LA GEOGRAFÍA DEL CRISTIANISMO Y LA LITERATURA CRISTIANA HASTA EL AÑO 300

 

El proselitismo

Los evangelios de San Mateo y de San Marcos terminan de una manera parecida, recogiendo unas últimas palabras del Señor.

El de San Mateo dice así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 18-20). Y el de San Marcos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará» (Mc 16, 15-16).

Este mandato fue acogido seriamente tanto por los Apóstoles como por el resto de los discípulos. y desde las primeras páginas del libro de los Hechos de los Apóstoles se puede ver su afán por cumplirlo. No se frenó el impulso después de los primerísimos tiempos, y el anuncio del Evangelio, la Buena Noticia, a pesar de las circunstancias muy adversas, fue llegando cada vez a más gente y con más eficacia. Hasta el punto de que la fuerza de esta expansión temprana suele ser uno de los argumentos para mostrar la divinidad del cristianismo al que aún no cree: el mismo Dios ha de haber ayudado a su difusión, ya que no se explica por razones meramente humanas.

Sin embargo, el Evangelio no se propagó por unos caminos cualesquiera. Es interesante que nos detengamos a estudiar cuáles fueron en líneas generales estos caminos que, desde otro ángulo, son también muestra de la providencia de Dios; esto nos podrá ayudar a comprender las causas inmediatas de que la distribución geográfica de los cristianos en los primeros siglos fuera una u otra.


Cristianos y judíos

La predicación de Jesús y el comienzo de la Iglesia tuvieron lugar en Palestina. Por otra parte, las tres mil personas que recibieron el bautismo como resultado del sermón de San Pedro del día de Pentecostés, según relatan los Hechos de 'los Apóstoles (Act 2), procedían de Judea o de otros muchos lugares lejanos, pero todos eran judíos o simpatizantes que se encontraban en Jerusalén con motivo de la fiesta.

La misma predicación de San Pablo, cuya notable actividad apostólica entre los que no eran judíos le valdría el nombre de apóstol de los gentiles, se desarrolló casi siempre en los lugares donde había comunidades judías. Tal como nos informan sus cartas y los Hechos, solía ser allí donde, después de dirigirse a los judíos, a menudo en la sinagoga, comenzaba a predicar a los gentiles.

Estas primeras relaciones con las comunidades judías son tan evidentes que las más antiguas noticias que los autores paganos nos dan sobre los cristianos los distinguen con dificultad de los judíos. Por otra parte, tanto los Hechos como las cartas dejan entrever que los mismos judíos miraban al principio a los cristianos como un grupo, escindido y cada vez más herético, del propio judaísmo.

Nos interesa pues hacer algunas consideraciones sobre Palestina y sobre las comunidades judías dispersas por el mundo.

La historia de Israel y la dispersión de los judíos

Palestina, la antigua tierra de Canaán, está situada en el corredor de paso entre los dos grandes núcleos de civilización del Oriente medio. Estos núcleos parecen ser los más antiguos de la humanidad, más que el relativamente cercano de las orillas del Indus o el más lejano de China. Se trata de lo que podríamos llamar el espacio egipcio y el espacio mesopotámico.

Egipto es el país del Nilo: un largo oasis de varios miles de kilómetros de longitud y con una anchura que oscila alrededor de los treinta, ensanchado al norte por un extenso delta, y situado en medio de una gran zona desértica formada por el Sahara y su continuación hacia Arabia. Gracias a las obras de irrigación a lo largo del río y de drenaje en el delta, este oasis se convirtió en el foco de una población numerosa, que pronto se podría contar por millones; bastante aislada del exterior y relativamente segura, muy pronto se unificó políticamente y tuvo una estabilidad social y cultural grande a lo largo de milenios.

Mesopotamia, el país de en medio de los ríos, el Éufrates y el Tigris, y sus tierras vecinas, recuerda un poco a Egipto. También el país es árido, aunque mucho menos, y los ríos caudalosos, las obras de irrigación importantes y la población densa. Pero los centros de poder político están más dispersos, y la hegemonía pasa de unos a otros. Además, y sobre todo, el país está más abierto al exterior; por ejemplo, a la periódica acción perturbadora de los pueblos de las zonas montañosas cercanas o de los que viven en las estepas asiáticas.

