LA TEOLOGÍA DE LOS PADRES DEL SIGLO III


CONTENIDO DOCTRINAL DE LAS OBRAS DE LOS
PADRES DEL SIGLO III


El contenido doctrinal de las obras de San Ireneo de Lyon (del último tercio del siglo II) y de los Padres que le siguen es por lo general bastante amplio. Con objeto de que una exposición sistemática, dentro de la brevedad, ayude a formarse una idea de conjunto más clara de estos contenidos, los hemos agrupado en este capítulo y los hemos distribuido por temas.

Dentro de cada uno de estos temas, ordenamos los autores con un criterio cronológico con preferencia a uno que se base en las escuelas o áreas geográficas o culturales con que están asociados. Además de tratar de San Ireneo, donde ha sido conveniente hemos incluido también alguna referencia ocasional a autores anteriores, como San Justino y Teófilo de Antioquía. Por tanto, el título del capítulo hay que entenderlo en un sentido amplio.

 

Características generales

Antes de adentrarnos en la exposición por temas del contenido doctrinal, nos interesa detenernos y hacer notar los rasgos más notables de cada uno de los autores estudiados y su actitud ante el saber profano, aun a riesgo de repetir alguna de las ideas ya avanzadas en páginas anteriores.

Así, IRENEO se caracteriza por el valor que da a la Tradición. Aunque de hecho la especulación no está ausente de sus obras, niega explícitamente su interés y pone en guardia contra los peligros de la filosofía en general; lo importante para conocer la verdad es saber lo que la Iglesia ha enseñado siempre, que es precisamente lo que enseña ahora, pues los obispos son los sucesores de los Apóstoles. Dejó patente que los gnósticos, que se presentaban como cristianos, no lo eran en realidad, y contribuyó a que se los alejara de la Iglesia. También formuló en términos más precisos la fe de la Iglesia.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA en cambio sí concede una gran importancia a la filosofía y a la especulación. No sólo los filósofos griegos han preparado al pueblo griego para recibir el mensaje de Cristo como los profetas del Viejo Testamento prepararon a los judíos, sino que la filosofía tiene un cierto valor salvador, como también lo tenía el Viejo Testamento. Hay que recoger las verdades dispersas en las distintas filosofías, y ponerlas al servicio de la fe que, sigue diciendo, es lo más importante; así se podrá defender mejor ésta, mostrando los errores filosóficos de los que la atacan, y se podrá profundizar en su conocimiento. El que hace esto es un cristiano sabio, un «gnóstico cristiano» que, sin embargo, ha de comenzar por esforzarse en llevar una vida moral sin tacha, amando a Dios y al prójimo; pues el conocimiento, la gnosis, sigue al buen comportamiento como la sombra sigue al cuerpo.

Muy distinto es el talante de TERTULIANO. La fe y la razón van por caminos distintos, y la filosofía sólo conduce a engaños; no niega que algunas verdades fueron conocidas por los filósofos griegos, pero sólo porque las tomaron de la revelación del Viejo Testamento, corrompiéndolas luego al mezclarlas con muchos errores, y haciéndose padres de los herejes posteriores. Sin embargo, él mismo está bastante influido por la filosofía de los estoicos, y muchas de sus normas morales, o su idea de Dios y del alma y de que ambos se pueden conocer con la razón, dependen de ella. Su actitud ante la filosofía y el poder de la razón quizás expliquen por qué siendo muy capaz para la especulación, la utilizó para analizar o para señalar errores y, ocasionalmente, para construir una teoría ante alguno de ellos, pero no para tratar de hacer ningún sistema; le suele ser difícil resolver las contradicciones aparentes, y hasta parece encontrar un cierto placer en subrayarlas, de manera que la conocida frase «credo quia absurdum», aunque no se encuentra en los escritos que nos han llegado de él, refleja con bastante precisión su actitud.

Su formación jurídica se transparenta continuamente en sus escritos, tanto en su forma de disputar (recuérdese lo dicho sobre su tratado de la prescripción de los herejes), como, sobre todo, en el fondo de su pensamiento; así, Dios es el legislador y el juez, el Evangelio es la ley de los seguidores de Cristo, el pecado es una transgresión de esta ley, hay que distinguir entre mandatos y consejos, etc.

HIPóLITO desconfía de la filosofía aún más que Tertuliano, y piensa que cada herejía desciende de un particular sistema filosófico; por otra parte, muestra conocer estos sistemas de manera superficial, probablemente a través de algún manual utilizado en las escuelas. A pesar de todo, toma también bastantes elementos de la filosofía; más que Ireneo, por ejemplo, al que trató de imitar en su refutación de las herejías y del que quizá fue discípulo. En realidad, aunque le interesaban más los problemas prácticos y morales que los teóricos y teológicos, está a mitad de camino entre la pura polémica de Ireneo y la investigación cristiana de Orígenes. Falto de la profundidad de este último, el volumen de su producción literaria, perdida en casi su totalidad, así como su formación griega y quizá alejandrina, le acercan sin embargo a él.

ORÍGENES es el intelectual, el teólogo profundo que hace uso abundante de la metafísica y, al mismo tiempo, es el cristiano íntegro y dedicado. Es la gran lumbrera de la escuela de Alejandría y aun de toda la Iglesia de habla griega, con una influencia profunda y duradera, rodeado en vida y en muerte de admiradores y detractores. Aunque daba un gran valor a la autoridad doctrinal de la Iglesia y a su magisterio oficial, de manera que consideraba la heterodoxia como el peor de los pecados, el excesivo influjo de la filosofía platónica y su entusiasmo por el sentido espiritual de la Escritura le llevaron a bastantes errores dogmáticos, que son los que están en la base de las controversias origenistas de que hemos hablado antes.

NOVACIANO, eclesiástico romano de prestigio y teólogo profundo, se decantó hacia un rigorismo moral que le consolidó en una actitud cismática, en su origen basada tal vez en simples motivos personales. Sus partidarios se llamaron a sí mismos los puros, «cátaros», palabra destinada a tener especiales resonancias en la baja edad media.

