4. Ascesis


Los monjes hablan constantemente de la lucha que exige el camino hacia Dios.  La vida en el desierto es una lucha tenaz contra los demonios y lleva al monje a una preocupación constante. «La abadesa Sinclética dice: "Los que van a Dios tienen, al principio, lucha y muchas dificultades; luego, paz indecible.  Es algo así como los que quieren encender un fuego, que, primero, son molestados por el humo y tienen que llorar; pero de esta manera logran cumplir su deseo, pues está escrito: 'Nuestro Dios es un fuego devorador' (Heb 12, 29).  Así también nosotros tenemos que encender el fuego divino con lágrimas y trabajos"» (892).

«Un hermano pidió un consejo al abad Arsenio.  El anciano le dijo: "Lucha con todas tus fuerzas para que tu obrar interior sea según Dios.  Así vencerás tus pasiones externas"» (Miller, 44).

A la pregunta de qué es lo que hace al monje, el abad Zacarías respondió: «El que en todo se hace violencia, ése es un monje» (Miller, 98).

En otro apotegma, el mismo Cristo dice a un monje: «Pero yo te digo: Hay que sacrificarse mucho.  Sin sacrificio nadie puede tener a Dios. Él mismo fue crucificado por nosotros» (Miller, 103).

A nosotros se nos hacen duras, hoy, estas expresiones que nos hablan de trabajos y de lucha.  Uno podría pensar que los monjes no se conceden nada en la vida, que ven sólo lo austero y la renuncia.  Pero, bajo ese desafío de la ascesis, en ellos se oculta siempre una imagen positiva del hombre.  Los monjes piensan que podemos elaborarnos a nosotros mismos.  Pero también que no estamos desamparados, solos.  Los monjes no hablan de una educación despiadada.  Tampoco echan la culpa a otros.  Asumen su responsabilidad.  Tampoco se sienten impotentes, entregados a sus deseos desordenados y a sus pasiones.  Se confían a la fuerza que Dios nos da para luchar contra los enemigos de nuestra alma y con la que podemos liberarnos de los impedimentos que quisieran apartarnos de la vida.

Hov tenemos una nueva comprensión de la vida ascética.  El físico y filósofo naturalista Carl Friedrich von Weizsácker habla de una cultura mundial ascética como vitalmente necesaria para el futuro de nuestro planeta.  En 1992 me invitó la televisión austríaca a una discusión sobre «placer y ascesis».  A mi lado estaban una psicóloga, un psicólogo y un gerente.  Al principio pensé que tendría que ser yo el que defendiese la asee~ sis.  Pero pronto vi que todos estábamos de acuerdo acerca de lo importante que es hoy la vida ascética como camino para la libertad, como camino para tomar en nuestras manos la vida y formarla.  Para ello, sin embargo, no podemos confundir ascesis con mortificación.  Ascesis significa ejercicio para conseguir una habilidad.  En sentido ético, es «el ejercicio virtuoso en un comportamiento correspondiente al ideal» (Lex-,749).

Ascesis, por tanto, significa algo positivo, el ejercitamiento religioso. Sólo a partir de la filosofía popular estoico-cínica es cuando la ascesis comenzó a ser considerada como renuncia y como represión de los impulsos.  En la ascesis cristiana se acentuó este aspecto negativo, pero en los monjes el punto de apoyo estaba en el adiestramiento a través del cual nos ejercitamos en la «apatheia» un estado de ánimo de paz interior, en el cual estamos abiertos a Dios.  Para ellos, la paz procede siempre de la lucha.  Por tanto, primero es necesario luchar contra los demonios, que quisieran apartarnos de Dios.

 

Lo que Evagrio llama «apatheia»[1] es para Casiano, su discípulo y el que dio a su doctrina una nueva formulación en latín, «puritas cordis», pureza de corazón.  La pureza de corazón es un estado de claridad y limpieza interior, de amor como apertura a Dios.  Para conseguirlo, hay que luchar. «Para la limpieza de corazón, para el amor, hay que ejercitarse en obras ascéticas.  Ellas son los instrumentos que pueden liberar nuestro corazón de todas las pasiones que nos impiden ascender a la plenitud del amor.  Los ayunos, las vigilias, el control de nosotros mismos, la meditación de las Sagradas Escrituras, etc., lo practicamos, por tanto, para conseguir la limpieza del corazón, que está en el amor.  Lo que hacemos lo hacemos para amar.  Por eso lo que da la medida en todo es el amor.  Este es el objetivo de nuestro obrar.  Los instrumentos son secundarios» (Sartory, 108).  El fin de la ascesis es, así, algo totalmente positivo: la consecución del amor, de la limpieza del corazón.  No se trata en primer lugar de renuncia sino de amor, que se consigue a través de la lucha contra las pasiones.  Aquí aparece el aspecto positivo del hombre.

Los monjes han desarrollado métodos de lucha para conseguir ese amor, esa claridad y limpieza interior, y estar abiertos a Dios.  Dos son las imágenes que encontramos siempre en sus escritos y que corresponden a la imagen que Dios se ha hecho de nosotros: Somos atletas de Cristo, somos soldados de Cristo rey.

El monje es un atleta de Cristo.  Su lucha va, en primer lugar, contra las pasiones.  Pero como atleta, nunca dejará vencido para siempre en la arena a su enemigo, para descansar sobre sus laureles.  Nuestra vida es, más bien, una lucha constante.  Los padres antiguos animaban a los monjes jóvenes a esta lucha.  En muchas de sus expresiones hasta se siente el placer de la pelea.  En ellas es claro el sentimiento de que no somos entregados a los demonios, sino que podemos vencerlos con la fuerza de Cristo.  Esta posibilidad de victoria anima a los monjes a luchar.  Evagrio dice del monje que es «un atleta al que no se le puede agarrar por la cintura, y un rápido corredor que, con agilidad, alcanza el premio de la carrera que es su vocación de lo alto» (Gedanken, 53).

Pero, según Evagrio, sólo podemos resistir contra las pasiones si «nos mantenemos en la pelea como hombres y soldados valientes de nuestro victorioso rey Jesucristo... En esta lucha necesitamos, ciertamente, como arma espiritual una fe profunda y una doctrina sana, esto es, ayuno total, obras llenas de fortaleza, humildad, silencio casi o totalmente imperturbado, y oración constante. Yo quisiera saber, sin embargo, si uno puede llevar esta lucha en su alma y ser coronado con la corona de la justicia, hartándose de pan y de agua, encolerizándose con facilidad, descuidando y siendo negligente en la oración, contemporizando con los herejes.  Pues mira, Pablo dice: "El atleta se abstiene de todo" (1 Cor 9, 25)... Por tanto, parece claro que, si queremos emprender esta cruzada, necesitamos llevar las armas espirituales y mostrar a los paganos que lucharemos hasta dar la vida contra el pecado» (Antirrhetikon, 2).

