TEXTOS

 

SAN HILARIO DE POITIERS


Sobre la Santísima Trinidad

El fundamento de la unidad de los cristianos:

Si es verdad que la Palabra se hizo carne, también lo es que en el sagrado alimento recibimos a la Palabra hecha carne; por eso hemos de estar convencidos que permanece en nosotros de un modo connatural aquel que, al nacer como hombre, no sólo tomó de manera inseparable la naturaleza de nuestra carne, sino que también mezcló, en el sacramento que nos comunica su carne, la naturaleza de esta carne con la naturaleza de la eternidad. De este modo somos todos una sola cosa, ya que el Padre está en Cristo, y Cristo en nosotros. Por su carne, está él en nosotros, y nosotros en él, ya que, por él, lo que nosotros somos está en Dios.

Él mismo atestigua en qué alto grado estamos en él, por el sacramento en que nos comunica su carne y su sangre, pues dice: El mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo seguiré viviendo y vosotros también: porque yo estoy en mi Padre, y vosotros estáis en mí y yo estoy en vosotros. Si se hubiera referido sólo a la unidad de voluntades, no hubiera usado esa cierta gradación y orden al hablar de la consumación de esta unidad, que ha empleado para que creamos que él está en el Padre por su naturaleza divina, que nosotros, por el contrario, estamos en él por su nacimiento corporal, y que él, a su vez, está en nosotros por el misterio del sacramento. De este modo se nos enseña la unidad perfecta a través del Mediador,ya que, permaneciendo nosotros en él, él permanece en el Padre y, permaneciendo en el Padre, permanece en nosotros: y, así, tenemos acceso a la unidad con el Padre, ya que, estando él en el Padre por generación natural, también nosotros estamos en él de un modo connatural, por su presencia permanente y connatural en nosotros.

A qué punto esta unidad es connatural en nosotros lo atestigua él mismo con estas palabras: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Para estar en él, tiene él que estar en nosotros, ya que sólo él mantiene asumida en su persona la carne de los que reciben la suya.

Ya antes había enseñado la perfecta unidad que obra este sacramento, al decir: Así como me envió el Padre que posee la vida y yo vivo por el Padre, de la misma manera quien me coma vivirá por mí. Él, por tanto, vive por el Padre; y, del mismo modo que él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su carne.

Emplea, pues, todas estas comparaciones adecuadas a nuestra inteligencia, para que podamos comprender, con estos ejemplos, la materia de que se trata. Ésta es, por tanto, la fuente de nuestra vida: la presencia de Cristo por su carne en nosotros, carnales; de manera que nosotros vivimos por él a la manera que él vive por el Padre.

(8, 13-16; Liturgia de las Horas)

Sobre los salmos

Qué es el temor de Dios:

¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Hay que advertir que, siempre que en las Escrituras se nos habla del temor del Señor, nunca se nos habla de él solo, como si bastase para la perfección de la fe, sino que va siempre acompañado de muchas otras nociones que nos ayudan a entender su naturaleza y perfección; como vemos en lo que está escrito en el libro de los Proverbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor.

Vemos, pues, cuántos pasos hay que dar previamente para llegar, al temor del Señor.

Antes, en efecto, hay que invocar a la inteligencia, llamar a la prudencia, procurarla como el dinero y buscarla como un tesoro. Así se llega a la comprensión del temor del Señor. Porque el temor, en la común opinión de los hombres, tiene otro sentido.

El temor, en efecto, es el miedo que experimenta la debilidad humana cuando teme sufrir lo que no querría. Se origina en nosotros por la conciencia del pecado, por la autoridad del más poderoso, por la violencia del más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro con un animal feroz, por la amenaza de un mal cualquiera.

Esta clase de temor no necesita ser enseñado, sino que surge espontáneo de nuestra debilidad natural. Ni siquiera necesitamos aprender lo que hay que temer, sino que las mismas cosas que tememos nos infunden su temor.

En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues, el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad.

Para nosotros, el temor de Dios radica en el amor, y en el amor halla su perfección. Y la prueba de nuestro amor a Dios está en la obediencia a sus consejos, en la sumisión a sus mandatos, en la confianza en sus promesas. Oigamos lo que nos dice la Escritura: Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor tu Dios? Que temas al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien.

Muchos son los caminos del Señor, aunque él en persona es el camino. Y, refiriéndose a sí mismo, se da a sí mismo el nombre de camino, y nos muestra por qué se da este nombre, cuando dice: Nadie va al Padre sino por mí.

Por lo tanto, hay que buscar y examinar muchos caminos e insistir en muchos de ellos para hallar, por medio de las enseñanzas de muchos, el único camino seguro, el único que nos lleva a la vida eterna. Hallamos, en efecto, varios caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles, en las distintas obras mandadas; dichosos los que, movidos por el temor de Dios, caminan por ellos.

(127, 1-3; Liturgia de las Horas)