3. Raíces bíblicas de la moral cristiana

Usted ya estudió algunos de los aspectos principales de la fundamentación de la ética teológica: Su definición; la especificidad de la ética cristiana; la libertad y la responsabilidad; y, finalmente, la estructura ética de la persona.

Para concluir esta parte de fundamentación entraremos en algunos puntos importantes de la ética bíblica. Un campo de los estudios bíblicos que continuamente se viene enriqueciendo.

El Concilio Vaticano II, en la Optatam Totius n. 16, que ya citamos en el primer módulo, nos exhortaba a que la teología moral “sea nutrida con mayor intensidad por la doctrina de la Sagrada Escritura”. Por este camino arduo fueron recorriendo estos últimos años de reflexión teológica. Por eso hoy podemos decir que la Sagrada Escritura fue y sigue siendo un real aliento vivificador de la teología moral. Pero hay que estar atentos a que el uso de la Escritura no sea para justificar “a posteriori” una tesis que ya tenemos. Ni tampoco la entendamos como un “depósito” de soluciones morales. Sino que es el referente primario que ilumina la realidad que nos toca vivir.

Para introducirnos en esto nos baste una síntesis del Antiguo y el Nuevo Testamento y un aspecto de cada uno de ellos en especial: el lugar que tuvo el decálogo en el pueblo de Israel y la categoría del seguimiento de Cristo en la reflexión actual:

a. La moral en el antiguo testamento

b. El decálogo

c. La moral en el Nuevo testamento

d. El seguimiento de Jesús

En esto le sugiero profundizar los temas leyendo en la Vertitasis Splendor de Juan Pablo II estos mismos temas: en los números 6 a 27 recoge los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. En los números 10 a 14 habla de la centralidad del decálogo y en los números 19 a 21 pone el seguimiento de Jesús como norma suprema del actuar del cristiano.

a. El Antiguo Testamento

La reflexión moral se desarrolla en la Biblia en etapas sucesivas, que van siguiendo un paulatino revelarse de la voluntad de Dios para con su pueblo. La Sagrada escritura es, en primer lugar, el libro de la autorevelación de Dios a los hombres. Y al mismo tiempo es la revelación de lo humano al hombre mismo. Dios le revela el sentido de su existencia y de los valores que hacen auténtica su vida misma[1].

La categoría ética más importante del Antiguo Testamento es la de la alianza, que manifiesta el diálogo entre Dios y los hombres. La conciencia que tuvo Israel de ser el pueblo elegido, tiene un fundamento decisivo: el pacto del Sinaí. De este hecho surge la identidad del pueblo que organizará su vida y su conducta sobre la base de la Alianza y de la Ley.

1. La elección

El gran acontecimiento del Sinaí está precedido por la experiencia de la elección del pueblo en la persona de Abraham. Yhvh, fiel a su promesa (Gn 8,21-22) llama a Abraham para formar un pueblo a través del cual llegará la salvación a toda la humanidad (Gn 11,10-32). Por eso, la vocación de Abraham no tiene un valor estrictamente personal, sino que su elección es la elección de todo el pueblo que nacerá de él. Con este pueblo Yhvh establecerá nuevas relaciones, relaciones de amistad y de esponsalidad.

Esta elección, que se debe a la libre iniciativa divina, es un acto de predilección y de amor por parte de Yhvh (Dt 4,37).

La alianza que Dios establece con Abraham es la promesa de una tierra y de una descendencia (Gn 12,1.7; 13,15-17; 15,7.18; 22,16-18). Abraham sólo tendrá que ser obediente a Dios que le pide que deje su casa y vaya a la tierra que sólo Él conoce. Dios pone a Abraham en camino, un camino que no es un simple trasladarse de un sitio para otro, sino abandonar una tierra conocida y una familia por una tierra que no conoce. Por consiguiente, un camino sin orientación hacia una meta que se haya propuesto conscientemente el hombre, sino orientado solamente por la obediencia a Dios. El episodio del sacrificio de Isaac confirma esta lógica: la esperanza de Abraham tiene de ponerse una vez más en las manos de Dios; es un secreto escondido en su misterio (Gn 22).

La historia patriarcal conoce ya los fundamentos de toda la moral bíblica que están más allá de la ley: lo que el hombre fundamentalmente “debe” es creer en Dios, fiarse de él o –lo que es lo mismo– esperar en su promesa, y por lo tanto esperar en Aquel que sólo se da a conocer en sus promesas.

2. La alianza

Como ya dijimos, el gran acontecimiento del Sinaí está precedido por una larga historia de amistad entre Dios y su pueblo.

La elección gratuita también encuentra aquí su eco, pues la iniciativa parte nuevamente de Dios que le da una ley a Israel para que pueda vivir configurado como pueblo. En el cumplimiento de esta ley está la plenitud de Israel y Dios se compromete a bendecirlo siendo su propiedad exclusiva. Esto queda claro en las dos redacciones del decálogo –testimonio de la alianza– que nos conserva el Pentateuco (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-18).

En la base de esta alianza está el gesto gratuito de la salvación de Dios, que ha liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Con este hecho Dios ha impuesto de hecho su Señorío sobre Israel, ha hecho de él su propiedad particular. Con el acontecimiento del Sinaí el pueblo toma conciencia de esta situación y se siente llamado a asumir responsablemente su misión de elegido (Ex 19,3-6). Esto no significa que la alianza sea sólo unilateral. Dios no puede conceder su gracia sin la libre aceptación de su don por parte del hombre. Por lo tanto, decir que la alianza es iniciativa unilateral y gratuita de Dios, no excluye que sea un acto bilateral. Que exija la respuesta humana al don divino, aunque este no dependa de la respuesta humana: el “no” del pueblo a Dios es infidelidad a la alianza realizada, pero no es impedimento para su constitución. Porque la alianza se funda en la fidelidad de Dios.