Casiano nos anima a ser como el capitán de Cafarnaún, dando órdenes a nuestros pensamientos y pasiones: «También nosotros podemos elevarlo al rango de un capitán espiritual, si luchamos contra el vicio, si nos mantenemos firmes en las turbulencias de nuestros pensamientos, ponemos orden en ellos en virtud del don del discernimiento (discretio), sometemos el inquieto ejército de pensamientos al dominio de nuestra sensatez y, bajo el estandarte victorioso de la cruz de Nuestro Señor, echamos de nuestro interior a todos los feroces enemigos.  Una vez que hayamos conseguido el rango de capitán, tendremos tal poder de mando, que los pensamientos no nos apartarán ya más del camino, y podremos detenernos en aquellos que nos alegran espiritualmente.  Y a las malas insinuaciones las mandaremos sencillamente: "desapareced", y desaparecerán.  A las buenas, en cambio, les diremos: "venid", y vendrán.  También a nuestro criado, esto es, nuestro cuerpo, le podremos mandar, como aquel capitán del evangelio, todo lo que sea necesario para la continencia y la pureza, y él estará sin resistencia a nuestro servicio, esto es, no será ya el aguijón de nuestros instintos, sino que seguirá dócil al Espíritu» (Sartory 11, 29s).

En estas frases notamos ya el regusto por el combate. La ascesis es para los monjes difícil, pero la practican con ilusión porque, al luchar, se hacen más fuertes.  Sin embargo, lo que más les anima es la meta, la entrada en la tierra de la paz, el conseguir la «apatheia», la salud del alma, la experiencia de la libertad interior y de un amor imperturbable, el estar unidos a Dios.

 

La ascesis consiste, en primer lugar, en hacer disponible al cuerpo y someterlo a la propia voluntad, en ser señor de los impulsos y libre en los apetitos.

La sumisión del cuerpo al espíritu se consigue mediante la ascesis en el alimento.  El monje renuncia a la carne y come lo menos posible.  Muchos se alimentan sólo cada dos días.  Sin embargo, ponen constantemente en guardia acerca del ayuno exagerado.  El camino real es comer una vez al día, esto es, por la noche, y poco, para no quedar saciado.

La ascesis se exige también en el sueño.  Los monjes dormían lo menos posible.  Dormir poco era ya costumbre en los pitagóricos.  Y lo mismo en muchos otros movimientos espirituales.  El cansancio que de esto surge hay que considerarlo como una condición para poder experimentar intensamente a Dios.  Cuando estoy cansado, tengo también capacidad de asumir poco.  Si luego dirijo a Dios esta limitada capacidad, estoy más abierto a Dios que en vigilia total.  Para los monjes, la vigilia era también muy importante para la experiencia de Dios.  En la noche Dios visita al hombre y le habla al corazón.  Es una experiencia general el sentirse más cerca de Dios por la noche que durante el día.

De todos modos, los monjes nos ponen en vela contra la ascesis exagerada, que, sin prestar atención a las propias limitaciones, quisiera someter por la fuerza al propio cuerpo.  El abad Antonio dice: «Hay algunos que, con las penitencias, han agotado su cuerpo; pero como no tenían el don del discernimiento, se han alejado de Dios» (Apo, 8).  Y la abadesa Sinclética: «Hay una ascesis exagerada que es del demonio, ya que también sus discípulos la practican. ¿Cómo podremos, pues, distinguir la ascesis divina y auténtica de la tiránica y demoníaca?  Claramente a través de la medida» (Apo, 906; Sartory, 74).

La ascesis no puede convertirse en una rabia contra sí mismo.  Ello no haría sino perjudicar.  Del abad Poimén conservamos esta frase: «Toda exageración es del demonio» (Apo, 703).  La ascesis no debe practicarse nunca en la convicción de que podemos salvarnos a nosotros mismos.  Ella es más bien respuesta al amor de Dios, a su oferta de salvación en Jesucristo.  Para que Dios nos pueda trasformar a través de su Palabra y de su Espíritu, necesitamos entregarnos a él, liberarnos de todo lo que interiormente dificulta, cierra y domina.  Pero sólo Dios puede dar la salvación.  Los monjes conocen muy bien la paradoja de que tenemos que trabajarnos mucho, pero que, en el fondo, no podemos hacernos mejores a nosotros mismos.  Esto lo puede solamente Dios.  Así, en la ascesis los monjes experimentan su propia impotencia.  Ellos no pueden sacarse a sí mismos del fango.  Lo que es gracia lo viven precisamente en cuanto que, en su lucha, perciben y llegan a un límite.  Luego, tienen experiencia de que sólo Dios les puede dar la victoria, la verdadera paz y el amor duradero.

 

5. Callarse y no juzgar


Una señal para conocer si la ascesis lleva al monje a Dios es no juzgar.  Por mucho que ayune y trabaje, nada le vale si, luego, juzga a los demás.  La ascesis le ha llevado únicamente a creerse más que los otros.  Ha servido a la liberación de su orgullo, a la elevación de sus sentimientos de valía.  El que en su ascesis se ha encontrado a sí mismo, el que ha sabido permanecer en su celda cuando llega la dificultad, éste no juzga a los demás.  Por eso tantos dichos de los padres insisten en permanecer consigo mismo, en confrontarse con su propia verdad y en no juzgar a nadie.

«El padre anciano Poimén pidió al anciano padre José: "Dígame cómo puedo hacerme monje". Él le respondió:          "Si quieres encontrar siempre reposo, has de decirte a ti mismo en cada actuación: 'Yo, ¿quién soy yo?' y no juzgar a nadie"» (Apo, 3 85).

Teodoro de Ferme dice: «El que ha gustado la dulzura de la celda huye del prójimo, pero sin desdeñarle» (Apo, 281). «A un padre anciano le preguntó, en cierta ocasión, un hermano: "¿Por qué juzgo yo con tanta frecuencia a mi hermano?" Y él le respondió: "Porque todavía no te conoces a ti mismo.  El que se conoce a sí mismo no ve las faltas de los hermanos"» (Apo, 1 0 1 l).

