CAPITULO III

Las virtudes sociales


Abordamos ahora el estudio de las llamadas virtudes sociales. Con este nombre, no muy afortunado por cierto, se designan algunas virtudes derivadas de la justicia, como partes potenciales de la misma, que, por no verificar todas las condiciones requeridas por esa virtud cardinal (cf. n.611), no constituyen formas de justicia estricta o perfecta y se le deben al prójimo únicamente por la honestidad y conveniencia del trato social, pero no porque tenga estricto derecho a ellas. Tales son, principalmente, la gratitud, el justo castigo, la veracidad, la afabilidad, la liberalidad y la epiqueya (cf. n.613). A este grupo, expresamente señalado por Santo Tomás, añadiremos los principales aspectos de la caridad considerada desde el punto de vista social.

Como ya hemos hablado en otros lugares de la veracidad (n.786ss) y de la epiqueya (n.1 6,b), vamos a examinar ahora las restantes virtudes sociales por el siguiente orden: caridad, gratitud, justo castigo, afabilidad y liberalidad.

A) La caridad social

889. 1. Naturaleza. La caridad social no es una virtud distinta de la virtud teologal de la caridad. Es la misma virtud de la caridad en cuanto que nos inclina a amar por Dios a la sociedad humana de la que formamos parte nosotros mismos.

La caridad social consiste en cierto amor de benevolencia, desinteresado, hacia la sociedad, que se traduce en actos de complacencia y de gozo por la gloria que la sociedad da a Dios; de pena o dolor cuando la vemos alejarse de El, y de celo en promover a través de ella la gloria de Dios por todos los medios a nuestro alcance.

Existe en nosotros una inclinación natural que nos impulsa a amar a la sociedad de los hombres, nuestros hermanos por naturaleza. La caridad eleva al orden sobrenatural esta tendencia—la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva y perfecciona—, orientándola a Dios como fin último y supremo en el plano sobrenatural. He ahí la caridad social en su elemento constitutivo más importante.

890. 2. Extensión. La caridad social tiene un radio de acción más extenso y va mucho más lejos que la justicia social. Esta última exige tan sólo lo estrictamente indispensable para promover el bien común dentro de un orden jurídico perfecto, que supone una serie de derechos y deberes estrictos. La caridad social, en cambio, tiene exigencias más finas y extiende el radio de su acción incluso a aquellas cosas o servicios que nadie podría reclamarnos en plan de justicia estricta. No reconoce otros límites que los que imponen las propias posibilidades y la prudencia sobrenatural. Impulsa a darse totalmente al prójimo, hasta el heroísmo y la plena abnegación de sí mismo, a semejanza de Aquel que supo dar la vida por el mundo entero en confirmación de sus propias palabras: Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (lo. 15,13).

891. 3. Obligatoriedad. En términos generales, la virtud de la caridad social es obligatoria y necesaria para la salvación, puesto que no se distingue de la caridad teologal, que es inseparable del estado de gracia, y, por consiguiente, del todo indispensable para la salvación.

El acto de la caridad social obliga grave o levemente, según los casos. Depende de la clase de necesidad en que se encuentre la sociedad y de los medios a nuestro alcance para remediarla.

Cabe distinguir—como ya vimos al hablar de la caridad para con el prójimo (cf. n.521)—un doble orden de necesidades: espirituales y corporales, y en cada uno de ellos puede darse necesidad extrema, grave y ordinaria. Vamos a examinar brevemente cada una de estas categorías.

a) Necesidades sociales de orden espiritual

1o Si la sociedad que nos rodea, o la que nosotros podemos atender habida cuenta de todas las circunstancias, está constituida en extrema necesidad espiritual, la caridad social obliga a socorrerla aun con peligro de la propia vida.

El caso es frecuente en las regiones paganas. El misionero colocado al frente de una misión tiene obligación sub gravi de atender a aquellas pobres tribus salvajes constituidas en extrema necesidad espiritual. Humanamente hablando, sólo el misionero puede salvarlas y llevarlas a la vida eterna. La caridad social le obliga a ello gravemente, aun con peligro de la propia vida.

2.° Dígase lo mismo, guardando la debida proporción, cuando la necesidad espiritual es grave y seria, aunque no llegue a ser extrema. Tal ocurriría, por ejemplo, en una parroquia que careciera de párroco en tiempo de epidemia o en la que un ministro herético esparciera errores contra la fe en ausencia del párroco. En estos casos, cualquier seglar estaría obligado sub gravi, por caridad social, a hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar a bien morir a los enfermos o para contrarrestar la influencia malsana de aquel hereje. La razón es porque, en una necesidad grave de la comunidad, muchos particulares estarán en necesidad extrema, y el individuo, miembro de esa sociedad y parte del todo, debe sacrificar incluso su vida temporal a los intereses espirituales graves de la comunidad.

3º. Si se trata de una necesidad espiritual simple y ordinaria de toda la comunidad, o sea, cuando los mismos particulares pueden evitar fácilmente por sí mismos los males espirituales que les amenazan, el simple particular no tiene obligación de socorrerles con peligro de su vida, ni siquiera con un grave daño temporal; pero los pastores de almas tienen obligación de ayudarles en lo posible, no sólo por el cuasicontrato establecido con esas almas, sino también en virtud de la caridad social, que va mucho más lejos y tiene exigencias mucho más finas que las de la simple justicia social. El simple particular deberá hacerlo también, por caridad social, en la medida que le sea posible sin grave daño propio. La caridad social impone a todos, aunque en diferente grado y medida, el deber espiritual de la corrección fraterna (cf. n.531) y del apostolado en el propio ambiente (cf. n.536).

b) Necesidades sociales de orden material

1o Cuando la sociedad se encuentra en una necesidad material extrema o casi extrema, esto es, cuando sin la ayuda de los ciudadanos no puede conservar su independencia o una parte de su territorio, amenazado por el invasor, la justicia social y, con mayor motivo, la caridad social imponen a esos ciudadanos la obligación grave de dar incluso la vida por el bien común de toda la sociedad. Es el caso del soldado que debe sacrificar su vida en el campo de batalla por el bien de su patria. Y los que no se encuentren en edad militar o pueden ser más útiles a la patria en otro lugar, tienen obligación de hacerlo en la medida de sus posibilidades.

