Introducción


Leyendo hace poco la revista de un banco austríaco, quede sorprendido al ver que el autor comenzaba su articulo central, sobre los problemas de dirección en las empresas, con la narración de una historic de monjes. Es claro que los directivos, hoy, encuentran una ayuda para su vida y su trabajo en los a veces impresionantes apotegmas, palabras, dichos o sentencias de los monjes presentados en forma de pequeñas narraciones. Como hace algunos años estuvo de moda citar «koans» budistas
[1], asi el hombre actual comienza a descubrir la sabiduría de los padres del desierto. Los psicólogos se interesan por las experiencias de los antiguos monjes, por sus métodos para observar y analizar los pensamientos y sentimientos, y a servirse de ellos. Tienen la sensación de quo aquí no se trata del hombre o de Dios, sino de un sincero conocimiento de sí mismos y de una auténtica experiencia de Dios.

Haría bien la Iglesia en ponerse tambien en contacto con las fuentes primitivas de su espiritualidad. Sería mejor respuesta a las aspiraciones espirituales del hombre que una teología moralizante, que no ha hecho más que paralizar durante los dos últimos siglos. La espiritualidad de los primeros monjes es mistagógica, esto es, introduce en el secreto de Dios y en el secreto del hombre. Y así como la antigua medicina vio en la dietética ‑la enseñanza de una vida sana‑ su tarea más importante, así los monjes entienden sus indicaciones para la vida ascética y espiritual como la introducción en el arte de una vida sana. En cuanto vamos a decir nos serviremos, como de rica fuente, de la espiritualidad tal como la vivieron los antiguos monjes hacia los años 300 al 600 de nuestra era.

Hacia el año 270 d. C. el joven Antonio, de unos 20 años, oyó en la liturgia estas palabras de Jesús: “Vete, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres, y tendrás un tesoro duradero en el cielo. Luego, ven y sigueme” (Mc 10, 21). Tales palabras le llegaron al corazón, de tal manera que vendió sus posesiones y se retiró al desierto. Primcro, se encerró en un castillo abandonado, sin ningún contacto con el mundo exterior. Allí permaneció a solas con Dios. Pero se encontró no solamente con Dios, sino también consigo mismo. Y experimentó una rebelión en su interior. Tuvo que  confrontarse con sus sombras. La gente que pasaba junto al castillo oyó dentro una gran pelea. Era la lucha con los demonios, el enfrentarse con las fuerzas del abismo, que se comportaban como fieras salvajes. Los demonios se lanzaban sobre Antonio con gran griterío, pero él resistía. Confiaba en la asistencia de Dios, aguantaba la lucha. Y cuando entran por la fuerza en el castillo, les sale al encuentro un hombre «iniciado en profundos secretos y enamorado de Dios”, como le describe Atanasio en el famoso libro de su vida: “ El aspecto de su interior era limpio. No se había vuelto huraño ni melancólico, ni inmoderado en su alegría, ni tampoco tuvo que luchar con la risa o la timidez. Como la visión de las grandes cosas no le desconcertó, no se notaba nada su alegría de que cuantos vinieran a saludarlo. Antonio era más bien todo equilibrio, ponderadamente guiado por su meditación y seguro en su estilo particular de vida. A muchos que tenían dolencias corporales, les curó el Señor por medio de él. A otros los libró de los demonios. Dios concedió también a nuestro Antonio gran amabilidad en su conversación. Así, consoló a muchos tristes, a otros que estaban reñidos los reconcilió de tal manera que se hicieron amigos”. (Athanasius, 705).

Antonio se interna todavía más en el desierto, pero tampoco allí permanece solo. Su ejemplo hace escuela. Por el año 300 vemos por todas partes ermitaños en el desierto. Muchos son discípulos de Antonio; otros se han hecho monjes sin depender de él. El ansia de encontrar a Dios en la soledad como monje era tan fuerte en aquella época, que por todas partes surgieron “grutas», celdas monacales, a cierta distancia unas de otras. Era el tiempo en que el cristianismo se hizo religión del Estado y se debilitó la fe. Entonces los monjes, como los «mártires», quisieron ser testigos de la fe por medio de un seguimiento radical de Cristo. Así surgieron, en distintos lugares, los movimientos monacales.

Estos tuvieron su raíz en los círculos ascéticos de la primitiva Iglesia. La primitiva Iglesia estaba, en general, tan proyectada al más allá, que casi podría decirse que, entonces, todos eran monjes. En el s. II los ascetas constituían el centro de las comunidades, alrededor de las cuales acudían en masa los fieles para resistir como cristianos en la atmósfera hostil del Imperio Romano.

Pero es a partir del s. III cuando puede verse ya el movimiento monacal. Los monjes se asientan a la vez en distintos lugares, primero en despoblados, luego en el desierto. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre los orígenes del monacato. Es claro que no procede únicamente de fuentes cristianas. La Biblia no invita al monacato. El monacato es un fenómeno general humano, que se da en todas las religiones. En el hombre hay una nostalgia original de Dios, de vivir sólo para Dios, de prepararse, a traves de la ascesis y de la fuga del mundo, para la visión de Dios, para unirse con Dios. Los monjes cristianos sintieron esta nostalgia y la interpretaron siempre a la luz de la Biblia. En las Sagradas Escrituras encontraron el fundamento para su seguimiento radical de Cristo. Pero tuvo también su importancia la filosofía griega. No pocas ideas y prácticas de los monjes se asemejan, por ejemplo, a las de los pitagóricos. La vinculación de la ascesis con la mistica, la contemplación de Dios, son típicamente griegas. El mismo vocabulario ascetico, tan rico, procede, en gran parte «de la filosofía popular helénica» (Heussi, 292). Asi, las palabras «asceta», anacoreta> (retirarse del mundo), «monje” (monakos esto es, uno que se separa), cenobio, (comunidad de monjes) y muchas otras.

Por el año 300, aproximadamente, acudían de todas partes monjes al desierto. Allí trabajaban y oraban durante todo el día, ayunaban y se emulaban unos a otros. Ellos no inventaron la vida ascética, sino que, en sus prácticas, tomaron lo que encontraron ya en otros movimientos religiosos. Sin el conocimiento de la ascesis, su vida especial en el desierto hubiera terminado en un trastorno psíquico general y en la demencia. Los monjes tomaron la sabiduría y la experiencia que ascetas de todas las religiones y de los círculos filosóficos habían acumulado ya anteriormente. Sólo así pudieron aguantar su vida en continua soledad y vigilancia y en constante búsqueda de Dios, para conseguir, de ese modo, un gran conocimiento del hombre y un verdadero rastro de Dios.

Los padres del monacato fueron como los psicólogos de su tiempo. En la soledad, observaban y analizaban sus pensamientos y sus sentimientos, de los que el domingo, al reunirse para celebrar la eucaristía, trataban con el abad[2], su padre espiritual, para no dejarse engañar en sus luchas. Dialogaban sobre sus pensamientos y sentimientos, sobre su estilo concreto de vida y sobre su camino hacia Dios. Así surgió la denominada confesión de los monjes, en la cual no se trataba tanto del perdón de los pecados como de un acompañamiento espiritual para la dirección de las almas. Era una anticipación del coloquio terapéutico, tal como ha sido desarrollado por la psicología moderna. De todos modos, de las ciudades, incluso de más Allá de los mares, de Roma, innumerables fieles acudían a aquellos solitarios que se habían apartado del mundo, para pedir su consejo. Algo parecido a como tantos buscadores de la verdad peregrinan hoy día a la India, a los gurus. Tenían la sensación de que, en ese desierto, habían hombres que sabían lo que es ser hombre y que hablaban de Dios con autenticidad, porque lo habían experimentado.