El juzgar a otros es siempre señal de que uno no se ha encontrado consigo mismo.  De aquí que haya gente piadosa que se escandaliza de otros, que no se ha encontrado con su propia realidad.  Su piedad no les ha confrontado todavía consigo mismos ni con sus propios pecados.  Porque, como dice el abad Moisés, «cuando uno lleva sus pecados, no mira a los del prójimo» (Apo, 510).

 

El no juzgar es para los monjes no sólo un criterio para la verdadera ascesis, sino, además, una ayuda para encontrar la paz interior.  Si dejamos de juzgar a otros, esto nos hace bien también a nosotros.

«Un hermano preguntó al abad Poimén: "Padre, ¿qué debo hacer, pues me siento decaído por la tristeza?" El anciano le contestó: "No menosprecies a nadie, no le juzgues, no difames a nadie, y el Señor te dará descanso"» (Apo, 1168).

El juzgar no nos proporciona ningún sosiego.  Al condenar al otro, experimentamos, de un modo inconsciente, que tampoco nosotros somos perfectos.  Por eso, el no juzgar ni condenar es un camino para nuestra paz interior.  Dejamos que los demás sean lo que son y, de este modo, podremos serlo también nosotros.

Los monjes pusieron en práctica lo que Jesús pide en el sermón de la montaña: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Me 7, l).  El no juzgar procede del encontrarse uno a sí mismo.  Quien se ha encontrado a sí mismo piensa en sus propias faltas, reconoce sus lados oscuros, sabe que también él tiene lo que condena en los demás.  Cuando otro peca, él no se escandaliza, sino que recuerda sus propios pecados.  Dicen los psicólogos que, al regañar a otros, revelamos lo que hay en nosotros mismos; proyectamos sobre los demás nuestro propio lado oscuro, nuestros deseos e instintos reprimidos, y, en vez de poner delante de nuestros ojos nuestra propia realidad, les increpamos a ellos.  Los monjes nos aconsejan que dejemos este mecanismo de proyección y que procuremos callar.  El silencio es para ellos una ayuda contra esta proyección y para ver, en el comportamiento de los demás, un espejo para nosotros mismos.  Esto es lo que enseñan algunos dichos de los padres.

«El abad Poimén dijo: "Está escrito: 'Lo que tu ojo ha visto, esto atestigua' (Prob 25, 7).  Yo, en cambio, os digo: aunque lo toquéis con vuestras propias manos, no habléis de ello.  Un hermano quedó en ridículo en cierta ocasión.  Pues viendo algo como uno que estaba pecando con una mujer, muy tentado fue allá, les dio una patada y, en la creencia de que eran ellos, les increpó: '¡Acabad ya de una vez! ¿Cuánto tiempo va a durar esto?' Y he aquí que se encuentra con que, en vez de personas, eran haces de trigo.  Por eso yo os digo: aunque lo podáis tocar con las manos, no juzguéis"» (Apo, 688).

Poimén dice que podemos proyectar nuestras propias fantasías incluso en la naturaleza.  Este hermano proyecta sus deseos sexuales en los haces de trigo.  En ellos ve lo que se ha imaginado en su fantasía.  Por eso, tan desconfiado es Poimén contra todo juicio, que prohíbe juzgar hasta cuando creemos haber tocado el pecado del otro con nuestras propias manos.  Incluso entonces, encontramos con mucha frecuencia sólo nuestras propias fantasías.

El silencio es renunciar a toda proyección. «Cuando el abad Agatón veía algo y su corazón quería juzgar sobre ello, se decía a sí mismo: "Agatón, no lo hagas".  Y así acallaba su pensamiento» (Apo, 100). «Cuando veas pecar a otro, vuélvete al Señor y dile: "Perdóname porque he pecado"» (Eth Coll, 13, 40).

El juzgar a otros hace ciegos para las propias faltas.  Guardar silencio en vista de los demás hace posible el conocimiento más claro de uno mismo.  Y dejamos de proyectar sobre otros nuestras propias faltas.  Así lo indica uno de los dichos de los padres: «En cierta ocasión hubo en el asceterio una reunión contra un hermano que había faltado.  Los padres ancianos hablaron.  Sólo el abad Pior guardó silencio.  Luego se levantó, cogió un saco, lo llenó de arena y se lo echó sobre sus espaldas.  En una cesta pequeña puso delante de sí un poco de arena.  Los padres le preguntaron qué significaba todo esto y él les explicó: "El saco con tanta arena son mis pecados, que son muchos.  Los he puesto detrás para que no me den más que hacer ni tener que llorarlos.  Y mirad, las pocas faltas de mi hermano, éstas están delante de mí y hablo mucho de ellas para condenarle.  Esto no está bien.  No es correcto juzgar así.  Yo debería poner delante de mí mis faltas, pensar en ellas y pedir a Dios que me perdone".  Entonces los padres, poniéndose de pie, exclamaron: "Verdaderamente, éste es el camino de la salvación"» (Apo, 779).

Esta imagen nos enseña lo prontos que estamos para condenar a otros.  Tal vez decimos que lo que nos preocupa es el bien del hermano, pero la realidad es que hacemos demasiado ruido con sus pecados, siendo los nuestros mucho mayores.  Pero no lo queremos reconocer.  Por eso necesitamos un abad Pior que, de una manera amable y con delicadeza, nos haga ver que no hay ninguna razón para airarnos contra los pecados de los demás.  En lugar de eso, sería mejor pedir por ellos y experimentar en la oración que todos estamos tentados, que ninguno puede garantizar que permanecerá sin faltas.

 

Aun cuando un hermano peque, nosotros no deberíamos juzgarle.  Así nos dice el abad Poimén: «Cuando peca una persona y lo niega diciendo: "No he pecado", tú no le Juzgues.  De otro modo, le desanimas.  Pero si le dices: "Animo, hermano, pero en adelante ten cuidado", entonces mueves su alma al arrepentimiento» (Apo, 597).  En vez de condenarle, deberíamos ganar al hermano para Dios por el amor.

«Del anciano padre Isidoro, el presbítero del asceterio, se cuenta que solía decir: "Si alguno tiene un hermano rebelde o débil, o negligente o soberbio, que no le eche, que me lo traiga a mí".  Y él se hacía cargo de ese hermano y, con su paciencia, le salvaba» (Apo, 357).