2.° Cuando la sociedad se encuentre amenazada por una necesidad material grave, por ejemplo, en peligro de perder riquezas considerables, medios de producción o de defensa importantes, un puesto o rango de honor entre los otros pueblos, etc., etc., la caridad social exige al particular el sacrificio de sus intereses materiales, incluso los convenientes a su estado social, si con ello puede evitar (o contribuir eficazmente a evitar) aquellos daños a la sociedad. La medida y proporción de este sacrificio deberán ser regulados por la prudencia cristiana.

3.° En las necesidades materiales ordinarias de la sociedad, el pobre no tiene ninguna obligación social, porque en realidad es él quien las padece y reclama remedio; pero los ricos están obligados gravemente, por caridad social, al ejercicio espléndido de la limosna en la medida y grado que hemos determinado en otro lugar (cf. n.5z6ss).

Advertencias importantes. Estas son las principales obligaciones que impone la caridad social en sus diferentes aspectos. Pero es preciso tener muy en cuenta y no perder nunca de vista el orden de la caridad entre nosotros y el prójimo (cf. n.521), aunque sea considerándole como organizado en sociedad. En términos generales hay que decir que un daño propio que no sea superado por el bien que de él resulte a toda la sociedad exime de la obligación de prestarlo. Y así:

1.° Jamás el individuo puede ocasionarse un daño espiritual, por pequeño que sea (diciendo, v.gr., una mentira leve), para asegurar a la sociedad un bien de cualquier magnitud o categoría que sea, espiritual o material. La razón es doble: a) porque no es lícito jamás hacer un mal para que sobrevenga un bien, y b) porque nuestro propio bien espiritual está por encima del bien espiritual o material del prójimo (aunque sea el de la sociedad entera), ya que el recto orden de la caridad empieza por uno mismo.

Por lo mismo, tampoco es licito exponerse a peligro próximo y grave de pecar por el bien espiritual de la sociedad, a menos que se tomen tales precauciones y cautelas que el peligro se convierta prácticamente en remoto y leve (cf. D 1213).

2.° Es lícito, sin embargo, sacrificar un bien espiritual nuestro, no obligatorio (v.gr., oír misa en día de trabajo), por el bien espiritual de la comunidad y aun de un individuo particular (v.gr., si con ello podemos impedir que se corneta en el pueblo un escándalo público con daño espiritual de muchos o de uno solo). En este caso, en realidad, no se altera el orden de la caridad, sino que se cambia de objeto, ya que mereceremos más ante Dios con este acto de caridad que con aquel acto de devoción omitido.

3° En los bienes de orden material, el bien común está por encima de nuestro bien particular. Pero por el capítulo de la caridad social no estamos obligados a sacrificar nuestro bien temporal si nuestro sacrificio no queda superado o al menos suficientemente compensado por el bien espiritual o material que hayamos ocasionado al prójimo con nuestro generoso desprendimiento. Aunque siempre es verdad que la limosna a nadie beneficia tanto como al que la da, y, en este sentido, cualquier beneficio, por pequeño que sea, hecho a la sociedad, es mil veces preferible y nos beneficia a nosotros mismos muchísimo más que si hubiéramos atendido directa y exclusivamente a nuestro propio bien particular.

892. 4. Pecados opuestos. A semejanza de lo que ocurre con la caridad para con el prójimo considerado en particular, los principales pecados que se oponen a la caridad social son los siguientes : el odio, la envidia, la discordia, el escándalo y la cooperación al mal social. Vamos a examinarlos brevemente.

1.° El odio social. El odio propiamente dicho, aunque sea contra una sociedad o nación enemiga, es siempre pecado. La caridad, en efecto, nos obliga a amar a todos aquellos que están todavía a tiempo de alcanzar la vida eterna y de glorificar a Dios, y no existe nación, pueblo o individuo que no se encuentre en estas condiciones mientras sea viajero en este mundo. Por eso solamente están excluidos de la caridad los demonios y condenados del infierno, incapaces ya de amar a Dios y de alcanzar la vida eterna (cf. n.516).

Pero nótese que una cosa es el odio de enemistad y otra muy distinta el de abominación (cf. n.538). El primero recae sobre la persona misma del prójimo—o sobre un pueblo y nación—, deseándole algún mal o alegrándose de sus males; y este odio no es lícito jamás. El segundo, en cambio, no recae sobre la persona misma—a la que no se le desea ningún mal—, sino sobre lo que hay de malo en ella; lo cual no envuelve desorden alguno. Podemos odiar su injusticia, luchar contra ella y hasta reclamar el justo castigo que merece con el fin de que se corrija y deje de hacer daño a los demás. Todo esto puede aplicarse a los pueblos y a las naciones.

La envidia social. Consiste en entristecerse del bien o prosperidad de una sociedad, pueblo o nación, en cuanto que rebaja la gloria y excelencia de la nuestra propia. Se opone directamente a la caridad social, que se goza en la prosperidad de todas las sociedades, pueblos y naciones. Tiene su origen en el orgullo y se encuentra, sobre todo, en los jefes, pero también en los miembros de una sociedad particular, que se exaltan a sí mismos y quieren que la suya prevalezca sobre todas las demás, con méritos o sin ellos.

Seria pecado muy grave si esa tristeza recayera sobre el bien espiritual ajeno (v.gr., el párroco que se entristeciera por la prosperidad espiritual de la parroquia vecina, en vez de trabajar por mejorar la suya). E incluso recayendo sobre la prosperidad material de una sociedad, pueblo o nación ajena, es un pecado muy vil y propio de almas ruines. La propia inferioridad debe empujamos a trabajar incansablemente para salir de ella superándonos de día en día, no para entristecernos vilmente del bienestar de los demás.

La envidia social suele traer consecuencias muy graves. ¡Cuántas discordias familiares, cuántas luchas sociales, cuántos cataclismos internacionales no reconocen otra causa l

3.° La discordia social. Consiste en el disentimiento interior entre los miembros de una sociedad con relación a un bien que todos están obligados por caridad a amar unánimemente: el bien común de esa sociedad y los medios oportunos para promoverlo. Es, evidentemente, un pecado contra la caridad social. Y será grave cuando un miembro de la sociedad se opone notablemente y a sabiendas al bien común intentado por los demás, de suerte que suponga un grave obstáculo para conseguirlo.

4.° El escándalo social. No hay que confundir el escóndalo social con el escándalo público dado a todos los miembros de una sociedad considerados individualmente. Este último no deja de ser un escándalo individual, aunque más grave por recaer sobre mayor número de personas. El escándalo social es el causado a una sociedad en cuanto tal (v.gr., dando a sabiendas un mal consejo al jefe del Estado o al gerente de una empresa, que habrá de repercutir sobre toda la nación o sociedad confiada a su gobierno).

