ECUMENISMO

A) Movimiento ecuménico: B) Teología ecuménica. C) Diálogo y colaboración entre las Iglesias. D) Movimientos de unión de las Iglesias.

A) MOVIMIENTO ECUMÉNICO

La palabra «ecuménico» se deriva del griego oikoumene, que significa toda la tierra habitada (Act 17, 6; Mt 24, 14; Act 2, 5). En el tradicional vocabulario católico designa un concilio general o universal de la Iglesia; pero hoy se usa especialmente para designar todos los esfuerzos en pro de la unidad de los cristianos. Movimiento quiere decir aquí todo el proceso evolutivo de las relaciones y actitudes entre las confesiones, encaminado a terminar con las escisiones entre los cristianos.

Aunque la fe católica sostiene que la unidad de la Iglesia como institución divina fue previamente dada por Jesucristo y fundamentalmente no puede perderse, sin embargo, por otra parte, no hemos de olvidar que la plenitud de la unidad de la Iglesia nunca llega a realizarse y que la unión de los cristianos estuvo amenazada desde los comienzos. Ya en el NT se lucha por ella: relación de Pablo con los corintios y con los judeocristianos (Flp 4, 2). Más gravedad cobró la cuestión de la unidad a causa de la escisión de importantes grupos sociales y nacionales (maniqueos, donatistas, arrianos, montanistas, novacianos, monofisitas, nestorianos). Sin embargo, sólo el cisma de 1045 entre oriente y occidente condujo a grandes intentos de recuperar la unidad rota, los cuales, sin embargo, fracasaron (Lyón, Florencia).

Por la rotura en el siglo xvi dentro de la cristiandad occidental, nuevamente y en forma más aguda se hizo problemática la unidad cristiana. Sin embargo, junto con las escisiones también se produjeron siempre esfuerzos ecuménicos de algunos hombres eminentes por restablecer la unidad perdida. Pero sólo en el siglo xx se puede hablar de un m. e. respaldado por Iglesias enteras. Este movimiento fue preparado por las nuevas posibilidades de contacto que el siglo xrx trajo a la humanidad por la creación de organizaciones y asociaciones eclesiásticas y confesionales a escala mundial. No menos importantes fueron las asociaciones de la juventud, en las que por vez primera se despertó el interés ecuménico en un plano mundial. La historia del m. e, en el siglo xx puede dividirse hasta hoy en tres grandes períodos: su desarrollo hasta la creación del consejo ecuménico; desde la constitución de éste (Amsterdam 1948) hasta el concilio Vaticano ii; el tiempo del concilio y la era posconciliar, que se caracteriza por la participación de la Iglesia católica.

1. En el período anterior a la fundación del consejo ecuménico de las Iglesias, en el m. e. corren paralelas o se unen diversas corrientes. Como elemento esencial en orden a su desenvolvimiento ulterior hay que mencionar la alianza mundial para la amistad (internacional) de las Iglesias, que se fundó en 1914 en Constanza, con el fin de contribuir, por el fomento de la amistad entre las Iglesias, a la reconciliación entre los pueblos. Como no se exigió ningún credo formal, fue también posible la colaboración de los ortodoxos. En el congreso de Oud Wassenaar (Holanda 1919), a base de los planes del arzobispo Sóderblom, se fundó el movimiento del cristianismo práctico («Li f e and Work»). Su primera conferencia tuvo lugar en agosto de 1925 en Estocolmo (661 delegados de 37 países). Fue 'la primera vez que se reunieron delegaciones oficiales de las Iglesias. «Life and Work» se proponía recuperar la perdida unidad de los cristianos sobre todo por colaboración práctica. La conferencia mundial de Estocolmo invitó a toda la cristiandad a hacer penitencia por la incurable escisión y a convertir el evangelio en la fuerza decisiva dentro de todos los ámbitos de la vida. Después de esta primera conferencia mundial, la comisión continuadora del «Consejo ecuménico para el cristianismo práctico» desarrolló una copiosa actividad. Trabajó junto con el Instituto internacional de ciencias sociales de Ginebra (Adolf Keller), con el seminario ecuménico fundado por Adolf Keller, fundó por su cuenta una comisión de teólogos (A. Deissmann, M. Dibelius), una comisión ecuménica de jóvenes, una agencia ecuménica de prensa y noticias, y llevó a cabo acciones de ayuda de índole muy variada. En junio de 1937 tuvo lugar en Oxford la segunda conferencia mundial bajo el tema: «Iglesia, pueblo y Estado». En ella tomaron parte 425 delegados oficiales de 120 Iglesias protestantes y ortodoxas de 40 países. En esta conferencia se impuso la conclusión de que, sin unirse al movimiento por la fe y constitución de la Iglesia («Faith and Order»), no se podría lograr el fin de la unidad de los cristianos. De ahí la determinación de fundar juntamente con este, movimiento el Consejo ecuménico de las Iglesias.

No dejó de tener parte en esta determinación el creciente interés por las cuestiones teológicas, así como el influjo perceptible de los reformadores y de K. Barth.

Además del movimiento por el cristianismo práctico, también el movimiento por la fe y la constitución de la Iglesia imprimió su cuño en los esfuerzos en torno a la unidad cristiana. En la conferencia mundial misional de Edimburgo, celebrada el año 1910, el obispo anglicano Ch. Brent reconoció que era imposible excluir del diálogo interconfesional cuestiones sobre la fe y la constitución de la Iglesia. Brent quería llegar a una conferencia que deliberara sobre estas cuestiones. Ya en 1920 logró convocar en Ginebra una conferencia mundial, con 133 representantes pertenecientes a más de 80 Iglesias de 40 países. La Iglesia romanocatólica no estuvo representada; las Iglesias ortodoxas, en cambio, aseguraron su colaboración. En agosto de 1927, bajo la presidencia del obispo Brent, tuvo lugar en Lausana la primera conferencia mundial para la fe y constitución de la Iglesia; asistieron a ella 394 delegados de 108 Iglesias. Con palabras patéticas la conferencia hizo una llamada a la unidad de los cristianos. Las cuestiones decisivas que están pendientes entre las distintas Iglesias fueron abordadas valerosamente en los temas de la conferencia. A la muerte de Brent (1929), asumió la dirección W. Temple, arzobispo de York. En la segunda conferencia mundial, celebrada el año 1937 en Edimburgo (con 504 asistentes de 123 Iglesias), revistió una importancia decisiva el acuerdo tomado de fundar, juntamente con el movimiento por el cristianismo práctico, el Consejo ecuménico de las Iglesias.

