DOMINGO

I. Aspectos teológicos del domingo

1. El d. es un regalo de la gracia de Dios. Ya los elementos naturales que incluye el d. fueron puestos por el creador en la naturaleza del hombre. A la postre, el ritmo de siete días nació de la concurrencia de la fuerza espiritual ordenadora del hombre con exigencias biológicas y psicológicas. De modo semejante, el deber de dar culto a Dios está anclado en su condición de criatura. De ahí que, ya en el paraíso hubo de haber un sábado primigenio, en que el hombre pudiera renovar sus fuerzas y deponer ante Dios, con adoración y júbilo, la corona de su dominio sobre la creación (Gén 1, 26.28), fundado en su semejanza con Dios (Guardini ).

2. Como beneficio de Dios aparece también el d. en el sábado judío, que fue su figura en la historia de la salvación (Col 2, 16; Heb 8, 5). El sábado debe enteramente su origen a la iniciativa de Yahveh (cf. Éx 16, 4-5). Por el mandamiento de suspender toda actividad (sentido originario de la palabra), Dios libera al hombre del yugo en que se había convertido el trabajo por razón del pecado original (Gén 4, 19), y se compromete él mismo a mirar por el hombre (Éx 20, 8-11). El sábado es recuerdo de la liberación de Egipto (Dt 5, 15). Con ello es también signo de la pascua y de la alianza (Éx 31, 12-17; Is 56, 1-6; Ez 20,12).

Se trata, por tanto, de una realidad sagrada, «santificada» (Gén 2, 2-3) por Dios mismo. El sábado es una imitación del descanso del creador y un signo de que el Señor santifica a su pueblo (Ez 20, 12). En su dimensión escatológica, que aparece particularmente en los profetas (Is 66, 22-23; Ez 43-45), el sábado anuncia su cumplimiento en el d. Durante el exilio, Israel se separa del contorno pagano por medio del sábado y de la circuncisión (Lohse).

3. El d. prácticamente nada tiene que ver con la propagación de la semana planetaria en occidente a comienzos del siglo II. Nació también independientemente del sábado. Al principio existía a par del sábado (Act 2, 42-47 et passim), que seguían observando la Iglesia madre de Jerusalén (Act 2, 46 et passim) y los cristianos judaizantes (Gál 4); durante mucho tiempo el d. no fue día de descanso laboral. El antiguo sábado murió con la pascua del Señor; pero, como figura de la historia sagrada, halló (lo mismo que el templo, etc.) su plenitud en Cristo (2 Cor 1, 20). Así el d. es sobre todo «una creación original» (Congar), un regalo de la gracia de Dios por su Cristo, que resucitó «muy de mañana, el primer día de la semana» (Mc 16, 2 par), se apareció siempre en d. a sus discípulos (Jn 20, 11-18; Lc 24, 15, 34; Jn 20, 26; 21, 3-17; Act 1, 10) y en un d. les envió el Espíritu Santo (Act 2, lss). Estos relatos contienen importantes elementos para la teología pastoral del d. El Señor se aparece siempre en d. a los discípulos cuando éstos están reunidos (Lc 24, 33; Jn 20, 19, 26; Act 2, 1), toma con ellos la comida mesiánica (Mc 16, 14; Lc 24, 30.41-43; Jn 21, 9-13) y les transmite los poderes mesiánicos (Mt 28, 18-21; Jn 20, 21.22-23 ).

El d. es pues la pascua semanal, «la celebración del misterio pascual el día octavo, que con razón se llama día del Señor o dominica» (Vaticano ii, Constitución De Sacra Liturgia, n .o 106, que a continuación citaremos con la abreviatura CSL). El nuevo pueblo de Dios toma parte en la victoria pascual del Señor, logra la verdadera liberación del -->pecado, de la --> muerte y del -> diablo, es llevado a la gloriosa -> libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21) e introducido más profundamente en la nueva alianza. De ahí la estrecha unión entre d. y -> bautismo y, más esencialmente todavía, entre d. y -> eucaristía. Agustín aplica al d. la expresión sacramentum (In Joann. Ev. Tract. xx, 2; PL 35, 1556). El recuerdo eucarístico es a la vez presencia; los creyentes entran en contacto con el poder y los merecimientos del Señor y quedan llenos de la gracia de la salvación eterna (CSL, n .o 102 § 2). «Por esto, el d. es la fiesta originaria», la única fiesta que al principio celebró la Iglesia, hasta que en la pascua ella resaltó singularmente uno de estos d. y, más tarde aún, instituyó las restantes fiestas del año eclesiástico.

