CONTENIDO DOCTRINAL DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DEL SIGLO DE ORO

Estudiaremos ahora el contenido doctrinal de las obras de los escritores principales (y ocasionalmente de algún otro) del siglo de oro. Como hicimos antes con los del siglo III, los presentaremos en un orden que quiere ser cronológico y que prescinde de su clasificación en orientales y occidentales. Sus afirmaciones las agrupamos por temas, entre los que destacan los relacionados con las controversias trinitarias y cristológicas que, como hemos visto repetidamente, configuran en gran manera el período.

Con uno de estos autores haremos sin embargo una excepción. Se trata de SAN AGUSTÍN. La extensión de su obra conservada, la amplitud de sus intereses y la influencia especialmente duradera y profunda que ha ejercido después, nos aconsejan estudiarlo en un apartado propio, separándolo de los demás, para tener así una visión general más completa y armónica de su pensamiento. Por otra parte, esto no ha de interferir apreciablemente con el esquema cronológico que seguimos, pues Agustín se sitúa hacia el final de nuestro período y, de los autores aquí considerados, sólo León Magno es claramente posterior y dependiente de él.

Características generales

De EUSEBIO DE CESAREA ya hemos mencionado su disgusto ante la definición de Nicea, su proclividad hacia el arrianismo, que no llegó sin embargo a aceptar en toda su crudeza, su erudición y la importancia de su obra para la historia de la Iglesia. Hemos señalado también la falta de profundidad de su pensamiento.

SAN ATANASIO, en cambio, sí era un pensador profundo, aunque muy poco dado a la especulación teórica por sí misma. Siguiendo a Orígenes, por el que tiene un gran respeto, utiliza conceptos de la filosofía griega con objeto de explicar la doctrina tradicional de la Iglesia, la cual trata de establecer con gran cuidado, siguiendo su transmisión y remontándose a sus principios. Por otra parte, frente a la actitud de Arrio, inclinada hacia el racionalismo y que traicionaba la doctrina al forzarla para hacer que encajara en sus moldes filosóficos, Atanasio subrayaba la primacía de la fe sobre la razón; ésta, que con frecuencia fracasa al estudiar la esencia de las realidades meramente naturales, es mucho menos de fiar cuando pretende investigar por sí sola la esencia de Dios.

Atanasio escribe con precisión, distinguiendo lo que es de fe de lo que es interpretación filosófica, pero guiado siempre por la necesidad concreta de la controversia. No introdujo novedades terminológicas ni construyó una sistemática teológica, pero puso en cambio las bases sobre las que se iba a seguir desarrollando la exposición de la doctrina de la Iglesia sobre la Trinidad y sobre la persona de Cristo.

SAN HILARIO DE POITIERS, a diferencia de su contemporáneo Atanasio, no concedía gran valor a lo filosófico en las formulaciones dogmáticas, y procuraba atenerse especialmente a los datos de la Escritura; apoyándose en ésta, analiza las expresiones de arrianos y semiarrianos, con una exposición sistemática y clara.

Se ha dicho alguna vez que SAN CIRILO DE JERUSALÉN había mantenido opiniones arrianas en su juventud, pero no tenemos ninguna prueba de esto. Es cierto que mantuvo una postura poco explícita frente al arrianismo, al que no menciona en sus escritos, pero se opuso a sus doctrinas.

DIDIMO EL CIEGO, partidario de la definición de Nicea, sostuvo sin embargo algunos de los errores de Orígenes; en concreto, la preexistencia de las almas y las apocatástasis. Aunque, quizá, por este motivo, no nos ha llegado gran cosa de sus obras, tiene interés porque mejora las expresiones de Orígenes y de Atanasio, a quienes sigue, y prepara el camino a los Capadocios en sus explicaciones sobre la Trinidad.

SAN BASILIO EL GRANDE, gran amigo y admirador de Atanasio, con el que colaboró estrechamente en la defensa del símbolo de Nicea contra las diferentes formas de arrianismo, contribuyó a clarificar la terminología teológica sobre la Trinidad y sobre Cristo, como tendremos ocasión de ver.

SAN GREGORIO DE NACIANZO, discípulo del anterior, mejoró su terminología, que es más clara y más adecuada; se percata mejor de lo que es propio de la tarea teológica y trata con amplitud de temas tales como las cualidades que ha de reunir el teólogo, el objeto, espíritu y fuentes de la teología, las relaciones entre fe y razón y la existencia de un poder de enseñar dentro de la Iglesia, con facultades para elaborar fórmulas dogmáticas y para proponerlas con autoridad.

SAN GREGORIO DE NISA es, desde el punto de vista de la teología, muy superior a los otros dos Padres Capadocios; expone sistemáticamente el contenido de la fe, cosa que no se había hecho desde Orígenes, y no se limita por tanto a la temática de las controversias de su tiempo.

Utiliza la filosofía de una manera que recuerda a Atanasio, pero lo hace con mucha más amplitud e insistencia que él y que ningún otro autor de su tiempo. Como Atanasio, que sigue en esto a Orígenes, señala las limitaciones de la filosofía griega, pues a fin de cuentas es estéril; pero indica también que, bajo la guía de la fe, es útil y ayuda a que los misterios divinos puedan ser más fácilmente aprehendidos por la inteligencia del hombre; la llamada razón teológica es más utilizada por él que por los anteriores. Los elementos filosóficos que se encuentran con más frecuencia en nuestro autor pertenecen a Platón, aunque de una u otra manera, a través del neoplatonismo y aun de algunas doctrinas estoicas, eran en su época aceptados por todos.

Como ya hemos visto, SAN AMBROSIO DE MILÁN comenzó su formación teológica después de ser elegido obispo. Entre otros autores, estudió las obras poco seguras de Filón y de Orígenes; sin embargo, desde el principio se formó una idea global de la fe que era clara, bien articulada y sin errores, de manera que tanto en Oriente como en Occidente sus expresiones se consideraron muy pronto como un buen punto de referencia.

SAN JUAN CRISÓSTOMO, muy fiel a la fe recibida, no se dedicó a la especulación ni intervino en las controversias doctrinales; su actividad de predicador y de pastor se basa enteramente en las Escrituras, que sabe interpretar extremadamente bien; es en su predicación donde vemos que sí conocía los puntos que podían suponer una mayor dificultad, y más de una vez alude a las herejías como una manera de introducir el tema de catequesis que va a desarrollar a continuación.

Tampoco SAN JERÓNIMO se sentía inclinado a la especulación; en sus obras no se encuentra prácticamente nunca un razonamiento filosófico; sus pruebas preferidas se basan en la Escritura y la Tradición, y a veces pone de relieve cómo se pueden encontrar vestigios de esta última de las costumbres, litúrgicas o no.

SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, que tuvo una intervención grande en las controversias cristológicas, fue muy alabado ya en vida por el papa Celestino I y gozó muy pronto de la mayor autoridad en estas cuestiones. En su argumentación dio mucha importancia a los testimonios de los Padres, utilizando esta prueba de modo mucho más frecuente y sistemático que los autores anteriores; algo análogo hizo con los argumentos de razón.

