SEGUNDA PARTE
Moral especial

 

271. De acuerdo con el esquema general de nuestra obra, que hemos razonado en nuestra Introducción general, vamos a dividir el inmenso panorama de los deberes morales que constituyen la llamada Moral especial en tres libros:

1.° Deberes para con Dios.

2.° Deberes para con nosotros mismos.

3.° Deberes para con el prójimo.

Ello nos permitirá recoger en su lugar adecuado cada uno de los deberes morales que afectan al hombre en su triple aspecto individual, familiar y social.

La orientación general de esta segunda parte de nuestra obra será eminentemente positiva. Vamos a estudiar, ante todo y sobre todo, las virtudes, no los vicios o pecados. Claro está que no podemos prescindir de la flaqueza humana, y hemos de recoger también los posibles desfallecimientos de la misma y examinar los pecados opuestos a las virtudes ; pero lo haremos únicamente en este sentido indirecto—por oposición a las virtudes—, ya que nos parece error funesto insistir demasiado en el pecado, como si el objeto de la moral cristiana—que, según la maravillosa fórmula del Doctor Angélico, es «el movimiento de la criatura racional hacia Dios»—consistiera únicamente en averiguar «cuánto nos podemos acercar al pecado sin pecar», como lamenta con razón un insigne moralista de nuestros días.

 

LIBRO PRIMERO

Los deberes para con Dios

En sentido amplio, toda la moral cristiana puede considerarse como el conjunto de nuestros deberes para con Dios, ya que incluso los que se refieren al prójimo o a nosotros mismos están preceptuados por el mismo Dios y nos obligan ante El. Pero aquí empleamos esta fórmula en un sentido más estricto o restringido, refiriéndola exclusivamente a los deberes que tienen por objeto al mismo Dios o a algo relacionado directamente con El.

En este último sentido, todos nuestros deberes para con Dios se reducen a las tres virtudes teologales—fe, esperanza y caridad—, que se refieren al mismo Dios considerado como nuestro primer principio y último fin, y a la virtud de la religión, que tiene por objeto el culto de Dios. No hay más.

Vamos, pues, a estudiar con la máxima extensión posible, dentro del marco de nuestra obra, estas cuatro virtudes fundamentales.

Para mayor orden y claridad dividiremos la materia en dos grandes tratados :

1.° Las virtudes teologales.

2.° La virtud de la religión.

 

TRATADO I

Las virtudes teologales


Damos aquí por supuesto lo que ya hemos dicho en el tratado sexto de la primera parte acerca de las virtudes infusas y de las teologales en general. Aquí vamos a estudiar en particular las tres virtudes teologales, dedicando a cada una de ellas un capítulo especial, dividido en sus correspondientes artículos.

Dividimos este capítulo en cuatro artículos:

  1. La fe en sí misma.

  2. Necesidad de la fe.

  3. Pecados contra la fe.

  4. Peligros contra la fe.


ARTICULO I
La fe en sí misma

Sumario: En este artículo vamos a estudiar los siguientes puntos fundamentales: noción, división, existencia, sujeto, objeto, análisis del acto, propiedades generales, efectos y excelencia de la fe sobrenatural.

272. 1. Noción. En general, se entiende por fe el asentimiento o aceptación de un testimonio por la autoridad del que lo da. Si el que da ese testimonio es un hombre y lo creemos por la confianza que nos merece en cuanto tal persona, tenemos la fe humana; si el que da ese testimonio es Dios y lo creemos por su autoridad divina, que no puede engañarse ni engañarnos, tenemos la fe divina.

Según estas nociones, la fe divina, teologal o sobrenatural, que vamos a estudiar, puede definirse con el concilio Vaticano: Una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos (D 1789).

Expliquemos un poco los términos de la definición:

UNA VIRTUD SOBRENATURAL, es decir, infusa por Dios en nuestra alma (entendimiento), que rebasa y trasciende infinitamente todo el orden natural, y sería imposible, por lo mismo, adquirirla con las solas fuerzas naturales.

POR LA QUE, CON LA INSPIRACIÓN Y AYUDA DE LA GRACIA DE DIos. Sería del todo imposible la fe sin la previa moción y ayuda de la gracia; porque, siendo, como acabamos de decir, una virtud sobrenatural que rebasa y trasciende infinitamente todo el orden natural, el hombre no podría alcanzarla jamás abandonado a sus propias fuerzas naturales; es absolutamente necesario que la gracia le mueva y ayude a producir el acto sobrenatural de la fe. Por donde aparecen claras dos cosas muy importantes, a saber: que la fe es un don de Dios del todo gratuito e inmerecido por parte del hombre, y que los argumentos apologéticos que demuestran la credibilidad de la religión católica pueden conducirnos hasta las puertas de la fe, pero no pueden darnos la fe misma, ya que de suyo es una realidad sobrenatural que sólo puede ser efecto de la libre donación de Dios mediante su divina gracia.

CREEMOS. Es el acto propio de la fe. La fe no ve nada: se limita a creerlo por la autoridad del que da el testimonio. Como se dice en teología, la fe es de non visir, y el que exigiera la clara visión o evidencia intrínseca de las verdades de la fe demostraría no tener la menor idea de la naturaleza misma de la fe. La fe es incompatible con la visión, y por eso desaparecerá absolutamente en el cielo, lo mismo que en este mundo desaparece la fe humana que tenemos acerca de la existencia de una ciudad el día en que por primera vez pisamos personalmente sus calles.

SER VERDADERO, es decir, estamos firmemente convencidos y seguros de la verdad de todo cuanto Dios se ha dignado revelar.

Lo Que Dios HA REVELADO. Es el objeto material de la fe, constituido por todo el conjunto de verdades divinamente reveladas. Volveremos más abajo sobre esto.

No POR LA INTRÍNSECA VERDAD DE LAS COSAS PERCIBIDAS POR LA LUZ NATURAL DE LA RAZÓN. Dejaría de ser fe sobrenatural si se viera su intrínseca verdad por la luz natural de la razón. Ni siquiera en la fe humana se da la visión de su intrínseca verdad, ya que es del todo incompatible con la noción. misma de la fe, que se funda, no en la visión, sino en el testimonio ajeno..

SINO POR LA AUTORIDAD DEL MISMO DIos, QUE REVELA. Es el objeto formal o motivo de la fe, del que hablaremos más extensamente en su lugar correspondiente.

EL CUAL NO PUEDE ENGAÑARSE NI ENGAÑARNOS. En virtud de esta doble imposibilidad, el asentimiento sobrenatural de la fe es firmísimo y ciertísimo. No hay certeza física, ni matemática, ni metafísica que pueda superar a la certeza objetiva de la fe sobrenatural. Es la mayor y más absoluta de todas las certezas, ya que todas las demás se fundan en la aptitud natural de nuestro entendimiento para conocer la verdad (o sea, en algo puramente creado y finito), mientras que la certeza de la fe sobrenatural se funda en la Verdad misma de Dios, que es increada e infinita. Imposible llegar a una certeza. objetiva mayor.

273. 2. División. La fe puede considerarse por parte del objeto creído (fe objetiva) o por parte del sujeto que cree (fe subjetiva). Una y otra admiten múltiples subdivisiones. He aquí las principales:

1.° LA FE OBJETIVA se subdivide en:

a) Fe pública o católica, que está constituida por las verdades oficialmente reveladas por Dios a todos los hombres para obtener la vida eterna, y constan en la Sagrada Escritura y en la tradición, explícita o implícitamente. Y fe privada o particular, que está constituí da por las verdades reveladas por Dios a una persona determinada (v.gr., a Santa Teresa). La primera obliga a todos; la segunda, sólo a la persona que la recibe directamente de Dios.

b) Fe definida, que afecta a las verdades que la Iglesia propone explícitamente a la fe de los fieles bajo pecado de herejía y pena de excomunión (v.gr., el dogma de la Inmaculada Concepción de María). Y fe definible, que se refiere a aquellas verdades que la Iglesia propone a la creencia universal de los fieles sin que haya recaído todavía sobre ellas una definición explícita (tales eran todos los dogmas católicos antes de su definición).

c) Fe necesaria con necesidad de medio, que se refiere a aquellas verdades cuya ignorancia, aun inculpable, impide en absoluto la salvación del alma. Y fe necesaria con necesidad de precepto, que dice relación a aquellas otras verdades que la Iglesia propone a la fe de los fieles, pero cuya ignorancia inculpable no compromete la salvación eterna (todos y cada uno de los demás dogmas católicos).

2.° LA FE SUBJETIVA admite las siguientes principales subdivisiones:

a) Fe habitual, que es un hábito sobrenatural infundido por Dios en el bautismo o justificación del infiel. Y fe actual, que es el acto sobrenatural procedente de aquel hábito infuso.

6) Fe viva (o formada), que es la que va unida a la caridad (estado de gracia) y es perfeccionada por ella como forma extrínseca de todas las virtudes. Y fe muerta (o informe), que es la que está separada de la caridad en un alma creyente en pecado mortal.

c) Fe explícita, por la que se cree tal o cual misterio concreto revelado por Dios. Y fe implícita, por la que se cree todo cuanto haya sido revelado por Dios, aunque lo ignoremos detalladamente (fe del carbonero).

d) Fe interna, si permanece en el interior de nuestra alma. Y fe externa, si la manifestamos al exterior con palabras o signos.

274. 3. Existencia como virtud infusa. En torno a la existencia de la virtud de la fe como hábito sobrenatural infuso :

a) Es DE FE que la poseen todos los adultos justificados, o sea, todos los adultos en estado de gracia. Lo declara expresamente el concilio de Trento (D 800-8oi).

b) Es DOCTRINA COMÚN Y COMPLETAMENTE CIERTA EN TEOLOGÍA que la reciben los niños juntamente con la gracia en el momento del bautismo. Lo enseña también, como más probable, el concilio de Viena (D 483).

El concilio de Trento enseña que la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación (D 801). Es el comienzo, porque establece el primer contacto entre nosotros y Dios en cuanto autor del orden sobrenatural: lo primero de todo es creer en El. Es el fundamento, en cuanto que todas las demás virtudes—incluso la caridad—presuponen la fe y en ella estriban como el edificio sobre sus cimientos: sin la fe es imposible esperar o amar a Dios. Y es la raíz, porque de ella, informada por la caridad, arrancan y viven todas las demás virtudes.

275. 4. Sujeto de la fe. Esta expresión puede tener dos sentidos: remoto y próximo, según se refiera a las personas que tienen o pueden tener fe o a la potencia o facultad del alma en la que reside el hábito sobrenatural de la fe. Y así :

1.° EN SENTIDO REMOTO, son sujetos de la fe, o sea, poseen el hábito de la fe :

a) TODOS LOS JUSTOS DEL MUNDO, o sea, todos los que poseen la gracia santificante (con el bautismo o sin él), ya que la gracia santificante va siempre unida a la fe sobrenatural o infusa. Sabido es que puede poseerse la gracia aun sin haber recibido el sacramento del bautismo, pero no sin el deseo (al menos implícito) de él. Tal es el caso de los paganos justificados.

b) TODOS LOS BAUTIZADOS, AUNQUE ESTÉN EN PECADO MORTAL, con tal que no hayan pecado directamente contra la fe por la herejía formal o la apostasía. La fe de estos tales es muerta o informe, pero verdadera y sobrenatural. Es el último esfuerzo de la misericordia de Dios para no dejar enteramente a obscuras al desgraciado pecador. La existencia de esta fe informe fué definida por el concilio de Trento (D 838).

c) LAS ALMAS DEL PURGATORIO, que no poseen aún la visión beatífica y, por lo mismo, conservan todavía la fe.

No SON SUJETOS DE LA FE, porque su estado es incompatible con ella:

  1. Los ángeles y bienaventurados del cielo, que gozan de la visión intuitiva de Dios y de los misterios sobrenaturales.

  2. Los demonios y condenados del infierno, que están enteramente privados de todo rastro y vestigio de vida sobrenatural. Poseen tan sólo una especie de fe natural, obligada o forzada por la evidencia del castigo que sufren de parte de Dios. En este sentido dice el apóstol Santiago que los demonios «creen y tiemblan» (Iac. 2,19).

