DEMONIOS

I. Problemática hermenéutica

Teniendo en cuenta la manera como los - ángeles y los d. aparecen en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (-- angelología, diablo), así como el indiscutible uso en el AT y el NT de concepciones que se dan también fuera de la revelación, las cuales en la sagrada Escritura pertenecen a la forma y no al contenido de la afirmación (p. ej., el ámbito sublunar de los d. [Ef 2, 2; 6,12]); y teniendo en cuenta finalmente que en la Biblia se atribuyen a los d, ciertos fe nómenos sumamente naturales (p. ej., determinadas enfermedades); hemos de mostrarnos muy reservados frente al método tradicional, que, sin distinguir debidamente entre forma literaria y contenido en los diversos textos, situaba en igual plano los datos dispersos de la Escritura e intentaba armonizarlos y sistematizarlos. De hecho en tal procedimiento no se toma en consideración lo inseguro del límite entre contenido y modo de afirmación en la sagrada Escritura. Y en cuanto a la doctrina de la Iglesia acerca de los d., hemos de advertir que el m concilio de Letrán (Dz 428; cf. Dz 237, 427) lo que hace es aplicar una doctrina general a los ángeles y d., presuponiendo su existencia. El propósito del Lateranense lv es reafirmar con todo vigor que, fuera del único Dios, absolutamente todo ostenta un carácter radicalmente creado y que no hay ningún principio malo desde su origen, sino que solamente existe un mal finito que se produjo por decisión de la ->libertad creada. Y a este respecto el concilio presupone también que, antes de la decisión libre del individuo y del hombre en general, existía ya en el mundo la dimensión del mal y de lo contrario a Dios (->pecado original). Pero hemos de decir, sin duda, que estas definiciones incluyen la existencia de seres personales distintos del hombre; cosa que acreditan también el magisterio ordinario y la tradición (cf. Dz 2318). Esto supuesto, con ayuda de los principios generales de la revelación cristiana, se pueden enunciar otras verdades sobre tales seres. Pero siempre hay que mantenerse cerca del punto de partida, limitándose a expresar en forma más explícita lo que ya está contenido en la Biblia.

Aquí hay que tener siempre en cuenta: a) que en último término se trata precisamente de desenmascarar el brillo aparentemente fascinador del mal (cf. Jn 12, 31). A pesar de los visos de desmitización, esa apariencia repercute todavía en el romanticismo alemán, posteriormente en M. Scheler y en una vulgar y poco ilustrada piedad cristiana, que convierte el mal personal de tipo demoníaco en un poder contrario a Dios, del mismo rango que él y con facultad de entrar en lucha o en diálogo con él (lo cual sólo compete a la criatura buena e investida de. la gracia).

b) Que el punto teológico de partida de la doctrina de los demonios prohíbe describir la esencia y la operación de estos poderes demoníacos. En efecto, su auténtica esencia y acción se hallan allí donde la realidad que podemos experimentar dentro del mundo muestra una profundidad y un poder (aunque creados) que el hombre no puede dominar; ahora bien, no es posible ni licito delimitar dónde termina lo mundano y comienza lo diabólico. Pero si se pone en duda la substancialidad y la personalidad de estos poderes, ya no se puede decir seriamente que «del mundo, como creación buena de Dios, se alza una resistencia no fundada en lo mundano contra la acción divina, una resistencia que no es explicable antropológica o sociológicamente», y no puede decirse porque falta todo portador de esa oposición (GLoEGE: RGG3 n, 3). Cabe perfectamente pensar que tales poderes personales no son espíritus (a manera de duendes) que se encuentran « en» el mundo, sino que son precisamente los (regionales) «poderes y fuerzas» del mundo y de su historia bajo la modalidad del no a Dios, de la tentación del hombre y de la inversión del mundo.

II. La Escritura

1. Antiguo Testamento

La primitiva experiencia humana del mal se sedimentó dentro del antiguo oriente en una demonología compleja, bajo cuya influencia está también el AT en sus inicios. Éste, sin embargo, no conoce una denominación bajo la cual queden compendiados tales seres. Cuanto más se une la fe en el dominio universal de Yahveh con la doctrina de la creación, tanto más quedan identificados los demás dioses con los d. y su culto es calificado de idolatría (Dt 18, 9-13). Existen «espíritus malos» que son enviados por Dios (Is 34, 14) y otros como el d. del desierto « Azazel», al cual es enviado el macho cabrío de expiación en el día de la reconciliación (Lev 16, 10). Papel especial tienen los conjuros a los espíritus de los muertos (1 Sam 28, 13); también ellos causan impurezas, lo mismo que el hecho de tocar cadáveres; por esto tales conjuros se prohíben en Dt y Lev (Lev 19, 31; 20, 6.27; Dt 18, 11). Más tarde los Setenta llevaron a cabo consecuentemente en su terminología la identificación entre d. y dioses paganos. Hablan del Saci.óvLov (adjetivo substantivado) e introducen así la concepción del S«tl,wv griego (ser con poder divino, las más de las veces de carácter maligno, al que se hacen conjuros mágicos); y también usan el término g«-rat« (vana). Con el influjo creciente de la demonología persa (?) en tiempo del exilio (Tob: «Asmodeo»), en el judaísmo tardío los d. aparecen subordinados a Satán como ángeles caídos (Jub 10,8.11); de la «caída» de los d. se habla en distintas imágenes míticas (p. ej., lucha entre las estrellas, cf. Is 14, 12). En el bando opuesto luchan, capitaneados por Miguel, los &yyeaoL, los poderes que median entre Dios y el hombre (Dan 10, 13).