2. Así, pues, el plan de un Consejo ecuménico de las Iglesias en principio fue aprobado el año 1937 en Oxford y en Edimburgo; su constitución fue esbozada en Utrecht el año 1938. Pero los trastornos de la guerra impidieron su ejecución, de forma que el Consejo ecuménico no llegó a constituirse hasta el año 1948, en Amsterdam. En esta primera asamblea plenaria tomaron parte representantes de 147 Iglesias de 44 naciones. El tema general fue: «El desorden del mundo y el designio salvífico de Dios.» Se puso en claro la diversidad de concepciones sobre la Iglesia, marcadas por la tradición protestante o la católica; pero ello no impidió el reconocimiento de la Iglesia como don de Dios, la cual ha sido fundada por los hechos salvíficos de Dios en Cristo. Los delegados de las diversas Iglesias expresaron la firme voluntad de permanecer unidos. Bajo el tema general « Cristo, esperanza del mundo», el año 1954 se celebró en Evanston (EE.UU.) la segunda asamblea plenaria. En 1961, el Consejo ecuménico tuvo su tercera asamblea plenaria en Nueva Delhi; en ella participaron 625 delegados oficiales de 175 Iglesias y muchos observadores, entre ellos también algunos de la Iglesia católica. Fue importante la aceptación de la candidatura de 23 Iglesias, concretamente la de las Iglesias ortodoxas de Rusia, Bulgaria y Rumania. Igualmente importante fue la decisión de integrar en el Consejo ecuménico el Consejo internacional de misiones. Con ello el Consejo ecuménico aceptaba un movimiento que había sido decisivo para su propio nacimiento, pues el m. e. nació por la llamada a la misión. La asamblea general de Nueva Delhi tenia como lema principal: «Jesucristo, luz del mundo.» Con su serio esfuerzo por la superación de los conflictos del mundo (declaración sobre la libertad religiosa, sobre el antisemitismo y proselitismo), Nueva Delhi mostró que la unidad no es buscada por razón de sí misma, sino como fundamento para un cumplimiento mejor y más fiel del mandato cristiano en el mundo de hoy. En 1968 tiene lugar en Uppsala (Suecia) la cuarta asamblea plenaria, bajo el tema general: «Mira, yo lo renuevo todo.» El Consejo ecuménico se entiende a sí mismo como «una comunión de Iglesias que confiesan al Señor jesucristo según la sagrada Escritura como Dios y salvador y por eso tratan de cumplir en común la vocación a que están llamadas para gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo» (la base aceptada en Nueva Delhi en 1961). El Consejo ve su tarea: sobre todo en proseguir el trabajo de las dos conferencias mundiales para la fe y la constitución de la Iglesia y para el cristianismo práctico, así como el del Consejo mundial de misiones; en facilitar la acción común de las Iglesias y fomentar su colaboración en la tarea de estudiar, profundizar y fortalecer la conciencia misional de los miembros de todas las Iglesias; en cultivar las relaciones con consejos cristianos nacionales y regionales, con alianzas mundiales confesionales y otras organizaciones ecuménicas, y en convocar conferencias mundiales para tratar determinadas cuestiones urgentes. Ello quiere decir que el Consejo ecuménico no se entiende a sí mismo como una superiglesia, sino como un instrumento al servicio de las Iglesias que están adheridas a él. Sobre las declaraciones del Consejo se dice que < no poseen otra autoridad que la de su propia verdad y sabiduría». El Consejo lleva a cabo su trabajo por medio de la asamblea plenaria como autoridad suprema, por la comisión central y la comisión ejecutiva de la misma, por las comisiones de trabajo, así como por los organismos permanentes de Ginebra y Nueva York y por su secretariado del este asiático. Entre las comisiones tiene importancia especial la comisión para la fe y constitución de la Iglesia, que goza de cierta autonomía dentro del Consejo ecuménico y tiene derecho de proponer al mismo la organización de conferencias mundiales propias. Así, en 1952, tuvo lugar en Lund la tercera conferencia mundial para Ja fe y constitución de la Iglesia, en que se dio por terminado el tiempo de la eclesiología comparada y se invitaba a las Iglesias a avanzar hacia la unidad fundada en Cristo, no limitándose a deliberar, sino obrando además en común, en cuanto esto no atentara contra la propia creencia. La cuarta conferencia mundial para la fe y constitución de la Iglesia, celebrada en Montreal el año 1963, dio por vez primera plena validez a los votos de la ortodoxia y a la teología histórico-crítica. El diálogo con la Iglesia católica fue igualmente renovado con más fuerza.

Actualmente pertenecen al Consejo ecuménico más de 230 Iglesias, prácticamente toda la cristiandad separada del catolicismo romano. Sin embargo, no son miembros algunas Iglesias protestantes, p. ej., la Southern Baptist Convention y la Lutheran Church Missouri Synod en los EE.UU. En sectores conservadores del protestantismo existe cierta oposición contra el Consejo ecuménico y se teme que él pueda traicionar la reforma.

3. La Iglesia católica se ha negado durante mucho tiempo a tomar parte en el m. e. Ni teológica ni psicológicamente estaba aún preparada para ello. La Iglesia quería impedir que los católicos aceptaran de manera no católica el planteamiento de la cuestión ecuménica. En esta línea se hallan la negativa de Benedicto xv (card. P. Gasparri) a las invitaciones de < Faith and Order» (18-12-1914; 16-5-1919), la prohibición del santo oficio de tomar parte en la conferencia de Lausana (8-7-1927: AAS 19 [ 1927 ] 278; Dz 2199), la encíclica Mortalium animos (6-1-1928: AAS 20 [1928] 5-16), y el monitum del santo oficio con la prohibición de acudir a Amsterdam (5-6-1948: AAS 40 [ 1948 ] 257 ). La Iglesia católica mantuvo una actitud completamente negativa frente al Consejo ecuménico, que ha estado bajo fuerte influjo protestante. Respecto a los ortodoxos Roma ha mostrado una actitud mucho más positiva, sobre todo porque las Iglesias ortodoxas poseen la misma realidad sacramental y dogmática. Durante mucho tiempo la Iglesia católica perseveró en su punto de vista y, si ofreció reiteradamente la reconciliación, fue tan sólo a condición de reconocer el primado romano; pero con el tiempo se comenzó a ver la necesidad de información recíproca, así en 1927 se creó en Roma el Instituto oriental y, en 1929, el Russicum; fuera de Roma, en 1925 se creó el monasterio unionista Amay-Chevetogne y en 1927 el centro Istina. Pero no se llegó a un encuentro oficial con las Iglesias, y menos a un efectivo diálogo teológico.

Sin embargo, tampoco en la Iglesia podía ya detenerse el m. e. Por obra de pequeños grupos bajo la dirección de hombres carismáticos (p. ej., el movimiento Una Sancta en Alemania y círculos agrupados en torno al abbé Couturier e Y. Congar en Francia), la idea ecuménica cobró cada vez más auge y, sobre todo en los años calamitosos de la segunda guerra mundial, echó raíces indestructibles. Cada vez más se fue propagando la semana mundial de preces por la unidad de los cristianos (celebrada anualmante del 18 al 25 de enero). Los muchos contactos personales con cristianos de otras confesiomes, el esfuerzo de renovación partiendo de las fuentes (Escritura, liturgia, patrística), que condujo a una amplia colaboración internacional, el estudio a fondo de la historia de la Iglesia y el triste espectáculo de la separación en las misiones han fortalecido de año en año el ansia de unidad. El movimiento espiritual partió de abajo, pero la suprema dirección de la Iglesia católica no pudo ya cerrar los ojos a él. Todavía lo hizo al principio de manera vacilante, como en la instrucción Ecclesia catholica de 20-12-1949 (AAS 42 [ 1950 ] 142-147 ); pero con ella las muchas iniciativas privadas quedaban ancladas positivamente en la Iglesia. En 1952 se fundó, sin carácter oficial, una «conferencia católica internacional para cuestiones ecuménicas» (J.-G. M. Willebrands). Pero el giro decisivo no vino hasta Juan xxiii, que hizo de la idea ecuménica una de las intenciones capitales del concilio Vaticano ii, convocado por él. Con el motu propio Superno Dei nutu, de 5-6-1960 (AAS 52 [1960] 433-437 ), este papa erigió el Secretariado para la unidad de los cristianos. El concilio Vaticano ii vino a ser un gran acontecimiento ecuménico. Casi todas las Iglesias no católicas se hicieron representar por medio de sus observadores, que ejercieron sobre la marcha del concilio influjo considerable. El empeño ecuménico del concilio se refleja en todos los documentos emitidos pero se ha plasmado principalmente en la declaración sobre la libertad religiosa y en el decreto sobre el ecumenismo (promulgado el 2111-1964). Además de los resultados que se hallan en los textos conciliares, los muchos contactos personales y el nuevo espíritu que se abrió paso en el concilio serán de importancia decisiva. Este nuevo pensamiento se expresó simbólicamente cuando, el 7-12-1965, tanto el papa como el patriarca levantaron la excomunión con que León ix y Miguel Cerulario se habían excomulgado mutuamente.

