La fiesta
La alegría y el motivo de la fiesta no los pone uno, sino que vienen dados por un don, por un regalo que se recibe y que es precisamente lo que se celebra.
Por
Ricardo Yepes Stork
La fiesta ha sido ya varias veces presentada como el momento para la acción
lúdica y la celebración de la plenitud, en el cual se hace presente una realidad
trascendente, definitivamente verdadera, seriamente valiosa, en una síntesis
peculiar de lo serio y lo lúdico.
La fiesta tiene cierto carácter de ápice de la vida humana. Por eso es menester
descubrir su sentido profundo, tantas veces adormecido en la percepción
ordinaria que se tiene de ella, como si sólo fuera lo que tantas veces es: un
puro acto social, destinado a la ostentación y la diversión. De ser sólo eso, no
merecería mayor atención. Sin embargo, no es el caso: la felicidad
verdaderamente humana tiene forma y contenido de fiesta. No puede ser de otra
manera. Esto puede parecer una idea peregrina, pero sin embargo es así. Cuáles
pueden ser las razones es precisamente lo que vamos a tratar de mostrar. En el
fondo, no es otra cosa que llevar hasta sus últimas consecuencias las
afirmaciones de este capítulo, y las anteriores que las fundamentan.
Todos los elementos de la fiesta están interrelacionados. Podemos dividirlos en
«menores» y «mayores». Los «menores» comienzan con la pausa en el trabajo, una
ruptura de lo cotidiano que la sitúa en el mismo ámbito del ocio, pero añadiendo
un cierto carácter «extraordinario», es decir, la cualidad de salirse de lo
ordinario. Una fiesta es un tiempo distinto, una ocasión excepcional, que ocurre
sólo de vez en cuando, incluso rara vez. Un día de fiesta no se trabaja. No se
trata sólo de no acudir a la oficina, sino de algo más: interrumpir el esfuerzo
y la fatiga, la lucha por la supervivencia. La fiesta exige suspender la
actividad comercial, laboral y competitiva para que en la ciudad haya paz,
descanso, fraternidad, libertad; y así puedan desplegarse los elementos de la
fiesta, imposibles en un clima agresivo y serio. Sin paz y seguridad no puede
haber verdadera fiesta.
Por otra parte, la fiesta es un acontecimiento en el que se participa, un
quehacer común, que tiene sentido por sí mismo; y en donde se crea belleza, y se
disfruta de ella, junto con otros: toda fiesta es una sinfonía. Es un tiempo de
contemplar en común, que excluye por tanto la soledad y la mera utilidad. En
efecto, no es concebible una fiesta solitaria. Acudir a ella exige ser invitado,
y supone entrar en relación amistosa y amorosa con los que están allí para
celebrarla. Hay un clima cálido y amable, porque se excluye el interés; en la
fiesta participamos de un bien compartible por excelencia: la felicidad.
El carácter común de la fiesta hace de ella la diversión racional por
excelencia, frente a la diversión irracional que es la afirmación eufórica de la
vida y de lo dionisíaco. En efecto, en el primer caso la fiesta es aquel
«despertar al mundo común» que decía Heráclito; en ella la conciencia de los
bienes compartidos y la participación en ellos producen una «alegría
esencialmente comunitaria», mientras que en el segundo caso, la pura euforia
vital es irracional, subjetiva, y no va más allá de sí misma. «La imagen de la
felicidad racional es la fiesta», frente a la felicidad irracional de la pura
vida sensible y biológica, inconsciente de sí misma y de los demás.
Por otra parte, la consecuencia inmediata de la exclusión de la utilidad es que
en toda fiesta haya «una pérdida de ganancia útil», un derroche, un gasto en
apariencia superfluo y redundante, condición del adorno: «se consuma una ofrenda
gratuita del producto del trabajo. No sólo acontece una inutilidad, sino algo
así como un sacrificio, es decir, lo más opuesto a la utilidad que pueda
pensarse. «La fiesta es esencialmente una manifestación de riqueza, no
precisamente de dinero, sino de riqueza existencial. Entre sus elementos se
cuenta la carencia de cálculo, incluso la dilapidación». Toda fiesta es generosa
con los bienes materiales porque los emplea como regalo, como algo que se da
libre y amorosamente a los demás. En la fiesta adquiere pleno sentido el gasto
que deja un poco de lado el cálculo, tan presente en la vida ordinaria Lo
festivo es sobreabundante, «mana» riqueza.
