DERECHO

I. Conceptos jurídicos en teología

Nuestra teología se expresa en gran medida con términos que están tomados del lenguaje jurídico, incluso al hablar de Dios mismo, pero especialmente al referirse a sus obras y a las relaciones que median entre él y sus criaturas dotadas de razón. Dios viene presentado como dueño de su creación («Tuyo es el cielo y tuya es la tierra» Sal 88, 12); a él y a su Hijo hecho hombre se le atribuye la realeza con todos los correspondientes derechos de soberano (Enc. Quas primas: «triplex potestas», Dz 3677). Dios pacta repetidas veces una -> alianza con los hombres; al hecho de pactar tal alianza se da el nombre de testamento. --> justicia y --> justificación son conceptos centrales de la teología: justicia de Dios, que es justo y justifica, o sea, hace justo al pecador; justicia del que es justificado por Dios y por tanto es justo. Por el --> pecado incurre el hombre en culpa o deuda con Dios, deuda que se debe pagar, aunque Dios puede otorgar condonación de la deuda; cooperando con la gracia se granjea el hombre --> méritos cerca de Dios, aunque también puede perder estos méritos. La tradición teológica distingue incluso dos clases de título jurídico: de condigno y de congruo, dando este segundo casi la sensación de tener lugar aquí «punto por punto» un intercambio de prestaciones, algo así como una transacción entre Dios y la criatura, sujeta a la justicia conmutativa (¡equivalencia!). La doctrina de la -> satisfacción vicaria hace que la redención aparezca como un hecho que transcurre en el campo jurídico, más concretamente en el ámbito del derecho penal. Antes del concilio Vaticano II la Iglesia se entendía a sí misma en forma marcadamente jurídica; no sólo en los escritos canónicos y dogmáticos se trataba de la Iglesia más como complejo jurídico (societas perfecta) que como misterio; su proclamación doctrinal aparecía también como una emanación de su potestad jurídica (iurisdictio), con la consecuencia de que la obligatoriedad y el contenido doctrinal se enjuiciaban conforme a las reglas de la interpretación de las leyes. Dos de sus sacramentos se confiaban a la ciencia jurídica para ser tratados con los medios de conocimiento de ésta: el sacramento de la penitencia, como procedimiento jurisdiccional; el --> matrimonio, como contrato concluido entre dos partes dotadas de capacidad de contratar. Algo parecido puede decirse del estado religioso, en el que los votos religiosos aparecen como una transacción jurídica: el candidato que pronuncia -> votos y la orden que los recibe intercambian prestación y contraprestación; el candidato entrega a la orden el bien económico de su capacidad de trabajo, a cambio de lo cual la orden le garantiza la subsistencia durante toda su vida. Podrían multiplicarse los ejemplos. Ante este estado de cosas llama la atención el que los teólogos muestren tan poco interés por ocuparse en cuestiones jurídicas y por cambiar ideas con juristas, cuya ayuda les sería, sin embargo, provechosa para formular con más rigor y esclarecer los conceptos jurídicos por ellos utilizados y en particular el concepto mismo de d., que se extiende a todo este campo de nociones. En otro tiempo los moralistas, en particular los de la baja -> escolástica española, escribieron extensos tratados sobre cuestiones jurídicas, especialmente acerca de la vida económica, mostrándose excelentes conocedores no sólo de la economía de su tiempo, sino también de la ciencia jurídica del mismo, aunque lo que ofrecían era en realidad, más que teología, doctrina del -> derecho natural. Hoy día hemos de gozarnos por el hecho de que la teología moral atienda, en cambio, cada vez más a los problemas de auténtica ética teológica. Pero también en relación con el d. se plantean genuinos problemas teológicos.