 

Los monjes alaban constantemente el silencio.  Callarse es para ellos el camino para encontrarse consigo mismo y descubrir la verdad del propio corazón.  Es también el camino para librarse de constantes juicios y condenas a otros.  Nosotros estamos siempre en peligro de condenar, de quitar valor y juzgar a los demás.  Y constatamos con frecuencia que, efectivamente, les juzgamos y condenamos.  El callar nos impide juzgar; y nos confronta con nosotros mismos.  Nos impide proyectar sobre los demás nuestro lado oscuro.  Los antiguos nos advierten del peligro de andar alrededor de los demás con nuestros pensamientos y conversaciones.  Del anciano padre Agatón se dice que, durante tres años, llevó una piedrecita en la boca, hasta que se dominó en el callar (Apo, 97), hasta que ni en su corazón juzgó al hermano.

Para acallar el corazón hay que ejercitarse frecuente y conscientemente en callarse.  Con frecuencia necesitamos prohibimos expresamente el juzgar al otro para poder mirarle sin prejuicios.

Muchas veces se ha tildado a los antiguos monjes de que eran demasiado duros en su ascesis.  Sin embargo, sus numerosas amonestaciones de no juzgar a otros y sus hermosas narraciones de monjes misericordiosos indican lo contrario.  Sí, para ellos el no juzgar era un criterio seguro para distinguir el verdadero camino.  El que juzga a los demás no ha llegado a conocerse realmente a sí mismo.  Hoy se dan muchos movimientos piadosos que viven a costa de otros, rebajándolos y criticándolos.  Cuando se condena a otros que, en su espiritualidad, van por un camino distinto al suyo, es siempre señal de que su camino no va bien.  Su condena revela al demonio en el corazón, al que no quieren reconocer.  El demonio les impulsa y les proyecta sobre los demás.  El que se conoce bien a sí mismo será necesariamente misericordioso, porque reconoce que, en el fondo, todos necesitamos de la misericordia de Dios.  Es siempre una maravilla de la gracia de Dios el que nos permita que el bien triunfe en nosotros.

Pero, para los monjes, callar es algo más que no juzgar: es sencillamente el camino espiritual.  En el silencio nos encontramos a nosotros mismos y nuestra realidad interior.  Callar es también un camino para liberarnos de los pensamientos que constantemente nos dan que hacer.  Por eso, no se trata de un silencio exterior, sino de un silencio del corazón.  El callar exterior, sin embargo, puede ser una ayuda para que también el corazón esté acallado, para que se calmen las emociones y para que no nos determinen.  Por eso, del anciano padre Moisés, anteriormente ladrón y que por su piel oscura había sido frecuentemente menospreciado, se cuenta lo siguiente: «En otra ocasión había una reunión en el asceterio y, queriendo ponerle a prueba, los padres le trataron muy mal, diciendo: Qué pinta en medio de nosotros este etíope?" El lo escuchó todo en silencio.  Después de disolverse la reunión, le preguntaron: "Abad, ¿no te has alborotado interiormente"" A lo que él respondió: "Sí, mucho, pero no me atreví a hablar" » (Sal 77, 5; Apo, 497).

El abad Moisés se agitó interiormente por las palabras poco amables de los hermanos, pero se calló, para que pudieran apaciguarse sus pasiones.  Con el silencio venció su rebelión interior.  No se tragó la injusticia, sino que prefirió curar la herida con el silencio.  El descubrir la herida es ciertamente un medio bueno para poder curarla.  Esto nos lo demuestra suficientemente hoy la psicoterapia.  Pero está también el medio curativo del silencio.  Al callar, pueden apaciguarse también los movimientos interiores, serenarse, asentarse los torbellinos de polvo, como el vino enturbiado que se aclara con el reposo.

 

El segundo aspecto del callar es que nos libera.  En el silencio dejamos lo que nos ocupa constantemente.  Dejamos nuestros pensamientos, nuestros deseos, todo lo que nos pudiera desentonar y a lo que penosamente nos agarramos.  Nuestra vida se paraliza cuando miramos solamente a nuestro éxito.  En cuanto nos agarramos a los hombres, se perturba la relación.  Callar es el arte de liberamos, para descubrir otro fondo en nosotros: a Dios mismo.  Si mi fondo es solamente Dios, puedo liberar mi oficio, mi función, mis relaciones, mis bienes.  Entonces no me defino ya a mí mismo por lo que quieren los demás.  Mi total identidad no depende de mi éxito o de mis posesiones.  El desprendimiento es el camino para entrar en contacto con la fuente interior, para descubrir la verdadera riqueza en mi alma: Dios, que me da todo lo que necesito para vivir.

El callar no lo practicaban los monjes como fin en sí mismo, sino para unirse con Dios.  El encuentro consigo mismo y el desprendimiento son dos pasos necesarios en este camino hacia Dios.

El silencio es, en primer lugar, el arte de estar uno totalmente presente, de meterse sin prejuicios en la realidad.  Cuando constantemente nos pasa por la cabeza cualquier pensamiento, esto nos impide estar presentes.  Nos encontramos en otra parte.  El estar presente es la condición para poder encontrarse uno con el Dios presente.  Y el objetivo del silencio es unirnos con Dios, estar abiertos a Dios para que él llene nuestros pensamientos y sentimientos, para tener experiencia de él en el fondo de nuestro corazón, para vivirle como la fuente de nuestro interior, fuente inagotable porque es divina.


6. El análisis de nuestros pensamientos y sentimientos

El encuentro consigo mismo al que los monjes aspiraban a través del silencio y en el que veían una condición para el encuentro con Dios, es para Evagrio Póntico, ante todo, un encuentro con los pensamientos y sentimientos en el propio corazón.  Entre los padres del desierto, Evagrio es considerado como especialista en el trato con los pensamientos y con las pasiones.  Lo ha experimentado personalmente y luego lo ha descrito en sus libros para comunicar a otros sus experiencias.

De él se dice: «Si quieres conocer todas las tentaciones que ha experimentado de parte de los demonios, lee el libro que escribió contra la argumentación de los demonios.  Allí verás toda su fuerza y todas sus tentaciones.  Por eso lo ha puesto por escrito, para que los que lo leyeren sean fortalecidos y vean que no sólo ellos son tentados de esa manera.  Evagrio nos ha enseñado qué pensamientos y de qué manera hay que vencerlos» (Bunge, 52).

Evagrio cuenta con que gran parte de nuestro camino espiritual consiste en prestar atención a las pasiones en nuestro corazón, conocerlas y tratarlas debidamente.  La finalidad de ese trato es la «apatheia», un estado de paz y tranquilidad interior.  En la «apatheia» no combaten ya las pasiones unas con otras, sino que se ponen de acuerdo.  A la «apatheia» la llama también la «salud del alma».

El objetivo del camino espiritual no es un ideal moralizante, verse libre de faltas, sino la salud del alma.  Según Evagrio, el alma está sana cuando es capaz de ponerse a tono y de amar, ya que sólo quien consigue la «apatheia» puede amar verdaderamente.  Sí, la «apatheia» es en realidad amor.