  3. Los niños del limbo, que carecen también de toda participación en la vida sobrenatural.

2º. EN SENTIDO PRÓXIMO, el hábito sobrenatural de la fe reside en el entendimiento especulativo. Es doctrina común y completamente cierta en teología, ya que lo propio de la fe es creer, lo cual es, manifiestamente, un acto del entendimiento.

Sin embargo, la voluntad interviene también, y de manera decisiva, en el acto de fe. Porque, tratándose de verdades cuya evidencia intrínseca se nos escapa (aunque tengamos de ellas certeza firmísima, en cuanto reveladas por Dios, que no puede engañarse ni engañarnos), es preciso que la voluntad ordene al entendimiento que crea a pesar de la falta de visión. Lo cual no sería necesario, ni siquiera posible, si el entendimiento percibiera directamente la evidencia intrínseca de las verdades que la fe propone, ya que entonces no tendría más remedio que inclinarse ante la verdad evidente, aunque la voluntad no se lo ordenara.

La voluntad, pues, movida y actuada por la divina gracia, impera al entendimiento el acto de fe. Por eso dice Santo Tomás, profundísimamente, que «la fe no está en el entendimiento, sino en cuanto imperada por la voluntad; de donde, aunque esto que viene de parte de la voluntad pueda decirse accidental al entendimiento, es, sin embargo, esencial a la fea. Y en otra parte: «En el conocimiento de la fe corresponde la principalidad a la voluntad, porque el entendimiento asiente por la fe a lo que se le propone porque quiere y no porque le arrastra la evidencia misma de la verdad» .Por eso, el acto de fe es perfectamente libre y meritorio.

5. Objeto de la fe. En la fe, como en todas las demás virtudes, cabe distinguir el objeto material, sobre el que recae, y el objeto formal, o motivo de la misma. Vamos a examinarlos por separado.

A) Objeto material

276. El concilio Vaticano (D 1792) enseñó con toda precisión y claridad cuál es el objeto material de la fe en las siguientes palabras, que recoge al pie de la letra el Código canónico (cn.1323 § 1):

Hay que creer con fe divina y católica todo lo que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición, y que la Iglesia por definición solemne o por su magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelado.

Expliquemos los términos de esta proposición, modelo de precisión y exactitud:

HAY QUE CREER CON FE DIVINA Y CATÓLICA, es decir, con fe sobrenatural apoyada en la autoridad de Dios, que revela, y en la de la Iglesia, que nos garantiza infaliblemente la existencia de la divina revelación.

TODO LO QUE SE CONTIENE EN LA PALABRA DE DIos ESCRITA O TRANSMITIDA POR LA TRADICIÓN. Con ello se indican las dos fuentes de la divina revelación, o sea, la Sagrada Escritura, que nos la transmite por escrito, y la tradición católica, que nos la transmite por escrito u oralmente de generación en generación. La mayor parte de las sectas protestantes desconocen la vía de la tradición y no admiten como pertenecientes a la fe sino las verdades contenidas expresamente en las Sagradas Escrituras; pero esta doctrina es enteramente falsa y herética y como tal ha sido condenada por la Iglesia (D 783-784).

Con estas palabras se excluyen también, como objeto material de la fe divina y católica, las revelaciones privadas que puedan recibir algunas personas en particular, y que solamente ellas están obligadas a creer con fe divina si les consta con toda certeza, en virtud de la luz profética, el origen divino de las mismas.

Y QUE LA IGLESIA PROPONE COMO DIVINAMENTE REVELADO. La proposición de la Iglesia, aunque no forma parte del objeto formal de la fe (que es únicamente la autoridad de Dios, que revela), es, sin embargo, una condición sine qua non para que el asentimiento de nuestro entendimiento sea acto de fe divina, hasta el punto de que el testimonio de Dios, que revela, no especifica el acto de fe divina a no ser que se aplique infaliblemente por la declaración de la Iglesia.

La razón es porque el testimonio de Dios no podemos conocerlo con certeza y aplicárnoslo infaliblemente sino por la luz profética (que ilumina tan sólo al que recibe directamente la divina revelación) o por la proposición infalible de la Iglesia, quien, en virtud de la asistencia especial del Espíritu Santo, no se puede equivocar. Por eso, en las sectas protestantes que rechazan la autoridad de la Iglesia hay un verdadero desbarajuste y caos en torno a las verdades que han de admitirse por la fe: cada uno cree o rechaza lo que le parece, sin más norte ni guía que su propio capricho.

POR DEFINICIÓN SOLEMNE. Es una de las formas—la más clara y explícita—de proponer a los fieles las verdades de la fe. Tiene lugar cuando el Papa define ex cathedra algún dogma de fe o lo declara expresamente el concilio ecuménico presidido y aprobado por el Papa.

O POR SU MAGISTERIO ORDINARIO Y UNIVERSAL. Es la otra forma con que la Iglesia propone a los fieles las verdades que se han de creer con fe sobrenatural o divina. Consiste en la enseñanza común y universal de una determinada doctrina por todos los obispos y doctores esparcidos por el mundo entero. Es imposible que esta enseñanza universal pueda fallar o contener algún error, en virtud de la asistencia especial del Espíritu Santo, que no puede permitir que la Iglesia entera yerre en alguna doctrina relativa a la fe o a las costumbres.

Cuando la Iglesia, ya sea por definición solemne, ya por su magisterio ordinario y universal, propone a los fieles alguna verdad para ser creída como revelada por Dios, esa verdad adquiere el nombre de dogma. Por consiguiente, un dogma es una verdad revelada por Dios y propuesta por la Iglesia como tal.

277. Escolio: ¿Puede crecer el objeto material de la fe, o sea, el número de verdades que han de creer los fieles como reveladas por Dios?

Hay que contestar que no cabe un crecimiento substancial y objetivo, pero sí accidental y subjetivo.

En efecto: es doctrina católica que con la muerte del último apóstol (San Juan) quedó cerrado definitivamente y para siempre el depósito de la revelación pública y oficial que Dios se ha dignado hacer a los hombres (D 2021). Ninguna verdad puede añadirse a la fe católica que no esté contenida explícita o implícitamente en ese depósito revelado. No cabe, pues, un progreso dogmático objetivo (de nuevas verdades no reveladas por Dios explícita o implícitamente) ni tampoco una evolución dogmática que haga cambiar de sentido antiguos dogmas ya definidos. Este progreso y evolución substancial, hasta cambiar de sentido, ha sido expresamente condenado por la Iglesia en el concilio Vaticano (D 1818).

Lo único que cabe, y ha ocurrido muchas veces en la Iglesia a través de los siglos, es una evolución homogénea del dogma católico, o sea, una mayor explicación de los dogmas, pero conservando siempre el mismísimo sentido, que es definitivo e irreformable. Ciertas verdades que estaban contenidas implícitamente en la divina revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la tradición católica, han sido sacadas a plena luz por la Iglesia proponiéndolas explícitamente a la fe de los fieles. Tales son, por ejemplo, los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Asunción de María y otros semejantes. La Iglesia no inventa nada con ello, ni crea, en realidad, nuevos dogmas, sino que se limita a proponer infaliblemente a los fieles, como reveladas por Dios, ciertas verdades que estaban ya contenidas explícita o implícitamente en el depósito de la divina revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la tradición católica, que son las dos fuentes de la misma divina revelación. De esta forma, el depósito revelado, sin ningún cambio ni mutación substancial, va como madurando y perfeccionándose en nosotros, en cuanto que cada vez lo conocemos mejor y más explícitamente bajo la dirección infalible de la Iglesia, asistida y gobernada por el Espíritu Santo.

B) Objeto formal

278. PRENOTANDO. COMO es sabido, se dintingue en filosofía escolástica un doble objeto formal: a) el objeto formal quod, que se refiere al aspecto principal con que se mira el objeto material (v.gr., la vista se fija ante todo y sobre todo en el color de los objetos, y mediante el color se fija en todos los demás aspectos: tamaño, figura, etc.); y b) el objeto formal quo, que no es otra cosa que el motivo, la razón o el medio por el que se, percibe el objeto formal quod (v.gr., el objeto formal quo de la visión es la luz, ya que sin ella no podría verse el color, que es el objeto formal quod de la misma visión).

Teniendo en cuenta estos principios, he aquí, en dos sencillas proposiciones, el doble objeto formal de la fe:

1º. El objeto formal «quod» de la fe divina es el mismo Dios en cuanto es en sí mismo la primera y suma Verdad.

PRENOTANDO. Los teólogos suelen distinguir un triple aspecto en Dios como primera y suma Verdad: en el orden del ser, del conocimiento y de la manifestación. En el orden del ser (in essendo) se llama Verdad primera a la misma divinidad, en cuanto distinta de las divinidades falsas. En el del conocimiento (in cognoscendo) es la infinita sabiduría de Dios, que no puede equivocarse. Y en el de la manifestación (in dicendo) es la infinita veracidad de Dios, que no puede engañarnos.

SENTIDO. Al decir que el objeto formal quod de la fe divina es el mismo Dios en cuanto es en sí mismo la primera y suma Verdad, nos referimos al primer aspecto (in essendo) de los tres que acabamos de recordar.

PRUEBA. La razón es muy sencilla. El objeto formal quod de cualquier hábito o facultad es, como hemos dicho, aquello que el hábito o la facultad miran principalmente en su propio objeto material (el color en las cosas con relación a la vista). Ahora bien: lo que el hábito sobrenatural de la fe mira ante todo y sobre todo en los datos materiales de la fe es el mismo Dios en cuanto es en sí mismo la primera y suma Verdad; luego éste es el objeto formal quod de la fe.

2.a El objeto formal «quo» de la fe divina es la autoridad de Dios, que revela; fundada en la infinita sabiduría de Dios, que no puede engañarse, y en su infinita veracidad, que no puede engañarnos.

PRENOTANDO. Recuérdese lo que acabamos de decir sobre la sabiduría infinita de Dios, en la que no cabe el error y hace del mismo Dios la primera Verdad en el orden del conocimiento (in cognoscendo); y sobre su infinita veracidad, por la que no puede engañarnos y le constituye en la primera Verdad en el orden de la manifestación (in dicendo)..

SENTIDO. Nos referimos, como aparece claro, a Dios como primera Verdad en el orden del conocimiento (infinita sabiduría) y en el de la manifestación (infinita veracidad).

PRUEBA. Un doble argumento:

a) El magisterio de la Iglesia. Lo dice expresamente el concilio Vaticano en las palabras que ya hemos citado más arriba: <Creemos ser verdadero lo que Dios ha revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios, que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos» (D 1789).

b) La razón teológica. Es evidente con sólo tener en cuenta que el objeto formal quo de cualquier hábito no es otra cosa que el motivo, la razón o el medio por el que percibe su objeto formal quod (la luz con respecto al color en las cosas visibles). Ahora bien: el motivo o la razón por la cual el hombre cree las verdades reveladas por Dios no es otro que su propia divina autoridad, fundada en su infinita sabiduría y en su infinita veracidad. Luego éste es el objeto formal quo de la fe.

Corolario. De estos principios se desprende una consecuencia muy importante, y es que cualquiera que negare un solo artículo de la fe, perdería ipso facto la fe en toda su universalidad o extensión, o sea, en todas las demás verdades reveladas por Dios. No vale decir: »Yo creo todo lo que enseña la Iglesia, menos tal cosa». El que diga esto ha perdido totalmente la fe católica. Porque muestra claramente que el motivo o la razón de su fe en las demás verdades reveladas no es ya la autoridad de Dios, que revela (porque en este caso no rechazaría absolutamente nada de cuanto Dios ha revelado), sino su propio criterio o capricho, en virtud del cual acepta o rechaza lo que le parece o no le parece bien. Ha destruido el motivo formal de la fe (la autoridad de Dios, que revela), substituyéndole por otro completamente distinto (su propio criterio o capricho), y, por consiguiente, ha perdido enteramente la fe en toda su universalidad o extensión (cf. ll-II,5,3).

