CAPITULO II

Los deberes familiares


Como ya dijimos al principio de este tratado, examinaremos ahora los deberes familiares en torno a los cinco miembros que constituyen la familia cristiana: esposos, padres, hijos, hermanos y sirvientes.

Hablaremos de los deberes mutuos de los esposos y de los propios del varón y de la mujer.

833. 1. Deberes mutuos. Además de los deberes de justicia relativos a la administración de los bienes, de los que ya hemos hablado en su lugar correspondiente n.622-623), y de los relativos al débito conyugal y a la mutua fidelidad , que examinaremos al hablar del sacramento del matrimonio (en el segundo volumen de la obra), existen tres deberes fundamentales que obligan a los cónyuges por derecho natural y divino: amor, ayuda y cohabitación.

a) Amor. Ha de ser muy sincero e intenso, porque, así como por el vínculo matrimonial se han hecho corporalmente una sola carne (Mt. 19,5), deben constituir espiritualmente un solo corazón. Por eso San Pablo exhorta repetidas veces en sus epístolas a este mutuo amor de los cónyuges entre sí. He aquí algunos textos hermosísimos:

«Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga, como Cristo a la Iglesia» (Eph. 5, 25-29).

«Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo, y la mujer reverencie a su marido» (Eph. 5,33).

«Las mujeres estén sometidas a los maridos, como conviene, en el Señor. Y vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres y no seáis duros con ellas» (Col. 3,18).

Este amor no ha de ser solamente afectivo o sentimental, sino también efectivo y práctico. En cuanto afectivo, no debe fundarse en la simple belleza corporal, que se marchita muy pronto, ni en los medios de fortuna, posición social, etc., que nada añaden a las cualidades personales, sino en las dotes permanentes del alma, principalmente en la virtud y en la nobleza del corazón. Y en cuanto efectivo, ha de traducirse en la mutua ayuda en las necesidades, en sobrellevar recíprocamente las cargas, en evitar el propio egoísmo, las palabras injuriosas, los altercados domésticos, la dureza en el trato y, sobre todo, los celos infundados, que son la ruina de la paz conyugal.

b) Ayuda. La mutua ayuda y consuelo de los cónyuges es uno de los fines del matrimonio, ispuēs o y or ena o por e mismo tos cuando dijo en el paraíso terrenal: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él (Gen. 2,18). Y aunque es falsísimo—como ha declarado la Iglesia repetidas veces—que el matrimonio sea el estado más perfecto a que el hombre puede aspirar, como si se tratara de un complemento fisiológico y psicológico exigido por su propia naturaleza humana y constitución orgánica, no cabe duda que, a menos de sublimar ambas cosas al servicio de una vocación más alta (sacerdotal, religiosa, virginidad en el mundo), que siempre será patrimonio de unos pocos, el hombre encuentra en el matrimonio el complemento natural que exige la sociedad familiar en orden a la generación de los hijos y mutuo auxilio de los cónyuges.

c) Cohabitación, o sea, convivencia en una misma casa, mesa y lecho o habitación, como requiere la educación de los hijos y la mutua ayuda de los cónyuges. Por eso el mismo Cristo confirmó en el Evangelio la fórmula de la Antigua Ley: Dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Mt. 19,5; cf. Gen. 2,24; Eph. 5,31). Lo mismo declara la legislación eclesiástica (cn.11 z8) y la civil (CH 56-58).

Aplicaciones. Pecan gravemente los cónyuges que, sin suficiente motivo, dejan solo al otro cónyuge por largo tiempo, y sobre todo si interrumpen definitivamente la vida común, a no ser con gravísima causa, reconocida generalmente por la autoridad eclesiástica. Lo mismo que si, por su conducta desordenada, malos tratos, etc., representan una carga insoportable para el otro cónyuge.

ARTICULO I
Los esposos

834. 2. Deberes especiales del esposo. Como quiera que el esposo es por derecho natural y divino el cabeza y jefe de la familia (Gen. 3,16; I Cor. 11,9; Col. 3,18), le corresponde gobernar a lti mujer, aunque siempre en calidad de compañera, no de esclavá. Y así debe:

a) PROPORCIONARLE EL DEBIDO SUSTENTO, vestido y habitación según su estado o condición social, sufragándolo de los bienes comunes o incluso de los propios del marido si la mujer carece de otros bienes.

b) PRESTARLE AYUDA Y PROTECCIÓN para que pueda desempeñar cristianamente sus funciones de esposa, madre y dueña del hogar.

c) CORREGIRLA CARITATIVAMENTE Si delinque, con el fin de enmendarla y evitar el escándalo. Pero sin recurrir jamás a los golpes o malos tratos ni a los insultos soeces o frases duras, que a ningún resultado práctico conducen y perturban terriblemente la paz y tranquilidad del hogar.

Aplicaciones. Peca gravemente el marido que trata con dureza a su mujer, como si fuera una esclava, o la obliga a trabajos impropios de su condición y sexo, o la dirige insultos graves (v.gr., meretriz, adúltera, etc.), o le impide el cumplimiento de sus deberes religiosos (gravísimo pecado), o el ejercicio de la piedad para con sus familiares, o la caridad para con los pobres, etc.

835. 3 Deberes especiales de la esposa. Debe, ante todo, obedecer y reverenciar a su marido, según el mandato del Apóstol (Col. 3,18), como jefe y cabeza de la familia. Ha de llevar el cuidado de la casa en la forma que corresponde a la mujer y administrar los gastos diarios con prudencia y sabiduría, sin excederse en lujos superfluos ni quedarse por debajo de lo que corresponda a su estado y condición social. Ha de procurar contentar en todo a su marido (aunque sin atentar jamás a la ley de Dios) para que se encuentre a gusto en su hogar y no vaya a buscar en otra parte lo que le falta en su propia casa.

Accidentalmente estaría obligada la esposa a alimentar a su marido con sus bienes propios si por enfermedad u otro motivo razonable fuera incapaz de procurarse el sustento por sí mismo. Pero no debe la esposa tomar el mando y gobierno de la casa, a no ser en casos muy excepcionales, v.gr., para evitar la ruina de la familia por los vicios y despilfarros del marido.

Aplicaciones. Peca gravemente la mujer si con riñas o insultos excita a su marido a la ira o la blasfemia; si quiere gobernar la casa con desprecio de su marido; si le desobedece gravemente, ano ser que el marido se exceda en sus atribuciones o le pida alguna cosa inmoral; si es negligente en la administración y cuidado de la casa, de suerte que se sigan graves perturbaciones a la familia; si se entrega a diversiones y pasatiempos mundanos con grave descuido de sus obligaciones de esposa y madre; si exaspera a su marido con su afán de lujo o con sus gastos excesivos; si es frívola y mundana y le gusta llamar la atención a personas ajenas a la familia, con desdoro de su marido, etc.

836. Escolio. El feminismo y la emancipación de la mujer. Modernamente se insiste mucho en el llamado feminismo y emancipación de la mujer, a la que se pretende conceder los mismos derechos que al varón en el orden individual, familiar, social y económico. Para orientación del lector recordamos aquí los principios fundamentales de la doctrina católica en torno a esta cuestión, tomándolos de las encíclicas Casti connubii y Quadra\gesimo anuo, de Su Santidad el Papa Pío XI.

1º. Las teorías feministas que tienden a equiparar omnímodamente a lag mujer con el varón en toda clase de derechos y deberes, incluso familiaras, sociales y económicos, es enteramente contraria al derecho natural y a las máximas del Evangelio.

"Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la obediencia confiada y honesta que ha de tener la mujer a su esposo; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro; que son iguales los derechos de ambos cónyuges, defendiendo presuntuosísimamente que por violarse estos derechos, a causa de la sujeción de un cónyuge al otro, se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta emancipación de la mujer. Distinguen tres clases de emancipación, según tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la vida de la prole, que hay que evitar o extinguir, llamándoles con el nombre de emancipación social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que se las libre de cargas conyugales o maternales propias de una esposa (emancipación esta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, porque pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social, finalmente, en cuanto apartan a la mujer de los cuidados que en el hogar requieren su familia o sus hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin preocuparse de aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios aunque sean públicos" (Casti n.45).

2.° Este feminismo exorbitado es enteramente contrario al derecho natural, perjudicial a la mujer y altamente nocivo a la sociedad.

"No es ésta, sin embargo, la verdadera emancipación de la mujer ni la libertad dignísima y tan conforme con la razón que compete al cristiano y noble oficio de esposas; antes bien, es la corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es el trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la esposa; a los hijos, de la madre, y a todo el hogar doméstico, del custodio que vigila siempre. Más todavía: tal libertad falsa e igualdad antinatural de la mujer con el marido tórnase en daño de esta misma, pues si la mujer desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, bien pronto caerá en la servidumbre, muy real, aunque no lo parezca, de la antigüedad, y se verá reducida a un mero instrumento en manos del hombre, como acontecía entre los paganos" (Casti n.46).

