CISMA
SaMun


A) Concepto. B) Historia de los cismas. C) Cisma de Occidente. D) Cisma oriental.


A) CONCEPTO

La palabra cisma expresa «una separación voluntaria de la comunión eclesiástica; es también el estado de separación o el grupo cristiano constituido en tal estado. El cismático es el que produce c., ora sea su fautor o responsable, ora se adhiera simplemente a él por convicción o simplemente de hecho» (Y. Congar: DThC xtv, 1286).

En el griego clásico sjisma significa raja o desgarrón. Pablo emplea la palabra en sentido moral, para designar las divergencias de opinión o de tendencia, que ponen en peligro la concordia y unidad de la Iglesia en un lugar determinado (1 Cor 1, 10; 11, 18; 12, 25). La palabra es retenida por la primera generación cristiana para calificar la rotura de comunión provocada por estas divergencias, la cual se manifiesta por la desobediencia a la autoridad legítima, que es el obispo.

La ->herejía, que implica también rotura con la comunidad, al principio no se distinguió claramente del c. Sin embargo, ha prevalecido el uso de reservar la palabra c. a las roturas de comunión provocadas por los conflictos de orden personal o por simple negación de la obediencia, mientras el término herejía se aplica a las rupturas de comunión motivadas por divergencias graves en la inteligencia de la fe.

Los c. se manifestaron primeramente dentro de la Iglesia local. Sin embargo, la necesaria cohesión de las Iglesias locales, obligadas a salvaguardar su unidad en la confesión de la fe y su mutua concordia, provocó medidas canónicas que reservaban la absolución de la excomunión, sanción impuesta por el delito de c., al obispo que la había impuesto. En la iglesia católica romana, por razón de la centralización progresiva en favor de la sede de Roma, y como efecto del desarrollo de una eclesiologia con visión monárquica de la Iglesia universal, el c. se define principalmente por la rotura de comunión con el papa. Donde ha seguido prevaleciendo una eclesiología centrada en la unión y comunión entre las Iglesias locales (oriente ortodoxo), la noción de c. ha evolucionado de forma distinta. La historia muestra, por lo demás, que fracciones disidentes de una Iglesia local han permanecido a veces en comunión pacífica con otras Iglesias locales (c. de Antioquía).

El itinerario del desenvolvimiento de la noción de c. está jalonado sobre todo por los nombres de Cipriano y Agustín (controversia con los donatistas); y también la -> reforma gregoriana (s. xi) influyó notablemente en el desarrollo del concepto. En correlación con la noción de unidad de la Iglesia, el concepto de c. ha evolucionado en función de la eclesiología. Sólo tardíamente apareció en teología un tratado independiente de ecclesia, aunque elementos dispersos del mismo se hallaran ya antes en otros tratados. Tomás estudia el c. no tanto en sí mismo cuanto en los individuos y grupos que se hacen culpables del mismo o se adhieren a él, y ve en la escisión un pecado contra la paz, que es un fruto del amor (ST II-II, q. 39).

La teología de la contrarreforma había de aportar una modificación profunda en la interpretación teológica del c. Hasta entonces, mientras las graves discrepancias en la inteligencia de la fe (herejía) y, sobre todo, la ruptura de la comunión con la autoridad considerada como legítima dejaran intacto en el grupo separado el organismo jerárquico y sacramental de la Iglesia (episcopado, sacerdocio, sucesión apostólica), ciertamente se juzgaba que el c. era un daño para la unidad de la Iglesia, pero aun cuando el c. creara una situación irregular en el grupo cismático, sin embargo, no se tenía la persuasión de que esa rotura implicara una alejamiento del misterio de la Iglesia, con tal que los separados continuaran participando de las estructuras fundamentales (episcopado, sacramentos). La separación era considerada como un drama dentro de la Iglesia, entendida esencialmente como una comunidad. Pero, al definir la Iglesia como sociedad jerárquicamente constituida bajo la autoridad suprema del obispo de Roma, y al identificar pura y simplemente la Iglesia romana con la Iglesia universal, la contrarreforma hizo del c. una separación de la Iglesia misma. Esta eclesiología, nacida de la preocupación por responder a las negaciones de los reformadores protestantes, modificó, sin darse cuenta, la actitud tradicional de las Iglesias de occidente respecto de sus hermanas de oriente (ortodoxos). Ella procuró, en efecto, una justificación teológica para la así llamada política romana de las «Iglesias orientales católicas o unidas», que sustituyó la idea de la reunificación por la de la conversión o absorción.

El concilio Vaticano ii ha restablecido la perspectiva tradicional proclamando una eclesiología de comunión que pone el acento, no sobre los constitutivos de orden jurisdiccional (que se mantienen, sin embargo, en su sitio), sino sobre los constitutivos de orden sacramental y espiritual: sacramentos (bautismo, orden, eucaristía), gracia santificante, virtudes teologales, dones del Espíritu Santo. Con ello la realidad total del misterio de la Iglesia sobrepuja los límites de su plena y única realización legítima bajo la modalidad de la Iglesia católica romana. Se admite que existen maneras desiguales de participar de esta realidad. Si bien ateniéndonos a los principios del derecho canónico es cierto que se está necesariamente o dentro o fuera de la Iglesia católica romana, sin embargo, mirando al misterio de la Iglesia, es más verdadera la afirmación de que el hombre puede pertenecer a ella en mayor o menor grado. De ahí la distinción entre comunión plena y comunión parcial tanto con la Iglesia católica romana como con la Iglesia como tal (cf. Lumen gentium, n .o 13, 15, 16; Unitatis redintegratio, n .o 3s). De ahí se sigue que en el c. hay que distinguir un doble sentido: canónicamente el c. es una rotura de relaciones jurisdiccionales con la sede de Roma; teológicamente el c., sin excluir toda participación en el misterio de la Iglesia, pone óbice a la realización plena y visible de su unidad, pues la plena realización y visibilidad requiere la profesión unánime de la fe, la inserción efectiva en un único organismo jerárquico y sacramental y la celebración común (recepción) de los mismos sacramentos, señaladamente de la eucaristía, que en manera singular constituye el vínculo interno y el signo externo de la unidad de la Iglesia.

El concepto de c. así definido en relación con la Iglesia católica romana, puede aplicarse de manera analógica a las roturas de comunión que se dan entre las diferentes Iglesias o comunidades eclesiales separadas de la sede romana. Sin embargo, en cada una de estas confesiones o denominaciones, el c. se define en función de una concepción propia de la Iglesia y de su unidad. En la problemática compleja del movimiento ecuménico el c. constituye una noción clave. En la perspectiva protestante se busca una solución al problema de los c. por vía de una inteligencia mutua sobre la práctica de la intercomunión (cena y otras formas de culto), que dejaría intactas las divergencias, incluso importantes, respecto al contenido de la fe y la estructura de la Iglesia. Por el contrario, las así llamadas Iglesias de tendencia «católica» en sentido lato (ortodoxos, viejos católicos, anglicanos), sólo pueden tomar en consideración el restablecimiento de la plena comunión en el plano sacramental, que presupone la unanimidad en la fe y la concordia mutua en el seno de una única y común estructura jerárquica de orden sacramental (episcopado y plena sucesión apostólica).