279. 6. Análisis del acto de fe. Los principios que acabamos de sentar nos llevan como de la mano a hacer el análisis del acto de fe, o sea, cómo y por qué llegamos a creer las verdades de la fe.

Un ejemplo aclarará este análisis. Si a un cristiano le preguntan: ¿Por qué crees que Dios es uno y trino?, contestará sin vacilar: Porque Dios lo ha revelado y no puede engañarse ni engañarme. Y si le preguntan nuevamente: ¿Y cómo sabes que Dios lo ha revelado?, responderá en el acto (si es culto y está bien instruido en su fe): Por los motivos de credibilidad *.
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* Un cristiano sencillo y sin cultura no sabría dar esta respuesta. Sin duda contestaría: «Porque me lo dice la Iglesia, que es mi madre, o el señor cura, que lo sabe muy bien». Pero, si se continuara interrogándole sobre los motivos en que se apoya la Iglesia o el señor cura para afirmar tal cosa, hay que llegar forzosamente a los motivos de credibilidad. Por eso nosotros vamos directamente al fondo de la cuestión, prescindiendo de los rodeos que serían menester tratándose de personas sencillas o ignorantes.

Así es la verdad. Pero es menester interpretar rectamente sentido de esa respuesta para no dar en lamentables extravíos, que darían al traste con el verdadero motivo formal de la fe y la destruirían en cuanto tal. Vamos a precisar en unas conclusiones, sencillas y claras, el verdadero análisis del acto de fe, o sea, de los motivos en que se apoya y resuelve nuestra fe sobrenatural.

Conclusión 1ª. El acto de fe de los profetas y apóstoles con relación a las cosas que les reveló directamente el mismo Dios, se apoyaba y resolvía—sin más—en la autoridad del mismo Dios, conocida infaliblemente por ellos mediante la luz profética.

La razón es porque los profetas y apóstoles, que fueron ilustrados directa e inmediatamente por el mismo Dios, recibían, juntamente con las verdades que se les revelaban, la luz profética para percibir con evidencia absoluta e infalible certeza que se trataba del mismo Dios, manifestándoles, con su sabiduría y veracidad infinitas, aquellas verdades sobrenaturales. Por donde no necesitaban ningún otro argumento ni rodeo para hacer un acto de fe divina en aquellas verdades, apoyados en la autoridad misma de Dios, que se las revelaba directa e inmediatamente.

Conclusión 2ª. Los católicos que no reciben directamente del mismo Dios la revelación sobrenatural, han de apoyar su fe en la autoridad de Dios, que revela, conocida ciertamente por la proposición infalible de la Iglesia, cuya autoridad infalible para proponer las verdades de la fe consta con toda certeza por los motivos de credibilidad.

En esta conclusión están contenidas muchas cosas que es menester explicar cuidadosamente. Vamos a exponerlas por partes.

a) Los CATÓLICOS, O sea los que pertenecen de hecho a la Iglesia verdadera de Cristo y se rigen y gobiernan por su autoridad infalible. Con las almas rectas y de buena voluntad que están inculpablemente fuera de la Iglesia (herejes o paganos de buena fe), Dios obra (o puede obrar si quiere) de otra manera más inmediata y directa (v.gr., iluminándoles interiormente para que conozcan y acepten por la divina autoridad las verdades de la fe indispensables para la salvación).

b) HAN DE APOYAR SU FE SOBRENATURAL EN LA AUTORIDAD DE DIos,  QUE REVELA. Es absolutamente indispensable para no destruir en su raíz la misma fe, ya que, como hemos explicado más arriba, la autoridad de Dios, que revela, es el objeto o motivo formal de la fe, y no se puede prescindir de él sin destruir en absoluto la misma fe.

Pero cabe preguntar: ¿Y cómo conoce o sabe el católico infaliblemente que Dios ha revelado tal cosa? Respondemos con las siguientes palabras de la conclusión:

c) CONOCIDA CIERTAMENTE POR LA PROPOSICIÓN INFALIBLE DE LA  IGLESIA. Ya hemos dicho que sin la proposición de la Iglesia no podríamos conocer infaliblemente las verdades que Dios ha revelado, aunque leyéramos la Sagrada Escritura y conociéramos íntegramente todo el depósito de la tradición. Porque nadie podría garantizarnos de manera infalible que interpretábamos rectamente y en su verdadero sentido las verdades divinas contenidas en la Sagrada Escritura y en la tradición; sin cuya garantía infalible podríamos confundir lo verdadero con lo falso y hacer imposible la fe verdadera y sobrenatural. Esta es la razón del desbarajuste dogmático que reina entre las sectas protestantes, que admiten o rechazan lo que les parece ver en la Sagrada Escritura sin otro control ni guía que su propia razón y libre examen.

Pero nótese que la intervención de la Iglesia se limita a garantizarnos infaliblemente el verdadero sentido y alcance de la divina revelación; pero el motivo formal por el que creemos aquellas verdades no es la autoridad de la Iglesia, sino la autoridad misma de Dios, garantizada por la proposición infalible de la Iglesia.

¿En qué se resuelve, finalmente, nuestra fe en la autoridad infalible de la Iglesia? Es el último punto que nos queda por examinar, y al que responden las últimas palabras de la conclusión. Helas aquí:

d) CUYA AUTORIDAD INFALIBLE PARA PROPONER LAS VERDADES DE LA FE CONSTA CON TODA CERTEZA POR LOS MOTIVOS DE CREDIBILIDAD. LOS motivos de credibilidad son principalmente los milagros, las profecías y la Iglesia por sí misma. Escuchemos la explicación del concilio Vaticano:

Después de decir que la fe es una virtud sobrenatural procedente de la gracia divina y de la inspiración del Espíritu Santo, añade el santo concilio:

«Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rom. 12,1), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías, que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos de la divina revelación y acomodados a la inteligencia de todos. Por eso, tanto Moisés y los profetas como, sobre todo, el mismo Cristo Señor hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los apóstoles leemos: «Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían» (Mc. 16,2o) (D 1790).

«Es más: la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación» (D 1794)

Estos son los principales motivos de credibilidad que nos muestran con toda certeza la divina autoridad de la Iglesia para proponemos infaliblemente el depósito de la divina revelación. Pero nótese una vez más que nuestra fe no se funda, como motivo formal, ni en la autoridad infalible de la Iglesia ni en los motivos de credibilidad que nos la dan a conocer, sino única y exclusivamente en la autoridad del mismo Dios, que revela, si bien utilizamos la autoridad de la Iglesia como garantía infalible de que Dios ha revelado aquellas cosas y los motivos de credibilidad como prueba racional de la divina autoridad de la Iglesia.

Reduciendo, pues, a una serie de fórmulas breves, precisas y exactas el análisis interno del acto de fe sobrenatural, nos encontramos con los siguientes elementos:

  1. DISPOSITIVAMENTE el acto de fe se apoya en los motivos de credibilidad que nos certifican la divina autoridad de la Iglesia.

  2. DIRECTIVAMENTE se apoya en la autoridad de la Iglesia, que nos propone infaliblemente las verdades que hay que creer como reveladas por Dios.

  3. FORMALMENTE se apoya exclusivamente en la autoridad del mismo Dios, que revela, en el que no cabe el error o el engaño.

  4. EPICIENTEMENTE procede de la gracia e inspiración de Dios, influyendo en el entendimiento y en la voluntad del creyente.

Toda esta doctrina la resume hermosamente Santo Tomás en el siguiente texto, que no nos resistimos a transcribir:

"En cuanto al asentimiento del hombre a las verdades de la fe, puede asignarse una doble causa. Una, induciéndolo exteriormente, v.gr., la visión de un milagro o la persuasión de otros hombres que nos impulsan a la fe. Pero esta causa no es suficiente, porque la experiencia enseña que, viendo un mismo milagro y oyendo a un mismo predicador, unos creen y otros no. Es preciso, pues, señalar otra causa que mueva interiormente al hombre para que preste su asentimiento a las verdades de la fe. Los pelagianos decían que esta causa interior era únicamente el libre albedrío del hombre... Pero esto es completamente falso; porque, como quiera que el hombre al asentir a las verdades de la fe se eleva sobre su propia naturaleza, es necesario que esta elevación la produzca un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es el mismo Dios. Por consiguiente, la fe, en cuanto a su acto principal, que es el asentimiento, procede de Dios, que nos mueve interiormente por la gracia» (II-Il,6.I)

Esta magnífica doctrina del Angélico explica cumplidamente por qué muchos no creen, a pesar de poseer una inteligencia clara y de conocer los motivos eficacísimos de credibilidad que acompañan a la fe cristiana. Les falta la buena voluntad y, por consiguiente, también la gracia interior de la fe. Nunca se insistirá bastante en la necesidad de pedir a Dios que conserve y aumente en nuestros corazones el tesoro sobrenatural de la fe, ya que esa conservación y aumento no depende de nuestras fuerzas naturales, como no dependió tampoco su primera adquisición.

280. 7. Propiedades de la fe. Las principales propiedades generales de la virtud de la fe son tres: sobrenaturalidad, libertad e infalibilidad.

a) SOBRENATURALIDAD. La fe es sobrenatural en toda la extensión de la palabra. Tanto por su principio, que es la gracia e inspiración de Dios, como por su objeto material, que son las verdades sobrenaturales que Dios se ha dignado revelar; como por su objeto formal, que es la autoridad de Dios como primera Verdad sobrenatural; como por su fin, que es la visión beatífica en la vida eterna.

b) LIBERTAD. No se trata aquí de la libertad moral, como si el hombre fuera libre de creer o no creer; sino de la libertad física o psicológica, que procede de la inevidencia intrínseca del objeto de la fe. Las verdades de la fe—aunque certísimas objetivamente o en sí mismas—son subjetivamente obscuras e inevidentes. Se trata de cosas no vistas, muchas de las cuales trascienden por completo las luces de la razón, aunque no la contradigan. Ahora bien: lo que no es evidente en sí mismo no arrastra necesariamente al entendimiento, que no asentiría a ello si no se lo imperara libremente la voluntad. Lo cual, sin embargo, no puede ser más prudente y razonable, puesto que constan con toda certeza los motivos de credibilidad que hacen aquellas verdades evidentemente creíbles. De esta manera se salvan, a la vez, la obscuridad de la fe, su firmeza inquebrantable, su libertad y su mérito sobrenatural ante Dios.

La libertad del acto de fe ha sido definida expresamente por la Iglesia. He aquí la declaración dogmática del concilio Vaticano:

"Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que se produce necesariamente por los argumentos de la razón, o que la gracia de Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por la caridad (Gal. 5,6), sea anatema» (D 1814).

b) INFALIBILIDAD. La fe, como se comprende sin esfuerzo, es absolutamente infalible. No cabe en ella el más insignificante fallo o error, ya que se apoya inmediatamente en la autoridad misma de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Lo que nos dice la fe es más cierto todavía que lo que nuestra razón puede llegar a conocer con certeza matemática o metafísica. Porque, como dice hermosamente Santo Tomás, (mucho más cierto puede estar el hombre de las cosas que le dice Dios, que no puede equivocarse, que de las que vea con su propia razón, que puede caer en el error» (II-II,6,1).

Sin embargo, el grado de firmeza en el asentimiento de fe depende de la gracia, que ilumina el entendimiento y mueve a la voluntad. Y así vemos que la fe de los santos era más firme e inquebrantable que la de los simples creyentes, por su mayor grado de fervor bajo el influjo de la divina gracia. Con todo, aun los simples creyentes han de prestar su asentimiento a las verdades reveladas por Dios con toda certeza, o sea sin la menor vacilación o duda voluntaria, que sería un grave pecado contra la fe y la destruiría por completo. Volveremos sobre esto al hablar de los pecados contra la fe.