La causa principal de este vergonzoso escándalo es la sed insaciable de riquezas. Las grandes empresas, llevadas de su codicia desenfrenada, no vacilan en empujar a veces a los poderes públicos a un cataclismo internacional. ¿Qué sería, si no, de las grandes factorías de material de guerra, de la industria del acero, de las fábricas de pólvora o de explosivos? He aquí uno de los mayores escándalos sociales que pueden darse, y que acumula sobre la conciencia de los culpables una responsabilidad espantosa ante Dios y ante la historia.

5º. La cooperación al mal social. Consiste este pecado en la ayuda prestada voluntariamente al perturbador de la sociedad. Es muy frecuente en nuestros días. Para citar un ejemplo, cometen este pecado todos los que cooperan a la difusión de un libro herético, blasfemo u obsceno: el editor, el impresor, los libreros, los anunciantes, etc., etc. Incurren todos ellos en gravísima responsabilidad moral, como cooperadores más o menos inmediatos y formales del responsable principal, que es el autor del libro. Dígase lo mismo del empresario de un cine o teatro escandaloso, etc., etc.

B) La gratitud

893. I. Noción. La gratitud es aquella virtud que nos inclina a recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido.

El bienhechor, en efecto, al darnos gratuitamente alguna cosa a la que no teníamos ningún derecho, se hizo acreedor a nuestra gratitud; y en todo corazón noble brota espontáneamente la necesidad de demostrársela llegada la ocasión oportuna. Por eso es tan vil y repugnante el feo pecado de la ingratitud.

Nótese, sin embargo, que la gratitud consiste más en el afecto (o sea en el ánimo agradecido) que en el efecto o real remuneración del beneficio recibido. Por eso esta noble virtud es perfectamente posible a todos, incluso a los pobres y menesterosos, porque todos pueden fomentar en su interior el sentimiento de la gratitud y manifestarlo al exterior de alguna manera (v.gr., con la emoción o las lágrimas), aunque les sea del todo imposible recompensar materialmente el beneficio recibido.

894. 2. Causa. La gratitud es causada originariamente por el beneficio recibido. El beneficio es un servicio u obsequio indebido y útil, que se ofrece gratuitamente a alguien con benevolencia hacia él.

Decimos indebido y útil, porque lo que se debe estrictamente a otro o le resulta completamente inútil no puede llamarse beneficio, y mucho menos todavía si, en vez de útil, le resultara pernicioso. Por eso, quien ayuda a otro a pecar no merece gratitud alguna, porque no le hace beneficio alguno, sino más bien un gran daño.

Y es preciso hacer el beneficio gratuitamente y con benevolencia hacia el que lo recibe; porque lo que era obligatorio otorgar o se otorga por algún otro distinto motivo del afecto al beneficiado (v.gr., por vanidad, soborno, etc.) no puede vindicar para sí el carácter de verdadero beneficio.

895. 3. Sujeto. Cabe distinguir un doble sujeto de la gratitud: próximo y remoto.

  1. EL SUJETO PRÓXIMO, o facultad donde reside el hábito infuso de la gratitud, es la voluntad, a la que imprime esa inclinación honesta a agradecer los beneficios recibidos.

  2. EL SUJETO REMOTO se subdivide en activo y pasivo. Activo es el beneficiado, que es quien está obligado moralmente a mostrarse agradecido. Pasivo es el bienhechor, al que corresponde recibir la gratitud.

Santo Tomás observa que la gratitud sólo constituye virtud especial cuando brota por los beneficios recibidos de algún hombre que no tiene carácter de superior con relación a nosotros. Porque los beneficios que recibimos de Dios, supremo bienhechor nuestro, se los agradecemos propiamente por la virtud de la religión; los de los padres, por la virtud de la piedad, y los de los superiores, por la observancia o respeto. De estas tres virtudes se distingue la gratitud como lo último de lo primero en una progresión descendente.

896. 4. Elementos integrantes. En la gratitud, aunque es virtud simple o única, pueden distinguirse diversos momentos a manera de elementos integrantes. Santo Tomás señala tres:

«El primero es el reconocimiento del beneficio recibido; el segundo, alabar y dar las gracias; el tercero, por fin, recompensarlo según las propias posibilidades y de acuerdo con las circunstancias más convenientes de tiempo y lugar» (II-II,107,2).

A propósito de la circunstancia de tiempo, el Doctor Angélico distingue con mucho acierto entre el afecto interior y el don o recompensa exterior. En cuanto al afecto, la gratitud debe manifestarse en seguida de recibir el favor; pero en cuanto al don exterior debe aguardarse la ocasión oportuna, porque una recompensa demasiado precipitada podría darle a entender al bienhechor que no queremos estar en deuda con él ni rendirle el tributo de una larga gratitud (ibíd., Io6,4).

897. 5. Medida de la recompensa. Santo Tomás dedica dos artículos preciosos a dilucidar esta cuestión. En el primero la examina desde el punto de vista del afecto del bienhechor, y dice lo siguiente:

«La recompensa por un beneficio recibido puede pertenecer a tres virtudes: a la justicia, a la gratitud y a la amistad. A la justicia, cuando tiene carácter de débito legal, como en las conmutaciones voluntarias. Y entonces la recompensa debe medirse por la cantidad de lo recibido.

A la amistad y a la gratitud pertenece recompensar el beneficio en cuanto débito moral, aunque de distinta manera a una y a otra. Porque en la recompensa a un amigo debe tenerse en cuenta la causa de esta amistad; y así, en una amistad fundada en la utilidad, la recompensa tomará como medida la utilidad del beneficio recibido, mientras que en la amistad fundada en la virtud (amorosa, desinteresada) debe atenderse a la voluntad y afecto del amigo bienhechor. Del mismo modo, puesto que la gratitud tiene por motivo un beneficio recibido graciosamente, lo cual es obra del afecto, la recompensa debe medirse más por el afecto del bienhechor que por el valor del beneficio recibido" (II-II,IO6,5).

En el siguiente artículo examina el Doctor Angélico la medida de la gratitud por parte de la recompensa debida al beneficio recibido. He aquí sus palabras:

«La recompensa de un favor tiene en cuenta la voluntad del bienhechor. En ella lo más digno de encomio es que prestó gratuitamente un beneficio al cual no estaba obligado. Y, por consiguiente, el agraciado queda por ello obligado, por un débito de honestidad, a ofrecer también algo gratuitamente. Ahora bien: no parece posible esto si no es sobrepasando la cantidad del beneficio recibido; porque, si recompensa menos o por igual, no da gratuitamente nada, sino que solamente devuelve lo recibido. Por consiguiente, la recompensa de un favor siempre exige retribuir más, dentro de sus posibilidades".