Por mantener el vínculo del amor se evita hoy en grado máximo calificar de cismáticos a los miembros de Iglesias y comunidades cristianas en estado de disidencia respecto de la Iglesia católica romana, sobre todo si, habiendo nacido en estas comunidades, han recibido en ellas su formación religiosa. Tales miembros no pueden, en efecto, ser tenidos por responsables del estado de división en que viven hoy día con relación a otros, sobre todo si pensamos que la responsabilidad pesa sobre ambas partes.

Christophe Dumont

 

B) HISTORIA DE LOS CISMAS

I. Visión general

En el NT se dan escisiones dentro de las Iglesias locales, las cuales son consecuencia de diferencias en la interpretación y apropiación del kerygma apostólico ( I Cor 11, 9; Gál 5, 19; Rom 16, 17) y amenazan la koinonia que Cristo ha dado a la Iglesia (un Dios, un Señor [1 Cor 12, 4ss], un evangelio [ 1 Cor 1, 10-13 ], un bautismo y un pan [ 1 Cor 12, 13; 10, 17; Gál 3, 27 ] ). No aparece allí ninguna escisión que condujera a la ruptura total con la Iglesia universal. Sin embargo, es propia de los cismas reflejados en el NT la tendencia a un aislamiento frente a la comunidad, el cual puede hacerse bastante radical a consecuencia de discrepancias doctrinales. En la época postapostólica el c. y la -->herejía se presentan como los grandes enemigos de la comunidad cristiana primitiva; y se menciona entre sus causas la ambición, los celos, la maledicencia y la actitud rebelde contra la autoridad. Frente al oficio eclesiástico y al servicio a la totalidad de la comunidad, para cuya edificación se dan todos los ministerios y dones de la gracia, quedan acentuados y reciben un valor absoluto los matices personales. Formalmente, c. y herejía todavía no se distinguen tan claramente como después; sin embargo, en la mayoría de los casos, al c. va unido un error contra la fe. Por esto la historia de los c. se identifica en largos trechos con la historia de las --> herejías (consúltense, pues, las reflexiones de este artículo). Movimientos cismáticos que desarrollan su propio orden eclesiástico y fundan una contraiglesia se extienden a toda la historia de la Iglesia. De los primeros tiempos del cristianismo mencionamos: el c. de Marción en el s. ti (paulinismo exagerado y antinomismo que esgrimía el evangelio contra la ley), el -> gnosticismo y el -> arrianismo, el movimiento milenarista del montanismo, la secta rigorista de los novacianos (s. iii), la «Iglesia de los mártires» del obispo Melecio de Licópolis y, en su secuela la Iglesia de los donatistas, incomparablemente más importante, la cual rechazaba la Iglesia estatal de Constantinopla (c. iv). El c. de Acacio, en el s. iv, y el cisma del patriarca Focio, en el s. ix, preludiaban el --> c. oriental del s. xi.

El largo y penoso proceso de asimilación del cristianismo por los pueblos francos y germánicos, y la importancia capital de la lucha contra los sarracenos, normandos y húngaros, hicieron que a final de la época carolingia no surgieran movimientos sectarios de gran importancia. Por primera vez en el s. xi aparecen escisiones cismáticas en los grandes movimientos religiosos populares de la -> edad media. La más importante fue la de los -> cátaros, influidos desde el oriente, los cuales crearon su propia Iglesia en el sur de Francia, con su jerarquía y su dogma unitario, que por su matiz dualista y contrario a la encarnación se oponía radicalmente a la doctrina de la Iglesia. En los valles alpinos del Piamonte y de Saboya han podido mantenerse hasta hoy comunidades de valdenses, los cuales, siguiendo la predicación ascética y rigorista de Pedro Valdo, formaron una Iglesia de laicos que se orientó según el modelo de la pobreza apostólica y evangélica. Mientras esta secta perseveró en el c., los papas (concretamente Ínocencio iii) lograron la reincorporación de los «umiliati», en el norte de Italia, movidos por los mismos ideales y condenados ya como herejes, así como la de otros grupos en el sur de Francia.

Común a estos movimientos de -> pobreza, a los cuales Gregorio vii dio su oportunidad histórica, por cuanto se apoyó en ellos para la ejecución de sus reformas (-> reforma gregoriana) contra nicolaítas y simonistas, era la crítica a las instituciones eclesiásticas y a la vida muelle del clero. El hecho de que las instituciones eclesiásticas pasaran a tener su fin en sí mismas y la vida mundana del clero obscurecían la misión de dar testimonio que tiene la Iglesia, y en la baja edad media provocaron una corriente ininterrumpida de movimientos eclesiásticos de reforma, los cuales en Wicleff y Hus (-> husismo) derivaron hacia el c. La proyección mundana del papa y de los cardenales fue sin duda la causa principal del -> c. de occidente, en el transcurso del cual coexistieron dos e incluso tres papas, cuya legitimidad estaba oculta para los coetáneos y sigue estándolos hoy. La -> reforma aprovechó el dinamismo de los movimientos de espiritualidad seglar y, en su protesta contra los síntomas de degeneración de la vida eclesiástica en la baja edad media, se presenta como una negación de todo el sistema eclesiástico medieval con su fusión de -> Iglesia y estado, con su centralismo papal y su -> escolástica, petrificada en su formalismo. Tampoco la Iglesia fortalecida y regenerada en el Tridentino se vio libre de escisiones. Pero, a consecuencia de la paulatina desaparición general de la fe y de su estrecho punto de partida, estos cismas quedaron limitados a un nivel local, regional o nacional (c. de Utrecht del 1724; c. de la Petite 1~glise de la Vendée, la cual no reconoció el concordato con Napoleón [-> viejos católicos]; c. de Gregorio Aglipay en las islas Filipinas [ 1902 ] ; Iglesia nacional checoslovaca [ 1920 ] ). El trasfondo de estos c. de la edad moderna es casi exclusivamente una tendencia nacionalista, que con más o menos razón se alzó contra la curia romana y dio lugar a la organización de una Iglesia propia con ayuda estatal.