SAN LEÓN MAGNO tuvo una actuación destacada, a través de sus cartas y de sus legados, en el concilio de Calcedonia del 451, donde se recogió el contenido de su Tomus ad Flavianum, el escrito que había enviado al patriarca de Constantinopla. Depende en muchas cosas de San Agustín. Tanto con sus hechos como con sus palabras consiguió resaltar eficazmente el primado de Roma. Cuando no tuvo más remedio, acudió al poder civil en busca de ayuda para suprimir las herejías o para fortalecer la disciplina dentro de la Iglesia; reconoció al emperador la facultad de convocar concilios y de nombrar sus presidentes, pero no dejó de insistir en que las decisiones sobre la doctrina eran de la exclusiva competencia de la jerarquía eclesiástica.

 

La Santísima Trinidad y el Verbo Encarnado

De modo semejante a como hicimos en la parte primera y por las mismas razones, trataremos estos dos temas juntos y al comienzo de la exposición.

EUSEBIO DE CESAREA no aceptaba, como ya sabemos, la expresión nicena de que el Hijo era homousios, consubstancial, al Padre; si bien insistía en que su oposición era debida a que el término no aparece en las Escrituras y en que había que limitarse a explicar las relaciones entre Padre e Hijo con fórmulas que se encontraran en ellas, la cuestión era más profunda, pues de hecho las explicaciones de Atanasio le parecían modalistas. Eusebio, aunque rechaza el arrianismo estricto, viene también a sostener que el Hijo está subordinado al Padre, y que el Espíritu Santo es una criatura del Padre.

Toda la obra literaria, y aun la vida entera, de ATANASIo está ligada a la lucha contra los arrianos. Arrio sostenía, como habían hecho Filón, Orígenes y otros, que en la creación del mundo el Logos había sido el instrumento que, como un intermediario, había tenido que utilizar Dios Padre; pero iba aun más allá, para decir que el Hijo había comenzado a existir como fruto de una decisión voluntaria del Padre, que era por tanto una criatura suya, y que hubo un tiempo en que no existió.

Atanasio responde que el mismo concepto de hijo significa ser engendrado, proceder no de la voluntad sino de la esencia de quien engendra; pero aquí no se trata de una generación al estilo de la de los hombres, pues Dios es espíritu y el espíritu, que es simple, no tiene partes y no puede ceder por tanto alguna de ellas; la esencia divina es irrepetible, y así el Hijo ha de recibir la plenitud de esta esencia divina, no una participación de ella. Por tanto el Hijo es de la misma substancia que el Padre, consubstancial, homousios. El Padre y el Hijo son distintos, pero son uno; y la expresión evangélica tan señalada por los arrianos según la cual el Padre es mayor que yo hay que entenderla sólo en cuanto que el Padre es quien engendra y es el origen del Hijo, aun cuando ambos sean igualmente eternos.

Cristo es necesariamente Dios, pues de lo contrario la redención habría sido imposible. El Verbo, al asumir carne humana, en cierta manera ha deificado al hombre; pero si Cristo sólo hubiese participado de la divinidad sin ser Dios él mismo, no nos habría podido comunicar esta participación. Repite la misma idea respecto del Espíritu Santo: si fuera una criatura y no Dios mismo, no podría hacernos participar de Dios; el Espíritu Santo es Dios y es consubstancial al Padre, según una fórmula que luego se hará tradicional en la Iglesia griega y que en parte proviene ya de Orígenes: El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo.

En Cristo hay dos voluntades, pero las operaciones de Cristo no pertenecen a la naturaleza humana o a la divina, sino a las dos a la vez; así, el Logos hace suyo el sufrimiento del cuerpo de Cristo, aunque en sí mismo es impasible. Sin embargo, hay que notar que Atanasio no habla del alma humana de Cristo, aunque tampoco la niega explícitamente como hacían Apolinar y Arrio; y esto aun cuando a veces le habría servido para refutar algunas objeciones, y a pesar de que Orígenes sí había hablado ya de ella. Para referirse a esta manera de expresarse de Atanasio, común también a otros padres, se suele hablar ahora de la teología del Logos-sarx (sarx, carne en griego, es decir, cuerpo) en contraposición a la del Logos-hombre; de hecho, Atanasio explica la muerte de Cristo no como la separación del alma humana de su cuerpo, sino como la separación del Logos del cuerpo.

HILARIO, que defendió en Occidente la fe de Nicea, no añade nada en especial si no es su sistematización, su uso amplísimo y agudo de la Escritura y su explicación de por qué se inclina por la fórmula nicena después de haberla comparado con las demás.

En cambio, al mismo tiempo que resalta la divinidad de Cristo, tiene una particular opinión en cuanto a su cuerpo: era sin duda un cuerpo verdadero, pero celeste, ya que había sido concebido por María sin intervención de varón, y así ya en vida tenía las características de un cuerpo glorioso, aunque Jesús las escondió habitualmente; de manera que tanto cuando caminó sobre las aguas como cuando apareció resplandeciente en el monte de la Transfiguración, no hacía más que manifestarse tal como era en realidad; carecía también de necesidades y pasiones, como ya había dicho Clemente de Alejandría; y de por sí no estaba sujeto a la muerte; si murió fue para humillarse, pero no padeció al morir. Como puede verse, hay aquí una cierta tendencia al docetismo, aquella vieja opinión según la cual el cuerpo de Cristo era aparente.

CIRILO DE JERUSALÉN evita la palabra homousios, quizá por pensar como otros que puede favorecer el modalismo y que no hay que utilizar fórmulas que no estén en la Escritura. Pero combate las tesis arrianas tales como que hubo un tiempo en que el Logos no existía, o de que es Hijo de Dios por adopción; en contra de ellas insiste en que Cristo es verdadero Dios, es Dios de Dios. También el Espíritu Santo es Dios, y lo describe como personalmente subsistente y siempre presente con el Padre y con el Hijo.

APOLINAR DE LAODICEA, gran defensor de Nicea junto a su amigo Atanasio, con objeto de oponerse al arrianismo, partiendo de la explicación platónica de que hay tres elementos que componen el hombre y que son la materia, el alma animal o psiché y el alma racional o nous, enseñó que esta última no existía en Cristo, y que su función la realizaba el Logos. Así se entendería fácilmente la unidad de persona de Cristo, y que Cristo fuera impecable como lo es el Logos; al mismo tiempo, al no distinguir entre naturaleza y persona, enseñaba que en Cristo había una sola naturaleza. Pero, aunque él no lo advirtió, todo esto no estaba de acuerdo con la enseñanza tradicional de la Iglesia de que Cristo era verdadero hombre, y su doctrina fue condenada en un sínodo de Alejandría en el 362, por el papa Dámaso en el 377 y por el concilio de Constantinopla del 381.

DÍDIMO EL CIEGO tiene gran interés en el proceso de clarificación de la terminología que acompañó a todas estas controversias. Con referencia a la Trinidad usó a menudo una expresión, desconocida por Atanasio y muy adecuada: una naturaleza, tres personas (mía ousía, treis hipóstaseis); indistintamente, deduce la unidad de operación de las tres personas de la unidad de substancia o sigue el camino inverso, resaltando así de ambas maneras la unidad en la Trinidad.

