LA LUCHA ANTINESTORIANA

 

NESTORIO había nacido después del 381, de padres persas, en un lugar de la Siria cercana al Éufrates; estudió en la escuela de Antioquía, tal vez bajo Teodoro de Mopsuestia, y fue monje en Antioquía; gran predicador, el año 428 fue elevado por el emperador Teodosio II a la silla de Constantinopla. Allí tomó medidas contra los judíos, los arrianos y macedonianos, y los novacianos. Su afición a la polémica creó pronto dificultades, y el concilio de Éfeso (431) le depuso, acusado de defender lo que después se llamaría nestorianismo, y que ciertamente se hizo más radical entre sus seguidores a partir de este momento. Fue luego enviado por el emperador a su monasterio, en Antioquía, y a los cuatro años, pasados en paz, desterrado al Alto Egipto; vivía aún a mediados del 450.

Su copiosa obra desapareció casi completamente. Quedan algunos sermones de los muchos que pronunciaría y andarían escritos, unas pocas cartas, algún fragmento de tratados dogmáticos y, excepcionalmente, uno de ellos entero, el Bazar de Heráclides de Damasco, escrito bajo este seudónimo y cuya versión siríaca fue encontrada en 1895; se trata de una obra larga, en la que defiende su postura, critica las decisiones de Éfeso y la posición de Cirilo de Alejandría, y afirma que sus creencias son las mismas del papa León Magno y del patriarca de Constantinopla Flaviano; está escrito con gran brillantez y, en razón de sólo este escrito, parece difícil clasificarle formalmente como hereje. Los Doce contra-anatematismos, respuesta a los Anatematismos de Cirilo, que comúnmente se le atribuían, no son suyos.

SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA nos recuerda a Atanasio en el sentido de que si la vida de éste estuvo ligada al problema del arrianismo, la de Cirilo lo estuvo al del nestorianismo.

Cirilo había sido elegido patriarca de Alejandría a la muerte de Teófilo de Alejandría, que era tío suyo; Teófilo, a su vez el tercer sucesor de Atanasio, había gobernado la Iglesia de Egipto durante casi treinta años, no tenia una personalidad transparente, y sus maneras duras fueron más de una vez acompañadas de intrigas poco nobles; ya hemos aludido, por ejemplo, a su intervención para deponer a San Juan Crisóstomo. Durante su pontificado, el paganismo había retrocedido en Egipto, pero en este retroceso había tenido también su parte el uso de la fuerza, con la destrucción de templos paganos, algunos muy famosos. Gran defensor de Orígenes en las controversias que estallaron en su tiempo, se convirtió luego en su enemigo declarado.

Cirilo heredó alguna de las actitudes de su predecesor; entre ellas, una cierta dureza de trato tanto hacia los paganos como hacia los judíos y los novacianos; y un recelo hacia. Juan Crisóstomo, en cuya deposición había estado presente junto a su tío, y hacia Constantinopla en general. Pero su personalidad es muy distinta de la de Teófilo.

Cirilo pasa a un primer plano a partir del año 428, cuando Nestorio es elegido patriarca de Constantinopla. Tan pronto como Nestorio, con una expresión de su doctrina que era a la vez profunda y de fácil entendimiento por el pueblo, comenzó a decir en su predicación que a la Virgen María no se la podía en realidad llamar madre de Dios sino sólo madre de Cristo, Cirilo refutó sus argumentos en una carta pascual a los obispos de Egipto y, poco después, en otra carta a los monjes egipcios; además, se cruzaron varias cartas entre él y Nestorio.

Desde el primer momento, sobre el fondo indudablemente doctrinal de la cuestión, se sobrepusieron tanto la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y de Alejandría como la que existía entre las sedes de Alejandría y de Constantinopla, que iría creciendo y más tarde se agravaría de modo considerable con la controversia del monofisismo. A todo ello hay que añadir aún el temperamento de los protagonistas.

