La sexualidad en el ámbito del matrimonio
Aurelio Fernández
La esencia del matrimonio no consiste en el amor, sino en el vínculo que se origina del pacto conyugal entre los esposos.
Toda unión estable entre el hombre y la mujer, nacida de un compromiso firme e
irrevocable del amor esponsalicio, merece siempre un aprecio y un
reconocimiento social con garantía pública por parte de las leyes del Estado.
Esa dignidad del matrimonio natural goza en todas las culturas yen todos los
tiempos de general valía y consideración. La razón es que el matrimonio es una
institución natural, pues se fundamenta en la naturaleza misma del hombre y de
la mujer.
Como es lógico, de esa dignidad participa el matrimonio cristiano, pero el
sacramento añade a la unión natural una mayor excelencia. En un conocido texto
de la Carta a los Efesios, san Pablo califica al matrimonio cristiano como
«sacramento grande» (Ef 5,32). Pues bien, ni el sustantivo «sacramento» ni el
adjetivo «grande» son exagerados, puesto que alcanzan a calificar con rigor la
altura y la nobleza del amor entre el hombre y la mujer sellado en el
sacramento del matrimonio.
Los sacramentos son una realidad sobrenatural por la que Cristo se hace
presente en la vida de los creyentes. Detrás de cada uno de los siete signos
sacramentales, la persona de Jesús actúa en quien lo recibe concediéndole una
gracia especial y prestándole una ayuda cualificada. Pues bien, al modo como
en el sacramento del bautismo al cristiano se le comunica la vida sobrenatural
o, si pide perdón de sus pecados en el sacramento de la penitencia, recibe la
gracia del perdón, de modo semejante al hombre y a la mujer, que se entregan
en un compromiso firme para toda la vida en el matrimonio, el sacramento les
comunica una gracia especial para que el amor humano se fortifique y
engrandezca con el amor sobrenatural, al mismo tiempo que les concede una
singular ayuda para cumplir las obligaciones que entraña el matrimonio.
El amor de los esposos
El amor entre el hombre y la mujer es lo que lleva a la pareja humana a unirse
en matrimonio. De ordinario, el amor está en el origen de la unión de dos vida
para siempre. Ahora bien, la esencia del matrimonio no consiste en el amor,
sino en el vínculo que se origina del pacto conyugal entre los esposos. Así lo
enunciaba un principio clásico del derecho1. Por ello, aún desaparecido el
amor que llevó a la mujer y al hombre a unir sus vidas para siempre, el
matrimonio no desaparece, si no que mantiene su vigencia.
El amor humano es tan rico que encierra una variedad ingente de elementos. Es,
posiblemente, la realidad más excelente de la persona. Por eso san Juan define
a Dios como amor (1 In 4,8). Y no sólo los teólogos, también los filósofos y
los poetas se han empeñado en descubrir la riqueza inmensa del amor humano y
especialmente del amor conyugal entre un hombre y una mujer.
En la riqueza de este sentimiento profundo se integra el amor sensible, que
los griegos denominaban «eros». Del término «eros» deriva el «amor erótico»,
que es bueno en sí, pues como afecto sensible integra y precisa el sentimiento
amoroso que la pareja -hombre y mujer- tienen en lo específico de la
masculinidad y de la feminidad.
Además del «amor sensible», el hombre y la mujer se aman con un amor de
amistad, que los griegos denominaban «filía», o sea, «amor afectivo». En
realidad, los sentimientos juegan un papel decisivo en la afectividad del
matrimonio: el amor entre el hombre y la mujer se caracteriza por esa carga de
emociones que origina una multitud de sentimientos, los cuales no se acaban en
la ternura del corazón, sino que se expresan en signos y gestos que
caracterizan la comunicación de los que se aman.
Son los gestos de los «enamorados». A ello responde, precisamente, la
etimología de «enamorarse», o sea, «en amor darse». Y el hombre y la mujer, al
casarse, o sea, al darse en el amor, se dan en la totalidad de la persona.
Pues bien, el sacramento comunica a los esposos una participación en el amor
de Dios, que llamamos gracia; es decir, se trata de una gracia especial,
sobrenatural, que la Escritura denomina «agápe». Cuando san Juan enseña que
«Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), usa el término- «agápe» y, cuando precisa que
Dios ama al hombre, también hace uso del mismo término (1 Jn 4,10). Pues bien,
en la Biblia, cuando se menciona el amor entre los esposos, se emplea el mismo
termino. Es preciso dejar constancia de que en el conocido texto de la carta a
los Efesios, 5,22-33, en el que san Pablo por cinco veces habla del amor del
marido a la mujer y del amor de la esposa al esposo, en esas cinco ocasiones
usa siempre el sustantivo «agápe» y el verbo «agapáo».