CIPRIANO fue un hombre de acción que consiguió hacer observar muy bien la disciplina eclesiástica en momentos turbulentos en los que no faltaron problemas. Su cultura teológica no era grande ni lo era tampoco la profundidad de su pensamiento; las direcciones que toma éste, llevado por un afán inmediato de controlar situaciones y resolver dificultades prácticas, son a veces contradictorias. Sin embargo, Cipriano es un buen testigo de la Tradición, por la que muestra gran respeto. El centro de su pensamiento gira en torno a la naturaleza de la Iglesia, y es en este campo donde ha sido más citado por teólogos y aun por papas.

La Santísima Trinidad y el Verbo encarnado

Por el modo como de hecho se entrelazan estos dos temas, los trataremos conjuntamente. Comenzamos hablando de ellos y no de las Sagradas Escrituras, que convendría estudiar antes si el esquema fuera más sistemático, porque, como deja ver la misma extensión de estas páginas, constituyen el núcleo más sobresaliente del contenido doctrinal de los escritos de los Padres.

La fe de la Iglesia en la Trinidad, su enseñanza de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas (aunque sin usar todavía este término) distintas, cada una de las cuales es Dios, junto con la afirmación explícita de que sin embargo hay un solo Dios, está clara desde los primeros momentos, lo que no es de extrañar ya que eso está en el centro de la Revelación hecha por Jesucristo. Lo atestiguan los símbolos de la fe, la práctica del bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, las doxologías tales como «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo...» y un sinnúmero de testimonios aislados entre los que no faltan los arqueológicos.

Sin embargo, al intentar explicar algo más estas verdades, o al hacer averiguaciones sobre cómo se relacionan unas con otras, es decir, al tratar de hacer teología aunque sea todavía rudimentaria, aparecen enseguida las dificultades; dificultades debidas tanto a la misma profundidad del misterio revelado como, circunstancialmente, a la falta de una terminología filosófica adecuada o del rigor necesario para crearla.

Aparecen así una serie de explicaciones incompletas que arrojan luz sobre algunas de estas verdades al mismo tiempo que obscurecen otras o incluso se desvían decididamente de ellas. Se proponen expresiones que a menudo llevan en su seno la posibilidad de convertirse en verdaderas herejías si se llevan a sus últimas consecuencias. Aunque, como ya se sabe, también hubo herejes formales, en general ni aquel obscurecimiento ni mucho menos estas herejías eran queridas ni previstas por los autores de aquellas explicaciones, quienes podían perfectamente acompañar la imprecisión de sus fórmulas con una adhesión firme a todo el contenido de la fe.

Así, en principio, hay tres primeras aproximaciones posibles, aunque en sí mismas parciales y potencial o actualmente erróneas, a la explicación del misterio enunciado más arriba: un solo Dios y tres Personas, cada una de las cuales es Dios. Las tres se dieron ya en aquellos primeros siglos.

Partiendo de que en efecto hay un solo Dios, algunos dijeron que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no eran más que diversas manifestaciones o «modos» de este único Dios; es el modalismo llamado también a veces monarquianismo modalista y, mucho más frecuentemente, sabelianismo, pues su propagador más conocido fue Sabelio, en Roma y hacia finales del siglo II y comienzos del m. Una de las formulaciones del modalismo explicaba que era el mismo Padre quien se había encarnado y quien, al nacer de la Virgen María, recibía el nombre de Hijo; por tanto era también el mismo Padre quien habría padecido, y de ahí la denominación de monarquianismo patripasionista. Ya se ve que el error de estas formulaciones es negar de hecho la distinción real entre las tres personas divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

En el otro extremo está lo que a veces se ha llamado monarquianismo dinámico o adopcionista, según el cual Cristo sería sólo un hombre que recibe una dignidad divina al descender sobre él el Espíritu de Dios; la palabra adopcionismo alude a que sería hijo de Dios sólo por adopción. Se trata pues de un error primariamente cristológico y secundariamente trinitario; con una formulación más sutil, lo encontraremos en el siglo v defendido por Nestorio, pero ya a fines del siglo u, en el año 190, el papa Víctor había tenido que condenarlo en las teorías que esparcía por Roma Teodoto de Bizancio. Como se puede ver, si de esta manera se subrayaba la unidad de Dios y la distinción personal entre el Padre y el Hijo, se negaba en cambio que el Hijo fuera verdaderamente Dios.

Una tercera explicación que intenta evitar ambos extremos pero resulta ser también deficiente es la de considerar como realmente distintos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, considerar que también el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y añadir, para salvar la unidad divina, que de alguna manera el Hijo y el Espíritu Santo son inferiores y están subordinados al Padre, de donde viene el nombre de subordinacionismo. Con lo cual, a pesar de la intención de muchos de los que usan expresiones subordinacionistas, se niega de hecho la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, pues si son Dios han de tener la misma plenitud del ser divino que el Padre, y ni pueden ser «inferiores» ni «estar subordinados». Como veremos, ésta fue la posición que en diversas maneras adoptaron muchos de los escritores del siglo üi y otros anteriores; pero no hay que olvidar que una cosa era lo que creían y otro el modo imperfecto como lo explicaban; pues en algunos se encuentran incluso manifestaciones explícitas en que se ve su correcta adhesión a la fe, con la que sin embargo coexisten aquellas formulaciones inadecuadas.

En general, como se ha hecho notar a menudo, la teología oriental suele partir del hecho de la distinción de personas, y así su esfuerzo principal se dirige a mostrar cómo se compagina esto con la unidad de Dios, insistiendo en la consubstancialidad de las Personas. Mientras que la teología occidental suele partir de la unidad de Dios, y así su esfuerzo principal se dirige a mostrar como se compagina esto con que las tres Personas son realmente distintas.

Después de estas aclaraciones introductorias, que pensamos que no son innecesarias y que resumimos en uno de los cuadros esquemáticos del final del libro, podemos pasar a describir el pensamiento de los Padres de este período respecto a la Santísima Trinidad y al Verbo encarnado.

Las expresiones utilizadas por los apologistas JUSTINO y ATENÁGORAS eran subordinacionistas; también lo eran las del apologista TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, quien por otra parte había distinguido entre un Logos inmanente en Dios desde el principio (Logos endiacetos) y un Logos proferido o pronunciado en el tiempo (Logos proforikos), y también había empleado por primera vez la palabra trias para referirse a la Trinidad.