 

En el año 323, el abad Pacomio fundó un monasterio junta a Tabennisi, en la parte alta del desierto de Egipto. Mientras que los ermitaños tenian sólo una escasa  relación de unos con otros, Pacomio fue el primero en fundar una comunidad de monjes. Asi surgieron grandes monasterios de hasta más de mil monjes rígidamente organizados, modelo para todos los que luego, tanto en Oriente como en Occidente, irían apareciendo poco a poco por todas partes. Hasta que en la fundación de Benito, en Montecasino, alcanzaron su histórico apogeo. En estos monasterios vivieron conscientemente su fe cristiana en comunidad. La nostalgia por la primitiva Iglesia, por aquella comunidad en la que, como dice Lucas, “todos eran un solo corazón y una sola alma, y lo tenían todo en común” (cf Hech 4, 32ss), es lo que movió a los monjes a buscar juntos a Dios.

La comunidad de ricos y pobres y de gentes de distintas razas, precisamente en esa época de pueblos trashumantes, fue un signo de que el Reino de Dios había llegado. Aunque apartados en soledad, los monjes marcaron al mundo como ninguna otra fuerza de la antigüedad. Benito de Nursia, que, en la inestabilidad de su tiempo, había fundado un pequeño monasterio sobre el monte Casino, llegó  a ser “el padre de Occidente”. Y los monasterios que vivieron segun su regla marcaron, con su oración y su trabajo, la cultura de las naciones, desarrollando un determinado estilo de vida que, durante largo tiempo, caracterizó a Europa.

 

Ya en la segunda mitad del s. IV, los monjes se pasaron unos a otros los dichos de los grandes padres antiguos. Aunque pronunciado en una situación concreta y respondiendo a una cuestión particular, “se ve claramente que el dicho (apotegma) del padre, lleno de espíritu, tenía un significado mucho más amplio y rico. No se hizo ninguna colección de esos dichos, pero, poco a poco, fueron surgiendo amplias recopilaciones de los mismos, que tuvieron una gran difusión en la cristiandad. Solamente manuscritos griegos hay unos 160» (Miller, 17).

De esos dichos de los padres queremos sacar nosotros para cuanto vamos a decir aquí. En ellos uno tiene la sensación de que proceden de la experiencia, de que no se quedan en simple teoría. Sus palabras orientan y están llenas de sabiduría. Pero en sus enseñanzas no podemos ver ninguna máxima general válida siempre para la vida. En todo momento responden a situaciones concretas: una palabra precisamente para este que pregunta, un camino terapéutico para este otro en particular. Por eso muchas de sus expresiones son parciales y exageradas. “Aquí no se dicen de una vez para siempre verdades válidas para todos. Están pensadas para un hombre determinado, en una situación particular, como aguijón que le avive y estimule a ser lo que, en ese momento, debe ser, y esto inmediatamente, hoy, no mañana” (Sartory, 11).

Lo que se nos ha transmitido en los apotegmas, dichos en una determinada situación, fue descrito sistemáticamente por Evagrio Póntico (345‑399). Evagrio (o en latin Evagrius) era griego, teólogo culto, que, envuelto en una historia de relaciones, huyó de Constantinopla y se hizo monje en Egipto. Adoctrinado por un padre antiguo en el monacato, Evagrio llegó a ser pronto un padre espiritual muy solicitado. Aunque tentado siempre él mismo, se hizo un especialista en el modo de tratar los pensamientos y los sentimientos, y en la lucha con los demonios. Muchos hermanos le visitaron y le pidieron consejo en su lucha espiritual. Así Paladio, un discípulo de Evagrio, escribe: «Su costumbre era ésta: Los hermanos se reunían a su lado el sábado y el domingo y, durante toda la noche, trataban con él sobre sus pensamientos, escuchando atentamente sus palabras poderosas hasta que llegaba la luz del día. Luego, se separaban llenos de alegría y alababan a Dios, pues verdaderamente su consejo era muy suave”. (Bunge, 48).

Por deseo de muchos que buscaban a Dios, Evagrio escribió sus experiencias y ofreció así a muchos monjes orientación en su lucha espiritual. Sus escritos son siempre de circunstancias, compuestos para un determinado peticionario. Paladio escribe sobre sus libros: «Su intelecto llegó a ser muy limpio y mereció el don de la sabiduría, del conocimiento y del discernimiento, en cuanto que discernía las obras de los demonios. Era muy versado en las Sagradas Escrituras y en las enseñanzas de la Iglesia católica. De su ciencia, su conocimiento y su privilegiada inteligencia, dan prueba los libros que escribió» (Bunge, 52s).

Los escritos de Evagrio fueron, durante siglos, las fundamentales enseñanzas espirituales de los monjes. Por desgracia, Evagrio cayó en descrédito en las disputas contra Orígenes, de tal manera que sus escritos fueron prohibidos por la Iglesia. Los monjes, sin embargo, se las arreglaron para que muchos de sus libros llegasen a San Nilo. Así, a pesar de la prohibición eclesiástica, continuaron siendo la norma de conducta para la vida monástica. En Occidente, Casiano, un discípulo de Evagrio, consiguió, con sus dos libros, que la sabiduría de Evagrio llegase hasta nosotros. Después de la Biblia, Casiano fue el autor más leído en la Edad Media. Aquí, en este libro, expondremos y trataremos de hacer útiles para nuestro tiempo algunos aspectos de esta espiritualidad, tal como nos han llegado a nosotros en los apotegmas que se encuentran en Evagrio, Casiano y otros escritores monacales antiguos.

 

1. Espiritualidad desde abajo


La espiritualidad que nos ofrece la teología moralizadora de los tiempos más recientes parte desde arriba.  Ella nos presenta altos ideales, que hemos de alcanzar.  Tales ideales son: el total desprendimiento, el dominio de sí mismo, la constante amistad, el amor desinteresado, el estar libre de todo enojo y la superación de la sexualidad.  La espiritualidad desde arriba tiene ciertamente su importancia para los jóvenes, ya que ella les desafía y pone a prueba su fuerza, les impulsa a superarse a sí mismos y a proponerse metas.  Pero, con demasiada frecuencia, también nos lleva a que saltemos ,por encima de nuestra propia realidad.  Nos identificamos tanto con el ideal, que olvidamos nuestras propias debilidades y limitaciones, porque no responden a ese ideal.  Esto produce una división o separación, pone a uno enfermo y, no pocas veces, se revela en nosotros en la separación entre el ideal y la realidad.  Porque no podemos admitir que no respondemos al ideal, proyectamos sobre los demás nuestra impotencia.  Y nos hacemos duros con ellos.

