TRATADO III

Los deberes sociales


Abordamos ahora el último aspecto de nuestras relaciones para con el prójimo, considerándole en cuanto organizado en sociedad. Este aspecto plantea multitud de problemas interesantísimos, cuyo estudio detallado y a fondo corresponde propiamente al derecho político y a la sociología. Aquí nos limitamos a recoger, dentro del marco restringido de nuestra obra, los principales aspectos y derivaciones que afectan a la moral social en torno principalmente a las dos grandes formas de justicia perfecta que no hemos examinado todavía: la legal y la distributiva.

Dividimos la materia en cuatro capítulos. En el primero examinaremos los problemas morales más importantes que plantea la justicia legal; en el segundo, los relativos a la justicia distributiva; en el tercero, las llamadas virtudes sociales; y en el cuarto, los deberes profesionales.


CAPITULO I

La justicia legal


Sumario: Dividimos la materia en tres articulos: naturaleza de la justicia legal; derechos y deberes de los ciudadanos, y la defensa del bien común.


ARTICULO I
Naturaleza de la justicia legal

855. 1. Concepto. Según la teología clásica, la justicia legal es la virtud que inclina y mueve a los miembros del cuerpo social, en cuanto tales, a dar a la sociedad todo aquello que le es debido en orden a procurar el bien común.

Según el Doctor Angélico—a quien siguen los grandes teólogos clásicos Cayetano, Vitoria, Báñez, Suárez, Salmanticenses, Juan de Santo Tomás, Billuart, etc., y la inmensa mayoría de los autores modernos—, la justicia legal es una virtud especial, distinta de las demás. Si se la llama también justicia general, es por su influencia de causalidad sobre todas las demás virtudes, pero no porque de suyo no sea una virtud específicamente distinta de todas las demás. La justicia legal es, en su esencia, virtud especial y propia, aunque por influencia sea o pueda llamársele virtud general, por extender su radio de acción a la materia de las demás virtudes, ordenándolas al bien común, como ocurre, en cierto modo y en otros aspectos, con la caridad y la prudencia social o de gobierno.

Se la llama rectamente justicia legal porque las acciones de los particulares se ordenan al bien común en la forma que determina la ley, cuya propia definición es «la ordenación de la razón dirigida al bien común, promulgada por el que tiene el gobierno de la comunidad*.

856. 2. Objeto. El objeto de una virtud es doble: formal y material.

a) EL OBJETO FORMAL, o fin propio de la justicia legal, es el bien común, que impone a los miembros de la sociedad exigencias jurídicas estrictas.

En efecto: la sociedad, en cuanto tal, tiene pleno derecho a imponer a los particulares la obligación de contribuir al bien común de todos, que prevalece y está por encima del propio bien individual. Como signo de su perfección jurídica, este derecho va respaldado por la fuerza coactiva del Estado. Se cumple, pues, en la justicia legal la razón de lo debido—que es la más importante de las tres notas características de la justicia, como vimos en su lugar correspondiente (cf. n.611)-con mayor fuerza que en ninguna otra especie de justicia. Las otras dos condiciones—alteridad e igualdad—no son tan perfectas en la justicia legal como en la conmutativa, ya que los individuos no se distinguen totalmente de la sociedad, y sus obligaciones para con ella no pueden satisfacerlas sino en una igualdad relativa o proporcional, según las facultades y proporción de cada uno con el bien público. Pero, siendo la razón de lo debido la primera y más poderosa condición de la justicia—potissima conditio iustitiae, dice Báñez—, se ha de concluir que la legal es justicia mds excelente que la conmutativa en razón del deber más estricto, si bien, en los otros dos aspectos de alteridad e igualdad perfectas, la conmutativa verifica mejor el concepto de justicia estricta.

b) EL OBJETO MATERIAL, O materia próxima de la justicia legal, lo constituyen, en general, los actos exteriores de todas las virtudes en cuanto son necesarios o convenientes para el bien común, y de una manera más propia y especial los que la ley positiva determine con esta misma finalidad. Escuchemos a Santo Tomás:

«Es evidente que todos los que componen alguna comunidad se relacionan a la misma como las partes al todo; y como la parte, en cuanto tal, es del todo, síguese que cualquier bien de la parte es ordenable al todo.

Según esto, el bien de cada virtud, ya ordene al hombre a sí mismo, ya le ordene a otras personas singulares, es referible al bien común, al que ordena la justicia. Y así, los actos de todas las virtudes pueden pertenecer a la justicia, en cuanto ésta ordena al hombre al bien común» (II-II, 58,5).

Por eso, ninguno de nuestros actos debiera substraerse al influjo e imperio de la justicia legal, cuya función es la de orientar socialmente toda nuestra vida; como tampoco debiera substraerse ninguno al influjo e imperio directo de la caridad, que es la primera y más excelente de todas las virtudes cristianas. De esta forma, estas dos grandes virtudes, generales y especiales a la vez, la caridad y la justicia legal, informarían de hecho toda la vida del cristiano en orden al bien común y a la edificación del Cuerpo místico de Jesucristo, que es la Iglesia. El cristiano consciente de su incomparable dignidad y grandeza como miembro del Cuerpo místico de Cristo debería ordenar todas sus actividades no sólo a la adquisición o alcance de su propia perfección personal, sino también a la sublime empresa, complementaria de la anterior, de transformarlas en un acto de servicio por la salud de sus hermanos.

578. 3. Sujeto. Como la justicia legal tiene por objeto e bien común, ha de tener forzosamente por sujeto a todo aquel que forme parte de la comunidad general, o sea, tanto a los gobernantes como a los gobernados, aunque en diferente manera. Y así, como dice Santo Tomás, *radica en el príncipe principal y como arquitectónicamente; y en los súbditos, secundaria y como ministerialmente* (II-II,58,6).

En efecto: de una manera principal y arquitectónica, los deberes de justicia legal incumben a los gobernantes, ya que a ellos corresponde la obligación primordial de atender a las necesidades comunes y proveer a ellas constructivamente mediante el ejercicio del poder legislativo y coercitivo.

En los súbditos se encuentra de una manera secundaria, instrumental o ministerial, es decir, como ejecutores de las obligaciones de justicia legal mediante el cumplimiento de las leyes y obediencia a los poderes públicos. Esto nos lleva de la mano a hablar de la obligatoriedad de la justicia legal.