También es más claro y más preciso que Atanasio al hablar de Cristo, enseñando explícitamente, como ya había hecho Orígenes, que tenía un alma humana: hay operaciones que realizaba Cristo, como comer y dormir, y Dídimo señala, concretamente, que tales operaciones no se pueden atribuir ni al Logos ni a un cuerpo sin alma humana; la resurrección no es la reunión del Logos con el cuerpo de Cristo, como decía Atanasio, sino del alma de Cristo, que había estado tres días en los infiernos, con su cuerpo. Cristo es por tanto hombre completo con todas sus consecuencias: está sujeto a todas las necesidades y debilidades humanas menos al pecado, y puede padecer. La unión entre el Logos y el alma humana de Cristo es definitiva; aunque él no usa aún la expresión duo físeis, dos naturalezas, de hecho las reconoce unidas sin cambio ni fusión de una en otra, y reconoce también dos voluntades, al mismo tiempo que, con otras palabras, afirma la unidad de persona: el Hijo que procede del Padre es el mismo que se hizo carne y que murió en la cruz.

En cuanto al Espíritu Santo, al que dedicó un tratado entero, enseña contra los arrianos que es increado como el Hijo, y como él, igual al Padre; así como el Hijo es homousios con el Padre, también el Espíritu Santo es homousios con el Hijo y con el Padre; el Espíritu Santo se ocupa de manera especial de las santificación de las almas. En el siglo xv, el concilio de Florencia alabaría expresamente a Dídimo por sus enseñanzas sobre el Espíritu Santo.

BASILIO sigue a Dídimo en su uso de la expresión una naturaleza, tres hipóstasis, que es ya la única que acepta. Aun en el año 362 Atanasio utilizaba ousía e hipóstasis como equivalentes; pero Basilio usa hipostasis exclusivamente para designar un ser subsistente y con propiedades características, en un sentido que equivale al del término persona, de origen jurídico, que utilizan los latinos. La ocasión de esta clarificación parece que fue la controversia que giraba en torno al cisma meleciano: Melecio hablaba de tres hipóstasis en Dios, mientras que Paulino, más cercano a los viejos nicenos, hablaba de una hipóstasis en Dios, entendiendo aún hipóstasis en el sentido de esencia. Quizá sea en parte debido a esto por lo que Harnack calificó a Basilio y a los otros Capadocios de neonicenos, en el sentido de que habrían expresado la creencia de los semiarrianos en términos nicenos; pero eso no se puede sostener; tal vez los Capadocios insistieran más en la distinción de personas que en la unidad de substancia, pero esto afecta sólo a la presentación de su doctrina, no a su contenido.

En cuanto al Espíritu Santo, Basilio siguió las huellas de Atanasio y de Dídimo, y preparó así la definición del concilio de Constantinopla del 381 sobre la consubstancialidad del Espíritu Santo con el Padre y con el Hijo. Pero fue reticente en enseñarlo explícitamente; según su amigo Gregorio de Nacianzo, no lo hizo así porque convenía que todos aceptaran antes plenamente la consubstancialidad del Hijo, y también con objeto de no crearse más dificultades en el gobierno de su diócesis, dado el poder que tenían entonces los arrianos. Como al parecer había hecho Dídimo, enseñó que el Espíritu Santo procede también del 'Hijo, y no sólo del Padre: del Padre por el Hijo, según la expresión que ya hemos encontrado antes en Atanasio.

GREGORIO DE NACIANZO afirmó de manera explícita que el Espíritu Santo es Dios y es consubstancial con el Padre. Según él, el Antiguo Testamento había revelado al Padre y anunciado al Hijo; el Nuevo había revelado al Hijo y al Espíritu Santo, pero mientras dejaba patente la divinidad de aquél, sólo insinuaba la de éste; ahora el Espíritu Santo, que vive en sus fieles, se manifiesta con más claridad; pues, sigue diciendo, no convenía enseñar la divinidad del Hijo antes de que se aceptara la del Padre, ni la del Espíritu Santo antes de que se aceptara la del Hijo.

Pero donde tiene especial interés su obra es en la claridad con que expone lo que hace iguales las tres personas divinas y lo que las hace distintas, con una fórmula que es prácticamente la misma que utilizará mucho más tarde el concilio de Florencia, en el año 1441: en Dios todo es uno, donde no obste la oposición de relaciones; es decir, lo único distintivo en cada una de las tres personas divinas es su respectiva relación de origen: el Padre es ingénito, el Hijo es engendrado, el Espíritu Santo procede sin generación; Gregorio se da cuenta de que es el primero en usar el término procesión; por otra parte, las tres personas son igualmente eternas e idénticas en su substancia.

Contra Apolinar enseñó la humanidad completa de Cristo, con la existencia de su alma humana, del vous; la humanidad de Cristo es una naturaleza completa, una fisis, compuesta de alma y cuerpo, y es precisamente esta alma humana la que posibilita la unión del Logos a la carne. Con Gregorio de Nacianzo desaparece lo que antes hemos llamado teología del Logos-sarx para ceder el puesto a la del Logos-hombre. Además, Gregorio aplicó a Cristo la terminología ya desarrollada para hablar de la Trinidad, y dijo que en Cristo las dos naturalezas se unen de manera que Dios se hace hombre y el hombre se hace Dios, dos naturalezas se encuentran en Uno, no dos Hijos, expresión un tanto difícil pero que es la que dio lugar, ya en el siglo v, a hablar explícitamente de una hipóstasis en Cristo. Tanto el concilio de Éfeso del 431 como el de Calcedonia del 451 pudieron aprovechar el trabajo de Gregorio de Nacianzo.

GREGORIO DE NISA, apoyándose en la tesis platónica de que las ideas son lo que realmente existe, piensa poder explicar fácilmente que Dios sea a la vez Uno y Trino; así, hay un solo Dios aunque tres sean Dios, como hay un solo hombre aunque tres sean hombres. Son también las relaciones de origen lo único que distingue a las tres personas, con la particularidad de que mientras el Hijo procede directamente del Padre, el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo. En Cristo las dos naturalezas permanecen sin confundirse una con otra, pero están tan estrechamente unidas que se puede hablar intercambiando los atributos: Dios murió, el Hombre era todopoderoso (lo que se llamará después communicatio idiomatum). Cristo tuvo también alma humana, nous, y una correspondiente voluntad humana; de otro modo, ni nos habría podido redimir ni podría ser un ejemplo para nosotros.

AMBROSIO DE MILÁN, que tuvo que luchar contra un arrianismo marginal aunque fuerte y contra su secuela del macedonianismo, enseña la fe de Nicea tanto con sus fórmulas específicas, el homousios, como con otras expresiones que, al no contraponerse a la anterior, son igualmente aceptables. También aprovecha las ocasiones que se le brindan para hablar de la divinidad del Espíritu Santo y de su consubstancialidad con las otras personas. Pero no especula ni habla de las procesiones como hemos visto que ya habían hecho algunos de los escritores griegos. En cristología, su empeño está en defender la humanidad real de Cristo contra los apolinaristas, los maniqueos y los que se inclinan a opiniones docetistas.

JUAN CRISÓSTOMO se mantuvo alejado de las controversias, como ya hemos dicho; aunque procedía de la escuela de Antioquía, era discípulo de Diodoro de Tarso y su pensamiento estaba de acuerdo con esa escuela, no quiso tratar públicamente de las cuestiones controvertidas.

