejar crecer equivale a permitir que el otro se atrofie, que se aleje del ser. Vista así, la e. en el sentido antes expuesto, a pesar de su pobreza óntica, constituye, no obstante, una riqueza de ser, pues ella, en virtud del estar óntico del educador con el educando, hace que éste reciba aquello por lo que se edifica su ser. Cf. también -->pedagogía, --> enseñanza.

Reinhold Mühlbauer

 

B) AUTOEDUCACIÓN

I. Esencia, fundamento y finalidad de la autoeducación

Mientras que en la < educación de otros» la persona que educa ( = el educador) y la persona que es educada por él ( = el educando) son distintas, en la a. ambas coinciden realmente. El hombre es a la vez educador de sí mismo y educando, en cuanto él (como educador de sí mismo) se < eleva» (como educando) a su más alta y verdadera mismidad.

Con esto aparece como fundamento para la posibilidad de la a. una cierta no identidad en la estructura óntica de la esencia humana, en virtud de la cual el hombre es una existencia en tensión dentro de la dimensión del tiempo y de la historicidad. Ciertamente el hombre es siempre él mismo, pero no en tal medida que no pueda serlo más intensamente; nunca es tan transparente para él mismo y está tan «en sí mismo», que no pueda buscar y hallar más todavía en sus posibilidades; y jamás se posee de tal modo que no pueda comprenderse en forma siempre nueva y más profundamente.

De esta manera se le va abriendo el «imperativo de la a.», que él experimenta en la conciencia: «sé el que eres».

Con este imperativo de la conciencia, la a. se manifiesta no sólo como ontológicamente posible, sino también como moralmente necesaria. En efecto, el hombre no crece en su propia mismidad sin su acción libre, pues de otro modo la llamada de la conciencia no tendría ni sentido ni punto de apoyo. Si ya el propio ser es una actividad o el acto fundamental que el ente (en nuestro caso el hombre) ha de realizar por sí mismo, sin que nadie pueda representarle (es significativo que la palabra < ser» no pueda ponerse en pasiva), con mayor razón lo es su actuación posterior. Por tanto, la exigencia de la conciencia se dirige al propio yo, en cuanto éste descansa en las propias posibilidades que aún se hallan sin desplegar (punto de partida de la a.); finalmente esta misma exigencia llama al propio yo a salir de allí y le señala como meta el logro pleno del propio ser mediante una despierta y libre autorrealización: ( = fin de la a.).

II. Medio y cambio de la autoeducación

Con lo dicho hemos anticipado ya un esbozo sobre el medio y el camino de la a. Ésta se produce por un diálogo del hombre con -->Dios en la conciencia, el cual condiciona el correspondiente diálogo del hombre consigo mismo, al que sirve de ocasión concreta el diálogo con las cosas y con los demás hombres. En la --> conciencia el hombre experimenta que pesa sobre él una exigencia absoluta -aunque de manera todavía velada- y experimenta igualmente que un ser le exige en forma absoluta. En una reflexión ulterior éste se descubre como el ser absoluto (pues, de otro modo, la exigencia absoluta no provendría de un proporcionado fundamento óntico), y se descubre como tal en un sentido personal, puesto que su exigencia liga al hombre como persona. Así la exigencia experimentada en la conciencia se muestra como un requerimiento personal (y personificante), que procede de una persona absoluta y llama al hombre hacia su propia realización; él se ve puesto bajo una medida absoluta, a cuya luz destacan el carácter relativo y el todavía no, o la insuficiencia de su ser. En cuanto el hombre procura medirse con dicha medida y corresponder mediante la acción moral a la exigencia que se le plantea, él se asume a sí mismo con aquella responsabilidad por la que toma en sus manos su propio, gobierno y rinde cuentas de él mismo. En la medida en que el hombre logra esto, él se experimenta a sí mismo como una palabra del Absoluto, que se revela aquí como el prototipo que vivifica y mide al hombre, como imagen ejemplar en la que éste radica y que él imita mediante su autorrealización libre en el acto de la respuesta.

La mismidad más alta y verdadera que eleva y configura al hombre, opera así y se desarrolla desde el prototipo. Pero esto acontece en medio de un diálogo del hombre consigo mismo, por el cual él, a través de un «autoconocimiento creador», intenta primero comprenderse, presentarse ante sus propios ojos y expresarse a sí mismo en su identidad más alta, para luego introducirse en ella cada vez más profundamente. Le incitan a ello el encuentro y el diálogo con las cosas y con los otros hombres, que son experimentados y amados como modelos positivos (o rechazados como «negativos») en medio de un superior parentesco óntico por el que ellos se elevan y forman hacia un nivel más alto. A partir de aquí la a. se realiza ulteriormente en un diálogo consigo mismo que alaba o reprocha, reconociendo lo positivo y dando ánimo y fuerza para ello, o condenando lo negativo y debilitándolo. Así el diálogo autoeducador del hombre consigo mismo se realiza bajo la fuerza y la medida judicial de un diálogo oculto con el Absoluto, en el cual queda incluido todo el mundo circundante.

III. Formas de autoeducación

Sin duda el hombre no está en condiciones de una a. buscada consciente, metódica y sistemáticamente hasta que despierta el conocimiento del yo y del ideal en la pubertad. Por lo general esta forma explícita de a. sólo se presenta en manera esporádica y está enmarcada en el contexto del instinto o de las tendencias (en un contexto «funcional»): «En su sombrío impulso un hombre bueno muy bien sabe del camino recto» (GOETHE, Fausto i, prólogo). Es decir, la a. tiene un carácter más bien accesorio, o sea, la intención directa y consciente va encaminada a la adquisición de bienes moralmente neutros (prestigio, bienestar), y la a. en el sentido de valores personales (laboriosidad, espíritu ordenado, paciencia...) se adquiere como un producto accesorio.

Heinrich Beck