Entre los c. desaparecidos y las disidencias que todavía persisten (-> Iglesias orientales, -> protestantismo), apoyándonos en Y. Congar, podemos establecer las siguientes diferencias: 1) Mientras las herejías y los c. antiguos discutían la doctrina ortodoxa en cuestiones decisivas para la historia de la salvación (doctrina de la Trinidad, soteriología, posición de María en el plan salvífico, gracia de Dios) y tenían un carácter más bien «particular», las disidencias que todavía perduran son de índole «universal», es decir, se basan en una concepción fundamental que repercute en toda la inteligencia del cristianismo. También antes se dieron tales interpretaciones globales, como, p. ej., en el -> gnosticismo, en los bogomilos del oriente y en los -> cátaros, pero aquí lo específicamente cristiano retrocede sensiblemente, en total oposición a las disidencias universales de la actualidad, en las cuales el misterio de Cristo, por lo menos en principio, es afirmado plenamente. 2) En concreto las Iglesias ortodoxas orientales y el protestantismo no parten de la oposición a una determinada doctrina eclesiástica, sino de la protesta contra un determinado estado histórico de la Iglesia: en el s. xi el alejamiento político entre oriente y occidente, y en el s. xvi el estado deplorable de la vida eclesiástica en su sentido más amplio. 3) En su estructura interna los disidentes actuales ostentan un rasgo de catolicidad; se tiende conscientemente a la superación de la escisión. 4) Las grandes comunidades disidentes de la actualidad custodian en mayor medida que los movimientos cismáticos de los primeros tiempos del cristianismo valores fundamentales genuinamente cristianos, los cuales son indicio de la acción del Espíritu Santo (Vaticano it Lumen gentium, n .o 15).

II. Interpretación histórica y teológica

El punto de partida para una interpretación escatológica de las escisiones eclesiásticas lo tenemos en 1 Cor 11, 19: oportet et haereses esse. Aquí se acentúa la necesidad de la escisión en el sentido de un fenómeno históricamente inevitable. Con ello, los cismas y el movimiento ecuménico que suprime el c. se sitúan en el nivel de la historia, no en el del dogma supratemporal. La Iglesia peregrinante está bajo la ley del pecado, y por esto se halla expuesta a la escisión, cuyos motivos pueden ser de índole personal, política, social, teológica o disciplinaria. Pero la Iglesia en su totalidad, lo mismo que cada uno de sus miembros, ha de luchar por un evangelio íntegro y sin fracturas. Para esto algunas veces tiene que pagar el precio de una escisión. Como la verdad que vive en la Iglesia entera sobrepuja el conocimiento creyente de sus miembros particulares, los guardianes oficiales de la doctrina tienen el derecho y el deber de oponerse al conocimiento parcial de algunos fieles en particular. Por tanto el c. no es mera expresión de una caída en lo mundano, sino que puede resultar también de una auténtica colisión de deberes.

Prevalecen dos líneas de interpretación del citado pasaje de Pablo. La primera entendió haereses como tensiones entre grupos, las cuales hacen que resalte la pureza de la fe ortodoxa. Mientras que la interpretación de tipo psicológico de Juan Crisóstomo concede un carácter meramente casual a la escisión de que habla el Apóstol, una función históricosalvífica. Para él las haereses fueron doctrinas formalmente erróneas, y en el oportet ve una decisión de Dios y una profecía que debe cumplirse necesariamente. Sin los herejes nos dormiríamos sobre la sagrada Escritura, sin abrirla; necesitamos que los otros nos espoleen para abrirnos la palabra de la Escritura y vivir de ella. Aquí no se trata tanto de la fidelidad a la fe cuanto de su plenitud. La interpretación de Agustín se impuso a la Iglesia latina y la doctrina escolástica de la «permisión divina» le dio su cimentación teológica en el campo especulativo. La reforma descubrió de nuevo la interpretación de Juan Crisóstomo; pero la teología calvinista enlazó directamente con Agustín y vio en las escisiones la acción necesaria de poderes supramundanos que la soberana voluntad salvífica de Dios dirige hacia el fin bueno que él pretende. En las discusiones confesionales este lugar de la sagrada Escritura fue usado por representantes de las distintas direcciones, que bajo tal escudo se mantuvieron impertérritas en su patrimonio confesional. La más reciente exégesis bíblica de los católicos y, sobre todo, la de los protestantes se apartan notablemente del rigor de la interpretación agustiniana y tienden más bien hacia la interpretación de Juan Crisóstomo.

El c. no sólo ostenta su aspecto negativo, la disolución de la unidad, sino que, mediante una mirada retrospectiva, también descubrimos en él aspectos constitutivos de Iglesia, propiedades proféticas y carismáticas. Así la lucha contra la -> gnosis despertó en la Iglesia una mayor conciencia de sus problemas en toda una serie de importantes doctrinas teológicas y, directa o indirectamente, con su posición contraria los gnósticos propulsaron la evolución de los dogmas (fijación del canon neotestamentario, doctrina de la encarnación y de la de la gracia). La lucha contra el -> arrianismo llevó la especulación trinitaria a una mayor claridad conceptual. El donatismo obligó a la reflexión sobre el campo de la eclesiología, casi totalmente descuidado por la clásica teología griega. Los movimiontos de -> pobreza en la edad media, especialmente el de los -> cátaros, forzaron a las fuerzas católicas a una interpretación dogmática de la concepción cristiana del mundo y contribuyeron a la realización de la vida apostólica. La reforma del s. xvr dio el impulso decisivo para la -> reforma católica en Trento. Pero a la vez hay que tener en cuenta cómo la Iglesia, con su delimitación frente a la herejía y el c. se expuso constantemente al peligro y llegó a caer de hecho en el peligro de olvidar la verdad defendida por los disidentes, de modo que se enfrentó con desconfianza a un legítimo testimonio profético.

Así la historia de los c. posee una cierta dinámica integrante, la cual en el transcurso histórico se pone cada vez más de manifiesto y termina disolviendo el c., pues la herejía y el c. por su naturaleza son una acentuación excesiva de una verdad parcial o de un aspecto olvidado de las estructuras eclesiales, y reciben su poderío histórico de verdad unilateralmente resaltada en medio del error. Cabe perfectamente que la escisión en la fe y en la Iglesia sea un rodeo para llegar al reino de Dios, en primer lugar porque conduce a una reflexión reformadora y renovadora sobre el mensaje cristiano de salvación, y en segundo lugar porque, como esbozos de una reforma de la Iglesia, poseen y siguen desarrollando elementos que pueden ser incorporados nuevamente a la plena comunión eclesiástica. Mas hasta llegar a esto, la escisión es un castigo impuesto a la culpable claudicación de los cristianos en su convivencia, en su amor y en su fe. Por tanto el sentido de su perduración está en despertar de nuevo el amor unificante. En sus divisiones, la cristiandad se halla bajo el juicio de Dios; en cierto modo el juicio escatológico se anticipa en la historia (cf. Mt 24 y 25). Pero, bajo el juicio de la ira de Dios se esconde ya su gracia, que impulsa a las confesiones divididas a superar la separación.

Viktor Conzemius

 

C) CISMA DE OCCIDENTE

El período que va del año 1378 al 1417, o bien al 1449, es denominado en la historia de la Iglesia como la época del gran cisma de occidente. Fundamentalmente se trata de un cisma papal, pues nos encontramos con dos papas, y a veces con tres, que se presentan al mismo tiempo como titulares de la potestad suprema de la Iglesia y que de hecho la ejercen. La Iglesia no se ha pronunciado jamás de una forma oficial acerca de la cuestión de cuál de las dos o de las tres series de papas haya sido la legítima. Y tampoco la elección del nombre papal «Juan xxiil» por Angelo Roncalli, que el 28 de octubre de 1958 había sido proclamado cabeza suprema de la Iglesia, quiso decidir autoritativamente una cuestión histórica discutida. No fue ésta realmente la intención de Juan xxiii.