Mantuvo la distinción, ahora ya clara, entre los términos ousía o fisis, usados para significar respectivamente esencia (o substancia) y naturaleza, y los términos hipóstasis o prosopón usados para significar persona. Utilizó alguna vez la expresión homousios, pero en general emplea otras que, al estar a su lado y no en contraposición con ella, vienen a ser equivalentes: igual al Padre, igual en esencia, etc.

Enseña la humanidad completa de Cristo, contra los apolinaristas, y su divinidad completa contra los arrianos; recalca la realidad de ambas naturalezas, que están unidas sin confundirse, y que hay un solo Cristo y una sola persona, aunque usa alguna vez la imagen antioquena de que Cristo es como un templo en que habita el Logos; pero dice que el hombre no debería pretender investigar de qué manera se puede hacer esta unión: es un misterio que sólo Dios conoce.

TEODORO DE MOPSUESTIA es difícil saber qué enseñó en realidad, pues nos quedan sólo fragmentos de sus obras; éstos hacen sin embargo pensar que en su doctrina hubo efectivamente exageraciones e inexactitudes, aunque no se le puede clasificar realmente como hereje. Es digna de mención su insistencia en el alma de Cristo, su refutación de Apolinar y en general de la teología del Logos-sarx.

CIRILO DE ALEJANDRÍA, en sus exposiciones sobre la persona de Cristo siguió en un principio a Atanasio. Luego, a raíz de la crisis nestoriana del 428, comenzó a investigar por su cuenta, desarrollando ideas y terminologías más precisas, y dejó de usar la palabra asumir al referirse a la encarnación del Verbo.

En resumen, explica que en Cristo la unidad resulta de la persona y la dualidad de las naturalezas, tal como lo recogería en el año 451 el concilio de Calcedonia. La unión de las dos naturalezas se hace sin confusión y según la hipóstasis (unión hipostática); como la unión no cambia las naturalezas, después de ella sigue habiendo un alma racional en Cristo. La unión del Logos con el hombre admite una cierta comparación con la unión entre el alma y el cuerpo: no hay posibilidad de separarlos después de unirse, forman una sola persona a la que hay que atribuir igualmente las propiedades de sus elementos componentes; así, tanto lo divino como lo humano se atribuye a la sola persona de Cristo.

Cirilo rechaza explícitamente las expresiones de los nestorianos, que hablaban de inhabitación del Logos en el hombre, de conexión o sinafeia, de participación permanente. Pero él mismo usa una terminología confusa al menos en un punto: tanto fisis como hipóstasis las usa unas veces para significar naturaleza y otras persona, aunque a pesar de esto se puede entender bien lo que quería decir.

LEÓN MAGNO, en su Tomus ad Flavianum ya varias veces citado, sostiene explícitamente que hay una sola persona en Cristo, como ya habían dicho Tertuliano y luego San Agustín en Occidente, pues es uno y el mismo el que de verdad es Hijo de Dios e Hijo del hombre. Estas dos naturalezas, humana y divina, se unen sin mezclarse, y es la unidad de la persona la que permite la comunicación de idiomas.

 

La Virgen María

ATANASIO, como consecuencia de la unión entre las dos naturalezas en la persona de Cristo que hace que aun su naturaleza humana merezca ser adorada, llama a María Theotokos, Madre de Dios, como quizá la había llamado también Orígenes. Lo mismo, y por la misma razón, hace DÍDIMO EL CIEGO, quien habla además de la virginidad de María en el parto y después del parto, y la llama la siempre virgen, como también había hecho Atanasio.

GREGORIO DE NACIANZO llega a decir que está separado de Dios quien no llama Theotokos a la Virgen, pues su maternidad divina es un aspecto fundamental de la enseñanza de la Iglesia sobre Cristo y la redención; según él, ya San Justino había suplicado la ayuda de María. También GREGORIO DE NISA concluye de sus enseñanzas sobre la persona de Cristo que a María hay que llamarla Theotokos, y no Anthrotokos como aseguran algunos innovadores; afirma la virginidad en el parto, y señala que es la virginidad de María la que deshace el imperio de la muerte; en dependencia de Ireneo habla también de la Virgen como de la segunda Eva.

AMBROSIO afirma explícitamente que María no cometió ningún pecado personal, y parece considerarla exenta también del original, aunque la terminología era entonces aún poco clara y esto no es seguro; María, Madre de Cristo, derrotó al diablo, y su vida es un magnífico ejemplo de virtudes.

JUAN CRISÓSTOMO, análogamente a lo que hace en otros temas, evita tanto el término Theotokos como Christotokos. Quizá a causa de su interés por subrayar la distinción entre lo humano y lo divino en la persona de Cristo, utilizó alguna expresión ocasional con referencia a la Virgen que no está en consonancia con la enseñanza de los Padres y que Santo Tomás de Aquino creyó conveniente desaprobar: habría habido vanagloria en la Virgen al acercarse con otros parientes a Jesús cuando estaba predicando, y alguna otra cosa así. Afirma también explícitamente la virginidad perpetua.

CIRILO DE ALEJANDRÍA, también como consecuencia de su cristología, no sólo llama Theotokos a María, lo que ya hemos visto que era corriente y tenía una larga tradición en la escuela de Alejandría, sino que usa esta expresión como un resumen de toda su enseñanza acerca de Cristo frente a los nestorianos, de modo parecido a como lo había hecho Nestorio con Christotokos o Anthrotokos.

 

La Iglesia y el primado de Pedro y de Roma

DÍDIMO EL CIEGO, dentro de la corriente de la escuela de Alejandría, describe la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como esposa suya, y como la virgen que por obra del Espíritu Santo llega a ser madre de los cristianos, a quienes da a luz en el bautismo. Es el Espíritu Santo quien reparte la gracia en la Iglesia de Cristo.

En cuanto al primado de Pedro y de Roma, los testimonios que aportan los Padres de esta época varían de matiz según su procedencia oriental u occidental.

Así, BASILIO reconoce en el obispo de Roma autoridad para determinar la nos uia de la fe, pero no una jurisdicción disciplinar superior para toda la Iglesia, lo cual es posible que tuviera que ver con las dificultades creadas por el cisma meleciano. La unidad de la Iglesia ha de encontrarse en la unión entre los obispos, que están en contacto continuamente, al menos por carta; entre ellos está, por supuesto, el obispo de Roma, quien, a su vez, es. cabeza de los obispos de Occidente.

AMBROSIO en cambio es mucho más claro. Habla de la Iglesia romana como de la cabeza de todo el orbe romano (...) de la que dimanan todos los derechos. Cuando su hermano se preparaba para el bautismo, dice, quiso asegurarse de la ortodoxia del obispo que se lo iba a administrar, de si sentía en todo con los obispos católicos, es decir, con la Iglesia romana. Da también una especial importancia a la escena de la confesión de Pedro en Cesarea de Fílipos.

JUAN CRISÓSTOMO admite, por supuesto, el primado de San Pedro; pero no lo relaciona con el del obispo de Roma, que, tal vez también a causa de los problemas del cisma meleciano, no afirma de manera explícita.

