ALIANZA
SaMun


1. Antes de la revelación bíblica

La idea de una a. que ligara a la divinidad con el hombre es extraña a los paganos del antiguo oriente. Pero ellos saben que hay relaciones entre el hombre y su dios. La divinidad no sólo es testigo y garante de los pactos que ligan a los hombres, sino que ella misma interviene en la vida del hombre. Escucha las oraciones y las súplicas. Puede curar y otorgar largos años de vida. Tiene sus exigencias, no siempre claras, y se irrita contra el que las infringe y cae por ello en el infortunio. Tiene sus favoritos y sus elegidos, con frecuencia predestinados desde hace mucho tiempo, y les concede poder y descendencia. Los adopta, pues los hombres, como los dioses, pueden ser sus hijos. Los hace vivir, los guía revelándose en sueños o de otra manera y los salva del peligro y de la enfermedad. El paganismo religioso de Babilonia, de Egipto y de Siria culmina en esta filiación mal definida, en la que el dios pariente, hermano, padre o madre, penetra la vida humana, aunque sin elevarla verdaderamente hasta él, pues - nos dice la epopeya de Gilgamesh -, «cuando los dioses crearon la humanidad, le dieron la muerte en patrimonio, conservando en sus manos la inmortalidad». Para el paganismo, la unión entre Dios y el hombre no pasa de cierta participación común en el dominio de la tierra y en las fuerzas naturales divinizadas.

2. Los patriarcas

Mientras los dioses de los reyes y creyentes paganos desaparecerán de la historia unos tras otros, el Dios de Abraham seguirá siendo un Dios vivo; más aún, siendo Dios personal, vendrá a ser el Dios de un dan, de una nación, de una Iglesia. Pero en los comienzos, la manera como los patriarcas honran a su Dios difiere poco de la manera como sus contemporáneos honran a los suyos. Reciben de él promesas repetidas (Gén 12, 1; 13 15; 15, 1... ), con ocasión de las cuales les da Dios sus directrices (Gén 26, 2; 46, 3...). El verdadero Dios se liga estrechamente con Abraham (Gén 15, 18), del mismo modo que se admitía entonces que el ilu (dios) Gilgamesh se había hecho el asociado (tappu) del hombre Enkidu, recibiendo de éste ofrendas de asociación como el dios Apsukka las recibe de un cierto Takhulu (Ugarit, s. xiir a.C.). Pero los tratados de «alianza» concluidos por Abraham (Gén 21) e Isaac (26, 28) hasta David (2 Sam 5, 3) son más bien tratados entre hombres, con la divinidad por testigo; son tratados de vasallaje, de los cuales tenemos numerosos ejemplos fuera de la Biblia.

3. Moisés y la alianza

La a. que Dios pacta con su pueblo por medio de Moisés va más lejos que su asociación con los patriarcas, aun cuando el redactor bíblico habla también aquí de bers"t como hablaba en Gén 15, 18 en el caso de Abraham. Esta a. se nos ha conservado en dos tradiciones fusionadas; la una el pacto de la a. en el Sinaí (Éx 19, 1.2.18; 34, 2), y la otra la del Horeb (Éx 17, 6; 33, 6; cf. Éx 3, 12). De ahí resulta un relato completo. Sin entrar en detalles, notemos que la a. del Sinaí se presenta sobre todo como una comida sagrada en presencia de Dios (Éx 24, 12. 9s) y que ella es sancionada mediante un decreto del Señor (10-28), por el cual Dios, a la manera de los reyes de la época, reglamenta el culto, los sacrificios y las fiestas anuales en que el pueblo viene a su presencia, «a la casa de Yahveh> (v. 26). En el otro relato la a. se presenta más como un contrato sobre la base del decálogo (Éx 20, 1-17); Moisés repite al pueblo las palabras del Señor, y el pueblo se compromete solemnemente a observarlas después de haber realizado un rito en el que, delante de las doce estelas que representan a las doce tribus, se derrama la sangre de las víctimas sobre el altar y a la vez se rocía con ella al pueblo. Parece ser que este rito se renovó en el santuario de Gilgal, en el que había erigidas doce estelas (Jos 4, 20). En todo caso, en las dos tradiciones es Moisés quien pone por escrito la orden de Dios como condición de la bendición dada a su pueblo. La a. de Israel no es una mera a. en la sangre, como era usual entre parientes, sino una a. que impone obligaciones, que obliga al pueblo a respetar ciertas exigencias de orden religioso y moral.