I. Comienzo del cisma

1. El cisma de occidente comienza con la doble elección realizada el año 1378. Gregorio xl había muerto en Roma el 27-3-1378. Un año antes había trasladado de Aviñón a la ciudad eterna la sede del papado (destierro de ->Aviñón). En Aviñón habían quedado seis cardenales. Sólo 16 de los 23 cardenales tomaron parte en la elección del papa. Entre los 16 había 12 no italianos (11 franceses y 1 español). La elección estuvo rodeada de circunstancias tumultuarias. Los electores se encontraban sometidos a una presión exterior. Hordas armadas penetraron en el conclave exigiendo un papa romano, o al menos italiano. A toda prisa, el día 8-4-1378 los cardenales eligieron como cabeza suprema de la Iglesia a Bartolomeo Prignano, director de la cancillería romana. Éste había sido propuesto de antemano por diversas partes y era bien conocido de los electores. Sin embargo, éstos no se atrevieron a comunicar la elección a la multitud. Simplemente anunciaron que habían elegido por papa a un romano y se dieron a la fuga. Cuando los romanos conocieron la realidad, se apaciguaron, pues el nuevo papa, Urbano vi (1378-89) era italiano. Los cardenales regresaron, asistieron a la coronación y más tarde a los consistorios. Así continuaron las cosas durante tres meses. Este reconocimiento tácito ha podido ser considerado hasta ahora, y con suficientes motivos, como la legitimación posterior de la elección de Urbano. Pero según las últimas investigaciones, también este tacitus consensus se dio «de una manera altamente imperfecta y bajo una coacción que continuó existiendo» (K.A. Fink). Contra la validez de la elección de Urbano se aduce además, un segundo motivo: su alienación mental. Hay indicios de que sufría una perturbación mental, y según la doctrina de los canonicistas, las señales de locura afectaban a la legitimidad de la elección. Pero no se puede llegar a una idea totalmente clara sobre el grado de perturbación mental y tampoco sobre la gravedad del temor. Por tanto, según el conocimiento actual de la cuestión sólo se puede decir que la elección de Urbano vi no fue ni absolutamente válida ni absolutamente inválida.

2. Los cardenales se sintieron legitimados para proceder a nueva elección de papa. Motivos personales jugaron también un papel importante. Si Urbano vi no hubiera tratado de una manera tan hiriente a los mundanizados cardenales, seguramente no se habría llegado a la ruptura. Los doce cardenales no italianos abandonaron Roma y el día 9-8-1378 declararon, en un manifiesto a la cristiandad, que la elección de Urbano había sido inválida y el 20-9-1378 en Fondi, cerca de Nápoles, eligieron un nuevo papa: Clemente vii. Incluso los cardenales italianos asintieron tácitamente a esta elección y abandonaron a Urbano. Clemente vii se estableció en Aviñón. Desde entonces la cristiandad tuvo dos papas. ¿Cúal de los dos era el sucesor legítimo de Pedro? Ésta es la cuestión central. «Si los contemporáneos se creyeron incapaces de decidir la cuestión de la legitimidad, imitemos nosotros su prudente reserva, y no pretendamos saber más que ellos.» Lo único que se puede hacer es adherirse a este juicio del investigador francés G. Mollat. Las cosas son mucho más complejas de lo que parece a primera vista.

3. La consecuencia inmediata de la doble elección fue que la cristiandad se escindió en los campos opuestos: la obediencia romana y la de Aviñón. En general los países occidentales (románícos) se decidieron por el papa de Aviñón, los restantes (germánicos e italianos) por el de Roma. La escisión alcanzó a obispados y órdenes religiosas. Toda la cristiandad se vio prácticamente sumergida en un mar de inseguridad y de angustias. Anteriormente había habido santos que con el prestigio de su personalidad habían resuelto c. papales. San Bernardo de Claraval contribuyó, principalmente en Francia, a que se reconociera a Inocencio ii (1130-1143) cuando en 1130 fueron elegidos dos papas. Pero esta vez los santos de más prestigio se inclinaron unos por un papa y otros por el otro; mientras santa Catalina de Siena reconoció a Urbano vi, san Vicente Ferrer luchó al lado de Clemente vii.

II. Intentos de superación

Al principio se les hechó a los dos papas la culpa del c., pero los contemporáneos abandonaron pronto esta postura, concentrándose en la búsqueda de medios y caminos para restablecer la unión. Estos esfuerzos son los únicos rayos de luz en aquella época tan confusa. La iniciativa partió de la universidad de París. Los caminos que la universidad de París propuso el año 1394, después de realizar una encuesta, se reducen fundamentalmente a tres: abdicación voluntaria (via cessionis), decisión de un tribunal de arbitraje (via compromissi), o concilio (via conciIii). Los dos primeros apelaban a la buena voluntad del papa. Esta solución, aparentemente la más fácil, fracasó por causa de los papas mismos. Clemente vii se había opuesto a todo esfuerzo por lograr la unión. Su sucesor, Benedicto xiii (1394-1417 o bien 1424), estaba tan convencido de la legitimidad de su dignidad papal, que para él una renuncia voluntaria constituía una infidelidad al papado. Cuando Francia, en 1398, le negó la obediencia para obligarle a que se retirara (via substractionis) no cedió ante esta coacción. Francia volvió en 1403 a prestar obediencia a Benedicto.

Nuevas esperanzas de unidad surgieron con la elección de Gregorio xii (1406-15) como papa romano, pues era tenido por amigo de la unión. Pero todos los esfuerzos realizados con miras a lograr que los dos papas entablaran negociaciones comunes y pudieran llegar a un acuerdo sobre la renuncia, fracasaron. Entonces 13 cardenales de los dos bandos dieron el paso decisivo, convocando para el 21-3-1409 un concilio en Pisa. Éste debía destituir a los dos papas de legitimidad dudosa y abrir el camino a un papa reconocido por todos. Para esto, los cardenales encontraron apoyo en la doctrina de los canonistas. Si un papa se desviaba de la fe o bien se le culpaba de inmoralidad, podía ser corregido y, si era preciso, destitituido por una institución. Ésta fue la tarea que se propuso el concilio de Pisa (1409). La mayoría de naciones cristianas enviaron delegados. En un proceso canónico formal se les hizo responsables a los dos papas de la duración del c. y se los destituyó por cismáticos y herejes notorios. A continuación, el concilio eligió a un papa nuevo: Alejandro v (1409-1410), que fue reconocido por la mayor parte de la cristiandad como suprema cabeza legítima de la Iglesia. Es probable que los papas de Pisa se hubieran impuesto como los legítimos, si el segundo de ellos, Juan xxiri (1410-1415 ), no hubiera perdido su prestigio. Debido a esto, los otros dos papas continuaron manteniendo su posición, aunque sus obediencias habían disminuido considerablemente.