JERÓNIMO muestra un mayor amor a la Iglesia que cualquiera de los que le han precedido. La fuente principal de la fe la encuentra en la enseñanza de la Iglesia, y en concreto de Roma, pues sobre aquella piedra está edificada la Iglesia. En cambio es excepcional su opinión sobre el episcopado, pues a diferencia de la generalidad de los Padres de su tiempo, considera que la organización de las Iglesias en torno a los obispos es de institución meramen

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te humana, hecha con objeto de asegurar la sucesión. A pesar de esto, considera a los obispos como a los sucesores de los Apóstoles, y que a ellos está reservada la facultad de conferir las órdenes sagradas.

LEÓN MAGNO afirma que la Iglesia romana recibió de San Pedro el principado sobre todas las demás Iglesias del orbe; pues el primado de Pedro sobrevive en su sede, e incluso un sucesor que fuera indigno lo continuaría detentando.

Las Sagradas Escrituras

Es de SAN JERÓNIMO, cuya principal actividad intelectual consistió en traducir y comentar la Escritura, de quien hemos de hablar aquí. Jerónimo conocía y compartía el sentir de Orígenes, según el cual algunos de los episodios que narran las Escrituras serían indignos de Dios sí tuvieran un sentido meramente literal. Quizá por eso, aun cuando a lo largo de su vida se fue inclinando más y más hacia la búsqueda del sentido histórico y literal, apoyado en sus conocimientos filológicos, no abandonó nunca del todo la interpretación alegórica que al principio había seguido con entusiasmo. De todas maneras, no procede con excesivo rigor en su interpretación, y en su obra hay contradicciones que, alguna vez, afectan a temas importantes.

Del Viejo Testamento, Jerónimo tenía como inspirados sólo los libros que admitían los judíos, los que ahora llamamos protocanónicos. La inspiración, que no es de tal género que suponga un dictado de las palabras sino que da a conocer las cosas que luego el hagiógrafo cuenta a su manera, es la causa de que en el texto original de la Escritura no pueda haber error de ningún tipo.

El pecado de Adán y el bautismo

Son varios los Padres que consideran inválido el bautismo administrado por los arrianos, ya que no bautizaban en nombre de la Trinidad verdadera; entre ellos están ATANASIO, DÍDIMO, BASILIO y CIRILO DE JERUSALÉN; la misma postura adoptan algunos cuerpos legislativos de la época y, en parte, incluso las disposiciones del concilio de Nicea.

Por otra parte, es quizá CIRILO DE JERUSALÉN quien en sus catequesis de preparación al bautismo nos ofrece, junto a muchos detalles litúrgicos, una doctrina más rica sobre este sacramento. La comparación fundamental es quizá la que hace con la muerte y la resurrección de Cristo: como Él entró en el sepulcro, así es el hombre sumergido en el agua; y como Él resucitó a una vida nueva, así emerge también el hombre a una nueva vida, de tal manera que la fuente bautismal es como una tumba y a la vez como un seno materno. En el bautismo se perdonan los pecados y Dios nos adopta como hijos, pero con él se imita además la muerte y resurrección de Cristo, y el alma es regenerada a esa nueva vida. Llama santo sello indeleble al bautismo, que es imprescindible para la salvación, aunque también el martirio puede salvar.

DÍDIMO EL CIEGO, que reconoce también el bautismo de sangre, insiste igualmente en la necesidad absoluta del bautismo para la salvación, de manera que ni una vida sin ningún pecado podría hacer sus veces; pues es en el bautismo cuando Dios nos adopta como hijos, perdona las culpas personales y también aquel pecado antiguo heredado de nuestros primeros padres; ese pecado se transmite a todo hombre a través de la unión sexual de sus padres: por esto Jesús, hijo de una virgen, no lo heredó.

GREGORIO DE NACIANZO se extiende con cierta amplitud sobre las consecuencias funestas del pecado de Adán, pero no habla con términos claros del pecado original. Los niños que mueren sin bautismo no pueden ir a gozar de Dios, pero tampoco son condenados al infierno; aconseja que, si no peligra su vida, se les bautice cuando alcancen la edad de unos tres años.

AMBROSIO, en cambio, explica que el hombre no bautizado está aún vinculado al demonio y se encuentra en una situación de pecado que implica culpa; por eso los niños han de ser también bautizados. Sin embargo, en alguna ocasión parece confundir el pecado original con la concupiscencia desordenada, como si lo que se hubiera heredado de Adán fuera una tendencia a pecar más que un pecado en sentido propio. Por otra parte, habla explícitamente del bautismo de deseo.

JUAN CRISÓSTOMO, que también atestigua el bautismo de los niños, enseñó que se hereda la pena merecida por el pecado original, aunque sin pretender decir con esto que no se herede también la culpa.

LEÓN MAGNO ordenó a los obispos de Italia que, excepto en casos de necesidad, administraran el bautismo sólo en las fiestas de Pascua y de Pentecostés.

 

La Eucaristía

EUSEBIO DE CESAREA llama nuestra Pascua a la Eucaristía que se celebra todos los domingos, habla de que los cristianos se alimentan con el Cuerpo de Cristo y la Sangre del Cordero, y alude a su carácter sacrificial.

ATANASIO, que alguna vez se ha dicho que habría dado una interpretación meramente simbólica a la Eucaristía, tiene sin embargo algún texto en que afirma de manera contundente la presencia real: con la plegaria eucarística, el pan se convierte en el Cuerpo y el vino en la Sangre del Señor.

CIRILO DE JERUSALÉN es más explícito que los anteriores; así, la substancia del pan y del vino se cambia en la substancia del Cuerpo y de la Sangre, con lo que es el primero que expone, aunque en términos griegos (metaballeszai), el concepto de transubstanciación; piensa, sin embargo, que lo que produce este cambio es la invocación al Espíritu Santo o epíclesis. Describe el carácter sacrificial de la Eucaristía de muchas maneras: es un culto incruento; un sacrificio espiritual; un sacrificio en que la víctima es Cristo; un sacrificio que se ofrece por nuestros pecados, y con el cual podemos interceder por todos los que lo necesitan, incluso por los difuntos.

BASILIO nos informa, casi por casualidad, en una de sus cartas, de la costumbre de guardar la Eucaristía en casas particulares y de comulgar diariamente, al mismo tiempo que atestigua también la creencia de que la presencia real del Cuerpo y la Sangre bajo las especies consagradas es permanente.

También GREGORIO DE NACIANZO está convencido tanto del carácter sacrificial de la Eucaristía como de la realidad del Cuerpo y la Sangre del Señor que en ella se esconden, y GREGORIO DE NISA señala también el cambio del pan en el Cuerpo del Logos divino. AMBROSIO, que habla igualmente del carácter de sacrificio de la Eucaristía, es el primero en usar la palabra missa; él mismo la ofrece a menudo por los difuntos.

Pero quizá los testimonios más completos sobre la Eucaristía son los de JUAN CRISÓSTOMO, quien habla con tal frecuencia y precisión de este sacramento que ha recibido el nombre de doctor de la Eucaristía. Son las palabras de Cristo esto es mi cuerpo las que producen el cambio del pan en el Cuerpo del Señor; es Él el verdadero sacerdote del altar, donde ofrece un sacrificio que es el mismo sacrificio de la cruz; el sacerdote tiene ahora en sus manos el mismo Cuerpo de Cristo que estuvo aquí en la tierra; y todo esto es tan real que en la última cena Cristo se bebió su misma sangre.