858. 4. Obligatoriedad. No puede haber la menor duda sobre la obligatoriedad en conciencia de las leyes justas del Estado, que constituyen la materia más específica de la justicia legal. Hemos expuesto las razones en otro lugar de nuestra obra, adonde remitimos al lector (cf. n. 143-145). Las fundamentales son dos:

  1. Por el origen divino de todo poder legítimo (Prov. 8,15-16), de donde se deduce que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios (Rom. 13,1-2).

  2. Porque sin su observancia resultaría imposible el bien común y la pacífica convivencia de los ciudadanos.

En el artículo siguiente expondremos con detalle los principales derechos y deberes de justicia legal que afectan a todos los ciudadanos.

859. Escolio: La justicia social. Modernamente—sobre todo a partir de la encíclica Quadragesimo anno, de Pío XI—se habla muchísimo de justicia social, expresión que no aparece en Santo Tomás ni en los teólogos escolásticos. ¿Se trata de una nueva especie de justicia desconocida de la teología clásica o se reduce a alguna de las formas de la trilogía tradicional?

La división clásica tripartita es, evidentemente, exhaustiva. No puede concebirse alguna relación de justicia que no se reduzca al orden de las partes al todo (justicia legal), o del todo a las partes (distributiva), o de las partes entre sí (conmutativa). Imposible establecer una nueva relación. Por consiguiente, la llamada justicia social habrá de encuadrarse en alguna de esas formas tradicionales. Ahora bien, ¿a cuál de ellas pertenece propiamente?

Los teólogos y sociólogos católicos se han esforzado en elaborar el contenido jurídico de la misma y han formulado diversas teorías. He aquí las principales:

a) COINCIDE CON LA JUSTICIA GENERAL de los antiguos e incluye todas las virtudes sociales y actos de las demás virtudes en cuanto promueven el bien común y la paz y seguridad sociales. Así Vermeersch, Cathrein, Leclercq, etc.

b) COMPRENDE LAS TRES ESPECIES CLÁSICAS DE JUSTICIA y todo el conjunto de vínculos y relaciones jurídicas, ya que toda justicia por naturaleza es social, y las tres formas contribuyen al orden y bienestar sociales. Así Michel, Antoine, Cavallera, Peinador, etc.

c) COINCIDE CON LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA, ya que su función capital, según la Quadragesimo anno, es la distribución de las riquezas entre los necesitados. Lo defienden el Rvdmo. P. Albino Menéndez-Reigada, Elorduy, etc.

e) Es UNA CUARTA ESPECIE DE JUSTICIA, distinta de las tres clásicas, con sujetos distintos de derechos y deberes. El sujeto activo y pasivo de la justicia social no serían el Estado y los individuos, sino los distintos grupos sociales entre sí y los individuos como miembros de estos grupos sociales; la justicia social señalaría las exigencias o reivindicaciones de estos grupos, sobre todo en materia económico-social. Es la opinión de Messner y, con algunas variantes, la de Schilling, Taparelli, Donat, Gandía, etc.

e) COINCIDE CON LA JUSTICIA LEGAL COMPLETADA POR LA DISTRIBUTIVA. Es la opinión de la mayoría de los teólogos y sociólogos católicos, que coincide, nos parece, con la realidad objetiva de las cosas. El papa Pío XI declaró expresamente en su encíclica Divini Redemptoris (n.51) que «es propio de la justicia social el exigir de los individuos cuanto es necesario al bien común* (función propia y específica de la justicia legal). Por consiguiente, la justicia social se identifica con la legal, integrada y completada con la distributiva en una justicia comunal, y abarca todas las relaciones de derechos y deberes entre la sociedad y sus miembros, y viceversa, fundados en el bien común.

Esta justicia legal o social contiene no sólo las obligaciones prescritas por la ley positiva, sino también los deberes para con la sociedad que impone el derecho natural. Se divide, por consiguiente, en dos partes: justicia legal natural y positiva. El campo normativo de esta justicia se agranda así considerablemente, recogiendo un amplio horizonte de deberes naturales que no han recibido aún la sanción jurídica positiva. Ambas formas, sin embargo, constituyen una misma justicia y no dos especies, ya que todas las normas de derecho natural son potencialmente de derecho positivo y pueden recibir fuerza y vigor de leyes civiles.

A la justicia social corresponde principalmente dictar las reformas y normas jurídico-sociales que el bien común y la miseria de las clases trabajadoras reclaman en el campo económico, relativas a la función social de la propiedad, al buen uso de los bienes de la tierra y a la justa distribución de las riquezas según el destino fundamental de las mismas, que es el de servir a las necesidades de todos los hombres. En particular, los documentos pontificios exigen, en nombre de ella, una serie de reformas y mejoras en favor de los necesitados, como son el salario familiar, la participación en los beneficios de la empresa, los seguros sociales que garanticen al obrero medios de vida estables y duraderos y, en general, todo ese conjunto de reformas sociales que la encíclica

Quadragesimo anno engloba bajo el epígrafe de «restauración del orden so. sials, encaminadas a facilitar el acceso a la propiedad de todos los necesitados y a una más justa distribución de las riquezas.

ARTICULO II
Derechos y deberes de los ciudadanos

El hombre como ciudadano, o sea como miembro de la sociedad civil a la que pertenece naturalmente, es sujeto de una serie de derechos y deberes especiales que caen de manera directa e inmediata bajo el ámbito de la justicia legal y de la distributiva. En este capítulo examinaremos ante todo los correspondientes a la justicia legal 5.

I. DERECHOS

850. Pueden distinguirse dos clases de derechos: civiles y políticos. Los primeros brotan directamente de la personalidad humana; los segundos se desprenden del hecho de pertenecer a una sociedad política, a un determinado Estado.

a) Los DERECHOS CIVILEStales como el derecho a la vida, al respeto a la verdadera libertad, etc.—corresponden no sólo al individuo, sino también a las familias, asociaciones profesionales, congregaciones religiosas, etc.

Tienen como materia general la adquisición y honesto disfrute de los bienes del cuerpo, de la fortuna (derecho de propiedad, de trabajo, etc), de la inteligencia (ciencias, artes, enseñanza), de la conciencia (religión, moralidad, etc.) y de los bienes colectivos que brotan de las relaciones familiares, contratos justos, asociaciones profesionales, etc.