En la época posconciliar el trabajo ecuménico dentro de la Iglesia católica se coordina por medio del Secretariado para la unidad de los cristianos, que se ha convertido en una institución permanente. Las relaciones entre la Iglesia católica y las Iglesias del Consejo ecuménico se han reforzado de forma esencial. Existen grupos mixtos de trabajo que colaboran con el Consejo ecuménico, con la alianza mundial luterana, con la comunión anglicana y la alianza mundial metodista. En estas comisiones internacionales se lleva a cabo un serio trabajo teológico y se procura dar pasos hacia la unidad. Con las Iglesias ortodoxas no se ha llegado hasta ahora a un diálogo teológico oficial. Sin embargo, no hay duda de que se ha producido un mayor acercamiento, como lo prueban, p. ej., las visitas mutuas de Pablo vi y Atenágoras en 1964 y 1967.

A1 servicio del trabajo ecuménico dentro de la Iglesia se ordena el Directorio ecuménico (disposiciones para ejecutar el decreto sobre ecumenismo), cuya primera parte fue publicada en 1967 por el Secretariado para la unidad de los cristianos. Aquí no podemos mencionar con detalles lo que sucede a nivel de las comunidades e Iglesias locales; mas para el futuro del m. e. el trabajo en este campo podría tener la misma importancia que los muchos coloquios multilaterales o bilaterales a escala internacional. En cuanto la unidad de los cristianos es también fruto del esfuerzo humano, ella dependerá decisivamente de que las Iglesias estén dispuestas a una reforma y renovación real (cf. también los artículos que siguen: --> teología ecuménica; -->diálogo y colaboración entre las Iglesias).

August B. Hasler

B) TEOLOGÍA ECUMÉNICA

I. El lugar de una teología ecuménica

Desde hace unos veinte años existe en la discusión teológica de las distintas Iglesias y denominaciones cristianas el concepto de «teología ecuménica». Por razón de la contradicción existente entre el artículo del credo sobre la única Iglesia de jesucristo y la escisión fáctica de la misma, este concepto ha venido a ser hoy día para la teología cristiana de todas las confesiones y en todas sus disciplinas una cuestión de veracidad y un criterio de reflexión en el pensamiento teológico. Esto es comprensible por los problemas que plantea la predicación. El evangelio uno de Jesucristo debe anunciarse en diálogo con el mundo de hoy. Este evangelio habla de realidades, como la cruz y la resurrección, que no coinciden simplemente con lo mundano, pues nuestra salud y redención no es el mundo, sino Cristo. Ahora bien, su carácter supramundano ha de hacerse creíble precisamente por la unidad de la Iglesia en la fe y el amor. El Nuevo Testamento presupone esa unidad y desconoce una separación entre las Iglesias. Bajo esa perspectiva la división de las Iglesias es un escándalo que está en contradicción con la palabra de la Escritura; y, consecuentemente, en la actualidad todas las Iglesias deben buscar caminos para eliminarlo. Esto sólo es posible si las Iglesias entablan entre sí un amplio diálogo en el que se aborden todas las cuestiones relativas a la inteligencia del mundo, de sí mismas y de la fe. Este diálogo tan necesario en nuestro tiempo, tiene como antecedente todo un pasado de encuentros y polémicas entre las Iglesias.

II. Formas anteriores de encuentro y discusión confesional

1. La t. e. de hoy tiene como verdadera contrapartida la amplia polémica entre las Iglesias en tiempos anteriores. La polémica se sostuvo por ambos lados con la creencia de encontrarse en posesión exclusiva de la verdad, y con la consecuente persuasión de que el otro estaba en el error y, por tanto, fuera del camino de salvación. Como esto no es una cosa indiferente, había que intentar por todos los medios sacarlo de su falsa fe y llevarlo de nuevo a la verdadera Iglesia. La.pretensión de ser la Iglesia verdadera fue defendida lo mismo por los católicos que por las confesiones protestantes. La creencia de estar en posesión exclusiva de la verdad halló su expresión en una doctrina objetiva, articulada en proposiciones, donde las cuestiones quedaron demasiado atomizadas y particularizadas, sin atender al lugar teológico ni al contexto del respectivo enunciado. En la polémica se trataba de defender la propia verdad con pasión religiosa, que veía siempre al otro como hereje peligroso, y de refutar punto por punto la doctrina del contrario, considerando a menudo lo secundario como esencial y olvidando lo esencial, de forma que, por razón del método mismo, tenían que producirse tergiversaciones y deformaciones. De antemano se juzgaba que el propio pensamiento era exacto, sin examinarlo críticamente, de forma que las propias tesis nunca se sometían a discusión y los polemistas jamás intentaban ir más allá del propio pensar. Esto condujo naturalmente a un endurecimiento por ambos lados, a un estrechamiento y una posición unilateral en los puntos de vista.

2. Junto a la polémica también se dio siempre la irénica confesional. En ésta pueden incluirse los teólogos que se esforzaron apasionadamente por la reconciliación y paz de las Iglesias, elaborando programas concretos de unión. Cabe mencionar varios grupos mayores, los cuales, aunque estén desconectados entre sí, pueden reunirse bajo el concepto general de irénica. Aquí entran primeramente los esfuerzos de unión influidos directa o indirectamente por Erasmo de Rotterdam, que se orientaban preferentemente por la imagen de la Iglesia antigua y en los que tenía especial importancia la distinción entre artículos fundamentales o no fundamentales de la fe (Melanchthon, Bucero, Gropper, Witzel, Cassander, Capito, de Dominis, Calixto, Leibniz). Aquí se valoró insuficientemente la importancia histórica de las decisiones dogmáticas en la doctrina y vida de las Iglesias. Así lo muestra la idea propuesta por Erasmo de Rotterdam de que cada Iglesia redujera sus pretensiones dogmáticas, pues esto conduciría a la unidad. Entre los teólogos irenistas hay que contar también a los místicos espiritualistas (Sebastian Franck, Kaspar Schwenckfeld, Valentin Weigel, Jakob B8hme), los cuales, espiritualizando radicalmente el concepto de Iglesia, creían haber creado espacio para todas las confesiones y haber restablecido así la unidad. En los grupos creados por ellos se preludiaba ya el pietismo, aun cuando éste no sea una prolongación inmediata de la herencia intelectual de los espiritualistas místicos. Zinzendorf veía las Iglesias confesionales como modalidades y expresiones de la Iglesia una y verdadera de Jesucristo (la llamada teoría de los tropos). Por eso en su comunidad de hermanos tenían su puesto legítimo creyentes de todas las Iglesias confesionales, con lo que, en principio, sin negar las Iglesias, mantuvo abierta la unión con todas. A pesar de sus diferencias, la teoría anglicana de las ramas tiene puntos de contacto con la doctrina de Zinzendorf sobre los tropos. Según la teoría de las ramas, la Iglesia católica, la ortodoxa y la anglicana deberían tenerse por ramas de la Iglesia una de Jesucristo (cf. -> confesionalismo).

3. Mientras que la irénica tuvo siempre a piano un concepto para resolver la cuestión de la unidad de la Iglesia, la simbólica siguió otros caminos y se interesó por la comprensión, exposición, comparación y el enjuiciamiento de la doctrina de las Iglesias particulares. Pueden distinguirse dos clases de simbólica y de enfoque de la misma: a) una puramente comparada, que se interesa tan sólo por la comparación de la doctrina (a menudo por motivos puramente históricos, p. ej., Winer), b) una simbólica normativa, que, partiendo del terreno de la propia Iglesia, elabora criterios aptos para juzgar la doctrina de la otra Iglesia (p. ej., Móhler).