4. De Josué a David

Josué es el heredero de Moisés, y este efraimita es quien pone a Israel en posesión de las montañas cisjordanas. Su acción culmina en Siquem, en el templo del «Dios de la berít» (Jue 9, 4). Se concluye una a. solemne, en la que los suyos se comprometen, lo mismo que otras poblaciones para las cuales la fidelidad será más difícil, a obedecer al Señor al que debían servir. Se erige una gran piedra como testigo (Jos 24, 26) cerca del roble del santuario (cf. Jue 9, 6), la misma, a lo que parece, sobre la que Josué escribe el texto llamado Maldiciones de Siquem (en Jos 8, 32 se habla de «piedras» en plural) según la prescripción de Moisés en Dt 27, 4ss. En adelante se añaden ciertas maldiciones a las promesas patriarcales, a las palabras del Horeb-Sinaí, y a las bendiciones de las doce tribus (Dt 23, se ha de relacionar con Gilgal). En Siquem se reúne lo que se ha llamado la anfictionía de las tribus de Israel, donde renuevan anualmente su a. y cada tribu se encarga por un mes del cuidado del santuario central. Esta vida de la época de los jueces está jalonada por las infidelidades, el castigo, el recurso al Señor y el reagrupamiento en torno al Dios guerrero que domina sobre el arca de la alianza y que libera a su pueblo. E1 peligro se acentuó en la época de Samuel cuando se realizó, no sin oposición, el paso de la anfictitonía a la monarquía, del juez al rey ungido. La amenaza venía de los filisteos. El monarca en el antiguo oriente tenía la función de salvar y de hacer prosperar al pueblo en nombre del Dios nacional. Saúl y luego David fueron escogidos como nágid, pastores del pueblo de Dios; pero la institución real sólo directamente dependía de la a. Sobre todo en textos más tardíos se hablará de la a. pactada por Dios con David (Sal 89, 4).

5. La alianza bajo la monarquía

Sin embargo, para la teología de la a. tiene importancia capital el establecimiento de la monarquía. David, en efecto, instala en su palacio el arca de la a., que ocupará el lugar más sagrado en el templo nacional que construirá su hijo. En un versículo difícil (2' Sam 23, 5) se dice ya a propósito de la «casa de David» que Dios «ha establecido para mí (David) una a. eterna». La monarquía introduce en la noción de la a. un elemento de perennidad, o mejor de estabilidad, manifestada por la permanencia del santuario nacional dinástico que atrae hacia él las peregrinaciones festivas nacionales. El conjunto de Israel podrá, sí, abandonar la dinastía a la muerte de Salomón; pero el arca de la a., asociada a las tablas de la Ley, da a los fieles una posibilidad permanente de hallar al verdadero Dios; Isaías lo recordará (8, 14-18). El arca de la a. está confiada a un sacerdocio (2 Sam 8, 17), reducido bajo Salomón a Sadoc y a sus hijos (1 Re 2, 35). Quizá es a este sacerdocio al que se debe la conservación de las tradiciones nacionales en la síntesis que la crítica llama el documento J del --> Pentateuco. Como en 1 Sam 7, aquí se trata más de promesas y de bendiciones que de a., pero las exigencias de Dios están indicadas en la ley sobre la Pascua (Éx 13) y en el código de Éx 34, 17-27.

6. Los profetas

Correspondió a los profetas, al ocaso de la monarquía, desarrollar todas las virtualidades latentes en la a. mosaica. Pero estaba comenzando una crisis que conduciría a la revelación de una «nueva alianza» después de la ruptura de la antigua. La una no negará la otra, puesto que Dios es el autor de las dos; sin embargo, de ahí se seguirá una profunda mutación en la estructura del Israel de Dios.

La crisis estalló primeramente en el reino del norte, más agitado por las corrientes internacionales de la época. La continuidad dinástica se ha roto constantemente y, desde el s. ix, cuando las guerras arameas, con Elías y Eliseo aparecen los profetas como los guías religiosos del pueblo en lugar de una monarquía languideciente. Ellos se apoyaron en las tradiciones del pasado. Elías hizo la peregrinación del Horeb, y probablemente se elaboró entonces con espíritu profético una nueva síntesis de las tradiciones nacionales: es el documento E de la crítica. Más allá de la monarquía y de la conquista, se buscó apoyo en la tradición mosaica, cuyo depositario era el clero levítico, especialmente el clero de Dan, que descendía de Moisés, y quizá también el de Betel. Pero este último, que a través de Pinejás procedía de Aarón (Jue 20, 26-28), estaba más contaminado.