Esto nos lleva naturalmente al primero de los elementos «mayores» o sustanciales
de la fiesta, en el que todo el mundo está de acuerdo: «Fiesta es alegría», y
alegría con motivo. Y «el motivo de la alegría es siempre el mismo, aunque
presente mil formas concretas: uno posee o recibe lo que ama». Sabemos que el sí
es propio del amor porque con él aceptamos al ser amado. Y de esta aceptación
nace la alegría de estar con él: amar es afirmar, y alegrarse. Por eso, «la
fiesta vive de la afirmación», o, dicho con la sentencia de Juan Crisóstomo: «Ubi
caritas gaudet, ibi est festivitas», donde se alegra el amor, allí hay fiesta.
La fiesta es la celebración del sí, que conlleva alegría, aprobación, posesión
de lo amado. Esto es lo que hace que una fiesta sea de verdad, y no una
pseudofiesta: una alegría con motivo, no sin él. Si falta el motivo, aquello a
lo que damos el sí festivo, lo más que puede ver es una simulación de alegría o
una euforia provocada, y por tanto una fiesta sin sustancia.
Ahora bien, la alegría y el motivo de la fiesta no los pone uno, sino que vienen
dados por un don, por un regalo que se recibe y que es precisamente lo que se
celebra. «La fiesta es fiesta si el hombre reafirma la bondad del ser mediante
la respuesta de la alegría». La bondad del ser se refiere a lo recibido, al don,
que puede ser cualquier cosa, desde el nacimiento propio o de un hijo (el
cumpleaños) hasta el logro de una meta difícil, desde una victoria o un hecho
importante hasta el mero reconocimiento de la bondad del mundo, desde el regreso
al hogar de un hijo hasta el recuerdo de los héroes.
Fiesta es el reconocimiento alegre del don recibido, la forma suprema de
afirmación y de manifestación de sentido del mundo. Con la alegría por el don
recibido, la actitud humana se vuelve afirmativa respecto de la totalidad de lo
real. El mundo se muestra entonces como bueno y su existencia queda plenamente
justificada: en la fiesta hay una plenitud de sentido que se desborda, que nos
enriquece. Es precisamente de ella de lo que participamos. La mayor felicidad
posible sólo es pensable como fiesta precisamente porque sólo en ella acontece
una plenitud que se desborda, y que es capaz de colmamos.
Entonces sucede que el mismo vivir humano se hace festivo: «la fiesta auténtica
inunda todas las dimensiones de la vida humana» pero nace sobre todo de una de
ellas: la religiosa. Desde hace veinticinco siglos la fiesta se ha definido
corno «un tiempo sagrado», algo separado de lo ordinario y destinado al culto, a
la ceremonia religiosa. Así se han vivido las fiestas en la humanidad desde el
principio. Incluso Platón afirma que son de fundación divina.
La razón más profunda de ello es que la forma suprema de afirmar el mundo es
reconocer la bondad y trascendencia de sus orígenes: «no puede pensarse una
fundamentación más radical, más yendo a la raíz, de la bondad existencial de
todo lo real que Dios mismo, pues al traer las cosas a la existencia, afirma y
ama esas mismas cosas, sin excepción». Si crear es un modo de afirmar y querer
algo, no cabe, respecto del mar, la tierra, el cielo, la vida, los astros, el
hombre y todo lo humano, una afirmación mayor que la de crearlos. Cuando el
hombre se percata de esa acción de Dios, y despierta a esa realidad
definitivamente real, y la acepta y reconoce, dejándose embargar por los
sentimientos que suscita en él lo sagrado, entonces brota una fiesta no
simplemente humana o social, sino ante todo religiosa: «celebrar una fiesta
significa ponerse en presencia de la divinidad» (Odo Casel), reconocer su obra y
su manifestación en el mundo, «decir sin límites: sí y amén».
Un hindú explicaba así el motivo de la fiesta: «es la alegría de ser una
criatura, de que Dios nos haya creado movido por la alegría». Cuanto más se
acerque el hombre al fundamento último y trascendente de lo real, más sentido
tiene celebrar «el don de haber sido creado», puesto que «no puede darse una
afirmación del mundo en su conjunto más radical que la glorificación de Dios,
que la alabanza del creador de ese mismo mundo». Por eso «la fiesta litúrgica es
la forma más festiva de la fiesta», pues en ella se venera y alaba a Dios por lo
que ha hecho, y por lo que es.
Si la alegría consiguiente a la afirmación del mundo es el primer elemento
sustancial de la fiesta, el segundo es la ceremonia, el acontecimiento real
afirmativo en que consiste la fiesta misma. Más atrás se dijo que las acciones
simbólicas suelen realizarse mediante las ceremonias, y que ellas expresan la
entrega y/o recepción de bienes inmateriales, tales como la autoridad, el
perdón, la promesa, la dignidad o el honor, la sabiduría, la excelencia, el
amor, etc. También se aludió al modo en que hoy se ha debilitado la percepción
de su sentido. Ahora se trata de añadir algún rasgo de las ceremonias festivas.