OBJECIÓN. Contra esta doctrina tan hermosa puede ponerse una objeción, al parecer muy fuerte. Porque si el beneficiado queda obligado moralmente a pagarnos la diferencia, al hacerlo nos constituye en deudores suyos, y así indefinidamente.

RESPUESTA. La objeción no tiene el inconveniente que aparenta. Lo mismo ocurre con el amor de amistad. Porque nos ama el amigo, le amamos nosotros a él; y este amor nuestro excita más y más el suyo, lo que nos obliga a intensificar también el nuestro, sin que sea preciso poner un límite a tan dulce correspondencia (cf. ibid., ibíd., ad z).

898. 6. A quién obliga más. El Doctor Angélico se plantea expresamente el caso de quién está más obligado a mostrarse agradecido a Dios, el inocente o el penitente. He aquí su magnífica respuesta:

«La gratitud en el que recibe corresponde a la gracia del bienhechor. Por lo que, a mayor beneficio, se requiere mayor gratitud. Ahora bien: gracia es lo que se da gratuitamente, y puede ser mayor bajo dos aspectos. Uno, por la cantidad del bien donado. De este modo el inocente está obligado a mayor gratitud, porque ha recibido de Dios un don mayor y más continuo en igualdad de condiciones.

Bajo otro aspecto, es mayor el beneficio cuanto más gratuitamente se concede. Y, según esto, es el penitente quien más gratitud debe a Dios, porque su don es más gratuito, ya que, en vez del castigo merecido, Dios le da su perdón. Así, pues, aunque el beneficio hecho al inocente sea en sí mismo mayor, sin embargo, el del penitente, en relación con el mismo, es mayor; como para el mendigo es mayor una limosna pequeña que un gran regalo para el ricos (ibfd., Io6,2).

San Agustín expone maravillosamente esta misma doctrina cuando escribe en sus incomparables Confesiones:

«Os amo, Señor, os doy gracias y alabo vuestro nombre, porque me habéis perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A vuestra gracia y misericordia debo el que deshicieseis como el hielo mis pecados.

También debo a vuestra gracia todos los males que no hice: ¿Qué mal no pude hacer, yo que llegué a amar de balde la maldad? Confieso que todo me lo habéis perdonado: el mal que por mi voluntad hice y el que, guiado por Vos, no hice. ¿Qué hombre hay que, considerando su flaqueza, ose atribuir a sus fuerzas su castidad y su inocencia, y de ellas tome ocasión para menos amaros, como si le fuese menos necesaria vuestra misericordia, con que perdonáis los pecados a los que se convierten a Vos? Porque el que, llamado de Vos, siguió vuestra voz y evitó los pecados que lee de mí, y que yo confieso y recuerdo, no se burle de mí, porque, estando enfermo, me sanó aquel Médico que a él le preservó para que no enfermase o, por mejor decir, para que enfermase menos. Antes por eso mismo os ame tanto y más aún que yo; pues ve que el mismo que me sacó de tan graves enfermedades de mis pecados, ese mismo le preservó a él de tan graves enfermedades de culpas».

Santa Teresita del Niño Jesús, sin haber estudiado teología, intuyó esta misma doctrina al decir que el Señor «le había perdonado más que a Santa María Magdalena», porque le había perdonado anticipadamente, impidiéndola caer en ellos, los muchos pecados que hubiera podido cometer.

899. 7. Pecados opuestos. La gratitud, como virtud moral que es, consiste en el medio. Se le oponen, pues, dos vicios: uno por exceso y otro por defecto.

I) POR EXCESO se peca contra la gratitud de dos modos: a) mostrándose agradecido por una cosa que no lo merece (v.gr., por la ayuda que se nos prestó para cometer una mala acción); y b) manifestando nuestra gratitud de manera inoportuna (v.gr., recompensando el beneficio demasiado pronto, como si quisiéramos quedar en seguida libres de la deuda).

2) POR DEFECTO se comete el pecado de la ingratitud, que puede ser negativa y positiva, material y formal.

  1. Ingratitud negativa, o por omisión, es la que por descuido o negligencia omite el deber de gratitud no reconociendo, o no alabando, o no recompensando el beneficio recibido. Esta no suele pasar de pecado venial, por la negligencia o descuido en cumplir un deber que, por otra parte, no nos obliga estrictamente. Pero podría ser mortal cuando es fruto de un desprecio interior (ingratitud formal) o cuando la recompensa que se le niega le es debida al bienhechor, ya en absoluto, ya en un caso particular de necesidad (II-II,IO7,3).

  2. Ingratitud positiva es la que, lejos de agradecer el beneficio recibido, hace todo lo contrario, ya sea devolviendo mal por bien, o criticando el beneficio, o reputándolo como un daño. Y esta ingratitud será pecado mortal o venial según la condición del acto mismo. Debe tenerse siempre en cuenta que solamente tiene razón de perfecta ingratitud la que llega a pecado mortal, no la que no rebasa el simple pecado venial (ibíd., I07,2 y 3).

  3. Ingratitud material es la que se produce por descuido, negligencia, etc., pero no por desprecio del beneficio o del bienhechor.

  4. Ingratitud formal es la que recae directa y voluntariamente sobre el beneficio o el bienhechor. Esta es la que constituye el pecado de ingratitud en toda la extensión de la palabra (cf. I07,2 ad i et 2).

En la ingratitud pueden distinguirse diversos grados, como explica admirablemente Santo Tomás. Escuchemos sus mismas palabras;

*La ingratitud tiene diversos grados, correspondientes a los diversos elementos de que se compone la gratitud. El primero es el reconocimiento del beneficio recibido; el segundo, alabar y dar las gracias; el tercero, por fin, recompensarlo según las propias posibilidades y de acuerdo con las circunstancias más convenientes de tiempo y lugar. Así, puesto que *el último elemento en la generación de una cosa es el primero en su corrupción», el primer grado de la ingratitud es no recompensar el beneficio; el segundo, callarlo, o sea, omitir las expresiones de gratitud como si no se hubiese recibido; el tercero, y más grave, no querer reconocerlo, ya sea olvidándolo o de cualquier otra manera. Además, como la negación está comprendida bajo la afirmación opuesta, a los tres grados negativos de ingratitud se unen otros tres grados positivos: primero, devolver mal por bien; segundo, criticar el beneficio; tercero, reputar como daño el beneficio recibido» (ibid., 107,2).