 

Evagrio es griego y, así, construye su camino espiritual sobre la imagen griega del hombre.  La filosofía griega reconoce en el hombre tres campos: el de los apetitos (epithymia), el de las emociones (thymos) y el espiritual (nous). Éstos son también los tres campos que reconoce el «eneagrama», un sistema de autoconocimiento que procede del «sufismo» y que tiene gran parecido con la enseñanza de los nueve «logismoi»[2] de Evagrio'.  El «eneagrama» habla del tipo vientre, tipo corazón y tipo pensamiento.

Evagrio ordena cada uno de estos tres campos según tres «logismoi».  Los «logismoi» son pensamientos, acentuados por el sentimiento, que pueden dominar al hombre, pasiones del alma, fuerzas ¡repulsivas con las que ha de luchar.  En sentido negativo, Evagrio llama también vicios a los tres «logismoi» y los atribuye al demonio, que los mete en el hombre.  Por tanto, el trato con estos pensamientos y pasiones es también lucha contra los demonios.  Pero los demonios no tienen solamente un significado negativo, son además fuerzas que pueden someter el hombre.  Para Platón, los demonios eran fuerzas buenas.  Sólo a través del dualismo pérsico llegaron a convertirse en poderes negativos.  Para Evagrio son fuerzas de este mundo, mecanismos psicológicos personalizados que actúan en el hombre.  La importancia de Evagrio para nuestro tiempo está en haber descrito agudamente la doctrina de los demonios de un modo psicológico como trato con las pasiones y con las leyes del alma humana.

Evagrio pide prestar mucha atención a los pensamientos y sentimientos, a los demonios y a sus leyes: «Para que el hombre pueda conocer por propia experiencia a los malos demonios y familiarizarse con sus artimañas, le aconsejo prestar atención a sus pensamientos.  Ha de prestar atención a su intensidad, también a cuándo remiten, a cuándo aparecen y desaparecen.  Tiene que prestar atención a la multiplicidad de sus pensamientos, a la regularidad de los demonios que son responsables de ellos, cuáles se han disuelto y cuáles no. Luego ha de pedir a Cristo que le aclare lo que ha contemplado.  Los demonios se muestran sobre todo rabiosos contra los que, armados con tal conocimiento, practican las virtudes» (Prak. 50).

Su descripción de esta vigilancia podría casi estar en un libro de texto de psicología, que aclare los diferentes mecanismos del alma y el conjunto de cada uno de los sentimientos y emociones: «Para nosotros es muy importante que aprendamos a discernir también los distintos demonios y a apreciar las diferentes circunstancias de su venida.  Esto podrían enseñárnoslo nuestros pensamientos... Además deberíamos prestar atención a qué demonios atacan con menos frecuencia y cuáles son los más molestos, cuáles abandonan más rápidamente el campo de batalla y cuáles ofrecen mayor resistencia.  Finalmente deberíamos conocer los que atacan de pronto y llevan al hombre a blasfemar de Dios.  Es muy esencial conocerlo, para que, cuando se pongan a actuar los malos pensamientos, cada uno según arte y manera, podamos salirles al paso con palabras eficaces, esto es, tales que se refieran acertadamente a ellos.  Tenemos que hacer esto antes de que nos hagan perder nuestra disposición de ánimo.  Sólo así, con la gracia de Dios, conseguiremos hacer buenos progresos.  Nosotros los echamos fuera, pero ellos se han de enojar y, al mismo tiempo, admirar de con qué mirada tan certera los hemos reconocido» (Prak, 43).

El exacto conocimiento de las emociones y pasiones es condición para poder tratarlas debidamente.  Y el objetivo de nuestra lucha es, una vez más, la «apatheia», la paz y libertad interior.  En términos psicológicos podríamos decir: El objetivo es un trato maduro con mis emociones, una marcada relación con mis pasiones, un estar reconciliado conmigo mismo, mi lado oscuro, mi ser total en el que estén integradas las sombras y sirvan al empeño espiritual.

En estar familiarizado con las pasiones, Evagrio ve el cumplimiento de las palabras de Jesús acerca de la astucia de la serpiente: «Nuestro Señor dijo: "Sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas".  El monje ha de serlo de verdad y sin dolo, y en su mansedumbre está la lucha, según las palabras del Profeta.  La mirada de su espíritu, sin embargo, ha de ser ágil y sagaz en las astucias de los demonios como el icneumón (una especie de mangosta o gato egipcio) que observa el rastro de la presa, para estar en condiciones de decir: Los pensamientos del mal no nos están ocultos, y mi ojo mira a mi enemigo y mis oídos oirán del malo que se me opone» (Brief, 16).

Como el icneumón, también nosotros hemos de estudiar los rastros de los demonios para poder cazarlos.  La serpiente es también símbolo de la sabiduría y de la sexualidad.  Conseguir la astucia de la serpiente significa, por tanto, que hemos de reconciliarnos con nuestra sexualidad, que hemos de familiarizarnos con ella para poder integrar su sabiduría y su fuerza en el camino espiritual.  Los padres del desierto estaban familiarizados con los pensamientos y sentimientos negativos, con las pasiones del alma.  No tenían ningún miedo a tratar con los demonios.  Para ellos esto era una lucha diaria por la cual conocían cada vez mejor al enemigo.  En sus escritos se refleja la experiencia con las pasiones en nuestro corazón y con las fuerzas en nuestro subconsciente.

 

1.            A la parte de los apetitos asigna Evagrio el vicio de la glotonería, la lujuria y la codicia.  Comer, sexualidad y codicia son apetitos fundamentales en el hombre que él no puede sencillamente ignorar ni desentenderse de ellos pues, como apetitos fundamentales, le impulsan hacia la vida y, en último término, hacia Dios.  Lo que importa es cómo nos comportamos con ellos, esto es, si nos dejamos dominar, si somos ¡repulsivos, o si usamos positivamente la fuerza que en ellos se oculta y nos dejamos llevar por ella en nuestro camino hacia la vida y hacia Dios.