II. Problemas teológicos

En primer lugar debería imponerse al teólogo la cuestión de si existe alguna conexión entre los conceptos teológicos centrales de justicia y justificación y lo que normalmente suele entenderse por justicia. Para la teología protestante esto parece ser, o bien cosa obvia, o bien un imperativo incondicional. Así ella se pregunta cómo puede haber d. en las relaciones de los hombres entre sí; él no se funda en las relaciones del hombre con Dios. Si por d. se entiende inconfundiblemente un concepto ético (y, en cuanto tal, importante para la salvación), entonces el d. ante Dios debe efectivamente ser la pauta del d. entre los hombres; pero ¿en qué sentido? Las tentativas de algunos teólogos protestantes de motivar bíblicamente, y en forma cristológica y trinitaria, el d. entendido en este sentido elevado, a fin de evitar motivaciones basadas en el d. natural, merecen ciertamente nuestra atención; pero sin duda serían entendidas erróneamente si se pretendiera referirlas a todo el campo de lo que puede o debe ser regulado jurídicamente. Además hay que preguntarse si estas tentativas no van contra otra tendencia de la teología evangélica, tendencia muy justificada si se entiende bien, hacia una clara y neta «mundanidad» de lo mundano, y así corren el peligro de atribuir un carácter «sagrado» a lo mundano.

De relaciones de índole jurídica entre Dios y sus criaturas, supuesto que sean siquiera concebibles, sólo se puede hablar en sentido analógico, dado que todos nuestros conceptos sólo se pueden transferir a Dios analógicamente. Solamente podemos formular enunciados positivos después de formarnos una idea clara de lo que entendemos exactamente por «derecho». Aquí no podemos partir de un concepto teológico, sino que debemos asegurarnos de lo que se entiende por d. en el lenguaje corriente y de lo que entienden con ese término los profesionales competentes, es decir, los juristas.

III. Personalidad y condición social

El modo de hablar, incluso de la literatura científica, permite descubrir dos concepciones diferentes. La primera vincula el d. inmediatamente y sin más a la personalidad del hombre; todo lo que compete al hombre en virtud de su dignidad de -> persona, dicha concepción lo llama «derecho». Hablando de Dios, se le reconoce como su d. todo lo que le compete en virtud de su divinidad, como la soberanía (supremum dominium) sobre su creación, etc.

La otra concepción enlaza directamente con la condición social del hombre y, por tanto, mediatamente también con su personalidad, ya que ésta -bien entendidaviene constituida por su individualidad y su carácter social. Esta segunda concepción tiene la ventaja de disponer de un criterio de división, el cual permite trazar límites claros entre el sector del d. y toda la esfera de la ---+moralidad, y así señalar su peculiaridad y delimitarlo conceptualmente con claridad. La primera concepción, por carecer de tal criterio de división, deja que el concepto de d. venga a convertirse en algo sumamente indeterminado e indefinido. Al hombre, en cuanto persona, le competen y convienen muchas cosas que en modo alguno incluimos en la esfera del derecho: la estima de sí, que se debe a sí mismo, no es una deuda jurídica, la exigencia de gratitud no es una exigencia jurídica, etc.

Habrá que convenir en que sólo relaciones interpersonales son de naturaleza jurídica; entre persona y cosa no son posibles relaciones jurídicas; también el -> derecho de propiedad, designado con frecuencia como relación jurídica entre el propietario y su propiedad, es en realidad algo muy distinto, a saber, una relación entre el propietario y todos los demás, es decir, su facultad jurídica de excluir a los demás de actuar sobre la cosa; el dominio de la cosa está fundado en un plano anterior al d. (metafísicamente). Pero no todas las relaciones interpersonales son de índole jurídica, sino únicamente aquellas que tienen la doble función de proteger al hombre, por una parte, en tanto que ser individual, en su consistencia propia y en su diferenciación de todos los demás, y, por otra, de vincularlo a la -> comunidad y de encuadrarlo en ella, en cuanto él es - no menos esencialmente- un ente social. Así, el d. es el orden estructural de todo complejo social; orden jurídico y orden social son dos denominaciones de una misma cosa.

IV. Teólogos y juristas

El d. subsiste únicamente entre socios en el d. o miembros de la sociedad jurídica; en virtud de su condición social todos los hombres son socios en el d. El Dios uno y santo no tiene «socio» en el d., por lo cual no se halla en el d., sino por encima de todo d. Sólo si Dios, con infinita condescendencia, entra en una especie de sociedad con sus criaturas racionales o eleva a éstas a formar sociedad con él, se puede hablar en sentido análogo de relaciones jurídicas entre Dios y los hombres. Crear los medios conceptuales de conocimiento, así como los medios lingüísticos de expresión, con vistas a profundizar la inteligencia de esta sociedad, sería un quehacer de interés común para teólogos y juristas. Esta colaboración presupondría, desde luego, que unos y otros significaran lo mismo al hablar de d. y que ambas partes estuvieran interesadas, siquiera fuera bajo diferente aspecto, en lo que entienden concordemente por derecho.

