La formación de la conciencia

Fuente: Escuela de la fe


De las deformaciones expuestas, tan posibles, se sigue la importancia y necesidad de formar una recta conciencia. Por ejemplo, nunca como hoy ha sido el hombre tan sensible a su libertad y nunca ha hecho peor uso de ella; así por un lado escribe una carta de los derechos humanos, y, por otro los suprime de raíz por el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la dictadura de estado, la manipulación de la opinión pública y las diversas formas de violencia. Por un lado proclama a los cuatro vientos la propia madurez y por otro adopta como pauta de comportamiento normas tan volubles como la opinión pública, los eslogans de moda y los modelos culturales y sociales del momento.


Su norma moral viene a ser: -todos lo hacen, luego debe ser bueno-; lo dicen los medios de comunicación, luego es indiscutible-; -así opina el partido o la mayoría, o así piensa fulano de tal, luego lo acepto incondicionalmente. O entiende la libertad como ausencia total de cualquier tipo de normas. Ser libre, significa para muchos hombres: -hago lo que me da la gana-, es decir, es un simple sinónimo de libertinaje, apoyado por el soporte ideológico de existencialismos ateos. Remando a contracorriente. Por un lado defiende a ultranza el derecho a la libre opinión y por otro difunde la mentira a sabiendas; más aún, elabora un arte y una técnica del engaño, bajo la capa de difusión ideológica, de razón de estado o de banderas políticas. En una palabra, nunca como hoy el hombre ha sido más bárbaramente manipulado por los ocultos persuasores en los campos comercial, ideológico, político, ético y religioso.


Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.


La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.


En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf Dignitatis Humanae, nº 14).


Continuamente nos damos cuenta de que en tantos hombres y en la misma sociedad existe una incapacidad para discernir entre lo bueno y lo malo y las influencias de las pasiones incontroladas tienden a oscurecer más el dictamen de la conciencia. Ante esta perspectiva se nos hace urgente seguir formando nuestra conciencia, afilándola para ser luz, como el ojo para el cuerpo (cf Mt 6, 22-23), que es faro para no tropezar. Así, cuando nuestro ojo está con cataratas, o con miopía, o astigmatismo, vemos las cosas deformadas, subjetivas, pero si el ojo está sano, todo se ve con objetividad.

a. Vigilancia continua: la conciencia no es una facultad estática, exige una formación continua, que empieza con la vigilancia. El mismo Jesús nos recuerda “vigilad y orad para que no caigáis en tentación” (Mt 26,41). Esta continua vigilancia requiere estar alertas; formación, y siempre basada sobre un realismo de nuestra débil realidad. Hay que estar atentas y analizar qué es lo que guía nuestra conciencia, si el egoísmo, las sugerencias del demonio y los criterios del mundo o la Voluntad de Dios, el Evangelio, la Regla, las Constituciones. La razón de ser de los distintos modos y momentos de examinar nuestra conciencia es precisamente su educación. Examinarnos para analizar delante de Dios si vamos caminando por donde Él quiere en lo concreto de nuestra vida. Educar nuestra conciencia con los medios maravillosos que la Iglesia me ofrece: balance personal. Todos son medios para ayudarme. Para ello se requiere, por un lado, recordar cuál es el campo de la Voluntad de Dios en lo concreto de nuestra vida y de nuestra condición de seguidores de Cristo. Y por otro una gran sinceridad con nosotros mismos para ver cómo vamos en relación con ese camino. ¿Apreciamos suficientemente la función pedagógica profunda de estas distintas formas de examinar nuestra conciencia? (cf CIC canon 664).


b. Sacramento de la penitencia: si queremos ir a la raíz misma del mal que puede deformar nuestra conciencia, hay que acudir al sacramento de la penitencia. Una de las ventajas de la confesión frecuente es precisamente la formación y educación de la conciencia. Un alma consagrada al servicio del Señor y profesional de la santidad debería acudir al sacramento ‘frecuentemente’ como establece el Código de Derecho Canónico en los números 630&2 y 664.


