ÁNGEL
SaMun


I. Introducción

Lo propiamente decisivo sobre los á. lo diremos a continuación, bajo el título -> angelología.

Si hemos de superar el peligro, actualmente grande, de que las afirmaciones sobre los á. dentro de la doctrina cristiana de fe sean rechazadas como mitología inaceptable y así este capítulo caiga también bajo la guadaña de la -> desmitización, en cada declaración particular sobre los á. debe quedar claro que lo dicho en ella es concebido como un momento de una antropología teológica y de la cristología o, dicho de otro modo, que lo propiamente expresado es el encuadramiento de los á. en ese contexto, mientras los «á. en sí» son y permanecen lo presupuesto. Lo que la doctrina cristiana revela al hombre sobre los á. en último término es lo siguiente: la situación del --> hombre como criatura en orden a la salvación y condenación va precedida, antes de que se produzca ninguna decisión propia, por una dimensión profunda que va más allá de lo percibido por el saber empírico de las ciencias naturales; esa dimensión en cuanto tal ya está históricamente sellada, para el bien o para el mal, en virtud de una libertad creada; y, sin embargo, incluso frente a una situación de su existencia así entendida, por la gracia divina el hombre está capacitado y redimido para la libertad de la inmediatez con Dios; de él recibe su destino y no de las «potestades y virtudes» cósmicas del orden meramente creado. Y, por tanto, cabe afirmar paradójicamente que esa doctrina tendría algo que decirle al hombre aun en el caso de que no existiera ningún á. Por grande, multiforme y poderoso que sea el condicionamiento creado de la existencia y del destino humanos, por más que éstos se hallen determinados por una «superior» voluntad y culpa, no obstante, el hombre conserva la inmediatez con Dios, con el Dios que obra directamente en él sin ninguna mediación propiamente dicha y e, en último término, por su au co iunicación a través de la -> gracia es su destino y su vida definitiva.

Desde ahí cabe entender también la situación de la hermenéutica con relación a las declaraciones bíblicas sobre los á. (y demonios). Ciertamente, ateniéndonos a las afirmaciones conciliares contenidas en Dz 428 y 1783, no podemos poner en duda la existencia de á. Y, por tanto, quedando intacto el derecho a una interpretación más exacta de las declaraciones particulares de la Escritura sobre los á. y demonios, las cuales usan también material representativo que se halla vinculado a la mitología del tiempo (sin que eso confiera al contenido un carácter mitológico), hemos de sostener que la existencia de á. y -> demonios también está afirmada en la Escritura, de modo que no constituye una mera hipótesis, presupuesta en ella, que nosotros pudiéramos abandonar en la actualidad. Pero también con relación a la Escritura hemos de tener en cuenta el auténtico rasgo antropológico-cristiano de todas las declaraciones (cf., p.ej., Jn 12, 31; 16, 11; Rom 8, 38; 1 Cor 2, 8; 8, 5s; 15, 24; Ef 2, 2; 6, 12; Col 2, 8-23), en virtud del cual el mensaje de éstas es el siguiente: si, y en la medida en que hay á., sólo los buenos son junto con nosotros «siervos» de Dios (cf. Ap 22, 9); y del dominio de los «malos» ya estamos liberados.

A este respecto todavía hemos de tener en cuenta otro pensamiento, a saber: si, por una parte, el mundo en cuanto todo y, consecuentemente, la relación mutua entre sus momentos tienen una historia real, es decir, son «dinámicos» y no estáticos, y, por otra parte, los «á.» (buenos y malos) por su esencia natural y, en consecuencia, por su libre autorrealización personal son momentos de este mundo, se desprende como conclusión que también nuestra relación con los poderes angélicos, buenos y malos, tiene una verdadera historia (dentro de la historia de -> salvación y de perdición). Lo cual equivale a decir que esa relación no es siempre la misma, de modo que, p. ej., los á. ejercían una mayor función mediadora para el bien y para el mal antes de Cristo que ahora (Gál 3, 19). Así, pues, un cierto aumento del «desinterés» por ellos no tiene por qué ser necesariamente ilegítimo bajo todos los aspectos. Aun cuando todas las dimensiones de la existencia humana conserven siempre cierta importancia salvífica y, por tanto, también tengan una importancia de ese tipo las «potestades y virtudes» que, como si fueran su «entelequia», están supraordenadas a dichas dimensiones, es decir, aun cuando siga habiendo muchos «señores» y «elementos» en el mundo (cf. Gál 4, 1-6; 1 Cor 8, 5; 15, 24; Ef; Col), sin embargo nosotros mismos nos vamos haciendo cada vez más «adultos» frente a ellos a través de un proceso histórico de salvación (cf. Gál. 4, 1-4), lo cual a su manera también puede decirse con relación a los á. buenos.