III. Restablecimiento de la unidad en el concilio de Constanza

El concilio de Pisa había abierto el camino para la superación del c. Pero hasta el concilio de Constanza (1414-1418) no se consiguió restablecer la unidad. A instancias sobre todo del rey Segismundo, Juan xxrri había convocado el Concilio que había de celebrarse en la ciudad del lago de Constanza. Esperaba poderse imponer gracias a la ayuda del gran número de obispos italianos. Pero las otras naciones se le opusieron, consiguiendo que se modificara el procedimiento que se había seguido hasta entonces. Desde el 7-2-1415 no se votó ya por cabezas, sino por naciones (italianos, franceses, alemanes e ingleses). Con esto quedaba deshecha la preponderancia italiana. La situación de Juan xxiir se hizo todavía más insegura, cuando fue atacado desde sus propias filas por su conducta dudosa. El papa pisano creyó que por su huida de Constanza (marzo de 1415) el concilio fracasaría. Pero Segismundo lo salvó. Impidió que el concilio se disolviera y lo mantuvo reunido. Por el decreto de emergencia Haec sancta, del 30-3-1415, el papa huido fue depuesto el 29-5-1415. Con ello se suprimió el obstáculo mayor para la renuncia de Gregorio xii. El concilio se avino a la condición de éste de dejarse convocar otra vez por él. A través de sus enviados, Gregorio renunció al papado el 4-7-1415. Quedaba sólo el papa de Aviñón, Benedicto xiii. A pesar de que Segismundo le visitó personalmente, no se le pudo mover a renunciar. En cambio, el rey consiguió separar de Benedicto y ganar para Constanza a Aragón, Castilla, Navarra y Escocia. Se abrió un proceso contra el papa, y Benedicto xiii fue destituido el 26-7-1417.

La sede apostólica quedó entonces vacante. Como nuevo papa fue elegido Martín v (1417-1431). Con él la Iglesia recibió otra vez una cabeza reconocida por todos. El cisma de occidente no fue definitivamente superado hasta 1449, cuando Félix v, elegido ilegalmente por el sínodo de Basilea (1439), se sometió a Nicolás v (1447-1455).

IV. Interpretación eclesiológica del tiempo del cisma

La sobria enumeración de los sucesos capitales del c. de occidente muestra ya que la Iglesia se encontró en una de las crisis más difíciles de su historia, en la que corrió peligro de derrumbarse. La crisis tuvo lugar en su cabeza jerárquica. En aquel período, en el que rigieron dos y hasta tres papas de legitimidad dudosa, el poder supremo de la Iglesia fue devuelto al colegio episcopal. Así se garantizó la unidad formal, exactamente igual que, p. ej., en la situación de sede vacante tras la muerte de un papa. El enorme peligro radicó en el hecho de que este estado duró cuarenta años y de 1439 a 1449 volvió a revivir. La salvación le llegó a la Iglesia a través de la idea conciliar (no conciliarista). El concilio era prácticamente el único camino para restablecer la unidad de la Iglesia. El discutido decreto Haec sancta (superioridad del concilio sobre el papa) fue «una medida de emergencia tomada para un caso excepcional totalmente determinado» (H. Jedin). Fue el sínodo de Basilea el que pretendió declararlo norma de fe. Pero el ejemplo de Constanza muestra que «un -> episcopalismo ligado al papa y guiado por el espíritu de una auténtica colegialidad constituye un necesario complemento y una garantía del primado» (A. Franzen). Precisamente a la luz del concilio Vaticano ri se puede decir que la peligrosa crisis del c. de occidente fue superada gracias a la estructura fundamental del colegio episcopal en la Iglesia (cf. también -> conciliarismo).

Johann Baptist Villiger

 

D) CISMA ORIENTAL

En el origen del c.o. los acontecimientos y los postulados políticos han jugado un papel más importante que las diferencias dogmáticas, consideradas frecuentemente como la verdadera causa del c. Las raíces de todo el proceso hay que buscarlas en la ideología política de la primitiva Iglesia cristiana. Los primeros filósofos políticos de la cristiandad -Clemente de Alejandría y Eusebio de Cesarea - adaptaron a la doctrina cristiana la concepción política del helenismo, único sistema político que existía entonces; al emperador cristiano se le denegaba el carácter divino que le había atribuido el paganismo, pero, no obstante, se le miraba como representante de Dios en la tierra, con autoridad suprema respecto a los asuntos civiles y a los eclesiásticos.

La filosofía política del helenismo, una vez cristianizada, fue admitida no sólo por los emperadores cristianos sino también por toda la Iglesia. Por tanto, los emperadores cristianos - a partir de Constantino - creían que su primera obligación era cuidar del bien de la Iglesia y defender la verdadera fe. De parte de la Iglesia, el primer resultado de esta aceptación del sistema político helénico en forma cristianizada fue el deseo de adaptar la estructura y organización eclesiásticas a las estructuras estatales del imperio romano, pues éste, al reunir en sí diversidad de pueblos, parecía representar el preludio de la universalidad de la Iglesia. La división de la Iglesia en patriarcados y diócesis seguía el ejemplo de la división del imperio en distritos de mayor y menor magnitud. El obispo de Roma fue reconocido en todas partes de buen grado como la cabeza de la Iglesia, tanto más cuanto que residía en Roma, cabeza y centro intelectual del imperio. La elección de Constantinopla como residencia del emperador no afectó a la posición del obispo de Roma dentro de la Iglesia, posición que había sido definida por los primeros concilios, especialmente por el de Nicea (325) y el de Calcedonia, y que había sido confirmada solemnemente por el emperador Justiniano.

Era tan patente el reconocimiento de esta posición excepcional del obispo de Roma en virtud de su carácter apostólico y petrino, que el mismo obispo de Roma apenas hizo resaltar este primado más que unas pocas veces por no creerlo necesario. La elevación de Constantinopla al segundo puesto en la jerarquía de la Iglesia, hecho que se efectuó en el segundo concilio de Constantinopla (581), fue considerada como una preeminencia honorífica. En oriente fue vista como una consecuencia lógica de la adaptación a la estructura política. Por eso, Dámaso t la aceptó sin oposición alguna. Pero cuando el concilio de Calcedonia concedió al patriarca de Constantinopla la jurisdicción sobre Tracia y toda el Asia Menor, León i vio en ello un peligro para el primado de Roma y se negó a reconocer el canon 28 del concilio. Aunque el canon no fue incluido en las colecciones oficiales de cánones de la Iglesia oriental, sin embargo, el patriarca de Constantinopla continuó administrando las regiones que le había confiado el concilio y conservando el rango supremo en la Iglesia de oriente.

Debido a esto, León 1 y sus sucesores acentuaron, más que los papas anteriores, el carácter apostólico y petrino del primado de Roma. Pero la Iglesia oriental daba poca importancia al hecho de que una sede episcopal apelara al carácter apostólico, ya que en su propio territorio había muchas sedes que directa o indirectamente habían sido fundadas por los apóstoles.