Por lo que hace al primer punto, existe una cierta conformidad con relación a la extensión del concepto, por cuanto en todo caso existe un amplio sector que unos y otros designan como d.; en cambio, tocante al contenido del concepto, hay profunda divergencia incluso entre los juristas mismos. Una parte de los juristas está de acuerdo con los teólogos en que en definitiva el d. tiene fundamentos éticos, por lo cual le compete dignidad ética; por consiguiente, existe un ancho campo para el intercambio de ideas con estos juristas. Otros juristas (hoy seguramente la mayoría) ven en el d. y en el orden jurídico sólo una técnica, por así decirlo, que en cuanto tal se ha de calificar de puramente instrumental. Según los primeros, el derecho -pensado hasta el fin - recibe su vigencia de la santa voluntad de Dios; según los segundos, la vigencia es el elemento constitutivo del d.; lo que importa es única y exclusivamente que esté en vigor, es decir, que esté garantizado por medidas de organización de una comunidad, y que en caso de necesidad se pueda incluso imponer contra los recalcitrantes. Además, algunos de estos juristas hacen - en rigor, inconsecuentemente - que el reconocimiento de una norma como « derecho» dependa de la circunstancia de que ella haya sido dictada por una comunidad pública (Estado) en un procedimiento formalizado.

La concepción ética y la no ética o instrumental («tecnológica») del d. pueden significar y significarán por lo regular un contraste ideológico, aunque esto no es absolutamente necesario, ya que el contraste puede ser de índole meramente terminológica (definitoria). De todos modos, precisamente en este caso existe el peligro de que la terminología y las definiciones sugieran determinadas representaciones tocante a la cosa misma. El móvil ético del concepto precientífico no se puede eliminar con la definición; y si se intenta esto, se hace virulento y se introduce sutilmente en el subconsciente, donde debe ser reprimido con violencia, es decir, negándolo. La tajante separación conceptual entre d. y ley moral puede - en el sentido de un inmoralismo absoluto (nihilismo ético)- desligar el d. de toda vinculación moral, y no cabe duda de que éste así es entendido y tratado por muchos; sin embargo, no pocos juristas destacados que profesan la «pura doctrina jurídica» de Kelsen, sostienen con no menos decisión que el derecho presupone normas morales, que el orden jurídico debiera atenerse a normas morales, que a todas las reglas jurídicas formuladas precede la justicia material, por lo cual la aplicación e interpretación de las reglas jurídicas no debe ser un servicio fanático a la letra, sino que, más bien, dentro del marco trazado por la norma «jurídica» no ética e instrumental, hay que buscar la solución (éticamente) justa. Pero ellos no siempre logran mantenerse fieles a lo que han fijado en forma definitoria, aunque a sus ojos la terminología consecuente de la teoría de Kelsen es lo que constituye su ventaja decisiva.

Para ser sinceros, debemos, sin embargo, reconocer que también nosotros tenemos que luchar con la terminología y que por consiguiente no siempre somos consecuentes en nuestro modo de hablar; en ocasiones también a nosotros nos sucede que normas que carecen de fundamento último en la voluntad de Dios o que incluso están en contradicción con ella, las designamos como «d. vigente»; más aún: a veces nos mostramos propensos a hacer concesiones a la «fuerza normativa de lo fáctico», concesiones que, yendo más allá de la inconsecuencia terminológica, son difícilmente conciliables con nuestra convicción fundamental. En cambio, no significa más que una diferencia terminológica el que ciertos juristas rechacen postulados de justicia social que nosotros propugnamos invocando un d. anterior al positivo, porque según ellos sólo merece el nombre de «derecho» una norma aquilatada conforme a la técnica jurídica y como tal administrable y justiciable; el que de esta manera nos fuercen a precisar con toda reflexión nuestras ideas y nuestros deseos y a formularlos con limpidez, es cosa molesta, pero saludable.