De este modo, la vida moral de Israel se inserta en este contexto de alianza. A la llamada de Yhvh, que se presenta como el Dios de su pueblo y que proclama su palabra, el pueblo responde comprometiéndose a observar la ley (Ex 24,3). El decálogo tiene que regular el comportamiento de Israel para con el Señor. Pero la ley sigue al don. La liberación de Egipto y el pacto del Sinaí son el gran signo del don de Dios. Yhvh se revela como el liberador y el amigo del pueblo. Por eso le pide al pueblo obediencia a sus mandamientos. Los mandamientos valen en cuanto que son expresión de una llamada divina que exige respuesta (Dt 6,4-25).

Más tarde esta perspectiva es ahondada por la predicación profética que continúa el camino de la revelación de la voluntad de Dios. Los profetas presentan la vida moral como camino de fidelidad de Dios. Recuerdan que el pueblo debe profundizar la relación de diálogo que trasciende toda la estructura de leyes y ritos humanos. La relación con Yhvh es entendida en lenguaje nupcial. La alianza se inserta entonces en un nuevo contexto de la historia de la salvación: Yhvh conducirá nuevamente al pueblo hacia la liberación y estipulará con él un nuevo pacto de amistad (Am 2,10-11; Os 2,16-21; Jr 2,2-6; 31,31-32; Ez 20,1-14; 36,16-32).

Finalmente la denuncia profética se refiere a la separación entre el culto y la vida moral, separación que hace del culto un hecho exterior y supersticioso  (Am 5,21-27; Os 6,6; Is 1,10-16).

Pero los profetas denuncian de modo especial algunas situaciones de injusticia y de opresión a los pobres (Am 8,4-8; Miq 6,9-72).

b. el decálogo

Nos debemos ahora unas palabras sobre el Decálogo. Usted comprenderá la importancia que tiene este tema veterotestamentario en la catequesis, ya que la mayoría de los esquemas sobre la moral están basados en él. Incluso la segunda sección del Catecismo de la Iglesia Católica toma como esquema del desarrollo de la moral especial a los “diez mandamientos”. Y esto, más por criterio pedagógico que teológico.

Por cierto en la Escritura, el decálogo no tienen como primera función ser un código de moral sino que, como ya dijimos, es ante todo el signo de la Alianza. Pero veamos algunos aspectos de debemos conocer sobre este importante tema.

El término “decálogo” lo utilizaron los Santos Padres (en particular San Ireneo) para traducir la expresión hebrea ‘aseret haddebadm es decir las diez palabras como se denominan en el Antiguo Testamento (Ex 34,28; Dt 4,13; 10,4). En Marcos 10,19 y en los textos paralelos de Mateo y Lucas, Jesús, al hacer un listado desordenado de las diez palabras las llama “mandamientos” o “instrucciones”.

Pero la dificultad no reside sólo en el nombre. También en el número, pues en el texto aparecen nueve. La solución, pues, se encuentra desdoblando algún mandamiento, quedando así dos soluciones posibles: desdoblar el primero o el último. De este modo, tenemos las dos tradiciones: El Talmud y las Iglesias Ortodoxas desdoblan en primer mandamiento; mientras que la Iglesia Católica y la Luterana desdoblan el último mandamiento para llegar al número de Diez.

El decálogo nos llegó a nosotros en dos versiones: Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21. El primero, más antiguo puede remontarse al siglo VIII a.C., aunque no puede descartarse que las formulaciones negativas sean mucho más antiguas, aún proveniente de las tradiciones de los pueblos circundantes. El libro del Deuteronomio es probablemente un siglo posterior y es por eso que encontramos otras motivaciones en los mandamientos.

Pero vayamos al texto (lo tomamos de la Biblia de Jerusalem)

Exodo  20

Primera Tabla

2 «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. 3 No habrá para ti otros dioses delante de mí.

4 No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. 5 No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, 6 y tengo misericordia por millares con los que me aman y guardan mis mandamientos.

7 No tomarás en falso el nombre de Yahveh, tu Dios; porque Yahveh no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso.

8 Recuerda el día del sábado para santificarlo. 9 Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, 10 pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. 11 Pues en seis días hizo Yahveh el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahveh el día del sábado y lo hizo sagrado.

 

 

 

 

Segunda Tabla

12 Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar.

 

13 No matarás.

14 No cometerás adulterio.

15 No robarás.

16 No darás testimonio falso contra tu prójimo.

17 No codiciarás la casa de tu prójimo,

ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo.»

 

Deuteronomio  5

 

6 «Yo soy Yahveh tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. 7 «No habrá para ti otros dioses delante de mi.

8 «No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. 9 No te postrarás ante ellas ni les darás culto. Porque yo, Yahveh tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, 10 y tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.

11 «No tomarás en falso el nombre de Yahveh tu Dios, porque Yahveh no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso.

12 «Guardarás el día del sábado para santificarlo, como te lo ha mandado Yahveh tu Dios. 13 Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, 14 pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de modo que puedan descansar, como tú, tu siervo, y tu sierva. 15 Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que Yahveh tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso Yahveh tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso Yahveh tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado.

 

16 Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahveh tu Dios, para que se prolonguen tus días y seas feliz en el suelo que Yahveh tu Dios te da.

17 «No matarás.

18 «No cometerás adulterio.

19 «No robarás.

20 «No darás testimonio falso contra tu prójimo.

21 «No desearás la mujer de tu prójimo,

no codiciarás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo.»

Ejercicio:

Fíjese en la numeración de los mandamientos.

¿Qué cosas permanecen igual y cuáles cambian?

¿Qué fundamenta el sábado en uno y otro texto?

 

Sin duda el texto no se mantuvo igual a lo largo de los siglos. Fue un texto vivo que se renovaba en la liturgia, lugar de la actualización de la Alianza, donde Dios continúa hablando en el hoy de la historia.