IRENEO DE LYON, contemporáneo suyo, no usa ese término. Ante el gran peligro que representaba la propaganda de los gnósticos, con sus especulaciones sin cuento y sus explicaciones prolijas sobre las relaciones entre el Padre y el Hijo, busca la seguridad de la Tradición y renuncia expresamente a la especulación. Así, insiste en que el único Dios verdadero es exactamente el mismo que el Dios del Viejo Testamento, el Padre del Logos y el Creador del mundo; el Hijo procede del Padre por generación, pero no es posible decir nada más acerca de ésta.

Pero, como ya hemos dicho, su interés por resaltar la importancia de la Tradición y renunciar a la especulación no impide que de hecho especule. Así, dice que «Dios se ha manifestado por el Hijo, que está en el Padre y tiene en sí al Padre», enseñando de esta manera lo que luego se conocerá con el nombre de circumincessio, la inhabitación o inmanencia de una Persona en las otras. También encuentra huellas del misterio de la Santísima Trinidad ya al principio del Viejo Testamento: las palabras «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» las dijo Dios Padre al Hijo y al Espíritu Santo, que por esto son como las manos de Dios; y es el Padre quien da las órdenes para que el Espíritu Santo, al servicio del Logos, conceda el don de la inspiración a los profetas.

Pero donde se muestra más interesante la especulación de Ireneo es en su doctrina de la recapitulación (anakefalaiosis), que da unidad a todo su pensamiento teológico, y que contribuye notablemente a que se le considere el primer teólogo. La redención no es una mera revelación, la comunicación de un conocimiento, de una gnosis, sino que es algo más real. El Logos se hizo hombre para que el hombre fuera deificado, y en esto consiste la recapitulación: en que el primitivo plan divino sobre el hombre, destruido por el pecado de Adán, es reconstruido; Dios vuelve a tomar su obra desde el principio para renovarla y restaurarla en su Hijo encarnado; la lucha con el demonio, en la que Adán fue derrotado, es reemprendida por Cristo, que vence al demonio; y así Cristo es la nueva cabeza (recapitula) de la humanidad, el segundo Adán.

La especulación teológica de CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, es decir, su ordenación de las verdades de la fe y su profundización en ellas, se centra, como en su piedra angular, en la persona del Logos. El Logos es el Creador del universo, y es quien reveló a Dios: a los judíos con la Ley, a los griegos con la filosofía y, en la plenitud de los tiempos, a todos con su encarnación. Es sólo a través de Él como podemos conocer al Padre. El Logos, que es la razón divina, es esencialmente el maestro del mundo y el legislador de la humanidad. Con el Padre y el Espíritu Santo integra la Santísima Trinidad; es el Salvador, que ha fundado una nueva vida que comienza con la fe, se dirige hacia el conocimiento y la contemplación, y lleva a la inmortalidad y a la deificación a través del amor. Por otra parte, afirma Clemente, Cristo careció de necesidades y de pasiones.

Es en el tema de la Trinidad donde la aguda inteligencia de TERTULIANO se muestra más fructífera y donde su clara terminología contribuyó más a la formulación precisa del dogma. Es el primero que utiliza la palabra latina trinitas; expresiones suyas son «Trinitas unius divinitatis, Pater et Filius et Spiritus Sanctus», «tres unius substantiae et unius status et unius potestatis», «connexus Patris in Filio et Filii in Paracleto tres efficit cohaerentes, alterum ex altero; qui tres unum sunt, non unus».

Introduce por primera vez el término persona: «alium autem quomodo accipere debeas iam professus sum, personae non substantiae nomine, ad distinctionem, non ad divisionem». Tanto el Hijo como el Espíritu Santo son personas; y son de la misma substancia del Padre: «Filium non aliunde deduco, sed de substantia Patris», «Spiritum non aliunde deduco quam a Patre per Filium», «ubique teneo unam substantiam in cohaerentibus».

Sin embargo, el Hijo es inferior al Padre; pues aunque el Logos es persona, engendrado desde siempre por el Padre, su nacimiento perfecto no tiene lugar hasta el momento de la creación del mundo, y además es sólo una porción de la substancia del Padre. Tertuliano no se libró pues del todo de la tendencia subordinacionista.

En cambio, en cuanto a la encarnación del Hijo vuelve a estar especialmente acertado: hay dos naturalezas en la única persona de Cristo, sin que se fundan en una, o una de ellas se transforme en la otra; hay en Cristo un «duplicem statum, non confusum sed coniunctum in una persona, Deum et hominem Iesum»; sus milagros prueban que era verdaderamente Dios, sus sentimientos y padecimientos, que era verdaderamente hombre.

Quizá el mejor comentario sobre la precisión de las fórmulas de Tertuliano sea simplemente hacer notar que muchas de ellas aparecen casi sin cambios en el concilio de Nicea de cien años después, y aun en el de Calcedonia, posterior en más de doscientos años.

HIPÓLITO acentuó la tendencia subordinacionista que hemos ido encontrando en algunos autores. No sólo distinguió entre el Logos interno y el Logos proferido, como Teófilo de Antioquía, sino que añade aún una tercera etapa a la generación del Verbo, pues sólo en el momento de la encarnación se puede decir que el que era ya antes Logos perfecto es ahora perfecto Hijo. A ello cabe añadir que piensa que la generación del Verbo es un acto tan libre como el de la creación; piensa incluso que, si Dios hubiera querido, podía haber convertido a un hombre en Dios: por esto, y a pesar de sus protestas, el papa Calixto le calificaba de diteísta.

Por otra parte, Hipólito hace también suya la doctrina de la recapitulación de Ireneo, así como muchas de sus afirmaciones. Cristo tomó carne, la carne de Adán, para renovar la humanidad, restituyendo la inmortalidad al hombre; el Redentor es verdadero hombre, y es también Dios; la redención es una deificación del hombre.

ORÍGENES comienza insistiendo en que Dios es espíritu puro, libre de toda materia, origen de todos los seres espirituales y materiales; todo lo que existe ha sido creado por El, y es Él quien lo conserva y lo gobierna. Dios Padre, que como ser absoluto es incognoscible, se da a conocer por medio del Logos, que es Cristo, aunque también a través de las criaturas se puede saber algo de Dios Padre, como se puede conocer algo del Sol por sus rayos. Orígenes se esfuerza en evitar que se atribuyan a Dios características humanas, antropomórficas, e insiste especialmente en que en Dios no puede haber cambios, contra lo que suponen tanto los gnósticos y los maniqueos como los estoicos.