Tanto Cirilo como Nestorio apelaron al papa Celestino I. Éste comunicó su fallo, contrario a Nestorio, a su oponente Cirilo, a quien encargó de comunicárselo; y Cirilo se apresuró a hacerlo, en un tono conminatorio. Todo parecía empeorar, de manera que el emperador Teodosio II decidió convocar un concilio, que tuvo lugar en Efeso el 431.

Este concilio no tuvo un desarrollo fácil. Primeramente, se depuso y excomulgó a Nestorio, condenando su enseñanza sobre Cristo y reconociendo a la Virgen su título de Madre de Dios; luego llegó el patriarca de Antioquía, celebró otro concilio con sus obispos y con los partidarios de Nestorio, y excomulgó a Cirilo; a continuación, el emperador Teodosio decidió que los dos estaban depuestos, y los encarceló; finalmente, consideradas las cosas con más calma, el emperador dejó regresar a Cirilo a Alejandría, y Nestorio se retiró a su monasterio de Antioquía.

Hasta dos años después no se reconciliaron Antioquía y Alejandría: el obispo de Antioquía aceptó la condenación de Nestorio y Cirilo de Alejandría aceptó una profesión de fe en la que se reconocía con claridad la maternidad divina de María, pero que estaba redactada en Antioquía. Sin embargo, Cirilo se vio aún obligado a defender repetidamente su cristología. Murió el año 444.

Aun cuando muchas de sus obras han desaparecido, quedan las suficientes para llenar 10 volúmenes de la edición de Migne. Si su estilo es repetitivo y poco agradable, su pensamiento es en cambio profundo, y la línea de su razonamiento clara y precisa.

Antes del estallido de la controversia nestoriana, las obras de Cirilo se orientan fundamentalmente a la exégesis y a la polémica con los arrianos que, por lo que se ve, todavía existían en Egipto. A partir de este momento, sus obras se polarizan hacia la refutación de la herejía nestoriana.

La parte más considerable de sus escritos la forman sus obras exegéticas; su exégesis sigue la línea alejandrina, alegórica, de manera especial en los comentarios al Antiguo Testamento, pero sin llegar a los excesos de Orígenes, para quien el menor detalle admitía esta interpretación.

Sus comentarios sobre el Viejo Testamento comprenden 17 libros Sobre la adoración y el culto de Dios en espíritu y en verdad, en que, bajo la forma de un diálogo, se van explicando una serie de escenas del Pentateuco; están elegidas de acuerdo con la intención del autor, que desea probar que la Ley quedó abrogada en la letra, pero no en el espíritu; esta obra en cierta manera se continúa con los Comentarios elegantes, también sobre el Pentateuco; además, se conservan un Comentario a Isaías, un Comentario a los profetas menores, y bastantes fragmentos, a veces extensos, en las catenae, que dan a entender que debían de existir bastantes más comentarios.

Sobre el Nuevo Testamento, Cirilo tiene comentarios a tres evangelios: el Comentario al evangelio de San Juan tiene como tema de fondo probar la consubstancialidad del Hijo con el Padre, y en él ataca a los arrianos y a la cristología de la escuela antioquena; en cambio, el Comentario al evangelio de San Lucas es de carácter principalmente moral y ascético; del Comentario al evangelio de San Mateo quedan sólo fragmentos.

Sus escritos dogmáticos tienen siempre presente al adversario, primero el arrianismo, luego el nestorianismo. Contra los arrianos tiene dos tratados, escritos casi a continuación el uno del otro; el segundo de ellos, Sobre la Trinidad santa y consubstancial, está escrito en forma de diálogo; el primero y más importante, el Tesoro sobre la Trinidad santa y consubstancial es un resumen muy completo de las objeciones arrianas y su refutación y de los resultados definitivos de la controversia. Contra los nestorianos tenemos: Contra las blasfemias de Nestorio; Sobre la fe recta; un grupo de tres alegatos dirigidos a la corte; los doce Anatematismos contra Nestorio con que acompañó la carta del papa que transmitió a Nestorio; la Apología al emperador, dirigida a Teodosio II después de su breve encarcelamiento en Éfeso; los Escolios sobre la encarnación del Unigénito; Contra los que no quieren confesar que la Virgen Santa es Madre de Dios; Contra Diodoro y Teodoro, de la que ya hemos dicho algo; y un diálogo muy apreciado sobre la unidad de la persona de Cristo, Que Cristo es uno.