281. 8. Efectos. Santo Tomás dedica a estudiar los efectos de la fe una breve, pero magnífica cuestión, dividida en dos artículos (II-II,7). He aquí un resumen de su espléndida doctrina:

ARTÍCULO 1º. Si el temor es efecto de la fe. La respuesta es afirmativa. Porque la fe nos habla de los castigos que impone al pecador, y en este sentido engendra en nosotros el temor servil, que es el propio de la fe informe o muerta por el pecado. Pero nos habla también de Dios como de un inmenso y altísimo Bien al que nada se puede equiparar y cuya pérdida es el mayor de los males, y en este sentido engendra en nosotros el temor filial, lleno de respeto y amor, que es el propio de la fe viva y formada, inseparablemente unida a la gracia y la caridad.

ARTÍCULO 2º. Si la purificación del corazón es efecto de la fe. Respuesta afirmativa por la autoridad de San Pedro, que lo dice expresamente en los Hechos de los Apóstoles (15,9). He aquí el razonamiento teológico del Angélico: «La impureza de cualquier cosa consiste en su mezcla con cosas inferiores o más viles; y así no decimos que la plata es impura por su unión con el oro, que la hace aumentar de valor, sino por su mezcla con el plomo o el estaño, que son de peor condición. Ahora bien: es manifiesto que la criatura racional es más digna que todas las criaturas temporales y corporales; y, por lo mismo, se hace impura cuando se somete por el amor a las cosas temporales. Pero de esta impureza se purifica por un movimiento contrario, o sea, cuando tiende a lo que está sobre sí misma, esto es, a Dios. Y como el primer principio del movimiento hacia Dios es la fe, hay que concluir que es ella el primer principio de la purificación del corazón; y si se trata de la fe informada por la caridad, produce la perfecta purificación del corazón». (II-II,4,8 ad 2).

En este principio luminosísimo se apoyó San Juan de la Cruz para organizar la parte negativa de su sublime sistema místico. Toda la Subida del Monte Carmelo y toda la Noche obscura están contenidas en germen en este maravilloso artículo de Santo Tomás.

282. 9. Excelencia de la fe. De todo cuanto acabamos de decir se desprende la soberana excelencia de la fe y su importancia extraordinaria en la vida cristiana. Al revelarnos su vida íntima y los grandes misterios de la gracia y de la gloria, Dios nos hace ver las cosas, por decirlo así, desde su punto de vista divino, tal como las ve El. Esto engrandece y dignifica increíblemente a la razón humana, haciéndola percibir armonías del todo sobrenaturales y divinas que jamás hubiera podido llegar a percibir naturalmente ninguna inteligencia humana ni angélica.

«Hace cincuenta años—escribe con acierto el P. Garrigou-Lagrange—, quien no hubiera conocido aún la telegrafía sin hilos hubiera quedado no poco sorprendido al escuchar que un día se podría oír en Roma una sinfonía ejecutada en Viena. Mediante la fe infusa oímos una sinfonía espiritual que tiene su origen en el cielo. Los perfectos acordes de tal sinfonía se llaman los misterios de la Trinidad, de la encarnación, de la redención, de la misa, de la vida eterna.
Por esta audición superior es conducido el hombre hacia la eternidad, y deber suyo es aspirar con más alma cada día hacia las alturas de donde procede esta armonía»
(.GARRIGOU-LAGRANGRE, Las tres edades de la vida interior I,3.2.)

La fe es la primera virtud cristiana, en cuanto fundamento positivo de todas las demás; sin ella no puede existir ninguna, como sin fundamento no puede haber edificio. El concilio de Trento, como ya hemos dicho, dice que la fe es el comienzo, el fundamento y la raíz de la justificación (D 801).

Por lo cual, nada más útil e importante para la vida cristiana que el ejercicio frecuente e intenso de los actos de fe hasta llegar a poseer una fe viva y ardiente como la de los santos, que sea el motivo inmediato de todas nuestras acciones y nos haga comenzar acá en la tierra nuestra vida de eternidad. El cristiano no debería dar un paso sino movido e impulsado por la fe.

 

ARTICULO II
Necesidad de la fe

PRENOTANDOS. 1.° Como ya dijimos al establecer la división de la fe, cabe distinguir una doble necesidad : de medio y de precepto. Necesario con necesidad de medio es aquello cuya omisión, aun involuntaria o inadvertida, impide en absoluto la salvación (v.gr., el arrepentimiento en el pecador). Y necesario con necesidad de precepto es aquello cuya práctica está mandada y es de suyo obligatoria, pero cuya omisión inculpable no impide la salvación (v.gr., oír misa los domingos).

2.° Hay que distinguir también entre la fe habitual, que consiste en la simple posesión del hábito de la fe y la tienen incluso los niños bautizados antes del uso de la razón; y la fe actual, que consiste en el ejercicio consciente de la fe, ya sea con un acto interno, ya con un acto público o externo.

Vamos a examinar por separado la fe necesaria con necesidad de medio y con necesidad de precepto, tanto habitual como actual, interna o externa.

I. CON NECESIDAD DE MEDIO

283. Para mayor orden y claridad, vamos a proceder por conclusiones.

Conclusión 1.a La fe habitual es necesaria a todos los hombres con necesidad de medio, de tal manera que sin ella nadie se puede salvar.

He aquí las pruebas:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. San Pablo dice expresamente que «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hebr. 11,6). Y unos renglones antes había dicho que la fe es «la substancia de las cosas que esperamos». La substancia significa aquí el principio y fundamento, y las cosas que esperamos son las relativas a la salvación eterna. Luego sin la fe nadie puede salvarse.

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. El concilio Vaticano enseña lo siguiente: «Mas porque sin la fe es imposible agradar a Dios (Hebr. 11,6) y llegar al consorcio de los hijos de Dios, de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverare en ella hasta el fin» (D 1793).

c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. La razón es muy clara. Nadie puede salvarse sin la fe habitual, porque ésta es indispensable para la justificación y se infunde juntamente con la gracia. El que carece de fe, carece también de la gracia, y, por consiguiente, de ninguna manera se puede salvar.

Conclusión 2ª. La fe actual, o sea, el ejercicio explícito o implícito de la fe, es necesaria con necesidad de medio a todos los hombres adultos con uso de razón.

SENTIDO. Nos referimos al acto de fe (fe actual), que puede ser explícito (diciendo, v.gr., creo en Dios) o implícito (v.gr., invocando a Dios, lo que sería imposible sin creer en El).

Se prueba la conclusión:

a) POR LA SAGRADA ESCRITURA. Cristo dijo a sus apóstoles momentos antes de su ascensión a los cielos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará» (Mc. 16,15-16). Las últimas palabras subrayadas se refieren, evidentemente, a la fe actual en los adultos.

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. El concilio de Trento dice expresamente que «la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación». Para los que carecen del uso de razón basta la fe habitual, que se les infunde en el bautismo; pero para los adultos con uso de razón se requiere la fe actual como condición previa para la justificación (bajo el influjo de una gracia actual), y, por lo mismo, sin ella nadie puede justificarse ni salvarse.

c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. Es muy sencilla. Dios no justifica ni salva a los adultos sino por sus propios actos sobrenaturales, realizados bajo la moción e influjo de su divina gracia.

Corolario. De esta doctrina no se sigue en modo alguno que sea imposible la salvación de los paganos o infieles que no han sido bautizados ni han recibido al misionero o predicador que les hable de la fe, ya que es axioma teológico certísimo que «al que hace lo que puede (con ayuda de la gracia actual), Dios no le niega jamás su gracia». Por eso Santo Tomás no vacila en escribir las siguientes hermosísimas y consoladoras palabras :

"Del hecho de que todos los hombres tengan que creer explícitamente algunas cosas para salvarse, no se sigue inconveniente alguno si alguien ha vivido en las selvas o entre brutos animales. Porque pertenece a la divina Providencia el proveer a cada uno de las cosas necesarias para la salvación, con tal que no lo impida por su parte. Así, pues, si alguno de tal manera educado, llevado de la razón natural, se conduce de tal modo que practica el bien y huye del mal, hay que tener como cosa certísima (certissime tenendum est) que Dios le revelará, por una interna inspiración, las cosas que hay que creer necesariamente o le enviará algún predicador de la fe, como envió a San Pedro a Cornelio (Act. 20)» 12,

Ahora bien: ¿cuáles son las cosas que hay que creer indispensablemente y de una manera explícita para obtener la salvación? Vamos a verlo en la siguiente conclusión.

Conclusión 3ª. Hay que creer con fe explícita y por necesidad absoluta, o de medio, al menos las dos siguientes verdades: que existe Dios y que es remunerador (o sea, que premia a los buenos y castiga a los malos).

Se prueba:

a) LA SAGRADA ESCRITURA. Lo dice expresamente San Pablo: «Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan* (Hebr. 11,6).

b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Inocencio XI condenó la siguiente proposición laxista: «No parece necesaria con necesidad de medio sino la fe en un solo Dios, pero no la fe explícita en el Remunerador» (D 1172).

c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. Es necesario para la salvación creer, al menos implícitamente, todas las verdades de la fe, sin excluir ninguna. Ahora bien: en esas dos verdades se contienen implícitamente todas las demás. Porque en la existencia de Dios se incluyen todas sus perfecciones y atributos; y en su condición de remunerador se contiene todo el orden de su providencia, con todas las gracias, medios y auxilios que nos conducen al fin sobrenatural. Luego...

Pero adviértase bien que esta fe en la existencia y remuneración de Dios ha de ser sobrenatural. No basta la simple deducción filosófica de ambas cosas, que puede demostrarse por la simple razón natural; porque en este caso no tendríamos todavía la virtud sobrenatural de la fe ni poseeríamos implícitamente o en germen las demás virtudes sobrenaturales. Ni se sigue de esto ningún inconveniente en la práctica, pues, como acabamos de decir con palabras de Santo Tomás, si es preciso, Dios iluminará y moverá interiormente con su gracia a todos los hombres de buena voluntad del mundo para que puedan creer esas cosas sobrenaturalmente.

Conclusión 4ª. No consta con certeza absoluta que sea necesaria con necesidad de medio para la salvación la fe explícita en la Encarnación del Verbo y en la Trinidad de personas divinas. Pero es la sentencia más probable y es del todo obligatoria en la práctica.

Algunos teólogos (tales como Lugo, Pesch, .Van Noort, etc.) niegan que sea necesaria con necesidad de medio la fe explícita en esos misterios, fundándose en que San Pablo no los menciona en el texto que hemos citado en la conclusión anterior, y en que los otros testimonios escriturarios que se invocan no parecen demostrar otra cosa que la necesidad absoluta de la fe implícita en esos misterios, o, a lo sumo, la obligación de la fe explícita con necesidad de precepto una vez recibida la suficiente instrucción en la fe.

Sin embargo, la sentencia que afirma la necesidad de creer explícitamente con necesidad de medio ambas cosas, es muchísimo más probable y cuenta entre sus partidarios a Santo Tomás y a San Alfonso María de Ligorio, a quienes siguen la mayor parte de los teólogos. El mismo San Pablo dice que «la justicia de Dios (viene) por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, sin distinción» (Rom. 3,22); y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Io. 17,3). Y aunque es posible que estos textos puedan ser interpretados rectamente sin recurrir a la fe explícita, hay algunas declaraciones de la Iglesia que favorecen abiertamente la necesidad de esa fe explícita en la Encarnación y la Trinidad. Y así, por ejemplo, el Santo Oficio, respondiendo a la pregunta sobre si podría ser bautizado el adulto moribundo que, ignorando las verdades de la fe, prometiera aprenderlas al recuperar la salud, contestó el 25 de enero de 1703: «No es suficiente esa promesa, sino que el misionero tiene que explicarle al adulto, aun al moribundo, que no sea del todo incapaz, los misterios de la fe que son necesarios con necesidad de medio, como son, principalmente, los misterios de la Trinidad y de la Encarnación». Y el papa Inocencio XI condenó la siguiente proposición laxista: «El hombre es capaz de absolución aunque ignore los misterios de la fe y aunque desconozca por ignorancia, incluso culpable, el misterio de la Santísima Trinidad y de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo» (D 1214).