Tratándose de derechos personales, todo el mundo puede gozar de ellos en la sociedad civil. Pero puede ocurrir que el bien común imponga a algunos de esos derechos (v.gr., al de propiedad) ciertos límites legítimos, que nadie podría traspasar sin comprometer los fueros mismos de la conciencia.

b) Los DERECHOS POLÍTICOS afectan principalmente a los ciudadanos mayores de edad o a los que la ley señale expresamente. Tienen como materia u objeto directo la participación, en diferentes grados y en formas muy diversas, en los negocios públicos en orden al bien común. Al igual que los. derechos civiles, los políticos son personales, y pueden gozar de ellos todos los ciudadanos en la medida señalada por las leyes vigentes en la nación.

II. DEBERES

Los principales deberes de los ciudadanos corresponden a cuatro aspectos o consideraciones distintas: a) la patria; b) la forma de gobierno; c) los gobernantes; d) la sociedad política en general. Vamos a examinarlos brevemente.

A) Para con la patria

Sumario: Expondremos los fundamentos teológicos del patriotismo, los deberes generales para con la patria y los pecados opuestos.

861. I. Fundamentos teológicos. Cuatro son las principales virtudes cristianas que se relacionan más o menos de cerca con la patria:

  1. LA PIEDAD, que nos inspira formalmente el culto y veneración a la patria en cuanto principio secundario de nuestro ser, educación y gobierno, como hemos explicado en su lugar correspondiente (cf. n.825). En este sentido se dice rectamente que la patria es nuestra madre.

  2. LA JUSTICIA LEGAL, que nos relaciona con la patria, considerando el bien de la misma como un bien común a todos los ciudadanos, que tienen todos ellos obligación de fomentar.

  3. LA CARIDAD, cuyo recto orden obliga, en igualdad de condiciones, a preferir al compatriota antes que al extranjero (cf. n.521,5.5).

  4. LA GRATITUD, por los inmensos bienes que la patria nos ha proporcionado y los servicios inestimables que continuamente nos presta.

862. 2. Deberes generales para con la patria. Pueden reducirse a uno solo: el patriotismo, que no es otra cosa que el amor y la piedad hacia la patria en cuanto tierra de nuestros mayores o antepasados. Sus principales manifestaciones son cuatro:

  1. AMOR DE PREDILECCIÓN sobre todas las demás naciones; perfectamente conciliable, sin embargo, con el respeto debido a todas ellas y la caridad universal, que nos impone el amor al mundo entero.

  2. RESPETO Y HONOR a su historia, tradición, instituciones, idioma, etc., que se manifiesta, v.gr., saludando o inclinándose reverentemente ante los símbolos que la representan, principalmente la bandera y el himno nacional.

  3. SERVICIO, como expresión efectiva de nuestro amor y veneración. El servicio de la patria consiste principalmente en el fiel cumplimiento de sus leyes legitimas, sobre todo las relativas a tributos e impuestos, condición indispensable para su progreso y engrandecimiento; en el desempeño desinteresado y leal de los cargos públicos que el bien común nos exija; en el servicio militar obligatorio y en otras cosas por el estilo.

  4. DEFENDERLA contra sus perseguidores y enemigos interiores o exteriores: en tiempo de paz, con la palabra o con la pluma; en tiempo de guerra, empuñando las armas y dando generosamente la vida, si es preciso, por el honor o la integridad de la patria.

863. 3. Pecados opuestos. Al sano patriotismo se oponen dos pecados:

a)POR EXCESO se opone el nacionalismo exagerado, que ensalza desordenadamente a la propia patria como si fuera el bien supremo y desprecia a los demás países con palabras o hechos, muchas veces calumniosos o injustos.

b) PoR DEFECTO se opone el internacionalismo de los hombres sin patria, que desconocen la suya propia con el especioso pretexto de que el hombre es ciudadano del mundo. Su forma más radical y peligrosa, por sus derivaciones filosóficas, religiosas y sociales, la constituye la Internacional comunista, inspirada en las doctrinas de Carlos Marx.

B) Para con la forma de gobierno

Sumario: Expondremos brevemente las principales formas de gobierno, su accidentalidad desde el punto de vista católico y los deberes para con la forma establecida de hecho en la propia patria.

864. I. Las formas de gobierno. Es clásica la división tripartita, con sus correspondientes degeneraciones:

  1. LA MONARQUÍA, o gobierno de uno solo, que cuando se corrompe o degenera, da origen a la tiranía.

  2. LA ARISTOCRACIA, o gobierno de unos pocos selectos, que puede degenerar en oligarquía.

  3. LA DEMOCRACIA, o gobierno del pueblo, cuya corrupción lleva a la demagogia e incluso a la anarquía.

Esta clasificación, tomada del mayor o menor número de gobernantes, no es, sin embargo, la más completa y filosófica. Acaso podría proponerse, con Esmein, el siguiente esquema, que, sin ser exhaustivo, se funda en la esencia misma de los fenómenos políticos:

865. 2. Accidentalidad de las mismas. A una nación concreta puede serle muy esencial una determinada forma de gobierno, teniendo en cuenta su historia, costumbres, etc. ; pero, filosóficamente y en abstracto, las formas de gobierno son accidentales, ya que todas ellas pueden ser buenas o malas, según el encauce y orientación que se las dé.

La Iglesia ha declarado repetidas veces, por boca de los Sumos Pontífices, que es indiferente a las distintas formas de gobierno mientras sean justas y tiendan al bien común. He aquí un texto claro y explícito de Pío XI:

«Todos saben que la Iglesia católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultades en avenirse con las distintas instituciones civiles, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas» 7.

De hecho la Iglesia católica mantiene relaciones diplomáticas con multitud de naciones organizadas en las formas políticas más dispares.

866. 3. Deberes para con la propia forma de gobierno. Vamos a concretarlos en una serie de conclusiones,

Conclusión 1ª: Es deber de todos los ciudadanos respetar el régimen establecido de hecho, cualquiera que sea su origen, sin perjuicio de preferir algún otro más conveniente para la patria y hasta de procurar su implantación por medios y procedimientos honestos.

Expliquemos por partes el sentido y alcance de la conclusión.

Es DEBER DE TODOS LOS CIUDADANOS de todas las clases y categorías sociales.