¿Quiere esto decir que la Biblia desconoce o que resta valor al amor sensible
(erótico) o al amor afectivo-sentimental (filía) en el ámbito del matrimonio?
De ningún modo, el uso de ese nuevo término quiere significar que, mediante
esa presencia de Cristo entre los esposos, el amor sensible y el amor afectivo
son elevados y sublimados por otro amor superior, cual es la gracia especial
(el amor sobrenatural) que concede el sacramento del matrimonio. Por el
sacramento perdura el amor sensible y el amor afectivo, pero los esposos
cristianos están capacitados para vivirlo en su integridad, purificado de los
egoísmos que siempre acompañan al querer humano. Cabe aun decir más: los
esposos viven con mayor intensidad y gozo el amor sensible y el amor afectivo
en la medida en que experimentan el amor sobrenatural. Por ello, en su
encuentro esponsal; marido y mujer se complementan más gozosamente en la
medida en que son mejores cristianos.
Ahora bien, esa gracia sacramental (el amor nuevo), a su vez, aporta otra
novedosa realidad que los esposos han de tener a la vista. El amor humano -el
amor sensible y afectivo- nace y crece, pero también puede morir, pues el
corazón del hombre y de la mujer es capaz de crearlo y de destruirlo. Es el
caso frecuente en tantos matrimonios. Por el contrario, el amor sobrenatural
no lo crea el corazón del hombre y de la mujer, sino que es otorgado
-infundido- por Dios. Los esposos cristianos pueden, ciertamente, ayudar a su
crecimiento y también impedir que ejerza sus funciones propias, pero nunca
pueden secar la fuente de la que mana, que es el mismo Cristo actuante por la
fuerza del sacramento que han recibido. Por ello, si en alguna ocasión los
esposos agotan el amor sensible y afectivo, es el momento de recurrir al amor
sobrenatural -al «agápe»-, que vuelve a ser fecundo cuando los esposos se
empeñan en hacerlo fructificar por medio de la oración y la recepción de los
sacramentos. Mas aún, ese amor sobrenatural -«agápe»- puede ayudar a que
recuperen el amor sensible y afectivo que dieron origen al matrimonio. Como
escribió Bernanos, «si quieres amar de verdad, no os pongáis lejos del Amor».
Esa es, precisamente, la grandeza del matrimonio cristiano: es una comunidad
de vida y de amor, que se confiere mediante la recepción de un Sacramento, y
por ello tiene su origen en el mismo querer de Dios. De ahí que, una vez dado
el consentimiento mutuo que justifica la entrega, la realidad del matrimonio
queda fuera de la voluntad de los esposos. Ellos deben cooperar activamente a
su realización y han de esforzarse en llevar a plenitud la comunidad de vida y
amor que libremente han elegido y consentido. Así se expresa el Concilio
Vaticano II:
“Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima
comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los
cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable (...). Este
vinculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como
de la sociedad, no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del
matrimonio” (GS48).
El amor es fecundo. La fecundidad del matrimonio
Se dice y es convicción generalizada que, por su propia naturaleza, «el amor
es fecundo». En efecto, el amor del hombre y de la mujer lleva a expresarse en
el hijo. Los hijos son la plasmación del amor entre el esposo y esposa. Por
eso, excepto en caso de que entre en juego algún imponderable, los esposos
desean tener un hijo y procuran gozar de descendencia.
Pues bien, la fuente de la vida humana es la sexualidad. En consecuencia,
parece normal que el uso del amor conyugal en el matrimonio deba estar normado
por reglas de conducta que respeten esa función tan decisiva, cual es la de
engendrar la vida de otros hombres. Ya en la presentación de la primera
pareja, Dios la bendijo con el fin de que fuese fecunda y procrease (Gn 1,28),
A partir de este primer texto bíblico, el Catecismo de la Iglesia Católica
argumenta acerca de la fecundidad del matrimonio como una exigencia del amor:
«Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación
fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen
y semejanza de Dios (cf Gn 1,27), que es amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos
creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen
del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es
bueno a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es
destinado a ser fecundo y a realizar en la obra común del cuidado de la
creación. “Y los bendijo Dios y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos, y
llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28»> (CEC 1604).