3.° Sin embargo, el varón y la mujer tienen los mismos derechos naturales inherentes a la persona humana, con todas sus consecuencias:

"La igualdad de derechos, que tanto se amplifica y exagera, debe, sin duda alguna, admitirse en cuanto atañe a la persona y dignidad humanas y en las cosas que se derivan del pacto nupcial y van anejas al matrimonio; porque en este campo ambos cónyuges gozan de los mismos derechos y están sujetos a las mismas obligaciones. En lo demás ha de reinar cierta desigualdad y moderación, como exigen el bienestar de la familia y la debida unidad y firmeza del orden y sociedad doméstica» (Casti 11.47).

4º, No hay inconveniente en que la mujer suficientemente apta para ello ejerza ciertas profesiones liberales que antiguamente parecían reservadas a los hombres, tales como las de médico, abogado, etc., sobre todo si pueden ejercitarse en el propio hogar (v.gr., la de farmacéutico, profesora etcétera), al que hay que atender siempre en primer término.

»En casa principalmente, o en sus alrededores, las madres de famil' pueden dedicarse a sus faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero eh gravísimo abuso, y con todo empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la escasez del salario del padre, se vea obligada a ejercer un arte lucrativo, dejando abandonados en casa sus peculiares cuidados y quehaceres, y sobre todo la educación de los niños pequeños» (Quadragesimo n.32).

5º. Nada se opone, finalmente, a que la mujer intervenga moderadamente en la vida social, concediéndola el derecho de sufragio y hasta el de ejercer cargos públicos (alcalde, diputado, ministro, etc.), con tal que esto no vaya en detrimento de sus principales obligaciones naturales de esposa y madre.

»Y si en alguna parte, por razón de los cambios experimentados en los usos y costumbres del comercio humano, deben mudarse algún tanto las condiciones sociales y económicas de la mujer casada, toca a la autoridad pública acomodar los derechos civiles de la mujer a las necesidades y exigencias de estos tiempos, teniendo siempre en cuenta lo que reclaman la natural y diversa índole del sexo femenino, la pureza de las costumbres y bien común de la familia; y esto contando siempre con que quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, el cual ha sido establecido por autoridad más excelsa que la humana, esto es, por la divina, no pudiendo, consiguientemente, cambiarse, ni por públicas leyes ni por privados gustos» (Casti n.48).

ARTICULO II
Los padres

Los deberes y obligaciones de los padres para con sus hijos son de gravísima importancia familiar y social, ya que de su cumplimiento o negligencia depende en gran parte la buena marcha de la familia y de la sociedad.

837. Principio fundamental. Vamos a establecer, ante todo, el principio fundamental en la siguiente forma:

Por derecho natural y divino y por exigencia de la virtud de la piedad, los padres tienen gravísima obligación de amar a sus hijos, atenderlos corporal y espiritualmente y procurarles un porvenir humano proporcionado a su estado y condición social.

Consta claramente este principio por el hecho mismo de la generación natural, que establece entre los padres y los hijos un vínculo indisoluble y eterno. Los mismos animales cumplen instintivamente el deber natural de alimentar a sus hijos hasta que pueden valerse por sí mismos. Y como el hombre consta de alma y cuerpo y ha sido elevado por Dios al orden sobrenatural, es evidente que además de la alimentación corporal de sus hijos, incumbe a los padres el deber natural de educarles natural y sobrenaturalmente para hacerlos hombres de provecho en este mundo y asegurarles en el otro su felicidad eterna.

Este principio de ley natural ha sido ratificado por la Sagrada Escritura en multitud de pasajes y por la autoridad de la Iglesia en el siguiente canon:

»Los padres tienen obligación gravísima de procurar con todo empeño la educación de sus hijos, tanto la religiosa y moral como la física y civil, y de proveer también a su bien temporal» (cn.1113).

Vamos a examinar por separado cada uno de los deberes enunciados en el principio fundamental.

A) Amar a los hijos

838. Los padres deben amar a sus hijos con un amor intensísimo que tenga las siguientes características: afectivo, efectivo, prudente, natural y sobrenatural.

I) Afectivo o interno, deseándoles sinceramente el mayor bien corporal y espiritual en este mundo y en el otro. De donde pecan gravemente si odian deliberadamente a sus hijos, si les maldicen o desean algún mal, si les injurian gravemente, provocándoles a ira (Eph. 6,4); si los tratan con gran dureza y severidad, de suerte que vivan atemorizados; si les azotan o golpean por fútiles motivos, si los echan de casa o les hacen en ella la vida imposible. Pueden y deben, sin embargo, cuando hay causa para ello, reprender severamente a sus hijos y castigarles moderadamente para que se enmienden.

2) Efectivo o externo, de suerte que no se limiten a un amor puramente sentimental o romántico, sino que hagan todo cuanto esté a su alcance para procurar el bien temporal y eterno de sus hijos. Por este capítulo pecan gravemente los padres que por propia negligencia no apartan de sus hijos los males que pueden sobrevenirles o no les procuran los bienes correspondientes a su condición y estado.

3) Prudente, o sea, regulado por la razón y apoyado en la fe. Contra este principio se peca cuando el amor es:

  1. ExcEsivo, o sea, cuando se les ama con idolatría, concediéndoles todo cuanto quieran ordenada o desordenadamente, satisfaciendo todos sus caprichos, no contradiciéndoles nunca en nada, etc., lo cual no es verdadero amor, sino gran equivocación e imprudencia, que labrará la ruina e infelicidad de los hijos.

  2. PARCIAL, o sea, amando a alguno de los hijos con preferencia injusta sobre los demás, suscitando la envidia y el malestar de estos últimos. Si alguno de los hijos merece especial amor por su bondad, servicios, etc., procuren los padres no demostrárselo excesivamente delante de los demás, para no excitar el odio y la discusión entre los hermanos.

4) Natural. La experiencia nos enseña que cada uno ama la obra de sus manos, y los mismos animales aman y defienden con ardor a sus propios hijos. Los padres no podrían dejar de amar a sus hijos con amor natural intensísimo sin renegar de su propia condición de tales.

5) Sobrenatural. Este amor natural ha de completarse con un profundo amor sobrenatural, porque sus hijos lo son también de Dios y están llamados a una felicidad inefable, sobrenatural y eterna. Los padres. harán efectivo este amor sobrenatural a sus hijos en la medida en que se hagan colaboradores del Dios Salvador en la santificación de sus hijos, como antes lo fueron del Dios Creador en su generación natural.

B) Atenderles convenientemente

Es otra de las obligaciones fundamentales de los padres, que vamos examinar en su doble aspecto corporal y espiritual.

a) Atención corporal

839. Como principio fundamental puede establecerse el siguiente :

El hijo, desde el momento mismo de la concepción, y, por consiguiente, desde antes de nacer, tiene derecho a recibir de sus padres los socorros de orden material que le permitan su pleno desarrollo físico.

La razón es porque desde el momento de la concepción comienza a ser persona humana, con todos los derechos naturales inherentes a la misma, el primero de los cuales es el derecho a la propia existencia física.

Este derecho primario y fundamental del hijo establece correlativamente deberes primarios y fundamentales en sus padres. He aquí los principales:

a) TRAERLE AL MUNDO. No hay ni puede haber razón alguna de tipo individual, familiar, eugénico o social que autorice jamás a cometer el crimen del aborto voluntario, ni siquiera el llamado terapéutico, o por indicación médica, para salvar la vida de la madre. Es un crimen repugnante (asesinato de un ser inocente e indefenso) que no se puede cometer jamás, bajo ningún pretexto. Hemos hablado de esto en otro lugar, adonde remitimos al lector (cf. n.564-65).

Por este capítulo, peca gravemente la madre embarazada que se pone en peligro de aborto con trabajos o esfuerzos físicos excesivos, saltos, largas caminatas, lavados de pies con agua muy fría o muy caliente, etc. Dígase lo mismo del marido que con sus malos tratos, golpes, uso desordenado del matrimonio, graves disgustos, etc., puede provocar en su esposa ese mismo efecto.

b) ALIMENTARLE. Esta obligación debe extenderse, al menos, hasta que el hijo pueda valerse por sí mismo, y, de ordinario, hasta su completa emancipación. En los primeros meses de su vida, este deber incumbe especialísimamente a la madre mediante la función santa y sublime de la lactancia de su propio hijo. El amor de la madre al hijo se fomenta con la lactancia mucho más que con la gestación y el parto. Escuchemos a un autor contemporáneo explicando este sacratísimo deber natural:

«El primer deber de la mujer es alimentar a su hijo con la leche de sus pechos y completar de este modo la obra de la gestación... El pequeño ser que la madre llevó en su seno durante nueve meses no se hace verdaderamente suyo, aun estando hecho de su carne y de su vida, más que después de haber mamado durante mucho tiempo la «sangre blanca» de que tan admirablemente nos hablaba Ambrosio Pareo; y el niño grandecito jamás se separa de su nodriza, a la que suele llamar su madre. Mater non quae genuit, sed quae lactavit (madre no es la que engendró, sino la que lactó).