RESPETAR EL RÉGIMEN ESTABLECIDO DE HECHO. Nótese que «respetar» no significa «colaborar activamente» con un régimen que no reúna las debidas condiciones que el bien de la patria exige. Significa únicamente que no se le debe obstaculizar el ejercicio del poder en la medida y grado que reclama el bien común, sin perjuicio de procurar la implantación de otro régimen mejor en la forma que diremos en seguida.

Entendida de este modo, es indudable la obligación de respetar el régimen establecido de hecho. El inmortal Pontífice León XIII dice expresamente que los ciudadanos católicos:

"... deben aceptar sin reservas, con la lealtad perfecta propia del cristiano, el poder civil en la forma en que de hecho existe.
Y la razón de esta aceptación es que el bien común de la sociedad lo reclama sobre todo otro interés, ya que es el principio creador, el elemento conservador de la libertad humana... Ahora bien: de esta necesidad de asegurar el bien común deriva... la necesidad de un poder civil. Cuando, pues, en una sociedad hay un poder constituido y funcionando de hecho, el interés común se encuentra ligado a este poder y, por esta razón, hay que aceptarlo tal como es..., respetarlo y someterse a él como representación del poder venido de Dios»
(LEÓN XIII, en carta del 3 de mayo de 1892 a los cardenales franceses).

CUALQUIERA QUE SEA SU ORIGEN. Aunque haya nacido ilegítimamente, queda en pie el deber de respetarle si así lo exige el bien común. Escuchemos de nuevo a León XIII:

«En política, más que en otras cosas, sobrevienen cambios inesperados; a las formas políticas adoptadas sustituyen otras. Estos cambios no siempre son legítimos en su origen; incluso es difícil que lo sean.
Con todo, el criterio supremo del bien común y de la tranquilidad pública impone la aceptación de estos gobiernos, constituidos de hecho, en lugar de los gobiernos anteriores, que de hecho ya no existen... Es necesario subordinación sincera a los gobiernos constituidos en nombre de este derecho soberano, indiscutible, inalienable, que se llama la razón del bien social».

O sea, que el derecho del régimen constituido al respeto de los ciudadanos no se basa en la legitimidad de su origen, sino en la razón del bien social actual.

SIN PERJUICIO DE PREFERIR ALGÚN OTRO MÁS CONVENIENTE PARA LA PATRIA.

La preferencia teórica de algún otro régimen está garantizada por la misma accidentalidad de las formas de gobierno y por la libertad que la Iglesia concede a todos los ciudadanos en materia estrictamente política, con tal que sea conciliable con los principios del derecho natural y del Evangelio.

Y HASTA DE PROCURAR SU IMPLANTACIÓN POR MEDIOS Y PROCEDIMIENTOS HONESTOS. Si se estima con lealtad que la implantación de un nuevo régimen sería altamente conveniente al bien común de todos los ciudadanos, exige el propio patriotismo que se prepare la venida de ese otro régimen empleando toda clase de procedimientos legítimos y honestos, sin dejar, mientras tanto, de respetar y obedecer a los poderes constituidos.

Sin embargo, en la realización práctica de este ideal, los cristianos deben guardarse mucho de comprometer los intereses superiores de la Iglesia, dando a entender que el régimen por ellos preferido es también el que prefiere la Iglesia, lo que sería un gran abuso, que podría acarrear deplorables consecuencias.

Una acción política serena y equilibrada, que supiera armonizar la legítima libertad de los ciudadanos, las exigencias de la paz social y el servicio del bien público o común, sería irreprochable desde el punto de vista moral. En su intención y en su forma sería una acción positiva y promotora del bien mejor, sin ser sediciosa o destructora del bien actual.

Conclusión 2ª.: Es lícita y obligatoria la resistencia pasiva y la desobediencia positiva a las leyes anticristianas de cualquier poder constituido.

Escuchemos a León XIII explicando admirablemente el sentido y alcance de esta conclusión:

«Se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha y el poner a la virtud a prueba en el combate. Urge una y otra autoridad, y, como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores (Mt. 6,24); y así es menester faltar a la una si se ha de cumplir lo que la otra ordena.

Cuál ha de llevar la preferencia, para nadie es dudoso. Es impiedad dejar el servicio de Dios por agradar a los hombres; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o, so color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia. Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres (Act. 5,29). Y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo, en igualdad de circunstancias, se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano solícito de sus deberes; pero todo debe arrostrarse y preferir hasta la muerte antes que desertar de la causa de Dios y de la Iglesia».

Y un poco más abajo añade terminantemente el inmortal Pontífice:

«Pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia, o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, y la obediencia un crimen, que, por otra parte, envuelve una ofensa a la misma sociedad, puesto que pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado» (León XIII, encíclica Sapientiae christianae, del 10 de enero de 1890).

Conclusión 3ª.: Es lícita la resistencia pasiva contra un poder tiránico e injusto, y, en determinadas circunstancias, puede ser licita y hasta obligatoria la rebelión armada para desposeerle del mando, pero sin llegar al tiranicidio.

Ante todo es necesario precisar con exactitud la terminología.

a) PODER TIRÁNICO es el que abusa de su autoridad para oprimir a los ciudadanos, imponiéndoles leyes injustas y privándoles injustamente de sus libertades esenciales.

b) RESISTENCIA PASIVA es la que se niega a cumplir las leyes injustas, que no son en realidad verdaderas leyes.

c) REBELIÓN ARMADA es la que tiene por apoyo principal al ejército de la nación y lleva consigo gran esperanza de éxito. Nunca debe recurrirse a la sedición, que consiste en formar bandos o partidos en el seno de una nación con objeto de promover algaradas o tumultos entre sí o contra la autoridad pública, que a ningún resultado práctico conducen y sí a grandes trastornos y perturbaciones (cf. II-II,42,1-2).

d) TIRANICIDIO es el asesinato del tirano hecho por personas privadas y con su propia autoridad. Está expresamente condenado por la Iglesia (D 69o) y no puede recurrirse jamás a él, bajo ningún pretexto. Lo único que puede hacerse es desposeerle del mando injustamente detentado y juzgarle por los tribunales legítimos, que podrán condenarle a muerte si lo hubiera merecido.

Teniendo en cuenta estas nociones, he aquí el sentido y alcance de la conclusión.