Usó a menudo la palabra trías, y rechazó repetidamente la negación de distinción entre las tres personas divinas que hacían los modalistas; el Hijo procede del Padre por una generación que no es una división, sino un acto espiritual, «ha nacido (del Padre) a manera de un acto de voluntad que procede de su inteligencia». Como en Dios todo es eterno, también lo es este acto, y no hubo un tiempo en que el Hijo no existía. El Hijo lo es por naturaleza, no por adopción, y es consubstancial con el Padre: el término homousios, que encontraremos luego en Nicea, lo introduce Orígenes ya aquí. Sin embargo, a veces llama al Hijo «un segundo Dios», y presenta al Hijo y al Espíritu Santo, que es inferior al Hijo, como unos intermediarios entre las criaturas y Dios, intermediarios que tal vez están más cerca de las criaturas que de Dios. No parece pues que consiguiera liberarse de alguna tendencia subordinacionista, aunque el tema se sigue discutiendo desde la antigüedad.

El Logos se encarnó, y su carne fue «ex incontaminata virgine assumpta et casta Sancti Spiritus operatione formata». Se pudo unir a esta carne porque antes se había unido al alma humana de Cristo, espiritual y preexistente como todas, y luego, al unirse esta alma al cuerpo, se formó un solo ser en el que están estrechamente unidas la naturaleza humana y la divina; tan unidas que se puede llamar a Cristo Dios-hombre (theánthropos), expresión que introduce Orígenes y que se hará luego habitual; de manera que aun llamando a Jesús con un término que denote su humanidad, se le pueden aplicar los atributos divinos, y» al revés (lo que luego se llamará communicatio idiomatum, intercambio de atributos). Fue al tratar de estos temas cuando Orígenes introdujo por vez primera los términos filosóficos de physis, hipóstasis y ousía en la especulación teológica.

El teólogo romano NovACIANO no consiguió tampoco salvar el escollo del subordinacionismo, que en cierta manera acentuó. Por una parte, el Logos está siempre en el Padre, pues de !o contrario el Padre no sería eternamente Padre; nació del Padre y es en todo semejante a Él pero, por ser Hijo, es posterior al Padre; es enviado, cuando el Padre cree conveniente, para crear el mundo. Novaciano está tan decidido a resaltar la unidad divina, que nunca utiliza la palabra «trinidad», usada por sus antecesores; el Hijo no quita al Padre la unidad de la divinidad, permanece sometido al Padre y es su mensajero, obedeciendo siempre sus preceptos; llega a decir que es una manifestación, aunque personal ya que es verdadera persona, del Padre, pero una manifestación temporal y pasajera que al final volverá al Padre. El Espíritu Santo es a su vez inferior al Hijo, y no utiliza para él la expresión «tercera persona» que sí había empleado ya Tertuliano.

Sin embargo, su tratado sobre la Trinidad ejerció gran influencia, por su sistemática clara y por su terminología precisa, que no es mera repetición de la de Tertuliano. Distinguió claramente la humanidad y la divinidad de Cristo, y utilizó expresiones acertadas para resaltar su profunda unión en la persona de Cristo, muchas de las cuales han sido utilizadas en la teología posterior (incarnari, se exinaniri, Verbum Dei incarnatum, etc.).

 

La Virgen María

JUSTINO había señalado ya el paralelismo existente entre Eva y María, semejante al que había mostrado San Pablo entre Adán y Cristo. IRENEO explica con más detalle esta relación, en estrecha dependencia con su doctrina de la recapitulación. La redención, para ser perfecta, ha de seguir exactamente los mismos pasos de la caída, pero al revés, de manera parecida a como para deshacer una serie de nudos hay que ir deshaciéndolos uno a uno. Así, como Eva preparó el pecado de Adán con su incredulidad y su desobediencia, María preparó la redención con su fe y con su obediencia; como Cristo es el nuevo Adán, así María es la nueva Eva, la auténtica madre de los vivientes, «el seno de la humanidad» recapitulada en Cristo.

Aun cuando la doctrina tradicional de la virginidad perpetua de María se puede ya rastrear por primera vez en tres apócrifos, uno de finales del siglo i (la Ascensión de Isaías) y dos de la primera mitad del siglo u (el Protoevangelio de Santiago y las Odas de Salomón), TERTULIANO, en su deseo de subrayar la realidad de la carne de Cristo, llegó a negar la virginidad en el parto y después del parto, y pensaba que los «hermanos de Jesús» eran otros hijos de María. Por otra parte, señala también el contraste entre Eva, que creyó a la serpiente, y María, que creyó a Gabriel.

ORÍGENES parece que llegó a aplicar el término theotokos, madre de Dios, a la Virgen María; enseña que la Virgen es madre de todos los cristianos: hablando del evangelio de San Juan dice que nadie puede entenderlo «si no ha reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Él a María por madre».

 

La Iglesia

La enseñanza de IRENEO sobre la Iglesia depende también de su doctrina de la recapitulación: Dios recapitula todo en Cristo, y el Logos, haciéndose cabeza de la Iglesia, atrae hacia sí todas las cosas a lo largo del tiempo; es decir, es a través de la Iglesia como el Logos perpetúa su obra de la recapitulación. Pero además de esta perspectiva, hay otro elemento que Ireneo subraya extremadamente, el de la transmisión de la fe a través de la Iglesia: la Tradición es el origen y la regla de la fe; la sucesión continua de obispos en las Iglesias fundadas por los Apóstoles es la garantía de verdad de la doctrina enseñada en estas Iglesias, entre las que descuella la de Roma; por esto los herejes no son de fiar, pues no son sucesores de los Apóstoles.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA explica que hay una sola Iglesia antigua y universal, como hay un solo Padre, un solo Hijo y un solo Espíritu Santo. Esta Iglesia es la virgen madre que alimenta a sus hijos, es la madre y esposa del Maestro, la escuela donde su esposo Jesús enseña a los hombres. Las sectas heréticas son un gran obstáculo para la conversión de los no cristianos, pero éstos no han de extrañarse tampoco mucho de las divisiones, ya que tanto el paganismo como el judaísmo están escindidos en numerosas parcialidades. Finalmente, la jerarquía de la Iglesia está formada por obispos, presbíteros y diáconos, y estos grados son un reflejo de la jerarquía angélica.