Ante todo el decálogo es el testimonio de la Alianza. De hecho comienza con un “preámbulo”, propio de los tratados de vasallaje de los reyes de la época, en el que Dios se revela como el gran Rey bienhechor y liberador del pueblo de Israel. Él y su compromiso, revelado en el éxodo, es el fundamento último de la vida ética y jurídica de Israel. El pueblo recibe las diez palabras como expresión de la lealtad recíproca que se deben (“tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios”). El Señor que “enseñó a andar” a Israel por los senderos de la libertad, le ofrece los mandamientos como la garantía de su ayuda futura y el instrumento para mantener válida la vocación a la libertad.

Por lo tanto la base del decálogo no está en la ley natural, sino en el diálogo entre Dios y su pueblo: es un ethos de responsabilidad y de fe.

Para profundizar: Lectura complementaria:

(Tomado de Barbaglio, G., Decálogo, en NDTM, 324-325)

PARA EL CREYENTE DE HOY. Es necesario distinguir con cuidado, en el decálogo, la profunda percepción religiosa de un único Dios que interviene en la historia como liberador y salvador y la afirmación de algunos valores éticos fundamentales que afectan a la vida en común de los hombres. El sentido religioso queda invariable como base de la fe, tanto del hebraísmo ortodoxo como del cristianismo en todas sus variantes de carácter confesional. Se trata de la misma intuición que tuvo Pascal en su famosa noche mística, en que él percibió, grabada en su corazón y no en su mente, esta evidencia de fe: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, no el Dios de los filósofos y de los intelectuales. En resumen, la fe judía y la cristiana tienen como referencia esencial e insustituible un Dios personal y que interviene en los acontecimientos de este mundo, no un motor inmóvil de marca aristotélica ni lo divino que se presenta en formas muy variadas y diversas.

En cambio, las exigencias morales enumeradas en el decálogo no pueden dejar de estar sometidas al criterio interpretativo y evolutivo de la historicidad. Se desarrollan con el mismo desarrollo del hombre. Quiere decirse que la cultura antropológica de aquellos tiempos remotos que vieron sus primeras formulaciones ha influido en ellas de manera considerable, y no podía ser de otro modo. Así, por ejemplo, el adulterio es valorado en ellas éticamente como atentado contra el derecho de propiedad del marido sobre la mujer. El creyente de hoy en las sociedades occidentales altamente desarrolladas y opulentas, pero a la vez llenas de contradicciones, está llamado a interpretar estas normas según la situación y la cultura que está a la base de su presencia en la sociedad. Piénsese en las estructuras sociales modernas, en la organización moderna de la familia, en la red de relaciones interpersonales creadas por la extraordinaria movilidad que caracteriza los tiempos actuales. Sin hablar de los datos nuevos de las ciencias humanas y de las ciencias aplicadas. Se trata, ciertamente, no de vaciar los preceptos del decálogo de sus valores profundos, sino de asumir los valores propiamente humanos como personas de hoy. Además, actualmente, el problema del bien y del mal, visto en las decisiones concretas y cotidianas, aparece en términos mucho más complejos que ayer o en otros tiempos pasados. Las exigencias éticas del decálogo, por ejemplo: "No matarás", "No cometerás adulterio", "No robarás", requieren un complejo trabajo de aplicación a situaciones diversas y cambiantes.

Brevemente, la palabra de Dios pide que se la proclame cada vez en palabras humanas capaces de expresar la verdad profunda que encierra y que le hable al hombre que está en actitud de escucha. Una tarea difícil, ciertamente, que reclama creatividad en el Espíritu de las comunidades cristianas y la ductilidad cultural de todos los creyentes; pero precisamente en este proceso hermenéutico, corno muy bien ha dicho René Marle en su pequeño volumen sobre El problema teológico de la hermenéutica (Queriniana, Brescia 1969), consiste en la vida de la Iglesia en el tiempo.

Ejercicio

Averigüe cómo se enseña el decálogo en las catequesis de adolescentes (catequesis de secundario o de confirmación) ¿Cuál es la perspectiva: de alianza o de mandato? Emita su juicio de valor según lo estudiado.

 

c. La moral en el Nuevo testamento

Las enseñanzas morales de Jesús están todas compendiadas en su anuncio de la Buena Nueva. La buena Nueva no es propiamente una nueva ley; es más bien la irrupción de la soberanía divina en su Persona, la gracia y el amor de Dios revelados en su persona. Es el Reino de Dios que se hace presente en Jesucristo.

La predicación moral de Jesús, tal como nos la transmiten los evangelios, está lejos de ser una sistematización científica, pues era una predicación y una proclama en medio de situaciones concretas y con una viveza gráfica inigualable. Y en verdad que tal manera de presentar las cosas resulta mucho más claro que cualquier sistematización científica. El centro de convergencia es la persona de Jesús, su amor y la gracia para ir en su seguimiento. Las palabras, la vida, la acción, la pascua de Jesús son para nosotros la revelación de la voluntad de Dios sobre el hombre, es decir, su propuesta ética.

Marciano Vidal[2] sintetiza los ejes esenciales de esta ética del siguiente modo:

La práctica de Jesús no es exclusiva ni esencialmente una práctica moral. Su completa significación se sitúa en el terreno religioso. Sin embargo, el carácter pletórico del acontecimiento de Jesús extiende su significado al mundo de la moral.

La moral de la práctica de Jesús, relatada en el evangelio, tiene una estructura narrativa. Sus rasgos principales son los siguientes:

- Ética nacida de la pretensión mesiánica. El rasgo decisivo de la actuación de Jesús es su pretensión mesiánica. «Enseñaba como quien tiene autoridad» (Mc 1,22). La moral que brota del relato evangélico está vinculada a la condición mesiánica de Jesús. El es el «Señor del perdón» (Mc 2,10) y el «Señor del sábado» (Mc 2,28). Por eso, la moral adquiere los rasgos de «novedad», de «originalidad», de «liber­tad».