A pesar de estas decisiones eclesiásticas, el problema no está, sin embargo, definitivamente resuelto. Porque la decisión del Santo Oficio se refiere a un moribundo que tiene a su lado un misionero que puede explicarle, siquiera sea de manera rápida y rudimentaria, esas verdades capitales de la fe. Y en la sentencia condenada por Inocencio XI se trata de un pecador que ignora culpablemente esos misterios que, aun en la sentencia más benigna, obligan al menos con necesidad de precepto.

Con todo, teniendo en cuenta que la sentencia que exige con necesidad de medio la fe explícita en esos misterios es muchísimo más probable, es obligatorio para todos seguirla en la práctica; ya que los mismos probabilistas (cuyo sistema les permite seguir, en general, las sentencias menos probables, con tal que sean probables) excluyen expresamente de su sistema, entre otras cosas, las pertenecientes a la salvación con necesidad de medio y a la validez de los sacramentos: es obligatorio en ellas seguir siempre la sentencia más probable y segura. Lo contrario se opondría a declaraciones expresas de la Iglesia (D I151, 1154).

Por lo demás, no hay que confundir la fe explícita con el conocimiento perfecto de esos misterios. De ningún modo es necesario para la salvación este conocimiento perfecto, que no tienen los niños ni la mayor parte de los cristianos adultos. Basta conocerlos en la forma rudimentaria con que los enseña el catecismo o en forma más imperfecta todavía, con tal de recoger la substancia o esencia de esos misterios sobrenaturales. En los paganos o infieles, Dios suplirá, sin duda, con su infinita sabiduría y providencia la ignorancia invencible en que se encuentran.

II. CON NECESIDAD DE PRECEPTO

El precepto divino o eclesiástico relativo a la fe puede entenderse de dos modos: a) objetivamente, o sea, sobre las verdades que hay que creer; y b) subjetivamente, o sea, sobre la obligación de practicar actos de fe internos y externos. Vamos a examinar esos dos aspectos por separado.

A) Verdades necesarias

284. Es indudable que existe precepto divino y eclesiástico de creer explícitamente algunas verdades de la fe, e implícitamente todas las demás, sin excluir ninguna. El apóstol San Juan dice expresamente que su precepto (de Dios) es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo (1 Io. 3,23). Y la Iglesia declara expresamente en el Código canónico que "es deber propio y gravísimo, especialmente de los pastores de almas, el procurar la instrucción catequística del pueblo cristiano» (cn.1329). Y lo mismo manda a los padres, amos y padrinos con respecto a sus súbditos encomendados (cn 1335). Luego es obligatorio para todos aprender esas verdades.

Puestos a señalar cuáles son concretamente las verdades de la fe cuyo conocimiento y profesión explícita cae bajo el precepto divino o eclesiástico, los moralistas suelen indicar las siguientes:

I) BAJO PECADO GRAVE:

  1. Los dogmas fundamentales de la fe, contenidos en el Credo o Símbolo de los apóstoles.

  2. Lo que se ha de practicar, a saber, los mandamientos de Dios y de la Iglesia y los deberes del propio estado.

  3. Lo que se ha de pedir, al menos el Padrenuestro.

  4. Lo que se ha de recibir, o sea, los sacramentos.

  5. Lo que se ha de esperar, o sea, los novísimos o postrimerías del hombre.

La mayor parte de los moralistas exigen bajo pecado mortal tan sólo el conocimiento substancial de esas cosas, aunque se ignore la fórmula de memoria.

2) BAJO PECADO LEVE: el resto de la primera parte del catecismo: la señal de la cruz, el avemaría, la salve, la confesión general, etc.

B) Actos necesarios

285. Hay que distinguir entre el precepto divino y el eclesiástico y entre el acto interno y el externo. Y así:

Por derecho divino se prescribe:

1) EL ACTO INTERNO:

  1. Al niño católico al llegar al uso de razón o al suficiente conocimiento de los misterios de la fe.

  2. Al adulto acatólico al conocer que la religión católica es la verdadera. En caso de duda no está todavía obligado a creer, pero sí a seguir indagando.

  3. Al arrepentirse después de haber pecado contra la fe.

  4. Cuando la Iglesia propone con solemne definición dogmática una verdad a los fieles. Hay que aceptarla con un acto interno de fe.

  5. Frecuentemente durante la vida (D I to1 1167), aunque puede considerarse implícito en algún otro acto (v.gr., al rezar, oír misa los domingos, etc.).

  6. Siempre que sea necesario para vencer las tentaciones (sobre todo si son contra la misma fe) o para cumplir un precepto.

  7. Probablemente, a la hora de la muerte.

2) EL ACTO EXTERNO:

Negativamente en todo momento, en cuanto que siempre está prohibido negar la fe verdadera y profesar o simular una fe falsa.

Positivamente, aun con peligro de la vida, cuando lo exige así el honor de Dios o el bien del prójimo (cf. cn.1325 § 1).

a) El honor de Dios lo exige: 1º Cuando alguien es interrogado por la legítima autoridad (no por un hombre privado), y el silencio o disimulo equivaliese a negar la fe (D 1168: cf. Mt. 10,32-33)

2º. Cuando por odio a la religión fuese alguno impulsado, aun por personas privadas, a negar la fe de palabra o de obra (v.gr., el amo que obligara a sus siervos a comer carne en día de vigilia precisamente por odio a la Iglesia o desprecio de la fe),

b) El provecho espiritual del prójimo exige que profesemos externamente nuestra fe cuando de lo contrario se seguiría grave escándalo (v.gr., un sacerdote que callara al oír una herejía: sería como autorizarla ante los demás) o grave peligro espiritual (v.gr., de que los pusilánimes apostaten de la fe si no les damos ejemplo de valentía y fortaleza en confesarla).

Por derecho eclesiástico:

Están obligados a hacer pública profesión de fe, según la fórmula aprobada por la Santa Sede:

a) Todos aquellos de quienes se habla en el canon 1406 (cardenales, obispos, párrocos, etc., al tomar posesión de sus cargos).

b) Los adultos que van a recibir el bautismo. En el bautismo de los párvulos, sus padrinos recitan el Credo en nombre de ellos.

c) Los que vuelven al seno de la Iglesia católica desde la herejía e. el cisma.

286. Escolios. I.° ¿Puede ocultarse o disimularse la fe?

Como ya hemos dicho, nunca es lícito negar la fe, aunque nos cueste la propia vida. Pero en determinadas circunstancias es lícito ocultarla o disimularla, siempre que esta ocultación o disimulo no equivalga a su negación. Y así:

a) En tiempo de persecución religiosa, si la autoridad pública diera un edicto general mandando que los cristianos manifiesten públicamente su fe, nadie está obligado a obedecer (aunque en el edicto se dijera que el que no se presente se entiende que renuncia a su religión), porque esa pretendida ley es completamente injusta y no puede obligar a nadie en conciencia. Por lo que, en tiempo de persecución religiosa, los sacerdotes o simples fieles pueden ocultarse y aun huir, según las palabras de Cristo: Si os persiguen en una ciudad, huid a otra (Mt. 10,23), confirmadas por su propio ejemplo (Io. 8,59; 10,39) y el de sus apóstoles (2 Cor. 11,33; Act. 12, 8-11). Se exceptúa el caso de los pastores (obispos, párrocos...) cuya fuga expusiera a sus fieles a grave peligro de apostasía: en este caso tendrían que permanecer allí, aun con grave peligro de su vida, a ejemplo del Buen Pastor, que dió su vida por sus ovejas (Io. Io.11 ss.).

b) El sacerdote o religioso que tenga que atravesar países heréticos, puede vestir de paisano y aun comer carne en día de vigilia si de otra manera pudiera ser descubierto y padecer daño. Porque las leyes positivas de la Iglesia no obligan con grave incomodidad, y el hecho de comer carne no supone de suyo negación de la fe (a no ser que se nos obligara a ello precisamente como signo de apostasía), sino mera ocultación o disimulo de la misma.

c) El católico que come juntamente con acatólicos no está obligado a las preces de bendición de la mesa, etc., porque esas preces no son obligatorias (aunque muy recomendables) y su omisión no supone negación o desprecio de la fe. Aunque haría un acto de noble valentía confesando públicamente su religiosidad, que le atraerla, además, el respeto y admiración de los circunstantes. No hay que confundir el prudente disimulo de la fe, que puede ser licito en circunstancias especiales, con la vileza y cobardía del respeto humano.

2.° El crecimiento y desarrollo de la fe.

La fe puede y debe crecer en nosotros hasta llegar a ser intensísima, como la que tuvieron los santos que vivían de ella: El justo vive de fe (Rom. 1,17). Santo Tomás explica magistralmente los distintos aspectos que presenta el crecimiento en la fe. He aquí sus propias palabras, a las que añadimos entre paréntesis algunas pequeñas explicaciones en gracia a los no versados en teología:

«La cantidad de un hábito (en nuestro caso la fe) puede considerarse de dos modos: por parte del objeto (fe objetiva) o de su participación en el sujeto (fe subjetiva).

Ahora bien: el objeto de la fe (las verdades reveladas, fe objetiva) puede considerarse de dos modos: según su razón o motivo formal (la autoridad de Dios, que revela) o según las cosas que se nos proponen materialmente para ser creídas (todas las verdades de la fe). El objeto formal de la fe (la autoridad de Dios) es uno y simple, a saber, la Verdad primera. De donde, por esta parte, la fe no se diversifica en los creyentes, sino que es una específicamente en todos (o se acepta la autoridad de Dios o no; no hay término medio para nadie). Pero las cosas que se nos proponen materialmente para creer son muchas (todas las verdades de la fe) y pueden conocerse más o menos explícitamente (el teólogo conoce muchas más y mejor que el simple fiel). Y, según esto, puede un hombre conocer y creer explícitamente más cosas que otros. Y así puede haber en uno mayor fe según la mayor explicación de esa fe.

Pero, si se considera la fe según su participación en el sujeto (fe subjetiva), puede acontecer de dos modos. Porque el acto de fe procede del entendimiento (es el que asiente a las verdades reveladas) y de la voluntad (que es la que, movida por Dios y por la libertad del hombre, impone ese asentimiento a la inteligencia). En este sentido puede la fe ser mayor en uno que en otro; por parte del entendimiento, por la mayor certeza y firmeza (en ese asentimiento), y por parte de la voluntad, por la mayor prontitud, devoción o confianza (con que impera a la inteligencia aquel asentimiento) 15

ARTICULO III
Los pecados contra la fe

En general, se puede pecar contra cualquier virtud por dos capítulos opuestos: por exceso y por defecto. La razón es porque las virtudes—como dijimos al hablar de todas ellas en general—consisten en el justo medio entre dos extremos; y aunque esto corresponde propiamente a las virtudes morales, repercute de alguna manera en las teologales, al menos por parte del sujeto y del modo de practicarlas.

He aquí, en esquema, los pecados opuestos a la fe que vamos a examinar a continuación:

1. PECADOS POR EXCESO

Propiamente hablando, no pueden darse pecados por exceso contra la fe, como quiera que en su objeto—la infinita verdad y veracidad divinas—no cabe la exageración. Pero se dan impropiamente, en cuanto que pueden tomarse como verdades pertenecientes a la fe algunas que de ningún modo pertenecen a ella. Esta aberración da origen a los dos pecados por ex que recoge el croquis anterior: la excesiva credulidad y la superstición} uno de sus aspectos.

A) La excesiva credulidad

287. I. Noción. Consiste en admitir con demasiada facilidad y sin suficiente fundamento, como pertenecientes a la fe, ciertas verdades y opiniones que están muy lejos de pertenecer a ella. Suele darse con frecuencia entre gente devota e ignorante, que concede importancia extraordinaria a la menor manifestación o profecía de cualquier visionario o visionaria.