Escolio. Si la ingratitud ajena debe impulsarnos a suspender los beneficios al ingrato.

900. Santo Tomás se plantea expresamente esta cuestión y la resuelve hermosísimamente. He aquí sus palabras:

«A propósito del ingrato se pueden considerar dos cosas. Una, qué es lo que merece, y en este sentido ciertamente merece que se le substraiga el beneficio. Otra, qué debe hacer el bienhechor. Y, en primer lugar, no debe ser demasiado fácil en juzgar de ingratitud al prójimo, porque puede ocurrir, como advierte Séneca, que *uno sea agradecido aunque no haya recompensado», porque quizá no se le ha prestado todavía posibilidad u oportunidad de hacerlo. En segundo lugar debe esforzarse en trocar al ingrato en agradecido; pues, si no logra esto con el primer beneficio, quizá lo consiga con el siguiente. No obstante, si, a pesar de multiplicar los beneficios, el otro sigue cada vez peor y más desconsiderado, debe cesar de hacérselos» (ibid., 107,4).

Nadie ha tratado mejor, nos parece, esta materia de la necesidad de no dejarse vencer por la ingratitud ajena que Séneca, el inmortal filósofo cordobés, en su precioso tratado De los beneficios y en la carta 81 a Lucilio. He aquí unos párrafos admirables de esta última:

«Quéjaste de haber dado con un hombre desagradecido. Si ésta es la primera vez, da gracias a la fortuna o a tu precaución. Pero en este negocio nada puede la precaución, sino volverte cicatero; pues si quisieres declinar este riesgo, no harás beneficio alguno; así que, para que no perezcan en manos ajenas, perecerán en las propias. Más vale que los beneficios no tengan correspondencia que no que se dejen de hacer: aun después de una mala cosecha hay que volver a sembrar. Muchas veces, lo que se había perdido por una pertinaz esterilidad del suelo, lo restituyó con creces la ubérrima cosecha de un año. Vale la pena, para hallar a un agradecido, hacer cata de muchos ingratos. Nadie tiene en los beneficios la mano tan certera que no se engañe muchas veces; yerren enhorabuena para dar alguna vez en el blanco».

Y más adelante, como argumento definitivo, añade esta sentencia lapidaria:

El premio de la buena obra es haberla practicado.

C) El justo castigo

901. I. Noción. La llamada vindicta—que nosotros traducimos por «justo castigo» para evitar el sentido peyorativo que siempre tiene en castellano la palabra ((venganzases una virtud que tiene por objeto castigar al malhechor por el delito cometido.

902. 2. Moralidad. No cabe duda que restablecer el orden perturbado por una mala acción, a base del castigo correspondiente, es una obra buena y virtuosa exigida por la misma justicia y la necesidad de conservar el orden. Sin embargo, es muy fácil dejarse llevar en el castigo de motivos bastardos o pecaminosos (ira desordenada, odio al delincuente, etc.), que le harían perder su carácter de virtud para convertirle en un verdadero pecado. Escuchemos a Santo Tomás explicando todo esto :

"La vindicta se hace por alguna pena que se impone al culpable. Hay que atender en ella al ánimo del que la impone. Si su intención recae y descansa principalmente en un mal que se desea al culpable del crimen cometido, es completamente ilícita, porque gozarse del mal del prójimo es propio del odio, que se opone a la caridad, por la que debemos amar a todos los hombres. No vale excusarse con que se le desea un mal a quien antes nos lo hizo injustamente a nosotros, porque no es excusable odiar a quien nos odia. No podemos pecar contra nadie so pretexto de que antes pecó él contra nosotros, porque esto equivaldría a ser vencido por el mal en vez de vencer al mal con el bien, como dice el apóstol San Pablo (Rom. 12,21). Pero si la intención del que castiga recae principalmente sobre algún bien al que se llega por la aplicación de la pena, a saber, la enmienda del culpable, o, al menos, su sujeción y tranquilidad de los demás, la conservación de la justicia y del honor de Dios, puede ser lícita la vindicta, guardando las demás circunstancias debidas» (II-II,108,1).

Con estas luminosas distinciones aparece bien claro el verdadero sentido de esta peligrosa virtud. Para mayor abundamiento, Santo Tomás examina algunas objeciones que contra ella pueden oponerse y, al resolverlas, completa y redondea la doctrina. He aquí las principales con su correspondiente solución:

PRIMERA. El que se venga usurpa una función exclusivamente de Dios (Deut. 32,35), y esto es pecado.

RESPUESTA. Quien ejerce la venganza sobre los malos dentro de su rango y jurisdicción no usurpa nada a Dios, sino que usa del poder que El le concede (Rom. 13,4). Pero si alguien se toma la venganza fuera del orden establecido por Dios, usurpa lo que es propio de El, y, por consiguiente, peca (ad 1).

SEGUNDA. LOS buenos deben tolerar a los malos y soportar pacientemente las injurias.

RESPUESTA. Así debe ser cuando esas injurias se refieren a sus propias personas, pero no si se trata de injurias contra Dios o contra el prójimo. Porque, como dice San Juan Crisóstomo, «ser paciente con las injurias propias es digno de alabanza; pero querer disimular las injurias contra Dios es impío» (ad 2).

TERCERA. El Evangelio es ley de amor, no de temor ni castigos.

RESPUESTA. Así es, y, por lo tanto, no se debe atemorizar con castigos a quienes obran el bien por amor, que son quienes verdaderamente pertenecen al Evangelio; sino solamente a quienes el amor no les mueve a practicar el bien, los cuales sólo pertenecen a la Iglesia numéricamente, pero no meritoriamente (ad 3).

CUARTA. Vengarse es castigar las injurias personales, y eso no le es lícito ni siquiera al juez.

RESPUESTA. La injuria contra una persona puede serlo también contra Dios y contra la Iglesia, y entonces uno mismo debe ejercitar su propia venganza. Esto hizo Elías al atraer fuego sobre los que venían a prenderle, y Eliseo maldijo a unos jóvenes que se burlaban de él, y el papa Silvestre excomulgó a quienes le desterraron. Pero la injuria inferida únicamente a la propia persona debe sufrirse con paciencia, si conviene (ad 4).