- Ética vinculada al cambio radical. Se puede afirmar, con expresión un tanto provocativa, que la actuación de Jesús es una «práctica subversiva». En efecto, la actuación de Jesús pretende subvertir (que etimológicamente significa “dar vuelta”) los falsos códigos dominantes y realizar una conversión radical del hombre. La moral vinculada a esta práctica subversiva ha de tener necesariamente una función también subversiva con relación a las estructuras pseudomorales dominantes: crítica de los falsos sistemas de discriminación (Mc 2,14-17) o de pureza (Mc 7,1-23), y propuesta del orden positivo del don y de la gratuidad (Mc 6,30-44; 8,1-10).

- Ética nacida del conflicto y generadora de fecunda confrontación. La actuación de Jesús tiene una estructura dramática y hasta trágica. Uno de los campos donde acaece el conflicto es el terreno de la práctica moral: Jesús, al realizar su coherencia moral, choca con los adversarios. Ante esta situación, todos los espectadores y actores del conflicto quedan sometidos a una «crisis ética» en cuya forma de resolución se decanta la coherencia o incoherencia de las personas. El conjunto de Mc 2,1-3,6 es un ejemplo típico: la ética aquí narrada nace del conflicto y conduce a la confrontación. Es el conflicto y la confrontación de vida-muerte. Frente a Jesús hay que tomar una decisión.

- Ética concentrada en el valor del hombre. Si la actuación de Jesús es sanamente subversiva y fecundamente conflictiva, se debe a su opción neta y tajante por la causa del hombre. «El sábado fue hecho a causa del hombre y no el hombre por el sábado» (Mc 2,23). La moral de Jesús hace una concentración axiológica en la afirmación del valor de la persona humana.

- Ética formulada en cauces de liberación. La actuación de Jesús introduce en los ámbitos de la vida humana (en los «campos» en que se decide la historia: económico, político, ideológico, familiar, relacional, interpersonal) los nuevos códigos éticos del don, de la comunicación, del servicio, de la igualdad, de la sinceridad, frente a los falsos códigos dominantes de la exclusión, del egoísmo, de la violencia. Es una ética de la liberación integral del hombre.

También la vida moral de las primeras comunidades cristianas nos es transmitida de forma narrativa. Esta vida está marcada por una experiencia profunda de comunión fraterna y de oración (Hch 2,42,47), por el testimonio franco y decidido del evangelio (Hch 4,13.29). En relación con un mundo hostil y sobre todo en la espera de la restauración de las cosas con la venida gloriosa de Cristo (Hch 1,11).

En este período la moral del cristianos es un derivado del bautismo y, por lo tanto, de la vida según el Espíritu. Esto, se concretiza en exhortaciones con indicaciones precisas de comportamiento en relación a las situaciones concretas que vivía el cristiano en época. En las Cartas encontramos referencias a esta predicación que se repetía de un modo fijo: elenco de vicios y virtudes (Gal 5,19-23; Ef 4,31 ss; Col 3,5-15); listas de deberes familiares (Ef 5,21-6,9; Col 3,18-4,1; 1Pe 3,1-7); conjunto de deberes sociales en la comunidad cristiana (1Tes 5,12-19) y en la sociedad (Rom 13,1-7; 1Pe 2,13-17).

En el Nuevo Testamento la moral de la Nueva Alianza (con su dimensión dialogal) está centrada en Cristo, valor y norma del actuar del Cristiano, y es movido e inspirado por el Espíritu que nos es dado en el Bautismo.

Para profundizar:

Lectura complementaria

Tomado de: Flecha, José-Román, La vida en Cristo. Fundamentos de una Moral Cristiana, Salamanca 2000, 96-109. En los textos transcriptos, generalmente se han omitido las citas de pié de página que remitimos al libro del autor.

El reino de Dios en la moral de Jesús

¿Se podría resumir en pocas palabras el ideal moral de Jesús, tal como lo presentan los evangelios sinópticos? A pesar de la dificultad del intento, una cosa es clara: Jesús no es un teórico ni un sistematizador. Podría tal vez ser considerado como un maestro práctico y un educador moral. Pero funda-mentalmente es un profeta —el profeta— que anuncia un mensaje religioso. Es el heraldo del Evangelio. En esa «buena noticia» se enraízan sus exigencias morales. La idea central de su mensaje es que Dios es Padre y ama a los hombres. Por tanto. es posible y necesario vivir de otra manera, es decir, no como esclavos, sino como hijos.

La ética que Jesús vive y enseña es «religiosamente» tradicional y excitantemente nueva, en cuanto que invita a bajar en profundidad hasta las raíces mismas de la aceptación del señorío y de la paternidad de Dios. Esa intuición se encontraba ya en las tradiciones de su pueblo. Pero la vivía de una forma tan radical y sincera que resultaba desconcertante.

La continuidad de la moral de Jesús con la moral de su pueblo nos remitiría a la aceptación de la voluntad de Dios y a la aceptación de los hombres como hermanos. El uniría para siempre el precepto de amar a Dios y el de amar al prójimo (Mc 12,28-34). En ese mandamiento reúne él la aceptación del señorío de Dios (Dt 6,4s) y la atención amorosa hacia el prójimo (Lv 19,18).

La novedad entre el contenido de la moral veterotestamentaria y el contenido ético de la predicación de Jesús podría caracterizarse por estos siete puntos:

1. Jesús asume e interpreta los mandamientos del Antiguo Testamento a base de una exigencia de totalidad e interioridad.

2. La obediencia a ese ideal se entiende a partir de la nueva imagen de Dios que presenta Jesús.

3. El anuncio del reino y reinado de Dios requiere una respuesta de conversión de la escala de valores.

4. La obediencia a la Ley se define de ahora en adelante como seguimiento de Jesús.

5. Las bienaventuranzas constituyen el ideal moral de los seguidores de Jesús.

6. Todos los preceptos de la antigua Ley se unifican en el amor a Dios y el amor al prójimo.

7. La aceptación y cumplimiento de esta vocación moral es posible gracias a la luz y la fuerza del Espíritu.

Se impone, pues, una breve reflexión sobre esos aspectos fundamentales. No constituyen un «sistema» ético específico propugnado por Jesús, pero marcan las líneas generales del comportamiento ético de los que han sido llamados a seguirle.

a) Totalidad e interioridad

¿Cómo vive Jesús la Ley que ha moderado la moral de su pueblo? Jesús no se considera eximido de los preceptos de la ley de Moisés. Va el sábado a la sinagoga (Mc 1,21), acude a las peregrinaciones (Lc 2,41), celebra la Pascua según lo prescrito (Mc 14,12) y hasta lleva en su manto las franjas habituales (Mc 6,56). No sólo cumple la Ley, sino que invita a los demás a aceptarla, ya se trate de presentarse a los sacerdotes tras una curación (Mc 1,44) o del cumplimiento de los mandamientos para «entrar en la vida» (Mt 19,17).

