APOSTASÍA
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I. Evolución del concepto

La palabra apostasía significa en los clásicos simplemente «ponerse aparte», «alejarse», o «salirse de una alianza», «rebelarse». De ahí pasó a significar en la tradición judía el < abandono de la fe», el «apartamiento de Yahveh». En este sentido lo emplean, p, ej., Jos 22, 22; Jer 2, 19; 2 Par 29, 19. Cf. también Act 21, 21 y 2 Tes 2, 3, en que se imputa a Pablo que él ha rechazado la torá.

Así se comprende fácilmente que el término se usara también para indicar la defección de la fe cristiana; p. ej., Tertuliano, habla de los judíos como de apostatae fiii (De pud., 8: PL 2, 1047 ). De pud., 6 (PL 2, 1042) dice: dabas apostatae veniam, y De pud., 9 (PL 2, 1050) habla de omne apostatarum genus. En el mismo sentido se usa la palabra en Cipriano (Ep. 57, 3, 1: CSEL 3, 652): Eos qui vel apostataverunt et ad saeculum cui renuntiaverunt reversa gentiliter vivunt. Ésta vino a ser luego la significación general, posiblemente por influjo de la apostaría de Juliano, llamado precisamente el «Apóstata» (cf. De riv. Dei v, 21: PL 41, 168; Ep. 105, 2, 10: PL 33, 400).

Más adelante la palabra amplió su significación pasando a indicar también la defección de la vida religiosa o de las sagradas órdenes. En este sentido la hallamos, p. ej., en Tomás de Aquino (S.T. II-II q. 12 a. 1): «La a. entraña cierto alejamiento de Dios, que se verifica según los varios modos como el hombre se une con Dios. El hombre se une primeramente con Dios por la fe; segundo, por la debida y sumisa voluntad de obedecer a sus mandamientos; tercero, por ciertas obras de supererogación, como la vida religiosa o la sagrada ordenación.»

II. Concepto

Para nosotros a. significa aquí el abandono de la fe por parte del bautizado, ora la rechace en su totalidad, ora niegue una determinada verdad esencial de fe (p. ej., la divinidad de Cristo). Propiamente la a. no implica el paso a otra fe o a otra concepción de la vida. Esto último puede constituir, en circunstancias, un agravante. No son apóstatas en el sentido auténtico los que no viven de acuerdo con las prescripciones de la doctrina cristiana. No hablamos, pues, aquí de la a. de la vida religiosa en el sentido canónico 0 de la defección de las órdenes sagradas.

III. Castigo de la apostaría

La a. fue considerada y castigada desde el principio como uno de los pecados más graves (lapsa). Las penas contra los apóstatas eran gravísimas. Ya en el concilio de Ancira del año 314 y en el de Nicea se desarrolló una amplia casuística en torno a este concepto. Bajo Justiniano se impusieron también penas civiles, como la confiscación de los bienes, la incapacidad de hacer testamento, etcétera. Cf. p. ej. Cod. Just. 1, 7, que se titula precisamente de apostatas. Más tarde desaparecieron las penas civiles; las eclesiásticas continuaron, aunque experimentando frecuentes modificaciones. Entre los documentos mayores hemos de recordar: la bula In coena Dománi, de Clemente vil, del año 1724, en la cual la excomunión impuesta queda reservada al papa; la constitución Apostolicae sedas, de Pío ix, del 12 de octubre de 1869; y el CIC. De éste véase en particular el can. 2314: «El apóstata incurre ipso facto en excomunión; y si una vez amonestado no se convierte de nuevo, prívesele de todo oficio, dignidad o beneficio eclesiástico; la excomunión está reservada speciali modo a la sede apostólica.>

IV. Responsabilidad moral

El trato dado durante siglos al apóstata supone que la a. es gravemente culpable. Esta suposición se tuvo siempre por indiscutible. Sólo en el siglo pasado fue puesta en tela de juicio por un grupo de teólogos, sobre todo alemanes (así, p. ej., B.G. Hermes, J. Frohschammer, A. Schmid). En opinión de estos teólogos hay que distinguir entre un aspecto objetivo y otro aspecto subjetivo. Objetivamente, el católico no puede tener nunca una causa justa para abandonar la fe, pero sí puede tenerla subjetivamente, pues es posible que él -aunque erróneamentellegue a convencerse con recto juicio subjetivo de que su fe carece de fundamento y, por tanto, no merece conservarse e incluso debe ser abandonada. Contra ellos sostuvieron otros pensadores (p. ej., A. Bauer, M.J. Scheeben, J. Kleutgen) que el católico nunca puede tener alguna causa subjetivamente justa para abandonar su fe; pues, si él cumple su deber y permanece consiguientemente en estado de gracia, Dios le preservará de semejante error.