No puede menos de sorprender que, precisamente, hombres muy devotos reaccionen muchas veces de una manera brutal.  Por ejemplo, cuando un teólogo expresa un parecer distinto al suyo.  Cuando la curia episcopal de Wurzburgo organizó una exposición de arte sobre el tema «María, ser humano», el mismo obispo fue agredido brutal y procazmente.  La brutalidad es, con frecuencia, signo de una sexualidad reprimida.  Estos hombres querían hacer ver que defendían la piedad.  En realidad, sin embargo, actuaban de una manera poco piadosa y muy militante.  Los representantes de esa espiritualidad desde arriba no se dan cuenta de que argumentan por debajo de la línea del cinturón.

 

Los padres del desierto nos enseñan una espiritualidad desde abajo.  Ellos nos indican que hemos de comenzar por nosotros mismos y nuestras pasiones.  El camino hacia Dios, según ellos, está siempre basado en el propio conocimiento.  Evagrio Póntico lo formula así: «¿Quieres conocer a Dios?  Aprende antes a conocerte a ti mismo».  Sin este conocimiento, estamos siempre en peligro de que nuestra idea de Dios sea una pura proyección de nosotros mismos.  Hay también devotos que huyen de su propia realidad y se refugian en la piedad.  A pesar de su oración y de su piedad, no cambian, sino que se sirven de la piedad para elevarse sobre los demás, para afirmarse más en su impecabilidad, en su incapacidad de cometer faltas.

En los padres del monacato encontramos un estilo totalmente distinto de piedad.  Aquí lo primero que se pide es honestidad y autenticidad.  Esto, sin embargo¡ lleva a una comprensión amorosa para con todos aquellos que no van por el mismo camino.  Poimén, un experimentado padre antiguo, explica a un gran teólogo la espiritualidad desde abajo.  El famoso teólogo viene a hablar con el anciano sobre la vida espiritual, sobre cosas del cielo, sobre el Dios uno y trino.  Poimén le escucha sin responder nada.  Decepcionado, el teólogo se disponía ya a abandonar al monje, cuando un acompañante suyo se acerca a Poimén y le dice: «Padre, este gran hombre, que en su entorno tiene tanto prestigio, viene precisamente por usted. ¿,Por qué no le ha hablado?».  El anciano le respondió: «Él está en las alturas y habla de cosas celestiales; yo, en cambio, pertenezco a los de abajo y trato de cosas terrenas.  Si él hubiera hablado de las pasiones del alma, yo le habría contestado muy gustosamente.  Pero como habla de cosas espirituales, yo de eso no entiendo» (Apo, 582).

Ese teólogo partía de una espiritualidad desde arriba.  Hablaba en seguida de Dios y de las cosas espirituales.  Para Poimén el camino espiritual comienza por las pasiones.  A éstas es a las que hay que prestar atención primero, y con ellas es con las que hay que luchar.  Sólo entonces entiende uno algo de Dios.  Sí, el trato con las pasiones es, para él, el camino que lleva a Dios.

El encuentro de este teólogo con Poimén termina con estas palabras de un discípulo de Poimén al visitante decepcionado: "El anciano no habla fácilmente de la Sagrada Escritura, pero, si alguno trata con él de las pasiones del alma, él le responde".  El teólogo recapacitó, volvió a él y le dijo: "¿Qué tengo que hacer cuando se hacen más fuertes en mí las pasiones del alma?".  Entonces el anciano le miró cariñosamente y le dijo: "Ahora es cuando has venido acertadamente.  Abre tu boca, y yo la llenaré con cosas buenas".  El teólogo tenía gran necesidad de esto y exclamó: "Ciertamente éste es el verdadero camino".  Y regresó a s u tierra dando gracias a Dios, por haber podido encontrarse personalmente con tal santo» (Apo, 582).

Hablando de las pasiones del alma, su conversación se hizo sincera; los dos se tocaron mutuamente el corazón y, juntos, tocaron también el corazón de Dios, que se les hizo sentir presentándose como la meta de su camino.

 

Del abad Antonio nos han llegado estas palabras: «Si ves que un monje joven se esfuerza en llegar al cielo por su propia voluntad, agárrale fuertemente por los pies y tira para abajo, porque eso no le sirve de nada» (Smolitsch, 32).

A los jóvenes no les hace bien meditar e ir demasiado pronto por el camino de la mística.  Primero deben¡ enfrentarse con su propia realidad.  Deben examinar sus pasiones y luchar contra ellas.  Sólo entonces podrán ponerse en el camino interior, sólo entonces podrán afianzar su corazón totalmente en Dios.  Hoy día hay muchos que quedan demasiado pronto fascinados por los caminos espirituales.  Creen que pueden ir por ellos sin antes haber hecho el difícil camino del propio conocimiento, del encuentro con el lado oscuro de sí mismos.  Los monjes nos ponen en guardia contra una espiritualidad celestial entusiasmante.  Nos sucederá fácilmente lo que a Ícaro, que se hizo unas alas de cera y, cuando se acercó al sol, cayó precipitado.  Las alas que nos hacemos antes de encontrarnos con nuestra propia realidad son sólo de cera.  No pueden sostenemos.

Los americanos denominan al camino de estos voladores Espiritual “bypassing”, reducción espiritual.  Es muy peligroso servirnos de la meditación para apartar de nosotros problemas que, en realidad, tendríamos que resolver, problemas de nuestra aplastada sexualidad, de nuestra reprimida agresividad y de nuestros miedos.  Por eso, cuando los jóvenes vienen con pensamientos demasiado devotos, yo trato siempre de mirar con ellos al polo opuesto: al concreto de cada día, al trabajo, a la escuela, al estudio.  No rechazo sus devotos pensamientos y caminos, ni les dejo en ridículo.  No es éste mi estilo. En su piedad hay ciertamente mucho de verdadera nostalgia.  Pero es importante que pise tierra, para que, así, pueda impregnar el cada día y el trabajo.

 

San Benito describe esta espiritualidad desde abajo sobre la humildad, sobre la «humilitas».  El toma la escala de Jacob como modelo para nuestro camino hacia Dios.  La paradoja está en que subimos a Dios cuando bajamos a nuestra propia realidad.  Así entiende él las palabras de Jesús: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11; 18, 14).

A través de ese descender a nuestra condición de tierra (humus-humilitas) entramos nosotros en contacto con el cielo, con Dios.  En la medida en que encontramos valor para descender a nuestras propias pasiones, en esa misma medida ellas nos elevan hacia Dios.  Por este motivo la humildad fue tan alabada por los padres del monacato, ya que ella es el camino bajo hacia Dios, el camino sobre la propia realidad hacia el verdadero Dios.  Los entusiastas del cielo reflejan y encuentran sólo su propia imagen de Dios, su propia proyección.

 

Isaac de Nínive se sirvió también repetidas veces de la imagen de la escala de Jacob como modelo de elevación a Dios a través del descender nosotros: «Esfuérzate por entrar en la cámara del tesoro, que está en tu interior, y así verás lo celestial, pues esto y aquello son una misma cosa.  A través de ese entrar, contemplarás ambas realidades.  La escala para subir al reino de los cielos está en lo escondido de tu alma.  Sal de tus pecados, sumérgete en ti mismo, y encontrarás allí la escala por la que podrás subir» (Isaak, 302).

A través de los pecados, hemos de bajar a nuestro fondo más profundo.  Desde allí podremos subir hasta Dios.  Este ascenso responde a la nostalgia original de hombre.  La filosofía platónico gira, precisamente, en torno a que el hombre, en su espíritu, suba a Dios.  Los padres de la Iglesia ven en Jesucristo, que primero descendió y luego subió a los cielos (Cf.  Ef 4, 9), otro modelo para nuestra elevación hacia Dios.