En la práctica, rara vez será conveniente que una persona privada o particular ejerza el castigo del culpable (a no ser repeliendo una agresión injusta en legítima defensa) o la pida a la autoridad competente; porque bajo el pretexto de justicia y de equidad se esconderá muchas veces un amor propio exacerbado y acaso verdadero odio al prójimo. Por eso es siempre de aconsejar que se perdonen las injurias del prójimo en vez de castigarlas, a no ser que el honor de Dios, el bien común o la enmienda del prójimo exijan la reparación de la injuria.

903. 3. Pecados opuestos. A la virtud del *justo castigo» se oponen dos vicios: uno por exceso, la crueldad, que exagera el castigo, y otro por defecto, la excesiva indulgencia, que puede animar al culpable a continuar sus fechorías (II-II,IO8,2 ad 3).

D) La afabilidad

904. I. Noción. Recibe el nombre de afabilidad la virtud que nos impulsa a poner en nuestras palabras y acciones exteriores cuanto pueda contribuir a hacer amable y placentero el trato con nuestros semejantes. Es una virtud eminentemente social—necesaria moralmente para la convivencia humana—y una de las más exquisitas e inconfundibles señales del auténtico espíritu cristiano.

Sus actos son variadísimos, y todos excitan la simpatía y cariño de cuantos nos rodean. La benignidad, el trato delicado, la alabanza sencilla y natural, el buen recibimiento, la indulgencia, el agradecimiento manifestado con entusiasmos, la exquisita educación y urbanidad en palabras y modales, etc., etc., ejercen un poder de seducción y simpatía en torno nuestro, que con ningún otro procedimiento se podría obtener tan segura y fácilmente. Con razón escribió Gounod que "el hombre se inclina ante el talento, pero sólo se arrodilla ante la bondad».

2. Pecados opuestos. Como virtud moral que es, la afabilidad ha de mantenerse siempre en un justo medio, ya que puede pecarse contra ella por exceso (adulación o lisonja) y por defecto (litigio o espíritu de contradicción). Vamos a examinar un poco estos dos vicios tan frecuentes.

905. a) La adulación, o lisonja, es el pecado del que intenta agradar a alguien de manera desordenada o excesiva para obtener de él alguna ventaja propia. En el fondo supone siempre hipocresía y un egoísmo refinado. Escuchemos a Santo Tomás:

"La amistad antes dicha, o afabilidad, aunque tenga por objeto propio agradar a quienes le rodean, sin embargo no debe temer, en caso necesario, desagradar por conseguir un bien o por evitar un mal. En efecto, si uno quiere conversar con otro con intención de agradarle siempre y sin contradecirle nunca, se excede en su afabilidad y, por tanto, peca por exceso. Si hace esto por mera jovialidad, se le puede llamar amable según Aristóteles; pero, si lo hace buscando el propio beneficio o interés, incurre en el pecado de adulación. Sin embargo, el nombre de adulación se extiende comúnmente a todos aquellos que de manera desmedida buscan agradar a otros con palabras o con hechos en el trato corriente» (II-II,115,1).

Contestando a la objeción de que alabar o querer agradar a todos no es pecado, puesto que San Pablo dice de sí mismo que "procuro agradar a todos en todo» (I Cor. 10,33), escribe el Doctor Angélico :

«Alabar a otro puede ser acción buena o mala, según se observen o se descuiden ciertos requisitos. En efecto: si la alabanza pretende, observando las debidas circunstancias, contentar a uno y serle motivo de aliento en sus trabajos o animarle en la prosecución de sus buenas obras, es fruto de la antedicha virtud de la afabilidad. En cambio, es adulación cuando la alabanza recae sobre algo que no debería alabarse, ya sea por tratarse de una cosa mala o pecaminosa, o porque no está claro el fundamento para tal alabanza, o cuando es de temer que la alabanza sea para el otro motivo de vanagloria.

Igualmente es bueno querer agradar a los hombres para avivar la caridad y animar al prójimo a progresar en la virtud. Por el contrario, es pecado quererles agradar por motivos de vanagloria, o de interés personal, o en cosas malas» (ad 1).

Y al contestar a la pregunta de si la adulación es pecado mortal o venial, explica Santo Tomás:

*Pecado mortal es el que se opone a la caridad. Ahora bien: la adulación unas veces se opone a la caridad, y otras no. Se opone a la caridad de tres modos. Uno, por su mismo objeto, como alabar un pecado; y esto se opone al amor de Dios, contra cuya santidad se profiere tal alabanza, y a la caridad para con el prójimo, a quien se alienta en su mala acción. Por consiguiente, es pecado mortal, según aquello de Isaías (5,20): «¡Ay de los que al mal llaman bien l»—Otro modo, por razón de la intención, cuando con la adulación se pretende fraudulentamente causar un daño corporal o espiritual. Y también esto es pecado mortal, según aquello de los Proverbios (27,6): *Leales son las heridas hechas por quien ama, pero los besos del que aborrece son engañosos».—El tercer modo es por la ocasión, como cuando la alabanza del adulador es ocasión de pecado para el otro, aun prescindiendo de la intención del adulador. Y en este caso debe tenerse en cuenta si la ocasión fué dada o recibida y qué daño se ha seguido, como hemos explicado a propósito del escándalo.

Mas si alguno adulase por sólo el gusto de deleitar a otro, o también para evitar un mal, o conseguir algo que necesita, riel obraría contra la caridad, y, por consiguiente, sería sólo pecado venial, no mortal» (ibid., 115,2).

Al contestar a una objeción, advierte profundamente Santo Tomás que el que adula a otro con intención de hacerle daño, en realidad se daña a si mismo más que al otro, ya que es causa suficiente de su propio pecado, y sólo ocasional del pecado ajeno* (ad 2).

906. b) El litigio, o espíritu de contradicción, es un pecado que se opone por defecto a la afabilidad, y consiste en oponerse frecuente y sistemáticamente a la opinión de los demás con la intención de contristarles o, al menos, de no complacerles.

Si la contradicción a las palabras del prójimo procede de falta de amor hacia él, pertenece a la discordia, que se opone a la caridad; si se hace con ira, es contraria a la mansedumbre, y si se tiene la intención de contristar al prójimo o de no agradarle, constituye propiamente el pecado de litigio (o espíritu de contradicción), que se opone directamente a la afabilidad.