4. La simbólica halla su continuación en la confesionología, que tiene por objeto la descripción de la doctrina y vida de las otras Iglesias. Junto a una confesionología puramente descriptiva (cf. Algermissen), hay otra dogmática o normativa (cf. Ernst Wolf, Karl Barth).

5. Citemos finalmente la teología controversista, cuyo objeto es la discusión de lo que separa a las Iglesias. Donde se entiende como forma principal del encuentro confesional (R. Kósters), cabe preguntar si ella no aísla demasiado las diferencias. Pues, elaborando primero y preferentemente la fe y el pensamiento común de las Iglesias, se llegaría mejor al fin ecuménico de la superación de las diferencias, que no concentrando la mirada sobre lo que separa. Desde este punto de vista, sin duda la teología controversista representa una parte importante de la teología ecuménica, pero no debe acentuarse excesivamente la importancia de la misma.

III. Sentido teológico del término «ecuménico»

En la historia de las Iglesias cabe mostrar cinco sentidos del término «ecuménico», los cuales todavía hoy tienen una importancia fundamental para la teología y para su tarea especial en la predicación de la Iglesia: Ecuménico significa: 1 °, lo que pertenece a toda la tierra habitada o la representa; aquí entra también el uso del vocablo «ecuménico» en el imperio romano: lo que pertenece al imperio romano o lo representa; 2 °, lo que pertenece a la Iglesia en su totalidad o la representa; 3.°, lo que tiene validez en la Iglesia universal (los concilios antiguos); desde Nicolás Selnecker (1574 ), en las Iglesias luteranas se llaman también símbolos ecuménicos los tres credos de la Iglesia antigua; 4 °, lo que atañe a las relaciones entre varias Iglesias o entre cristianos de distintas confesiones; 5 °, el conocimiento de la unidad cristiana y el deseo de la misma (movimiento ecuménico). Si se ponen estas cinco significaciones del término «ecuménico» en relación con lo que es la teología y el fin a que sirve, resultan los siguientes puntos de vista.

a) La teología debe permanecer consciente de que la revelación de Dios en Jesucristo, así como su predicación por la Iglesia está dirigida a todos los hombres. Este aspecto universal exige a la teología que ella no confunda el resultado de la especulación occidental con la revelación misma en Cristo Jesús. Y así abra a otras culturas la posibilidad de articular su inteligencia de la revelación a base de su propio lenguaje y sus propios conceptos. E igualmente abra la posibilidad de una auténtica pluralidad en la teología.

b) Esta pluralidad de teologías estaría sostenida por la Iglesia una y se realizaría sabiendo que la teología es siempre función de la Iglesia y acontece en medio de ella. La pluralidad de la teología fue por mucho tiempo el signo más claro de la pluralidad de Iglesias, siendo de notar que los límites de la teología eran a par los límites de las Iglesias. Para poder llevar realmente a cabo la tarea de la teología como asimilación universal de la revelación acontecida en Jesucristo frente a los problemas del mundo moderno con sus múltiples divisiones, se requiere una pluralidad de teologías variadas dentro de la Iglesia una, y no una pluralidad de teologías de Iglesias diversas.

c) En este contexto se plantea la pregunta por la norma y por el significado de la tradición de las Iglesias. Estas cuestiones se plantean en relación con el factor normativo que contiene el concepto de «ecuménico» cuando se aplica a los antiguos concilios y los símbolos de fe. Sobre este punto hemos de decir lo siguiente: para que la realidad expresada en la Escritura pueda ser escuchada de cara a los problemas y a la situación de nuestro tiempo, se requiere una exposición de la misma. En este proceso expositivo, la norma suprema y, por tanto, la norma de todas las otras normas es dicha realidad de la Escritura, o sea, su centro interno o su contenido central: Cristo y su obra salvadora. Sólo desde ese centro y en referencia a él ha de interpretarse la tradición propia de cada Iglesia y la tradición común. Esta tradición dogmática de las Iglesias, así interpretada y no de otro .modo (pero realmente interpretable así), ha de integrarse en la nueva exposición del evangelio para nuestro tiempo. Expongamos esto con mayor detención. La investigación científica de la teología en el siglo xx ha obtenido resultados muy importantes para el encuentro teológico entre las Iglesias. Estos son fruto de un amplio trabajo sobre el problema de la -> historia e historicidad y sobre el de la hermenéutica, temas que están entrelazados entre sí de diversos modos. Considerados en su contenido, esos resultados de la investigación de nuestro siglo son una articulación de criterios formales para entender el mensaje cristiano y sus interpretaciones en la tradición común y en la tradición de cada Iglesia. Mencionemos los siguientes criterios: estructura intelectual, horizonte mental, historicidad, diversidad de lenguaje, cte. Ellos significan que todo dogma y credo se realizó en una hora histórica concreta, que todo dogma presupone una estructura intelectual perfectamente determinada y hasta participa de ella; sin conocerla es imposible entender ningún dogma. Significan además que hay formulaciones de lo cristiano de cara a frentes diversos, que deben deslindarse con exactitud y precisión, las cuales se proponen (por lo menos según su intención objetiva) conservar el evangelio salvándolo del ataque demoledor de esos frentes. Cuando cambian los frentes, se requiere una nueva exposición de la realidad del evangelio; y para ello deben aplicarse los criterios mencionados. Lo dicho abre para el dogma y la profesión de fe la dimensión de lo dinámico, en virtud de la cual toda formulación (y esto constituye un interno factor constitutivo de toda formulación) es capaz de integrarse en una formulación que interprete mejor y más claramente la realidad del evangelio, que es jesucristo. La continuidad de la predicación se guarda no por una mera repetición de viejas formulaciones, sino por la proclamación de la realidad del evangelio (= Cristo) significada en las fórmulas. De este modo, el dogma y la profesión de fe son sacados del terreno de lo estático y quedan insertados de nuevo en el contexto vivo de la predicación sobre Jesús y su mensaje como misión propia y única de la Iglesia.

d) El proceso de la nueva exposición de la realidad del evangelio para nuestro tiempo, en el cual proceso están integradas las tradiciones de las Iglesias, por ser interpretadas desde su centro, que es Cristo, sólo puede llevarse felizmente a cabo, si las Iglesias entablan entre sí un amplio diálogo y se sienten movidas exclusivamente por la -> palabra de Dios y por las cuestiones del tiempo actual. Este diálogo ha llevado en la reciente teología católica (en medida considerable por el intenso estudio de la teología protestante) a varios resultados concretos, p. ej., al de que la doctrina de la justificación, la predicación sobre Cristo - el centro del evangelio-, la Escritura, la tradición, la palabra, los sacramentos, la fe, las obras, la Iglesia como creación de la Palabra, el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, cte., constituyen temas de la teología que objetivamente no son objeto de controversia o no tienen por qué serlo. Así pues, en lo relativo al centro de la vida y doctrina de las Iglesias, es de todo punto imaginable una unión y se da de hecho. Desde este centro ha de interpretarse todo lo demás, supuesto 'que entendamos cómo lo que hay en las Iglesias -hasta la institución entera, pues sólo desde ahí está justificada - quiere estar al servicio de ese centro.

e) Este diálogo sobre la realidad misma del evangelio y el intento de resolver en común las cuestiones pendientes partiendo de la fe en que todos comulgan, ayudarán también a superar las diferencias aún existentes entre las Iglesias. Estas diferencias, a la postre, pueden reducirse exclusivamente a cuestiones eclesiológicas. Para mostrar el lugar exacto de las diferencias se pueden distinguir dos planos: 1 °, las estructuras internas de la Iglesia, y 2 °, la concreta realización de estas estructuras en las Iglesias existentes. A base de esta distinción se pone de manifiesto que, en principio, puede lograrse unanimidad sobre el hecho de que existen ciertas estructuras internas en la Iglesia. Y, realmente, nadie niega la articulación de la Iglesia según diversos ministerios (predicar - oír, administrar - recibir, etc. ). También es fácil la concordia sobre la imposibilidad de cambiar arbitrariamente esa estructura interna. De donde se sigue que las diferencias existentes aparecen a la postre en segundo plano, en el plano de la realización concreta de estas estructuras internas en las Iglesias. Ahora bien, aquí hay que preguntarse si, por razón de la situación de controversia teológica entre las Iglesias sobre doctrina y vida, no se habrá procedido unilateralmente en la realización de las estructuras eclesiásticas; y si, por tanto, actualmente no se podría y debería abrir un diálogo sereno para ver en qué medida la articulación de la Iglesia puede realizarse mejor y de manera más conforme al evangelio. Una t. e. así entendida no plantea exclusivamente la cuestión sobre la unidad de la Iglesia, sino que quiere ser entendida como camino hacia la unidad en el sentido más amplio posible.