La Sagrada Escritura nos pone en guardia contra esta excesiva credulidad: Carísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, si son de Dios, porque muchos seudoprofetas se han levantado en el mundo (I Io. 4,1). Y San Juan de la Cruz escribió páginas admirables para demostrar que esta excesiva credulidad en admitir visiones, revelaciones y profecías privadas supone falta de fe, como si no fuera bastante la divina revelación oficial. Hay que evitar, sin embargo, caer en el extremo opuesto, o sea, en una hipercrítica racionalista que hiciera dudar hasta de las revelaciones privadas aprobadas por la Iglesia (tales como las de Lourdes, Fátima, etc.), que, sin pertenecer por ello al depósito de la revelación ni ser objeto de fe divina, sería presuntuoso y temerario rechazar.

288. 2. Malicia. Teniendo en cuenta la buena fe de los que suelen incurrir en este error, su ignorancia y la calidad de las cosas creídas—muchas veces buenas o al menos indiferentes—, este pecado de la excesiva credulidad no suele pasar de leve y venial, a no ser que llevara consigo obstinación y rebeldía contra la autoridad eclesiástica al dar ésta un dictamen contrario a aquellas creencias infundadas.

B) La superstición

289. Propiamente hablando, la superstición es un pecado contrario por exceso a la virtud de la religión, y allí lo estudiaremos ampliamente. Pero se relaciona también con la virtud de la fe, en cuanto suele ir acompañado del pecado de excesiva credulidad que acabamos de denunciar. Presenta muchas formas, que estudiaremos en su lugar propio (cf. n.357 ss.).

II. PECADOS POR DEFECTO

Procediendo de mayor a menor alejamiento de la fe, son los siguientes: infidelidad, apostasía, herejía, duda, ignorancia y omisión de sus actos.

A) La infidelidad

290. I. Noción y división. La infidelidad propiamente dicha es la carencia de fe en quien no está bautizado. En sentido más amplio se entiende por tal cualquier pecado contra la fe. Aquí empleamos esta expresión en su sentido propio. Se distinguen tres clases de infidelidad:

  1. Negativa o material: es la carencia de fe en quien no ha tenido nunca la menor noticia de la verdadera religión (muchos paganos y salajes).

  2. Privativa: es la carencia de fe en el que, por su propia culpa, ha descuidado instruirse en ella teniendo ocasióñ oportuna para ello.

  3. Positiva o formal: es la carencia de fe en quien la rechaza positivamente o la desprecia después de haber sido suficientemente instruido en ella.

291. 2. Malicia. Es muy varia, según la clase de infidelidad. Y así:

a) LA INFIDELIDAD PURAMENTE NEGATIVA O MATERIAL no es pecado alguno, ya que es del todo involuntaria. La Iglesia condenó una proposición de Bayo que decía lo contrario (D Io68).

Sin embargo, la situación moral de estos infelices es desgraciadísima. Ya que, aunque pueden realizar algunas buenas obras y obtener de la misericordia de Dios la gracia de la justificación mediante el arrepentimiento de sus pecados y el implícito deseo del bautismo, carecen de los poderosos auxilios de la verdadera religión (sacramentos, etc.) y es muy difícil que puedan superar sus propias pasiones, que les arrastran al mal. Nunca se fomentará bastante el celo apostólico y misionero por la conversión de los pobres paganos, que debe albergarse en el corazón de todo cristiano. La ayuda a las misiones (oración, sacrificio y limosna) es uno de nuestros principales deberes como bautizados.

b) LA INFIDELIDAD PRIVATIVA es siempre pecado grave, porque es voluntaria y culpable. Se trata de un asunto gravísimo, relacionado directamente con el honor de Dios y nuestra propia salvación; y nadie puede descuidar el instruirse convenientemente en la verdadera fe, como si se tratara de cosa de poca importancia.

El infiel o hereje que empieza a sospechar que el catolicismo es la verdadera religión, tiene obligación de instruirse diligentemente hasta hallar la verdad; y si lo descuida, peca gravemente contra la fe. Y puede tener por cierto que, si estudia, se humilla y, sobre todo, ora con fervor y perseverancia, Dios no le negará la gracia soberana de la fe.

c) LA INFIDELIDAD POSITIVA O FORMAL es siempre pecado gravísimo contra la fe. Es uno de los mayores pecados que se pueden cometer (sólo le supera el odio a Dios, que se opone directamente a la caridad), y, desde luego, el más peligroso de todos, ya que rechaza el principio y fundamento mismo de la salvación eterna. Por eso el Señor nos dice terminantemente en el Evangelio que el que no creyere—después de la predicación de los apóstoles—se condenará (Mc. 16,16).

Las principales formas o especies de infidelidad positiva son: a) el paganismo positivo (en el infiel o salvaje que rehusa aceptar la verdadera fe después de suficientemente instruido en ella), y b) el judaísmo, que espera todavía, con increíble insensatez, el advenimiento del Mesías, rechazando al verdadero—Cristo nuestro Señor—, que vino hace ya veinte siglos.

292. Escolios. I.° ¿Puede obligarse a los infieles a abrazar la verdadera fe?

De ninguna manera. Porque la Iglesia no tiene jurisdicción sobre los no bautizados, y la fe, además, ha de abrazarse libre y voluntariamente para que sea verdadera fe. Lo confirma el Derecho canónico al prohibir bautizar a los niños de los infieles sin el consentimiento de éstos (a no ser en peligro cierto de muerte, porque entonces prevalece el derecho del niño a salvarse) y a los adultos que no quieran voluntariamente recibir el bautismo (cn 750-752).

La Iglesia puede, en cambio, obligar a los apóstatas y herejes a que vuelvan a la verdadera fe (y lo hace, v.gr., imponiéndoles la excomunión y otras penas eclesiásticas), porque, estando bautizados, tiene plena jurisdicción sobre ellos.

2º. ¿Cuáles son los deberes de los príncipes o gobernantes católicos respecto a los infieles?

No pueden aprobar, ni fomentar, ni favorecer en modo alguno los ritos de los infieles (v.gr., construyéndoles una iglesia, concediéndoles subvenciones económicas, etc.). Pero, con justas y graves causas (v.gr., para evitar mayores males), pueden tolerar el culto privado en sus sinagogas o iglesias, pero prohibiéndoles el culto o la propaganda pública y, sobre todo, poner obstáculos al culto y propaganda católica. Dígase lo mismo de los herejes (protestantes y cismáticos). Sólo un liberalismo trasnochado y anticatólico puede tener la ridícula pretensión de que el error ha de ser tratado igual que la verdad y tener los mismos derechos que ella.

B) La apostasía

293. La palabra apostasía significa, en general, apartamiento o abandono. De suyo puede referirse a cualquier otra cosa, pero desde el punto de vista eclesiástico se restringe su sentido al apartamiento o abandono de Dios.

Ahora bien: como el hombre puede unirse con Dios de tres maneras, a saber: por la fe, por el orden sagrado y por los votos religiosos, hay tres clases distintas de apostasía correspondientes a cada una de esas tres uniones. Sólo la apostasía de la fe destruye directamente la misma fe; pero vamos a estudiar brevemente también las otras dos.

a) APOSTASÍA DE LA FE es el abandono total de la fe cristiana recibida en el bautismo.

No se distingue esencialmente de la simple herejía, sino que es la misma herejía total o universal. La simple herejía es un error pertinaz contra una o varias verdades reveladas por Dios; y la apostasía es la negación universal de todas ellas, después de haber sido bautizado. En este sentido es mayor pecado que la herejía, aunque dentro de su misma línea.

Para incurrir en el crimen de apostasía no se requiere el tránsito del catolicismo a una religión falsa. Por lo cual son verdaderos apóstatas los que, después de recibir el bautismo, se han apartado totalmente de la fe católica, cayendo en la incredulidad, el ateísmo, el libre pensamiento, el racionalismo, el panteísmo, el teosofismo, el indiferentismo religioso y demás errores incompatibles con la fe católica, aunque no hayan ingresado en el judaísmo o en alguna religión pagana.

La apostasía es, de suyo, un pecado gravísimo contra la fe. El apóstata incurre en las mismas penas que los herejes. Hablaremos en seguida de ellas.

b) APOSTASÍA DEL ORDEN SAGRADO es el abandono del estado clerical y la vuelta al estado laical hecha por propia autoridad por el clérigo ordenado in sacris.

Para que se produzca este delito tienen que reunirse esas dos condiciones: ordenación in sacris (de subdiácono para arriba) y por propia autoridad. El que abandona por su propia cuenta las órdenes menores, o las mayores con legítima dispensa pontificia, no es apóstata.

Esta apostasía es siempre gravísimo pecado. El desgraciado que incurrió en ella tiene obligación de volver cuanto antes al estado clerical, y mientras no obtenga legítima dispensa pontificia, permanece sujeto a todos los deberes y obligaciones inherentes s su estado (castidad, rezo del breviario, etc.).

e) APOSTASÍA DE LA RELIGIÓN es la del «profeso de votos perpetuos, sean solemnes o simples, que ilegítimamente sale de la casa religiosa con ánimo de no volver, o el que, aun habiendo salido legítimamente, no vuelve a ella, con el intento de substraerse a la obediencia religiosa» (cn.644 § I).

El tal apóstata comete un grave pecado, queda ipso facto excomulgado, permanece sujeto a todas sus obligaciones religiosas, queda privado de todos sus privilegios religiosos y, si vuelve a la religión—a lo cual está obligado cuanto antes—, queda privado para siempre de voz activa y pasiva (o sea del derecho a elegir o ser elegido) y debe sufrir las demás penas señaladas a los apóstatas en sus propias constituciones (cf. cn.645 y 2385).

C) La herejía

294. I. Noción y división. La palabra herejía (del griego aipsais: selección) designa la actitud del que elige o selecciona algunas verdades de la fe, rechazando las demás. Como pecado especial contra la fe se la define: el error voluntario y pertinaz de un bautizado contra alguna verdad de la fe católica. Ese error puede ser una negación o una duda voluntaria. Dice el Código canónico:

«Si alguien, después de haber recibido el bautismo, conservando el nombre de cristiano, niega pertinazmente alguna de las verdades que han de ser creídas con fe divina y católica, o la pone en duda, es hereje; si abandona por completo la fe cristiana, es apóstata; finalmente, si rehusa someterse al Sumo Pontífice o se niega a comunicar con los miembros de la Iglesia que le están sometidos, es cismático» (cn.1325 § 2).

En realidad, toda herejía parcial coincide en el fondo con la apostasía total de la fe. Porque, rechazada una verdad cualquiera de fe, se rechaza el motivo formal de la misma, que es la autoridad de Dios, que revela, y no el propio capricho selectivo para escoger ésta o la otra verdad. Por eso Santo Tomás dice expresamente que la «apostasía no importa una determinada especie de infidelidad, sino cierta circunstancia agravantes (II-11,12,1 ad 3).

El siguiente cuadro esquemático muestra las principales divisiones de la herejía:

295. 2. Malicia. Depende de la clase de herejía. Y así:

1º. La herejía puramente material no es pecado de suyo, pero puede serlo en circunstancias especiales.

De suyo no es pecado porque es involuntaria y, por lo mismo, inculpable. Pero podría ser pecado si surgieran dudas sobre la legitimidad de aquella secta u opinión herética y no se hiciera diligencia alguna para averiguar la verdad. Si las dudas fueran graves, se cometería pecado mortal (de ignorancia en la fe, no propiamente de herejía); si fueran leves, no pasaría de pecado venial.

Es HEREJE PURAMENTE MATERIAL:

  1. El que está en disposición de someterse al juicio de la Iglesia al advertir el error.

  2. El que desconoce por completo la verdadera fe y nunca ha dudado de su religión.

  3. El que, dudando de su fe, hizo las diligencias posibles para averiguar la verdad.

El que, llevado por el respeto humano, o el miedo a los castigos, o la simple negligencia, retrasa su conversión a la fe, no es propiamente hereje; pero peca gravemente contra el precepto afirmativo de la fe si la retrasa por mucho tiempo, y gravísimamente si decide no convertirse nunca, aunque sea por motivos extrínsecos a la fe. Si muere en ese estado sin arrepentirse, no se puede salvar (cf. Mc. 16,16).

2º. La herejía formal es pecado gravísimo en toda su extensión y no admite parvedad de materia.