Pero Jesús no se detiene en la letra de la Ley. Afirma que es necesario ahondar en el sentido de la Ley. Proclama que no ha venido a destruirla (Mt 5,17), pero recuerda que la Ley se ordena a la aceptación de Dios y a la realización del hombre. Ese es el sentido de las antítesis del Sermón de la Montaña (Mt 5,21-48), o la continua afirmación de que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,27).

La ley de Moisés es el signo cuasi-sacramental de la alian­za de Dios con su pueblo. Su letra está al servicio de ese espíritu. Jesús rechaza una interpretación de la Ley basada en la superficialidad y el legalismo exterior y formalista de los que impiden comer una espiga en sábado (Mc 7, 8), o valoran más la ofrenda presentada al templo como «corbán» que el servicio amoroso prestado a los padres ancianos (Mc 7,9-13), o limpian copas y vasijas sin preocuparse de la limpieza de sus intenciones más secretas (Mc 7,18-23).

Estamos acostumbrados a las críticas de Jesús a los fariseos. Jesús no los denuncia por inmorales, sino porque han convertido la religión en ética. Es decir, cumplen los preceptos de la ley de Dios, pero no reconocen que quien salva, gratuitamente además, es el Dios de la Ley y no el cumplimiento de la misma. Jesús critica no sólo a los fariseos, sino a toda moral farisaica, fundamentalmente por cuatro motivos:

–por creer que el hombre puede ser justo con sus solas fuerzas, olvidando la gratuidad de la salvación y la bondad que se encuentra sólo en Dios;

–por haber concedido mayor importancia a la acción exterior que a la disposición interior del corazón;

–por haber supervalorado en exclusiva los actos de culto y haber, con ello, olvidado las exigencias de la justicia y la misericordia;

–por haber convertido el cumplimiento de la Ley en motivo de orgullo personal y grupal.

Para Jesús, importan la totalidad e interioridad de las intenciones. Jesús no suprime, sino que completa los mandamientos: no basta evitar el homicidio, es necesario desarraigar el rencor (Mt 5,21-26). No basta evitar el adulterio, es necesario aprender a dominar los deseos del corazón (Mt 5,27-30). No basta devolver el bien al bienhechor, es necesario amar al enemigo (Mt 5,43-48). En esa clave se comprenden algunas drásticas exhortaciones de Jesús: «Si tu mano te escandaliza, córtatela» (Mc 9,43-47).

b) Nueva imagen de Dios

Las exigencias morales de Jesús no son puramente sociales o estratégicas. Son profundamente religiosas. La fe determina la acción. La ética se funda en la teología, el quehacer humano en el ser-así de Dios.

Al llegar a la sinagoga de Nazaret, Jesús lee un texto que se encuentra en el libro del profeta Isaías (Lc 4,16-30). Con él anuncia la llegada del gran año jubilar: el año de la gracia para todos, especialmente para los pobres y oprimidos. La gracia de Dios no tiene fronteras. El mensaje de Jesús no anuncia la hora de la revancha. Dios es un Dios universal. Como lo fueron Elías y Eliseo, también Jesús viene a ofrecer la gracia y los dones de Dios a todos, incluidos los alejados y los extranjeros. Hay que obrar de otra manera, por que Dios es de otra manera.

Hay que obrar de otra manera, pero sólo porque Dios es Dios. La radical disyuntiva entre lo creado y el Creador, entre Dios y el dinero (Mt 6,24) supone una conciencia profundamente religiosa. Dios es único. Se entrega total y gratuitamente en su amor a los hombres. Confiar en las cosas tanto como en él, o por encima de él, sería una idolatría. Sólo a él se debe la entrega total.

Por otra parte, no se trata de la entrega a una idea o a una causa impersonal. Dios es un padre que ama y cuida a sus criaturas (Mt 6,25-34). No es extraño que en ese contexto se sitúe la exigencia fundamental: «Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33). Dios es un Padre que concede a sus hijos «cosas buenas» (Mt 7,11), es decir, su Espíritu de santidad, como traduce el Evangelio de Lucas (11,13).

c) La cercanía del Reino

Ya se ha aludido a la importancia del anuncio del reino de Dios. De hecho, toda la predicación de Jesús, su experiencia y sus exigencias parecen resumirse en el anuncio que nos ha transmitido el Evangelio de Marcos: «El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Noticia» (Mc 1,15). Es preciso detenerse un momento a considerar la riqueza de ese pregón inicial.

– «Ha llegado el tiempo» escatológico anunciado por los profetas. El cumplimiento de las promesas. La visita de Dios. Es la hora de la vigilancia atenta y de las decisiones inaplazables. Ha llegado el momento de ponerse a buenas con el adversario (Mt 5,25-26), el momento de desprenderse de todo para adquirir la perla y el tesoro (Mt 13,45-46), el momento de las decisiones arriesgadas, como la del administrador astuto que prepara su futuro (Lc 16,1).