IV. Resultado

En conclusión, la t. e. no es una nueva disciplina especial junto a otras disciplinas teológicas. Es más bien un elemento estructural y una dimensión de la teología entera en todas sus disciplinas. Está movida por la pregunta acerca de la escisión en la fe y acerca de su posible superación. No acepta la separación simplemente como un hecho, intentando petrificarla en la historia de la teología, sino que percibe en ella una llamada a superarla «para que el mundo crea». La t. e. es además una reflexión teológica sobre los puntos comunes, una teología que ha descubierto cómo éstos son proporcionalmente mayores que las diferencias, las cuales son descubiertas y valoradas en el horizonte de lo común. Con ello se crea una nueva posibilidad de encuentro y apertura. Esta nueva apertura convierte la t. e. en una teología de la inteligencia mutua, la cual no sólo tiende a comprender al otro, sino que se esfuerza especialmente por exponer la propia fe y el propio pensamiento creyente de suerte que los pueda entender el otro a base de sus presupuestos teológicos y en el contexto de su teología. La t. e. es además una teología del origen y de las fuentes, a la que interesan la realidad interna y el centro de la Escritura, así como su predicación de acuerdo con las exigencias del tiempo. La t. e. es finalmente una teología del diálogo, la cual sabe cómo Dios dialoga constantemente con el hombre y cómo nosotros en cada hombre hablamos al tú eterno de Dios. Un Dios que no habla es un Dios muerto, y una Iglesia que se situara fuera del diálogo, atestiguaría solamente la muerte de Dios, pues lo que predicara - la palabra de Dios, que por naturaleza quiere ser oída y recibir respuesta-, ya no sería ninguna palabra. Esto significa para todas las Iglesias que sólo el diálogo entre ellas, desarrollado en, con y bajo la palabra de Dios, y sólo su diálogo en común con el mundo de hoy, les ayudará a cumplir su auténtica misión en conformidad con el evangelio (-->Iglesia y mundo).

Johannes Brosseder

C) DIALOGO Y COLABORACIÓN ENTRE LAS IGLESIAS

I. Planteamiento del problema

Lo que aquí hemos de decir, objetivamente, es una repetición de lo que el concilio Vaticano ir dijo acerca de este tema en el decreto sobre el ecumenismo y en el decreto sobre las Iglesias católicas orientales. Con relación a los detalles particulares podemos remitirnos a estos decretos en su conjunto y especialmente al capítulo n del decreto sobre el ecumenismo. El hecho de que exista esta posibilidad muestra el trascendental cambio que se ha producido en la relación de la Iglesia católica con las otras Iglesias cristianas y comunidades eclesiales. Evidentemente, la -> Iglesia católica, ahora como antes, tiene conciencia de que en ella «subsiste» la única Iglesia de Cristo y, dada la concepción que tiene de sí misma (como parte de su fe en la revelación completa de Dios en jesucristo), no puede simplemente reconocer el mismo carácter a las otras Iglesias. Pero ahora ya no considera primariamente a las otras Iglesias y comunidades ecIesiales como < aquello que no debe ser» y que debe llegar rápidamente a su fin por la -a conversión de cada individuo, como un «cisma» y una < herejía» dignos de anatema, sino que las considera primordialmente como interlocutores de un diálogo (y de una colaboración) entre los cristianos, los cuales tienen más vínculos unificantes que motivos de separación y comparten una tarea común con relación al -> «mundo».

II. Bases del diálogo

La base de este diálogo es el conocimiento de lo común (como realidad y tarea que todos afirman): la fe común en Dios y en Jesucristo como nuestro único Señor y redentor; el reconocimiento mutuo de la buena fe, cristiana y humanamente obligatorio; el incondicional respeto de todos a la libertad religiosa; el bautismo válido que todos han recibido y la incorporación común a Cristo; la existencia de otros sacramentos en estas Iglesias; la convicción de que la gracia y la justificación se dan también entre los cristianos no católicos; el reconocimiento de que las Iglesias no católicas, en cuanto tales, ejercen de hecho una positiva función salvífica con relación a sus miembros, y de que ellas administran y se apropian en la vida una herencia cristiana, la cual bajo algún aspecto puede no aparecer con igual claridad en la Iglesia católica; y, por tanto, la persuasión de que las Iglesias no están separadas desde todos los puntos de vista, de que no se trata solamente de «hermanos separados»; el conocimiento de la culpa común en el origen de la escisión eclesiástica, la cual no puede imputarse sin más a los cristianos de hoy, de modo que no es lícito considerar a los otros como «herejes formales»; el reconocimiento de que la «faz» concreta de la propia Iglesia, que tiene necesidad de constante penitencia y reforma, obscurece el testimonio de su origen en virtud de la voluntad fundacional de Cristo; el reconocimiento de la vida cristiana en las otras Iglesias (hasta el martirio), la cual contribuye también a la edificación de la Iglesia católica; la preocupación, común a todos, por la unidad de la Iglesia.

III. Carácter del diálogo

Un diálogo, que es cosa distinta de una discusión o de un unilateral intento inmediato de convertir al otro, presupone que ambas partes estén dispuestas a aprender algo de la otra. También los católicos pueden aceptar este presupuesto, pues, aunque ellos estén persuadidos de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, sin embargo su persuasión no excluye la posibilidad ni la voluntad de aprender y recibir algo de otros. Esta posibilidad de recibir no consiste solamente en que el diálogo puede proporcionar una mejor información sobre la postura, doctrina y vida cristiana del compañero acatólico de diálogo, sobre sus dificultades frente a la Iglesia católica; información que de suyo es valiosa y que se echa de menos en los católicos e incluso en los teólogos. Dicha posibilidad se da además por el hecho de que los cristianos no católicos y sus Iglesias respectivas poseen tesoros de vida cristiana, líneas evolutivas del único cristianismo que han de valorarse positivamente, impulsos carismáticos, experiencias relacionadas con la configuración cristiana del mundo, etc.; y todo eso puede no estar con tanta actualidad y claridad en la Iglesia católica. Tales conversaciones ecuménicas revisten también el carácter de diálogo por el hecho de que en ellas no se trata directamente de conversiones individuales a la Iglesia católica (este aspecto, legítimo bajo los debidos presupuestos, ha de distinguirse cuidadosamente del diálogo ecuménico), sino del acercamiento respecto de las comunidades eclesiales en cuanto tales; e igualmente por el hecho de que la unidad deseada, incluso bajo la perspectiva de la concepción católica de la Iglesia, no ha de ser entendida simplemente como un «retorno», pues la anhelada Iglesia católica del futuro deberá albergar en su seno lo positivo del pasado cristiano e incluso las riquezas de las otras Iglesias y por tanto, será distinta de la actual Iglesia católica, condicionada por su presente momento histórico. En este sentido el diálogo tiende hacia un futuro abierto. Actualmente los cristianos no pueden vivir al margen de los demás creyentes, como si la separación fuera un hecho en el que nada se puede cambiar. Precisamente una concepción católica de la Iglesia (que es entendida como Iglesia de todos) se traicionaría a sí misma (lo cual no ocurre en la teoría, pero sí frecuentemente en la práctica), si aceptara la división de la cristiandad como un hecho en el que nada se puede cambiar. El diálogo es necesario, pero sólo es posible como un diálogo abierto que no prohíba a ninguna de las partes llevarlo a cabo desde sus propios presupuestos.