TERTULIANO llama expresamente madre a la Iglesia, «domina mater ecclesia», y hace también notar que en el padrenuestro la palabra padre hace pensar en una madre, que es la Iglesia. Eva, extraída del costado de Adán, es figura de la Iglesia, extraída de Cristo y verdadera madre. Hasta en su período montanista la siguió llamando madre, pero en otros aspectos el montanismo no pudo dejar de influir profundamente en su pensamiento; de manera que aunque insiste continuamente, como antes Ireneo, en que la Iglesia conserva el depósito de la fe, en que sólo ella es heredera de la verdad y de las Escrituras que la contienen y sólo ella puede por tanto enseñar la doctrina de los Apóstoles y resumirla en símbolos que son la norma de la fe, la va considerando cada vez más como un grupo espiritual de perfectos, hasta llegar a oponer una Iglesia espiritual a la Iglesia jerárquica.

HIPÓLITO en cambio no olvida ninguno de estos últimos aspectos, el jerárquico y el espiritual. La Iglesia es la depositaria de la verdad, y la continuidad de la sucesión de los obispos desde los Apóstoles garantiza su enseñanza; sin embargo, al subrayar demasiado el aspecto espiritual se desvió; pues consideró a la Iglesia compuesta solamente por los justos, y que no había que admitir en ella a los que habían pecado gravemente, aunque se arrepintieran: como Adán fue echado del paraíso después del pecado, así hay que echar de la Iglesia al pecador. No da a la Iglesia el título de madre, sino el de esposa y novia de Cristo, y utiliza los símbolos de la barca que navega hacia el cielo y del arca de Noé.

ORÍGENES describe a la Iglesia como el conjunto del pueblo cristiano, el conjunto de todos los santos, el pueblo de los creyentes; pero también como el Cuerpo místico de Cristo, animado por Cristo como el cuerpo por el alma. Fuera de la Iglesia no hay salvación, pues sólo en ella se encuentra la enseñanza de Cristo y la sangre que derramó para salvarnos.

NovACIANO explica que es el Espíritu Santo quien con sus dones hace que la Iglesia sea perfecta y se conserve sin corrupción. El Espíritu Santo ya había actuado, de manera esporádica, a través de los profetas; pero su actuación a través de los Apóstoles es permanente.

CIPRIANO insiste en que «fuera de la Iglesia no hay salvación», en que «no puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre», madre que reúne a todos sus hijos como en una gran familia. El que se separa de la Iglesia, deja de ser cristiano. La característica más importante de la Iglesia es su unidad figurada en la túnica sin costura de Jesús; esta unidad se realiza por la unión de todos con el propio obispo, piloto de la nave, y también por la unión de todos los obispos entre sí, quienes, gracias a su concordia en la fe y en la caridad, forman un collegium, de manera que la Iglesia católica se constituye en un solo cuerpo.

 

El primado de Pedro y de Roma

Ya dijimos algo de la importancia que atribuye IRENEO a la sucesión apostólica; a él le debemos la lista de los obispos de Roma hasta sus días. Esta Iglesia romana ocupa un lugar muy especial: «ad hanc enim ecclesiam propter potentiorem principalitatem necesse est omnem convenire ecclesiam»; las palabras que hemos subrayado no son fáciles de entender, y lo dificulta el hecho de que el original griego no nos ha llegado; a pesar de las diversas interpretaciones que admiten, son, en su contexto, de gran importancia para la historia del primado romano; la única razón en que parece poder apoyarse esta preeminencia, muy congruente además con el pensamiento de Ireneo, es que la Iglesia de Roma ha sido fundada por los Apóstoles Pedro y Pablo.

TERTULIANO se limita a afirmar que el poder de atar y desatar fueron privilegios personales de Pedro, que no competen a ningún otro obispo, y que Pedro y Pablo murieron en Roma.

Pero el escritor que más trató de este tema fue CIPRIANO. Ya hemos hecho notar la importancia que daba a la unidad de la Iglesia, tanto local como universal. También elogia a la de Roma, que es la principal y el origen de la unidad sacerdotal, porque está fundada sobre Pedro, y Pedro es el fundamento de la unidad: «¿Quién puede confiar que está en la Iglesia, si se separa de la cátedra de Pedro, sobre la que la Iglesia ha sido fundada?».

De hecho, Cipriano reconoce a Roma el poder de intervenir en las otras Iglesias en «materias de suficiente importancia y gravedad», y él mismo se adelantó a pedir esta intervención, dio explicaciones al obispo de Roma cuando éste le reprendió por haberse escondido durante la persecución, y aceptó la decisión de Roma en el problema de los lapsos. Sin embargo, dice que el poder de atar y desatar, aunque se dio sólo a Pedro, personalmente, luego se extendió por igual a todos los Apóstoles y a sus sucesores, y que los obispos han de rendir cuenta de su administración sólo ante Dios.

En resumen, se podría decir que Cipriano, mientras con sus palabras reconoce al obispo de Roma una primacía moral y aun doctrinal pero parece negarle la primacía jurisdiccional, con sus hechos viene a aceptar mucho más. Y quizá no sea desacertado juzgar el testimonio de un hombre de acción, como era Cipriano, más por sus obras que por sus palabras.

 

Las Sagradas Escrituras

IRENEO aplica el término escritura a los libros del Nuevo Testamento, porque están inspirados como los del Antiguo. Para saber que un escrito pertenece a la Escritura no basta que se atribuya a un Apóstol, hay que ver también cómo lo ha recibido la Tradición de la Iglesia; y da una lista de los que componen el Nuevo Testamento y que difiere algo de la que ha sido formalmente establecida por el Magisterio. Las enseñanzas de la Escritura hay que recibirlas a través de la Iglesia, para evitar interpretaciones heréticas; idea que se encuentra también en CLEMENTE DE ALEJANDRÍA y en TERTULIANO, quien, como hemos visto. niega a los herejes todo uso de los libros sagrados, ya que no les pertenecen a ellos sino a la Iglesia.