Lo decisivo en ellas es la acción simbólica, que expresa, reproduce o realiza la
entrega y/o recepción de los bienes espirituales de los que participan los
asistentes al acto, entre los cuales está desde luego la alegría. Estamos
hablando, por ejemplo, de los aplausos a quien apaga las velas de una tarta de
cumpleaños, el desearse «¡ Felicidades! » como modo de querer un don para el
felicitado, las palabras y anillos con los que se promete y realiza en una boda
la fusión de dos vidas y la fundación de una familia, etc.
La acción simbólica, para llevarse a cabo, exige un escenario: toda fiesta tiene
un espectáculo festivo central, en torno al cual se sitúan los asistentes, como
espectadores que participan identificados con lo que ocurre. El escenario y el
desarrollo de la ceremonia exigen la presencia del arte y del símbolo: «la
emanación de lo festivo sólo puede darse mediante el arte» (F. Scheleiermacher);
«nos han sido dadas las Musas como compañeras de la fiesta». No se puede
imaginar ésta sin adorno, pintura, canto, música y danza, puesto que todas ellas
representan, y ayudan a apropiarse, los bienes celebrados, al tiempo que
conducen y elevan los sentimientos de los presentes hacia lo trascendente, la
región de donde mana el sentido, que se hace presente en la fiesta.
Aquí se manifiesta el sentido profundo del canto. En efecto, siempre que los
hombres han querido expresar los sentimientos que les embargan en situaciones
solemnes e importantes lo han hecho mediante el canto. Cuando esos sentimientos
son amorosos y alegres, cantar se transforma en una afirmación festiva de lo
real, en un dar amorosa y festivamente nombre a las cosas. El canto descifra el
ser íntimo del destinatario de la canción, y, más allá del interés, significa un
hablar musical y sentimentalmente de lo afirmado: «la razón no puede sino
hablar, es el amor el que canta», «sin amor no es de esperar una canción».
Cantar es la actitud más creadora y profundamente expresiva de la fiesta, porque
es nombrar amando.
El ámbito de la ceremonia festiva está todo él embellecido por el arte y por el
acontecimiento mismo. Por eso, en los asistentes a la fiesta ha de producirse
también un embellecimiento previo, una cierta transformación, que les adorne y
disponga a entrar en ese escenario extraordinario: se necesita el arreglo, el
adorno personal, el traje de fiesta, una limpieza externa e interna, una
elevación de sentimientos que esté acorde con la «purificación» o «catarsis» que
es propia de la experiencia artística, festiva y religiosa, y de la
contemplación. El encuentro directo con las grandes verdades, y la cierta
participación en la trascendencia que se da en las ceremonias religiosas y las
fiestas, suscitan en quienes participan en ellas sentimientos de elevación,
emociones y conmociones intensas, que después se desbordan en una celebración
«menos seria», que complementa necesariamente la ceremonia previa. Si la fiesta
auténtica inunda todas las dimensiones de la vida humana, después se precisa el
banquete, la euforia, los regalos, el baile, la verbena, la confección de
recuerdos e imágenes grabadas, etc.
Es fácil, a la vista de todo lo dicho, advertir que una fiesta artificial no es
una fiesta verdadera, puesto que falta en ella el don, esa realidad no
disponible ni creada por el hombre que es su verdadero motivo: «el hombre bien
puede hacer la celebración, pero no lo que se celebra, el motivo y fundamento
por el que se celebra». Cuando el hombre «fabrica» la fiesta sin motivo
verdadero, los asistentes no tienen más remedio que ser «ellos mismos el
espectáculo festivo», y la ceremonia, si llega a haberla, no pasa de ser una
mera diversión o un simulacro de acción simbólica. No son fiestas serias. Por
eso, para legitimarse, buscan lo dionisíaco.
Quizá hoy hemos sustituido las fiestas por las vacaciones porque no tenemos nada
que celebrar: «sin la aprobación del mundo no puede en modo alguno vivirse ya
festivamente; todas las artes se quedan sin patria», y la seriedad crece tanto
que hay que huir de ella. «Cuando, sea por lo que sea, no se celebran fiestas,
aumenta, inevitable, en igual medida, la proclividad por la fiesta artificial».
Esto es, no sólo pero también, una consecuencia de la pérdida del sentido
religioso de la vida humana, sin el cual, como se ha visto, se debilita mucho la
sustancia misma de la fiesta. Como se dijo más atrás, la única manera de saber
reír de verdad es tomarse en serio la trascendencia: «la verdadera fiesta no
tiene lugar aquí. Sólo aparentemente acontece aquí y ahora... En realidad
acontece más allá del tiempo».
Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Eunsa, Pamplona 1996