Evagrio describe este primer apetito de la glotonería o del placer del paladar, no tanto como un exagerado comer cuanto como un atiborrarnos de sentimientos negativos, una preocupación excesiva por la salud, miedo a que nos falte algo, a no tener suficientes alimentos o medicinas, miedo a caer enfermos por la práctica de la ascesis.  Comer es una necesidad fundamental del hombre y un objetivo del comer es saborear.  Pero muchos se atiborran de comida porque no quieren sentir su rabia.  Comer puede ser también un sucedáneo del amor.  En muchas personas se ve que se lo tragan todo, pero que no son capaces de saborear nada.  La verdadera ascesis estaría en aprender a saborear.  Entonces la verdadera moderación en el comer vendría por sí sola, y el miedo a que nos falte algo desaparecería.  En el subconsciente hay miedo a morir de hambre, en sentido literal y en el figurado.

El objetivo final del comer es estar unidos a Dios.  Por eso en todas las religiones hay banquetes sagrados.

En la eucaristía, por el alimento del pan, nos unimos a Cristo y, por medio de él, con Dios.  La mística puede describir esta unión con Dios como una «fruitio De¡», como un gustar a Dios; comer, por tanto, como un acto fundamental a través del cual podemos saborear a Dios.

 

El segundo vicio, el de la lujuria, lo describe así Evagrio: «Por demonio de la lujuria se entiende el ansia de dar gusto al cuerpo.  Cuando se lleva una vida de continencia, uno se ve todavía más expuesto a esos ataques.  El demonio pretende, de este modo, que se deje eso y que no se ejercite más en la virtud. Él no quisiera sino que se le hiciese caso.  Es propio de este demonio representar al alma actos impuros para mancharla y, así, llevar finalmente al hombre a decir palabras y a percibirlas, como si todo esto sucediera en realidad delante de sus ojos» (Prak, 8).

La sexualidad es una fuerza determinante en el hombre.  En ella se esconde la nostalgia por la vida, por elevarse, por el éxtasis.  La sexualidad puede ser una fuente importante de espiritualidad.  Esto no lo niega ciertamente Evagrio.  Pero ve en ello el peligro de escaparse a un mundo imaginario.  La sexualidad tiene mucho que ver con la frustración.  Muchos que no pueden superar sus frustraciones, se refugian en la sexualidad.  Entonces la sexualidad no es ya el lugar del amor más íntimo y del éxtasis, el hacerse una misma cosa con la persona amada, sino fantasías de un mundo imaginario de libertad sexual.  Evagrio no habla aquí del hacerse una misma cosa el hombre y la mujer en el acto sexual, sino de refugiarse en fantasías sexuales.  Entonces la sexualidad se convierte en ilusión.  En vez de encontrar a una persona real y entregarme a ella, me sirvo de la sexualidad para imaginarme mi propio mundo de apariencia en el que todo es maravilloso, en el que no tengo que tener en cuenta a nadie sino únicamente gozar de mi sexualidad.

Que esto sea un peligro real lo manifiestan los muchos casos de abuso sexual de menores y de acoso sexual a mujeres en sus puestos de trabajo.  Aquí no se vive realmente la sexualidad, se rehuye el trabajo de entregarse a otro y de unirse delicadamente a él.  Aquí la sexualidad es una entrega desenfrenada al placer, y no una expresión de amor.  Y así, con su sexualidad no integrada, estas personas hieren a otros en su dignidad.  Difícilmente se encontrará una herida más dolorosa, una violencia más brutal e indigna que ésta, al degradar a la persona a la condición de mercancía.

En su descripción de la lujuria, Evagrio muestra que nunca estuvo en contra de la sexualidad, por más que se haya criticado a los antiguos monjes. Él indica más bien que, como del comer, también puede hacerse mal uso de la sexualidad para escapar de la realidad.  Con la comida el hombre atiborra su ira y su desencanto.  Con la sexualidad uno puede desfogarse, aunque no quede satisfecho.  Y puede refugiarse en ella cuando no se atreve a encontrarse con otra persona y entregarse a ella.  El encuentro será deficiente, la deficiente disposición a amar se verá compensada con la sexualidad.  Esto daña a la persona, la limita en su condición de tal y convierte la sexualidad en un bloqueo contra Dios, mientras que una sexualidad integrada y digna es siempre expresión del amor a Dios.

La sexualidad será siempre viva si se integra en el camino espiritual.  Una espiritualidad superficial indica que la sexualidad no ha sido tenida en cuenta ni aceptada. Evagrio no quiere que aplastemos la sexualidad, sino que tratemos con ella de un modo consciente.  Sin ese trato no hay maduración humana ni verdadera espiritualidad.

 

El tercer «logismos» del apetito del hombre es, según Evagrio, la avaricia.  El impulso hacia la posesión es algo esencial al hombre.  En él se Oculta la aspiración al descanso.  Por la posesión, esperamos no tener ya más preocupaciones y poder entregarnos a una vida tranquila. Pero la experiencia demuestra que la codicia puede apoderarse de nosotros y que nos volvemos locos por nuestro apetito de conseguir cada vez Más.  Evagrio describe con hermosas imágenes las consecuencias de la avaricia.  Mientras que el que no tiene posesiones es comparado al águila que vuela alto Y libremente por el espacio, no impedida por preocupaciones, del rico dice: «El que tiene muchos bienes, por el contrario, está aprisionado por los cuidados y atado a cadena como el perro.  Aun siendo obligado a ir de una Parte a otra, lleva siempre consigo el recuerdo de sus bienes como un gran peso y una innecesaria carga.  Será atormentado por la tristeza y amargado de tanto pensar.  Deja sus posesiones y le aflige la preocupación.  Cuando le llega la muerte, deja el mundo presente lleno de dolor.  Entrega el alma, pero no aparta sus ojos de las cosas.  Contra su voluntad será arrastrado, como un esclavo que huye.  Será separado de su cuerpo, pero él no se apartará de sus posesiones que le llevan consigo, pues la pasión le hunde» (Acht Gedanken, 5 1 s).

Si la dirigimos hacia cosas terrenas, nuestra ansia de poseer nunca se saciará, ya que ninguna cantidad puede colmar nuestra más profunda aspiración al descanso y a estar satisfechos y en armonía con nosotros mismos.  La Biblia se sirve de este apetito proponiéndonos otras riquezas: la perla preciosa, el tesoro en el campo.  En nuestra alma podemos encontrar una riqueza inmensa: a Dios y todas las posibilidades que él nos ha dado.  Sólo orientándonos hacia esta riqueza interior, nuestro apetito de los bienes exteriores no será sin medida.

También hoy se da esto: un endemoniamiento de la posesión y una ideologización de la pobreza, que no nos ayuda.  La pobreza se confunde a veces con la falta de cultura.  Cuando la pobreza es solamente negación de la vida, entonces no nos hace libres.  La verdadera pobreza trata el deseo de poseer de una manera humana.  Tiene el instinto, pero lo relativiza porque conoce otra riqueza más profunda.  Sólo por este valor interior podemos dejar la posesión exterior, ser libres del ansia de tener cada vez más.