– «Se acerca el reinado y la soberanía de Dios». La palabra griega «basileia» podría traducirse por «reino» o por «reinado». La primera palabra evoca dimensiones geográficas y estructurales. La segunda, por el contrario, tiene un matiz más personal y dinámico. El anuncio de esa oferta se encuentra también en otros lugares evangélicos: «La Ley y los profetas llegan hasta Juan: desde ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del reino de Dios, y todos se esfuerzan por entrar en él» (Lc 16,16). Llega el tiempo en que Dios ofrece graciosamente a los hombres su cercanía y su señorío, liberador de todos los otros señoríos y tiranías. «El Reino de Dios no es solamente una realidad escatológica —la intervención salvadora de Dios— sino también el supremo bien de la salvación, la síntesis de todos los bienes salvíficos, el concepto central de la beatitud».

El Reino está presente y está llegando. La acogida y la espera que suscita determinan la actitud ante los bienes e instituciones de este mundo: el compromiso radical y la relativización de su importancia. De ahí brotan las exigencias de renuncia a todo (Mc 9,43-48; Lc 14,26s; Mt 19,12). Sólo hay una cosa importante: la entrada en el Reino, la aceptación del reinado de Dios. Hay que entrar por la puerta estrecha que lleva a la vida (Mt 7,13) y buscar su justicia (Mt 6,33).

Las parábolas del Reino han de ser interpretadas tanto en un sentido escatológico, como en sentido mesiánico. Indican que el reino de Dios está ya presente, al menos en su humilde comienzo, en la persona de Jesús y su obra (cf. Mc4,11; 13,28-29; Lc 17,20) y que, al mismo tiempo, continúa en crecimiento. La alegorización de las parábolas sugirió bien pronto una moralización del mensaje. En el Reino coexisten la buena semilla que es acogida y la cizaña de los que rehúsan la palabra de Dios (Mt 13, 24-30). Jesús identifica la apertura al Reino (Mc 10, 13-16; Lc 18,15-17; cf. Mt 19, 13-15) con la acogida a su propia persona (Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 9, 48). Jesús y su mensaje son inseparables e igualmente urgentes ya en el presente.

– «Convertíos». Esta exigencia moral estaba ya presente en la espiritualidad de los esenios y en la predicación del Bautista. En el mensaje de Jesús, la oferta del Reino por parte de Dios comporta la exigencia de un cambio de mentalidad y de valores para aceptar sin reservas su señorío. La aceptación y la espera de un Reino a la vez presente y futuro determina la actitud ante los bienes e instituciones de este mundo. De ahí las exigencias de renuncia a los bienes de este mundo (Mc 9,43-48; Lc 14,26s; Mt 19,12).

Si hay una actitud que dificulte la conversión parece ser precisamente la de aquellos «que se tienen por justos» (Lc 18,9-14), mientras que la actitud que la posibilita es la de los niños y los que son como ellos, es decir, la de todos aquellos que «reciben» el Reino como un don absolutamente gratuito (Lc 18, 15-17).

– «Creed en la Buena Noticia». Esa es la invitación a aceptar la vida nueva que Dios ofrece en Jesucristo. La fe como aceptación creyente del mensaje de Dios tiene primacía respecto a la exigencia de conversión. La exigencia de la fe sólo en este lugar aparece de forma tan explícita. La fe no es un asentimiento puramente intelectual. La fe implica la decisión de una vida, la orientación de la misma hacia Dios, la prontitud para seguir su voluntad.

d) El seguimiento de Jesús

«El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre». Estas palabras del concilio Vaticano II (GS 41) resumen bien la fe del cristiano.

«Seguir» a Jesús no es tanto una obligación moral cuanto un privilegio, humano y religioso a la vez. Un privilegio que determina decisiones y opciones importantes para la vida. La fe incluye el «seguimiento» de Jesús (cf. Mc 9,42; Mt18,6; Mc 13,21; Mt 24,23; Lc 8,12; 22,67; 24,25). El Maestro llama a algunos discípulos y ellos le «siguen» (Mt 4,22). Esta cons­tatación primera se convertirá en exigencia y, posteriormente, en una de las categorías fundamentales que definen el discipulado: «El que no tome su cruz y me siga no es digno de mí» (Mt 10,38).

Al joven que le pregunta qué ha de hacer de bueno para conseguir la vida eterna (Mt 19,16-21), Jesús le invita a seguirle. Ese seguimiento no se reduce a una mera imitación exterior, sino que comporta la aceptación de sus valores y sus ideales de vida: del estilo de servicio que ha sido el suyo: «El que quiera ser el primero que sirva... como el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45).

El seguimiento no se limita a un aprendizaje teórico, sino que lleva hasta la entrega de la vida. A la luz de esta comunidad de vida y de destino ha de entenderse la exigencia de «tomar la cruz y seguir a Jesús» (Mc 8, 34; Mt 10, 38).

No es extraño que el tema del seguimiento de Cristo, en cuanto adhesión a su persona e imitación de su modo de amar, ocupe un puesto tan importante en la encíclica Veritatis Splendor, para la cual «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6,44)» (VS 19).

e) El ideal de las Bienaventuranzas

Se ha repetido con frecuencia que la moral de Jesús se fundamenta sobre el ideal recogido por las Bienaventuranzas. Pero esa afirmación, preciosa y cierta como es, necesita algunas matizaciones.

En primer lugar, es preciso recordar que las bienaventuranzas –o «macarismos»– eran un género literario muy popular y, por supuesto, anterior a Jesús. La colección de los salmos comienza, como se sabe con una bienaventuranza: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos» (Sal 1,1). Tam­bién en el Nuevo Testamento otras bienaventuranzas populares expresan la alabanza de una actitud o de una condición (cf. Lc1,45; Lc 11,27).

Las bienaventuranzas eran exclamaciones con las que se expresaba la estima personal o social por un determinado valor moral o religioso. Eran una especie de felicitaciones por algo que se consideraba un bien. En ese contexto, lasbienaventuranzas de Jesús, que se incluyen en el «Sermón de la Montaña» (Mt 5,3-10; cf. Lc 6,20-26) constituyen una auténtica provocación. Jesús proclama dichosos a aquellos que habitualmente son objeto de exclusión social o, al menos, de compasión.