1º. LA RESISTENCIA PASIVA a las leyes injustas es siempre lícita y puede ser incluso obligatoria. Cuando el gobernante tiránico se excede en sus atribuciones exigiendo alguna cosa injusta, su orden o mandato no obliga a nadie en conciencia, ya que, por ser injusto, no es verdadera ley. Pero, para mayor precisión, vamos a examinar los principales casos que pueden ocurrir.

a) Si las leyes injustas violan derechos humanos accidentales (v.gr., la propiedad, la libre reunión, etc.), no obligan en conciencia (por ser injustas), pero generalmente será mejor sufrirlas para evitar un mal mayor (v.gr., escándalos, malos tratos, agravación de la tiranía, etc.). Sufrir no es obedecer, y siempre queda el derecho de trabajar por la abrogación de esas leyes injustas por medios pacíficos y honestos.

b) Si la ley tiránica viola el derecho natural o positivo divino, prescribiendo lo que no puede hacerse sin pecado (v.gr., el control de la natalidad» el aborto, etc.), «la resistencia es un deber, y la obediencia un crimen, (León XIII). Jamás pueden ser obedecidas esas leyes, aunque se agrave la tiranía y se sigan grandes trastornos a la sociedad. No es ('cito jamás cometer un pecado, aunque se pudiera evitar con él una gran catástrofe al mundo entero.

b) Si la ley injusta viola los derechos esenciales de la Iglesia (v.gr., si decretase que el jefe del Estado sea también el jefe (le la Iglesia nacional), no podría ser obedecida jamás, cualesquiera que fueran las consecuencias de la resistencia. Pero, si afectan únicamente a sus derechos accidentales (v.gr., la exención de los clérigos del servicio militar), generalmente será mejor sufrir la ley injusta, para evitar males mayores.

2º. LA REBELIÓN ARMADA suele traer consigo gravísimos trastornos y perturbaciones a la sociedad entera. Por lo mismo, no es lícito recurrir a ella sino en casos verdaderamente excepcionales, o sea, cuando se reúnan claramente las siguientes condiciones:

a) Un poder ciertamente tiránico, que llegue a extremos verdaderamente intolerables contra el bien común.

b) Que se hayan agotado, sin resultado alguno, todos los medios pacíficos para conseguir que los gobernantes entren por la vía legal y retiren las medidas tiránicas o injustas.

c) Probabilidad grande de éxito, habida cuenta de todas las circunstancias.

Contestando a la objeción de que la rebelión contra el tirano puede traer la sedición, o sea, la lucha intestina entre los ciudadanos partidarios o contrarios al régimen establecido, escribe Santo Tomás:

«El régimen tiránico no es justo, porque no se ordena al bien común, sino al bien privado del gobernante. Por lo mismo, perturbar este régimen no tiene carácter de sedición, a no ser cuando se le perturba de manera tan desordenada que se sigan mayores daños a los ciudadanos de la perturbación que del mismo régimen tiránico. Más bien hay que acusar de sedicioso al propio tirano, que no tiene reparo en fomentar sediciones y discordias en el pueblo que tiene esclavizado para dominarle con mayor seguridad. Esto sí que es tiránico, ya que se ordena al bien particular del presidente con daño de ja multitud» (II-II,42,2 ad 3).

867. Escolio: Conducta de los ciudadanos en tiempo de invasión extranjera. Tres son las principales obligaciones de los ciudadanos cuando su territorio nacional ha sido invadido por un poder extranjero que los tiene esclavizados (v.gr., los países satélites de Rusia tras el "telón de acero»).

1ª. No PERDER DE VISTA EL BIEN COMÚN. Si no hay otro remedio, deben observar las medidas prescritas para el orden público y evitar las desobediencias que traigan consecuencias peores, tales como cárceles o deportaciones en masa, asesinato de los ciudadanos, etc.

2ª. No TRANSIGIR CON EL OCUPANTE O USURPADOR, absteniéndose de todo acto voluntario que equivalga a reconocer la usurpación o a consolidarla en el poder. La colaboración con el invasor sólo es tolerable cuando sirve realmente a los intereses esenciales del país ocupado (v.gr., evitando males mucho mayores).

3ª. RESPETAR LAS EXIGENCIAS DEL DERECHO NATURAL EN LOS DEMÁS. Si para liberar al país hay que recurrir a la fuerza, no olvidar que el respeto a la vida, a la dignidad humana y a los bienes ajenos siguen siendo deberes elementales de justicia que obligan siempre, en todas partes y con toda clase de personas, buenas o malas.

C) Para con los gobernantes

868. Examinados los deberes para con la forma de gobierno, veamos ahora los que se refieren a los gobernantes.

Nos referimos únicamente al caso normal de los gobernantes que usan de su autoridad con esa relativa prudencia que caracteriza a los hombres honrados, preocupados por el bien común, pero siempre capaces de error.

Planteada así la cuestión, los principales derechos y deberes de los ciudadanos son:

1.° RESPETAR Y AMAR A LOS GOBERNANTES. Este doble deber está fundado en el hecho de que los gobernantes participan de la autoridad misma de Dios y reflejan de alguna manera su paternidad. Por este doble título se hacen acreedores al respeto y amor de los ciudadanos. Los cristianos deben dar ejemplo en esto como en todo lo demás.

2.° CUMPLIR CON FIDELIDAD LAS LEYES JUSTAS. El ciudadano honrado debe aceptar las leyes justas de su país como la expresión de una voluntad superior, y el cristiano verá en ellas la manifestación explícita de la voluntad de Dios, dando ejemplo de sumisión generosa y activa.

3º. AYUDARLES LEALMENTE EN SU DIFÍCIL MISIÓN. Puesto que el poder legítimo es una participación de la autoridad y paternidad de Dios, los ciudadanos deben ayudarle en el cumplimiento de su misión, practicando respecto de sus legítimos gobernantes:

  1. Los deberes de justicia. Como ya dijimos, un cuasicontrato nos impone, como contrapartida de los beneficios recibidos, la colaboración con los gobernantes, con miras al bien común.

  2. Los deberes de piedad o caridad filial. La patria es como la prolongación de la familia natural, y en ella desempeñan los gobernantes el papel de padres.