2. Nuevo Testamento

Esta concepción de los d. continúa en el NT; aquí los d. aparecen ante todo como causas de -> enfermedad y de ->posesión diabólica (Mt 17, 15.18). La enfermedad (a veces física: Me 9, 14-29; pero mayormente psíquica: Mc 9, 20ss) es un signo del estado desgraciado del mundo. Sin embargo, las faltas morales o la perdición eterna no son atribuidos a los d., y no toda clase de enfermedad se atribuye a ellos. Eso supuesto, en los d. y en su superación por jesús lo que se hace visible -pero esto en forma sumamente plástica- es la perdición o salvación de la concreta existencia humana. Estamos lejos de todo espiritualismo: la curación real del hombre es "I,elov, signo del comienzo del reino de Dios. Puesto que este reino está ligado de manera definitiva a jesús, los d. sometidos a Satán (Mc 3, 20ss par) luchan contra aquél. El poder del diablo y de los espíritus a él sometidos, poder que en el NT se muestra ante todo en el fenómeno de la posesión diabólica, ha quedado roto ya ahora, puesto que con la presencia y la acción de Jesús ha empezado ya el reino de Dios. La comunidad recoge con jesús la fe en los d. propia del judaísmo apocalíptico. Jesús posee el nveü~toc espíritu «puro» y lucha contra los d., contra los espíritus «impuros». La afirmación de jesús de que él puede expulsar demonios, y puede hacerlo por la virtud del nveú~ta espíritu «santo», es uno de los importantes puntos de apoyo cristológicos antes del suceso pascual y constituye una decisiva condición previa para el título de «Hijo de Dios». El hecho de que en el NT los d. aparezcan primariamente como una dimensión antropológica y sólo accesoriamente como una dimensión cósmica, hace comprensible el intento de interpretar los d. como la esfera de lo que no debería existir en el hombre, lo cual no se identifica con él mismo. La lucha de Jesús contra los d. es continuada por sus discípulos (Mt 7, 22; Mc 9, 38s; Mc 6, 7.13 par; Lc 10, 17-20;Mc 16, 17) y por las comunidades (Act 8, 7; 19, 11-17). Pero la disputa de la Iglesia primitiva en torno a la creencia en el poder de los d. implicaba también la negación de toda --> magia y -> superstición (Act 13, 8ss; 19, 18s), así como de la adivinación (Act 16, 16), entre otras cosas. El conocimiento de los espíritus que conducen al error y al engaño (1 Cor 12, lss) sólo es posible en virtud del nveG~ta santo (1 Cor 12, 10). La Iglesia primitiva esperaba que, junto con la venida del Kyrios glorificado, se había de producir también la derrota definitiva de Satán y de sus d. (Ap 20, ls; 7-10).

III. Visión sistemática

a) Puesto que estos seres espirituales y personales, varios en número y distintos del hombre, son criaturas, en primer lugar hemos de decir sobre ellos lo mismo que acerca de la esencia natural de los ángeles.

b) En armonía con la doctrina de fe acerca de su existencia, hemos de sostener con igual firmeza la pluralidad de tales poderes no humanos. La división antagónica del mal en el mundo, incluso dentro de sí mismo (a pesar de Mt 12, 26), puede valorarse como un indicio experimental de esto.

c) Los d., en su esencia personal (puramente espiritual, es decir, no sometida a las condiciones del espacio y del tiempo terrestres), deben ser concebidos de tal manera que tengan una relación esencial (natural, y por ello personal) con el mundo, con la naturaleza, y así con la historia de -> salvación y de perdición (cf. Mt 4, lss; 2 Cor 12, 7; Lc 22, 31; 1 Tes 3, 5; Jn 8, 44; 1 Pe 5, 8; Sant 4, 7; Ef 6, 11.16; Dz 428, 793, 806, 894, 907, 909; --> posesión diabólica); relación que ellos realizan natural y personalmente en virtud de una inalienable ordenación esencial, pero a la vez con una oposición culpable.

d) Podemos aceptar, con la opinión común en la actualidad (y contra Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales y Buenaventura), que los d. estaban objetivamente ordenados a la perfección sobrenatural, lo mismo que los ángeles buenos, pero se opusieron a su destinación (cf. también Dz 1001, 1003s).

e) Del principio general antes citado se deduce que los d. se cerraron libre, culpable y definitivamente a una perfección que habían de recibir de Dios (cf. Jn 8, 4; Jds 6; 2 Pe 2, 4; 1 Jn 3, 8; Mt 25, 41; Ap 20, 9; Dz 211, 237, 427ss). Esta decisión, de acuerdo con lo dicho en c) y d) debe tener una relación con la finalidad sobrenatural del mundo en Cristo. La victoria de Cristo sobre el pecado en general equivale, por tanto, a la destrucción del poder de los d. (Lc 10, 18; Mt 12, 28; cf. también Dz 1261, 1933).

Adolf Darlap