ORÍGENES, cuya actividad intelectual estuvo especialmente centrada en las Sagradas Escrituras, decía que en ellas, y en cualquiera de sus pasajes, se encontraban tres sentidos, a distintos niveles, que correspondían a los tres elementos que según Platón integran al hombre. Había así un sentido somático o literal, que es el que por sí mismas significan las palabras; otro psíquico o moral, con un significado interior dirigido al individuo y que de hecho Orígenes no deja muy claro en qué consiste ni parece utilizar prácticamente nunca; y otro pneumático, o alegórico, o espiritual, o místico (de todas estas maneras lo llama), con un significado también interior pero dirigido a todos. Este último sentido es el que más interesa a Orígenes, quien insiste en que para encontrarlo se necesita santidad y una especial gracia de Dios. Sin embargo, su convicción de que este último sentido existe en todos los lugares de la Biblia le lleva a muchas exageraciones o explicaciones extravagantes. Muy interesante es su insistencia en que el Nuevo Testamento ilumina al Viejo, y que a su vez sólo se entiende en toda su profundidad a la luz del Viejo.

De CIPRIANO nos interesa únicamente decir que, según él, la Tradición es sólo auténtica cuando no excede el contenido de las Escrituras.

 

El pecado de Adán y el bautismo

IRENEO explica que todos los hombres, por la caída de Adán, perdieron la semejanza de Dios en que habían sido creados, aunque no dejaron de ser imagen suya, pues la causa de ésta es su alma no material; y quedaron sometidos al pecado y a la muerte. Por la redención, el hombre ha sido librado del poder de Satanás y no está ya sometido al pecado y a la muerte; ha recibido de nuevo aquella semejanza sobrenatural que había perdido, y es hijo adoptivo de Dios, aunque sin convertirse en Dios ni deificarse. La redención se aplica a cada hombre por medio del bautismo, por el que se nace de nuevo para Dios, y por este nuevo nacimiento se entra a formar parte de la nueva humanidad recapitulada en Cristo. En este contexto Ireneo nos transmite el primer testimonio escrito del bautismo de los niños.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, oponiéndose a los gnósticos y a aquellas teorías suyas que materializaban el origen del mal, insiste en que el pecado sólo puede ser personal. Sin embargo el pecado de Adán, que consistió en no quererse dejar educar por el Logos, tuvo consecuencias funestas para todos los hombres, pues sus efectos se transmiten como los de un importante mal ejemplo. El bautismo, al que entre otros nombres aplica el de «sello» y de «iluminación», es una regeneración que nos hace hijos adoptivos de Dios.

TERTULIANO ve las consecuencias del pecado de Adán como una inclinación al mal que el demonio ha conseguido que se haga casi connatural. Desaconseja el bautismo de los niños, excepto en caso de necesidad, pues prefiere que tengan edad para conocer a Cristo.

ORÍGENES atestigua la creencia de la Iglesia de que el hombre nace en pecado, y que por esto hay que seguir la costumbre, recibida de los Apóstoles, de bautizar a los niños.

NovACIANO explica que es el Espíritu Santo, enviado por Cristo, quien realiza nuestro segundo nacimiento en el bautismo.

CIPRIANO, a diferencia de Tertuliano, no sólo aconseja el bautismo de los niños, sino que manda que se administre; hay que bautizarlos el primer día o el segundo, y no esperar al octavo, pues no hay que retrasar la curación de un enfermo contagiado; pero hay también otro bautismo, mejor que el de agua, y es el de sangre o martirio. Como Tertuliano, piensa que el bautismo administrado por los herejes es inválido.

 

La Eucaristía

IRENEO habla de la Eucaristía como de la participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo, participación tan real que asegura la resurrección del cuerpo del hombre: «¿Cómo pueden decir (los gnósticos) que la carne que se alimenta con el Cuerpo y la Sangre del Señor se corrompe y no participa en la vida?». La Eucaristía es el nuevo sacrificio que había profetizado Malaquías.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA se declara absolutamente en contra de los sacrificios, pero se refiere en realidad a los sacrificios paganos, de los que decía lo mismo que los apologistas; reconoce en cambio la Eucaristía como un sacrificio verdadero. La Eucaristía es también un alimento del alma, que santifica a todo el hombre.

TERTULIANO afirma que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y son frecuentes las expresiones en que alude a su carácter de sacrificio; atribuye la consagración a las palabras con las que Cristo instituyó el sacramento, y menciona la costumbre muy antigua de conservar la Eucaristía, y de recibirla, en casa. Una expresión suya, cuya interpretación ha sido objeto de polémica, según la cual la Eucaristía es «figura corporis mei (de Cristo)» parece que ha de interpretarse como «del Cuerpo bajo la figura del pan», pues de otra manera estaría en contradicción con lo que afirma tan a menudo.

HIPÓLITO señala también el carácter sacrificial de la Eucaristía al aplicarle, como ya había hecho la Didajé, la profecía de Malaquías, «desde el nacimiento del sol hasta su ocaso (...) en todo lugar se ofrece en mi nombre un sacrificio puro».

También ORÍGENES está persuadido del carácter de sacrificio de expiación y propiciación de la Eucaristía, que es el Cuerpo del Señor; al lado de esta interpretación literal, en otros lugares ofrece explicaciones alegóricas que, sin embargo, no excluyen aquélla.

En CIPRIANO la idea de sacrificio es aún más insistente; el sacrificio que ofrece el sacerdote es el mismo sacrificio de la pasión del Señor; en él se ofrece precisamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo; se puede ofrecer por las almas de los difuntos y también para honrar a los mártires. El pan eucarístico es además un signo de la unión entre los fieles y Cristo y de la unidad de los fieles entre ellos. Como ocurría con el bautismo, también piensa que la Eucaristía celebrada fuera de la Iglesia es inválida.


La penitencia

Parece que en relación a la penitencia el tema que más preocupa a los Padres era el de la amplitud del poder de las llaves que Cristo había dado a su Iglesia, y de hecho es en este campo donde abundan los testimonios y también las controversias, que fundamentalmente tienen presente la penitencia pública.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, como Hermas antes que él, piensa que en la vida debería haber una sola ocasión para la penitencia, que es el bautismo; pero que Dios, movido de su misericordia, ha concedido una segunda penitencia, que se puede recibir sólo una vez y se extiende a los pecados que él llama «involuntarios»; sin embargo, de hecho admite que todos los pecados pueden ser perdonados por la Iglesia, y el pecado que llama «voluntario» parece ser en realidad el de no querer ser perdonado.