3 Al menos en potencia, sI no se admite la teorfa de la infusión del alma en el momento mismo de la concepoión. La Iglesia, como es sabido, no ha querido dirimir con su autoridad suprema esta cuestión vivamente discutida entre teólogos y biólogos; pero ha manifestado claramente su preferencia al establecer en el Código canónico que se bauticen (en absoluto o bajo condición) .todos los fetos abortivos, cualquiera que sea el tiempo a que han sido alumbradoss (cn•747)

La lactancia lleva consigo grandes penalidades y sacrificios, esto lo sabe todo el mundo; pero se convierten, como los dolores del parto, en suaves e inefables alegrías. Es una carga ingrata, difícil, pero que siempre parecerá ligera a la mujer que ama a su hijo y quiere cumplir con los deberes de la maternidad. ¡Qué satisfacción tan íntima y profunda, a cambio de los raudales de leche, al obtener los besos y caricias del pequeñuelo! «La madre naturaleza (mejor: Dios, autor de ella)—dice delicadamente un autor antiguo—ha colocado las mamas a la altura de los miembros torácicos (y junto al corazón), a fin de que la madre pueda sostener y abrazar a su hijo al mismo tiempo que lo alimentan.

La lactancia materna es una obligación indicada por la naturaleza, prescrita por la moral y recomendada por la higiene. Es, en realidad, el último acto de la generación humana, su necesario complemento. Es tan favorable a la mujer como al niño y preserva de diversos accidentes: no debilita su temperamento; antes bien, lo tonifica. ¿Por qué, con estas ventajas, es la lactancia materna hoy día tan mal apreciada y preterida? ¿Por qué buscan tantas madres mil maneras de librarse de ella? ¿Por qué, una vez terminado el parto, se creen que también acabó la maternidad y descargan en personas extrañas, en la servidumbre, todos los cuidados que reclama su recién nacido hijo?

Habría que dar de esta deplorable costumbre, demasiado extendida entre la clase elevada, varias razones no muy halagüeñas. No se cría porque se quiere evitar toda sujeción penosa y constante; porque el mundo, el baile, el teatro, nos reclaman; porque la crianza destruye la juventud, la belleza; deforma el busto, etc.; pero se pretende, sobre todo, buscar excusas en razones más confesables, físicas o médicas».

No puede negarse, en efecto, que a veces es imposible a la madre lactar a su propio hijo. En estos casos de verdadera imposibilidad física o moral, es preferible recurrir a la lactancia artificial antes que entregarlo a una nodriza; porque esto último, aunque sea más sano desde el punto de vista fisiológico, envuelve un peligro para la vida psicológica del niño, que ama a su nodriza como si fuera su verdadera madre, y se corre el riesgo de que con el alimento reciba también el niño los primeros gérmenes viciosos. Si no puede encontrarse una nodriza de toda confianza y probidad moral, es preferible recurrir a la lactancia artificial; los inconvenientes higiénicos que afectan al cuerpo son de mucha menos monta que los morales, que pueden destrozar el alma.

c) ACOGERLE EN EL PROPIO HOGAR. Es evidente por el mismo derecho natural. Pero puede haber casos en que esto sea física o moralmente imposible (v.gr., por falta absoluta de recursos, por la grave infamia que se le seguiría a la madre soltera, etc.). En estos casos podría entregarse al hijo a unos padres adoptivos o ingresarlo en un establecimiento de beneficencia (orfelinatos, asilos, etc.), porque, aunque esto sea una desgracia, es menor que la de perecer en absoluto de hambre y de miseria. Ingresarle en el hospicio o inclusa por simple comodidad, para quedar libre de cargas o por otros motivos más inconfesables aún, constituiría en los padres un verdadero crimen contra sus hijos—por el peligro de infamia que se les sigue (ma nacidos)—y un verdadero pecado ante Dios.

d) SATISFACER SUS NECESIDADES CORPORALES. LOS socorros principales a que tiene derecho el hijo son: el alimento, el vestido, la habitación, los cuidados higiénicos, la asistencia médica en sus enfermedades, etc., o sea, todo lo necesario para su conservación y desarrollo normal.

b) Atención espiritual

840. Más importantes todavía que las atenciones corporales son las que se refieren directamente al alma y al desarrollo de la propia personalidad humana y cristiana. Presentan un triple aspecto, que dice relación a su formación intelectual, moral y religiosa.

1º. Formación intelectual. El niño tiene derecho al desarrollo de su inteligencia, que se obtendrá por una instrucción progresiva y adaptada a su capacidad y aptitudes naturales.

Esta instrucción ha de aportar un doble elemento:

a) DE CULTURA GENERAL, necesaria a todo hombre para desempeñar su papel de modo satisfactorio. Si en otras épocas el grado elemental de cultura que se consideraba suficiente abarcaba tan sólo el saber leer, escribir y contar, es preciso afirmar que ese mínimum es hoy del todo insuficiente. Las obligaciones que impone al ciudadano la época moderna son tales, que su cultura general debe desarrollarse de manera que pueda desentenderse de las propagandas ajenas y formarse un juicio personal sobre los principales acontecimientos de la Historia e interesarse en los descubrimientos principales de la ciencia y en las alegrías del progreso y de las artes.

b) DE CULTURA ESPECIAL, apropiada a la profesión escogida y necesaria a todo hombre para cumplir con competencia y gusto su misión, permitiéndole ganar honradamente el pan y crear un nuevo hogar en las debidas condiciones.

Estos dos aspectos de la instrucción no podrán realizarse enteramente en el seno mismo del hogar, sino con ayuda de las instituciones docentes. Pero no se pierda de vista que la responsabilidad principal recae sobre los padres y que las instituciones auxiliares no pueden reemplazar enteramente a la familia.

2º. Formación moral. El niño tiene derecho al desenvolvimiento de su voluntad libre, que se obtendrá por una educación moral adaptada y metódica.

Si a la instrucción incumbe la adquisición de conocimientos positivos, corresponde a la educación moral la formación del carácter. Hay que ayudar al niño a adquirir las virtudes fundamentales y más necesarias: el amor al bien y el odio al mal, así como a luchar contra sus propios defectos. Es preciso, en los primeros años sobre todo, acostumbrar al niño a portarse bien en todas partes, a practicar el bien aunque sea penoso y a huir del mal aunque sea seductor; a conseguir que predomine la razón sobre la pasión o el capricho y a crearse inclinaciones y hábitos virtuosos que le impulsen a practicar el bien espontáneamente y por propia iniciativa, aunque nadie le vigile ni castigue. Hasta que no se consiga esto, no pueden lisonjearse los padres de haber educado moralmente a su hijo.

A medida que vaya desarrollándose su personalidad moral, la educación deberá suavizar sus formas, y el muchacho desplegará con mayor libertad su propia iniciativa, siempre bajo el control inteligente y vigilancia amorosa de sus padres.

Esta educación del carácter es de importancia capital en la vida del niño y en su futura personalidad social. Por eso no podrían descuidarla los padres sin incurrir en una grave responsabilidad ante Dios y ante la misma patria.

3º. Formación religiosa. El niño tiene derecho al desenvolvimiento de su vida sobrenatural, que se obtendrá por la intimidad progresiva con Dios.

La vida divina, depositada en germen en el alma del niño por el sacramento del bautismo, necesita para expansionarse las luces de la fe, el ejercicio de la caridad y el apoyo de los sacramentos (Confirmación, Penitencia, Eucaristía). Esta formación sobrenatural es el complemento indispensable de la formación intelectual y moral, a fin de que el niño pueda, a todo lo largo de su vida terrestre, tender hacia su fin último y felicidad eterna.

En el seno mismo del hogar es donde deben darse, lo antes posible, las primeras enseñanzas religiosas. Es imposible que la fe del bautismo se deje aletargar o adormecer durante largo tiempo sin que se produzca fatalmente en el niño un aminoramiento de su sentido religioso Hay fibras religiosas que no vibrarán jamás si se dejan atrofiar en la infancia. Por eso la Iglesia, que sabe esto muy bien y que tiene derechos particularísimos a la formación religiosa de los niños incorporados a ella por el bautismo, pide a los padres que le confíen sus hijos (catequesis, colegios religiosos, etc.) para devolvérselos después más hombres y mejores cristianos.