Sólo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es el que experimentará al verdadero Dios.  Así, oímos constantemente la alabanza de la humildad.  La humildad es el camino hacia Dios y la señal más clara del hombre según el plan de Dios.  La abadesa Theodora[3] dice: «Ni la ascesis, ni las vigilias, ni ningún trabajo laborioso otorga la salvación,             sino sólo la verdadera humildad... ¡La humildad es la vencedora de los demonios!» (Miller, 6).  Y el demonio, que se introduce en la vida ascética de Macario, se ve obligado a reconocer: «Sólo en una cosa eres superior a nosotros».  Y al preguntarle el abad Macario: «¿Y qué es esa cosa?», él le respondió: «Tu humildad.  Por eso no puedo yo nada contra ti» (Miller, 11).  Poimén dice: «El hombre necesita la humildad y el temor de Dios como el aliento que sale de su nariz» (Miller, 49).

La humildad es para el hombre el valor de reconocer la verdad, reconocer su condición de tierra y su condición de hombre.  Para conocer si uno era verdaderamente hombre de Dios, los monjes se probaban unos a otros en la humildad. «Un monje fue alabado por los hermanos ante el abad Antonio.  Este le tomó por su cuenta, le puso a prueba para ver si podía aguantar las ofensas y, al comprobar que no las aguantaba, le dijo: "Tú te pareces a un pueblo que, por delante, está muy bien adornado, pero que, por detrás, ha sido arrasado por los ladrones"» (Apo, 15).

La bienaventurada Sinclética dice: «Así como es imposible construir un barco sin clavos, tampoco puede uno ser bienaventurado sin la humildad» (Apo, 1063).  La humildad es la prueba de una vida según el espíritu de Dios.  Ella es también el fundamento sobre el cual el monje edifica su vida.  Sin humildad está siempre en peligro de manipular a Dios.  La humildad es la condición para dejar a Dios ser Dios, para descubrir el rastro de un Dios totalmente diferente.  Cuanto más se acerca uno a Dios, tanto más humilde se es, pues uno experimenta que, como hombre, está muy lejos de la santidad de Dios.  La humildad es la respuesta a la experiencia de Dios.

Los monjes hablan también de que tenemos, que aprender la humildad. «A un anciano se le preguntó qué era la humildad y él respondió: "La humildad es una gran obra, es obra de Dios.  El camino para la humildad, sin embargo, es éste: Trabajar, tenerse a sí mismo por pecador y someterse a los demás".  El hermano le preguntó: ¿Qué quiere decir someterse a los demás?".  A lo que el anciano le respondió "someterse a los demás significa no fijarse en las faltas de los otros sino en las propias, y pedir constantemente a Dios"» (Apo, 1083).

El anciano le indicó entonces algunos ejercicios concretos para aprender la humildad.  Estos ejercicios nos parecen hoy a nosotros demasiado negativos.  Sin embargo, en ellos se trata de ver propia realidad y aceptarla, en vez de preocuparse de los pecados de los demás.  Humildad significa seguir a Cristo en lo oculto y no gloriarse de lo bueno que uno hace.  Así, un padre anciano dice:«Como un tesoro abierto, así también la virtud publicada disminuye; y como la cera se derrite al fuego, el alma decae de su limpia intención y, por la alabanza, se derrite» (Apo, 1054).  Y otro padre del monacato: «Es imposible que plantas y semillas salgan al mismo tiempo.  También es imposible, añadió, gozar de la fama del mundo y, al mismo tiempo, dar frutos para el cielo» (Apo, 1053).  El fruto del santo Espíritu puede crecer en nosotros sólo cuando renunciamos a mostrarlo a todos, a gloriarnos ante los demás.

 

La espiritualidad desde abajo nos enseña que a Dios se va por la observación atenta y el sincero conocimiento de uno mismo.  Lo que Dios quiere de nosotros no lo conocemos en los altos ideales que nos hacemos.  En esto, frecuentemente, se expresa sólo nuestra ambición: queremos alcanzar altos ideales para presentarnos como mejores ante los demás y ante Dios.  La espiritualidad desde abajo enseña que yo puedo descubrir la voluntad de Dios en mí, mi vocación, sólo cuando tengo el valor de descender a mi realidad, de ocuparme de mis pasiones, de mis impulsos, de mis necesidades y de mis deseos, y que el camino hacia Dios va a través de mis debilidades, de mi impotencia.  En mi impotencia reconozco lo que Dios quiere de mí, lo que él puede hacer de mí cuando me llena de su gracia.

La espiritualidad desde arriba, por ejemplo, reacciona a la rabia reprimiéndola o sofocándola: «No se puede tener rabia.  Como cristiano, he de ser siempre amable y equilibrado.  Por tanto, he de dominar mi rabia».  En cambio, la espiritualidad desde abajo me enseña a preguntarle a mi rabia qué es lo que Dios me quiere decir con ella. al vez me descubra una herida profunda.  En mi rabia tal vez me encuentre con el niño herido en mí, que reacciona así, impotente, a las heridas de los padres o de los profesores.  Tal vez me indique que he dado a otros demasiado poder sobre mí.  La rabia sería entonces la fuerza liberadora del poder de otros, para abrirme a Dios.  Y no sería mala, sino la señal que me indicase el camino hacia mi verdadero ser.

A través de mi rabia me pongo en contacto con la fuente de mi energía, de la que brota incluso el espíritu de Dios en mí.  Así, la rabia me lleva a Dios, que quiere darme la vida.  Ella se defiende de todo lo que, en mí quisiera quitarme la vida de Dios.  Donde está mi mayor problema, allí está también mi mayor oportunidad, allí mi tesoro.  Allí entro en contacto con mi verdadero ser. Allí quisiera hacerse vivo algo, florecer algo.

 

El camino hacia Dios va por el encuentro conmigo mismo, por abajarme a mi propia realidad.

Yo me he encontrado con una persona que tenía frecuentes depresiones.  Cada vez que no hacía mucho caso de otra hermana o la criticaba, caía como en un pozo.  Ella había pensado liberarse de su hipersensibilidad y sus depresiones a través de la meditación; pero, en el acompañamiento, se vio claramente que lo que quería era servirse de Dios para poder presentarse como mejor ante sí y ante los demás, para verse libre de su patológica sensibilidad.  Quería servirse de Dios, superar sus depresiones yendo a Dios.  Pero en los coloquios vio cada vez más claro que éste era un camino equivocado y descubrió que debía encontrar a Dios a través de todo eso.  Cuando caía en sus depresiones y entraba en contacto con su incapacidad para superarse, cuando veía que había herido profundamente a una hermana y que esto no hacía más que causar sufrimiento, entonces es cuando, sobre el fundamento de estos sentimientos, de su impotencia, pudo ella experimentar una paz profunda. Entonces es cuando pudo llegar a Dios.  Y tuvo la experiencia de que de ningún modo debía superar su hipersensibilidad.  Podía dejar de luchar y entregarse a Dios.  Esto la hacía verdaderamente libre.  Entonces se encontraba con el verdadero Dios, el Dios que la sacaba de lo hondo, del más profundo lodo, el Dios que iba con ella a través del fuego y del agua.  Entonces es cuando se sentía tocada en su corazón por Dios, se desvanecían todas sus imaginaciones acerca de Dios y experimentaba al Dios verdadero como el Dios que la sostenía, la hacía libre, la quería.