TEODORO DE MOPSUESTIA rechaza explícitamente que la Eucaristía sea simplemente un símbolo. Cristo está realmente presente en ella, aunque piensa que esta presencia, como ya había dicho Cirilo de Jerusalén, se realiza mediante la epíclesis; y los que reciben la comunión reciben a Cristo entero. También señala que la Eucaristía es un sacrificio.

 

La penitencia

BASILIO señala con detalle las cuatro fases de la penitencia pública, en las que se hallan respectivamente los que lloran en la puerta de la iglesia; los que oyen la lectura y la predicación de las Sagradas Escrituras; los que se postran, asistiendo de rodillas a la oración; y finalmente, los que están de pie durante la misa, pero sin comulgar; detalla también el tiempo que se ha de permanecer en cada una. En las reglas para sus monjes ordena que se confiesen todos los pecados, aun los meramente internos; sin embargo, no parece que se refiera a la confesión sacramental, pues es una confesión que se hace al superior, y en ningún lugar se dice que éste tenga que ser sacerdote.

AMBROSIO, con referencia a la penitencia pública, insiste en que sólo se puede recibir una vez en la vida y que, en el caso de pecados graves pero ocultos, ha de ir precedida de su confesión privada al sacerdote. Habla también de otra penitencia privada, que hay que practicar todos los días, y que tiene por objeto aquellos pecados menos graves, para los que no se precisa una mediación sacramental de la Iglesia.

JUAN CRISÓSTOMO habla menos de la penitencia pública, que no era necesaria en la vida de muchos ya que estaba dirigida al perdón de los pecados especialmente graves; en cambio, exhorta a menudo a que se pida perdón a Dios de los otros pecados menos graves y más frecuentes. También, al hablar de la dignidad del sacerdote, menciona su poder de perdonar los pecados con la unción de los enfermos, tal como dice la carta de Santiago.

En cambio TEODORO DE MOPSUESTIA parece ser más explícito; para recibir la Eucaristía no se necesita la penitencia si hay solamente pecados involuntarios, es decir, leves, pues la misma Eucaristía los perdona; pero sí si se ha caído en un pecado grave después del bautismo: en este caso se ha de confesar sacramentalmente y en secreto la culpa al sacerdote.

LEÓN MAGNO señala también que es necesaria la mediación de la Iglesia para que se pueda readmitir en ella a los culpables de pecados especialmente graves, al mismo tiempo que reprueba a algunos obispos que se haya introducido el abuso de publicar los pecados ocultos de los penitentes públicos en contra del deseo de éstos.


Los ángeles y los santos

EUSEBIO DE CESÁREA, que tiene una gran admiración a los mártires, era sin embargo contrario a la veneración de las imágenes, y deseaba que no se hicieran ni siquiera de Cristo, pues veía en esto una influencia pagana.

AMBROSIO habla de los ángeles como de instrumentos de Dios en sus planes de salvación; pertenecen a la ciudad de Dios, pero tienen algún parentesco espiritual con los hombres. Algunos ángeles están encargados de guardar las Iglesias, como ya había sostenido Orígenes; además, Ambrosio es quizá el primer testimonio de la fe en los ángeles custodios de las personas. Tanto los ángeles como los mártires y, en general, los santos, son dignos de veneración; también lo son sus restos y aun los clavos y la cruz del Señor, siempre que se les dé culto por su relación con Cristo y se evite toda idolatría.


La vida después de la muerte

DÍDIMO EL CIEGO, tal como hemos dicho, siguió a Orígenes en sus ideas sobre la preexistencia de las almas y sobre su encierro en el cuerpo como castigo del pecado; parece que también sostuvo sus teorías sobre la apocatástasis o restauración universal.

GREGORIO DE NISA rechaza aquella preexistencia y subsiguiente encierro de las almas, pero también acepta la apocatástasis; tanto el bautizado como el no bautizado serán purificados por el fuego después de la muerte, si antes no han expiado completamente sus pecados; así se llegará a erradicar el mal del mundo, y todas las criaturas, incluido el demonio, podrán alabar a Dios; sin embargo, difiere de Orígenes en que este regreso a Dios es definitivo, y no un nuevo comienzo.

AMBROSIO dice que todas las almas han de pasar por el fuego, que para los justos será temporal y parecido al paso de Israel por el Mar Rojo, pero para los incrédulos se parecerá al paso del Faraón, pues será un fuego eterno; los creyentes que tengan aún pecados sin expiar y en los que las buenas obras predominen sobre las malas, atravesarán también por un fuego purificador, antes de ir a gozar de Dios; y aun aquellos en que sean las obras malas las que predominen tal vez se salvarán, dice, aunque no llega a hacer suya la apocatástasis de Orígenes para los que mueran enemistados con Dios por el pecado mortal.

JERÓNIMO dice también que los que rechazan a Cristo sufrirán las penas eternas de infierno, que no son, como piensan algunos, solamente espirituales; pero los bautizados, aunque hayan sido pecadores, recibirán una sentencia misericordiosa en el día del juicio.


La espiritualidad

En esta época, los temas referentes a la espiritualidad se suelen abordar a menudo en el contexto de la vida monacal. Ya hemos aludido en páginas anteriores a la gran importancia que tuvo el movimiento monástico en este siglo y medio. Muchos de los autores de quienes hemos ido hablando (por ejemplo, San Basilio, San Gregorio de Nisa, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Agustín, Juan Casiano) escribieron ampliamente sobre la vida monástica. Pero aquí nos vamos a limitar a tres apuntes sueltos sobre aspectos de la vida ascética en general, ya que entrar en el tema del monaquismo requeriría un espacio considerable.

La actuación de BASILIO fue, como hemos visto, de gran importancia para la estructuración del monacato en Oriente. Su doctrina sobre la lucha por la perfección parte de la idea de que el alma está en el cuerpo como en una cárcel; aunque el hombre, hecho a imagen de Dios, puede conocerle y amarle, el alma, para ser fiel a su naturaleza espiritual, tiene que librarse de las ligaduras de esta cárcel, luchando contra las pasiones y reduciendo así al cuerpo a servidumbre. Sus preceptos, que basa siempre en afirmaciones de la Escritura, son exigentes y en general rigoristas. El monje, y aun cualquier cristiano, ha de observar todos los mandatos de Dios, pues el incumplimiento de uno lleva consigo la desobediencia a todos y el castigo eterno.

GREGORIO DE NISA desarrolla la idea de que la imagen de Dios está en el hombre y de que por eso el hombre, a lo largo de una ascensión mística, puede llegar a Dios. Sus planteamientos, que no desarrollamos aquí, influyeron mucho en la posteridad y, en concreto, en el mundo occidental del medievo.

JERÓNIMO se vio envuelto en la controversia de la gracia protagonizada por Agustín y Pelagio. Según los planes de Dios, tanto la gracia como la libertad son igualmente necesarias para la salvación; sostiene, contra Pelagio, que el hombre sólo puede evitar el pecado con la ayuda de la gracia; pero en cuanto al inicio de la justificación, en unos textos parece poner la iniciativa en el hombre y en otros en Dios.