En esta discusión se interpuso el concilio Vaticano i con sus decisiones: «Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 1794 ).

De ahí que el Concilio proclame solemnemente: «Si alguno dijere que es igual la condición de los fieles y la de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema» (Dz 1815).

El trasfondo histórico de esta declaración del Vaticano i fue la tesis de G. Hermes, según la cual el creyente, sobre todo el creyente culto, debe someter metódicamente su fe a la duda, hasta que pueda ver lo creído como científicamente cierto. Esta duda metódica respecto de la fe sería la misma en el católico que en el no católico.

Se podía esperar que las palabras del Concilio pusieran fin a la controversia, pero no fue así.

La disputa renació precisamente acerca de la interpretación de las palabras iusta causa, repetidamente usadas por el Concilio.

En esta nueva controversia cabe distinguir claramente tres períodos. En el primero, que se inicia después del Vaticano I, los autores defienden en general una interpretación también subjetiva; en su opinión, las palabras del Concilio quieren decir que el católico no tiene nunca causa justa, ni siquiera subjetiva, para abandonar la fe, y no puede, por tanto, apostatar de ella sin perder la gracia. En el segundo período, iniciado sobre todo por Granderath y Vacant, se tiende a interpretar las palabras del Concilio en un sentido solamente objetivo, es decir, el concilio Vaticano i no se habría pronunciado sobre la responsabilidad subjetiva del católico que pierde su fe.

El tercer período comienza con los trabajos de S. Harent, y en él prevalece de nuevo la interpretación también subjetiva.

Actualmente parece que la interpretación subjetiva está aceptada, aunque no faltan voces discordes. Las discusiones, sin embargo, no han terminado. Una tendencia (R. Aubert) pretende que las palabras del Concilio sólo se aplican a casos normales, quedando abierta la posibilidad de casos excepcionales en que aun un católico puede apartarse de su fe sin perder la gracia. En cambio, a juicio de A. Stolz, las palabras del Concilio han de tomarse en un sentido absoluto y universal, de modo que, según la doctrina conciliar, un católico en ningún caso y por ningún motivo puede abandonar su fe conservando la gracia.

Hemos de advertir que las disputas posteriores al Vaticano i giran sobre todo en torno a la interpretación de la mente conciliar, y no precisamente en torno a la cosa en sí.

Por eso, en el caso de que se dé una respuesta negativa a la cuestión de la mente conciliar, no cabe concluir sin más que con ello también la cosa en sí ha quedado decidida negativamente. Pues no es lo mismo decir: El Concilio no afirmó que un católico nunca puede tener ningún motivo justo, ni siquiera subjetivamente justo, para abandonar su fe, que decir: En realidad, un católico puede tener, por lo menos en el plano subjetivo, un motivo válido para abandonar su fe y, por tanto, puede abandonarla sin cometer pecado.

V. Apostasía y libertad religiosa

Al tratar el tema de la a. hay que ponerlo en conexión con la problemática de la libertad religiosa. La proclamación de la libertad religiosa no se refiere a la libertad moral de conservar o abandonar la propia fe. Es evidente que la libertad religiosa proclamada por el concilio Vaticano II se mueve en el plano cívico y político y sólo atañe a las relaciones con los otros y con el poder público, en el sentido de que nadie puede ser forzado a practicar o dejar de practicar una religión determinada. De ahí que la Constitución sobre la Iglesia (cap. 2, art. 14) del Vaticano II contenga estas palabras: «Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella.» Mas hay que recalcar por otra parte que la cláusula del Vaticano I: «que han aceptado la fe bajo el magisterio eclesiástico», ciertamente no se cumple en todo el que sociológicamente pertenece a la Iglesia, de suerte que no cabe pronunciar un claro juicio moral sobre ninguno de los hombres concretos que abandonan la Iglesia. Cf. también -> herejía.

Giovanni-Battista Guzzetti