En sí mismo, el litigio es pecado más grave que la adulación, porque se opone más radicalmente a la afabilidad, que de suyo tiende a agradar más que a contristar; aunque la adulación es pecado más torpe, porque procede con engaño. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta los motivos externos que impulsen a cometer estos pecados. Y, según éstos, unas veces es más grave la adulación, cuando intenta, por ejemplo, conseguir por engaño un honor o un provecho injusto. Otras, en cambio, es más grave el litigio; por ejemplo, cuando se impugna la verdad o se quiere despreciar o poner en ridículo al contrario (II-II,116,2).

E) La liberalidad

907. 1. Noción. La liberalidad es una virtud derivada de la justicia, que inclina al hombre a desprenderse fácilmente de las riquezas y de las cosas exteriores, dentro del recto orden, en beneficio de los demás. Su nombre de liberalidad le viene del hecho de que, desprendiéndose del dinero y de las cosas exteriores, el hombre se libera de esos impedimentos, que embargarían su atención y sus cuidados (11-11,117,2). El vulgo suele calificar a estas personas de desprendidas o dadivosas.

Se diferencia de la misericordia y de la beneficencia (cf. n.$22 y $24) por el distinto motivo que las impulsa. A la misericordia la mueve la compasión; a la beneficencia, el amor, y a la liberalidad, el poco aprecio que se hace del dinero, lo que mueve a darlo fácilmente no sólo a los amigos, sino también a los desconocidos. Se distingue también de la magnificencia (cf. n.469) en que ésta se refiere a grandes y cuantiosos gastos invertidos en obras espléndidas, mientras que la liberalidad se refiere a cantidades más modestas.

2. Pecados opuestos. A la liberalidad se oponen dos vicios o pecados: uno por defecto, la avaricia, y otro por exceso, la prodigalidad.

908. a) La avaricia consiste en el apetito desordenado de los bienes exteriores. Es uno de los vicios o pecados capitales, ya que de él, como de su fuente o cabeza, brotan otros muchos (cf. n.263).

Aunque no sea la avaricia el pecado más grave que se puede cometer, sí es de los más vergonzosos y degradantes, puesto que subordina y esclaviza al hombre a lo que está por debajo de él: los bienes exteriores. En todas las literaturas del mundo, la figura del avaro se presenta siempre como una de las más viles y despreciables. El avaro no tiene corazón ni siquiera para sí mismo, ya que prefiere perecer de hambre y de miseria antes que disminuir en nada un tesoro que la muerte le arrebatará de un solo golpe, por entero y para siempre.

Santo Tomás precisa muy bien la distinta gravedad de la avaricia según la virtud a la que se oponga. He aquí sus palabras:

«La avaricia es de dos modos. Uno por el que se opone a la justicia, y es entonces pecado mortal por su misma naturaleza. Porque tal avaricia no es sino usurpar o retener injustamente el bien ajeno, lo cual se identifica con el robo o rapiña, que son pecados mortales. Sin embargo, puede ocurrir que este género de avaricia sea simplemente pecado venial por la imperfección del acto (o también por parvedad de materia).

De otro modo, según que la avaricia se opone a la liberalidad, lo que supone únicamente amor desordenado al dinero propio. Si este afecto al dinero llega a preferirse a la caridad, de suerte que por él no se tenga reparo en obrar contra el amor de Dios o del prójimo, tal avaricia es pecado mortal. Si, en cambio, este afecto desordenado no llega a preferir el dinero al amor de Dios, o sea, si se sigue amando superfluamente al dinero, pero no tanto que por él se ofenda a Dios o al prójimo, dicha avaricia es tan sólo pecado venial" (II-II,118,4).

909. b) La prodigalidad es el pecado del que derrocha el dinero sin ton ni son, fuera de su debido orden, tiempo, lugar y personas. Es pecado en cuanto que se aparta por exceso del justo medio, en el que consiste la virtud.

Al contestar a la objeción de que la prodigalidad no puede ser pecado, puesto que la recomienda el Señor en grado máximo cuando dice: Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres (Mt. 19,21), escribe magníficamente Santo Tomás:

*El exceso de la prodigalidad no se mide tanto por la cantidad cuanto por la manera como se dilapida; pues el liberal llega a dar, cuando es necesario, con más abundancia que el pródigo. Según esto, los que por su decisión de seguir a Cristo distribuyen todos sus bienes y apartan su corazón del cuidado de las cosas temporales, no son pródigos, sino que poseen en grado sumo la virtud de la liberalidad» (11-11,119,2 ad 3).

Al establecer la comparación entre la prodigalidad y la avaricia para ver cuál de las dos es pecado más grave, dice el Doctor Angélico:

«La prodigalidad, por su misma naturaleza, es pecado menos grave que la avaricia, por tres razones. Primera, porque la avaricia se aparta más de su virtud opuesta, ya que es más propio del liberal el dar—en el cual se excede el pródigo—que tomar o retener, en lo cual consiste la avaricia.

Segunda, porque «el pródigo es útil a otros», o sea, a quienes hace sus larguezas. El avaro, en cambio, «a nadie es útil, ni siquiera a sí mismo*, en frase de Aristóteles.

Tercera, porque la prodigalidad se cura más fácilmente, ya porque disminuye con la vejez, que es opuesta a la prodigalidad, ya por la pobreza, a la que fácilmente conduce tanta prodigalidad inútil y que hace imposible seguir desperdiciando los bienes; ya también por su afinidad con la liberalidad, a la que se llega fácilmente» (II-II,119,3)

De suyo, pues, la prodigalidad no suele pasar de pecado venial, porque se trata únicamente de un uso excesivo de los propios bienes, y, por cierto, de los bienes ínfimos, como son las riquezas. Pero podría ser mortal por varios capítulos: a) por el fin gravemente malo (v.gr., si se derrocha en vicios o placeres pecaminosos); b) por razón del daño que se irrogue a los demás (v.gr., haciendo imposible, por el despilfarro, el pago de las deudas contraídas o la debida atención a las necesidades de la familia), y c) por la especial obligación que pueda haber de dar lo superfluo a los pobres o causas pías, como ocurre, v.gr., con ciertos bienes eclesiásticos (cf. cn 1473).

Apéndice. Los dones del Espíritu Santo y las virtudes sociales.

910. Como ya dijimos en su lugar correspondiente, el oficio o papel de los dones del Espíritu Santo consiste en perfeccionar las virtudes infusas, llevándolas a su plena expansión y desarrollo al proporcionarles la modalidad o atmósfera divina que es propia de los dones (cf. n.217ss). Vamos a examinar ahora la benéfica influencia de los dones del Espíritu Santo sobre las virtudes sociales, o, dicho en otra forma, la función social de los dones del Espíritu Santo. Es una materia muy hermosa y muy poco explorada todavía por los moralistas católicos.