Además, hay que hacer otra observación. Las Bienaventuranzas de Jesús no son una ética en el sentido positivista que las presentaría como una nueva «ley». ¿Qué son, entonces?

Son una «teología», una cristología, una eclesiología y una antropología. Es decir, nos describen de modo indirecto el «corazón» de Dios, el talante de Jesús, los valores fundamentales del reino de Dios y quiénes son los que aceptan en sinceridad su señorío liberador. Nos muestran también que para Jesús la participación en el reino de Dios es la promesa fundamental, ya se exprese con la promesa de «ser consolados», de «alcanzar misericordia» o de «ver a Dios». Sólo entonces pueden considerarse como una palabra ética, en cuanto que revelan al ser humano la honda verdad de sí mismo.

La ética evangélica es, pues, plenamente humanizadora. Para comprenderlo, basta recorrer en «negativo» las bienaventuranzas de Jesús. Creyentes y no creyentes se muestran insatisfechos ante los contravalores éticos del mundo: el acaparamiento y la violencia, la satisfacción y el hedonismo, la indiferencia y la mentira, la discordia y el arribismo. Justo lo contrario es el ideal de las bienaventuranzas. En lo más profundo del corazón, todos anhelamos los ideales propugnados por el Evangelio. Las «semillas del Verbo» se encuentran realmente diseminadas por el mundo. Los ideales de Jesús son exigentes y normativos por ser profundamente humanos.

“Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y descri­ben su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su pasión y de su resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”. (CEC, 1717).

f) Una moral del amor

Ante un Dios que es Padre y ama desde la absoluta gratuidad al que no puede «merecer» su amor, la exigencia ética fundamental se apoya en la imitación de Dios. Sólo así se puede introducir la novedad absoluta en el mundo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). O bien, «sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso», según prefiere traducir Lucas (6,36).

Dios es revelado por Jesús como Padre. La nueva imagen de Dios exige un ethos nuevo. El discípulo ha de ser como el niño que no puede apelar a méritos y derechos, sino a la misericordia del Padre (Mc 10, 15). La realización filial exige la búsqueda del bien, no por sí mismo, sino porque Dios es bueno y su bondad es su esencia y su presencia (Mt5, 45). Más que fruto de un mandamiento exterior, ese nuevo estilo de vida es como un signo cuasi-sacramental de la presencia del Padre de los cielos (Mt 5, 16). La aceptación de Dios como Padre no significa la anulación del hombre, sino la última y auténtica realización del hombre.

El seguimiento de Jesús no se limita a la aceptación histórica de su persona y de su misión, sino que se extiende a la atención compasiva hacia los pobres y marginados. En ellos se manifiesta cada día y nos aguarda «el rey» salvador, como queda claro en el juicio sobre la historia humana (Mt 25,31-46).

La Ley insistía ya en la importancia del mandato del amor a Dios (Dt 6,5) y recordaba también la necesidad de amar al prójimo (Lev 19,18). Jesús ha unido esa doble entrega en un mandamiento único, el mandamiento primero (Mc 12,28-34). El amor a Dios, que se manifiesta en la ofrenda presentada en el templo, ha de ir acompañado por el amor al hermano, que se manifiesta en el perdón (Mt 5,23-24; Mc 11,25). La prueba más evidente de la gratuidad de ese amor se encuentra en el amor a los enemigos (Lc 6,27-35).

Ya no cabe discutir sobre los elementos accidentales que han de confluir en «el otro» para que se convierta en un «prójimo» digno de ser amado. Es el mismo discípulo el que está llamado a «hacerse prójimo» de la persona que necesita ayuda (cf. Lc 10,25-37).

La oferta de esa ayuda es la única clave de referencia para valorar el cumplimiento de los preceptos de la nueva ley. Jesús hace suya en varias ocasiones (Mt 9,13; 12,7) la declaración que Oseas había puesto en la boca de Dios: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6).

g) La vida en el Espíritu

Es difícil seguir la voluntad de Dios y encarnar en la vida su misericordia sin ser guiados por el Espíritu de Dios. Jesús ha actuado durante su vida bajo el impulso y la orientación del Espíritu (cf. Lc 3,22; 4,1.14-18; 10,21). También lo recibirían todos los que, de sus labios y de sus gestos, han aprendido a invocar al Padre de los cielos (Lc 11,13).

El Espíritu señalaba su misión y constituía su herencia. El ministerio de Jesús había sido anunciado por el precursor como un bautismo en el Espíritu Santo (Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16). Pues bien, también la vida de sus seguidores se verá enriquecida, si lo piden, por el don y la presencia del Espíritu Santo (Lc 11,13). El Espíritu los acompañará y les enseñará todo lo que deban decir en los momentos más difíciles de su misión (Lc 12,12).

Como se sabe, la teología joánica volverá una y otra vez sobre este tema de la presencia del Espíritu en los discípulos. De hecho, pondrá especial énfasis en afirmar que los hombres que nacen de lo alto y aspiran a ver el reino de Dios son precisamente los que aceptan ser arrastrados por el soplo del Espíritu (Jn 3,3-8).

¿Qué nos enseña esta sencilla evocación de los evangelios sinópticos? Nos recuerda, al menos, que para el cristiano la pregunta por la bondad ética no se satisface con una respuesta abstracta. La bondad no es algo sino alguien. Y ser buenos no consiste en seguir unas determinadas ideas o programas sino seguir a Jesús.

La ética evangélica se nos presenta ya como una ética personal, tanto por lo que se refiere al sujeto que la predica cuanto al modelo de identificación. Jesús es el predicador moral: un hombre enraizado en su tiempo, pero que trasciende la historia. Jesús es el ideal y el prototipo que nos «revela» el rostro de Dios y el verdadero rostro del hombre. Y el hombre, al fin, identificado a Jesús el Cristo, es la meta utópica de este comportamiento y esta enseñanza moral.

d. El seguimiento de Jesús

Terminamos este módulo sugiriendo algunos elementos de unificación entre la moral y la espiritualidad. Pues no se puede vivir la ética cristiana sin una seria espiritualidad que la sostenga. En el Evangelio encontramos la espiritualidad del seguimiento de Jesús, es decir, del discipulado.