 

2.            Evagrio somete al campo emocional del hombre los tres «logismoi» de la melancolía, la ira y la acedia.

La melancolía puede surgir cuando la persona no logra satisfacer sus deseos.  A veces aparece acompañada de la ira.  Como consecuencia de deseos y necesidades no satisfechos, la mayor parte de las veces surge del modo siguiente: «Tal persona piensa primero en la casa, en sus padres y en la vida que ha llevado anteriormente. Si no resiste a estos pensamientos sino que los fomenta o incluso se entrega a los placeres aunque sólo sea en su imaginación, entonces estos pensamientos se apoderan totalmente de él.  Pero sus imaginaciones se desvanecen y cae víctima de la melancolía.  Su actual condición de vida le impide que se conviertan de nuevo en realidad.  Y esta persona infeliz estará sufriendo en la medida en que se haya entregado a tales pensamientos» (Prak, 10).

La melancolía (lype) la diferencia Evagrio de la tristeza (penthos).  Mientras que la tristeza pertenece esencialmente a la madurez del hombre, como trabajo, como elaboración de experiencias de pérdidas, la melancolía como compasión de uno mismo es infructuosa.  Cuando no puede satisfacer sus deseos, el hombre se refugia en la autocompasión.  En el fondo, en la melancolía se ocultan, con frecuencia, deseos inmoderados.  Porque no soy el mayor, dejo de luchar y me refugio en la melancolía.

El triste puede llorar, sus lágrimas pueden ablandar el alma endurecida y hacerla fructificar.  Las lágrimas del que está triste pueden convertirse en lágrimas de alegría.  La melancolía no puede llorar.  Es deplorable, se baña a sí misma en la autocompasión.  Para Evagrio la melancolía consiste principalmente en depender infructuosamente del pasado.  Uno se imagina sentimientos que tuvo anteriormente en casa, con los padres, la protección, el vivir sin preocupaciones, etc.  Por más bueno que sea a veces ocuparse del pasado para mejorarlo y experimentarlo como raíz del presente, nos ayuda muy poco mirar constantemente al pasado y orientarnos hacia él.  Para Evagrio es sobre todo peligroso eludir la realidad presente para refugiarse en el pasado, que definitivamente se ha ido y ya no volverá más.  Del pasado podemos ciertamente aprender mucho.  Pero cuando se convierte en fuga de las dificultades presentes, entonces nos impide acometer las tareas actuales y así madurar.

 

Mientras que en la melancolía reaccionamos de un modo pasivo a nuestros deseos no realizados, la ira es más bien una reacción activa.  Evagrio la identifica también con un demonio.  Para él, es claro que, en la ira, el hombre puede dejarse dominar totalmente por otra fuerza distinta.

«La ira es la más fuerte de las pasiones.  Es una rebelión de la parte irritable del alma que se levanta contra alguien que la ha herido o del cual cree haber sido herida. Excita constantemente al alma y asalta su consciente, sobre todo durante el tiempo de oración.  Así, hace aparecer ante sus ojos al que le ha hecho mal.  A veces dura mucho tiempo y se convierte en rabia, que, durante la noche, causa malas experiencias.  La mayor parte de las veces el cuerpo incluso se despierta.  Se da también una alimentación deficiente.  Por todo esto, uno palidece y cada vez le molestan con más fuerza en el sueño imaginaciones como la de ser atacado por fieras salvajes y venenosas.  Y comprueba constantemente, sobre todo, que los cuatro causantes de su ira, anteriormente mencionados, acompañan a muchos de sus pensamientos» (Prak, 11).

 

Evagrio ha analizado detenidamente la ira.  La ira no es simplemente agresión.  Las agresiones tienen un significado positivo: quieren regular la relación entre cerca y lejos.  La ira es la agresión incontrolado.  La persona no puede ya pensar con claridad, es dominada por la ira.  La ira le impide hacer oración.  Puede llevarle a una pérdida del apetito y afectar a los sueños de tal manera, que penetren cada vez más en el subconsciente.  La ira puede poner a uno enfermo.  En ella uno no puede quitarse ya de encima a aquel que le ha herido.  Le ha dado tanto poder, que le persigue por todas partes: en la oración, durante las comidas, en el sueño.  En ninguna parte se verá libre de él.  Es como un estar poseído.

Evagrio dice que el demonio de la ira devora al alma.  Esto lo vemos confirmado en la psicología, que, fundadamente, afirma que no raras veces el cáncer tiene una causa psíquica.  Cuando uno constantemente se lo traga todo, el cuerpo reacciona a veces siendo devorado en el más verdadero sentido de la palabra.

 

El demonio más peligroso, sin embargo, es el de la acedia, que desgarra interiormente al monje.  Evagrio describe así el modo de actuar de este demonio: «Con sus ataques a los monjes, comienza en la hora cuarta y no les deja hasta la hora octava.  Primero le parece a uno que el sol, si fuera posible, se mueve lentamente y que la duración del día es al menos de cincuenta horas.  El monje siente necesidad de mirar continuamente por la ventana, de salir de la celda, de observar cuidadosamente al sol para comprobar lo lejos que está todavía de la hora nona... Poco a poco va dejando en su corazón un odio al lugar en que se encuentra, a su vida actual, y también al trabajo que realiza... Con otras palabras, no deja nada sin intentar para llevar al monje a volver las espaldas a su celda y a cesar en la lucha.  Si el demonio es vencido, entonces no le sigue inmediatamente ningún otro.  Un estado de profunda paz y de indecible gozo es el fruto de la lucha victoriosa contra ese demonio» (Prak, 12).

La acedia es la incapacidad de vivir el momento presente.  Uno no tiene ganas ni de trabajar ni de hacer oración.  No puede ni siquiera gozar del no hacer nada.  Siempre está en otra parte con sus pensamientos.  La insatisfacción interior, la incapacidad de disfrutar el momento presente desgarra interiormente a la persona.  La acedia es la expresión de la huida de la realidad.  El hombre no quiere poner ante sus ojos su propio ser.  Por eso tiene que estar constantemente en otra parte con sus pensamientos, hacer otra cosa.  Pero será incapaz de hacer nada, de dedicarse realmente a algo o a otra persona.