Sin embargo, pronto aparecieron los inconvenientes que tuvo para la marcha de la Iglesía la adaptación cristiana del sistema político. helénico. Los emperadores abusaron muchas veces de su obligación de defender la verdadera doctrina, intentando continuamente subordinar los intereses de la Iglesia a sus intereses políticos y personales. Es verdad que los obispos reconocían el derecho que tenía el emperador a convocar concilios, pero, por otra parte, defendían, con más o menos éxito, su propio derecho hereditario a definir y explicar la doctrina ortodoxa.

La tensión que, como consecuencia de esto, surgió entre el poder imperial y el eclesiástico, se acentuó de manera especial durante el gobierno del emperador Constancio (337-350), quien prestó su apoyo al arrianismo, y en el gobierno de Anastasio i (491518), que indujo al patriarca Acacio a que favoreciera al monotelismo. Justiniano, que había puesto fin al llamado cisma acaciano (485-519) en favor del papa Hormisdas y que se había reservado el derecho a resolver las cuestiones teológicas, ante la oposición de los obispos se vio obligado a declarar solemnemente en la vi «novela» del año 535: «los mayores regalos que Dios, en su bondad infinita, ha concedido a la humanidad son el sacerdotium y el imperium». En los asuntos divinos debe ser competente la autoridad espiritual, en los humanos la autoridad civil. Ambos poderes deben realizar su cometido con todo esmero y en colaboración mutua para bien de la humanidad. Esa «novela» fue acogida en todas las colecciones de cánones de la Iglesia oriental. Éste es el motivo por el que todas las Iglesias orientales aspiraban siempre a unas relaciones armónicas con el poder civil.

La protesta del papa Gregorio Magno contra el patriarca de Constantinopla por haberse arrogado el título de patriarca «ecuménico» dio origen a un resentimiento entre oriente y occidente, resentimiento que incitó al emperador Focas a confirmar nuevamente el año 607, a petición de Bonifacio iii, la primacía de Roma en la Iglesia. El sexto concilio ecuménico, que condenó el -a monotelismo, fue un triunfo del papa Agato. El emperador Justiniano ri puso fin a las nuevas dificultades que habían surgido entre Roma y Constantinopla debido a la condena de ciertas costumbres occidentales en los sinodos de oriente. Con ocasión de la visita que el papa Celestino i hizo a Constantinopla, Justiniano ii confirmó una vez más el primado de Roma en la Iglesia. Durante todo este tiempo los papas reconocieron la supremacía política de los emperadores, comunicándoles su elección a través del representante del emperador en Ravena y solicitando de ellos la confirmación. Acontecimientos políticos interrumpieron en el s. viii estas relaciones sinceras. Los papas tuvieron que defender con sus soldados la ciudad de Roma y el centro de Italia contra los ataques de los longobardos, que se habían establecido en el norte de Italia e intentaban extender su poder a toda Italia. Los emperadores, amenazados por los persas, los ávaros y los eslavos, no pudieron conceder a los papas la ayuda militar que éstos les pedían.

El año 751, cuando el rey de los longobardos, Aistulfo, amenazaba la ciudad de Roma, el papa Esteban i recurrió a Pipino, rey de los francos, en busca de ayuda. Pipino derrotó a Aistulfo y entregó a la Santa Sede el exarcado de Ravena y el ducado de Roma. Estos acontecimientos agravaron de nuevo las relaciones entre el papa y Constantinopla; pero como, al menos externamente, la región conquistada recibió el nombre de provincia imperial, no se produjo aún la ruptura. Las controversias iconoclastas tampoco empeoraron la situación. Los defensores del culto a las imágenes buscaron ayuda en Roma y la encontraron. La emperatriz Irene en un documento que fue leído ante el vii concilio ecuménico (787), reconoció al papa como primer sacerdote que presidía la Iglesia desde la sede de Pedro.

La primera gran ruptura se debió a unos acontecimientos estrictamente políticos. El papa León rii, amenazado por la aristocracia romana, recurrió en busca de ayuda al sucesor de Pipino, a Carlomagno. Éste no solamente prestó al papa la ayuda requerida sino que puso fin al dominio longobardo en Italia. Para manifestar su agradecimiento a Carlomagno, el papa lo coronó emperador en Roma el día de Navidad del año 800. En Bizancio fue considerado esto como una sublevación contra el emperador legítimo de Constantinopla. Carlomagno era consciente de esto; sin embargo él no tenía prevista la coronación. Para legitimar este suceso, Carlomagno quiso casarse con la emperatriz Irene y, de esta forma, unir nuevamente el antiguo imperio romano. Al ser destronada la emperatriz Irene por Nicéforo i (802-811), se produjo la guerra, que no terminó hasta que el emperador Miguel i reconoció a Carlomagno como corregente de occidente (812).

Estos acontecimientos influyeron notablemente en la evolución posterior del papado y de las relaciones entre la Iglesia romana y la oriental. Los papas, liberados de su dependencia política frente a los emperadores de oriente, podían confiar en la ayuda de los emperadores francos y asegurar su posición en occidente, sin necesidad de tener en cuenta la situación especial de la Iglesia de oriente. El papa Nicolás t (858-867), apelando a la declaración sobre la perfección del poder papal que el papa Gelasio i había hecho durante el cisma acaciano (484519), puso fin, empezando por occidente, a todos los intentos de autonomía de las regiones eclesiásticas de mayor extensión, después de haber sometido al metropolitano de Ravena y a Hincmar de Reims. Después, el papa quiso hacer valer su soberanía directa sobre la Iglesia oriental.

La controversia entre Focio y el patriarca Ignacio parecía ofrecer una buena ocasión para conseguir esta meta. Ignacio, que había sido nombrado patriarca por la emperatriz Teodora, sin elección alguna por parte del sínodo local, tuvo conflictos con el nuevo regente Bardas, al ser depuesta Teodora. Entonces, por consejo de los obispos, que querían evitar una tensión con el nuevo gobierno, renunció a la dignidad patriarcal. El sínodo episcopal eligió como sucesor de Ignacio al seglar Focio, presidente de la cancillería (856). Fste fue reconocido como patriarca legítimo incluso por los partidarios de Ignacio. Pero una minoría del clero le negó al poco tiempo la obediencia, proclamando como patriarca nuevamente a Ignacio. A1 parecer, la oposición fue provocada por motivos políticos, a saber: la elevación de Teodora el cargo de regente. La oposición fue condenada en un sínodo, y Focio comunicó su entronización al papa. rste, por su parte, envió dos legados a Constantinopla para que se informaran de los hechos. Los legados quedaron convencidos de la legalidad de la elección de Focio y, juntamente con el sínodo local (861), declararon nulo el patriarcado de Ignacio. Sin embargo, el abad Teognosto, jefe de la oposición, consiguió escaparse hasta Roma y entregar al papa una carta de apelación que él mismo había falsificado como si fuera de Ignacio.