Esta formación espiritual o religiosa ha de abarcar, para ser completa, seis puntos principales:

a) INSTRUCCIÓN RELIGIOSA. LOS padres están obligados gravemente a enseñar a sus hijos, por sí mismos o por medio de otros, la doctrina cristiana acerca de las cosas necesarias para la salvación, y las oraciones fundamentales que debe recitar todo cristiano. Esta enseñanza rudimentaria deberá ampliarse cada vez más a medida que el niño vaya desarrollándose.

b) PRÁCTICA DE LA VIDA CRISTIANA. Ante todo deben los padres bautizar cuanto antes a sus hijos—el mismo día de su nacimiento si es posible—, para que reciban en seguida la gracia de Dios y el germen de todas las virtudes infusas. Es un grave abuso diferir el bautismo por fútiles pretextos humanos o conveniencias sociales, y sería gravísimo pecado si el niño estuviera en peligro de morir sin él.

Apenas el niño vaya abriendo sus ojos a la realidad de la vida, deben sus padres infundirle el amor de Dios, a Jesús Niño, a la Virgen María, a la Iglesia, a los sacerdotes, a los pobres y necesitados.

Tienen que enseñarle a rezar las oraciones de la mañana y de la noche, a bendecir la mesa, a hacer la señal de la cruz al salir de casa, a besar la mano al sacerdote, a descubrirse al pasar por delante de una iglesia, etc.

Han de procurar que reciba en edad temprana—nunca después de los siete años—la primera comunión y, una vez recibida, que confiese y comulgue con frecuencia, haciéndolo devota y espontáneamente, sin coacción alguna por parte de nadie.

Exhórtenle con discreción y suavidad a que huya de las malas compañías, de las lecturas o espectáculos perniciosos, y a no dejarse seducir por los compañeros pervertidos que pueda encontrar en la escuela o en la calle.

Incúlquenle la práctica de las virtudes cristianas, sobre todo de las más adecuadas a su edad y condición: la piedad, obediencia, caridad, justicia, sinceridad, pureza, mansedumbre, etc.

c) BUEN EJEMPLO. Es importantísimo e insustituíbl. No olviden nunca los padres y educadores que olas palabras mueven, pero los ejemplos arrastran*. Un niño pequeño le decía en cierta ocasión a su hermanita: «Cuando seamos mayores, haremos como papá y mamá: tú irás a la iglesia a rezar, y yo al casino con los amigos» (histórico).

Eviten todo cuanto pueda escandalizar a los niños (conversaciones inconvenientes, riñas, imprecaciones, mentiras, etc.) y esfuércense en proporcionarles toda clase de buenos ejemplos: de piedad, honradez, mansedumbre, caridad, etc., etc. Es uno de los más graves deberes de los padres, del que tendrán que dar estrechísima cuenta a Dios.

d) VIGILANCIA. No en plan policíaco—sería contraproducente—, pero sí con habilidad y dulzura, para apartarles de los peligros que acechan por todas partes a sus almas, faltas de experiencia: compañeros, libros, escuelas, espectáculos, diversiones, amores prematuros, etc., etc., y fomentar en ellos el amor al trabajo, al estudio, a la diversión sana y honesta.

e) CORRECCIÓN. Las malas tendencias de la naturaleza humana, desviada por el pecado original, aparecerán bien pronto en el niño: rabietas, envidia, caprichos, egoísmo precoz, etc., etc. Es menester enderezar esas tendencias con una ortopedia espiritual firme y severa que le obligue a crecer rectamente. Más tarde hay que corregir al adolescente y al joven, no con aspereza y pasión, pero sí con la suficiente firmeza y energía para no permitir que se extravíe por los caminos del vicio y del pecado.

f) CASTIGO. Será inevitable a pesar de todo. Es moralmente imposible que el niño, el adolescente o el joven no incurran jamás en alguna falta que exija una reparación vindicativa. En gravísimo error incurrirían sus padres si dejaran impunes tales fallos, que pueden destrozar la vida y el porvenir de sus hijos. La Sagrada Escritura está llena de expresiones como éstas:

«Odia a su hijo el que da paz a la vara; el que le ama se apresura a corregirle» (Prov. 13, 24).

«No ahorres a tu hijo la corrección, que porque le castigues con la vara no morirá. Hiriéndole con la vara, librarás su alma del sepulcro» (Prov. 23, 13-14).

Sin embargo, el castigo, para ser educador y eficaz, ha de ser siempre oportuno, escogiendo el momento más propicio para imponerlo; justo, sin exceder jamás los límites de lo equitativo y razonable; prudente y moderado, sin dejarse llevar de la ira o la pasión; carifioso en la forma y procedimiento, para que el niño comprenda que se le impone por su bien. Es, en definitiva, lo que San Pablo inculca cuando escribe a los padres:

«Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor* (Eph. 6,4).

«Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, para que no se hagan pusilánimes* (Col. 3,21).

841. Escolio. Sobre la escuela católica. Gravísimo deber de los padres es el de procurar a sus hijos una cristiana educación (cn.1372). Este deber lleva consigo la obligación:

a) De no enviarles jamás, bajo ningún pretexto, a una escuela anticatólica, en la que se ataque la religión verdadera o se propague una religión falsa, por el gravísimo peligro de perversión y apostasía.

b) De no enviarles tampoco a una escuela neutra o laica, en la que jamás se les hable de religión; tanto más cuanto que, como dice Pío XI, «sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas declaradas de la religión* (D 2219), como ocurrió en España en tiempos de la república.

c) De no enviarles tampoco a las escuelas mixtas en las que se dé instrucción indistintamente a niños católicos y no católicos, porque ofrecen casi los mismos inconvenientes de las anteriores. El hecho de que nunca se les hable de religión es ya un gran peligro para los niños, que pueden pensar que la religión es una cosa sin trascendencia social, apta únicamente para ser practicada en privado o en el seno de la familia.

Si en algún caso—que actualmente no se da en España—fuera inevitable tener que enviar a un niño a una escuela laica o mixta, corresponde al propio obispo diocesano determinar «en qué circunstancias y con qué cautelas, para evitar el peligro de perversión, se puede tolerar la asistencia a dichas escuelas* (cn.1374). Estas normas episcopales obligarían en conciencia, gravísimamente, a los padres o a los que hagan sus veces.

C) Procurarles un porvenir humano

842. Los padres tienen, finalmente, la obligación grave de preparar a sus hijos un porvenir humano digno y decoroso, dentro de su esfera y categoría social. Este deber debe traducirse principalmente :

a) EN EL LEGITIMO INCREMENTO DEL PATRIMONIO FAMILIAR, que habrá de constituir la herencia de los hijos, ya que, como dice San Pablo, no son los hijos los que deben atesorar para los padres, sino los padres para los hijos (2 Cor. 12,14). Por lo mismo, pecan gravemente los padres que dilapidan su fortuna en vicios, lujos excesivos, negligencia culpable en los negocios, etc., con perjuicio del porvenir y bienestar humano de sus hijos.

b) EN DARLES OFICIO O CARRERA según sus posibilidades económicas y condición social. Por lo general, conviene que los jóvenes campesinos continúen el trabajo de sus padres en el campo, mejorando la técnica y los procedimientos de cultivo, pero sin ceder al atractivo y seducción de la ciudad, llena de tantos peligros. Los artesanos, fabricantes, industriales, etc., prestarán un servicio excelente a la patria y al bien común haciendo que sus hijos perfeccionen el negocio de sus padres y aumenten la producción, sin dejarse arrastrar por la necia vanidad de «estudiar una carrera*, que está creando un conflicto de inflación universitaria poco menos que insoluble. Y los mismos jóvenes pertenecientes a las clases acomodadas harían bien en escoger profesiones técnicas y especializadas, a menos de que una verdadera y auténtica vocación intelectual les empuje hacia la Universidad.

c) EN RESPETAR SU LIBERTAD OMNíMODA EN LA ELECCIÓN DE ESTADO. Es uno de los deberes más sagrados de los padres. Pueden y deben aconsejar a sus hijos en este gravísimo asunto, sobre todo cuando, seducidos por la efímera belleza corporal o por razones materialistas de fortuna, apellido, etc., tratan de contraer matrimonio con una persona que habrá de labrar su infortunio y desdicha irreparable. Pero cuando Dios concede a una familia el honor incomparable de llamar a uno de los hijos a la dignidad sacerdotal o al estado religioso, los padres tienen la gravísima obligación de no estorbar los planes divinos, y se exponen, de lo contrario, a comprometer seriamente su propia salvación eterna, además de la de sus hijos He aquí unas palabras llenas de serenidad y prudencia de un insigne cardenal español:

«¿Cuáles son los derechos de los padres en la cuestión de la vocación? Pobres padres! Os quieren como a su propia vida. Os han traído al mundo; os han criado entre mil cuidados; os contemplan con embeleso ostentando la belleza de los años juveniles, abierto el pecho a las espefanzas más risueñas. Y una bella mañana, a medio decir—porque sabéis vais a causarles profundo disgusto. les hacéis comprender que Dios os llama y que queréis abrazar la vida religiosa.