TERTULIANO explica cómo esta segunda penitencia consiste fundamentalmente en una conversión y una expiación que lleva consigo necesariamente una confesión pública; la mediación de la Iglesia es también necesaria, y el momento final es la absolución que otorga el obispo. Ningún pecado puede ser excluido de esta segunda penitencia, decía al principio Tertuliano; pero en su período montanista excluyó la fornicación, la idolatría o apostasía y el homicidio, pecados que a partir de ahora aparecerán juntos en los juicios de algunos autores rigoristas. Los justificaba diciendo que Cristo no transmitió en toda su extensión sus poderes de perdonar los pecados. También dirá, en este período montanista, que el poder de las llaves no pertenece a la jerarquía sino al cristiano espiritual.

HIPóLITO, aun cuando era rigorista en cuanto al procedimiento a seguir para que se perdonen los pecados, no excluye ninguno del poder de perdonar que tiene la Iglesia.

Lo mismo cabe decir de ORÍGENES, aunque insiste en el período largo de penitencia que es necesario para los pecados más graves. Cita varios medios para obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, que es la penitencia en el sentido más propio; son el martirio, el perdón de las ofensas, convertir un pecador, la limosna, la caridad y «la penitencia dura y laboriosa» seguida de la confesión al sacerdote para pedirle la medicina: él decidirá si hace falta confesar públicamente.

CIPRIANO se vio envuelto en controversias sobre la penitencia, como ya hemos visto. Si se opuso a la facilidad con que se querían perdonar algunos pecados especialmente graves en Africa, se opuso también al rigorismo de Novaciano, y nunca excluyó ningún pecado de la posibilidad de perdón. Describe la penitencia pública como compuesta por tres actos: confesión, satisfacción proporcional a la gravedad del pecado y reconciliación, y resalta el carácter sacramental de esta última, pues el desatar en la tierra es la condición para que se desate en el cielo.

 

Ideas sobre la naturaleza del hombre, del mundo, de los ángeles

Si bien estas ideas están en relación bastante estrecha con la filosofía y la ciencia de la época, no están exentas de consecuencias o matices teológicos, y nos interesan para entender mejor algunas de las opiniones de los que las profesan.

IRENEO, siguiendo la línea de Platón, entendía que el hombre estaba formado de cuerpo, alma y espíritu; el espíritu sin embargo lo entendía a veces como Espíritu de Dios; y siempre como algo que, siendo necesario para que la naturaleza humana esté verdaderamente completa, se recibe y se conserva según sea la conducta personal.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA pensaba, con los filósofos griegos, que la materia existía desde siempre, aunque después enseñó que Dios es el origen de todo lo que existe. El hombre está constituido también de cuerpo, alma y espíritu. Los ángeles forman una jerarquía, carecen de sentidos y conocen de manera instantánea; conocen incluso los pensamientos de los hombres.

En cambio TERTULIANO tiene una idea menos clara del mundo espiritual: todo lo que existe es un cuerpo, aunque peculiar; así, como ya hemos señalado antes, las almas de los hombres tienen una cierta corporeidad e incluso color y proceden del alma de los padres, lo que explica las semejanzas entre padres e hijos.

Respecto a las almas, ORÍGENES explica que son espíritus que en un mundo anterior se apartaron de Dios; fueron encerrados en cuerpos materiales que, como toda la materia en general, fueron creados posteriormente; es la diversa gravedad de sus culpas en aquel mundo anterior lo que explica las diferencias de sus cualidades presentes. La creación de aquel primer mundo espiritual es un acto eterno de Dios, pues la bondad de Dios y su omnipotencia no pueden dejar de manifestarse. Es fácil adivinar una influencia del mito platónico de la caverna en esta concepción de un mundo anterior de los espíritus.

 

La vida después de la muerte

IRENEO, y no es el único en avanzar esta opinión, piensa que el alma de suyo no es inmortal, pero puede recibir la inmortalidad como premio a la fidelidad a su Creador; es posible que esta manera de pensar fuera resultado de su polémica contra los gnósticos. Después de la muerte, las almas se quedan esperando en el Hades hasta el día del juicio, lo que también había sido enseñado por JUSTINO. Con Justino coincide además en pensar que al final habrá un período de mil años en que los justos reinarán con Cristo en Jerusalén («milenarismo»), a lo cual le inclina aún más su idea sobre la recapitulación y sus consecuencias en la restauración del mundo.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA habla de que los castigos divinos, como ya sostenía Platón, tienen una finalidad de purificación; sin embargo, en ningún lugar aplica esta idea al infierno.

TERTULIANO habla de una purificación por el sufrimiento después de la muerte, purificación de la que sólo los mártires están exentos; estos sufrimientos, que pueden ser aliviados por las oraciones de los fieles, duran hasta el día del juicio, en que los impíos serán condenados al fuego que no termina, y los santos irán a gozar de Dios. La resurrección de los cuerpos ocupa un lugar importante en los escritos de Tertuliano. Cristo vino a salvar al hombre entero; puesto que se había perdido tanto su alma como su cuerpo, ambos iban a ser salvados. El cuerpo que resucitará es el mismo que tenemos, y resucitará en un estado de integridad. Por otra parte, Tertuliano fue también milenarista.

HIPÓLITO atestigua la creencia de la Iglesia en la resurrección de los cuerpos y en la eternidad de las penas del infierno.

Una de las perspectivas desde las que ORÍGENES organiza su pensamiento teológico es la doctrina de la apocatástasis o restauración del universo en su primer estado espiritual. Después de la muerte, las almas de los pecadores sufrirán una purificación por el fuego, y las de los justos irán al paraíso, donde Cristo les irá resolviendo todos los problemas del mundo. El fuego purificador no es en ningún caso eterno, y aun los mismos demonios llegarán a ser perdonados; al final de esta purificación vendrá Cristo por segunda vez, todas las almas resucitarán en unos cuerpos etéreos y todos se salvarán. Sin embargo, esta restauración no es final sino temporal, pues a este mundo le sucederán otros, como también otros lo precedieron.

CIPRIANO también habla de que sólo las almas de los mártires van directamente a gozar de Dios, mientras que las almas de los demás han de esperar el día del juicio.