En estos dos países se dio una temprana y floreciente civilización, y el contacto se hubo de realizar a través de Palestina, pues el desierto llegaba hasta cerca de la orilla derecha del Éufrates tal como sugieren los mapas adjuntos, y limitaba mucho las rutas importantes. Palestina, desde el punto de vista político, quedaba bajo la influencia de sus vecinos; fue independiente cuando el poder ejercido desde Egipto y desde Mesopotamia eran débiles; en los demás casos estuvo bajo el control de uno u otro, con un grado de sujeción proporcional a la fuerza de estos países en cada momento y a su estilo de dominación, en general mucho más benigno en el caso de Egipto.

Fue en este lugar de paso, perfecto centro de dispersión, donde Yahvé colocó a su pueblo elegido. Un pueblo que desde su mismo origen está relacionado con ambas zonas: Abraham, siguiendo la llamada de Yahvé, sale de Ur de Caldea, marcha a Jarrán por el camino del Éufrates, de allí va a la tierra de Canaán que Yahvé promete darle a él y a sus descendientes, pasa luego a Egipto y luego de nuevo a Canaán donde muere y es enterrado. José, vendido a unos mercaderes, es llevado a Egipto, a donde irán después su padre Jacob y sus hermanos. De Egipto sacará Moisés al pueblo de Israel para establecerlo, según la promesa, en la tierra de Canaán, entonces bajo un tenue dominio de los egipcios. Después, pasada ya la época gloriosa de David y Salomón, desde lo que hemos llamado espacio mesopotámico, primero Asiria y luego Babilonia dominarán cruelmente a Israel, deportando a parte de su población y dando origen al comienzo de la diáspora, la dispersión de los judíos.

Después de una restauración que permite una cierta independencia bajo los persas y en la que parte de los deportados a Babilonia regresarán a Jerusalén, el pueblo de Israel quedará sujeto a los sucesores de los persas, los griegos, y más tarde a los romanos. En esta última época, la de los romanos, la corriente emigratoria judía hacia Egipto habrá cuajado en la existencia de una gran colonia judía en Alejandría, que tendrá una importancia social y cultural extraordinaria.

En esta época de restauración bajo el Imperio de los persas podríamos decir que el espacio de civilización va a crecer en dimensiones, y que Israel, hasta ahora en el centro de las relaciones entre norte y sur, va a comenzar a estar en el centro geográfico, aunque no ya de comunicaciones, de las relaciones entre este y oeste. Primero, el Imperio persa va a unificar un gran territorio que incluirá el antiguo espacio mesopotámico y llegará hasta la cercanía del Indus. El Imperio de Alejandro sucederá al Imperio persa, añadiendo Egipto y lo que ahora llamamos Asia Menor; aunque pronto fragmentado, su cultura de estirpe griega penetrará profundamente en los pueblos conquistados, especialmente en los más cercanos al núcleo original, asimilando en gran parte las culturas anteriores siria y egipcia. Cuando Roma por un lado y una Persia resurgida bajo los partos por otro sucedan a aquellos estados epígonos del Imperio de Alejandro, se habrá configurado un gran espacio que va del Indus al Atlántico, mayor que cualquiera de los anteriores y dividido en dos mitades, Persia y Roma, con una zona intermedia repartida entre ellos, penetrada de helenismo, y con Israel también en un lugar central.

Durante los años de la vida de Jesús, la dispersión de los judíos desde este lugar central ha avanzado mucho. Hacia el Occidente, donde es mejor conocida, se va extendiendo hasta los confines del Imperio de los romanos; y hacia el Oriente persa posiblemente ocurra algo parecido. El texto antes aludido de los Hechos de los Apóstoles menciona quince regiones de procedencia de los judíos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés: Partia, Media, Elam, Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Cirene, Roma, Creta, Arabia; el texto permite suponer que también en un primer momento hubo cristianos de estos lugares.

Tenemos pues que en el primer siglo de nuestra era hay comunidades judías en Persia, en Egipto y en los otros países ribereños del Mediterráneo. Las guerras judías, con la primera destrucción de Jerusalén del año 70, contribuirían con toda seguridad a aumentar esa dispersión; aunque la influencia de esta oleada de exiliados en la difusión del cristianismo es probable que fuera ya más pequeña, no se puede olvidar que muchos cristianos de Jerusalén emigraron en bloque a Arabia.