La Teología Moral católica sostiene que el matrimonio encierra fines, bienes y
valores diversos. Entre otros se enumeran el afecto mutuo, la procreación, la
convivencia de vida, la satisfacción del instinto sexual, etc. Todos ellos son
fines y bienes del matrimonio. Esta doctrina concuerda con el pensar
espontáneo y normal de los esposos, a no ser que se dejen guiar por criterios
ajenos al matrimonio.
Pues bien, entre esos fines, bienes o valores destaca la procreación. Nadie se
atrevería a negar que entre los múltiples bienes que aporta al hombre y a la
mujer la unión estable en el matrimonio, destaca la posibilidad de tener
hijos, de forma que, si se la niega sistemáticamente, se elimina un elemento
constitutivo del mismo, y, en caso de la esterilidad natural, la infecundidad
se presenta como una grave carencia en el matrimonio, puesto que, por
exigencias de la naturaleza, el amor conyugal demanda la procreación. El
Catecismo de la Iglesia Católica formula este mismo pensamiento, cargado de
sentido común, de psicología y de historia:
«La fecundidad es un don, un fin de! matrimonio, pues el amor conyugal tiende
naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo
de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto
y cumplimiento” (CEC 2366).
A esa vocación normal de los esposos a generar hijos, el cristianismo añade
que, en la aparición de una nueva vida humana, Dios colabora con los padres
mediante la creación del alma, o mejor aún, los padres «son cooperadores del
amor de Dios y en cierta manera sus intérpretes» (GS 50). De este modo, la
fecundidad matrimonial «junta al mismo tiempo lo divino y lo humano, conduce a
los esposos a un libre y mutuo don de sí mismos, demostrado en la ternura de
obras y afectos, y penetra toda su vida» (GS 49).
La paternidad responsable
En la familia, originada del matrimonio, es el lugar normal en el que nacen
los hijos. Pero es evidente que el matrimonio no está orientado solamente a
tener hijos. Como se ha dicho más arriba, los fines y bienes del matrimonio
son varios, de forma que el conjunto de esos valores ha de ayudar a los
esposos a que alcancen la perfección personal y logren el bienestar en su
propio estado de casados. También esta doctrina es consignada expresamente en
el Concilio Vaticano II:
«El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del
vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el
amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya
madurando” (GS 50).
No obstante, será preciso consignar que tal perfección no se alcanza si se
evitan los hijos sin motivos razonables y suficientes, dado que el acto
conyugal, por su propia naturaleza, aúna dos dimensiones que se implican
mutuamente: la significación unitiva y la procreadora. Estas dos dimensiones
el hombre no puede disociarlas a capricho. También esta doctrina se encuentra
sin equívocos en el Catecismo de la Iglesia Católica:
«Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien
de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos
significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los
cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.
Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble
exigencia de la fidelidad y de la fecundidad» (CEC2363).
Ahora bien, la procreación no es un fenómeno exclusivamente biológico, pues la
sexualidad se integra el carácter libre y voluntario de la capacidad sexual
del hombre y de la mujer. Por ello, tampoco la procreación es ajena a la
libertad responsable de los esposos. En consecuencia, la moral católica enseña
que los padres deben hacer un juicio práctico cuando, por motivos razonables,
decidan distanciar el nacimiento de un nuevo hijo, bien sea por un tiempo
determinado o por un espacio indefinido, a saber, mientras perduren las causas
que demandan que se espacie el nacimiento de un hijo.
«Con responsabilidad humana y cristiana los esposos cumplirán su misión (...)
de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo
tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o
todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado
de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, la sociedad
temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben
formarlo ante Dios los esposos personalmente.
En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden
proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la
cual debe ajustarse a la ley divina misma, dóciles al magisterio de la
Iglesia» (GS 50).
De este importante texto se deduce las siguientes conclusiones:
- Como indica el texto conciliar, se ha de tener en cuenta los hijos nacidos a
por nacer. Puede ser el caso del nacimiento sucesivo de hijos subnormales.
- Las situaciones sociales, por ejemplo, en tiempo de guerra, ausencia
prolongada, viajes y estancias en el extranjero, etc.
- El bien de la propia familia, de la sociedad y de la Iglesia, circunstancias
que no siempre es fácil precisar.
- Ese juicio deben hacerlo a la vista de la situación personal en que se
encuentran. La Encíclica « Humanae vitae » de Pablo VI (respetando siempre la
ley moral y proponiendo también la opción por una familia numerosa, cf. HV 10)
distingue varias situaciones:
• Psicológicas: si la esposa se siente incapaz de asumir un nuevo embarazo.
