ARRIANISMO
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Se entiende por a. un complejo proceso de la historia del espíritu, de la Iglesia y del Imperio que se desarrolló en el s. IV. Como fundador del a. se considera al presbítero alejandrino Arrio (+ 336), procedente del círculo antioqueno de los silucianistas. Entre los precursores de su pensamiento se hallan los adopcionistas antioquenos Pablo de Samosata y Luciano. Aecio de Antioquía y Eunomio de Cízico llevaron a extremos más radicales la teología de Atrio.

El a., junto con la posición contraria de Atanasio y del primer período niceno, significa la superación de una época del primitivo pensamiento cristiano, la de la --> cristología centrada en el Verbo de la presente economía, y a la vez da comienzo a una era de la teología en que, poniendo plenamente en juego la metafísica contemporánea y, ante todo, la dialéctica formal, se plantea la cuestión de Dios, de su carácter ingénito y de su Logos.

El a. nace de un interés científico y termina por convertirse en un poder que hace época. Esto se debe a que el a. se organiza como Iglesia y a que en la esfera de la política imperial llega a ser el tema central de dos generaciones.

I. El a. como especulación sobre el Logos

Arrio piensa sobre la base del concepto aristotélico de ->unidad, según el cual ésta es simplemente la negación de la división. A diferencia de la concepción platónica y neoplatónica, esa noción de unidad excluye la afirmación de una esencia divina que en medio de su unicidad está constituida por varias personas. Atrio vincula de tal forma la unidad y la esencia de Dios a la innascibilidad e inmutabilidad del Padre, que el Hijo o Verbo sólo puede ser concebido como criatura de la voluntad del Padre. Sin embargo, como los textos bíblicos y la tradición eclesiástica hablan de un Verbo coeterno con el Padre, Arrio llega a la afirmación de un «doble Logos». La gran tradición eclesiástica de los s. II y III, aun subordinando el Verbo al Padre, mantenía la identidad entre los tres Logos (el inmanente, el pronunciado y el encarnado). Para él, el «Logos que se halla siempre en Dios» es una propiedad divina. Este Verbo no toma parte en el verdadero proceso de la creación, pero sí la toma el «Logos creado». Éste es hechura y producto del único Padre ingénito. Dios, en orden a la producción del mundo, crea de la nada una sola «obra», el Hijo. Hubo un tiempo en que el Hijo no existía. Dios, una vez creado el Logos-Hijo, quien después, en cuanto que es la primera y más noble de todas las criaturas, crea todo lo demás, permanece en la distancia infinita que le corresponde frente al mundo y al hombre. El Logos creado y creador está totalmente de parte del mundo.

Esto es tan evidente que Jesús no necesita una alma humana propia; la vida moral de Jesús, así como toda su vida, debe ser considerada directamente como vida del Logos.

El mundo es relativamente independiente y tiene en sí mismo la potencia del conocimiento y de la virtud, de modo que el «deísmo» y el «eticismo» arrianos se condicionan mutuamente.

Al acentuar que el Verbo tuvo principio y lo tuvo gracias a una acción creadora, Arrio se propone alejar del Logos toda idea de una generación física o de un «brotar». El ataque arriano va dirigido totalmente contra las especulaciones emanatistas y contra sus suaves y progresivas transiciones del Theos al Kosmos.

La acusación atanasiana contra los arrianos: «Lo que no podían concebir, pensaban que no podía existir», ciertamente no afecta a Arrio, pues éste admitía lo ingénito, cuya esencia era incomprensible para él. Pero no parece infundado sostener que Arrio sentía cierta aversión hacia los misterios y la analogía, sobre todo teniendo en cuenta el radicalismo con que se apropió la dialéctica racionalista y formalista de Aecio. Su Technologia constaba, al parecer, de una suma de 300 conclusiones teológicas sacadas mediante una lógica racional. En consecuencia, el biblicismo de Arrio no se presenta tanto como el punto fundamental de partida, cuanto como ratio advocata para llevar adelante sus intenciones teológicas.

II. El a. enmarcado en la historia de la Iglesia

El «grande y santo sínodo de los 318 padres» de Nicea no significa el fin, sino propiamente el principio de las discusiones ecuménicas en torno al a. El numeroso grupo mediador de padres sinodales con tendencia origenista, cogido de sorpresa por las maniobras del Emperador, se organiza bajo la dirección de Eusebio de Nicomedia, el primer «obispo imperial» de importancia. En los sínodos de Antioquía (330), Tiro y Constantinopla (335) este grupo consigue eliminar de la política de la Iglesia a los jefes del partido de Nicea, que eran Eustacio de Antioquía, Atanasio y Marcelo de Ancira. La fuerza de los eusebianos radica en su apoyo histórico e ideológico en Orígenes, en su intención mediadora, en la razón que en parte les asiste para acusar a sus contrarios de sabelianistas (Marcelo de Ancira) y en la ayuda que encuentran en Constancio para su política eclesiástica.