Todo esto permite que nos preguntemos si la divina providencia no habría ya preparado la expansión universal del cristianismo a través del lugar elegido para la tierra prometida a Israel y de esta dispersión ulterior de las comunidades judías. De lo que no cabe duda es de que, incluso geográfica y culturalmente, el cristianismo aparece desde el primer momento como un fenómeno de vocación universal: su cuna no es occidental ni oriental, sino que está en una encrucijada de caminos dentro del área más antigua y extensa de la civilización.

Este hecho, tal vez no muy subrayado habitualmente, se podría poner al lado, aunque a un nivel inferior, de la preparación propiamente religiosa hecha a través de la revelación al pueblo de Israel tal como se refleja en el Viejo Testamento: la creencia firme en que hay un solo Dios, que es creador de todo lo que existe, que es personal y se ocupa de los hombres, que ha establecido una alianza con su pueblo a la que hay que ser fiel, que ha promulgado los diez mandamientos; enseñanzas tan bien inculcadas que aun aquellos judíos que no aceptaron la plenitud de la revelación del Nuevo Testamento no olvidarían ya más.

Si la expansión temprana del cristianismo es mejor conocida en el ámbito del Imperio romano que en el del persa, no parece del todo improbable que esto se deba a su evolución posterior. Pues al comienzo del siglo iv, los sucesos externos influyeron de una manera muy distinta en las dos mitades de ese gran espacio: Constantino no tuvo un equivalente persa, sino más bien al contrario; pero de todo esto ya diremos algo más adelante.

La existencia de una primera versión en arameo del evangelio de San Mateo y su pérdida subsiguiente favorecen la sospecha de que en la amplia zona oriental de habla aramea pudieran existir escritos cristianos más o menos numerosos y ahora perdidos. Nuestro desconocimiento de esta literatura se podría explicar así: por una parte, ya los escritores cristianos antiguos del ámbito del Imperio romano (pensemos, por ejemplo, en Eusebio de Cesarea) pudieron estar mal informados acerca de ella, a causa del efecto separador de la frontera entre los dos imperios y de la diferencia de lengua; por otra, la evolución posterior del cristianismo en el ámbito geográfico persa habría hecho desaparecer de él hasta las noticias de estos posibles escritos.

El Imperio Romano y la importancia del mundo griego

A finales del siglo III, un momento que puede servir de base para orientarnos, los territorios del Imperio romano están centrados en el Mediterráneo. Señalan sus límites, más o menos, las líneas del Rin y del Danubio por el norte, el Sahara por el sur, y el Imperio persa, ahora de los partos, por oriente.

Se trata de fronteras de carácter muy distinto; mientras la frontera sur podía estar esporádicamente amenazada por las tribus del desierto, esta amenaza nunca supondrá un peligro para la supervivencia del Imperio, como sí lo llegará a suponer la eventual presión desorganizada de las tribus o federaciones de tribus germánicas en la frontera norte; en cambio, el problema militar con un estado bien organizado se dará exclusivamente frente a Persia, con la contrapartida de la posibilidad de establecer treguas o paces armadas, en general respetadas; en esa frontera se dará también la presencia importante, a ambos lados de ella, de núcleos de civilización helénica, en una zona donde entrará con profundidad el cristianismo.

En resumen, estamos ante la primera, y la última, unificación política del área mediterránea. En el Imperio romano, sólo las llanuras de la Galia del Norte quedan fuera del entorno físico del Mediterráneo y de su envoltura montañosa, y el elemento físico de unión de las demás regiones del Imperio es precisamente el Mare Nostrum. La población del Imperio en estos momentos se ha estimado que podría ser del orden de unos cincuenta millones de habitantes.

Dada la superioridad y el prestigio de lo romano, su penetración en los pueblos bárbaros occidentales redundará prácticamente en una absorción de lo indígena. Es sabido que por lo general el latín desplazará a las otras lenguas; aunque no inmediatamente, claro: en África, una de las provincias más romanizadas, en tiempos de San Agustín se hablaba aún el púnico en Cartago, y en el interior había gentes que sólo entendían el númida. El grado de romanización guarda una relación estrecha con la antigüedad de la influencia romana; con la antigüedad de la conquista podríamos decir simplificando un poco; será mayor en África, en España, en la Galia Narbonense.