c. Apertura al Espíritu Santo: para que haya una connaturalidad entre la voluntad divina y la conciencia, el primer requisito es, pues, el estado de gracia, la caridad teologal que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones desde el bautismo. En realidad el artífice de una conciencia bien formada es el Espíritu Santo: es Él quien, por un lado, señala la Voluntad de Dios como norma suprema de comportamiento y, por otro, derramando en el alma las tres virtudes teologales y los dones, suscita en el corazón del hombre la íntima aspiración a la voluntad divina hasta hacer de ella su alimento. Seguir el Espíritu Santo es seguir la Voluntad de Dios. Con la ayuda del director espiritual analizamos nuestra situación personal, con sus logros y proyectos, con sus conflictos y posibilidades, repasa con nosotros el plan de Dios, el Evangelio, el espíritu de la Orden y de las Constituciones, colaborando con el Espíritu Santo a modelar nuestra conciencia. Supone, por nuestra parte, una actitud de fe sobrenatural, de madurez humana, de honestidad, de rectitud, sin buscar paliativos o sofismas (edad, saber, santidad) de confianza, claridad y responsabilidad personal: “Nadie puede dudar que el Espíritu Santo obra secretamente en las almas justas y las excita con exhortaciones e impulsos: si no fuese así, toda ayuda, todo adiestramiento externo, sería inútil...


d. Dirección espiritual. Sin embargo, y lo sabemos por experiencia, estas exhortaciones, estos impulsos del Espíritu Santo, casi nunca se perciben sin la ayuda y la guía del magisterio externo.... Dios providentísimo, así como ha querido que los hombres en general se salven por medio de otros hombres, así también ha establecido que todos los que aspiran a más altos grados de santidad los alcancen por medio de hombres. Esta ha sido siempre la norma de la Iglesia; esto es lo que han enseñado unánimemente cuantos, en el curso de los siglos, sobresalieron por sabiduría y doctrina; y es norma que no se puede abandonar sin evidente temeridad y peligro... Añádase, además, que los que tratan de santificarse, por lo mismo que tratan de seguir un camino poco frecuentado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan, más que los otros, un doctor y un guía” (León XIII, Carta al cardenal Gibbons, Testem benevolentiae, 12 de enero de 1899).


La dirección espiritual tiene que consolidar la salud y rectitud de la conciencia del dirigido en sí misma. Las disposiciones subjetivas de la conciencia cristiana son el mejor síntoma de un asentado progreso en el camino de la perfección: la seguridad de la buena conciencia, el juicio equilibrado de sí mismo y de sus cosas, la moderación en una tónica de fervor sanamente optimista que mantiene abierta la iniciativa personal bajo la mirada de Dios.


1.Conciencia sana. El Nuevo Testamento une la “sana conciencia” con “la fe sincera” y el “corazón puro” (1 Tim 1,5). Forman una unidad que a veces se designa con una sola de las palabras. La fe sincera es la sana persuasión de proceder bien.

Esta sana conciencia u honradez cabal supone los condicionamientos del egoísmo y del amor propio.

No puede tener una conciencia sana quien rechaza la iluminación de la conciencia por medio de luces exteriores providenciales.

La consolidación de una conciencia sana es la garantía y seguridad de que es uno guiado por el Señor. En la medida en que el hombre mantiene y consolida la bondad de su conciencia se halla bien en las manos de Dios y Dios le conducirá infaliblemente.

La sana conciencia sincera u honradez cabal es criterio legítimo del amor auténtico a Dios. Muchos descubrirán –más adelante- que han estado amando a Dios sin que reflejamente fueran conscientes de ello. Encontrarán que han estado caminando a la luz de Dios sin que hubiesen tenido conocimiento reflejo de que era Dios la luz bajo la cual caminaban.


2.Juicio equilibrado de sí mismo. A esto mucho puede ayudar el auxilio del director espiritual en su difícil función de reflejar el juicio benigno de Dios. Tenga cuidado de no deprimir al dirigido con la intención de ayudarle a ser humilde, para probarle, por temor a que le entre la vanidad. Las pruebas de humillaciones son algo muy delicado y sólo Dios sabe en qué medida convenga humillarle a uno. Hay personas que han quedado destruidas por semejantes imprudencias pues no era el momento ni la medida oportuna.

No hay que ser fácil, esto es tildar un acto de soberbia o vanidad. Hay que distinguir el sentido del propio valer y otro distinto del sentido de la vanidad. Sofocar el sentido del propio valer con la excusa de superar la vanidad sería un error. La humildad cristiana se expresa también en la docilidad al Espíritu y en el recurso a otros para que le juzguen. Más aún la sincera apertura de sí mismo debe asociarse a un sano sentido del propio valer.

Tiene que ir adquiriendo el dirigido el hábito de descubrir cosas buenas que hay en él y de juzgarlas como buenas y de descubrir las malas y juzgarlas como malas, superando todo complejo de culpabilidad o de inferioridad. El complejo de culpabilidad proviene con frecuencia de la falta de reconocimiento y confesión de la culpa que no se supera con la anulación de la responsabilidad. Por eso el director espiritual no debe ser fácil en quitar al dirigido toda responsabilidad para aliviarle de la angustia de la culpabilidad que le aqueja. Puede ser oportuno enseñarle que su responsabilidad está atenuada. Pero pretender que no tiene responsabilidad es desacertado ya que después de un momento de alivio momentáneo, le puede hundir en mayor depresión, porque no hay nada en el fondo tan deprimente como el que lo consideren una persona anormal e irresponsable.