Cirilo tiene además una Apología contra Juliano, que nos sirve para saber que las calumnias que este emperador había inventado contra el cristianismo seguían vivas entre los aún numerosos paganos de Egipto; indirectamente, este texto nos conserva parte de los escritos que refuta, pues los va copiando uno a uno antes de darles su respuesta; por otra parte, a causa de este método, la refutación no aísla los puntos centrales para atacarlos y, aunque valiosa, resulta carente de unidad.

De sus muchos sermones se conservan sólo 22. En cambio sus cartas tienen más importancia; quedan 29 cartas pascuales, y el resto de las conservadas en su epistolario suma casi 90, de las cuales 17 no son escritas por Cirilo sino recibidas por él; unas y otras tienen mucho interés para la historia de la controversia nestoriana y de la época en general.


TEXTOS

 

Comentario sobre el profeta Ageo

El Templo antiguo y el nuevo:

La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la Ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras. Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El Templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor, del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Desde el oriente hasta el poniente es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrecerá incienso a mi nombre y una oblación pura.

En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por medio de quien tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuando dice: La paz de Dios, que está por encima de todo conocimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido el sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.

Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.

(14; Liturgia de las Horas)

 

Comentario sobre el evangelio de San Juan

La unidad en Cristo:

Todos los que participamos de la carne sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con él, como atestigua san Pablo, cuando dice, refiriéndose al misterio del amor misericordioso del Señor: El misterio que no fue dado a conocer a las pasadas generaciones ahora ha sido revelado por el Espíritu a los santos apóstoles y profetas: esto es, que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y copartícipes de las promesas divinas, en Cristo Jesús.

Y si somos unos para otros miembros de un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo entre nosotros mismos, sino también para aquel que está en nosotros por su carne, ¿por qué, entonces, no procuramos vivir plenamente esa unión que existe entre nosotros y con Cristo? Cristo, en efecto, es el vínculo de unidad, ya que es Dios y hombre a la vez. Siguiendo idéntico camino, podemos hablar también de nuestra unión espiritual, diciendo que todos nosotros, por haber recibido un solo y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, estamos como mezclados unos con otros y con Dios. Pues, si bien es verdad que tomados cada uno por separado somos muchos, y en cada uno de nosotros Cristo hace habitar el Espíritu del Padre y suyo, este Espíritu es uno e indivisible, y a nosotros, que somos distintos el uno del otro en cuanto seres individuales, por su acción nos reúne a todos y hace que se nos vea como una sola cosa, por la unión que en él nos unifica.

Pues, del mismo modo que la virtualidad de la carne sagrada convierte a aquellos en quienes actúa en miembros de un mismo cuerpo, pienso que, del mismo modo, el único e indivisible Espíritu de Dios, al habitar en cada uno, los vincula a todos en la unidad espiritual.

Por esto nos exhorta también san Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos por mantener la unidad del espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo y lo invade todo. Al estar en cada uno de nosotros el único Espíritu, estará también, por el Hijo, el único Dios y Padre de todos, uniendo entre sí y consigo a los que participan del Espíritu. Y el hecho de nuestra unión y comunicación del Espíritu Santo, en cierto modo, se hace también visible ya desde ahora. Pues, si, dejando de lado nuestra vida puramente natural, nos sometimos de una vez para siempre a las leyes del espíritu, es evidente para todos nosotros que -por haber dejado nuestra vida anterior y estar ahora unidos al Espíritu Santo, y por haber adquirido una hechura celeste y haber sido en cierta manera transformados en un nuevo ser— ya no somos llamados simplemente hombres, sino también hijos de Dios y hombres celestiales, por nuestro consorcio con la naturaleza divina.

Por tanto, somos todos una sola cosa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; una sola cosa por la identidad de condición, por la asimilación que obra el amor, por la comunión de la carne sagrada de Cristo y por la participación de un único y Santo Espíritu.

