La ley es libertad y felicidad

 

Ricardo Sada Fernández

 

La ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus creaturas y nos invita a seguirla, si no tuviéramos libertad para hacerlo, nuestra obediencia no podría ser un acto de amor.
 


El ateísmo de finales del siglo XX perdió en intensidad doctrinal y teórica, pero está ganando en la batalla de la vida y de la conducta. Reviste un modo menos llamativo, pero más sutil; no forma a la persona en ninguna postura definida, no le proporciona bases conceptuales sólidas, pero está a punto de dominar la sociedad.

Si algún calificativo le conviene a la realidad de nuestro mundo es el de “humanismo ateo”. El dios de hoy es el hombre. El “boom” económico en el capitalismo, la irrefrenada búsqueda de liberación, y los progresos científicos y tecnológicos orientados al más puro consumismo, crearon la consigna que afirma: el hombre no tiene rey ni amo.

Y vino, entonces, el olvido o el rechazo de la trascendencia, es decir, de todo aquello que pueda significar o parezca significar un límite al hombre y a la omnímoda libertad que para él se reivindica. Por ello, y con acentos de dolor, Juan Pablo II dice que el hombre moderno “acusa” a Dios. Rabiosamente lo ha colocado en el banquillo de los acusados, tachándolo de ser el causante de la limitación de su libertad. Dios tiene la culpa de que el hombre no sea dios, de que no tenga la irrestricta libertad para hacer siempre y en todo lo que le plazca.

Ante estos signos de los tiempos, entendamos de una vez por todas que la ley de Dios no se compone de arbitrarios “haz esto”, “no hagas aquello”, con el objeto de contrariarnos. Es cierto que sus preceptos a veces conllevan sacrificios, pero no es ese su principal objetivo. Dios no es un ser caprichoso. No ha establecido sus preceptos como el que pone piedras en el camino.

Dios no es un cazador apostado, esperando al primero de los mortales que se descuide para asestarle un golpe.

Lo que en realidad sucede es exactamente lo contrario. La ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus criaturas. Quizá un ejemplo trivial nos ayude a entender por qué los preceptos divinos son para nuestro bien y nuestra felicidad.

Cuando compramos un refrigerador, si tenemos la más elemental prudencia, lo utilizaremos según las indicaciones del instructivo. Damos por supuesto que el fabricante sabe mejor que nadie cómo usarlo para que funcione bien y dure. Por eso, si tenemos sentido común, supondremos que Dios -nuestro “fabricante”- conoce mejor que nadie lo que es más conveniente para nuestra felicidad y la de la humanidad. Hablando de modo sencillo diríamos que su ley moral (resumida en los diez mandamientos del decálogo) es simplemente el folleto de instrucciones con que cada niño, noble producto de Dios, llega a la existencia. Gracias a ese instructivo, aquella vida quedará regulada, de modo tal que alcance su fin y su perfección.

El conjunto de preceptos que, de diversos modos, ha dado Dios al hombre para que ordene su conducta, se llama ley moral. Ésta se distingue de las leyes físicas en un punto fundamental: la libertad humana. Las leyes de la biología, de la mecánica, de la electricidad o de la fisiología actúan de modo necesario sobre la naturaleza creada. Si fallan los motores del avión en que vuelas, la ley de la gravedad actúa irremisiblemente y te desplomarás. Si bebes cianuro de potasio, las leyes fisiológicas determinarán un serio daño en tu organismo. Pero la ley moral impera de modo distinto. Actúa dentro del ámbito de la libertad humana. No nos obliga a seguirla, sólo nos invita a hacerlo. Si nos obligara, no tendríamos mérito al obedecerla, pues lo haríamos coaccionados. Y donde hay coacción no hay amor. Si no tuviéramos libertad, no podría ser un acto de amor nuestra obediencia.

De ahí que la ley moral se resuma en el amor. “Si me amáis, dice Jesús, cumpliréis mis mandamientos” (Jn. 14, 15). Si lo amamos, lo obedeceremos, toda nuestra vida estará condicionada por sus preceptos de amor, que nos colmarán de felicidad.


Una pregunta clave

Quizá todos podríamos responder a quien nos preguntara cuál es el principal de todos los mandamientos. Pero antes que Jesús respondiera al escriba que -con un cierto dejo de mala intención- lo cuestionó al respecto, era asunto debatido en las escuelas rabínicas. Amigos de disquisiones y sutilezas, no habían caído en cuenta de la claridad y reiteración con que Yahvé-Dios lo había señalado en el capítulo VI del libro del Deuteronomio. Nos vendría muy bien saborear lentamente la bellísima formulación de ésta nuestra norma básica de vida y acción: “Escucha Israel. Yahvé nuestro Dios es el único Señor. Amarás a Yahvé tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que hoy te ordeno han de permanecer en tu corazón. Las enseñarás a tus hijos, y meditarás sobre ellas estando sentado en tu casa y cuando estés de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como recuerdo a tu mano, y las tendrás siempre presentes ante tus ojos, y las escribirás en los postes de tu casa y en los dinteles de tus puertas”.

Ésa fue la cita que, de modo resumido, empleó Jesús para responder al doctor de la ley: “amarás al Señor, tú Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas” (Mc. 22, 35-40). Estos dos mandamientos se desglosan, también de modo sintético y compendiado, en los diez preceptos que se llaman “Decálogo” o “Diez Mandamientos”.

De ellos, los tres primeros declaran nuestros deberes con Dios, los otros siete, aquellos que tenemos hacia nuestro prójimo e indirectamente, hacia nosotros mismos. Los Diez Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, hace aproximadamente 3500 años, durante el éxodo de los judíos por el desierto, grabados en dos tablas de piedra. Fueron ratificados por N.S. Jesucristo: “no penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla” (Mt. 5, 17). Consumarla y perfeccionarla; dejando que su Iglesia -gozando de la asistencia del Espíritu- la custodie e interprete a todos los hombres de todos los tiempos.