4º. EJERCER ORDENADAMENTE EL DERECHO DE CRÍTICA. Es útil al bien común que las leyes o determinaciones de la autoridad perjudiciales o inadaptadas al bien común puedan ser denunciadas por los ciudadanos. Es justo y razonable que los ciudadanos honrados, celosos del verdadero progreso social, puedan manifestar su deseo de que mejoren las instituciones ejerciendo su derecho de crítica. Pero para que el ejercicio de este derecho sea justo, conveniente y eficaz, es preciso que se mantenga siempre y sin reservas la obediencia al poder constituido y que se respete debidamente su legítima autoridad.

En todo caso, los ciudadanos deben dejar a salvo las exigencias de la justicia, de la caridad y de la verdad para con las personas, recordando que el ejercicio del poder es cosa compleja y difícil y que hay críticas injustas o simplemente inoportunas, que destruyen en lugar de construir. Un ciudadano digno de este nombre se negará siempre a las campañas de difamación de los gobernantes a base de calumnias u otros procedimientos injustos, que deshonran a sus autores.

D) Para con la sociedad política en general

869. En esta sección expondremos brevemente los derechos y deberes de los católicos en torno a los llamados partidos o grupos políticos. Examinaremos su legitimidad, la actitud de la Iglesia frente a ellos y la actitud de los católicos como ciudadanos o miembros de la sociedad civil.

I.° LEGITIMIDAD DE LOS PARTIDOS Y GRUPOS POLÍTICOS. LOS ciudadanos tienen el derecho natural de asociarse en partidos o grupos políticos para solucionar de la mejor manera posible los problemas que afecten al bien común. Pero este derecho ha de someterse, para ser legítimo, a las siguientes condiciones:

a) Con respecto al fin, es preciso que el partido político se ordene al bien común de todos los ciudadanos, sin subordinar jamás el interés general a los fines particulares del propio grupo o de algunos de sus componentes.

b) Con respecto a los medios, es preciso que se mantengan siempre dentro de la legalidad, respetando las leyes justas, utilizando procedimientos honestos que no lesionen la verdad, la caridad o la justicia, etc., y dejando siempre a salvo los derechos superiores de Dios, de la persona humana, de la familia y de la sociedad en general.

2.° ACTITUD DE LA IGLESIA FRENTE A LOS PARTIDOS POLíTICOS. La Iglesia católica, por su fin, sus medios y sus procedimientos, difiere por completo de la sociedad civil. Esta se ocupa exclusivamente de la ordenación temporal de la nación, mientras que la Iglesia se ocupa ante todo del destino eterno de los ciudadanos. Sus medios son del todo diferentes (naturales o sobrenaturales), y sus procedimientos o manera de actuar acusan necesariamente esta diversidad de fines y de medios. En este sentido se dice rectamente que la Iglesia está fuera y por encima de la política.

Sin embargo, la Iglesia está íntimamente ralacionada con la sociedad civil, ya que ambas potestades tienen los mismos súbditos y la religión proporciona a la política sus principios morales fundados en la justicia, la equidad y la caridad; impone a los creyentes la obligación de obedecer en conciencia las leyes justas del Estado y contribuye de manera indirecta, pero eficacísima, a la paz social y al bienestar de todos los ciudadanos.

Pero, precisamente por esta su altísima misión, la Iglesia se ha mantenido siempre fuera y por encima de los partidos o grupos políticos. León XIII afirma terminantemente que la Iglesia »tiene el derecho y el deber de negarse resueltamente a ser esclava de ningún partido y a doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política» 13. Y Pío XI añade que «la Iglesia y todos sus representantes, en todos los grados de la jerarquía, no pueden ser un partido ni hacer la política de un partido... Estando el clero encargado de los intereses religiosos de la población entera, no conviene en modo alguno que se alíe con un determinado partido».

3.° ACTITUD DE LOS CATÓLICOS. Considerados individualmente como simples ciudadanos, los católicos pueden pertenecer a cualquier partido político, con tal que defienda o deje completamente a salvo los derechos de Dios y de la Iglesia. No pueden dar su nombre a los partidos políticos expresamente condenados por la Iglesia (v.gr., el comunista) o a los que, aunque no estén expresamente condenados, tengan una orientación anticatólica o desplieguen actividades contrarias a las enseñanzas de la Iglesia.

Los católicos deben comportarse como tales en sus respectivos partidos políticos, inspirándose en todas sus actuaciones en los grandes principios de la moral cristiana. Guárdense mucho de comprometer a la Iglesia en su actuación política, y únanse con los partidos afines cuando se trata de salvaguardar sus derechos contra el enemigo común. He aquí, a este respecto, un texto muy expresivo de León XIII:

"Pero comprometer a la Iglesia en las disputas de los partidos o pretender apoyarse en ella para vencer a los adversarios es abusar inmoderadamente de la religión. Por el contrario, la religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo más conveniente al nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias, y, unidos los ánimos y proyectos, luchen en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia, al cual han de referirse todos los demás» (LEÓN XIII, Sapientiae christianae n 35)

En los países donde funcione el sufragio universal es gravísimo deber de los católicos votar a los candidatos que ofrezcan toda clase de garantías sobre la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia, y cometerían fácilmente un verdadero pecado mortal votando a los indignos o absteniéndose simplemente de emitir su voto, con peligro de contribuir al triunfo de los candidatos anticatólicos.


ARTICULO III
La defensa del bien común

La defensa del bien común exige a veces el recurso al terrible azote de la guerra. Vamos a examinar brevemente su naturaleza y las condiciones para su licitud.

870. I. Naturaleza de la guerra. Recibe el nombre de guerra la lucha violenta entre dos o más naciones para hacer prevalecer sus derechos o repararlos una vez conculcados.

Según el aspecto que revista y la manera de emprenderla, la guerra recibe diversos nombres. Y así se llama:

  1. OFENSIVA, cuando una nación o un grupo de naciones toman la iniciativa de las hostilidades.

  2. DEFENSIVA, cuando se recurre a la fuerza armada para rechazar el ataque del enemigo.

  3. PREVENTIVA, cuando se la emprende como una defensa anticipada de la agresión que se espera recibir del adversario. En realidad es una guerra ofensiva disfrazada de defensiva.

  4. DE INTERVENCIÓN, cuando una nación, neutral al principio de la guerra, se decide por uno de los bandos beligerantes y le presta su concurso armado.