 

Doroteo de Gaza dijo en cierta ocasión: «Tu caída, dice el profeta (Jer 2, 19), será la que te eduque» (Dorotheus, 41).  Cuando hemos caído, cuando nos hemos apartado de Dios, entonces aprendemos una lección que no nos pueden enseñar nuestras virtudes.  Precisamente donde nos encontramos con nuestra impotencia, allí es donde nos vemos abiertos a Dios.  Dios nos forma precisamente a través de nuestros fallos, de nuestras defecciones.  Así es cómo él nos conduce por el camino de la humildad, que es el único que lleva a Dios.

Para Doroteo es precisamente entonces cuando nosotros creemos que «nada sucede sin Dios... Dios sabía que esto era bueno para mi alma y por eso sucedió.  De todo lo que Dios permite, no hay nada sin sentido, que no tenga una finalidad.  Por el contrario, todo está lleno de sentido y sucede según un plan» (Dorotheus, 117s).  Todo tiene un sentido.  También mis pasiones, también mis pecados.  Ellos me indican, mucho mejor que mi disciplina, que Dios es el único garante del éxito de mi vida.  Yo no puedo ofrecer ninguna garantía, caeré siempre.  Pero Dios me lleva por el camino de su glorificación sobre todos los acantilados, sobre todos los abismos.

 

En este libro ofreceremos algunos aspectos de esta espiritualidad desde abajo tal como la vivieron los primitivos monjes.  Pero nos gustaría aplicar los temas de esa espiritualidad a nuestro tiempo.  A primera vista muchos de los dichos de los padres antiguos nos parecerán extraños y tal vez demasiado duros y severos.  Pero si los miramos mejor y los escuchamos más detenidamente, veremos que ellos nos llevan a un mundo de amor y de misericordia, de verdad y de libertad, que nos introducen en el misterio de Dios y en el misterio del hombre.  Por eso son mistagógicos, que introducen en el misterio, y no moralizadores, que insisten en nuestra manera correcta de ser.

Después de algunos temas típicos en los dichos de los padres, queremos volver a la presentación sistemática de Evagrio Póntico, que es el que recopiló y presentó la espiritualidad de los padres del desierto.

 

2. Permanecer consigo mismo


Los padres antiguos aconsejan constantemente permanecer en la celda, dominarse y no escapar de sí . La «stabilitas», la perseverancia, el contenerse, el permanecer consigo mismo, es la condición para todo progreso humano y espiritual.  San Benito ve en la estabilidad, en la constancia, en el permanecer, el medio celestial para la enfermedad de su época, época de total trashumancia, de inseguridad, de movimiento constante.  Estabilidad significa para él permanecer en la comunidad en la que se ha entrado.  Y significa que el árbol tiene que echar raíces para poder crecer.  El continuo trasplante no hace más que limitar su desarrollo.

Estabilidad, sin embargo, significa, en primer lugar, permanecer consigo mismo, mantenerse en su celda con Dios.  Así dice el abad Serapión: «Hijo, si quieres ser de alguna utilidad, permanece en tu celda, mírate a ti mismo y a tu trabajo manual.  El salir no te servirá tanto para progresar como el estarte quieto» (Apo, 878).

Celda significa la habitación del monje, un pequeño espacio que él se ha construido y en el que permanece normalmente todo el tiempo.  Allí se sienta él para orar y meditar.  Allí trabaja también y ocupa su tiempo tejiendo cestos, que una vez al mes vende en el mercado. El consejo de no sólo no huir de sí, sino de permanecer en su celda, lo encontramos en distintas variantes. «Un hermano vino en el asceterio al padre anciano Moisés y le pidió un consejo.  El anciano le dijo: "Anda, vete a tu celda y siéntate.  La celda te lo enseñará todo"» (Apo, 500). «Uno dijo al padre anciano Arsenio: "Mis pensamientos me atormentan diciendo: Tú no puedes ayunar y tampoco trabajar; por tanto, visita al menos a los enfermos, ya que esto es también caridad".  El anciano, sin embargo, reconociendo aquí la semilla de los demonios, le dijo: "Vete y come, bebe y duerme, y no trabajes.  Únicamente no dejes tu celda". Él sabía bien que el permanecer en la celda lleva al monje por el buen camino» (Apo, 49).

El monje puede hacer todo.  Puede incluso no practicar ningún ejercicio ascético.  Puede hasta no hacer oración.  Pero que permanezca en su celda.  Entonces se obrará en él un cambio, vendrá a adquirir un orden interior.  Se enfrentará con todo el caos interior que aparece en él.  Y renunciará a escapar.

Pero no basta con estar sentado en la celda.  Del abad e nos ha trasmitido esto: «Podría darse que uno estuviera sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda» (Apo, 670). ¿Cómo debe, pues, el monje sentarse en su celda?  Lo que le mantiene en vela ¿es aquí la postura corporal exterior, un determinado sitio de meditación? ¿No se trata más bien de una actitud interior?

 

Es de suponer que el abad Ammonio quiera expresar aquí,"la actitud en esa estabilidad, en esa constancia.  No se trata de un sentarse en el que yo me refugio en mis sueños a lo largo de todo el día, en el que dormito, sino un sentarse en el que me pongo delante de Dios y delante de mí mismo.  En el sentarme permanezco sin moverme. Por mucho que se agite en mí, aunque de todas partes me asalten pensamientos, yo permanezco inmóvil, me mantengo firme y, a través de esa calma exterior, se calmará también la tormenta de los pensamientos y de los sentimientos.

La actitud interior en la que el monje debe sentarse en su celda la describe otro padre antiguo con una imagen drástica: «Aunque permanezcas en el desierto como un hesicasta[4], no te imagines que haces algo grande, sino considérate más bien como un perro al que han cazado de entre los demás y atado, porque muerde y molesta a las personas» (N 573).  El monje no permanece sentado en su celda porque se tiene por mejor que los demás.  Se retira a su celda para defender al mundo de sí mismo.  Es una manera de protección espiritual del ,medio ambiente.  En el pequeño espacio de su celda, libra al mundo de rabia y de mal genio, y establece así un poco de atmósfera limpia, una atmósfera de amor y de misericordia.

 

Los monjes conocen el peligro de la dispersión.  También hay una dispersión espiritual en la que el hombre se hace muchos pensamientos acerca de Dios y de la vida espiritual.  Pero por simples pensamientos uno no llega a ponerse verdaderamente en contacto con Dios.  El permanecer en la celda, el mantenerse uno él mismo, es la condición para el progreso espiritual, pero también para la maduración humana.  No se da un hombre maduro que no tenga el valor de aguantarse a sí mismo y de encontrarse con su propia, verdad.  Una narración de los padres compara el permanecer en la celda al agua tranquila en la que uno puede reconocer más claramente su rostro. «Tres estudiantes amigos se hicieron monjes y cada uno de ellos quiso dedicarse a una obra buena.  El primero se propuso traer la paz a los que estaban reñidos, según las palabras de la Sagrada Escritura: "Bienaventurados los que trabajan por la paz".  El segundo se propuso visitar a los enfermos.  El tercero se fue al desierto para vivir allí en descanso.  El primero, que quiso ocuparse de las disensiones, no lo pudo arreglar todo.  Desanimado, se fue al segundo, que atendía a los enfermos, y le encontró también malhumorado.  Tampoco éste había podido realizar plenamente su ideal.  Los dos se pusieron de acuerdo para visitar al tercero, que había ¡dar al desierto, contarle sus necesidades y pedirle que les dijera sinceramente lo que él había conseguido.  Este permaneció en silencio durante algún tiempo.  Luego echó agua en una vasija y les dijo que mirasen.  El agua estaba todavía muy agitada.  Después de algún tiempo les pidió que mirasen de nuevo y les dijo: "Ahora ved qué tranquila se ha vuelto el agua".  Ellos miraron y vieron reflejado en ella su rostro como en un espejo.  Entonces él les dijo: "Lo mismo sucede al que permanece entre los hombres.  Por la intranquilidad y la agitación no puede ver sus pecados, pero si se mantiene tranquilo y sobre todo en soledad, entonces podrá ver pronto sus faltas"» (Apo, 987).