La a. es un contrato desigual, concebido a la manera de los tratados de vasallaje, en los que el pueblo se compromete bajo juramento a cumplir las estipulaciones de Yahveh, su Dios. Este compromiso solemne fue precedido de una historia, en la que Dios, soberano protector, «escudo de Abraham» (Gén 15, 1), protegió a los patriarcas y a sus descendientes contra todos los poderes con los que los israelitas se veían tentados a entrar en alianza. Pero el Yahveh del Horeb es el único Dios que da al pueblo sus bienes (Os 2), y no los Baales, con los que se «prostituiría» Israel, como una esposa infiel a su marido. Israel es infiel desde los orígenes (Os 11), pero la a. lleva consigo la penitencia y el arrepentimiento (Éx 33, 5-6), como la familia de Jacob se había purificado antes de ir a Betel «alejando los dioses extranjeros» (Gén 35, 2-5). Las viejas maldiciones de Siquem se transforman en un castigo. liste le cuesta a Yahveh: de ahí los gritos desgarradores de Oseas y de Isaías (cap. 1). Él ruge desde Sión, dice Amós (1, 2), irritado por las injusticias y las transgresiones. El Dios de Miqueas, verdadero Dios de Israel, interpela a los príncipes de la casa de Jacob, que deberían conocer el derecho y se revelan enemigos del bien y amigos del mal (3, 1).

Hasta tal punto es Yahveh jefe de Israel que, según Ezequiel, él llegó incluso a darle decretos que no eran buenos y costumbres que no fomentaban la vida (20, 25), permitiendo que se matara a los primogénitos y que penetraran las crueles costumbres extranjeras. En vez de dejar que el pueblo vaya a la ruina por sus faltas, Dios, en su fidelidad a la alianza, toma a su cuenta la desgracia y la convierte en un castigo para conducir al pueblo al arrepentimiento y a la penitencia.

El mal es, sin embargo, tan profundo, y Jerusalén es una ciudad tan «herrumbrosa», que ya no se le puede quitar la herrumbre (Ez 24, 6); y los profetas hablan francamente de una ruptura de la a. Ya según Amós (9, 1), Yahveh está sobre el altar y destruye el santuario. En lugar de esta imagen cultual, Oseas habla del divorcio entre Yahveh e Israel. Los israelitas pueden acusar a su madre «porque ya no es mi mujer ni yo eoy su marido», dice Yahveh (2, 4). Miqueas ve la montaíía del templo transformada en un breííal (3, 12). El más explícito es jeremías. Tomando de Oseas la imagen del divorcio, recuerda que en virtud de la ley registrada en Dt 24, 1-4, no debiera ser posible un nuevo matrimonio (3, 1): la nación ha cambiado de dioses (2, 11). «La casa de Israel y la casa de Judá han roto la a. que yo había hecho con sus padres» (11, 10). Jeremías, al comienzo de su ministerio, cree que todavía es posible el retorno y la penitencia (3, 6-18; 18, 8), pero ésta le parece cada vez más imposible (13, 33 ). Dios le retira el derecho de interceder (14, 11). Será necesaria una nueva alianza (31, 31-34). Ezequiel adopta la misma actitud (16, 59-63). La a. se ha roto (59), pero Dios se acordará (zákar, muy importante para la teología del «memorial» de la a.) y suscitará (heqím) una a. eterna (60), en la que tendrán participación Sodoma y Samaría, «mas no ya por el pacto hecho contigo» (61).

Finalmente, para el Déutero-Isaías, como para Jeremías (Jer 30, 17 ), Israel es una esposa abandonada (Is 54, 1.6), pero Dios la rescata; su amor es inquebrantable y tiene ya para su esposa una «alianza de paz» (shalom, plenitud) igualmente inquebrantable (54, 10); esta a. eterna está fundada en «los beneficios perpetuos hechos a David» (55, 3), en los que participarán las naciones (¡bid., 4), con la sola condición de que el hombre se vuelva hacia Yahveh, Dios de Israel (¡bid., 7), dejando sus malos caminos.