Cualquiera que sea su naturaleza, la guerra representa siempre una gran catástrofe y un terrible azote para la humanidad. Son inmensas las ruinas físicas y morales que acumulan las guerras, sobre todo con los modernos y espantosos medios de destrucción. Su mera posibilidad es un baldón para la humanidad entera, pues revela el bajísimo nivel que alcanza la moralidad entre los hombres, ya que no aciertan a resolver sus diferencias por la vía noble y elevada de la moral y del derecho, sino empleando la fuerza bruta, más propia de las fieras y animales salvajes que de seres inteligentes y libres. Con todo, dada la maldad de los hombres, la guerra se impone a veces como una verdadera necesidad, a fin de impedir que la injusticia y el atropello se apoderen impunemente del mundo, haciendo imposible la vida del hombre sobre la tierra. Pero jamás puede recurrirse a ella sino después de haber agotado todos los medios pacíficos: negociaciones diplomáticas, arbitraje de una nación neutral, intervención de un organismo internacional, etc., etc.

2. Condiciones para su licitud. Para que una guerra pueda ser lícita y mantenerse dentro de los límites de la moral ha de reunir un conjunto de condiciones que se refieren a su declaración, a su desarrollo y a su conclusión. Helas aquí brevemente. expuestas.

a) En su declaración

871. Nos referimos, naturalmente, a una guerra ofensiva, ya que la meramente defensiva no crea dificultad alguna en lo relativo a entrar en ella. Una nación injustamente atacada tiene el derecho natural de legítima defensa, lo mismo que los individuos particulares ante un injusto agresor.

Según el Doctor Angélico, para que la declaración de guerra sea lícita se requieren tres condiciones fundamentales: autoridad legítima, justa causa y recta intención.

Iª. AUTORIDAD LEGíTIMA. Sólo la autoridad pública, legítima y soberana tiene la misión y el encargo de defender y promover los intereses del bien común; luego sólo a ella le corresponde declarar la guerra cuando la exija inevitablemente el interés del cuerpo social que preside.

La guerra jamás debe declararse sin que la preceda un ultimátum, con declaración de guerra condicional dentro de un plazo determinado, para dar al adversario una última oportunidad de llegar a un acuerdo pacífico.

2.a JUSTA CAUSA, o sea, la defensa o restauración del derecho injustamente violado, cuando no pueda conseguirse por medios pacíficos. Francisco de Vitoria escribe que «el fundamento de una guerra justa es una injusticia... No hay más que una razón justa de hacer la guerra: la injusticia sufrida» 16.

Ténganse en cuenta las siguientes observaciones:

a) Es imposible objetivamente que los dos bandos beligerantes tengan causa justa para la guerra: uno de los dos es injusto, cuando no lo son los dos. Pero cabe el error de buena fe que haga creer a ambos beligerantes que tienen razón justa para la guerra.

b) La justicia puede cambiar de lado en el curso de las negociaciones preliminares; si, por ejemplo, un Estado justamente ofendido rechaza los ofrecimientos razonables de reparación.

c) El Estado que ha violado los derechos esenciales de otro Estado y no quiere restaurarlos, no puede invocar, si es atacado, el derecho de legítima defensa.

d) Quien duda de la justicia de su causa no tiene derecho a declarar la guerra.

Nótese, sobre todo, que, para que sea enteramente justa, la causa ha de ser proporcionada a los males terribles que ocasiona la guerra. Es necesario considerar, detrás de la injusticia particular, el orden de la justicia universal violado en ella. El fin de la guerra es la paz y seguridad públicas, no sólo del Estado lesionado, sino del mundo entero. De suerte que una guerra justa por razón de la injusticia que la ocasiona, puede hacerse injusta por razón de sus terribles repercusiones, más o menos previstas, sobre el bien común del Estado que la emprende o sobre el bien común de la humanidad entera*. Este último exigirá muchas veces renunciar a la reivindicación estricta de los propios derechos a fin de evitarle al mundo los desastres espantosos de una guerra.
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Son notables las siguientes palabras de Vitoria, el Inmortal fundador del Derecho Internacional: «Puesto que un Estado es una parte del conjunto del Universo, y, más profundamente aún, una provincia cristiana es una parte de toda la Cristiandad, si una guerra es útil a una provincia o a un Estado, pero daña al Universo o a la Cristiandad, yo pienso que, de hecho, la guerra es injustas (FRANCISCO DE VITORIA, De potestate civili q.13).

*La guerra como solución de los conflictos internacionales está superada*, declara Pío XII. Los medios utilizados para hacer la guerra moderna aparecen a la vez inmorales y desproporcionados con relación a la causa que quieren defender. Tal es el pensamiento del cardenal Ottaviani en su Tratado de derecho público eclesiástico: *En lo que concierne al hecho de hacer una guerra, hoy nunca se pueden reunir las condiciones que teóricamente podrían hacer una guerra justa y lícita. Además, es necesario añadir que nunca puede haber causa de una naturaleza o de una importancia tal que pueda ser considerada como proporcionada a tantos males, matanzas, destrucciones y a una ruina tal de valores morales y religiosos. Así, pues, nunca estará permitido en la práctica declarar una guerra; de la misma manera, no se podrá emprender una guerra defensiva a no ser que la autoridad legítima a la que pertenece decidir posea, junto con la certeza de la victoria, argumentos seguros que demuestren que el bien procurado al pueblo por esta guerra defensiva es superior a los males inmensos que resultarán de esta guerra para este mismo pueblo y para la tierra entera».

3.a RECTA INTENCIÓN, o sea, que se intente únicamente el bien común y el restablecimiento de la justicia. Jamás es lícito declarar la guerra por odio, venganza, alarde de fuerza, afán de dominar al adversario, expansión colonial o económica o por cualquier otro motivo tan vil y bastardo como éstos.

Las condiciones que acabamos de enunciar son todas de orden objetivo y consideradas las cosas en teoría o en abstracto. En la práctica, dadas las características da la guerra moderna—en la que, inevitablemente, los daños que acarrea son siempre incomparablemente mayores que los bienes que defiende—, es casi imposible que puedan reunirse juntamente. De donde hay que concluir que la guerra moderna—a no ser la estrictamente defensiva—es prdcticamente injusta e inmoral.

b) En su desarrollo

872. En el desarrollo de la guerra, los beligerantes deben observar estrictamente los postulados del derecho natural y del derecho de gentes y las normas establecidas por las costumbres, tratados o convenios internacionales.