Los sucesos que rodean las cuatro fórmulas antioquenas (341) y las cuatro sirmias (351359) permiten reconocer tanto el progreso del a. como su escisión final en grupos moderados y mediadores y grupos radicales.

El intento de un sínodo imperial celebrado en Sárdica (342-343) fracasa. Este sínodo, con la anatematización mutua del grupo occidental (niceno) y del oriental (eusebiano) supone la primera escisión formal entre la Iglesia del imperio occidental y la del oriental. El segundo intento de un sínodo imperial da lugar a los dramáticos y humillantes acontecimientos de Ariminum y Seleucia, (359360), en los cuales primero se impuso la política de los obispos cortesanos, anomeos radicales, que eran Valente, Ursacio y Genadio, y después la de los obispos partidarios de la «homoousia», bajo la dirección de Acacio de Cesarea, originariamente anomeo. En el período entre la muerte de Constancio y el segundo sínodo ecuménico de Constantinopla se da una aproximación cada vez mayor entre la postura de los últimos teólogos nicenos, que son teólogos progresistas (capadocios), y la de los sucesores del grupo moderado de Eusebio, defensor de la «homousía».

Tanto los eunomianos radicales como los rígidos nicenos de la primera época quedan relegados a segundo plano. Desde el punto de vista de la historia de los dogmas, el Constantinopolitano es paradigmático para el proceso de la autointerpretación cristiana: ómooúasios, la palabra discutida, se mantiene, pero se la introduce de tal forma en la estructura de la relación entre hipóstasis y oúsía, que ya no puede ser interpretada en el sentido de una hipóstasis.

La constitución del patriarcado no es el más pequeño resultado marginal del segundo sínodo ecuménico, una vez que ya antes, los teólogos latinos de Nicea habían intentado en Sárdica (343), en los cánones 3-5, imponer el reconocimiento de Roma como instancia suprema de apelación.

Las discusiones arrianas descubrieron la relación de fuerzas existente dentro de la Iglesia y dieron una mayor importancia a los centros religiosos imperiales de Roma, Alejandría, Antioquía y Constantinopla, con sus inconfundibles estructuras teológicas, jurídicas y carismáticas.

III. Aspectos políticos

La época de la discusión arriana nos describe el rápido camino que siguió la religio christiana hasta convertirse en la Iglesia imperial. Poco antes, el mismo Diocleciano había intentado alcanzar la unidad pagana de fe mediante la persecución de los cristianos. Constantino, en sus edictos de tolerancia, de momento renuncia a una política religiosa unitaria, y sólo para los paganos sigue siendo pontifex maximus. Pero ya en Nicea llega a asumir su función de árbitro. Su intervención a favor del ómooúsios responde a su idea de que esta fórmula es un instrumento útil y necesario para una política religiosa en el imperio. La igualdad esencial del Padre y del Logos se convierte en el prototipo de la unidad del imperio. Después del año 332, cuando se da cuenta de que también las fórmulas arrianas y eusebianas son útiles para la política del imperio, y cree que con la ayuda de los eusebianos puede lograr mejor la unidad cristiana en la fe, empieza a cambiar de rumbo. Después Constancio sobre una base claramente arriana quiere restaurar, incluso frente a los cristianos, la antigua unión personal de imperator, legislator y pontifex maximus. Sus tendencias «cesaropapistas» son inconfundibles. Para Teodosio, Iglesia e imperio son utriusque legis: la ley imperial y la ley eclesiástica obligan recíprocamente tanto a la Iglesia como al Estado. Este emperador eleva la ley eclesiástica a la categoría de ley del imperio y deja a la decisión de los cinco patriarcas y de los obispos el régimen de la fe y de la Iglesia. Los obispos, en comunicación con los teólogos más importantes, son los que determinan si una persona es hereje. La ley imperial trata como rebeldes a los herejes condenados.

Como consecuencia, todas las iglesias eunomianas son entregadas a los obispos que están en la comunión católica. Los semiarrianos no pueden celebrar actos de culto dentro de las ciudades. Esta situación había de llevar a la agonía del a. en el imperio; sólo en las tribus germánicas orientales se conservó una organización eclesiástica de tipo arriano, la cual perduró hasta muy entrado el s. vii.

Wolfgang Marcus