En cambio, las relaciones entre lo griego y lo romano serán distintas; la fusión de ambos elementos será paulatina y de características variadas. Lo helénico influirá en Roma, pero Roma gobernará y moldeará el espacio helenizado. El latín y el griego son las lenguas universales. El latín es lengua de la administración en Oriente, el griego es conocido y usado por las clases cultas y por muchos inmigrantes en Occidente; así, cuando hacia finales del siglo i Flavio Josefo, que llevaba muchos años instalado en Roma en el palacio del emperador, tradujo su obra Sobre la guerra judía del arameo con objeto de que fuera también conocida por griegos y romanos, no la tradujo al latín sino al griego. De todos modos, como es lógico, el griego predominaba en el espacio helénico y el latín en el oeste y el norte, y esta diferenciación se iría haciendo más acusada con el paso del tiempo.

La zona predominantemente helénica tiene por otra parte, tanto en lo cultural como en lo económico y en lo demográfico, un peso mucho mayor que en la zona latina. En concreto, la península de Anatolia y lo que podríamos considerar sus aledaños, Tracia y Macedonia por un lado y Siria por otro, formarán un núcleo que, con retrocesos, permitirá la continuación del Imperio romano durante mil años más después de la descomposición política de Occidente, bajo esa forma modificada que solemos llamar imperio bizantino. Mucho más adelante, éste será también el núcleo del imperio turco.

 

La difusión del cristianismo

Es muy interesante notar que en esta misma zona helenizada, que es la que cuenta con las ciudades más importantes del Imperio romano si exceptuamos Roma, es donde se centrará gran parte del primer desarrollo del cristianismo (recuérdense por ejemplo los itinerarios de los viajes de San Pablo), y donde será más notable la actividad literaria de los cristianos.

Así, a comienzos del siglo quizá la mayor parte de la población de Bitinia, incluida la gente del campo, era ya cristiana, según nos informa una célebre carta dirigida a Trajano por el gobernador de aquella región, Plinio el Joven. Es también en esta zona oriental cercana a Bitinia donde se celebrarán los cuatro primeros concilios ecuménicos, aunque esto se deba en gran parte a consideraciones políticas como la cercanía de la corte imperial; a ellos acudirán fundamentalmente obispos de la zona helénica, que es también donde tendrán lugar prevalentemente las controversias doctrinales de los siglos iv y v.

El Imperio romano ha sido a veces definido como un conjunto de ciudades, porque su vertebración se hace precisamente a través de éstas, que tienen una notable autonomía. La ciudad se compone de un núcleo urbano y de lo que ahora llamaríamos su comarca, su pagus. El cristianismo se difunde primero en los centros urbanos (véase, de nuevo, el caso de la predicación de San Pablo) y sólo más tarde, a veces muy tarde, llega a los habitantes del pagus, de ahí que la denominación de paganos llegue a significar no cristianos; lo cual hace aún más notable el caso de Bitinia.

Los centros urbanos son también mucho más antiguos y florecientes en la mitad griega del Imperio romano donde, entre las ciudades más importantes a principios de nuestro período, cabe mencionar a Alejandría, Antioquía, Éfeso, Tesalónica y Corinto y, ya en el siglo iv, Constantinopla, que llegará a superarlas a todas. En Occidente, aparte de algunas ciudades antiguas de fundación oriental, las que existen son por lo general de fundación, o de desarrollo, romanos; en Occidente, la romanización va unida al proceso de urbanización; la civitas se constituye alguna vez sobre lo que era un simple centro de reunión de la tribu, quizá al amparo de un santuario de los dioses tribales; ,en estos casos, utilizada por los romanos como un centro de administración, se convertirá usualmente en un lugar habitado y urbanizado.

Ya Aristóteles había definido al hombre como un animal político, expresión que en él tenia el sentido de un animal para quien lo propio es vivir en una polis, en más de un aspecto no tan distinta de la civitas romana como se podría suponer. En la polis se considera que el hombre es más libre y más capaz; en la ciudad se está más abierto a las novedades, no sólo porque como centro de un mercado llegan antes, sino sobre todo porque se suelen recibir mejor. También en las ciudades abundan más las oportunidades para el inmigrante; por ejemplo, para el inmigrante judío. No es pues extraño que sea en las ciudades donde se asentarán los judíos de la diáspora y donde se comenzarán a convertir los cristianos. Incluso se podría ofrecer como una explicación de la escasa o quizá nula difusión temprana del cristianismo en las zonas occidentales exteriores al Imperio romano la de la ausencia en ellas de ciudades.