Hay que ir habituándolo a reconocer su propia malicia, pero a la luz de la misericordia de Dios que debe reflejarse visiblemente en el director espiritual. Cuando el dirigido se confiesa sinceramente lo malo que ha cometido o que hay en él, hay que acoger esa confesión con suma indulgencia y comprensión, como algo natural, y comprensible; muy lejos de una censura cargada de espanto, aspereza y turbación. De modo que esa misma serenidad se le infunda al dirigido. Que se vaya sintiendo sostenido continuamente por la misericordia de Dios. Que se acostumbre a reconocerse con paz como compuesto de espíritu y carne(cf Rom 7,14-25). De manera que la presencia de sus defectos no le haga nervioso o irascible, insoportable así mismo, sino que la acoja con serenidad e incluso con alegría, aceptando sus límites, y la necesidad que tiene siempre de Dios.

He aquí una señal del auténtico progreso espiritual: acoger los propios defectos –sinceramente detestados en lo que tienen de ofensa a Dios- con humildad y hasta con alegría.


3.Moderación. El director espiritual tiene que ayudar al dirigido con su comportamiento, con su vigilancia, y con sus consejos a que vaya actuando correctamente y a que guarde la medida de la discreción en su propio espíritu. La mesura, la benignidad, la mansedumbre. Esta moderación es particularmente difícil en un ánimo juvenil ferviente que es, por otra parte, el que más lo necesita. El director espiritual tiene que ir infundiéndola progresivamente.

En las virtudes morales la virtud está en el medio y llevadas a sus extremos se hacen vicios. Hay que dominar el cuerpo, no estropearlo. Ciertamente la medida no es la misma para todos y hay que ayudar al dirigido a que dé con la medida que Dios quiere de él.

No hay que sofocar la iniciativa y el fervor de espíritu.

El dirigido tiene que ir asimilando y apropiándose las normas espirituales fundamentadas con solidez y aplicadas a sí mismo. Tiene que ir entendiendo los caminos del Señor.


e. Sacramento de la eucaristía: Pablo VI en su encíclica Mysterium Fidei dice que la Eucaristía dignamente recibida, sana las heridas del pecado, suaviza el ímpetu de la concupiscencia y del desorden de nuestras pasiones, enciende en el ánimo el deseo del bien, haciendo a nuestra conciencia más sensible y dócil a la Voluntad de Dios. Cristo en el Sagrario, además, se ha quedado para acompañarnos, para conversar con nosotros hablando al fondo de nuestros corazones, para escucharnos, para aconsejarnos, para sostenernos en nuestras debilidades, impulsándonos en nuestras flaquezas, para llenar de paz y gozo nuestras almas siempre que acudimos a Él.

Estudiar la doctrina moral cristiana, los Evangelios, los documentos y orientaciones de la Iglesia.

Reflexionar antes de actuar. No guiarse por los instintos sino por convicciones. No guiarse por lo que se le salga a uno, el cristiano debe saber por qué hace las cosas y elegir siempre los motivos más elevados.

Vida de oración y sacramentos

Pedir ayuda y consejo

Plena sinceridad llamando las cosas por su nombre, ante uno mismo y ante Dios. Los problemas en el campo de la conciencia comienzan cuando un empieza a encontrar justificaciones fáciles para no hacer el bien o, lo que es peor, hacer el mal.

Orar siempre de cara a Dios con el deseo de agradarle. La opinión ajena, el tipo de comportamiento que sugiere la moda o el consenso de la mayoría, la utilidad práctica, el todos lo hacen, o el beneficio que pueda sacar de esa acción no son criterios para justificarla.

Pedir ayuda constantemente al Espíritu Santo que le hará ver todo desde Dios y desde el punto de vista de su amor que pide siempre lo mejor, la perfección para sus creaturas.

No desanimarse ante las fallas, aprender siempre de las caídas, comenzar de nuevo. Lo peor que se puede hacer es contemporizar con los fracasos, las desviaciones, las traiciones, aceptándolos como inevitables, irremediables, naturales. Hay que reparar el mal cometido, con amor y construir sobre las ruinas y sin complejos.

Formar hábitos de buen comportamiento, uso del tiempo, saber qué queremos en cada momento, exigirnos el fiel cumplimiento del deber, no permitirse ninguna falla conscientemente aceptada.

Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.