1º. El don de sabiduría perfecciona en gran manera la virtud de la caridad social por la luz sobrenatural que aporta a la inteligencia sobre Dios y sobre las criaturas consideradas en Dios, su principio y su fin; y por el gusto sobrenatural que da a la voluntad acerca de las cosas y decretos divinos.

Nos hará juzgar rectamente del fin de la sociedad en los designios de Dios; nos empujará a amarla y servirla para que Dios sea glorificado por todas las almas mediante una sociedad cada vez más cristiana, en la que puedan encontrar las condiciones más favorables para santificarse y salvarse. Y al perfeccionar la caridad, reina de todas las virtudes, el don de sabiduría perfecciona, a la vez, todas las demás virtudes, individuales y sociales.

2º. El don de entendimiento tiene también una gran función social, por la penetrante visión que nos proporciona de las verdades reveladas y de sus derivaciones más profundas sobre el mundo entero. Como enseña Santo Tomás, este don sublime nos hace penetrar el sentido más hondo de los escritos revelados, y, por lo mismo, nos hará comprender con claridad las derivaciones sociales de los mismos con relación a la Iglesia, a las naciones, a los pueblos y familias; nos hará ver en los grandes pecados sociales la causa y el origen de las calamidades y castigos que la divina justicia envía sobre el mundo; la necesidad de la penitencia y de la conversión total a Dios como medio indispensable para remediarlos, etc., etc. Mientras el cristiano imperfecto se deja llevar en sus criterios sociales por la impresión del momento o por influencias extrañas no siempre rectas, el cristiano perfecto, que tiene bien desarrollado el don de entendimiento, ve, discierne, percibe con claridad y sin esfuerzo lo que conviene al bien social y al fin último de las almas.

3º. El don de ciencia nos hace juzgar rectamente de las cosas creadas en sus relaciones con Dios, su Creador y último fin. Nos hace comprender con prontitud y certeza el origen divino de la sociedad, la manera de conducirnos con ella para ayudarla a glorificar a Dios, el modo de practicar el justo medio de las virtudes sociales, sin pecar por exceso o por defecto. Nos desprende de las cosas de la tierra, mostrándonos su vanidad y los daños que ocasionan a las almas; nos enseña a usar rectamente de las criaturas sirviéndonos de ellas como de escalones para llegar hasta Dios. Sus luces divinas son la mejor defensa contra los grandes errores sociales: el liberalismo económico, el socialismo, el nacionalismo totalitario, etc.; y el mejor remedio contra el odio social y todas las demás injusticias sociales.

4º. El don de consejo, desde el punto de vista social, perfecciona la virtud de la prudencia gubernativa, que debería brillar. en grado eminente en todos los gobernantes. Si, en vez de abandonarse a una sagacidad humana, con frecuencia rastrera y maquiavélica, se dejaran guiar por la prudencia infusa y las luces del don de consejo, el mundo no andaría dando tumbos de mal en peor, como ocurre ahora. Los políticos, los diplomáticos, los jefes de empresa, los superiores religiosos, los padres de familia y todos aquellos, en fin, que tienen en el mundo la misión de gobernar y dirigir, deberían pedir continuamente a Dios que les ilumine y oriente a través del don de consejo. Y los que ocupan en la sociedad el papel de simples súbditos necesitan también el don de consejo, para conducirse rectamente y practicar en ocasiones difíciles las virtudes sociales.

5º. El don de piedad es eminentemente social. Tiene por misión perfeccionar la virtud de la piedad, dándonos el sentimiento íntimo de nuestra filiación divina adoptiva y de la fraternidad universal con todos los hombres. El es quien nos hace considerar a Dios como al mejor de los padres; a María, como a dulcísima madre; amar a la Iglesia, que nos ha engendrado a la vida sobrenatural; a la familia, de la que hemos recibido la vida natural; a la patria, que nos ha proporcionado tantos bienes. Es la virtud familiar por excelencia, que no se limita a las dulces intimidades del hogar propio, sino que se extiende al mundo entero para cobijar amorosamente, bajo el cielo azul, a la gran familia de los hijos de Dios.

6º. El don de fortaleza tiene también muchos aspectos sociales. El es quien proporciona al soldado su valentía y arrojo en defensa de la patria, hasta dar generosa y prontamente la vida por ella si es preciso. Proporciona a la voluntad energía y coraje para sufrir grandes trabajos en beneficio de los demás; impulsa a los misioneros a superar toda clase de sufrimientos y dificultades a trueque de llevar la luz del Evangelio a los pobres paganos, sin retroceder ante el martirio mismo. La Iglesia debe principalmente a los apóstoles y a los mártires, sostenidos por el don de fortaleza, su admirable y rápida propagación por todo el mundo.

Es también el don de fortaleza quien nos hace triunfar del respeto humano en el cumplimiento de nuestros deberes sociales; quien nos hace vencer las timideces de la prudencia humana cuando se trata del bien común; quien nos da la valentía y audacia para procurar el bien de los demás mediante el estricto cumplimiento de la justicia social.

E7º. El don de temor, en fin, por el respeto filial que nos infunde hacia Dios, aleja a la voluntad de todo pecado social en cuanto que le desagrada a El, y nos hace esperar confiadamente en la omnipotencia de su auxilio divino. Nos da un vivo arrepentimiento de las menores faltas cometidas contra la sociedad, por haber disgustado con ellas a Dios, y un deseo ardiente y sincero de repararlas, multiplicando los actos de sacrificio y de amor. Nos proporciona también una cuidadosa solicitud en evitar las ocasiones del pecado social; nos impulsa a examinarnos sobre el cumplimiento de nuestros deberes sociales; nos hace desear el conocimiento del beneplácito de Dios para ajustar a él nuestra conducta individual y social. Preserva del orgullo al potentado y al rico; impulsa a los jefes a ejercer su autoridad modestamente, ya que la han recibido de Dios en calidad de meros administradores.

La sociedad actual languidece y muere por falta de sentido social en la gran mayoría de los hombres. Son muy pocos los que conocen sus deberes sociales, y menos todavía los que se preocupan de cumplirlos. Y como Dios no puede dejar impune este crimen de lesa humanidad, descarga sus castigos sociales en este mundo con mayor rigor, quizá, que los castigos particulares sobre los individuos en la vida futura. El don de temor nos pondrá al abrigo de estos castigos, preservándonos de las menores ofensas contra el recto y cristiano orden social.