Yo comprendo que los padres, en aquellos momentos, cegados como están por el amor que os tienen, sientan en su corazón la terrible estrechez que causan las graves congojas, y si no os dan una negativa redonda, respondan con evasivas y dilaciones que no harán sino agravar este problema que el amor humano, a veces el egoísmo humano, plantea en muchas familias.

Pues bien, con toda la reverencia que vuestros padres me inspiran, digo que ellos no son jueces en materia de la vocación de sus hijos, porque pueden ser parciales, y lo son en muchos casos. Ya hemos expuesto el ámbito del derecho de los padres y los límites de la patria potestad. No tienen ellos jurisdicción sobre vuestras almas, que no son suyas, sino de Dios, que os las dió y os llama para sí. Más: se exponen a pecar gravemente si impiden vuestra entrada en la vida religiosa (o en el seminario), como dice el concilio de Trento. Una vez os hayan sujetado a pruebas, no según su capricho, sino según la prudencia cristiana aconseje, si resulta que vuestra vocación es clara, deben daros el sí que de ellos solicitáis.

¿No os lo dan para el matrimonio, que es cosa buena? ¿Por qué no para la religión, que es cosa mejor? ¿No os lo darían para lograr una fortuna? ¿Qué mayor fortuna que ser escogido por Dios para una vida de perfección? ¿Alegan ellos que os perderán, que tendrán que separarse de vosotros, que vais a entrar en una vida de privaciones? A los buenos padres solamente les. diré: contad el número de criaturas felices en el matrimonio y contad las. que halléis en los claustros, hospitales y casas de educación. Sacad la pro-porción y fallad en justicia dónde se halla la felicidad verdadera. Y no la neguéis o regateéis a vuestros hijos e hijas" (CARDENAL Gozad, La familia c.9, p.326-328 (4ª ed., Barcelona 1942).

En todo caso no olviden los padres que el asunto de la vocación es un negocio estrictamente personal de los hijos, que, por derecho natural y divino, está colocado completamente al margen de su potestad paterna. Pueden y deben los hijos pedirles consejo, sobre todo para contraer matrimonio. Pero si les niegan obstinadamente su consentimiento para consagrarse totalmente a Dios en el estado sacerdotal o religioso, pueden siempre—y deberán de ordinario—abandonar sin permiso la casa paterna y seguir el llamamiento de Dios contra la voluntad de sus padres. Así lo hicieron muchos santos canonizados por la Iglesia, entre los cuales figura nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús.

843. Escolio: Sobre los hijos ilegítimos. La moral laica y anticatólica ha hecho siempre una gran campaña para explotar la compasión hacia los hijos del pecado, equiparándolos en todo a los legítimos y achacando a la Iglesia haber lanzado contra ellos, como un estigma, la desgracia de su origen turbio.

No hay que decir cuán falsa y perniciosa es esta actitud y cuán vil la calumnia lanzada contra la Iglesia, que lleva su benevolencia y compasión hacia estos pobres desgraciados admitiendo su legitimación, legislando sobre ella (cn.1116) y equiparándolos a los legítimos para los efectos canónicos (cn.111 7), excepto en contadísimas excepciones.

El hijo ilegítimo no tiene la culpa de su desgraciada situación, pero la tienen sus padres, y él carga con las consecuencias; como el que nace en una familia pobre no tiene la culpa, pero es pobre.

Los padres tienen obligación de alimentar a sus hijos ilegítimos, en la forma que hemos indicado ya en otro lugar (cf. n.782), y no pueden ingresarlos en el hospicio o inclusa a no ser por falta absoluta de recursos o para evitar la infamia de la madre soltera que no pueda contraer matrimonio con el padre culpable (v.gr., por estar ya casado). Si se trata de padres solteros, el mejor modo de reparar su pecado es contrayendo matrimonio para legitimar al hijo.

Está claro que los hijos ilegítimos no tienen derecho a la misma posición social y a la herencia de los hijos legítimos. Sería una injusticia contra estos últimos obligarles a compartir su legítimo derecho a la herencia con un intruso introducido en su casa por una puerta falsa. Esto, envuelve a primera vista cierta crueldad para con el pobre ilegítimo, que no tiene ninguna culpa de su desgraciada situación; pero sería un verdadero escándalo y un manifiesto abuso que se le equiparara en todo a los hijos legítimos como si nada hubiera pasado. De aquí se desprende la monstruosidad del crimen cometido por los padres, pues la pobre víctima inocente tiene que cargar con la afrenta y las consecuencias del pecado cometido por ellos.

ARTICULO III
Los hijos

844. Derechos y deberes. Correlativos a los deberes y derechos de los padres existen los derechos y deberes de los hijos.

Los principales deberes de los hijos para con sus padres son cuatro. Tres de suyo o per se: amor, reverencia o respeto y obediencia; y uno circunstancialmente o per accidens: ayuda material cuando la necesiten.

Estos servicios son debidos a los padres, respectivamente, por razón de habernos dado el ser, por su preeminencia, por su régimen y por razón de la necesidad. El primero es un deber de amor natural y de caridad; el segundo y el tercero corresponden formalmente a la virtud de la piedad; el cuarto recoge todos los motivos y fundamentos anteriores.

Vamos a examinar cada uno de estos deberes en particular.

A) Amor

845. Los hijos tienen obligación de amar a sus padres con el máximo amor después del que corresponde a Dios, porque a ellos les deben la propia existencia, que es el bien que fundamenta y hace posibles todos los demás bienes. Por eso, como ya dijimos al hablar del orden de la caridad (cf. n.521, 5ª) en caso de necesidad extrema, los padres deben ser antepuestos a todos, incluso a la propia esposa y a los propios hijos.

,Este amor ha de ser afectivo o interno, deseándoles toda clase de bienes y pidiendo a Dios por ellos, y efectivo o externo, manifestándoselo con la palabra y con los hechos; v.gr., hablándoles afectuosamente, consolándoles en sus tribulaciones, defendiéndolos contra los que les persiguen, etc.

La Sagrada Escritura está llena de exhortaciones hermosísimas a la práctica de este gran deber filial. He aquí un texto precioso del Eclesiástico:

«De todo corazón honra a tu padre y no olvides los dolores de tu madre. Acuérdate de que les debes la vida. ¿Cómo podrás pagarles lo que han hecho por ti?» (Eccli. 7,29-30).

Aplicaciones. Pecan gravemente los hijos:

a) POR FALTA DE AMOR INTERNO: Si les tienen odio o les desprecian interiormente; si les desean la muerte para vivir más libremente, heredar sus bienes, etc. (pecado gravísimo); si son tan desalmados que se gozan en sus adversidades o se entristecen en sus prosperidades; si nunca rezan por ellos; si no se preocupan de que reciban a tiempo los últimos sacramentos (gravísimo pecado); si no les aplican sufragios, o demasiado escasos, después de su muerte.

b) POR FALTA DE AMOR EXTERNO: Si les tratan con dureza, les injurian gravemente de palabra o llegan al extremo de poner las manos sobre ellos (gravísimo pecado); si no les atienden en sus necesidades o les niegan el saludo o la palabra; si no les visitan cuando están enfermos; si les contristan hasta hacerles derramar lágrimas, principalmente si esto obedece a la mala conducta de los hijos, que no estudian o trabajan lo debido, o se entregan a vicios y pecados, o se juntan con malas compañías, o regresan a casa muy tarde, etc., etc.

En la Antigua Ley se castigaban severísimamente algunos de estos pecados. He aquí algunas de aquellas disposiciones:

«El que maldijere a su padre o a su madre será muerto» (Ex. 21,17). «Maldito quien deshonre a su padre o a su madre. Y todo el pueblo responderá: Amén» (Deut. 27,16).

«Al que escarnece a su padre y pisotea el respeto de su madre, cuervos del valle le saquen los ojos y devórenle aguiluchos» (Prov. 30,17).

Aunque la Nueva Ley ha suprimido estos castigos temporales, es indudable que continúa en toda su fuerza y vigor la gravedad del pecado que se comete contra los padres.

B) Reverencia o respeto

846. Constituye la materia preceptuada expresamente en el cuarto mandamiento del decálogo (Ex. 20,12).

La reverencia o respeto debido a los padres ha de ser también interna y externa.

  1. INTERNAMENTE se ha de reconocer y aceptar la dignidad superior de los padres, su excelencia preeminente con relación a los hijos y su autoridad indiscutible sobre ellos, recibida del mismo Dios a través del orden natural.

  2. EXTERNAMENTE ha de manifestárseles esta reverencia con palabras, signos y hechos.

La Sagrada Escritura inculca insistentemente este sagrado deber filial. He aquí una página hermosísima del Eclesiástico:

«El que honra al padre expía sus pecados, y como el que atesora es el que honra a su madre.