La acedia es llamada también demonio meridiano, porque aparece al tiempo del mediodía.  Esto puede entenderse igualmente en sentido figurado y, entonces, la acedia es, sobre todo, el demonio de la mitad de la vida.  En la mitad de la vida, uno pierde el gusto por lo habitual.  El hombre se cuestiona todo.  Lo que ha hecho hasta entonces se le hace aburrido y vacío.  Tampoco encuentra nada con lo que pudiera comprometerse.  Por eso no hace más que ir de una parte a otra, se vuelve cínico, puede criticar todo.  Pero en realidad no tiene ganas de nada.  El demonio meridiano es un desafío a orientarse de nuevo, a dirigirse de lo exterior a lo interior y a descubrir nuevos valores en su alma, que den sentido a la segunda mitad de su vida.

La acedia parece ser también hoy la actitud fundamental de muchos jóvenes.  Son incapaces de entregarse a algo, de entusiasmarse por algo.  No pueden vivir el momento.  Para sentir que viven, tienen que experimentar siempre algo nuevo.  Para los violentos, la fuerza bruta contra otros es el único modo de sentirse a sí mismos vivos.  Aquí se ve claramente lo desoladora que puede ser la acedia.  El que es incapaz de vivir, vivirá a costa de otros, tendrá que golpear a otros para sentirse a sí mismo.

 

3.            Los tres «logismoi» del reino espiritual son: la vanagloria, la envidia y el orgullo (hybris).

La vanagloria es un constante gloriarse ante los demás.  Uno lo hace todo sólo para ser visto.  Evagrio lo describe así: «El pensamiento de la vanagloria es un compañero verdaderamente difícil.  Surge, sobre todo, en personas que quisieran vivir virtuosamente.  En ellas actúa el ansia de comunicar a otros lo difícil que es su lucha.  Con esto buscan la honra de los demás.  Así, por ejemplo, tales personas se complacen en imaginarse cómo curan mujeres... Se imaginan cómo, a los que acuden a su puerta, les gustaría sacarlos para hablar con ellos y obligarles a ir, cuando son renuentes» (Prak, 13).

 Por la vanagloria pienso siempre en los demás y en su parecer: ¿Qué impresión causo en ellos? ¿Encuentran bien lo que hago?  Yo no soy yo mismo, me hago dependiente del criterio de los demás, estoy pensando siempre cómo puedo realizar mi próxima aparición en escena con el mayor efecto posible para recibir los merecidos aplausos.  Naturalmente a todos nos gusta ser reconocidos y confirmados en lo que somos.  Y sería orgullo (hybris) decir que somos totalmente independientes del reconocimiento y de la alabanza.  La búsqueda de esto se infiltra en todo, hasta en nuestro actuar más devoto.  No se trata de estar totalmente libres de ello, sino de que relativicemos la búsqueda de ese reconocimiento y de que nos hagamos independientes de él.  Nosotros mismos experimentamos lo penoso que es, por ejemplo, cuando vemos que los de sesenta o setenta años se preocupan tanto de lo que los demás piensan y esperan de ellos.  Esto no es vivir, es ser vividos.

 

La envidia se muestra en compararse constantemente a otros.  No puedo encontrarme con nadie sin parangonarrne con él.  Comienzo inmediatamente a valorar, a infravalorar, a sobrevalorar, etc.  Normalmente trato de quitar mérito a los demás, para afianzarme a mí mismo.  Así veo sus puntos débiles o infravaloro su entrada en escena como falta de naturalidad, como tensa, su éxito como aparente, su inteligencia como débil, etc.  Y cuando no lo consigo, entonces me quito valor a mí mismo y elevo a los demás al podio.

En la envidia tampoco soy yo mismo.  No estoy satisfecho de mí, no tengo ningún sentimiento de mi dignidad.  Reconozco mi valor siempre en comparación con el otro.  Esto es muy agotador.  Me obliga a ponerme por encima de los demás o a hundirme en depresiones porque no veo ninguna posibilidad de competir con ellos.

 

El hybris, el orgullo, hace al hombre ciego.  El orgulloso se identifica tanto con su ideal, que rehúsa ver la realidad. «El demonio del orgullo es causa de la peor caída de una persona.  El lleva al monje a no buscar en Dios la causa de su obrar virtuoso, sino en sí mismo.  Al final de todo, le ataca al orgulloso la peor enfermedad: se hace perturbado mental, cae en la locura y está sometido a alucinaciones que le sugieren legiones de demonios que flotan en el espacio» (Evagrius, Prak, 14).

En el hybris se eleva el hombre tanto en el mundo irreal de sus propios ideales, que pierde el contacto con la realidad.  Se vuelve trastornado mental.  C. G. Jung llama a este comportamiento inflación.  El hombre se infla con ideales e imaginaciones que no son reales.  La inflación sucede siempre que nos identificarnos con un modelo arquetipo, por ejemplo, con la imagen del profeta: «Yo soy el único que ve claro, el que está familiarizado con la verdad». 0 con la del mártir: «Nunca se me comprende, tengo sencillamente que sufrir porque, como Jesús, soy de otro mundo, yo solo estoy en la verdad».  Tales palabras suenan ciertamente a piadosas.  Pero, en el fondo, está el hybris, el orgullo, el querer ser como Dios, o como los hombres a los que Dios ha llamado de una manera especial.

Sí, tal hybris ciega.  Como profeta, soy ciego y no veo mi propia realidad.  Digo al mundo lo que es recto, pero no me conozco a mí mismo.  No quiero mirarme.  Jesús cura al ciego de nacimiento, escupiendo en el suelo y frotándole cariñosamente los ojos con el lodo.  Como si quisiera decirle: «Tú has sido también hecho de tierra.  Reconcíliate con la suciedad que todavía hay en ti, con tu lado sombrío.  Sé hombre.  Entonces podrás ver de nuevo.  Mientras te niegues a reconocer tu condición de lodo, tampoco podrás ver».


 


[1] Esta palabra griega «apatheia» (apatía), que se conserva en el original alemán, tiene múltiples significados, en general, negativos.  Ordinariamente, sin embargo, los padres del desierto querían significar con ella el dominio sobre todas las pasiones del cuerpo y del alma.  Acalladas así las pasiones, el alma se abría totalmente a Dios y gozaba de una gran paz interior. (N. del T.)

 

[2]  Los «logismoi», esto es, los «pensamientos», los «impulsos», las «pasiones», los «vicios», constituyen los enemigos (unas veces solapados y otras abiertamente al descubierto) con los cuales hay que luchar.  A los «logismoi», Casiano los llama también «vicios capitales».  Algunos distinguen ocho «logismoi» o pasiones, que son: glotonería, lujuria, avaricia, melancolía, cólera, acedia, vanagloria y orgullo. (N. del T.)