Por otra parte, Ignacio había declarado expresamente en el sínodo que él no había apelado a Roma y que tampoco tenía intención de hacerlo. Como Teognosto le había prometido al papa obediencia incondicional de su partido, mientras que Focio, convencido de la justicia de su causa, rehusaba nuevas negociaciones, Nicolás i se decidió en favor de la causa de Teognosto, condenando a sus propios legados, excomulgando a Focio y declarando a Ignacio patriarca legítimo. A1 enviar después el papa misioneros a Bulgaria, que había sido cristianizada desde Bizancio, Focio, juntamente con Miguel iir, reunió un sínodo de la Iglesia oriental. En él se acusó al papa de haber violado los derechos del sínodo tanto en Constantinopla como en Bulgaria y se pedía al emperador de occidente, Luis ii, que depusiera a Nicolás r. Pero entretanto, Basilio i había hecho asesinar a su coemperador Miguel III, se había proclamado emperador y, para ganarse el apoyo de Roma, había depuesto a Focio y nombrado patriarca nuevamente a Ignacio. En estos acontecimientos vio Roma la confirmación de lo acertada que había sido la política oriental del papa Nicolás i. Adriano ti condenó de nuevo a Focio y envió legados a un concilio (869-870), que confirmó la decisión del papa. Focio fue desterrado, pero la mayoría de los obispos y del clero le permaneció fiel.

Estos acontecimientos dieron ocasión al primer gran c. entre Roma y la Iglesia oriental, provocado por motivos políticos y malas interpretaciones por ambas partes. Pero el c. duró solamente unos años. Una investigación más profunda de los documentos que se refieren a esta controversia ha demostrado que Focio e Ignacio se habían reconciliado y que el mismo Ignacio había solicitado de Roma que enviara legados a un nuevo concilio con el fin de desterrar los malos entendidos. Pero el concilio no se llevó a cabo hasta después de la muerte de Ignacio (879880), y fue presidido por Focio, a quien se había nombrado nuevamente patriarca de Constantinopla. Fueron declaradas nulas las decisiones del concilio que había condenado a Focio y se afirmó la unión dentro de la Iglesia oriental y su unidad con Roma. La Iglesia oriental pudo de esta forma defender su autonomía en sus propios asuntos. En este punto estaban de acuerdo Focio e Ignacio. El papado no consiguió, por tanto, romper la autonomía de la Iglesia oriental.

En los documentos referentes a esta discusión se encuentra material suficiente para probar que la jerarquía oriental no negó el primado de Roma, ni siquiera Focio. En las cartas del concilio local del año 861, presidido por Focio, se encuentran expresiones que dan a entender que la Iglesia oriental reconoce el derecho de apelación al obispo de Roma. También los partidarios de Focio recurrieron al papa en contra de una decisión del patriarca Ignacio.

Por el contrario, el acercamiento de los papas a los reyes y emperadores francos significó desde el principio un gran peligro para la libertad de la Iglesia. Carlomagno y sus sucesores crearon una teoría, según la cual el rey cristiano es no solamente un soberano civil sino también sacerdote, a la manera de Melquisedec, que fue sacerdote y rey. Reclamaban, por esto, el derecho a intervenir no sólo en los asuntos de la Iglesia sino también en la elección de los papas. Algunos clérigos, sirviéndose de una falsificación, la llamada «donación de Constantino», habían intentado probar en vano que Constantino el Grande -por tanto, antes de que la residencia imperial fuera trasladada a Constantinopla - había entregado al papa los dominios de Roma y de toda Italia. Para los emperadores de occidente, Roma e Italia eran partes de su imperio. Sus intentos por someter también las provincias bizantinas del sur de Italia agudizaron la tensión entre oriente y occidente. Los bizantinos estaban dispuestos a reconocer a los papas elegidos por los romanos, pero se sintieron ofendidos ante la intromisión cada vez mayor de los emperadores francos en la elección del papa y ante las reformas francas introducidas en Roma, y sobre todo ante la interpolación del Filioque, la cual procedía de España y había pasado a la liturgia franca. Los papas rehusaron durante mucho tiempo admitir este término en el símbolo niceno por no inquietar a los orientales; según la opinión de estos últimos un cambio tal no podía llevarse a cabo más que a través de un concilio.

Es verdad que Focio defendía que el Espíritu Santo procede solamente del Padre, pero esta cuestión no fue la base de su c., ya que Roma no había aceptado aún este término en el credo niceno. Pero en el sínodo del año 867, Focio y sus obispos acusan a los misioneros francos de estar divulgando en Bulgaria el uso de este término. Con los papas francos se introduce esta costumbre también en Roma. Parece ser que fue el papa Sergio iv (1009-1012) el primero que - después de su consagración - envió al patriarca de Bizancio el símbolo de la fe con el término Filioque, juntamente con su carta de entronización. Sergio ii, patriarca de Constantinopla, rechazó la carta y el símbolo de fe adjunto. A1 parecer, desde ese momento no fue indicado ya más el nombre del obispo de Roma en los dípticos orientales. Este acto tan poco amistoso muestra hasta dónde había llegado ya la hostilidad, pero no fue expresión de un c. declarado.

Sin embargo, para la Iglesia occidental tuvo mayores consecuencias la reestructuración de la administración eclesiástica al introducirse el derecho franco de «iglesia propia», derecho que restringía la autoridad de los papas. Según el derecho romano, el propietario de una iglesia o fundación, de un obispado o monasterio era una organización o una sociedad. Sin embargo, según el derecho consuetudinario de los germanos, el señor de iglesia propia consideraba como propiedad suya el templo o monasterio construido en sus territorios, y los beneficios de este templo o monasterio los recaudaba él. Este sistema de iglesia propia se extendió después por toda la Iglesia oriental. Los fundadores reclamaban el derecho de elegir a los administradores de las iglesias y abadías fundadas y dotadas por ellos. Este sistema, unido al derecho feudal, contribuyó de una manera decisiva al aumento del poder de los reyes y de los señores de occidente; el poder del papa y de los obispos, en cambio, quedó muy debilitado. Las consecuencias de esto fueron: simonía, matrimonio de clérigos, investidura de laicos. Todos estos factores contribuyeron al estado calamitoso de la Iglesia occidental en los s. x y xi.

Una reacción contra este estado de cosas fue la reforma del monacato iniciada en la abadía de Cluny (-> reforma cluniacense). En Lorena y Borgoña surgieron otros movimientos de reforma. Para estos movimientos la raíz de todos los abusos consistía en el sistema teocrático introducido por los francos, según el cual el rey, en cuanto sacerdote, tenía autoridad no sólo en los asuntos terrenos sino también en los espirituales. La salvación de la Iglesia consistía, según estos movimientos, únicamente en el robustecimiento del poder papal, elevándolo no sólo por encima de todos los obispos, sino también por encima de los reyes y los príncipes. En la Iglesia oriental la evolución fue completamente diferente: no se produjeron estos abusos, y, además, los sacerdotes no estaban obligados al celibato. Pero como el occidente desconocía la situación de la Iglesia oriental, quisó aplicar las ideas de reforma también en oriente.

El movimiento de reforma tomó pie en Italia al ser nombrado papa León ix (10491054), de espíritu reformista, por el emperador Enrique iii (1039-56). El papa eligió como colaboradores a tres personas que estaban dedicadas al movimiento de reforma: los monjes Humberto y Hildebrando y el arzobispo de Lorena, Federico; con su ayuda pudo implantar el movimiento de reforma también en Italia. León rx quiso reforzar también su autoridad en las Iglesias de rito latino del sur de Italia, sobre todo en Apulia. Estas regiones estaban bajo el dominio de Bizancio y en su mayoría pertenecían al rito griego.