IV. Tema del diálogo

El tema de este diálogo es todo lo que pueda servir a la unidad de los cristianos en la fe, la organización eclesiástica, la vida cristiana y la acción responsable de cara al mundo; incluye, pues: la información mutua sobre la vida y la doctrina; una mejor inteligencia de la teología de las otras partes; el intento de traducción de la propia teología a la lengua del otro, y viceversa; el esfuerzo por superar las diferencias reales en la doctrina; las conversaciones sobre la acción común (cf. v).

V. Meta del diálogo

Incluso antes de alcanzar su fin remoto, que es la unidad de la Iglesia de todos los cristianos, el diálogo puede llevar ya a resultados concretos, a una colaboración real. Hay todavía intolerancia mutua y formas no cristianas de competencia mutua en el ámbito civil de la sociedad; todo eso podría evitarse con magnanimidad. Siguen en pie ciertas cuestiones sobre los matrimonios mixtos y las escuelas de las distintas Iglesias (así como acerca de la relación y colaboración entre ellas), las cuales podrían solucionarse mejor que hasta ahora. Sería posible una concreta colaboración organizada en la teología. Pablo vi incitó a una traducción común de la Biblia. Con tacto se podría evitar la explotación poco limpia, con fines propagandísticos, de las «conversiones» de una confesión a otra. Ya ahora se podrían tomar acuerdos sobre la manera de eliminar el escándalo en las misiones a causa de la cristiandad dividida; y así, a pesar del derecho de misionar en todas partes, que para la Iglesia católica es inalienable, se podría llegar a una amistosa y realista (¡falta de misioneros!) distribución cristiana del trabajo (o del territorio) misional. Sería igualmente posible fomentar los aspectos concretos que son comunes (en la liturgia, en el canto eclesiástico, en los usos religiosos). Nuevos obstáculos para la unidad en la doctrina y en la práctica, siempre que no obedezcan a las exigencias de la propia conciencia, podrían evitarse de antemano mediante consultas mutuas. Toda la communicatio in sacris, que sea posible desde la perspectiva de la dogmática y de la teología moral (a este respecto no todas las cosas son posibles, pero sí muchas; la cuestión varía con relación a cada Iglesia), no sólo debería tolerarse, sino también fomentarse con precaución y tacto (sin un «irenismo» antidogmático). Se puede orar y celebrar la palabra en común (sin celebración eucarística); y no es necesario que el fin de estos actos de culto sea siempre rogar por la unidad de los cristianos. También con relación a las Iglesias ortodoxas del oriente es lícita una amplia communicatio in sacris, como lo afirma explícitamente el decreto del Vaticano ri sobre las Iglesias orientales católicas (n 26ss). Existe un amplio campo de colaboración entre las Iglesias en la misión que todos los cristianos tienen de configurar el mundo en forma más humana y con ello cristiana, bajo el aspecto social, cultural, económico, político, caritativo, etc. Desde muchos puntos de vista las Iglesias podrían ser en común la «conciencia» de la sociedad profana, p. ej., abogando (incluso en valiente oposición a los hombres egoístas que se hallan en sus propias filas) por la paz, por la indiscrimínación racial, por la justicia social, por la superación de prejuicios nacionalistas, por la protección de débiles y pobres. Finalmente, para todo esto también podrían crearse en común los necesarios presupuestos institucionales.

Karl Rahner

D) MOVIMIENTOS DE UNIÓN DE LAS IGLESIAS

1. Cismas, herejías y escisiones lesionaron y a veces hicieron problemática la unidad de la Iglesia de Cristo ya desde la época apóstólica. Pero la Iglesia está obligada a recuperar la unidad, no sólo por la necesidad de acreditar mejor su encargo misional, sino también por mandato formal de Cristo (Jn 17 ). Ella no se ha substraído a esta obligación, si bien en los esfuerzos prácticos por la unidad no pocas veces estuvieron en primer plano motivos no teológicos, p. ej., el centralismo eclesiástico y la uniformidad política. En parte con el apoyo del inestable poder secular, mediante el diálogo interno de los concilios se pudo atenuar e incluso extinguir el ímpetu de los grandes movimientos de escisión del primer milenio: arrianismo, donatismo, novacianismo, priscilianismo, montanismo, nestorianismo. Todas estas tendencias han sucumbido como movimientos históricos. Pero tampoco aquí se ha logrado hasta ahora una reunificación completa de todos los separados, ya que, sobre todo en Egipto y Etiopía, todavía hay Iglesias que rechazan el concilio de Calcedonia (451) y se adhieren al monofisismo. El mismo origen tiene la Iglesia armenia. Sólo pequeñas fracciones de estas Iglesias han entrado en unión con Roma. Por su introversión teológica y su aislamiento cultural, estas comunidades separadas nunca han penetrado intensamente en la conciencia de la Iglesia universal.

Por primera vez la ruptura de relaciones entre el papa y el patriarcado de Constantinopla el año 1054, inauguró en el ->cisma oriental la escisión entre oriente y occidente como forma duradera de coexistencia de Iglesias. Esta profunda escisión, de graves consecuencias incluso en el ámbito espiritual y cultural, fue el resultado de un largo proceso de alejamiento y separación. Desde siglos habían vivido los patriarcados de Roma y de Constantinopla en una situación latente de cisma, la cual se actualizó repetidamente, pero nunca en forma tan permanente como en el choque entre el papa Nicolás 1 y el patriarca Focio (864-868). La escisión definitiva bajo el patriarca Miguel Cerulario, en la que tuvo parte de culpa la intervención con aire de dominio del disputable legado romano, el cardenal Humberto de Silva Candida, tiene por tanto sus raíces en un complejo proceso histórico, el cual quedó concluido con los acontecimientos del año 1054. Entre los factores que intervinieron en ese proceso hemos de mencionar, en el terreno objetivo: la diversa forma de pensar en la teología y la devoción entre el mundo romano de occidente y el mundo griego de oriente, p. ej., las controversias sobre la procesión del Espíritu Santo, las diferencias en los ritos y sobre todo la diversidad de las estructuras eclesiásticas en oriente y en occidente. En efecto, a la Iglesia imperial del oriente, que se sometía con agrado a la estructura del poder terrestre y concebía la unidad total de la Iglesia como una unidad de Iglesias locales en gran parte autónomas, se contraponía la Iglesia papal de occidente, que acentuaba su independencia en la relación al poder secular y patrocinaba la idea de un pontificado monárquico. Y en el terreno psicológico deberíamos mencionar: el desprecio de los griegos, por una parte, y el odio a los latinos por otra; estos sentimientos de superioridad llevaban en germen la tendencia a valorar en forma absolutamente positiva la propia peculiaridad y a imponérsela al otro, declarándolo previamente hereje. La evolución de ambas Iglesias desde la separación en 1054 agudizó más aún esta rica escala de contrastes.