Sobre el «tiempo» de la creación de los ángeles la revelación no dice nada (tampoco el simul que leemos en Dz 428 y 1783 dice algo a este respecto). Sin embargo, dada la función cósmica de los á., parece lógico pensar, con la tradición escolástica, en una creación simultánea de ellos y del mundo material. En la Escritura aparece la representación de que el número de á. es muy grande (cf. p.ej., Mt 26, 53; Heb 12, 22; Ap 5, 11). Será difícil decidir hasta qué punto se trata ahí de una afirmación o, por el contrario, de una imagen para expresar su poder. Todo lo que sigue debe leerse por consiguiente bajo ese presupuesto, dentro de este contexto.

II. Doctrina de la Escritura

1. Antiguo Testamento

Desde el horizonte de la historia de la religión la fe veterotestamentaria en los á. tiene sus orígenes en restos de las antiguas creencias del pueblo cananeo, en divinidades extranjeras que se van desvaneciendo hasta someterse al servicio de Yahveh, en representaciones babilónicas e ideas tardías del Irán.

La forma de á. más importante y más constantemente atestiguada es la del ángel de Yahveh (mal'ák IHWH), al que Dios encomienda una misión. Sobre todo en la fe popular del antiguo Israel ese á. es considerado como un mensajero auxiliador y bondadoso (2 Sam 14; 2 Re 19, 35; Éx 14, 19, etc.); y la teología israelita lo considera como órgano de la especial benevolencia de Yahveh para con Israel. En Gén 16, 7; 21, 17ss, etc., es incluso identificado con Yahveh, lo cual permite reconocer cómo por la introducción del á. en una redacción posterior no se pretendía disminuir en nada la « transcendencia» de Yahveh.

Además había otros seres celestiales, que para los antiguos israelitas eran miembros de la corte celestial; Jacob los vio en la «escalera del cielo». Se llaman b`né ha-'elohim, «hijos de Dios» o seres divinos, intervienen en la guerra, pero para la fe y el culto sólo tienen un papel secundario.

La fe postexílica en los á. va matízándose hasta convertirse en una auténtica angelología (Job, Daniel). Los á. reciben nombres, pasan a ser á. protectores de los países, la corte celestial de á. se hace enormemente grande, ellos son considerados como intermediarios que tienen la función de interpretar (angelus interpres en Zacarías y Ezequiel). El código sacerdotal se abstiene (¿polémicamente?) de toda declaración sobre los á. En Job se habla del límite de su santidad; ante Dios ellos no son inmaculados (4, 18; 5, 15ss). En armonía con la fe en la creación, Yahveh es el señor absoluto de la hístoria, lo cual deja un espacio relativamente pequeño para la fe en á. y demonios. Después de Daniel, por un lado se impone la ilustración helenista, difundida sobre todo por los saduceos (cf. Filón, Josefo), para los cuales la fe en los á. es un asunto interno de los esenios; las apariciones de á. son llamadas fantasmata. Por otro lado, las representaciones acerca de los á. encontraron un amplio campo de acción en la --> apocalíptica y en la devoción popular de los judíos. Los esenios, el mundo de Qurnrán y los rabinos las recogieron, en parte con interpretaciones dualistas, oponiéndose así al racionalismo que irrumpía y a la vez conservando rigurosamente la superioridad de Dios. Desde entonces existe la persuasión de que los hombres están asistidos por ángeles especiales, los cuales se comportan como guardianes, guías e intercesores.

2. Nuevo Testamento

El NT recibe con cierta sobriedad las ideas del AT sobre los á. Como expresión de la irrupción del reino de Dios los á. acompañan a jesús, p. ej., en la tentación, en Getsemaní, en la resurrección. En la anunciación y en el nacimiento de Jesús aparece el á. de Yahveh; a los á. se les atribuye una intensa participación en el juicio escatológico (Lc 12, 8; 2 Tes 1, 7, etc., cf. Ap). Mas no aparece allí un interés específico por los á.; más bien, sobre todo Mc 13, 32; Gál 1, 8; 3,19; Heb 1, 4; 2, 2, etc., acentúan la superioridad de Cristo sobre los á. La carta a los Colosenses-(1, 16, 2, 18) parece que impugna doctrinas gnósticas acerca de los á.