• Físicas: el estado de salud de la esposa o una condición de vivienda.
• Económicas: una situación precaria, pero debe juzgarse con criterio
objetivo.
Es evidente que se requiere una causa importante para que se pueda hablar de
«paternidad responsable». De lo contrario, se optaría por una «paternidad
confortable». En tal caso, se confunde la responsabilidad con la comodidad. Y,
como enseña el Concilio, «Los esposos cristianos no pueden proceder a su
antojo», sino que deben actuar con conciencia recta, «la cual debe ajustarse a
la ley divina misma».
Las ofensas a la dignidad del matrimonio
La grandeza del matrimonio, tal como la expresa la Iglesia, está sometida a
todo género de degradaciones. Tanta degeneración del matrimonio y de la
familia posiblemente no ha sido conocida en la historia de Occidente desde que
el cristianismo propuso alas viejas culturas de Grecia y Roma el modelo
cristiano de matrimonio. A los vicios que les asaltan es preciso añadir los
esfuerzos por desvirtuar la familia surgida del matrimonio y el intento de
adulterar la misma institución matrimonial al identificar cualquier unión
sexual con el matrimonio. La situación es aún mas grave, por cuanto esas
formas espurias de matrimonio y familia reciben aval jurídico en las leyes de
los Estados. Es el caso, por ejemplo, de las denominadas «parejas de hecho».
Fuera de estos extremos, las ofensas más comunes al matrimonio provienen del
abuso del adulterio y de la plaga del divorcio: dos vicios que corrompen la
naturaleza de la familia y rebajan las exigencias de perfección debida a los
esposos.
a) Adulterio
Es la relación sexual entre un hombre y una mujer, de las que una o las dos
están casadas con otra persona. La razón del pecado es doble: 1º. Porque tal
relación sexual se realiza fuera del matrimonio entre ambos, dando lugar a un
pecado grave contra la castidad. 2º. Se comete también uno o dos pecados
graves contra la justicia de una o dos de las personas que están casadas con
los adúlteros, porque sus derechos son violados por quienes cometen el
adulterio. Se menciona expresamente en diversos «catálogos de pecados» que se
recogen en el Nuevo Testamento (Mt 15,19; Mc 7,21-22; 1 Cor 6,9, etc.)2.
El Antiguo Testamento castiga tanto el adulterio del hombre como el de la
mujer. Respecto al primero, el libro de los Proverbios enseña: «Líbrate de la
esposa ajena ... (...). El que hace adulterar a una mujer es un mentecato; un
suicida es el que lo hace; encontrará golpes y deshonra. Porque los celos
enfurecen al marido y no tendrá piedad el día de la venganza» (Prov 6 24-34).
En relación al adulterio de la mujer, el Eclesiástico sentencia: «La mujer que
ha sido infiel y le ha dado un heredero: primero, ha desobedecido la ley del
Altísimo; segundo, ha fallado a su marido; tercero, ha cometido adulterio y de
otro hombre le ha dado hijos... (...). Dejará un recuerdo que será maldito y
su oprobio no se borrará» (Eclo 23,22-26).
El adulterio del que se sigue nacimiento ilegítimo lleva consigo graves
deberes de justicia, por ejemplo, a reparar los daños causados según los
criterios de reparación.
b) El aborto
En este apartado completamos lo dicho en el Capítulo VI. El aborto es uno de
los pecados más graves, dado que elimina una vida humana. Aborto viene del
término «ab-ortus», es decir, privación de nacimiento; pero, a su vez, el
sustantivo deriva del verbo latino «aboriri» que significa «matar».
Consecuentemente, quien procura y lleva a término un aborto mata una vida
humana (cfr. p. 117).
La discusión social en torno al aborto ocupa un lugar destacado en la sociedad
y en las legislaciones de los Estado modernos. En el tema del aborto se ha
querido ver una cuestión, religiosa, como si se ventilase un problema moral
que atañe solo a la religión cristiana. Pero se impone acabar con este
equivoco, pues se trata de un problema decisivo sobre la vida del no nacido. A
este respecto, conviene destacar que, junto al tema ético, se plantea un
problema científico: Se impone conocer que es el feto en el vientre de la
madre antes de su nacimiento.
Pues bien, a partir de los datos que ofrece la Medicina y más en concreto la
Embriología, consta con seguridad que, desde el momento de la fecundación, se
origina una vida independiente de la vida de la madre, de forma que, siguiendo
un proceso continuado, lentamente se desarrollan los distintos miembros del
cuerpo humano. Las ecografías y demás sistemas de análisis demuestran que a
las 10 semanas del embarazo, estamos ante un organismo humano ya constituido3.