En el occidente la idea del primado de la -> reforma gregoriana se convirtió en una columna clave de la constitución eclesiástica. En el siglo xli, la legislación de las decretales hizo del papa la fuente de toda potestad en la Iglesia y creó una ideología centralista, cuyas sombras repercutieron en futuras negociaciones sobre la unión. En el oriente la idea de la Iglesia imperial hubo de ceder al pensamiento de la «autocefalía», es decir, de la autonomía de cada Iglesia nacional ortodoxa; pero, bajo el aspecto eclesiológico, la concepción fundamental sobre la autonomía patriarcal no cambió en nada. Los desórdenes de las -> cruzadas y el aislamiento político de Bizancio a causa del bloqueo turco dejaron en el pueblo sencillo un trauma que ha hecho sentir sus influjos hasta el siglo xx, y que pasó a las naciones evangelizadas por Bizancio en forma de una desconfianza abismal frente al occidente latino (p. ej., negativa en Grecia por parte de la dirección de las Iglesias ortodoxas a enviar observadores al concilio Vaticano ii). Por eso, lo que en el plano teológico pudo luego esclarecerse en las negociaciones entre el oriente y el occidente encaminadas a la unión, se hizo ineficaz por la presión procedente de abajo. Con el desarrollo especial de la teología y la devoción (en el occidente, la escolástica; y en el oriente, palamitas y hesiquiastas), a la postre disminuyeron hasta las posibilidades de un lenguaje común para entenderse.

2. Sólo sobre este complejo trasfondo histórico y sociológico, se hará comprensible la historia de los intentos de unión y particularmente su fracaso. En el siglo xii fracasaron los intentos de lograr la unidad mediante una absorción del oriente. En el siglo xrri fueron motivos sobre todo políticos los que llevaron al emperador Miguel vIII Paleólogo a entablar negociaciones con Roma. Pero la unión impuesta en el concilio de Lyón (1274) no fue una verdadera concordia, sino «una capitulación forzada del oriente ante el occidente» (de Vries). Además de la inalienable substancia de la fe, Roma impuso a los griegos formulaciones típicamente latinas, así como una concepción del primado con cariz occidental; lo cual provocó una fuerte reacción contraria por parte de la Iglesia griega. La unión fue rechazada, el emperador quedó excomulgado y la hipoteca del fracaso gravó todas las conversaciones ulteriores. En el siglo xiv Roma no tomó en consideración ninguna negociación más sobre la base de un concilio, sino que exigió la capitulación incondicional. Pero la postura de mayor sobriedad que siguió al gran -> cisma occidental y la amenaza contra el papado por parte del --> conciliarismo, obligaron a Roma a una visión más realista de las cosas y a la aceptación del concilio frecuentemente propuesto por los griegos, si bien en parte bajo la presión del peligro turco. En el concilio de Ferrara-Florencia (1438-39) griegos y latinos negociaron en un plano de igualdad y lograron una unión real en la cuestión dogmática del Filioque, pero en la estructura eclesiástica sólo alcanzaron una unión aparente. La fórmula de unión, elaborada con precipitaciones, inmediatamente después del reconocimiento del papa como cabeza suprema de toda la Iglesia, contenía la fórmula restrictiva: «quedando incólumes todos los privilegios y derechos de los patriarcados del oriente». Como ambas partes, a causa de su diversa tradición eclesiológica, vertieron en la fórmula un contenido conceptual totalmente diferente, había aquí una materia de conflicto capaz de hacer estallar la unidad. Pero la unión, deficientemente preparada en el terreno psicológico, fracasó ya por la aversión del pueblo contra una avenencia con occidente (en 1453, con la conquista de Constantinopla por los turcos, terminó de hecho la unión; y en 1483 vino la ruptura oficial).

El papado de la -> reforma católica y de la contrarreforma hubo de recorrer un largo camino hasta llegar a considerar legítima la peculiaridad del oriente y a sacar de ahí las consecuencias oportunas. Enmascarados intentos de absorción llevaron a una postura de tolerancia por razones utilitarias. Pero los dirigentes de la Iglesia latina eran incapaces de comprender la posibilidad de la autonomía tradicional de los patriarcados y la peculiaridad de la espiritualidad oriental; y así han permanecido fascinados hasta nuestro tiempo por la idea de la praestantia del rito latino. Son etapas de signo positivo: el pontificado de Gregorio xiii, la fundación de la congregación «de propaganda fide» (1622), las instrucciones positivas de Benedicto xiv y sobre todo de León xirr. La llamada de Pío ix a la unidad, dirigida a los jerarcas ortodoxos separados (en 1848), recibió una dura repulsa y se quedó en meras palabras, pues ella no había calado psicológicamente la situación del oriente, y el occidente no estaba preparado para apreciar en su alto valor la peculiaridad oriental, como lo demostraron las negociaciones del Vaticano i. Por otra parte, la creciente introversión de la Iglesia ortodoxa de Rusia y de Grecia, así como su dependencia del Estado, ataron las manos a los dirigentes de las Iglesias. El resentimiento antirromano y el oportunismo de la política nacional no permitieron que aquí se entablara un serio diálogo objetivo con el occidente.

Los intentos de reconciliar con Roma las comunidades eclesiales salidas de la reforma del siglo xvi, se remontan a los años treinta y cuarenta de dicho siglo. Mientras los frentes no se hicieron firmes, la situación era relativamente favorable para el diálogo, pero no pudo ser aprovechada suficientemente pues, por una parte, los jerarcas de la Iglesia romana inicialmente no habían comprendido lo hondo del problema, y, por otra parte, las fuerzas protestantes, que tendían hacia la formación de una confesión, rechazaron todo compromiso y se conformaron con su autointeligencia confesional. El raudo proceso de formación del confesionalismo disminuyó las posibilidades de una reconciliación, ya que los puntos sometidos a controversia incluían aquí, no sólo preguntas de la estructura eclesiástica, sino también cuestiones relativas a la recta inteligencia de la fe.

En principio, la falta de un magisterio obligatorio constituía una dificultad grave para el diálogo con las Iglesias divididas entre sí (y que seguían dividiéndose). Así no fue posible llevar a cabo negociaciones oficiales como con la Iglesia ortodoxa, sino que sólo se llegó a contactos entre algunos teólogos irénicos y laicos. De ahí que estos intentos de unión tengan un carácter precario y constituyan, por así decir, una ejercitación de aficionado. En los siglos xvii, xvIII y xix los jerarcas eclesiásticos de una y otra parte apenas están interesados por el diálogo y, a lo sumo, toleran a los que lo fomentan como una mera ola exterior de buena fe a no ser cuando de él esperan ventajas directas para la estrategia confesional.

En el siglo xvi una teología mediadora, anclada en el humanismo, pretendió unir nuevamente las dos partes salidas de la fractura. Desde la atalaya postridentina es fácil tildarla de deficiente (falta de claridad teológica, p. ej., doctrina de la doble justicia, insuficiente valoración de las divergencias dogmáticas, etc., preocupación profana por la unidad de la nación); pero no puede negársele su seriedad religiosa y responsabilidad teológica. Sus representantes -que mayormente se movían en el terreno de la antigua Iglesia- eran deudores de Erasmo en su actitud espiritual y dirección teológica. Entre ellos se hallan Johannes Gropper (1503-59), el obispo Julius Plug de Naumburg (1499-1564), Georg Cassander (1513-66), el cardenal laico Gasparo Contarini (1483-1542) y especialmente Georg Witzel (1501-73 ). El componente nacional y profano aparece más intensamente en los esfuerzos por la unión del círculo que actúa bajo la directiva del canciller imperial M.A. di Gattinara, continuados luego por A.P. de Granvella, M. Held y U. Zasius. Su gran oportunidad se abrió con las conversaciones religiosas que se iniciaron el año 1539 en Leipzig, continuándose después en Hagenau y el año 1541, bajo mejor signo, en Worms y en la dieta de Ratisbona. Por la parte protestante llevaron el diálogo Martin Bucero y Melanchthon. Se pudo lograr una unión en puntos importantes, p. ej., en la cuestión del estado original y la voluntad libre, e incluso en la cuestión de la justificación, mediante la fórmula de la fe que obra por el amor; en otros problemas, como la infalibilidad de los concilios, la confesión, el primado y la transubstanciación, no se llegó a una concordia. El sentimiento triunfalista de justicia propia en ambas partes echó a perder incluso lo conseguido, despojándolo de su carácter de «credo».