Junto a la idea tomada del judaísmo sobre los á. de la guarda, se habla con frecuencia de potestades, virtudes, tronos, principados, dominaciones, sin indicación de la diferencia exacta entre esos grupos. Algunos á. tienen atributos demoníacos y están en relación con Satanás (1 Cor 15, 24; Ef 6, 2); se habla incluso de á. del demonio (p. ej., Mt 25, 41) o de á. caídos (Jds 6; 2 Pe 2, 4). Pero donde más ampliamente se habla de los á. es en el Apocalipsis, hasta el punto de que éste puede compararse con la especulación judía. Ellos transmiten al mundo el juicio y los encargos de Dios, e incluso plagas; rodean el trono celestial desde donde reina Dios; a veces son considerados como fuerzas cósmicas. En cuanto los á. son de tipo demoníaco, en principio Cristo los ha vencido por la muerte y resurrección, si bien ellos siguen ejerciendo su poder sobre los creyentes hasta el final de los tiempos.

III. Visión sistemática

1. Por lo que se refiere a su esencia, los á. han de ser concebidos como «potestades y virtudes» de índole espiritual y personal («creaturae personales»: Humani generis, Dz 2318). Como tales se les presupone siempre en las declaraciones doctrinales del magisterio (cf. p. ej., Dz 228a, 248; DS 991, Dz 428, 530, 1673, 1783; y además todo lo que la Iglesia dice sobre el diablo [cf. p. ej., Dz 427s], y su influjo en los pecadores [Dz 711s, 788, 894]). Aunque se presuponga su carácter «incorpóreo» en comparación con el hombre (cf. Dz 428, 1783), sin embargo, con ello no queda todavía decidida la pregunta más concreta de su relación al mundo material. La especulación tomista sobre la esencia metafísica del á. (DS 3607, 3611) es una opinión libre. En todo caso su relación al mundo material y espiritual, así como a su evolución, ha de ser concebida de tal modo que ellos se presenten realmente como «potestades y virtudes» del cosmos en virtud de su esencia natural (y no simplemente por una decisión arbitraria, contraria a su propia esencia, sin más fundamento que su mera maldad). El resto de la especulación escolástica sobre la esencia espiritual de los á. procede de las teorías filosóficas del neoplatonismo acerca de la pura inmaterialidad o espiritualidad, y no tiene ninguna obligatoriedad teológica. Sin duda lo mismo debe decirse (a pesar del Sal 8, 6) acerca de la superioridad esencial de los ángeles sobre los hombres (-> angelología). En todas esas teorías, si pretenden ser teológicas, se sobrepasa el punto de partida de toda angelología dogmática y, con ello, los límites impuestos a nuestro conocimiento de los á.

Igualmente, si bien los á., como todas las realidades concretas de la creación, han de ser concebidos como distintos entre sí, sin embargo, su clasificación en determinados «coros» y «jerarquías» es arbitraria y no tiene un auténtico punto de apoyo en la sagrada Escritura.

2. Tales ángeles existen, mas como mera creación. La profesión de fe del concilio Lateranense iv y la doctrina del Vaticano i sobre la creación afirman que, además del hombre, han sido producidas algunas criaturas espirituales, a saber, los ángeles (Dz 430, 1783; cf. también Dz 2318, y las declaraciones de los símbolos de fe sobre lo «invisible» como creación del Dios único). No cabe decir que el sentido de las declaraciones conciliares sea solamente el siguiente: si existen tales «potestades y virtudes» personales y espirituales, ellas, como todo lo demás, son criaturas del Dios único y absoluto, por más que, en último término, sea ése el sentido decisivo de las declaraciones. De todos modos, la afirmación de que los á. son criaturas sitúa de antemano a todos los poderes espirituales y personales del cosmos, así como su poderío y maldad, en el círculo de las realidades que están absolutamente sometidas al único Dios bueno y santo, y que por su origen son buenas, de forma que no cabe considerarlos como antiprincipios cuasi divinos que actúan independientemente de Dios, cosa que hasta ahora con demasiada frecuencia se hacía inconsciente e implícitamente en la predicación vulgar (-> maniqueísmo, --> dualismo, --> diablo; DS 286, 325; Dz 237, 428, 574a, etc.).