7. Hacia la nueva alianza

Así los profetas orientaron la teología de la alianza hacia nuevos horizontes y sobre una nueva base. Ella, más que un pacto, es un don gratuito de Dios; y está fundada, no tanto en el compromiso, cuanto en la promesa. Aunque sigan en pie las exigencias de justicia del decálogo de Moisés, la alianza estará fundada ahora en la gracia hecha a David. Para Ezequiel el buen pastor no será un rey cualquiera, sino un nuevo David suscitado «por Dios» para «pactar la a. de paz» (Ez 34, 23-25).

El Deuteronomio, tan próximo a jeremías, se apropia ya estas nuevas concepciones. Cierto que en este libro la alianza es todavía un pacto del tipo de aquellos tratados que llevan consigo estipulaciones, compromiso, bendiciones y maldiciones. Pero es ante todo un acto gratuito de Dios (7, 7ss), fundado en las promesas hechas a los patriarcas. Su ejecución supone ante todo el amor (6, 4ss), la memoria de los actos de Yahveh (6, 12) y la fidelidad. El rey es un hermano que se inspira constantemente en la Ley (17, 14-20), y Moisés es más un profeta que un legislador (18, 15). Como para jeremías y para Ezequiel, la fidelidad es esencialmente una cuestión personal de cada uno delante de su Dios (24, 16), más que una a. nacional colectiva; así lo que se pide es más la circuncisión del corazón que la circuncisión de la carne (10, 16). Pero el fin de esta a. es una vida con Dios entre hermanos, a la que tienen acceso hasta los extranjeros, e incluso los mismos egipcios (23, 9).

Los textos llamados sacerdotales del Pentateuco profundizan y amplían poderosamente esta noción de a. bajo el influjo de Ezequiel. Los textos no hablan ya de «establecer» a. o, mejor dicho, alianzas (Gén 6, 18; 9, 11; 17, 7.19; Ex 6, 4), sino de su «erección» o su «donación». Pablo recordará en efecto que el AT conoce «alianzas» (Rom 9, 4 ). Cada una comprendía un don, una petición, un signo. La a. de Noé la erigió Dios para toda la humanidad. Dios siguió conservando la vida a pesar de las catástrofes cósmicas, aunque sólo para los que no derramaban la sangre; y el signo era de índole cósmica: el arco iris en tiempo de tormenta. La segunda a. fue la de Abraham; era una a. eterna, por la que Dios daba fecundidad. Exigía un comportamiento fiel (timin) ante Dios, y su signo era la circuncisión en la carne (17, lss). La tercera a. fue la de Moisés en el Sinaí (19, 5; aunque discutido, cf. Lev 26, 45) en recuerdo de la a. de los patriarcas (Éx 6, 4ss). Ésta hizo de Israel un reino de sacerdotes y una nación santa por la elección de Aarón y la institución del sacerdocio y del santuario. Por el pacto con Noé la a. se extendía a todos los pueblos. La a. de Aarón, a. de sal (Núm 18, 19) y por tanto incorruptible, era superior en santidad y consagración. Como don y acto unilateral de Dios, aun pidiendo a cada uno una disposición personal para vivir en ella, la a. mereció traducirse por diatheke en la versión alejandrina. Esta diatheke divina -transmisión de bienes a favor de un heredero, o bien depósito de un escrito en un lugar santo-, es en el libro de Daniel la a. santa que muchos van a abandonar en la persecución (Dan 11, cf. 9, 4).

En el Eclesiástico (ben-Sirá) la palabra traduce tanto berit como hóq (ley, decreto), y designa todo lo que concierne a la voluntad de Dios sobre el hombre, en particular la fecha de su muerte (14, 12.17; 16, 22 ), sin dejar por eso de significar la a. eterna, la ley de vida (17, 11.12), los mandamientos dados por Dios (41, 19; 44, 20; 45, 5); y Aarón es beneficiario de la a. eterna (45, 15) de paz (¡bid., 17), mientras que David recibe de Dios una a. regia, hóq mamleket (47, 11). También ben-Sirá habla de alianzas, en plural, pero sólo hay un «libro de la alianza», la Ley promulgada por Moisés (24, 23). Se la identifica con la sabiduría que participó en la acción creadora del Altísimo y se enraizó en el pueblo en que reside la gloria divina (¡bid., 11), sabiduría litúrgica que oficia en el tabernáculo santo (¡bid., 10). Ella es fuente de alimento y vida (¡bid., 19), y restaura el paraíso primitivo (¡bid., 24-30), alimentado por el río vivificador de Ezequiel (47), el cual a su vez brota también del templo.