Como todos los sacramentos, el d. no sólo es recuerdo, sino también promesa; es « el día octavo» (cf. Jn 20, 26; 1 Pe 3, 30.21), que nos introduce en el nuevo orden inaugurado con la resurrección (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15; 2 Pe 3, 13; Act 21,1.5), y el comienzo de la consumación cósmica y de la vida eterna. Esta dimensión escatológica imprime al d. un rasgo de espera de la consumación final. Pero es, a par, «participación anticipada» (cf. CSL n .o 8) del día eterno, que opera dentro de este tiempo.

II. Santificación del domingo

El peligro que actualmente corre la santificación del d. (secularismo, sociedad industrial, psicología de «fin de semana», etc.) plantea a la pastoral la tarea de configurar nuevamente, con espíritu creador, esa santificación, partiendo de una tradición bien entendida, pero sin querer mantener rígidamente elementos mutables y superados, y poniendo tanto más de relieve lo esencial. Aquí la pastoral tiene que superar sus propias deficiencias, las cuales son más perjudiciales que todos los peligros exteriores. La santificación del d., que se predica muy parcialmente como deber, puede razonarse de modo más convincente por los valores positivos que antes hemos señalado. Primeramente santifica Dios el d. - en el sentido de Jn 17, 19 - y a este don corresponde el deber del hombre. Así, el d. vivido como ayuda y fiesta primordial, se torna fuente de alegría y de verdadero ocio (CSL, n .o 106). Aquí se imponen cambios decisivos: «No se le antepongan otras solemnidades... puesto que el d. es el fundamento y núcleo de todo el año litúrgico» (CSL, n .o 106).

El elemento del culto y el del descanso, muy diferentes por su origen y valor, no pueden presentarse como si tuvieran igual categoría. El d. existió durante mucho tiempo sin el descanso. Aunque retornara la dramática situación de la era. de los mártires, no obstante sería posible la celebración semanal de la resurrección; esta celebración sería más difícil, pero atestiguaría de manera más pura y auténtica la esencia del d. (Congar). Siempre es deseable que coincidan ambos elementos: la necesidad de recreo o diversión, fundada en la naturaleza del hombre, merece ser atendida; y la lógica del día de la resurrección del Señor pide que pasen a segundo término, ante Dios, las criaturas y la actividad terrena, lo cual se expresa en la suspensión de la actividad misma. Estar libre del trabajo tiene ahora el sentido de estar libre de pecado (Jn 8, 31). El descanso material es imagen y presupuesto del descanso en Dios; ahora bien, el descanso en Dios no es inactividad, sino plenitud de vida y bienaventuranza, y actividad suprema en la complacencia por la propia obra. La razón última del descanso es la dimensión escatológica del d. La comunidad eterna en el -> amor que se ha experimentado el d., exige obras de misericordia y de apostolado.

El misterio pascual, que hasta ahora ha quedado demasiado al margen, debe predicarse de nuevo como centro vivo de toda pastoral y como resumen del cristianismo (CSL, nPs 5, 6, 102, 104, 106, 107). La santificación del d., entendida hasta ahora en forma demasiado individual, debe corregirse por medio de una sana eclesiología (Vaticano II, Lumen Gentium). El d. no es fiesta del individuo, sino de la comunidad. El d. «han de reunirse los fieles» (CSL, n .o 106; cf. n .o 10), pues el día del pueblo de Dios la Iglesia, por la palabra y la eucaristía, debe realizarse en la asamblea, que ha de proclamarse como epifanía de la Iglesia. Reunirse es esencial a los cristianos (Mt 18, 19-20; Jn 11, 52; Ef 1, 9ss); en los primeros tiempos esas reuniones llamaron la atención pública (PLINIO, Epist. ad Trajan. 10, 96); descuidar la reunión (cf. Heb 10, 25) es mermar la iglesia (Didascalia ap. c. 13 ). Metodológicamente, el apoyarse nuevamente en el sábado como figura de la historia de salvación, no sólo es útil sino también necesario.

Henri Oster