 

Aquí no se condena el amor al prójimo.  Lo que se hace es indicar el peligro que puede esconderse en ello.  Podríamos ayudar a todo el mundo; pero, detrás de eso, se esconde frecuentemente un sentimiento de omnipotencia.  Para todo lo que hacemos se necesita siempre aguantar, permanecer en la celda y callar.  Entonces, a través del silencio, el agua se serenará en nuestra vasija y podremos ver en ella nuestra verdad.

Dos son los aspectos que hay que tener siempre en cuenta en ese permanecer en la celda: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigido totalmente a Dios. «El abad Antonio dijo: "Es muy bueno encontrar refugio en nuestra celda y pensar mucho sobre nosotros durante la vida, hasta conocer bien lo que somos.  Si permaneces en la celda, piensas en tu muerte.  Si oras constantemente, noche y día, entonces aguardas tu muerte"» (Am 35, 13, 111 147).

«Un hermano preguntó al abad Antonio: "Padre, ¿cómo debe permanecer uno sentado en su celda?".  El anciano le respondió: "Lo que es visible a los hombres es el ayuno hasta la noche, cada día, la vigilia y la meditación.  Pero lo que permanece oculto al hombre es el poco aprecio de sí mismo, la lucha contra los malos pensamientos, la mansedumbre, la meditación de la muerte y la humildad del corazón, fundamento de todo bien"» (Am 37, 12, 111 148).

«El abad Macario el Grande dijo: "Lo que necesita el monje que está en su celda es que recoja su mente y permanezca alejado de toda preocupación sin permitirla vagar por la vanidad de este mundo; que, orientado a su propio fin, dirija sus pensamientos únicamente a D ¡os, permanezca todo el tiempo sin disipación, no permita en su corazón ninguna preocupación mundana, ni pensamientos carnales, ni inquietud por los padres, ni consuelo de su familia, sino que su espíritu y todo su ser se mantenga en la presencia de Dios, para cumplir lo que dice el Apóstol: para que la virgen esté totalmente con el Señor, libre de toda preocupación"» (1 Cor 7, 34; Am 170, 7, 111 175).

 

Mil cuatrocientos años más tarde, Blaise Pascal dijo que la causa de las miserias humanas está en que ya nadie permanece en su habitación consigo mismo.  No aguantarse sin saltar de una cosa a otra es hoy ya habitual.  El hombre puede así distraerse muy bien.  No necesita más que ver todos los programas de la televisión.  Pero, ¿qué es lo que sucede en el alma?  Nada puede madurar, nada puede crecer.  No sucede ninguna verdad.  La maduración necesita reposo.  La celda nos lleva a la verdad, nos confronta con nuestra propia verdad.  Esta es la condición para la maduración de todo ser humano.  También para la buena relación de unos con otros.

Para los monjes antiguos, el encuentro consigo mismo es, además, la condición para el verdadero encuentro con Dios.  Nuestra piedad sufre cuando nos apartamos del camino.  En muchas personas piadosas se ve que, con su piedad, están soslayando su propia verdad.  Se refugian en los piadosos pensamientos y sentimientos sólo para no tener que encontrarse consigo mismas.  En muchas de estas almas hay miedo, lo que se manifiesta frecuentemente en el miedo de la psicología.  Detestan los círculos psicológicos alrededor de su propia alma y, en cambio, se entregan al amor de Dios.

Pero, con frecuencia, se tiene la impresión de que, aquí, el amor a Dios no va muy allá, de que ese rehuir la psicología no profundiza la piedad, sino que procede únicamente del miedo a la propia verdad.  En los coloquios espirituales se ve con frecuencia que los pensamientos devotos son bienintencionados, pero no consecuentes.  Uno se refugia en estos pensamientos, en la argumentación piadosa, porque no tiene el valor de poner ante sus ojos su propia realidad.

 

La espiritualidad de los monjes es sincera.  Ella no sobrepasa la realidad humana.  El camino hacia Dios va más bien a través del encuentro consigo mismo.  Los monjes no hablan de Dios, tienen experiencia de él.  Ellos rechazan toda posibilidad de dispersión para dirigir su espíritu totalmente a Dios.  Cuando yo permanezco en la celda sin hacer nada, sin darme a piadosos pensamientos, sin leer, entonces experimento lo que en realidad soy.  No me puedo engañar ni sobre mí mismo ni sobre mi relación con Dios.

Yo puedo escribir y hablar bien sobre la relación con Dios.  Pero cuando todo se me va de las manos y siento simplemente mi verdad delante de él, entonces surge en mí la sensación de que todo es aburrido, o la sospecha de que no va bien lo que yo digo de Dios.  Cuando mantengo este sentimiento, cuando no pienso en ello para poder escribir sino que simplemente permanezco ahí, entonces algo se pone en movimiento, entonces toco yo la verdad.  La verdad es despiadada, pero también amable.

Así, el permanecer en la celda es un test de la verdad, un test de si mi vida está o no de acuerdo, un test de si mi imagen de Dios es consecuente, de si mi amor a Dios es auténtico.  En la celda no tengo ninguna posibilidad de eludirme, de refugiarme en la actividad, de esfumarme o de soñar despierto.  Tengo que representarme a mí mismo.  Dios se echa sobre mí y cuestiona todo lo que anteriormente he pensado acerca de él y acerca de mí.

 

En la Edad Media los monjes han cantado siempre alabanzas a la celda.  De ahí la frase: «Cella est coelum» (la celda es el cielo).  En ella el monje se entretiene y se familiariza con Dios, en ella la presencia de Dios le envuelve.  Y también esta otra: «Cella est valetudinarium», la celda es un sanatorio, un lugar en el que puedo recobrar la salud, por experimentar allí la cercanía curativa y amorosa de Dios.  Pero sólo si permanezco en mi celda aunque todo en mí se rebele, aunque esté en el mayor desasosiego interior.  Después de haber superado esta primera fase, puede que experimente la celda como un paraíso, que el cielo se abra sobre mí, que en mi estrecha celda respire la inmensidad del firmamento porque Dios mismo mora allí.