El que honra a su padre se regocijará en sus hijos y será escuchado en el día de su oración.

El que honra a su padre tendrá larga vida. Y el que obedece al Señor es consuelo de su madre.

El que teme al Señor honra a su padre y sirve como a señores a los que le engendraron.

De obra y de palabra honra a tu padre, para que venga sobre ti su bendición. Porque bendición de padre afianza la casa del hijo, y maldición de madre la destruye desde sus cimientos» (Eccli. 3,4-11).

Aplicaciones. Pecan gravemente contra la reverencia filial:

a) CoN LAS PALABRAS: los hijos que maldicen a sus padres, o hablan mal de ellos, o les echan en cara sus defectos (sobre todo delante de personas extrañas), o les insultan descaradamente, o les provocan a gran indignación o grave ira, etc. Ténganse en cuenta, sin embargo, las circunstancias particulares, ya que una misma expresión, que sería grave injuria entre personas de refinada educación, quizá no tenga importancia entre gente plebeya y soez.

b) CON LOS SIGNOS: Si se burlan de sus padres con risas, gestos, etc., que supongan grave desprecio; si los miran con ojos torvos o indignados; si se avergüenzan de ellos por su pobreza y no les permiten presentarse en público como padres, o no les reconocen como tales si se presentan (gravísimo pecado), a no ser que en circunstancias muy especiales hubiera grave causa para ello y se hiciera sin desprecio y de acuerdo con ellos mismos.

c) CON LOS HECHOS: Si levantan la mano sobre ellos o cogen un palo en actitud amenazadora, aunque no tengan intención de pegarles; si los arrojan de casa (pecado gravísimo); si les niegan el saludo o la palabra, etc.

C) Obediencia

847. Los hijos están obligados a obedecer a sus padres en todo lo que éstos pueden lícitamente mandarles, al menos mientras permanezcan bajo la patria potestad, ya que a los padres corresponde el gobierno de la casa y la educación de los hijos. En general, los padres mandan lícitamente cuando sus órdenes son conformes a las exigencias de la moral cristiana y contribuyen al orden de la casa o a la educación de los hijos.

Este deber de obediencia a los padres se funda en su condición de colaboradores de Dios en la generación y educación de los hijos y en las graves responsabilidades que ello supone.

San Pablo inculca a los hijos insistentemente el deber de la obediencia: «Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque es justo» (Eph. 6,i).

«Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor» (Col. 3,20).

Sin embargo, este deber de la obediencia a los padres no es absoluto u omnímodo, como lo son el amor y el respeto que se les deben. La obediencia tiene sus limitaciones. He aquí las fundamentales:

a) EN CUANTO A LA MATERIA. LOS padres no tienen jurisdicción ni autoridad alguna sobre la moral cristiana, y, en consecuencia, los hijos pueden y deben negarse a obedecerles cuando les manden alguna cosa contraria a ella (v.gr., robar, mentir, vengarse, omitir la misa en domingo, asistir a un espectáculo inmoral, etc.). En estos casos «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act. 4,19).

Aun manteniéndose dentro de sus legítimas atribuciones, sólo hay obligación grave de obedecer cuando se reúnan estas dos condiciones: a) que los padres manden seria o formalmente, no a modo de simple deseo o exhortación; y b) que se trate de materia grave. Es difícil precisar cuándo la materia preceptuada es realmente grave; pero, en general, se considera como tal aquella cuyo incumplimiento traería grave trastorno a la familia o a la educación del hijo. Y así peca gravemente el hijo que no obedece a sus padres cuando le prohiben asistir a espectáculos inmorales, juntarse con malas compañías, entregarse a la embriaguez o a la crápula, etc., o le imponen la obligación de estudiar una carrera o aprender un oficio; si por propia negligencia suele salir suspenso en sus exámenes con pérdida de tiempo y gastos inútiles; si huye de casa sin grave causa (como la habría, v.gr., para ingresar en un monasterio cuando los padres se oponen ilegítimamente a la vocación) o contrae matrimonio con persona manifiestamente indigna, que sea una deshonra para la familia.

En general, las desobediencias ordinarias en materia de poca monta no suelen pasar de pecado venial.

b) EN CUANTO A LA DURACIÓN. El deber del amor y reverencia a los padres no termina jamás; pero el de la obediencia se extingue con la patria potestad, o sea, al emanciparse el hijo por la mayor edad o al tomar estado. Sin embargo, mientras el hijo mayor de edad permanezca bajo el techo pa-terno, está obligado a seguir obedeciendo, al menos en las cosas que tocan al régimen de vida de la familia (horas de comida, de retirarse, etc.). Un buen hijo se esforzará, no obstante, en obedecer siempre a sus padres en aquellas cosas que sean compatibles con su emancipación o nuevo estado.

c) EN LO RELATIVO A LA ELECCIÓN DE ESTADO. COMO ya hemos dicho al hablar de los derechos y deberes de los padres, en lo tocante a la elección de estado los hijos no tienen obligación alguna de obedecer a sus padres, aunque sí de pedirles consejo y parecer. La razón es porque en las cosas relativas a la conservación del individuo y de la especie todos los seres humanos son iguales, sin que haya superior ni inferior. Todos pueden disponer de su propia vida como les plazca, sin más limitaciones que la ley de Dios y el cumplimiento de su divina voluntad. La vocación a un estado particular de vida (matrimonio, sacerdocio, vida religiosa, celibato) es un acto de la Providencia divina, que trasciende y sobrepasa la autoridad de los padres. Podría darse el caso, sin embargo, de que el hijo pecara gravemente desoyendo el consejo de sus padres, cuando éstos le aconsejen recta e imparcialmente sobre la no conveniencia de contraer matrimonio con una determinada persona verdaderamente indigna. Otra cosa sería si este consejo se lo dieran por puro capricho o con miras egoístas, sin fundamento objetivo alguno.

En cuanto al hijo que desea ingresar en religión o abrazar el estado sacerdotal, puede hacerlo libremente aun contra la voluntad irracional y anticristiana de sus padres. Pero debería permanecer en el hogar, al menos hasta que las circunstancias variaran, si su ausencia colocara a sus padres en grave necesidad de la que no pudieran salir sino con el trabajo y cuidado del hijo. No son suficientes, desde luego, las razones puramente sentimentales de cariño, ancianidad, etc., si otros hermanos o parientes pueden suplir en lo substancial al hijo o hija que se consagra a Dios. No olviden padres e hijos la sentencia terminante de Cristo en el Evangelio: El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mf, no es digno de mí (Mt. 10,37).

D) Ayuda material

848. Puede ocurrir que, así como en los años de su infancia los hijos no pueden valerse por sí mismos sin ayuda de sus padres, en los días de su ancianidad no puedan los padres valerse a sí mismos sin la ayuda de sus hijos. En estos casos es muy justo y puesto en razón que los hijos—incluso los casados o emancipados—socorran a sus padres en todo cuanto hayan menester. El deber de atender a los padres en estos casos obliga gravemente a los hijos no sólo por piedad y caridad, sino por una exigencia indeclinable de la misma'ley natural.

La Sagrada Escritura intima de manera emocionante este deber de atender a los padres ancianos:

"Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida.
Si llega a perder la razón, muéstrate con él indulgente y no le afrentes porque estés tú en la plenitud de tu fuerza; que la piedad con el padre no será echada en olvido. Y en vez del castigo por los pecados, tendrás prosperidad. En el día de la tribulación, el Señor se acordará de ti, y como se derrite el hielo en día templado, así se derretirán tus pecados.
Como un blasfemo es quien abandona a su padre, y será maldito del Señor quien irrita a su madre» (Eccli. 3,14-18).

Este deber natural es de tal magnitud y gravedad, que, como ya hemos indicado en el número anterior, el hijo o la hija deberían suspender temporal-mente su misma entrada en religión si sus servicios o trabajos fueran el único medio posible de atender a sus padres necesitados. Santo Tomás explica este punto con su lucidez habitual, distinguiendo entre la conducta del hijo antes y después de su ingreso en religión. He aquí sus palabras:

*Hemos de distinguir un doble caso: el de aquel que está todavía en el siglo y el de quien ha profesado ya en la religión.

El que está aún en el siglo, si sus padres necesitan su ayuda para vivir, no debe abandonarlos y entrar en religión, pues quebrantaría el precepto de honrar a los padres. Hay quienes dicen que aun en este caso podría lícita-mente abandonar a sus padres, encomendando a Dios su cuidado. Pero, si se piensa rectamente, esto sería tentar a Dios, pues, teniendo medios humanos de socorrerles, los expone a un peligro cierto bajo la esperanza del auxilio divino.