Vayamos nuevamente al Evangelio y desentrañemos qué es el seguimiento[3]. Lo primero que nos llama la atención de los textos vocacionales es que Jesús exige que el discípulo le siga. Seguir a Jesús es algo completamente distinto de seguir a un rabí judío. En oposición a cuanto sucedía en la escuela rabínica, Jesús mismo elige y llama con autoridad a sus discípulos (Mc 1,16ss; Mt 8,22); los educa en no conducirse según la tradición, sino en disponerse para la inminente venida del reino (Lc 9,59). El inicio está en la llamada, la elección. La iniciativa es de Jesús, la respuesta libre es del discípulo.

Ser discípulo de Jesús es una llamada escatológica, es decir, una llamada a ponerse al servicio del Reinado de Dios (Mc 1,15). El discípulo es iniciado no en el servicio material a favor del maestro (Jesús dirá más bien que él está en medio de ellos como el que sirve: Lc 22,27), sino en ejercer la misma misión del maestro (Mt 4,17 y Mc 3,14) con vistas al reino.

¿Qué le propone Jesús al discípulo? Cortar tajantemente con la vida pasada y comenzar una vida nueva. Esto en concreto se traduce en caminar detrás de él. Hay que seguirlo, no por ser maestro y modelo, sino por ser el Señor. Jesús no propone un programa de vida, no dicta un ideal ético. Ser discípulo significa tener con Jesús un lazo personal que da forma a toda la propia vida, incluso la íntima. El discípulo no es un simple aprendiz.

Entre Jesús y los discípulos se establece siempre una relación interpersonal, que constituye la fuerza determinante de la realidad del discipulado. Incluso después de la resurrección, Jesús los recupera para el discipulado con un contacto o relación personal (Lc 24,36ss; Jn 20,24ss; Mt 28,17). Los discípulos, después de la partida de Jesús, no se limitan a transmitir su enseñanza; son los testigos de la re­velación que han recibido en su persona (Lc 24,38; He 1,8).

Tratemos de diferenciarlo de otro tipo de discipulados. El discípulo judío tenía relación con el rabí por su conocimiento de la Torah; el discípulo griego estaba ligado al filósofo por la doctrina que defendía, mientras que Jesús vincula los discípulos a su persona, crea relaciones cuyo determinante es la fe en él. Se obedece a Jesús no tanto por su doctrina sobre la Torah, sino porque se le reconoce como el mesías, como salvador. La posición del discípulo rabínico es provisional: aspira a convertirse en un rabí independiente. Para el discípulo cristiano estar junto a Jesús no es ya el comienzo de una prometedora carrera, sino el cumplimiento mismo del destino del discipulado: es permanecer con Él.

El discípulo, puesto que se constituye tal por la llamada y la dependencia de Jesús, tiene una existencia apostólica ligada fuertemente al Señor. Si Jesús se encaminó hacia la cruz, también el discípulo se encuentra encaminado hacia ella (Mt 10,17ss; Jn 15,18ss; 16,1 ss); si el Señor es llamado a sufrir, el sufrimiento acompaña también a los apóstoles. Aquí están las raíces de la gozosa prontitud para sufrir que los cristianos, como discípulos de Jesús, han demostrado desde el principio y luego en el curso de los siglos; el suyo ha sido y es exclusivamente un vivir en Cristo, dando así testimonio del convivir con el Señor.

En los sinópticos se habla de seguimiento, no de imitación de Jesús. Seguimiento es un convivir sobre todo la experiencia misionera de Cristo (Mc 3,14). Para poder ser misionero, el discípulo debe desprenderse de todo (Mt8,21; Lc 9,59), e incluso renunciar a su autonomía personal. Todo cristiano está llamado, no a una simple imitación moral de Jesús, sino a formar comunidad de vida con él (Mc 3,4).

El seguimiento es una categoría bíblica de gran densidad teológica: expresa la nueva forma de vida de quien se decide a recibir la llamada y convertirse en discípulo. El seguimiento de Jesús o la vida del discipulado constituye una especie de “fórmula breve del cristianismo”. Es el resumen o el catecismo la vida cristiana. Es la clave interpretativa de todo el cristianismo. En definitiva, seguir a Jesús es llegar a reproducir la imagen de Cristo en la propia vida (Rom 15,1-3; 2Cor 8,9; Fil 2,5s).

Al concluir este recorrido del Nuevo Testamento descubrimos que nuevamente los conceptos de elección-llamada y alianza son claves en la lectura ética de la Palabra de Dios.

Dios nos llama y libremente respondemos para establecer una alianza que nos hace entrar en la dinámica del Reino de Dios inaugurado por Jesucristo.

Ejercicio

Luego de haber recorrido el Antiguo y el Nuevo Testamento, le sugiero hacer una síntesis personal escrita relacionando lo aprendido en este módulo con lo ya visto sobre la Opción Fundamental. Le puede ayudar el texto de Juan Pablo II en la Veritatis Splendor 66 que ya hemos visto:

Evaluación:

Retome las respuestas del grupo de personas no creyentes o alejadas de la Iglesia del ejercicio hecho en el primer módulo.

¿Qué testimonio le daría hoy, después de lo estudiado, sobre la fundamentación de la ética cristiana?

Compare su respuesta de hoy con la dada en esa ocasión.

¡Qué cosas le parecen que hay enriquecido su vida personal y la vida de su comunidad a partir de lo estudiado?


[1] Sobre este tema seguiremos de cerca el artículo de Piana, G., Teología moral, en Pacomio, L., Ardusso, Fr., et alt., Diccionario teológico interdisciplinar, Tomo I, Salamanca 1982, 296-336, 307-313.

[2] Seguimos a Vidal, M., Para conocer la ética cristiana, Estella 1990, 11-12.

[3] Cf. Goffi, T., Seguimiento, en NDTM 1671-1672.