 

3. Desierto y tentación


Un tema muy importante en el monacato es el del desierto.  Los monjes van al desierto para estar allí a solas y buscar a Dios.  Antiguamente el desierto era el lugar donde moraban los demonios.  Antonio fue al desierto para luchar contra ellos.  Ir allí y meterse en su dominio era una decisión heroica.  Y una declaración de guerra a los demonios, que le tentaron y que trataron de echarle nuevamente de sus dominios.  Antonio creyó que, a través de esta lucha, se haría también para los demás un mundo algo más luminoso y sano.  Si vencía, los espíritus malignos tendrían menos poder sobre los hombres.  De este modo su lucha era también en favor del mundo.  En el desierto, Antonio luchó en bien de toda la humanidad para mejorarla.  Huyendo del mundo, luchó para hacer un mundo más sano.  Para Antonio, el desierto es el lugar en el que los demonios se muestran de una manera más clara y manifiesta.  Como cuando Jesús, guiado por el Espíritu santo, marchó al desierto y allí fue tentado por el demonio, así los monjes que van al desierto cuentan con que han de luchar contra los demonios.  El monje es esencialmente un luchador.  Los padres antiguos eran alabados cuando, en este lucha, salían vencedores. Cuando el demonio se apartó de Jesús, vinieron los ángeles Y le sirvieron.  El monte de las tentaciones se convirtió así en el monte del paraíso.  También los monjes hicieron esta misma experiencia.  El desierto no es solamente un campo de batalla, el lugar en el que uno no puede ocultarse de su propia verdad, en el que tiene que confrontarse despiadadamente consigo mismo y con sus propias sombras; el desierto es, además, el lugar de la mayor cercanía de Dios.  Así lo experimentó también el pueblo de Israel: como el lugar donde Dios les estuvo más cerca.  Dios los llevó por el desierto para introducirles en la tierra prometida.

Los monjes fueron llevados también por Dios al desierto para, allí, luchar contra los demonios y, a través de esa lucha, llegar a la tierra de la paz, a la tierra de la contemplación de Dios.  Para Israel el desierto fue un tiempo de prueba y un tiempo de glorificación de Dios.  En mirada retrospectiva a su historia, Israel reconoció en el desierto un tiempo privilegiado.  Fue cuando Dios se encariñó de su pueblo, le tomó en sus brazos y le atrajo con cadenas de amor (cf.  Os 1 l).  Dios llama a Israel para llevarle nuevamente al desierto y hablarle allí al corazón.  El tiempo del desierto se convierte, así, en un nuevo tiempo de enamoramiento: «La llevaré al desierto para enamoraría» (Os 2, 16).

 

Los monjes experimentaban también el desierto como el lugar en que estaban más cerca de Dios, en que podían sentir de un modo más intenso el amor de Dios al no verse impedidos por ningún atractivo del mundo.  Pero para experimentar la cercanía de Dios, el monje tenía que emprender la lucha contra los demonios.  Esta lucha traía consigo muchas tentaciones.  La tentación es el lugar donde el monje se encuentra con el demonio.  Saliendo bien de ella y venciendo, crece su fuerza y su claridad interior.

Para los monjes, la tentación era algo esencial en su vida.  El anciano padre Antonio dice: «Esta es la gran obra del hombre: presentar sus pecados ante el rostro de Dios y contar con la tentación hasta el último aliento de su vida» (Apo, 4).

 

La vida del hombre está marcada por constantes desavenencias o luchas.  Nosotros no podemos sencillamente vivir.  Tenemos que estar expuestos a las tentaciones que lleva consigo la vida.  Y no se dará ningún momento en el que podamos descansar sobre nuestros laureles.  Las tentaciones nos acompañarán hasta el final de nuestro camino.  En otro lugar dice Antonio: «Nadie puede entrar en el cielo sin haber sido tentado.  Quita las tentaciones y no habrá nadie que pueda encontrar salvación» (Apo, 5).  Las tentaciones son para Antonio la condición para entrar en el reino de los cielos.  Por ellas siente el hombre el rastro del verdadero Dios.  Sin tentación estaría en peligro de manipular a Dios o de hacerle inocuo.  En la tentación, el monje experimenta de un modo existencias su situación delante de Dios y la diferencia que hay entre el hombre y Dios.  El hombre está siempre en lucha, mientras que Dios descansa en sí mismo.  Dios es amor absoluto.  El hombre, en cambio, está tentado constantemente por el mal.

Los monjes ven en las tentaciones algo positivo. Uno de los padres lo expresa así: «Si el árbol no es sacudido por el viento, no crece ni echa raíces.  Lo mismo sucede con el monje: si no es tentado y no aguanta las tentaciones, no se hace hombre» (N 396).

Sucede como en la historia de la palmera.  Un hombre malo se enfadó con una hermosa palmera joven.  Para estropearla, colocó sobre su copa una gran piedra, Pero cuando, años después, pasó otra vez por allí, la palmera se había hecho mayor y más hermosa que todas las otras del entorno.  La piedra la había obligado a hundir más sus raíces en la tierra y, así, pudo también crecer más alto.  La piedra había sido para ella un desafío.  Las tentaciones son también un desafío para el monje.  Ellas le obligan a hundir más sus raíces en Dios, a poner SU Confianza cada vez más en Dios, pues las tentaciones le muestran que, por sus propias fuerzas, él no puede vencerlas.  La constante lucha le hace interiormente más fuerte y le permite madurar como hombre.

 

La lucha con las tentaciones y las dificultades es algo esencial al hombre.  Hemos de contar con que tenemos que ser tentados por nuestras pasiones. Los monjes hablan de los demonios que pelean contra nosotros.  Con esto quieren decir que, en nosotros, aparecen fuerzas que nos llevan en una dirección que no queremos."

Así llegan ellos a tener experiencia de que nosotros no nos vamos en una sola dirección, sino que somos llevados en muchas direcciones por distintos pensamientos y sentimientos.  Se refieren a las fuerzas que tenemos en la sombra y en el subconsciente.  A pesar de nuestra intención de permanecer siempre en el bien, surge en nosotros la tentación de echar todo por la borda y de dejar a un lado los mandamientos.  También en nuestra amistad se dan pensamientos de querer matar a otros.  Sería ingenuo pensar que bastaría cumplir los mandamientos y querer el bien.  En nuestro interior aparece una lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el amor y el odio.  Para los monjes esto es completamente normal.  Y no es malo, sino que hace al hombre cuidadoso.  Hoy, tal vez nosotros diríamos que, así, vive el hombre más consciente, se da cuenta mejor de sus aspectos sombríos, de que, en su subconsciente, hay todavía fuerzas que no conoce y con las cuales tiene que convivir con mucho cuidado.

Las tentaciones, dicen los monjes, nos hacen hombres.  Ellas nos ponen en contacto con las raíces que sostienen al tronco del árbol.  Exponerse a las tentaciones significa ponerse en lucha con la verdad.  Así, dice un padre antiguo: «Quita las tentaciones y nadie será santo, ya que el que huye de la tentación provechosa rehuye la vida eterna».  De hecho las tentaciones son las que han preparado su corona a los santos (N 595).

 

Al rezar el padrenuestro, algunos tal vez encuentran difícil eso de pedir a Dios que nos libre de la tentación.  Pero Jesús habla aquí de otra tentación, de la tentación de la caída. «No nos dejes caer en la tentación de la caída, enseña Jesús a orar a sus discípulos, por los que él pide también (cf.  Lc 22, 31s; también Jn 17, 14s)» (Grundmann, Mattheius, 203).  Los monjes, en cambio, se refieren a las tentaciones de los pensamientos, de las pasiones y de los demonios.  Estas tentaciones son algo consustancial en nosotros y nos hacen más vigilantes y cuidadosos.  Pero esto significa también que no podemos ir a Dios con un vestido blanco.  Es, más bien, propio de nosotros el estar en lucha con los demonios y el ser constantemente heridos por ellos.