Prescindiendo de lo que las diferentes corrientes jurídicas entienden conceptualmente por d., todas ellas están interesadas en la cuestión de la relación entre el d. y la ley moral; sus preguntas ciertamente difieren en parte de las nuestras; pero en la extensión material de los conceptos coincidimos en gran parte; sólo hay una diferencia notable en cuanto que nosotros denegamos la honrosa designación de «derecho» a las normas no enraizadas en la ley moral o contrarias a ésta, así como a los sectores regulados por ellas; con esto queremos expresar que tales normas no obligan en conciencia.

V. Derecho normativo, objetivo, subjetivo

Hasta aquí hemos entendido el d. constantemente como norma y el orden jurídico como sistema de normas. Ni podía ser de otra manera. Ahora bien, el d. es en primer lugar patrón de medida (ius normativum); y sólo en segundo lugar designamos también como d. lo medido con ese patrón, a saber: lo que está en conformidad con éste - una estructura, un estado de cosas, un comportamiento humano, o lo que se puede exigir a tenor del d. normativa (ius obiectivum) -; y lo que compete a los socios en el d., o sea, a los miembros de la comunidad (que como tal siempre está de algún modo organizada jurídicamente), así como a ésta con relación a sus miembros (ius subiectivum o también ius potestativum).

Para quien estime que el d. se funda inmediatamente en el carácter social del hombre (cf. antes iii), es obvia la primacía del d. normativo como pauta del d. objetivo y subjetivo; para él podrán resumirse todos los preceptos jurídicos en el imperativo «ordo socialis servandus est»: no precisamente el orden existente en cada caso, ni tampoco el d. formulado positivamente en constituciones y leyes, sino el orden social que es debido por razón de la justicia y al que por tanto se debe aspirar constantemente, pero que nunca será perfecto y acabado definitivamente.

Quien deduzca el d. inmediatamente de la personalidad, proclamará el «suum cuique» como supremo imperativo jurídico. A ambos amenaza el peligro de exclusivismo: al primero el peligro de acentuar demasiado la sociedad en detrimento de la consistencia propia del individuo; al segundo, el peligro de considerar la naturaleza social del hombre como un mero matiz accesorio y no como un constitutivo esencial de su personalidad, y el de desfigurar en formas individualista los -> derechos del hombre basados en la dignidad humana, como ha sucedido hasta época muy reciente; más aún: el d. puede parecerle incluso hostil a la sociedad, como algo que separa en lugar de unir. En este caso hay que recurrir al --> amor como a un correctivo del d.; lo que ha separado el d. debe volver a soldarlo el amor, lo que ha congelado el d. debe volver a fundirlo el amor. A ambos extremismos sale al paso el principio de -> solidaridad.

Otra grave tergiversación consiste en ver en el d. un «mínimum» de imperativos éticos. Según esa concepción, el d. sería un sector del orden total de la moralidad, pero como tal sector constituiría la medida única y plena de lo moral. Y desde ahí se explicaría el que el lenguaje de la sagrada Escritura y de la teología pueda emplear los términos «justo» y «hacer justicia» como sinónimos de santo, perfecto, agradable a Dios.

VI. Filosofía del derecho

La filosofía del d. trata de explicar el d. por sus últimas razones. Nosotros lo fundamentamos ontológicamente (-> Derecho natural II), es decir, deducimos los contenidos jurídicos del orden del ser (no, como se nos atribuye falsamente, de los datos fácticos contingentes). Estamos de acuerdo con el axioma de los adversarios, el deber sólo puede deducirse de lo que tiene que ser. También nosotros derivamos los imperativos jurídicos, como todo «deber ser» sin excepción, del principio supremo que preside cuanto debe ser: tiene que cumplirse la santa voluntad de Dios. Ahora bien, esta santa voluntad de Dios no se funda en otro principio vinculante superior a él, ni tampoco en un arbitrario acto divino, sino en la santidad substancial de Dios; como quiera que, por lo demás, se haya de enjuiciar la relación entre ente y bien, entre ser y valor, en Dios esos aspectos son una misma cosa.

Oswald v. Nell-Breuning