Todo esto nos puede ayudar a comprender los caminos que sigue la difusión geográfica del cristianismo que, esquemáticamente, se puede describir así:

En los siglos I y II, la mayor concentración de comunidades cristianas conocidas se da en Palestina y en Asia; en el siglo ni, a estas zonas se han añadido otras en Egipto, África (la actual Túnez, aproximadamente), Hispania (Bética y Tarraconense, especialmente), Galia (valle del Ródano, sobre todo), Italia (zona Roma-Nápoles, especialmente). En el siglo v se puede decir que en todo el Imperio romano hay cristianos, así como en la región del Tigris y el Éufrates dominada por el Imperio de los persas.

Junto a esta expansión geográfica se da también un crecimiento en la proporción de los cristianos en cada uno de estos lugares, crecimiento que es especialmente acusado en todo el Imperio romano a lo largo del siglo iv.

Resumiendo. Incluso cultural y geográficamente, el cristianismo no es un fenómeno occidental, sino de vocación universal. Su expansión sigue al principio muy de cerca la existencia de comunidades judías. La primera expansión se da en las ciudades y en el mundo helenístico, donde seguirá estando su centro de gravedad durante mucho tiempo.

La literatura cristiana en estos años

En cuanto a la literatura cristiana, todo el período anterior a la paz de la Iglesia (313) se puede subdividir en otros dos, con la divisoria hacia el año 200 o poco antes. En el primero de ellos predominan los escritos pastorales dirigidos a los fieles, en un tono por lo general sencillo, y las respuestas a los ataques que sufren los cristianos, exteriores o interiores; en el segundo, se ha experimentado ya un crecimiento fuerte del cristianismo, se ha entrado en contacto con más gente culta a la que hay que explicar la fe a un nivel adecuado, y a esto tenderán especialmente las obras de los alejandrinos.

Los escritos anteriores a los fines del siglo II se pueden clasificar en unos grupos bien diferenciados:

  1. Los Padres Apostólicos (aproximadamente, hasta la mitad del siglo II) son hombres muy próximos a los Apóstoles y en los que suele palpitar una gran cercanía de Cristo; escriben en general a un público cristiano, a los hermanos, con un tono familiar y un fin de edificación. En este grupo se incluyen algunos otros escritos más o menos contemporáneos.

  2. Los Apologistas Griegos (aproximadamente, en los cincuenta años centrales del siglo II) escriben apologías (es decir, defensas) de la doctrina o del comportamiento de los cristianos, más o menos directamente dirigidas a la opinión pública, pagana o judía.

    El género apologético no acabará con los escritos de este grupo, sino que seguirá después. Hacia la mitad del siglo u comienzan también otros géneros de escritos que se continuarán en mayor o en menor grado en los siglos siguientes, y que son:

  3. La literatura antiherética, nacida de la necesidad de defender la fe frente a las opiniones heterodoxas, gnósticas por lo general, que se van introduciendo en el seno de la Iglesia. Los destinatarios de esa literatura vuelven a ser los cristianos, pero su tono es muy distinto del que tenían los Padres Apostólicos. Los escritores que son conocidos principalmente por sus obras antiheréticas reciben alguna vez el nombre de padres polemistas.

  4. La literatura apócrifa referente al Nuevo Testamento, destinada también a los cristianos y, con alguna frecuencia, en apoyo de opiniones heréticas.

  5. Las narraciones de martirios, a veces formadas por las actas auténticas de los mártires, igualmente dirigidas a los cristianos.

En el segundo período, que llega ya hasta la paz de la Iglesia (313):

  1. En Alejandría aparecen maestros de gran categoría, que configurarán una escuela de pensamiento teológico, la llamada Escuela de Alejandría. Los dos escritores de mayor interés son Clemente de Alejandría, que muere poco antes del 215, y Orígenes, que muere a mitad de siglo, el 253.

  2. En Roma encontramos a tres autores. De uno de ellos, Minucio Félix, que escribe alrededor del 197, tenemos sólo una apología. Los otros dos son teólogos: San Hipólito, que muere mártir en 235, y Novaciano, que hacia el 253 se separa de la Iglesia.

  3. En África, los autores de importancia son dos: Tertuliano, cuya actividad literaria comienza cerca del cambio de siglo y se prolonga en las dos primeras décadas del siguiente (197-220); y, a mitad de siglo, San Cipriano, obispo de Cartago desde el 248 hasta el 258, en que muere mártir.

ENRIQUE MOLINÉ