Porque el que rechaza voluntariamente y con pertinacia una verdad que la Iglesia propone como revelada por Dios, comete una grave injuria contra el mismo Dios y la Iglesia y, juntamente con la gracia y la caridad, pierde o destruye el hábito mismo de la fe, que es el principio y la raíz de la justificación.

No admite parvedad de materia, porque el desprecio de la autoridad de Dios y de la Iglesia envuelve siempre un grave desorden, por insignificante que sea la materia sobre que recaiga. Hay que añadir, además, la circunstancia del grave escándalo que con ello se da.

Es HEREJE FORMAL:

a) El que, dudando seriamente de su fe, no quiere salir de su duda,

b) El que de propósito aparta su atención de los motivos de credibilidad que presenta la Iglesia católica y está dispuesto a perseverar en su falsa religión, aunque llegue a conocer la verdad.

c) El que, después de conocida la verdad, sigue haciendo oposición a la Iglesia (pecado gravísimo, contra el Espíritu Santo).

d) El que duda voluntariamente de algún artículo que sabe ser de fe.

No sería hereje formal ni material el que, por pura fanfarronada, dijera algo contra la fe, pero sin sentirlo interiormente, aunque desde luego cometería un grave pecado contra la fe, con la agravante del escándalo. En cambio, sería hereje el que negara pertinazmente una doctrina cualquiera ajena a la fe creyendo que se trataba de una verdad de fe.

3º. El que rehúsa aceptar las proposiciones doctrinales que la Iglesia presenta como no reveladas, no es propiamente hereje; pero peca gravemente contra la obediencia debida a la autoridad de la Iglesia en doctrinas relacionadas con la fe y las costumbres aunque no sean expresamente reveladas.

Que no es propiamente hereje es evidente, pues con ello no se opone a la autoridad de Dios, que revela (objeto formal de la fe), sino únicamente al magisterio eclesiástico en doctrinas no reveladas. Pero es claro también que peca gravemente contra la sujeción y obediencia debidas a la autoridad de la Iglesia cuando propone a los fieles con su magisterio auténtico (aunque no infalible) doctrinas relacionadas con la fe y las costumbres o para defensa de ellas, ya que siempre se trata de cosa grave, como procedente de la Iglesia, regida y gobernada por el Espíritu Santo. Y así, v.gr., pecaría mortalmente el que se opusiera pertinazmente a alguna enseñanza dada por el Papa en alguna encíclica dirigida a toda la Iglesia, aunque no se refiriese a materia estrictamente dogmática.

Y nótese que no basta para evitar el pecado el llamado silencio obsequioso del que calla exteriormente, pero disiente por dentro, sino que hay que rendirse incluso interiormente ante la autoridad de la Iglesia.

296. 3. Penas eclesiásticas. La Iglesia castiga con graves penas la herejía formal externa, y con mayor razón, la apostasía total de la fe.

Nótese que para incurrir en el gravísimo pecado de herejía formal basta negar la fe interiormente o dudar voluntariamente de ella. Pero para incurrir, además, en las penas eclesiásticas se requiere la manifestación externa de la herejía, ya sea de una manera oculta o conocida de muy pocos (v.gr., afirmando en una carta particular alguna proposición herética a sabiendas de que lo es), ya de una manera del todo pública y descarada (v.gr., en un discurso, un libro, etc.). La razón es porque la Iglesia no suele sancionar por su cuenta más que los delitos externos, según el conocido aforismo: De internis non iudicat Ecclesia.

He aquí las penas eclesiásticas en que incurren los apóstatas y los herejes formales externos, públicos u ocultos:

1. Excomunión latae sententiae (o sea, ipso facto, sin necesidad de sentencia expresa), reservada al Papa de una manera especial (cn.2314 § 1 n.1).

2. Privación de los beneficios, dignidades, pensiones, oficios y demás cargos eclesiásticos (ibíd., n.2).

3. Deposición o degradación de los clérigos que no se arrepientan después de repetida la amonestación (ibíd., n.z).

4. Infamia de derecho e incapacidad para emitir sufragio en elecciones eclesiásticas, si dieron su nombre o se adhirieron públicamente a las se heréticas o cismáticas (ibfd., n.3; cn.167 § 1 n.4).

5. Irregularidad por delito y por defecto si dieron su nombre o se hirieron públicamente a una secta acatólica, por la infamia de derecha (cn.985,1.°; 984, 5º)

6. Privación de la sepultura eclesiástica (cn.124o § r n.i). La razón es porque el hereje que vivió en vida voluntariamente separado de la Iglesia no puede juntarse en el cementerio con los fieles cristianos.

Cómo puede obtenerse la absolución de estas penas o censuras, lo dire,. mos en el segundo volumen de esta obra al hablar de las penas y censuras eclesiásticas.

297. 4. Principales herejías y errores modernos. El papa; Pío XII, en su encíclica Humani generis, del 12 de agosto de 1950, denuncia las principales herejías y errores modernos, que ningún católico puede defender. Entre ellos se cuenta el evolucionismo panteísta, el poligenismo, el materialismo histórico o dialéctico, el idealismo, el inmanentismo, el modernismo, el existencialismo, el falso historicismo, el irenismo, el relativismo dogmático, el menosprecio del magisterio de la Iglesia, la nueva teología, etc. Sabido es que la Santa Sede ha condenado como heréticos algunos sistemas políticos que profesan doctrinas materialistas y ateas, tales como el liberalismo absoluto, el socialismo marxista, el desaparecido nazismo alemán y el comunismo. Ultimamente el papa Pío XII condenó la llamada moral nueva o de la situación, que rechaza las normas de moralidad objetivas y universales, para caer en un subjetivismo desenfrenado, en el que cada persona particular sería el único árbitro de su «caso moral», que no se repetiría jamás en ninguna otra persona humana 19,

La Iglesia ha condenado también repetidas veces como heréticas a la masonería y otras sectas anticatólicas.

298. 5. ¿Puede perderse la fe sin haber pecado contra ella? A esta interesantísima pregunta contestamos con la siguiente

Conclusión: No repugna absoluta o metafísicamente que se pierda la fe católica sin haber cometido ningún pecado directo contra ella, o sea, sin haber negado ningún artículo de la fe. Sin embargo, esto es práctica y psicológicamente imposible en el que ha sido educado católicamente.

La primera parte es clara teóricamente. No repugna que un hombre corneta multitud de pecados contra otras virtudes (v.gr., de impureza, orgullo, etcétera) sin haber negado nunca ningún artículo de la fe. Y puede ocurra que Dios, en castigo de aquellos pecados, vaya retirando sus gracias y luces hasta dejar en las tinieblas a aquel pecador empedernido, y entonces sobreviene la pérdida total de la fe.

La segunda parte es también clara. Porque en la práctica es psicológicamente imposible que durante ese largo proceso de pecados y de descristianización no surjan multitud de dudas contra la fe excitadas por los mismos remordimientos del pecador, que se va alejando cada vez más de Dios. Por lo mismo, es prácticamente imposible llegar a perder del todo la fe (apostasía total) sin haber pecado repetidamente contra ella.

Lo que es del todo claro e indiscutible es que nadie puede perder la fe sin propia culpa. Porque, como dice el apóstol San Pablo, los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rom. 11,29) y a nadie se los retira si no se hace voluntariamente indigno de ellos. Es axioma teológico que «Dios no abandona a nadie si no es abandonado primero» (Deus non deserit nisi prius deseratur). Lo cual, por un lado, ha de hacernos evitar cuidadosamente cualquier clase de pecados que podrían acarrearnos la tremenda desventura de la pérdida de la fe; pero ha de tranquilizarnos profundamente por otro lado, ya que, si hacemos lo que podamos por nuestra parte para conservarla y se la pedimos humilde y perseverantemente a Dios, podemos estar ciertos de que no nos faltará su ayuda para conservar intacto hasta la muerte el tesoro sacrosanto de la fe.

D) La duda contra la fe

299. «No es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe» (D 1794).

Estas palabras del concilio vaticano, sobre las que recayó una expresa definición dogmática del mismo concilio rechazando la doctrina contraria de Hermes (D 1815), obligan a hacer una distinción entre católicos y no católicos con relación a las dudas en materia de fe. Y así :

a) Entre católicos

1) El que duda voluntaria y positivamente de algún dogma ya definido y propuesto por la Iglesia, juzgando que no es del todo cierto o seguro por las razones que sean, incurre, sin duda alguna, en la herejía formal y peca gravísimamente.

2) Si duda negativamente, o sea suspendiendo el juicio acerca de algún artículo de la fe, hay que distinguir:

a) Si suspende deliberada y pertinazmente su asentimiento porque juzga que el juicio de la Iglesia no tiene suficiente fundamento para ser creído, comete un pecado gravísimo de herejía formal.

b) Si suspende su asentimiento con advertencia voluntaria, pero sin pertinacia (o sea, dispuesto a acatar la verdad cuando se presente con claridad a su espíritu), peca gravemente contra la fe; pero no es estrictamente hereje, puesto que no ha elegido pertinazmente lo contrario de lo que siente la Iglesia.

c) Si se trata únicamente de dudas o asaltos reiterados contra la fe, pero sin admitirlos en modo alguno y rechazándolos en seguida al advertirlos, no hay pecado alguno, por muy fuertes y persistentes que sean, pues no pasan de tentaciones contra la fe. Podría haber un pecado venial de negligencia si la repulsa a esas tentaciones no fuera todo lo rápida y enérgica que debiera ser.

b) Entre los herejes materiales

1) Pueden y deben admitir las dudas contra su falsa religión c comienzan a sospechar que están en el error. Si rehusan investigar la ver pecan grave y levemente contra la fe según la clase de duda y la negligeie en disiparla; pero no son herejes formales mientras no rechacen pertinazmente convertirse al catolicismo después de haberles sido mostrado suficientemente que es la única religión verdadera.

2) Cualquier hereje material dotado de espíritu reflexivo puede descl• brir sin gran esfuerzo o, al menos, sospechar fuertemente la falsedad ele su religión en su misma falta de unidad (son infinitas las sectas que cada día se van multiplicando, rechazando unas lo que aceptan las otras, etc)'.; en la ausencia de santidad en sus procedimientos y en sus miembros; en su carencia total de catolicidad, acantonadas tan sólo a una o pocas regiones; y en su completa desvinculación de la apostolicidad (arrancan de Focio, Miguel Cerulario, Lutero, Calvino o algún otro heresiarca posterior), que son las cuatro notas típicas de la verdadera Iglesia de Cristo y sólo se encuentran en la Iglesia católica romana.

E) La ignorancia de la fe

300. Como ya dijimos al hablar de la necesidad de la fe, hay obligación grave de aprender las cosas necesarias con necesidad de medio y de precepto y, en general, todas aquellas verdades de fe que son necesarias pera llevar una vida auténticamente cristiana y para el recto desempeño de los deberes del propio estado. El que descuida por culpable negligencia este deber, comete un pecado muy grave de ignorancia voluntaria, que puede traerle fatales consecuencias en este mundo y en el otro.

Es deber gravísimo de los párrocos adoctrinar al pueblo fiel en las verdades de la fe (cf. en. 1329). Y este deber alcanza proporcionalmente a los padres, amos y padrinos con relación a sus hijos, criados o afiliados (cn 1335)

F) Omisión de los actos de fe

301. Puede, finalmente, pecarse directamente contra la fe, omitiendo su ejercicio en las circunstancias y casos en que es obligatorio. Cuáles sean concretamente, ya lo dijimos al hablar de la obligación de los actos de fe.


ARTICULO IV

Peligros contra
la fe

Además de los pecados que se oponen directamente a ella, la fe puede encontrar en su camino multitud de obstáculos y peligros. Los principales son cuatro, que vamos a examinar brevemente: el trato con acatólicos, las escuelas acatólicas, la lectura de libros heréticos y el matrimonio con incrédulos o herejes. Al final hablaremos en forma de breve escolio de los peligros internos contra la fe.