Ante estos datos, parece rigurosa y convincente la siguiente argumentación:
1. Desde el momento de la fecundación, se inicia una vida humana, de forma que
lo concebido no es una mera masa gelatinosa ni un cúmulo de células, sino una
vida distinta del óvulo y del espermatozoide, que inicia un proceso biológico
de intensa actividad y que está destinada a desarrollarse hasta la edad
adulta. Bien se la denomine embrión, cigoto, mórula, blástula o feto, estos
distintos nombres significan, simplemente, los estadios de desarrollo en los
que se encuentra una vida humana concebida, pero aún no nacida.
2. Esa vida no nacida responde a un ser vivo de la especie humana. Nos
encontramos ante un individuo del género hombre, dado que vive
independientemente de la madre, la cual sólo le ofrece el alimento para que
ese nuevo ser vivo desarrolle la dinamicidad y vitalidad de que está dotado.
3. Si ahora se pregunta si es o no “persona”, es preciso anotar que la
respuesta supera la discusión científica en torno al aborto, dado que
«persona» es un concepto filosófico y no biológico. Cabría decir que se trata
de un individuo humano, y, si se insiste en si es o no «persona», aun cabría
añadir que, en realidad, todo individuo de la especie humana es persona, al
menos no cabe hablar de un individuo que no sea persona. Como afirman los
filósofos, el feto no es «algo», sino «alguien»4. O como escribe el filósofo
alemán Spaemann, «todos los hombres son personas»5.
4. La discusión actual argumenta también des de este otro supuesto: los
derechos de la madre. Así se reconoce que, efectivamente, el aborto lesiona
una vida humana y por ello está penalizado por las leyes de casi todos los
Estados. Pero se añade que en ciertos supuestos, bien sea porque se trata de
una vida deforme o porque el no nacido lesiona los derechos de la madre, dado
que existe un «conflicto de derechos», vence el derecho de la madre frente al
derecho a nacer del feto aun no nacido. Esta supremacía de derecho -afirman-
es evidente cuando se trata o bien de una violación que ocasiona un embarazo
no deseado y por ello injusto o cuando corre riesgo la vida de la madre. En
este caso - añaden- cabría considerar al no nacido como «injusto agresor».
La respuesta a esta falsa argumentación no es difícil, dado que no cabe hablar
de conflicto de derechos cuando se trata de la vida de un ser vivo. La madre
tiene derechos sobre el hijo, pero no puede disponer del derecho fundamental a
vivir de un ser distinto del suyo, cual es el hijo. Además, en ningún caso
cabe hablar de «injusto agresor», dado que el hijo es totalmente inocente.
El pecado de aborto es tan grave, que la Iglesia ha impuesto la pena de
excomunión a quien procura el aborto, si este se produce, y a los cómplices
siempre que sin su ayuda no se hubiera cometido el delito (cf. GIG, c. 1398,
en relación Con el c. 1329-2º.). Esta pena lleva consigo que los excomulgados
quedan privados de recibir los sacramentos mientras no les sea levantada la
pena. Para que se caiga en excomunión se requiere que los culpables sean de
mayor de edad y sean conscientes de que tal pecado llevaba anexa dicha pena.
También han de considerarse abortivas la píldora RU-486 y la llamada “píldora
del día siguiente”. Esta última tiene efecto en las primeras 70 horas,
impidiendo la implantación del óvulo fecundado. Los efectos de la píldora RU-486
se extienden a las siete primeras semanas, bien sea porque impide la
implantación o porque produce el desprendimiento del embrión de la pared del
útero y 10 expulsa6.
Abusos del matrimonio: las prácticas anticonceptivas
La finalidad procreadora del matrimonio, incluida la doctrina en torno a la
«paternidad responsable», pone de relieve la importancia de los hijos en el
ámbito de la familia, pues el matrimonio, «por su propia naturaleza», está
orientado a procrear y hacer crecer la vida humana. Este principio constituye
el núcleo de la moral católica en torno al matrimonio, tal como enseña el
Concilio Vaticano II:
«El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a
la procreación y educación de los hijos. Desde luego, los hijos son don
excelentísimo del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de los mismos
padres (...).
Por tanto, el auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la
vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del
matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con
el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece
su propia familia. En el deber de transmitir la vida y educarla, lo cual hay
que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores
del amor de Dios Creador y como sus intérpretes» (GS 50).