El pensamiento de San Agustín

La obra de SAN AGUSTÍN, el más grande de los padres latinos, se sitúa en un momento importante de la historia. La etapa de consolidación dogmática de que son reflejo los cuatro primeros concilios ecuménicos terminará unos veinte años después de su muerte. El proceso de descomposición política de la mitad occidental del Imperio culminará también en las décadas que siguen a su muerte.

Mientras tanto, el distanciamiento de Oriente y de Occidente ha seguido avanzando. Agustín, que nos confiesa sus dificultades infantiles en aprender el griego, y así nos deja ver que su enseñanza era todavía parte importante de una educación liberal, conoció aún esta lengua, en la que a veces aparecen citas en sus escritos. Sus obras conocerán en Occidente una difusión y una popularidad cada vez mayores, pero serán prácticamente ignoradas en Oriente, tanto en su época como después. En general, los occidentales seguirán conociendo los escritos de los autores orientales antiguos e importantes, mientras que en Oriente se desconocerá cada vez más a un Occidente al que se considera bárbaro.

En Occidente la obra de San Agustín influirá de manera eficaz y profunda en las concepciones filosóficas y teológicas, en el derecho y en la vida política y social; su influencia no iba a desaparecer ni siquiera con los grandes avances que produjo en teología y en filosofía la obra de Santo Tomás de Aquino, ya más de ochocientos años después. Agustín es uno de los grandes artífices de Europa, a través de su influencia en la cultura medieval y después. Nos ha parecido pues razonable tratar su pensamiento aparte, para que no quede desdibujado por el de los otros autores.

 

Características generales

Según Agustín, para entender hace falta creer; la fe es necesaria para la actividad del filósofo, por lo que repite su conocida frase crede ut intelligas. Pero se cree con la inteligencia; ésta tiene que saber por qué tiene que creer y a quién ha de creer, además de que tiene que entender el significado de lo que cree; por eso añade también intellige ut credas. En estas dos expresiones se puede resumir la postura de Agustín ante las relaciones entre fe y razón.

Agustín tenía un buen conocimiento de la filosofía de su tiempo. Había leído, entre otras, las obras filosóficas de Cicerón, y a Séneca; pero fue su encuentro con los neoplatónicos el que mayor impacto le causó y el que tuvo unas consecuencias más profundas y duraderas; en Milán descubrió a Plotino y a Porfirio, lectura que le sirvió ya enseguida, como él mismo nos cuenta con gran entusiasmo en las Confesiones, para salir del escepticismo filosófico en que se hallaba sumido. Aunque, como es de esperar, discreparía de muchas de las afirmaciones de estos autores y de su sistema filosófico en general, se puede decir que fue Agustín quien cristianizó el neoplatonismo de una manera no muy diferente a lo que luego haría Santo Tomás con Aristóteles.

Pero ya que hemos aludido a este paralelo con Santo Tomás, podemos añadir también algunas de sus diferencias de método: Agustín es mucho menos sistemático y no crea una terminología precisa ni se sujeta por tanto consistentemente a ella en sus exposiciones; por otra parte, su obra está llena de intuiciones. El balance general es que Agustín ofrece una gama muy rica de perspectivas, aunque a menudo están o poco desarrolladas o desarrolladas de manera poco rigurosa, de modo que en muchos aspectos ha sido ampliamente superado por Santo Tomás.

Como principios de la filosofía de San Agustín se podrían señalar especialmente dos. El primero es que el interior del hombre es en sí mismo un reflejo objetivo de la realidad, de manera que estudiando el alma humana se comprende también mucho mejor lo que está fuera del hombre. El segundo es la noción de participación: todos los bienes limitados que conocemos son por participación de un Sumo Bien, único, que es Dios.

El hombre es un compuesto de alma y cuerpo; el alma es inmaterial, lo que Agustín demuestra filosóficamente haciendo notar que el alma es capaz de conocer lo inmaterial, y lo semejante se conoce sólo por lo semejante. Su unión con el cuerpo parece concebirla a la manera de la de dos substancias completas, y es para él un profundo misterio, aunque sea de orden natural; se pregunta con insistencia cuál puede ser el origen del alma humana, y parece inclinarse por la creación individual de cada una por Dios, pero a su vez no encuentra del todo satisfactoria esta explicación, pues no sabe entonces cómo explicar la transmisión del pecado original por la generación.

El mundo, con su inestabilidad, proclama que es creado por un ser estable, no susceptible de cambio, un ser necesario por oposición a la contingencia del mundo. De Dios podemos conocer naturalmente muchas cosas, pues todas las perfecciones que vemos en el mundo están en Él; pero están de una manera diferente y superior, y esto mismo nos hace ver lo mucho que no podemos conocer de Dios. Lo que más nos puede ayudar en nuestro conocimiento natural de Dios es el conocimiento del hombre; la misma existencia en el entendimiento humano de verdades inmutables nos demuestra la existencia de un Ser inmutable del que proceden, pues no podríamos concebirlas a partir de lo que observamos en el mundo, que es siempre mudable.

La doctrina de la creación de la nada, que enseña ya el Génesis, es la base necesaria para entender el mundo. Dios crea todo según unas ideas eternas. Crea directamente la materia prima; y crea indirectamente todo lo que existe, a través de unas rationes seminales, es decir, de unas ordenaciones racionales capaces de germinar e inmersas en la materia prima. La existencia del mal, uno de los problemas que más le había hecho sufrir en vísperas de su conversión, no ofrece ya dificultad: el mal no procede de Dios ni directa ni indirectamente, pues en cuanto mal es una deficiencia de ser y no necesita por tanto una causa; de manera parecida, podríamos añadir, a como un agujero es una deficiencia de substancia y, como tal, no precisa de una causa, sino de la ausencia de una causa.

El problema del conocimiento lo resuelve teniendo en cuenta que Dios, causa de nuestro ser, lo es también de nuestro obrar y por tanto de nuestro conocer. Es Dios quien enseña interiormente la verdad; por esta iluminación natural del alma por Dios, conoce el hombre lo inteligible de las cosas. También la felicidad del hombre viene de Dios y es el mismo Dios, que aquí poseemos sólo en esperanza.

 

La Santísima Trinidad y el Verbo Encarnado

La exposición de Agustín sobre la Trinidad es más clara y más profunda que las de los Padres anteriores. En su tratado Sobre la Trinidad comienza con la profesión de fe, para exponer luego las dificultades que la razón sugiere e investigar a continuación cómo la Sagrada Escritura ayuda a disiparlas.

En lugar de partir de la trinidad de las personas parte de la unidad de la esencia divina, para decir casi enseguida que las tres Personas, que han de existir necesariamente, sólo pueden subsistir como personas y distinguirse una de otra por sus relaciones respectivas.

Fiel a su principio de buscar en el interior del hombre la luz para entender lo exterior, explica que el Hijo procede del Padre según el entendimiento, como ya había anunciado Tertuliano; y que el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo como de un único principio, aunque principalmente del Padre pues de Él ha recibido el Hijo el poder de espirar al Espíritu Santo, procede de ambos por vía de voluntad o de amor.