Que la corporalidad, el matrimonio, el goce carnal, etc., sean obras del demonio, es una afirmación que hoy nadie se atrevería a formular así. Pero lo ahí opinado y rechazado por la Iglesia (cf. Dz 237-244, etc.), todavía hoy sigue siendo una tentación del hombre, la cual toma cuerpo bajo otras formulaciones. En efecto, éste atribuye un carácter absoluto en éI orden de la maldad a los motivos y a las dimensiones de su propia culpa (p. ej., a la «técnica», a la «sociedad», etcétera), para despojarse de su responsabilidad moral.

3. Los á., como el hombre, por la gracia tienen un fin sobrenatural, que consiste en la visión inmediata de Dios (Dz 1001, 1003-1005, 1009; DS 2290). Esta concepción se desprende de la unidad del comportamiento divino con relación a la criatura espiritual, por el cual Dios, si concede su autocomunicación gratuita, la concede a todas las criaturas espirituales y personales; y se deduce también de aquella idea de la Escritura y tradición según la cual los ángeles buenos están con Dios en el cielo, formando su «corte» (Dz 228a; DS 991; Dz 430), o sea, gozan igualmente de la visión beatífica. Ellos se han decidido libremente por este fin o contra él (cf. DS 286, 325; Dz 211, 427, 428s). La doctrina oficial de la Iglesia no dice nada sobre el momento temporal de esa decisión. Pero, indudablemente, no podemos atribuir a la decisión angélica aquel tipo de temporalidad sucesiva que corresponde al hombre dentro de su historia, sino que hemos de concebirla como una acción única y total, la cual desde siempre (desde el principio) codetermina la situación histórico-salvífica del hombre y se manifiesta en ella.

4. Esta decisión definitiva de los á. de cara a Dios o de espaldas a él no significa una predeterminación forzosa de la historia humana de salvación y de perdición (Dz 428, 907), pero es un momento de la situación en la que nosotros obramos libremente nuestra salvación o la perdemos (--> diablo, -> demonios). Esto también tiene validez con relación a los ángeles buenos, de modo que es posible y lícito tributarles (lo mismo que a los «santos» que han alcanzado la bienaventuranza) una cierta veneración, un cierto culto (DS 3320, 3325; Dz 302; Vaticano li, De Eccl., número 50). En consonancia con esto, la liturgia y la tradición piadosa hablan también de ángeles de la guarda (Mt 18, 10, CatRom iv, 9, 4), es decir, concretan la conexión entre hombres y ángeles dentro de la única historia de salvación del único mundo poniendo en relación a determinados ángeles con determinados hombres. Mientras esto no dé lugar a una descripción demasiado antropomórfica o incluso infantil, no hay nada a objetar contra esa manera de presentar concretamente a los á. en la predicación.

IV. Aspecto kerygmático

Desde el punto de vista kerygmático, actualmente no hay ninguna necesidad de poner la verdad de los á. muy en primer plano de la predicación y de la enseñanza. Con todo, hay ocasiones en las cuales el predicador no puede evitar este tema: 1 a, cuando ha de ofrecer al lector de la Biblia una pauta para entender la doctrina de los á. en la Escritura, a fin de que éste pueda entregarse a una lectura creyente de los textos relativos a este tema, sin falsa desmitización, pero con una actitud crítica, es decir, teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de la perspectiva y el género literario de tales textos; 2 .a, cuando se plantea la cuestión de los demonios y del diablo. Entonces la respuesta presupone una doctrina de los á. rectamente entendida. Pues a través de ella se hará comprensible que las «potestades y virtudes» malignas, como presupuesto del carácter suprahumano y (relativamente) universal del mal en el mundo, no pueden volatilizarse hasta convertirse en ideas abstractas, pero que estos principios personales, suprahumanos y relativamente universales del mal en el mundo tampoco pueden quedar tan resultados que, a la manera gnóstica o maniquea, pasen a ser poderes casi tan grandes como el Dios bueno (cosa que sucede frecuentemente en una piedad vulgar poco esclarecida). Ellos no significan ninguna competencia para Dios, sino que son sus «criaturas». Y, lo mismo que en el hombre, también en los á. la libre maldad es (incluso en el estado definitivo) la meramente relativa corrupción de una esencia natural, permanente y dotada de una función positiva en el mundo, pues un mal absoluto constituiría una contradicción en sus propios términos.

Karl Rahner