Ahora bien, para vivir la paternidad y la maternidad responsablemente no es
lícito usar medios inmorales. El magisterio menciona «vías ilícitas» que los
esposos han de evitar. La Encíclica «Humanae vitae», además del aborto,
condena la esterilización directa, el «coitus interruptus»., el uso de
píldoras anticonceptivas, el empleo de diversos instrumentos que impiden la
fecundación, etc. Así se expresa Pablo VI:
«En conformidad con estos principios fundamentales (...), debemos declarar una
vez mas que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación
de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado,
y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por
razones terapéuticas. Hay que excluir igualmente (...) la esterilización
directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda además
excluida coda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga,
como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (HV 14).
Por el contrario, además de la abstención, es lícita la «continencia
periódica» y, en general, el recurso a los «métodos naturales». También es
lícito el uso de productos médicos, que aún teniendo efecto anticonceptivo, su
finalidad es sólo terapéutica, o sea busca conseguir la salud de la madre, por
ejemplo, regular el fenómeno menstrual de la mujer.
A este respecto, conviene mencionar que la doctrina de la Iglesia elogia alas
familias numerosas. Juan Pablo II alienta a la generosidad de los esposos con
estas palabras:
«La Iglesia anima a las parejas a ser generosas y confiadas a comprender que
la paternidad y la maternidad son un privilegio y que todo niño es el
testimonio del amor existente en una pareja de uno hacia otra, por su
generosidad y su apertura hacia Dios»7.
En todo caso, para alcanzar un juicio recto de la moral católica sobre este
tema, de modo que evite todo extremo, recogemos este amplio texto de Juan
Pablo que fija los límites de la paternidad responsable y marca el criterio de
la generosidad:
«Desgraciadamente, a menudo se entiende mal el pensamiento católico, como si
la Iglesia sostuviese una ideología de la fecundidad a ultranza, estimulando a
los cónyuges a procrear sin discernimiento alguno y sin proyecto. Pero basta
una atenta lectura de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que
no es así. En realidad, en la generación de la vida los esposos realizarán una
de las dimensiones mas altas de su vocación son colaboradores con Dios.
Precisamente por eso están obligados a un comportamiento extremadamente
responsable. A la hora de decidir si quieren generar o no deben dejarse guiar
no por el egoísmo, sino por una generosidad prudente y consciente que valore
las posibilidades y las circunstancias, y sobre todo que sepa poner en el
centro el bien mismo del nasciturus. Por lo tanto, cuando existen motivos para
no procrear ésta es una opción no sólo lícita, sino que podría ser
obligatoria. Queda también el deber, sin embargo de realizar con criterios y
métodos que respeten la verdad total del encuentro conyugal en su dimensión
unitiva y procreadora, como ha sido sabiamente regulada por la misma
naturaleza de sus ritmos biológicos. Estos pueden ser ayudados y valorizados,
pero no “violentados” con intervenciones artificiales»8.
En resumen: La teoría clásica acerca de los dos fines del matrimonio –“fin
primario”, la procreación y «fin secundario», la satisfacción pasional- está
en buena medida superada. Ciertamente, el Concilio y los documentos
magisteriales posteriores han roto con la rigidez de esa teoría. Por eso, aun
manteniendo la nomenclatura, se habla de «(fines», de «medios» y de «valores».
Sin embargo, la finalidad procreadora está subrayada literalmente en el
Concilio en el texto citado, al señalar que «por su propia naturaleza el
matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación» (GS, 50). El
matrimonio es, pues, fecundo, porque fecundo es también el amor.
Ante un sector considerable -pero siempre minoritario- de la cultura actual
que pretende hacer una interpretación nueva del matrimonio y de la familia y
que niega su finalidad procreadora, será conveniente argumentar a favor del
modelo cristiano y exponer sus riquezas doctrinales siguiendo esta
argumentación: el modelo cristiano no sólo no es un absurdo como tratan de
argumentar algunos, sino que tiene sentido, más aún es razonable y goza de la
categoría de verdad, pues está a su favor -además de la Revelación, que es su
máxima ganancia-, la constitución somático y psíquica del ser propio del
hombre y de la mujer, así como la aceptación unánime de las gentes de todos
los tiempos y de las mas diversas culturas. Además, su garantía de verdad se
confirma por los innumerables matrimonios cristianos que se han sucedido a 1o
largo de la historia, los cuales son modelos de convivencia feliz y de
realización plena tanto de los esposos, como de los hijos.