Pueden sorprender algunas de las opiniones recogidas en estos dos últimos apartados. Si bien algunas son de carácter fundamentalmente filosófico, no dejan de tener, como ya hemos dicho, sus consecuencias para la fe.

Es verdad que alguno de estos autores se confunde también en algún otro tema (por ejemplo, Tertuliano). Pero quizá la explicación más general resida más bien en que el interés prevalente de la época estaba dirigido hacia la divinidad, y hacia los grandes principios de la salvación del hombre y lo que éste tenía que hacer para alcanzarla; las especulaciones en busca de un conocimiento detallado del origen y el destino del alma parecen interesar poco.

De modo que podemos pensar que, tanto esto como el lugar relativamente marginal que ocupaban estas opiniones dentro de la enseñanza de la mayoría de los autores descritos, quizá las hicieran pasar bastante inadvertidas. De hecho, los autores de la época no reseñados en estos dos apartados hablan escasamente de estos temas.

En cambio, cuando estas enseñanzas sí ocuparon un lugar prominente en la obra de alguno de estos escritores, y se trató además de un escritor de especial consideración, las consecuencias que para la fe tenían sus afirmaciones erróneas se detectaron muy pronto, y no se pasaron en silencio; en concreto, tuvieron su importancia en las.controversias origenistas y en la condenación de los escritos de Orígenes, a lo que ya hemos aludido en su lugar.

 

Los caminos hacia Dios

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA habla con cierta extensión del matrimonio y de la virginidad. Por un lado, contra los gnósticos defiende la bondad del matrimonio. En el matrimonio se da una profunda compenetración de los esposos; su fin es la procreación de los hijos, en la que el hombre coopera estrechamente con Dios, y es necesario para el bien de la patria y aun de todo el mundo. Es más, «los dos o tres reunidos en nombre de Cristo en medio de los cuales está el Señor (...) son el hombre, la mujer y el niño»; esta unión espiritual se hace tan fuerte que ni aun la muerte la rompe, por lo cual Clemente se declara también contra las segundas nupcias, opinión en la que coinciden algunos otros Padres.

En cuanto a la virginidad, Clemente la tiene en una estima muy alta, como tantos otros Padres; él mismo no se casó «por amor al Señor», y dice que «el que permanece célibe por no apartarse del servicio del Señor alcanzará la gloria celestial». Sin embargo, cuando compara el matrimonio y la virginidad considera aquél como un estado más perfecto, y lo razona diciendo que ya que es más difícil servir al Señor estando casados, ha de ser también más meritorio. Es posible que esta opinión sea consecuencia de su esfuerzo por ensalzar el matrimonio frente a los gnósticos. Pero quizá lo más interesante sea hacer notar que es el único Padre que sostiene esta opinión; la Tradición estaba exactamente en la dirección contraria.

TERTULIANO escribió un tratado sobre las vírgenes. Escribió también tres sobre el matrimonio: uno cuando era católico, otro en que revela ya la atracción que ejercía sobre él el montanismo, y el tercero cuando era claramente montanista. En los tres considera lícito el matrimonio, pero su juicio sobre las segundas nupcias sufre un endurecimiento progresivo, pasando de desaconsejarlas a condenarlas. También su insistencia, correcta en sí misma, en que es mejor la viudez o el celibato que el matrimonio se hace mayor a medida que avanza hacia el montanismo.

Una buena parte del primero de sus tratados sobre el matrimonio la dedica a explicar con detalle por qué es desaconsejable que un cristiano contraiga matrimonio con uno que no lo es; en contraposición, describe la felicidad de los cónyuges que están unidos en la misma fe y en los mismos ideales.

ORÍGENES, como consecuencia de su vida dedicada a Dios y de la vehemencia de su vida interior, habla con bastante extensión del camino personal hacia Dios. Siguiendo de cerca a Quasten, podemos resumir sus ideas como sigue.

La perfección del hombre consiste en hacerse lo más semejante posible a Dios, imitando a Cristo; no todos están llamados a hacerlo de la misma manera, como no eran tampoco los mismos los caminos de los Apóstoles y los de las turbas, y así distingue, como ya hiciera Clemente, entre los fieles comunes y aquellos que Dios escoge para que le sigan de otro modo.

El primer paso que hay que dar es conocerse a sí mismo, para saber qué debemos hacer y qué debemos evitar. El resultado de este conocimiento será luchar contra las causas del pecado, que son las pasiones y el mundo, y para esto es necesaria también la mortificación de la carne. Sin rechazar el matrimonio, recomienda la virginidad y el voto de castidad; fue Cristo quien trajo la virginidad al mundo, que es un ideal de perfección. Para poder dedicarse a Dios hace también falta un desprendimiento de la familia, de las ambiciones mundanas, de la propiedad. Recomienda ejercicios ascéticos, como las vigilias, los ayunos severos y el estudio constante de la Escritura.

El proceso de acercamiento a Dios comienza con el abandono del mundo, al percatarnos de que estamos aquí de paso; vienen luego la lucha con el diablo y sus tentaciones, y los sufrimientos interiores del alma; sin embargo, cuantas más son las tentaciones, mayores son también los consuelos que se reciben. Dios envía también visiones, de las que Orígenes habla como de algo experimentado; consisten en iluminaciones que se producen en la oración o en la lectura de las Escrituras, y que revelan el misterio divino: el objeto de estas visiones es hacer al alma más fuerte contra las tentaciones. Hay que seguir a Cristo hasta la cruz, y al final viene la unión mística con el Logos, unión que se describe con la figura del matrimonio espiritual.

Los primeros escritores monásticos siguieron muchas de estas opiniones, que han ejercido un influjo duradero.

CIPRIANO escribió un tratado sobre las vírgenes modelado sobre el de Tertuliano, pero mucho más sereno. Llama a las vírgenes «flores de la Iglesia, honor y obra maestra de la gracia espiritual, esplendor de la naturaleza (...) la porción más ilustre del rebaño de Cristo, fecundidad gloriosa de nuestra madre Iglesia». Advierte a las vírgenes de los peligros que ofrece el mundo pagano circundante, y les exhorta a comportarse y a vestir con sencillez y modestia.

ENRIQUE MOLINÉ
Los Padres de la Iglesia