(11, 11; Liturgia de las Horas)

Cristo se va para que pueda venir el Espíritu Santo:

Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos participes de la naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida anterior fuera transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo.

Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador.

En efecto, mientras Cristo convivió visiblemente con los suyos, éstos experimentaban —según es mi opinión— su protección continua; mas, cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adictos, por el Espíritu, y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: «Padre», y nos sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la posesión del Espíritu que todo lo puede.

No es difícil demostrar con el testimonio de las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que el espíritu transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita.

Samuel, en efecto, dice a Saúl: Te invadirá el Espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre. Y San Pablo afirma: Y todos nosotros, reflejando como en un espejo en nuestro rostro descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su propia imagen, hacia una gloria cada vez mayor, por la acción del Señor, que es Espíritu. Porque el Señor es Espíritu.

Vemos, pues, la transformación que obra el Espíritu en aquellos en cuyo corazón habita. Fácilmente los hace pasar del gusto de las cosas terrenas a la sola esperanza de las celestiales, y del temor y la pusilanimidad a una decidida y generosa fortaleza de alma. Vemos claramente que así sucedió en los discípulos, los cuales, una vez fortalecidos por el Espíritu, no se dejaron intimidar por sus perseguidores, sino que permanecieron tenazmente adheridos al amor de Cristo.

Es verdad, por tanto, lo que nos dice el Salvador: Os conviene que yo vuelva al cielo, pues de su partida dependía la venida del Espíritu Santo.

(10; Liturgia de las Horas)

El Espíritu Santo, derramado sobre todos los hombres:

El Hacedor del universo determinó instaurar con admirable perfección todas las cosas en Cristo y restituir la naturaleza humana a su estado primitivo; para este fin prometió darle en abundancia, junto con los demás bienes, el Espíritu Santo, condición necesaria para reintegrarla a una pacífica y estable posesión de sus bienes.

Así pues, habiendo establecido el tiempo en que había de bajar sobre nosotros el Espíritu Santo, esto es, en el tiempo de la venida de Cristo, lo prometió diciendo: En aquellos días -a saber, en los del Salvador-, derramaré mi Espíritu sobre toda carne.

Por consiguiente, cuando llegó el tiempo de tan gran munificencia y liberalidad -y puso a nuestra disposición en el mundo al Unigénito hecho carne, es decir, a aquel hombre nacido de mujer de que hablan las Escrituras-, nuestro Dios y Padre nos dio también el Espíritu, y Cristo fue el primero en recibirlo, como primicias de la naturaleza restaurada. Así lo atestigua Juan Bautista Con aquellas palabras: Vi al Espíritu Santo bajar del cielo y posarse sobre él.

Se afirma de Cristo que recibió el Espíritu en cuanto que se hizo hombre y en cuanto que convenía que lo recibiera el hombre; y, del mismo modo -aunque es Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma sustancia ya antes de la encarnación, más aún, desde toda la eternidad-, no pone objeción al escuchar a Dios Padre que proclama, después que se ha hecho hombre: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy.

De aquel que era Dios, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, dice que lo ha engendrado hoy, para significar que en su persona hemos sido adoptados como hijos, ya que toda la naturaleza está incluida en la persona de Cristo, en cuanto que es hombre; en el mismo sentido se afirma que el Padre comunica al Hijo su propio Espíritu, ya que en Cristo alcanzamos nosotros la participación del Espíritu. Precisamente por esto se hizo hijo de Abraham, como está escrito, y fue semejante en todo a sus hermanos.

Por lo tanto, el Unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo, ya que él lo posee como algo propio y en él y por él se comunica a los demás, como ya dijimos antes, sino que lo recibe en cuanto que, al hacerse hombre, recapitula en sí toda la naturaleza para restaurarla y restituirle su integridad primera. Es fácil, pues, de comprender, por lógica natural y por el testimonio de la Escritura, que Cristo recibió en su persona el Espíritu, no para sí mismo, sino más bien para nosotros, ya que por él nos vienen también todos los demás bienes.

(5, 2; Liturgia de las Horas)

Enrique Moliné
Los Padres de la Iglesia