La sexualidad en el plan de Dios
Ricardo Sada Fernández
Entender cual es el verdadero sentido y uso de la sexualidad humana, es el tema de fondo en el sexto y noveno mandamiento
Las actitudes equivocadas en la concepción de la sexualidad suelen situarse en
dos extremos. Por un lado está el común hedonista, aquel cuyo mayor anhelo en
la vida es el placer.
El hedonista entiende lo sexual como un derecho personal, del que no hay que
rendir cuentas a nadie. Para él (o ella), los órganos genitales sirven para su
satisfacción individual, su gratificación física y nada más. Esta actitud
-casi identificada con la del animal- es, por ejemplo, la de la joven de fácil
“ligue”, que tiene amoríos, pero jamás amor. Es también la actitud de ciertos
respetables maridos, que vergonzosamente ocultos andan siempre en busca de
nuevos mundos de placer que conquistar.
En el otro extremo está la actitud del timorato, que considera lo sexual como
algo sucio y vergonzoso, un mal necesario con el que la raza humana está
manchada. Entiende, claro, que el poder de procrear debe usarse para perpetuar
la humanidad, pero para él la unión física entre los esposos es algo torpe,
una realidad que a duras penas se tolera. Tal actitud mental se adquiere de
ordinario en la niñez, por la educación equivocada de padres y maestros. En su
timidez o pereza por tratar el tema, los adultos se conforman con manifestar a
los niños que las partes íntimas del cuerpo son realidades vergonzosas, en vez
de hacerles comprender que son una dádiva divina que se ordena limpiamente a
la vida, al amor, a la fecundidad.
En la información obtenida en conversaciones turbias de amigos mayores, el
niño adquiere la noción de lo sexual como algo sórdido y bajo, y esa actitud
tenderá a perpetuarse: el niño así deformado lo transmitirá a su vez a sus
hijos. Tal concepción errónea del sexo turba a más de un matrimonio, armónico
en los demás aspectos.
La concepción recta de la sexualidad -es decir, lo que Dios ha señalado-
consiste en saber que el poder de procrear es un don maravilloso que Dios ha
regalado al hombre. Podía haber dado la existencia a cada cuerpo (igual que
hace con el alma) por un acto directo de su voluntad. En vez de esto, Dios en
su bondad se dignó hacer partícipe al hombre y la mujer de su poder creador,
por eso el acto de engendrar lo llamamos pro-creación; creación conjunta.
Debemos, pues, comprender, y comprender a fondo, que así es el sexo, así es el
matrimonio.
Al ser obra de Dios, el sexo es, por naturaleza, bueno, santo, sagrado. No es
algo turbio, no es una cosa mala y sórdida. La degradación de lo sexual
aparece cuando se arranca del marco divino de la paternidad potencial y del
matrimonio. La capacidad de engendrar y los órganos genitales no llevan el
estigma del mal: ése lo marca la voluntad cuando los desvía de su fin, cuando
los usa como mero instrumento de placer y gratificación, como un cerdo que se
atiborra de comida, tragándola aunque esté ya ahíto de comer.
Así pues, no es pecado el ejercicio de la facultad de procrear por los esposos
(únicos a quienes pertenece este ejercicio); tampoco lo es buscar y gozar el
placer de la unión marital. Dios ha dado un gran placer físico a este acto
para asegurar la perpetuación del género humano. Si no existiera ese impulso
del deseo físico ni hubiera la gratificación del placer inmediato, sería
habitual que los esposos se mostraran reacios a usar de esa facultad dada por
Dios al tener que afrontar las cargas de una posible paternidad. Podría
frustrarse el mandamiento divino de “creced y multiplicaos”. Al ser un placer
dado por Dios, gozar de él no es pecado para el esposo y la esposa, siempre
que no se excluya de él voluntariamente el fin propio de la unión sexual.
No obstante, como consecuencia del daño en la naturaleza causado por el pecado
original, para mucha gente -y en alguna ocasión para la mayoría- ese placer
dado por Dios puede hacerse motivo de tropiezo. El dominio perfecto sobre el
cuerpo que la razón debía ejercer está seriamente dañado. Bajo el impulso
acuciante de la carne rebelde, surge un ansia de placer sexual al margen del
plan de Dios. En otras palabras, somos tentados contra la virtud de la pureza.