8. La a. del NT

El NT habla relativamente poco de diathéke: 33 casos, de los cuales 17 en la epístola a los Hebreos, mientras que el término se repite con frecuencia en los escritos de -> Qumrán. Estos últimos hablan de la «alianza nueva» no sólo en el escrito de Damasco, sino, casi con seguridad, también en el comentario (peser) de Habacuc. La regla de la Congregación de los «hombres de la alianza» (I QSa) contiene un reglamento de las comidas, en las que no se podía participar sino después de dos años de prueba (1QSa 6, 20-21s), y de las que uno podía ser excluido por faltas.

Mientras la palabra a. no aparece ni una sola vez en los escritos de Juan (salvo una cita del AT en el Apocalipsis), la epístola a los Hebreos, tan litúrgica, es la que más habla de ella. Jesús de Nazaret es el mediador de la nueva a. (9, 15) y es el garante ( éYYuos) de una a. mejor que la primera, que la establecida con los padres. E1 Señor jesús ha venido a ser «por la sangre de una a. eterna» el gran Pastor de las ovejas (13, 20). Por su muerte, que expió las transgresiones de la primera a., ha dado la prometida herencia eterna (9, 1516). La alusión a «la muerte del testador» (v. 17) no deja lugar a equívoco. Por su propia sangre, no por la de los machos cabríos, entra con nuestra humanidad en el santuario eterno, no hecho por manos de hombre (9, lls), y purifica nuestra conciencia de las obras muertas para que tributemos culto al Dios vivo. Esta a. estaba prometida por Dios, y la Epístola cita concretamente a Jer 31, 31 (8, 8) al mismo tiempo que evoca la sangre de la a. del Sinaí (9, 20). Para santificar al pueblo con su propia sangre, jesús padeció «fuera de la puerta» (13, 12). Los fieles deben salir fuera del campamento (v. 13) para ofrecer el sacrificio de alabanza (15), pues ellos poseen un altar ( 9uaL«aT~-p---) del que «no tienen derecho a comer los servidores del tabernáculo» (v. 10).

Las epístolas paulinas oponen igualmente entre sí los dos testamentos o las dos a. (Gál 4, 24). La verdadera 8cocNxrj es aquella disposición firme que está fundamentada en la promesa divina (Ef 2, 12) y que la donación de la ley no ha podido invalidar (Gál 3, 15.17). Mas, no obstante, se trata de una «alianza nueva», cuyos servidores son Pablo y los apóstoles (2 Cor 3, 6). Cristo descubrió el velo que ocultaba el rostro de Moisés e impedía que se comprendiera la «alianza antigua» (¡bid., 5, 14), la cual era solamente una a. de circuncisión (Act 7, 8).

Después de leer la carta a los Hebreos no nos sorprenderá que el gran acto de instauración de la nueva a. fuera la Cena. «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, haced esto como memorial mío» (1 Cor 11, 25). Esta traducción propuesta por J. Jeremías es la que se halla más en la línea de los textos rituales del AT que hemos visto antes. El relato de Lucas acerca de la Cena, como el de Pablo, contiene la misma mención del «memorial» (22, 19) y de la «nueva alíanza». Mateo (26, 28) y Marcos (14, 24) hablan igualmente de la «sangre de la alianza» en una fórmula que evoca, como la de Pablo y la de Lucas, el sacrificio de Éx 24, 8. Pero -lo aquí llamado «nuevo» es el vino, fruto de la vid, bebido por Cristo con los Apóstoles en el ya instaurado reino de Dios. Como en Juan (6, 54s), la cena «eucarístíca» (Mc 14, 22 y par.) es la comida en la que Cristo «despierta» a su fieles para la vida eterna en los últimos días o en los últimos tiempos (Heb 1, 2), una vez instaurado ya el reino por la muerte con la efusión de la sangre y por la resurrección; a partir de este momento (&n'áprt Mt 26, 64; &7ra ~ov vúv Lc 22, 18) está dado e] signo de Daniel, y el tránsito de la antigua a. a la nueva se ha hecho realidad incluso antes de que pasara «esta generación» (Mc 13, 30; Mt 24, 34; Lc 21, 32). Sobre el aspecto teológico de la a., historia de la -> salvación.

Henri Cazelles