A) El trato con acatólicos

302. Se comprende sin esfuerzo que el trato con personas acatólicas represente un peligro para la verdadera fe, sobre todo si se trata de una persona sencilla o de poca formación religiosa. Por eso la Iglesia, como madre solícita, se ha preocupado, a través de los siglos, de preservar a sus hijos de semejante peligro, legislando sobre ello según lo exigían las circunstancias y costumbres de las distintas épocas de la historia.

PRENOTANDO. Cabe distinguir un triple trato con los acatólicos: en lo puramente civil, en lo estrictamente religioso y en lo mixto. He aquí lo que hay que decir en cada caso:

1º. La comunicación en cosas meramente civiles, si se evita todo peligro de perversión o escándalo, no está prohibida por ningún derecho.

Nótese, sin embargo, que es preciso evitar todo peligro de perversión o de escándalo, porque, de lo contrario, estaría prohibida por la ley natural y divina. Y así hay que evitar las conversaciones con los herejes en torno a la fe, la discusión pública con ellos—expresamente prohibida, como veremos en seguida—y otras cosas semejantes. San Pablo escribía expresamente a su discípulo Tito: Al hereje, después de una y otra amonestación, evítale, considerando que está pervertido (Tit. 3,10-11). Y en su carta a los Romanos les dice que eviten su trato, porque con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los incautos (Rom. 16,18).

La Iglesia prohibe expresamente asistir a bailes y diversiones que celebren los masones en cuanto tales 21.

2º. En las cosas estrictamente religiosas está absolutamente prohibida por la ley natural y positiva la comunicación activa con los herejes.

He aquí la actual legislación de la Iglesia sobre este particular:

«No es lícito a los fieles asistir activamente o tomar parte, de cualquier modo que sea, en las funciones sagradas de los acatólicos* (cn.1258 § 1).

«Sin licencia de la Santa Sede o, si el caso urge, del ordinario local, se guardarán los católicos de tener disputas o conferencias, sobre todo públicas, con los acatólicos» (cn. 1325 § 3).

«Es sospechoso de herejía el que espontáneamente y a sabiendas ayuda de cualquier modo a la propagación de la herejía o participa in divinis con los herejes, en contra de lo que prescribe el canon 1258" (cn.2316).

a) LOS CATÓLICOS:

No pueden hacer de padrinos en los bautizos de los acatólicos, pues esto sería comunicación activa en cosas sagradas. Tampoco pueden escuchar sus sermones o discursos de propaganda de sus ideas heréticas.

Pueden, evitando el escándalo, visitar sus templos por curiosidad o interés artístico, e incluso rezar privadamente ante los cadáveres de acatólicos. Pero no pueden tomar parte en sociedades teosóficas, ni en la constituida en Londres para la unión de los cristianos, ni en asambleas convocadas para fomentar semejante unión

Las religiosas en los hospitales y el católico en cuya casa se halle enfermo un hereje han de conducirse pasivamente si el enfermo pide un ministro hel, rético para que le asista como tal. Pero si no hubiera otra persona de su misma secta y se temieran males mayores (v.gr., blasfemias o desesperación del enfermo), podrían transmitir el encargo al ministro herético para que visite al enfermo.

b) Los ACATÓLICOS:

Pueden asistir en privado a las ceremonias católicas, al culto y, sobre todo, a la predicación. La Iglesia no sólo no se lo prohíbe, sino que lo desea, para que el esplendor del culto católico y la predicación de la divina palabra faciliten su conversión a la verdadera fe. Sin embargo, no pueden participar en los sacramentos ni ganar indulgencias u otras gracias, porque esto es propio y exclusivo de los miembros verdaderos de la Iglesia. Ni pueden ser padrinos en un bautismo católico, ni tomar parte activa en el' culto católico (v.gr., llevando vela en la procesión), ni tocar el órgano en nuestras iglesias (a no ser con grave causa y evitando el escándalo), ni intervenir como cantores en el culto católico, etc.

3.° En las cosas mixtas se permite la presencia puramente material con grave causa y evitando todo peligro de perversión o de escándalo.

*Por razón de un cargo civil o por tributar un honor habiendo causa grave, que en caso de duda debe ser aprobada por el obispo, se puede tolerar la presencia pasiva o puramente material en los entierros de loa acatólicos, en las bodas u otras solemnidades por el estilo, con tal que no haya peligro de perversión ni de escándalo» (cn.1258 § 2).

B) Las escuelas acatólicas

303. PRENOTANDO. La expresión escuela acatólica puede tomarse en dos sentidos: a) positivamente acatólica, o sea, aquella en la que se enseña la infidelidad o la herejía abierta y exprofesamente; y b) la escuela neutra, que admite a católicos y anticatólicos y prescinde de toda enseñanza religiosa.

He aquí los principios que rigen esta delicada cuestión:

1º. No es lícito jamás asistir a las escuelas positivamente acatólicas en las que no puede removerse el peligro de perversión.

La razón es clarísima: no es lícito jamás exponerse a un peligro grave y próximo de perder la fe. En esas escuelas se combate directamente la fe católica, o al menos indirectamente, al presentar como verdadera una religión falsa; se rezan preces heréticas y se respira un ambiente del todo contrario y adverso a la verdadera fe. Los padres católicos que envían a sus hijos a estas escuelas, aunque sea con el pretexto de que enseñan muy bien otras materias profanas, pecan gravísimamente y son indignos de la absolución sacramental, por el grave peligro a que exponen a sus hijos.

2º. Aunque en especiales circunstancias y con las debidas precauciones podría tolerarse la asistencia a las escuelas acatólicas neutras, hay que desaconsejarlas en absoluto a los católicos.

Lo preceptúa expresamente el Código canónico, y se comprende sin esfuerzo la razón. He aquí las palabras del Código.

*Los niños católicos no deben asistir a las escuelas acatólicas, neutras o mixtas, es decir, que también están abiertas para los acatólicos. Al ordinario local exclusivamente pertenece determinar, en conformidad con las instrucciones de la Sede Apostólica, en qué circunstancias y con qué cautelas, para evitar el peligro de perversión, se puede tolerar la asistencia a dichas escuelas» (cn.1374).

La razón es porque, aunque en menor grado que en las escuelas positivamente acatólicas, existen también en las neutras verdaderos peligros para la fe de los niños católicos: por la mezcla y trato con los acatólicos, por la ausencia de enseñanza religiosa (que sugiere a los niños la idea de que la religión es una cosa para uso puramente doméstico y privado), etc.

En circunstancias especiales, a juicio del obispo, podría tolerarse la asistencia a esas escuelas tomando las debidas precauciones: v.gr., para que los niños no reciban daño de los maestros o condiscípulos acatólicos o de los libros que estudian; dándoles en otra parte una diligente instrucción católica; haciendo que frecuenten los santos sacramentos y lleven una vida piadosa, etc.

C) La lectura de libros heréticos

304. Es otro de los mayores peligros que pueden presentársele a la fe. Una de las armas preferidas por los enemigos de la Iglesia para combatirla es la prensa y literatura anticatólica. El que se llamó *gran escándalo del siglo xix», o sea, la apostasía de las masas obreras y su alejamiento de la Iglesia, se debió en parte grandísima a la propaganda de la prensa y literatura anticatólica. En España se repartieron gratuitamente, a la salida de las fábricas, un millón de ejemplares de un folleto impío e insensato contra la religión, que causó gravísimos estragos entre el proletariado español, desprovisto de la suficiente cultura y formación religiosa para deshacer aquellos ridículos argumentos. Se comprende que la Iglesia prohiba terminantemente la lectura de tales libros y castigue severamente—con excomunión especialmente reservada al Papa—el quebrantamiento  voluntario de esta prohibición (cn.2318 § 1).

Volveremos sobre esto al hablar de los mandamientos de la Iglesia en torno a la virtud de la religión (cf. n. 436-42).

D) El matrimonio con herejes o incrédulos

305. La Iglesia se ha opuesto siempre a los llamados matrimonios mixtos entre católicos y acatólicos, desaconsejándolos positiva-mente por los grandes peligros que representan para la parte católica. Sin embargo, para evitar mayores males (v. gr., el concubinato), a veces los tolera, pero siempre a base de determinadas condiciones (bautismo y educación católica de todos los hijos, libertad al cónyuge católico para practicar sin obstáculos su religión, etc.). Volveremos sobre esto al hablar de los impedimentos del matrimonio (en el segundo volumen de esta obra). He aquí, en resumen, la legislación eclesiástica en torno a los matrimonios con acatólicos:

1º. El matrimonio entre un católico y un infiel no bautizado es nulo, por el impedimento dirimente de disparidad de cultos (cn.1070).

2º. El matrimonio entre un católico y un acatólico bautizado (v.gr., protestante o cismático) es gravemente ilícito (impedimento impediente de mixta religión), a no ser que preceda legítima dispensa y con las demás condiciones que impone la Iglesia (cn. 1060-1061).

3º. Si, contraído ya el matrimonio, uno de los cónyuges cae en la he. rejía, dando su nombre a una secta acatólica, o educa acatólicamente a les hijos, se permite al católico separarse de su cónyuge con autorización del ordinario local, y aun por propia autoridad si le consta con certeza y hay peligro en la tardanza (en. 1131 § 1). Claro que el así separado no puede en modo alguno contraer matrimonio con otra persona mientras viva su cónyuge.

4º. Los católicos que sin dispensa de la Iglesia se atrevieren a contraer matrimonio mixto, aunque sea válido, quedan excluidos ipso facto de los actos legítimamente eclesiásticos y de los sacramentales hasta que hayan obtenido dispensa del ordinario (cn.2375). Para que el ordinario pueda conceder la dispensa de la pena es necesario que la parte católica dé satisfacción y prometa que hará cuanto esté en su mano para que toda la prole sea educada en la religión católica (S. C. S. Ofic., 23 agosto 1877 y 10 febrero 1892).

Todos estos inconvenientes de los matrimonios contraídos con acatólicos ocurren también, en mayor o menor grado, en los contraídos con incrédulos, librepensadores, etc., o los que dieron su nombre a asociaciones condenadas por la Iglesia (masonería, comunismo, etc.). Por eso la Iglesia ordena que se desaconseje a los fieles la celebración de esos matrimonios y prohibe al párroco asistir a ellos, a no ser que especiales y graves circunstancias aconsejen otra cosa y se den las suficientes garantías para el cónyuge católico y para la educación católica de los hijos (cn.1o65).

306. Escolio. Los peligros internos contra la fe.

Además de los peligros externos, la fe tiene también sus peligros y enemigos internos. Los principales son dos:

1º. LA SOBERBIA U ORGULLO. La fe, en efecto, exige el humilde sometimiento de la inteligencia y de la voluntad ante unas verdades cuya evidencia intrínseca no puede verse y que se aceptan únicamente por la autoridad de Dios, que las revela. Esto se le hace muy difícil al soberbio. Y así vemos que hombres sencillos y humildes, y hasta pobres mujeres ignorantes, tienen a veces una fe mucho más viva y penetrante que muchos teólogos eruditísimos, que a veces pierden incluso la fe arrastrados por la soberbia.

2º. LA VIDA INMORAL. Se comprende perfectamente. La transgresión continua y culpable de la ley de Dios (deshonestidades, negocios sucios, etc.) produce en el alma del pecador un desasosiego cada vez mayor contra la ley de Dios, que le prohíbe entregarse con tranquilidad a sus desórdenes. Esta situación psicológica tiene que desembocar lógicamente, tarde o temprano, en una de estas dos soluciones: el abandono del pecado o el abandono de la fe. Si a esto añadimos que Dios va retirando cada vez más sus gracias y sus luces en castigo de los pecados cometidos, no es de maravillar que el desgraciado pecador acabe apostatando de la fe. No cabe duda: la inmoralidad desenfrenada que reina en el mundo de hoy es una de las causas principalísimas—la más importante después de la propaganda materialista y atea—de la descristianización cada vez mayor de la moderna sociedad. El mismo Cristo nos avisa en el Evangelio que el que obra mal, odia la luz (Jn. 3,20). No hay nada que tanto ciegue como la obstinación en el pecado.