Si, por el contrario, sus padres pueden vivir sin él, le es lícito entonces abandonarlos para entrar en religión. Porque los hijos no están obligados a sustentar a los padres a no ser en caso de necesidad, como se ha dicho ya.

El que ha profesado ya en la religión se considera como muerto al mundo. Por lo tanto, no debe para sustentar a sus padres abandonar el claustro, en el que está como sepultado para Cristo, y mezclarse de nuevo en los negocios del siglo. Está, sin embargo, obligado, salvando siempre la obediencia al superior y su condición de religioso, a esforzarse piadosamente para encontrar un medio por el que sus padres sean socorridos» (II-II.101,4 ad 4).

ARTICULO IV
Los hermanos

849. 1. La fraternidad. Frater, «hermano», equivale a fere alter, «casi otro», una como prolongación de nosotros mismos. La verdadera fraternidad fusiona los corazones en uno solo, así como los cuerpos proceden de una misma carne común. Es carne nuestra, dijo Judá a sus hermanos, para disuadirles de matar a su hermano José (Gen. 37,27). Y el magnífico salmo de la fraternidad (el 132) empieza a cantar las bellezas y encantos de la misma con estas pa-labras: ¡Ved cuán bueno y deleitoso es habitar en uno los hermanos!

Pero, si nada hay más dulce y entrañable que la verdadera fraternidad, nada hay más terrible y devastador como el odio y la rivalidad entre los hermanos.

Recuérdense los nombres de Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos: su historia se repite y se repetirá hasta el fin de los siglos. Cuando los celos, la ambición o la ira logran romper la unidad afectiva entre los hermanos, con frecuencia no es sólo una familia la que queda destrozada: a veces es todo un pueblo y toda una civilización. ¿A qué ce debieron, si no, los desastres de mil guerras de sucesión?

Escuchemos al cardenal Gomá en unos párrafos admirables:

«Hay, pues, en el espíritu de fraternidad una fuerza imponderable en orden a la grandeza de la familia y de la sociedad.
Es, ante todo, el amor fraternal el más firme baluarte del espíritu de familia. Los padres han hecho a sus hijos depositarios del patrimonio de tradiciones, costumbres, ejemplos, ideas y sentimientos de su casa. Acaba-da su obra, desaparecen. Si los hijos, con la solidaridad de su sangre, saben conservarse en la solidaridad espiritual, la obra de los padres se perpetúa en ellos y por ellos; si la discordia rompe la comunión espiritual de los hermanos, derrámase, como el licor cuando se quiebra el vaso, el contenido espiritual de una familia. El salmista nos habla del bálsamo que cayendo de la cabeza de Aarón empapa y aromatiza todas sus vestiduras. Aarón es el padre; el bálsamo, el amor paterno, y con él todo el espíritu tradicional que la paternidad importa; las vestiduras son los hijos; desgarradas ellas, no participan de la suavidad penetrante del aroma de familia; ni «el rocío que cae sobre el monte Hermón», siguiendo la metáfora del salmista, «baja a fecundar los collados de Sión».
La unión de los hermanos es la fuerza de la casa y su propia fuerza; a veces puede ser la fuerza de una raza o nación. La fuerza de Israel estriba en la solidaridad de las doce tribus, y cada una de éstas descansa en la robustez de uno de los doce hermanos, hijos de Jacob. Cuando moría el emperador Severo, les decía a sus dos hijos Marco Antonio y Geta: «Amaos y compenetraos vosotros dos, y ya no deberéis temer a los demás*. «Dos hermanos unidos, decía un filósofo, son más fuertes que cualquier muralla»... Si los hermanos son tales por la sangre y por el amor, inútilmente buscarán en otros fuerza igual a la que pueden mutuamente prestarse».

Y a continuación añade el insigne purpurado el siguiente párrafo, describiendo la naturaleza del amor fraternal:

«Es inconfundible el amor de los hermanos. Es más reposado que el de los esposos; más igual y nivelado que el que padres e hijos se profesan mutuamente; más dulce, lleno y desinteresado que el de simple amistad. El amor de verdaderos hermanos tiene como caracteres específicos la intimidad, la confianza, la efusión, la serenidad, la libertad; pero en él hallaríamos algo de los demás fuertes amores, que no en vano nacieron los hermanos del mismo abrazo conyugal y crecieron juntos en la misma atmósfera de los amo-res del padre y de la madre. Sin duda por esta plenitud y suavidad del amor fraterno, los buenos hermanos guardan en lo más sagrado de su pecho el recuerdo de los días felices de familia, y se buscan, hasta viejos, en los caminos de la vida para remozarse en los antiguos recuerdos, quizá para contarse nuevas historias que celarán al esposo, al hijo, al amigo, o para decir sus cuitas o pedir consejo en lo que a nadie en el mundo confiarán sino al hermano o a la hermana" (CARDENAL GOMA, La familia c.8 p.299-301).

850. 2. Deberes entre los hermanos. En virtud del vínculo natural indestructible y de las exigencias de la piedad y caridad fraterna, los hermanos se deben mutuamente cariño, unión, edificación y ayuda.

Aplicaciones. Pecan de suyo gravemente:

1o Los hermanos que odian interiormente a sus hermanos o se lo manifiestan exteriormente negándoles el saludo, la palabra, etc. Además del pecado contra la fraternidad, se añade casi siempre el de grave escándalo para los demás.

2º. Los que por cuestiones de herencia, testamentos, particiones, negocios, etc., tienen graves riñas o altercados con escándalo de los vecinos, aun-que no lleguen a odiarse interiormente.

3º. Los que no se ayudan en sus necesidades materiales, pudiéndolo hacer, o son para sus hermanos, con su depravada conducta, motivo de escándalo, de infamias o de ruina espiritual.

851. Escolio: Los demás parientes. La virtud de la piedad, lo mismo que el recto orden de la caridad, lleva consigo exigencias de amor, reverencia y ayuda a los restantes miembros de la familia natural y cristiana en el grado, medida y proporción de su proximidad al tronco común. Hay obligación especial de amar a los abuelos, tíos, primos, sobrinos, etc., con preferencia a las personas extrañas en igualdad de condiciones y en bienes del mismo orden.

ARTICULO V
La servidumbre

Aunque la servidumbre no forma parte de la familia propiamente dicha, constituye, sin embargo, su complemento natural, muchas ve-ces absolutamente indispensable. Por eso, la sociedad henil, o sea, la que se establece entre amos y criados, fué siempre considerada por la teología clásica como uno de los tres aspectos de la sociedad doméstica al lado de la conyugal y parental. Los siervos o criados eran algo «de la casa", una como prolongación natural de la familia misma.

Por desgracia, la descristianización progresiva y el espíritu de rebeldía e independencia que caracteriza a la época moderna ha enfriado considerablemente las relaciones familiares entre amos y criados, transformando a estos últimos en meros ayudantes asalariados que se limitan a prestar un servicio y a percibir un jornal, sin que se establezcan entre él y sus señores los dulces vínculos afectivos que tan venerable y patriarcal hicieron en otras épocas la organización familiar cristiana. Al caer de la tarde, la gran familia cristiana—abuelos, padres, hijos y sirvientes—solía reunirse junto al fuego para rezar el santo rosario, la plegaria familiar por excelencia. En aquellos hogares todos se amaban y respetaban mutuamente, se bendecía a Dios y se comía el pan con reverencia. Se han perdido ya, quizá para siempre, estas dulces y entrañables tradiciones.

Como quiera que sea, vamos a exponer someramente los deberes mutuos entre amos y criados.

A) Deberes de los amos

852. Los principales deberes de los amos para con sus criados o domésticos son tres:

1º. Tratarles benignamente, o sea hablándoles con humanidad y dulzura, proporcionándoles los bienes y alimentos necesarios, no abrumándoles con trabajos excesivos, atendiéndoles caritativamente en sus enfermedades, etc.

Todo esto son exigencias elementales de la ley natural, que han sido sancionadas, además, por la Sagrada Escritura y por el código fundamental de la Iglesia. He aquí algunos textos hermosísimos:

*Si tienes un siervo, trátale como a ti mismo; es para ti tan necesario como tú mismo. Si tienes un siervo, trátale como a ti mismo, no te enfurezcas contra tu propia sangre. Si le maltratas y maldiciéndote huye, ¿por qué camino le buscarás?» (Eccli. 33,31-32).

«Y vosotros, amos, haced lo mismo con ellos, dejándoos de amenazas, considerando que en los cielos está su Señor y el vuestro y que no hay en El acepción de personas» (Eph. 6,9).

«... ni imponerles trabajos superiores a sus fuerzas o de tal naturaleza que desdigan de su edad y sexo» (cn.1524).

Contra este sacratísimo deber pecan los amos que tratan ásperamente a sus criados, les insultan de palabra o de obra (gravísimo pecado), les abruman con trabajos excesivos, o ponen en peligro su salud, o no les atienden en sus enfermedades, etc., etc.