Los monjes no piden que seamos perfectos y sin faltas, correctos e inmaculados.  El que está familiarizado con la tentación se encuentra con la verdad de su alma, descubre en sí el abismo de su subconsciente, mortales pensamientos, sádicas imaginaciones, fantasías inmorales.  Llegaremos a ser hombres maduros únicamente si nos confrontamos con esta verdad, si resistimos en la tentación.

Así, un padre antiguo dice: «Cuando pedimos al Señor: "No nos dejes caer en la tentación" (Mt 6, 13), no pedimos que no seamos tentados, pues sería imposible, sino que no seamos engullidos por la tentación y hagamos algo que desagrada a Dios.  Esto quiere decir no caer en tentación» (Apo, 1159).

La tentación nos acerca más a Dios.  Así lo vio Isaac de Nínive: «Sin tentación no podríamos apreciar el cuidado de Dios por nosotros, no se podría conseguir la confianza en él, no se podría aprender la sabiduría de Dios, y el amor de Dios no estaría enraizado en el alma.  Antes de las tentaciones, el hombre pide a Dios como un extraño.  Pero cuando ha resistido a la tentación sin dejarse vencer por ella, entonces Dios le mira como uno que le ha hecho un préstamo y está dispuesto a percibir los intereses; como a un amigo, que, para complacerle, ha luchado contra el poder del enemigo» (Isaak, 329).

Estas palabras indican que los monjes no tenían miedo a la tentación, ni siquiera al pecado.  El monje tentado más bien se familiariza, y de una manera nueva, con Dios.  En la tentación experimenta de un modo más profundo la cercanía de Dios.

 

La tentación mantiene al monje atento y le hace interiormente vigilante.  Así, Juan Colobos pide incluso tentaciones para poder progresar en su camino hacia Dios: «El abad Poimén contaba del anciano padre Juan Colobos que le pidió a Dios que le quitase las pasiones.  Así fue, y él estaba muy contento.  Siguió adelante y se lo contó a un anciano: "Veo que estoy tranquilo, que no tengo ya ninguna tentación".  El anciano le dijo: "Vete y pide a Dios que te dé algún enemigo.  Entonces se te volverá a dar también el antiguo arrepentimiento y la humildad que tenías antes, pues precisamente en la tentación es cuando progresa el alma". Él lo hizo y, cuando vino el enemigo, no pidió ya a Dios que le librase de él, sino que decía: "Dame aguante, Señor, en la lucha"» (Apo, 328).

Sin tentación, el monje se hace ligero, deja pasar sencillamente las cosas y la vida.  Las tentaciones le obligan a vivir más consciente, a practicar la disciplina y a estar atento.  Por eso no pide a Dios que le quite las tentaciones, sino que le dé fuerza. «Se cuenta de la abadesa Sarrha que, durante trece años, se vio frecuentemente tentada de impureza por los demonios.  Ella nunca pidió que se le quitase la tentación, sino más bien: "Señor, dame fuerza"» (Apo, 884). «Cuando, finalmente, venció al espíritu impuro, éste le dijo: "Me has vencido, Sarrha".  Pero ella le contestó: "No te he vencido yo, sino mi Señor Cristo"» (,Apo, 885).

 

La tentación nos obliga a la lucha.  Sin lucha no hay victoria.  Pero la victoria no es nunca algo que merecemos.  En las luchas podemos aprender que Cristo actúa en nosotros, que, llegado el momento, nos libra de la constante lucha y nos concede una paz profunda.

La cuestión está en si a nosotros, hoy, nos ayuda o no esta visión positiva de la tentación.  Por un lado, este modo de ver las cosas podría librarnos de falsos esfuerzos de perfección, Al que, por encima de todo, le interesa ser correcto, pasará la vida en un constante miedo de cometer faltas.  Su vida quedará atrofiada.  Será correcto, pero no vivo y abierto.  El contar con la tentación, la conciencia de que la tentación es algo propio nuestro, nos hace más humanos o, como dicen los monjes, más humildes.  Esto quiere decir que estamos siempre tentados, que nunca podemos afirmar que nos encontramos por encima de las tentaciones, que el odio, la envidia y la infidelidad matrimonial no son para nosotros ningún problema.  El que dice que nunca engañará a su mujer o a su novia no se ha encontrado todavía con su corazón.  El contar con la tentación nos hace cuidadosos.

Pero que los monjes pidan a Dios que no les quite la tentación, a nosotros se nos hace difícil de entender.  Sin embargo, muchos tienen también hoy una experiencia semejante.  Una hermana me contó que se dormía interiormente cuando la masturbación no era para ella ningún problema; pero que, cuando tenía que luchar contra esa tentación, estaba más atenta a sus sentimientos, iba más consciente con sus frustraciones y con su rabia.  Así aprendió a entregarse totalmente a Dios.  Y su oración se hizo más intensa.

A veces tenemos una idea falsa de la santidad.  Pensamos que el santo está por encima de todas las tentaciones.  Es un error.  Tener tentaciones sin ser vencidos por ellas es un camino que nos mantiene vivos, que siempre nos recuerda que, solos, no podemos hacemos mejores a nosotros mismos, sino que es únicamente Dios el que puede cambiamos.  Solo Dios puede concedernos la victoria contra las tentaciones y una paz profunda que, sin la lucha, no se puede experimentar con la misma intensidad.


 

[1]  Los “koans”(del chino kung‑an, anuncio o aviso público) estan basados en anécdotas de los maestros del “zen”.  Se dice que hay, en total, mil setecientos koans.  En el “zen” budista de Japón, Koan, es una sentencia o cuestión paradójica usada como disciplina de meditación para novicios. El esfuerzo para resolver un koam está orientado a agotar el intelecto analítico y la voluntad egoísta, preparando la mente para ofrecer una respuesta apropiada a nivel intuitivo. Cada uno de estos ejercicios constituye a la vez una comunicación de algún aspecto de la experiencia “zen” y un test de la competencia del novicio. (N. del T.)

[2]  En el texto original, para decir «abad”, A. Grun no usa la palabra alemana “Abt”, sino que unas veces lo llama “abba” (en griego) y otras, como en el párrafo siguiente, “abbas”(en latin). De todos modos, tanto si lo derivamos del griego como del latín, la palabm “abad” significa siempre “padre”.  En nuestra traducción emplearemos únicamente la palabra “abad”. (N. del T.)

[3] En el texto original, A. Grün no usa la palabra alemana «Ábtisin» (abadesa), sino la palabra «Amma» (madre), que es como la Iglesia antigua llamaba a la superiora de un monasterio femenino.  Nosotros lo traduciremos siempre por «abadesa». (N. del T.)

[4] Los hesicastas o hesiquiastas eran miembros de una secta de la Iglesia de Oriente.  Vivían en los monasterios del monte Athos entregados a la meditación, la cual hacían inclinando la cabeza sobre el pecho y mirándose fijamente al ombligo, donde suponían estar concentradas las fuerzas todas del alma. (N. del T.)