Cuando una de las partes en guerra viola estas leyes fundamentales, no puede la otra aplicar la ley del talión («ojo por ojo y diente por diente»), a no ser que los actos de represalia no sean contrarios al derecho natural o a las leyes positivas del derecho de gentes.

Están expresamente prohibidos en todo caso:

1. Los actos intrínsecamente malos: traiciones, asesinatos, violaciones de los pactos previos (v.gr., sobre el no empleo de determinadas armas especialmente dañosas), etc.

2. Los malos tratos y crueldades con los prisioneros, los procedimientos bárbaros, los bombardeos en masa de ciudades abiertas con toda su población civil dentro, etc.

3. El empleo de los medios modernos de destrucción total, tales como los gases asfixiantes, la guerra bacteriológica y la bomba atómica arrojada sobre ciudades habitadas por la población civil no combatiente, que constituyen verdaderos crímenes de lesa humanidad, como han declarado los últimos Pontífices Benedicto XV, Pío XI y Pío XII.

4. Es un crimen matar o herir a quienes se rinden sin condiciones. Y es una monstruosidad, contraria al derecho natural, hacer participar a los prisioneros en operaciones o trabajos de guerra dirigidos contra su país.

5. Es inmoral declarar que no se dará cuartel. Podría, sin embargo, considerarse como un acto de legítima defensa el negarse a acoger un gesto de rendición del que el enemigo hubiera ya abusado reiteradamente para. sorprender la buena fe.

6. Durante la lucha pueden ser destruidos, si es necesario, los edificigs militares o refugios ocasionales que el enemigo utilice, sin tener en cuenta los derechos de sus legítimos propietarios. Pero deben respetarse, en la mes dida de lo posible, los que nada tengan que ver con la guerra: iglesias, hospitales, bibliotecas, monumentos históricos, etc.

7. Durante la ocupación son ilegítimas toda clase de destrucciones inútiles; debe respetarse la vida y libertad de los ciudadanos, así como sus bienes particulares; el ocupante ha de asegurar el orden y la vida pública, el ejercicio del culto religioso, la pacífica convivencia entre vencedores y vencidos. Estos últimos están obligados a una sumisión exterior a la autoridad ocupante y no tienen derecho a dedicarse a actos de violencia contra el ejército o la administración. El ocupante no tiene derecho a las deportaciones ni a la evacuación forzada de las poblaciones civiles; es legítima la resistencia pública y privada a tales medidas injustas.

Los impuestos deben servir a su destino normal. Las requisas en especie deberán ser indemnizadas, lo mismo que los servicios que se exijan a los ciudadanos no combatientes. Nadie tiene derecho a entregarse al saqueo o al pillaje, que constituye una injusticia manifiesta. Los mismos bienes públicos del Estado ocupado han de administrarse rectamente, no pudiendo incautarse de ellos a no ser en concepto de indemnización por los daños injustamente recibidos de él y en la medida o proporción de los mismos y no más.

c) En su conclusión

873. Aunque, según la justicia y el derecho, la victoria debería ser para el beligerante que tenga razón, de hecho suele ser para el más fuerte. Por eso hay que examinar las dos hipótesis.

Iª. SI VENCE EL QUE TENÍA RAZÓN, tiene derecho a imponer al vencido, sin crueldad:

a) Por los fines de la guerra, la reparación del derecho injustamente violado, o sea la totalidad de los daños o gastos que injustamente le ha causado. Pero estas exigencias del derecho estricto deben ser atenuadas por las necesidades del bien común, de la justicia social y de la caridad, que impiden gravar a un Estado más allá de sus posibilidades físicas o morales. Es verdad que se puede escalonar el pago de los daños en plazos prudenciales o anexionarse una porción de territorio o alguna de sus colonias; pero estas medidas resultan contraproducentes en la práctica, puesto que prolongan el odio en el vencido y preparan a la larga una nueva hecatombe vindicativa.

b) Para asegurar la paz e impedir una nueva agresión, puede desarmar al enemigo, desmantelar sus fábricas de guerra, reducir su potencial industrial relacionado con la guerra (v.gr., sobre el acero) y otras medidas semejantes. Pero no sería lícito arruinar de tal manera la economía de la nación vencida, que le fuera prácticamente imposible su resurgimiento material o su existencia como pueblo libre.

2.a SI VENCE EL INJUSTO AGRESOR, su victoria por la fuerza no le confiere ningún derecho ante la justicia y la moral. Pero para no agravar los males y aumentar inútilmente los sufrimientos del pueblo, el vencido debe soportar el tratado de paz en las condiciones que quiera imponerle el vencedor y trabajar más tarde en hacer valer sus derechos y exigir la restitución de sus bienes o territorios, no por una nueva guerra, sino recurriendo a una. autoridad internacional (actualmente la O. N. U.) cuando esté en situacióm de hacerse escuchar por todas las naciones.

874. Escolio: Actitud de las naciones no beligerantes ante un conflicto internacional. Caben dos posibilidades: intervención o neutralidad.

1ª. LA INTERVENCIÓN debe regirse por los siguientes principios:

I) Sólo es lícito en favor del beligerante justo.
2) A veces es obligatoria:

a) En estricta justicia, si existe un pacto o tratado válido que vincula al beligerante justo.

b) Por justicia social y caridad, si se trata de una nación débil a la que se debe socorrer para impedir el triunfo de la injusticia y un grave desorden internacional.

2.a LA NEUTRALIDAD puede ser perpetua, si la establecen las leyes internas del Estado, y circunstancial, si obedece a una declaración hecha al abrirse las hostilidades. Esta declaración, de suyo, hace obligatoria la neutralidad; pero no puede prevalecer contra una obligación de intervenir impuesta por la justicia o la caridad.

El Estado neutral tiene derecho al respeto de su independencia y neutralidad, al libre ejercicio del comercio internacional y a la inviolabilidad absoluta de su territorio y de su espacio aéreo. Y, a su vez, tiene el deber de abstenerse de toda participación directa o indirecta en el conflicto, practicando una rigurosa imparcialidad, negándose a proporcionar armas o municiones a los beligerantes y garantizándoles un trato de absoluta igualdad.

Si la Organización de las Naciones Unidas movilizara la acción represiva de todos los Estados contra una guerra injusta, la ley de solidaridad internacional obligaría a tomar parte en el conflicto haciendo ilícita la actitud neutral.