2º. Instruirles y corregirles, sobre todo si se trata de menores de edad cuyos padres se los han confiado con el pacto implícito o al menos con el legítimo deseo de que sus amos completen su conveniente instrucción y educación. Pero proporcionalmente urge esta obligación incluso para con los mayores, porque el amo es como la cabeza y el superior de todos sus siervos, con todos los derechos y deberes inherentes a ese cargo director, que es de suyo gravísimo. Por eso dice severamente San Pablo que, si alguno no mira por los suyos, sobre todo por los de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel (1 Tim. 5,8).

Pecan contra este grave deber los amos:

a) Que no conceden a sus criados u obreros el tiempo necesario para cumplir sus obligaciones religiosas; v.gr., la misa dominical, recepción de sacramentos, asistencia al sermón o catequesis, etc. (cf. cn.1335 y 1524).

b) Que no corrigen prudente y caritativamente a sus criados irreligiosos, blasfemos, mal hablados, escandalosos, etc. Si después de repetidas y serias advertencias no se corrigen, deben ser despedidos de casa para que no contagien a los hijos o a sus compañeros de trabajo.

c) Que proporcionan o permiten a sus domésticos Ocasiones próximas de pecado; v.gr., por no establecer la debida separación entre los dos sexos, sobre todo en cuanto a las habitaciones a ellos reservadas.

d) Que les dan malos ejemplos, sobre todo si les provocan o solicitan directamente al pecado (gravísimo pecado, por el escándalo y abuso de autoridad).

No olviden jamás los amos que, como enseña claramente la experiencia, el siervo impío e irreligioso que descuida sus deberes y obligaciones para con Dios, descuidará también y traicionará, cuando se le presente el caso, los deberes y obligaciones para con su amo.

3º. Pagarles el debido salario, no sólo en virtud de la piedad o de la caridad, sino por exigencias de la justicia o equidad natural, para establecer la debida igualdad entre el servicio prestado y la recompensa ganada o merecida. La defraudación del salario, o su injusta dilación sin causa justificada, es uno de los pecados que «claman al cielo», según los conocidos textos de la Sagrada Escritura:

«Dale cada día su salario, sin dejar pasar sobre esta deuda la puesta del sol, porque es pobre y lo necesita. De otro modo, clamaría a Yavé contra ti, y tú cargarías con un pecado» (Deut. 24,15).

«El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (Iac. 5,4)

El Código civil regula los deberes mutuos entre amos y criados en lo referente a despidos y salarios.

B) Deberes de los criados

853. Correlativamente a los derechos de sus amos, los deberes de los sirvientes o criados son tres: reverencia, obediencia y fidelidad.

1° Reverencia. Es una exigencia de la virtud de la observancia, que hemos examinado más arriba, y cuyo objeto es precisamente rendir culto y honor a las personas constitufdas en dignidad, como son los amos con relación a sus criados. Lo dice expresamente San Pablo:

«Los siervos que están bajo el yugo de la servidumbre, tengan a sus amos por acreedores a todo honor, para que no sea deshonrado el nombre de Dios ni de su doctrina» (1 Tim. 6,1).

Pecan contra este deber los criados que se burlan o desprecian a sus amos, o les hablan con altanería, o hablan mal de ellos, o toman una actitud insolente contra ellos, etc.

2º. Obediencia y sumisión, al menos en lo que toca a las cosas pertenecientes al servicio y aun—sobre todo si son menores de edad—en lo tocante a su instrucción y educación. Lo inculcan repetidamente los apóstoles San Pedro y San Pablo, interpretando los deseos del Señor:

*Los siervos estén con todo temor sujetos a sus amos, no sólo a los bondadosos y humanos, sino también a los rigurosos. Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas* (1 Petr. 2,18-19).

*Siervos, obedeced a vuestros amos según la carne, como a Cristo, con temor y temblor, en la sencillez de vuestro corazón; no sirviendo al ojo; como buscando agradar al hombre, sino como siervos de Cristo, que cum.•-plen de corazón la voluntad de Dios; sirviendo con buena voluntad, como quien sirve al Señor y no a hombre; considerando que a cada uno le retribuirá el Señor lo bueno que hiciere, tanto si es siervo como si es libre* (Eph. 6,5-8).

Este deber de obediencia lo impone a los siervos no sólo la piedad, sino la justicia estricta, porque se les recibe en la familia bajo este compromiso y obligación.

Pecan, por consiguiente, contra este deber, más o menos gravemente según los casos, los siervos que murmuran de sus amos, o no hacen lo que les mandan, o pierden el tiempo inútilmente, o trabajan menos de lo que deben, etc., etc.

3º. Fidelidad en su servicio, exigida por el pacto establecido explícita o implícitamente en el contrato de servidumbre, en virtud del cual el siervo está obligado a cuidar como propias las cosas de su amo, a velar por sus intereses, a no causarle a sabiendas daño alguno, a guardar estrictamente los secretos familiares, etc. Es San Pablo también quien inculca este deber a los siervos:

*Que los siervos estén sujetos a sus amos, complaciéndoles en todo y no contradiciéndoles ni defraudándolos en nada, sino mostrándose fieles en todo para hacer honor a la doctrina de Dios nuestro Salvador» (Tit. 2,9-1o).

Pecan más o menos gravemente contra este deber los criados que tratan con culpable descuido o negligencia las cosas que se les han encomendado, ocasionando con ello daños o perjuicios a sus amos; si toman para sí manjares exquisitos que no se les suelen conceder de ordinario; si manifiestan a los extraños los secretos de la familia; si no evitan a sus amos, pudiéndolo hacer, algún daño o perjuicio que les amenaza; si apenas se toman interés alguno por las cosas o intereses de sus amos, etc.

Los daños que ocasionen por su negligencia gravemente culpable (v.gr., la rotura de un objeto artístico de gran valor) tendrían obligación de repararlos en justicia; pero, siendo a veces imposible la reparación por falta de recursos, están obligados a pedir perdón a sus amos y a tener más cuidado en lo sucesivo, intensificando su celo y su trabajo hasta donde les sea posible. Otra cosa sería si el daño lo hubieran causado del todo involuntariamente y sin culpa alguna, ya que no es posible a la flaqueza humana estar sobre sí en todo momento y lugar. Dígase lo mismo, proporcionalmente, si no impiden, pudiendo y debiéndolo hacer, los daños que pueden ocasionar a sus amos personas extrañas o sus mismos compañeros de servicio.

854. Apéndice. La sociedad escolar.

Aunque no pertenezca propiamente a la familia, la sociedad escolar —o sea, la que se establece entre los maestros y discípulos—es como una prolongación de la familia, en cuanto que los maestros asumen y complementan la función educadora de los padres.

He aquí, brevemente expuestos, los derechos y deberes respectivos:

a) Los maestros, en cuanto mandatarios de los padres en lo tocante a la educación de sus hijos, tienen obligaciones semejantes a las de los mismos padres. En consecuencia, además del amor y del buen ejemplo, deben instruir a sus alumnos en las disciplinas científicas que se les encomienden, formarles rectamente en las buenas costumbres y, cuando sea menester, corregirles y castigarles moderadamente.

Estas obligaciones nacen no sólo de la virtud de la piedad, en cuanto sustitutos de los padres, sino también de la justicia estricta, por razón del oficio y del estipendio que reciben. De donde pecan muy gravemente los maestros que enseñan a sus discípulos doctrinas perniciosas, o les dan malos ejemplos, o los inducen al pecado—a fortiori, o con mayor motivo, si pecan con ellos (cf. cn.223o 2357 2359 § 2) o son gravemente negligentes en la preparación de las clases, de suerte que sufra detrimento la formación de los alumnos, etc.

b) Los discípulos deben a sus maestros, en cuanto prolongación de sus padres, amor, reverencia y obediencia en todo cuanto se refiera a los estudios y buenas costumbres.

En consecuencia, pecan los discípulos si se ríen o burlan de sus maestros, les contestan altaneramente, murmuran de ellos o les levantan falsos testimonios o calumnias (obligación de repararlas), excitan a los demás a la in-disciplina, pierden el tiempo en las clases o en el estudio, etc., etc. Muchas de estas faltas no pasan, a veces, de pecado venial por la ligereza e inconsideración de los que las cometen; pero podrían ser graves si se siguieran daños notables para el maestro, la familia del alumno (v.gr., gastos inútiles, afrenta por el hijo holgazán, etc.), el propio alumno (mala educación, deformidad moral, etc.) o sus compañeros de estudio o de colegio.

Santo Tomás expone admirablemente en la Suma Teológica la virtud de la estudiosidad, que es la propia de los estudiantes, y sus pecados opuestos: la curiosidad, por exceso, y la pereza o negligencia, por defecto (II-II, 166-167).