Por su parte, Miguel Cerularío (1043-58 ), patriarca de Constantinopla, que desconfiaba de los latinos, quiso reforzar su autoridad en la región del sur de Italia que pertenecía a Bizancio. Por eso, seguía con toda atención la actividad que los reformadores ejercían en estas regiones. Creyendo que los intereses de su Iglesia estaban amenazados en Italia, decidió emprender un cotraataque; mandó que las instituciones religiosas e iglesias de rito latino que existían en Constantinopla pasasen al rito griego; las iglesias y monasterios que se negaron a cumplir esta orden fueron cerrados. La brutalidad de este acto ciertamente no estaba justificada. A1 mismo tiempo, Cerulario pidió al obispo de Acrida que previniera a los súbditos bizantinos en Italia contra la actividad que los latinos desplegaban en esa región. León de Acrida envió entonces una carta al obispo latino de Trani, en Apulia, en la que criticaba algunas costumbres de la liturgia latina, sobre todo la de usar pan ázimo en la Eucaristía. Esto causó una gran agitación en la Iglesia bizantina, situación que se agravó más aún con los acontecimientos políticos. Los normandos, llamados por un administrador de varias ciudades de Apulia que había desertado de Bizancio, vinieron en ayuda, derrotaron al ejército griego y se asentaron en gran parte de la provincia. Desde allí, los normandos constituían una amenaza no sólo para las otras posesiones bizantinas sino también para el patrimonio de los papas. El emperador Constantino rx nombró comandante supremo de Apulia a un latino, Argyros (1051). El patriarca, que consideraba a Argyros como un enemigo personal suyo, intentó evitar este nombramiento, pero no lo logró. Por deseo del emperador, Argyros propuso al papa una coalición militar para luchar contra los normandos, y León ix la aceptó. Pero las tropas de los dos aliados fueron vencidas por los normandos (1053), quienes tuvieron al papa internado durante un año en Benevento.

Mientras tanto, el papa encargó a su colaborador, el cardenal Humberto de Silva Candida, que refutara las acusaciones de león de Acrida contra los latinos. Humberto redactó un tratado muy hiriente, en el que condenaba con toda dureza las costumbres de la Iglesia griega. Pero como entretanto compareció ante la corte papal una nueva embajada del emperador, que traía además una carta, breve pero cortés, del patriarca, el papa decidió no publicar el tratado de Humberto. En lugar de esto, mandó tres legados a Constantinopla: Humberto, Federico de Lorena y el obispo de Amalfi. Su misión era formar una nueva alianza con el emperador en contra de los normandos y entregar al patriarca una carta que había sido formulada por Humberto. El patriarca, sin embargo, rehusó recibir a los legados porque en la carta se le negaba el título de patriarca ecuménico y el segundo puesto en la jerarquía eclesiástica y, además, se dudaba de la legitimidad de su elevación al patriarcado.

Ofendido por esta postura del patriarca, Humberto publicó su tratado contra los griegos y los acusó públicamente en una discusión de haber borrado del símbolo niceno el término Filioque. Pero sus ataques, en contra de lo que él esperaba, solidarizaron al clero griego en torno al patriarca. El emperador intentó en vano mitigar la actitud antilatina de su clero, pues tenía un gran interés en firmar la alianza con el papa. Irritado ante la postura hostil del patriarca y del clero, Humberto redactó una bula, en la que excomulgaba al patriarca y condenaba las costumbres de la Iglesia griega; la depositó en el altar de la basílica de Santa Sofía y, juntamente con sus acompañantes, abandonó la ciudad.

Esta bula demuestra un gran desconocimiento de la evolución histórica y de las costumbres de la Iglesia griega.

El emperador se vio entonces obligado a mandar que el patriarca rechazara la bula en un sínodo. Y este mismo sínodo excomulgó a los legados del papa. Resulta, por tanto, irónico que precisamente el escrito del papa que debía restablecer la armonía, terminara en un c. entre Roma y la Iglesia oriental.

La mayor parte de la responsabilidad de esta situación recae sobre dos personas: Humberto, con su desconocimiento trágico de la Iglesia griega, y el soberbio patriarca Cerulario, con sus prejuicios antilatinos. Pero como el patriarca excomulgó únicamente a los legados, y no al papa ni a la Iglesia occidental, no se puede hablar de un c. consumado. Además, está muy en duda la legitimidad de la excomunión que Humberto hizo recaer sobre el patriarca, pues cuando Humberto la dictó, el papa León lx estaba ya muerto. En todo caso, este triste acontecimiento muestra cuán grande era la distancia que durante los siglos anteriores se había ido creando entre la Iglesia oriental y la occidental. En esta última fase fueron también cuestiones políticas, y no dogmáticas, las que jugaron el papel definitivo. Los fieles no se enteraron de este c. hasta después de mucho tiempo. En los años siguientes, ambas partes intentaron la reconciliación varias veces. La idea de las cruzadas hizo renacer, al principio, la esperanza de una nueva unión, pero lo que en definitiva hizo fue ahondar más la brecha, sobre todo entre las grandes masas de la población. El primer acto cismático ocurrió en Antioquía, cuando a raíz de la conquista de la ciudad por los cruzados fue nombrado, además del patriarca griego, un patriarca latino.

Las especulaciones políticas fueron en gran parte la causa del fracaso de todos los intentos de reconciliación. Los griegos seguían aferrados a su propio punto de vista, según el cual el papado, en cuanto cabeza de la Iglesia universal no tiene apenas ninguna misión que cumplir. Los occidentales, por su parte, desarrollaron la teoría de la superioridad del poder espiritual sobre el temporal. Esta teoría, que no fue conocida en la Iglesia oriental, ofuscó, a partir de Gregorio vii, toda la evolución de la Iglesia durante el medioevo. Durante la época de las cruzadas fue creciendo la mutua desconfianza, hasta terminar con la conquista y el saqueo de Constantinopla el año 1204. A1 poner en Constantinopla un patriarca latino, el c. quedó consumado. Este último acto de la tragedia hizo que fracasaran todos los intentos de unión que se realizaron después.

Las cuestiones teológicas, sobre todo la del Filioque, que al principio habían jugado únicamente un papel secundario, se convirtieron en grito de batalla. A pesar de esto, no se puede ocultar que los motivos que fundamentalmente han contribuido al c. oriental no fueron teológicos.

El día 7 de diciembre de 1965, los representantes de la Iglesia griega ortodoxa y de la Iglesia romana, el patriarca Atenágoras y Pablo vi, obispo de Roma y patriarca de occidente, hacían una declaración en la ciudad de Constantinopla en la que se referían a las mutuas excomuniones de ambas Iglesias. Esta declaración no puso fin al c., pero puede ser considerada como la base de una futura reconciliación.

Francis Dvornik