Después de Trento ya no había ningún lugar para una teología erasmista de mediación, ya que el endurecimiento de los contrastes en la época de las -> guerras de religión excluía los presupuestos necesarios para el diálogo. Jorge Calixto (1586-1656) fue en el campo protestante un propugnador aislado de la reunificación sobre la base del consensus quinquesaecularis de la antigua Iglesia, el cual abarca los artículos fundamentales de la fe cristiana. Su impulso espiritual influyó en las conversaciones religiosas de Thorn el año 1645, las cuales debían restaurar la unidad de fe en Polonia, pero transcurrieron sin resultado positivo. También hombres como el astrónomo luterano Juan Kepler (t 1630) y el maestro del derecho de gentes Hugo Grocio (t 1630) se preocuparon por Ja unidad eclesiástica. Se movieron en un terreno primordialmente diplomático los contactos que inició el obispo de Wiener - Neustadt, C. de Rojas y Spinola (t 1695), con las cortes de los principados protestantes, especialmente con la de Hannover. El abad luterano de Loccum, G.W. Molanus (1633-1722), y el filósofo G.W. Leibniz (1646-1716), bibliotecario del duque de Hannover, se hallaban entre los interlocutores. E1 intercambio epistolar entre Leibniz y Bossuet, hábil controversista y el obispo de Meaux, fracasó objetivamente porque Leibniz rechazó el concilio de Trento, pero también por la insuficiente capacidad de adaptación psicológica del obispo. También en Inglaterra se cultivaron numerosos contactos irénicos especialmente después del retorno de Carlos ii al trono (1660). La idea galicana de la Iglesia (-> galicanismo) pareció hacer posible una reconciliación con la Iglesia episcopalista anglicana. El franciscano N. Davenport presentó una exposición católica de los 39 artículos, mientras que el obispo anglicano Cosin dialogó con el benedictino Robinson sobre cuestiones relativas a la presencia real y a la validez de las ordenaciones anglicanas. La subida al trono de Guillermo de Orange (1688) trajo un grave retroceso; pero bajo el arzobispo Wake de Canterbury se hizo posible (desde 1716) la reanudación de las negociaciones acerca de la unión.

En Alemania las numerosas conversiones de príncipes al catolicismo entre finales del siglo xvii y principios del xvIII, no pudieron resolver el problema de la reunificación.

También los planes de unión de la ilustración católica, entre los cuales el más importante fue sin duda la elaboración de una estructura episcopalista nacional de la Iglesia por el obispo de Tréveris, J.N. v. Hontheinm (Febronius; 1701-90), quedaron triturados en el roce entre los frentes. El conde N.L. v. Zinzendorf, el renovador de la unidad fraterna entre los pietistas, cultivó relaciones amistosas con el cardenal L: A. Noailles. Entre los esfuerzos del romanticismo por la unión, descuellan sobre todo los de Franz von Baader, que tendían a una reconciliación con la Iglesia oriental. Después de 1840 en Alemania se endurecieron de nuevo los contrastes confesionales, y en la época del ultramontanismo y del protestantismo cultutal las relaciones interconfesionales pasaron por una honda depresión. La atmósfera espiritual no era apta para el diálogo. I. D81linger, que en la causa de la reunificación vio claramente una tarea peculiar de la teología alemana, sólo cuando estaba excomulgado llegó a un diálogo con la Iglesia ortodoxa y la anglicana (conferencias de Bonn para la unión: 1874-75). Las esperanzas de unión que surgieron en Inglaterra en relación con el movimiento de Oxford, quedaron sofocadas después de pocos años a causa de la falta de comprensión y de la insuficiente formación teológica en los círculos de la jerarquía eclesiástica.

3. El predominio de los italianos en la administración curial, los cuales no conocían los problemas de la escisión eclesiástica en su propio país, hace comprensible por qué de Roma no salieron nuevos impulsos para la unión. Durante la primera mitad del siglo xx, las declaraciones oficiales de la Iglesia romana sobre los hermanos separados permanecieron ancladas en una simplista <ddeología de retorno», si bien el tono fue cambiando en el curso de los años y se toleró e incluso apoyó el trabajo de pioneros aislados de la unión. El crecimiento del movimiento ecuménico en la cristiandad no católica incitó también a algunos teólogos católicos a reflexionar nuevamente sobre los problemas de la escisión eclesiástica y a intensificar los contactos con los separados. E1 movimiento de renovación en la teología católica a principios del siglo xx, sobre todo la investigación histórico-crítica en la exégesis, la liturgia y la historia de la Iglesia, creó desde dentro los nuevos presupuestos para el diálogo. Bajo el follaje histórico condicionado por el tiempo, en un estrato más profundo se descubrieron nuevamente las coincidencias. Fue decisivo el que, desde ese momento, los problemas teológicos de la escisión se entendieran en su propia dimensión y los unionistas católicos ya no se guiaran por móviles de política eclesiástica, sino que primariamente actuaran por motivos religiosos. Corrió paralelo con el pequeño trabajo teológico e histórico el esfuerzo por inculcar el interés de la unión en amplios círculos del pueblo y por incluirla entre los objetivos de su oración. La adopción del «octavario de oración» (1908), surgido en el anglicanismo, y la incondicional entrega de una personalidad carismática como el abbé Paul Couturier (t 1953), constituyeron importantes estaciones en este camino. Fueron coloquios religiosos de índole especial las conversaciones de Malinas entre católicos y anglicanos, que se desarrollaron de 1921 a 1926 bajo la protección activa del cardenal D. Mercier. Marcaron la pauta del pensamiento ecuménico en el mundo de lengua francesa el benedictino doro Lambert Beauduin (t 1960), que el año 1925 fundó en Amay de Maas (hoy Chevetogne) el primer convento unionista para el estudio del oriente cristiano, y el dominico Yves Congar, cuya obra Chrétiens désunis (1937) constituye el primer esbozo de teología unionista en el campo católico. Otros pioneros importantes fueron el lazarista padre Portal, el abbé Gratieux y el obispo Besson de Friburgo. En Alemania, Max Pribilla S.I., M.J. Metzger, M. Laros y O. Karrer, con conferencias y escritos, llevaron al clero y al pueblo la causa de la «Una Sancta», mientras que J. Lortz, con una elaboración autónoma de los pensamientos de su maestro S. Merkle, situó sobre una nueva base la inteligencia católica de la reforma y creó presupuestos objetivos para una valoración no polémica de la personalidad de Lutero.

La comunidad de destino de las confesiones cristianas durante los años de la guerra incrementó los contactos interconfesionales, que redundaron en bien del trabajo práctico por la unión en los círculos ecuménicos. El movimiento «Una Sancta» que así se desarrolló, en parte bajo graves hostilidades dentro del ámbito de la confesión católica, experimentó durante el pontificado de Juan xxiii una aplastante justificación mediante la creación en Roma (1960) de un Secretariado autónomo para la unión de las Iglesias. El Decreto sobre el ecumenismo del Vaticano ii (1964) elevó el problema de la reunificación a la conciencia de la Iglesia universal. Aquí reviste importancia teológica el reconocimiento de la realidad eclesial de las Iglesias y comunidades separadas de Roma. En el campo práctico deberíamos mencionar la alusión a la posibilidad de una colaboración concreta entre las confesiones, y además el reconocimiento de la intercomunión con las Iglesias del oriente. Así, el Decreto sobre el ecumenismo inaugura una nueva fase en la historia de los movimientos eclesiales por la unidad. Como aquí se trata realmente de un cambio de épocas y no de un efímero cambio de clima, ha quedado- confirmado entretanto por otras iniciativas de Juan xxiii y de Pablo vi.

Victor Conzemius