El alma humana posee una semejanza de la Trinidad, aunque es una semejanza muy lejana, en sus tres facultades: memoria, inteligencia y voluntad. Las acciones de Dios ad extra provienen de la esencia de Dios y son por tanto comunes a las tres personas.

En cuanto a Cristo, también su doctrina se distingue por la precisión de sus expresiones: en Cristo hay una persona en una y otra naturaleza; una doble naturaleza, un solo Cristo. En el mismo momento en que fue creada, la naturaleza humana de Cristo fue asumida a la unión personal con el Verbo; pero en Cristo permanecen, inalteradas, ambas naturalezas, la humana y la divina. La manera de hablar de Agustín es prácticamente la misma que luego se utilizará en los concilios de Éfeso y de Calcedonia.

 

La Virgen María

Después de lo dicho sobre la unidad de persona de Cristo no es de extrañar la insistencia de Agustín en que puede y debe llamarse a la Virgen María Madre de Dios. También enseña claramente la virginidad perpetua de María, sin dejar de subrayar la virginidad en el parto; la pregunta de María al ángel Gabriel indica su propósito de permanecer virgen, propósito con el que iba a iniciar un camino que luego seguirían tantos cristianos; sin embargo, su matrimonio con José fue un verdadero matrimonio.

Excluye todo pecado personal de María, pero se discute si también excluyó que hubiera heredado el pecado original; en realidad sus obras dan pie para argumentar en ambos sentidos. María es además madre de la Iglesia y también modelo suyo, pues la Iglesia es virgen y madre como ella.

 

La Iglesia y el primado de Pedro y de Roma

Su enseñanza sobre la Iglesia es especialmente luminosa. La Iglesia de los donatistas no puede ser la verdadera Iglesia, pues no se encuentra en ella la unidad, la santidad, la apostolicidad ni la catolicidad o universalidad. La unidad supone comunión en la fe, en los sacramentos y en el amor, a los que se oponen respectivamente la herejía, el cisma y el pecado; aunque no es hereje el que se equivoca en la fe, como hacen los que nacieron en el seno de una comunidad donatista y en ella permanecen de buena fe, sino el que resiste culpablemente a la doctrina católica. Nunca hay motivos justificados para separarse de la Iglesia, y quien lo hace se pierde, pues fuera de la Iglesia no hay salvación; los que se separan voluntariamente lo hacen siempre llevados de motivos torcidos: ambiciones, apasionamientos, falta de caridad.

Con todo esto introduce ya una distinción entre lo que después se ha llamado Iglesia visible e Iglesia invisible. En la Iglesia visible, la que se ve, están mezclados buenos y malos, justos y pecadores. A la invisible pertenecen aquellos cristianos que son justos, pero también los que son justos y viven inculpablemente fuera de ella: incluso los excomulgados, si lo han sido injustamente y no abandonan formalmente la Iglesia. De todas maneras, aunque en su seno haya pecadores, la Iglesia es santa; es el cuerpo de Cristo, quien, como cabeza, forma una sola persona con ella, y está animada por el Espíritu Santo.

En la Iglesia de Roma siempre estuvo en vigor el principado de la cátedra apostólica. En materias de fe, cuando Roma se ha pronunciado, causa finita est.

 

El pecado de Adán y el bautismo

Por el pecado de Adán, todos los hombres contrajeron una culpa, pues todos pecaron en Adán y vinieron a ser una masa de perdición. Este pecado se transmite a causa de la concupiscencia, por medio de la cual los padres engendran a los hijos; por esto Jesucristo no lo heredó, pues no fue engendrado así. La concupiscencia desordenada es una consecuencia del pecado original y un castigo por él; la llama también pecado, en el sentido de que en su origen está el pecado y tiende hacia el pecado. El pecado original produce una separación de Dios, que es la que remedia el bautismo.

Cristo es mediador porque es hombre y Dios. El mediador debe estar en medio de los extremos que une, y ha de ser distinto de ellos. Cristo es mediador entre Dios, que es justo e inmortal, y los hombres, que son injustos y mortales, pues Cristo es a la vez justo y mortal.

El motivo de la encarnación no es otro que la salvación de los hombres a través de esta mediación; porque Cristo es redentor, es también mediador; y es redentor porque es sacerdote y víctima a la vez. Cristo no murió para pagar una deuda al demonio, sino para cumplir la voluntad de su Padre; y con su sacrificio ha purgado las culpas de la humanidad.

En cuanto a la aplicación de la redención a cada hombre, a la justificación, Agustín, ante el estímulo de las enseñanzas de Pelagio, desarrolló todo un nuevo cuerpo de doctrina. De hecho, al principio se había limitado a enseñar que la fe, origen de esa justificación, es obra del hombre, aunque es de Dios de quien recibe el hombre la posibilidad de hacer el bien.

Como ya hemos tratado el tema en la introducción a este período, no lo repetiremos aquí. Señalemos simplemente que la doctrina de la gracia y, en concreto, de la gracia que dispone para recibir la fe, fue la que más profundizó Agustín, al que por eso se llama comúnmente doctor de la gracia; y esto aunque en algunos aspectos, que no han sido recogidos por el Magisterio, fuera más bien rigorista.

Respecto al bautismo, Agustín habla también de la eficacia del bautismo de deseo. Del bautismo de los niños dice que no sería demasiado recomendable si no fuese una tradición apostólica, con lo que indirectamente da aún más valor a esta costumbre.

Sobre el bautismo y sobre los sacramentos en general, Agustín enseña que no dependen en su validez de la santidad del que los administra, pues su eficacia les viene de Cristo y no del ministro. Pero cuando una persona cismática o hereje o de otro modo indigna recibe el sacramento, no recibe su gracia; de manera que si se trataba del bautismo o del sacerdocio, que imprimen, dice, una marca (character) similar a la que se grababa a fuego en los soldados, recibe válidamente el sacramento; es decir, queda bautizado u ordenado; pero no recibe la gracia aneja al sacramento. Tanto el carácter sacramental como la noción de signo sacramental quedan mucho más claros con Agustín.

 

La Eucaristía

Aunque a menudo se complace en encontrar diversos simbolismos en la Eucaristía, no deja de expresar claramente muchas otras veces la fe en la presencia real de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino. La Eucaristía, que es la renovación de la muerte de Cristo, un sacrificio en el que Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima, es el sacrificio cotidiano de la Iglesia.

La penitencia

Agustín habla de la penitencia que precede al bautismo y de la penitencia de los pecados leves y de los pecados graves. Entre los pecados que en su terminología llama leves están aquellos que son fruto de la debilidad humana, y se perdonan con la oración, los ayunos y la limosna. Pero para los pecados graves hace falta la penitencia mayor; ésta puede ser pública o semipública, según que se haga con previa excomunión pública o en secreto, lo cual depende a su vez de que los pecados respectivos hayan o no causado un escándalo grave. Sólo esta penitencia tiene carácter propiamente eclesiástico, y se permite una sola vez; perdonar estos pecados corresponde a la Iglesia, a la que el Espíritu Santo concede este poder, y hasta un ministro indigno de la Iglesia, con tal de que sea verdadero ministro, puede perdonar. Los reincidentes no pueden ser admitidos a otra penitencia, pero pueden sin embargo confiar en la misericordia si hacen penitencia personal privada.