CAPITULO IX

LA FAMILIA


ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: La familia derivada del matrimonio está sometida a continuas crisis. El texto reproduce diversos testimonios de los últimos Papas que llaman la atención con el fin de paliarla.

I. SIGNOS DE LOS TIEMPOS QUE CONDICIONAN LA MORAL FAMILIAR

Filósofos, sociólogos, políticos y teólogos no dejan de denunciar el desequilibrio por el que pasa la institución familiar en nuestros días.

1. Sentido de una crisis. No conviene hacer excesivo énfasis en hablar de "crisis" de la familia, pues ésta siempre está en fase de superarse a sí misma. En concreto, el simple cambio cultural en no pocas de las manifestaciones clásicas de la vida familiar no es criterio para hablar de crisis. No obstante, la situación actual es más inquietante, dado que se cuestiona la razón misma de ser de la familia y aun se pretende negar el carácter de institución natural para situarla entre las creaciones culturales, por lo que, según tales teorías, en el futuro podría invocarse una sociedad sin familia.

2. Factores psicológicos de la crisis. Además de los datos culturales, los cambios en la concepción de la familia vienen determinados por otros factores. Cabe mencionar los siguientes: la primacía del individuo sobre la "sociedad familiar", la sustitución de la autoridad paterna por relaciones "democráticas"; las nuevas costumbres acerca de las relaciones entre hombre—mujer, que eran reprobadas en la época inmediata anterior, etc.

3. Cambio del estatuto familiar y social de la mujer. Es evidente que la presencia de la mujer en la vida social ha de juzgarse como un factor determinante para el cambio de rol de la mujer tanto en su comportamiento individual, como en supuesto en la familia y en la vida pública. Es evidente que este cambio no sólo es justo, sino que la vida familiar y social pueden salir beneficiadas por esa aportación de la mujer a la sociedad.

4. Cambios en la realización de la familia: además de ser una institución natural, es también una realidad histórica, y por ello está sometida a los cambios y a las sensibilidades de cada época. Así, cabe aportar este dato: de la familia amplia que abarcaba a toda la parentela se ha pasado a la familia monocelular que habita en piso de reducidas dimensiones. Otros factores tocan más de cerca a la misma institución familiar, tal es, por ejemplo, cuando se intenta sustituir la familia originada en el matrimonio, por la convivencia de dos en pareja, sin vínculo jurídico alguno

5. Cambios socio—culturales. Sobre la institución familiar pesan también otros factores derivados de los cambios económicos, como son los modos de vida propios de la ciudad frente a la convivencia en el campo; la sociedad pragmática del bienestar; los medios de comunicación, etc.

6. Cambios de costumbres: la secularización de la vida. La secularización aminora la práctica religiosa e incluso fomenta la profesión de increencia. La vida religiosa representa para muchas familias apenas un recuerdo del pasado. Esto contrasta con la concepción religiosa que alimentaba la existencia diaria de las familias en el Viejo Continente. Como es lógico, la falta de práctica religiosa va acompañada de una disminución de las exigencias éticas en la vida diaria y en el comportamiento social.

II. LOS DERECHOS DE LA FAMILIA

El apartado está dedicado a enumerar los derechos de la familia, tal como se formulan en la Declaración de la ONU, en la Constitución Española y en la Carta Magna promulgada por la Iglesia.

III. OBLIGACIONES MORALES ENTRE LOS ESPOSOS Y LOS HIJOS

Es un capítulo clásico de la moral que regula las obligaciones y deberes mutuos de los esposos entre sí, de éstos con sus hijos y de los hijos con sus respectivos padres. Se subdividen en los siguientes apartados:

l. Obligaciones morales de los esposos entre sí. Se mencionan los deberes de caridad y los que marido y mujer se deben en justicia.

2. Obligaciones de los padres con sus hijos. Se distinguen igualmente los deberes de caridad y de justicia.

3. Obligaciones de los hijos para con sus padres. Se enumeran los deberes de caridad y las obligaciones de justicia.

IV. ORIENTACIONES PASTORALES. PREDICACIÓN MORAL

Conforme determinan los diversos documentos del Magisterio, la familia debe ser objeto de especiales atenciones pastorales por parte del conjunto del Pueblo de Dios. En este apartado se recogen aquellas recomendaciones que más se destacan en dichos Documentos con el fin de que los sacerdotes se dediquen con ahínco a este urgente ministerio pastoral.

INTRODUCCIÓN

El estudio de las exigencias éticas de la familia es un tema clásico en este tratado. Pero no por ser conocido es menos importante: la familia es una institución fundamental, la más espontánea y natural de las instituciones, pues se origina en la misma estructura del hombre, dado que en ella adquiere significación plena esa voz que nace de la fuente de la vida, de las vísceras íntimas de la mujer y del hombre, por lo que puede pronunciar con pleno sentido las palabras "madre", "padre", "hijos". Estos componentes biológicos y psíquicos dan a esa institución el mínimo de "estructura", entendida ésta como organización social y el máximo de "vida", en cuanto realidad existencialmente vivida. Si bien ambos elementos, "estructura" y "vida", se conjugan e integran el ser mismo de la familia.

La familia deriva del matrimonio, de forma que aquella agrupación "familiar" que no tiene origen en un compromiso matrimonial previo goza de menos garantías de estabilidad que la familia nacida del vínculo jurídico a que da lugar el matrimonio, o sea, de la familia matrimonial. Más aún, en no pocas legislaciones esas uniones de pareja carecen de legitimidad social y, aunque en algunos países se reconozca la validez civil de dichas "uniones" y esa costumbre se introduzca en la vida social, es evidente que, al menos en la concepción cristiana, no cabe más familia que aquella que nace del matrimonio legítimamente contraído.

Matrimonio y familia se relacionan, pues, entre sí en conexión de causa a efecto y ambos se ajustan al ser propio del hombre. Como se recoge en el Capítulo VII, Tomás de Aquino afirma que la persona humana se entiende a sí misma dentro de la unidad familiar, de modo que, frente a Aristóteles que describe al hombre como ciudadano miembro de la polis —por lo que lo definió como ser–social—, el Aquinate escribe que antes de ser social, el hombre es un ser familiar: "El hombre es primeramente animal familiar y en segundo lugar es animal político".

Por su parte, San Agustín integra en la familia esos tres elementos: la sociedad, el matrimonio y los hijos nacidos en el hogar:

"Como quiera que cada hombre es parte del género humano y la naturaleza humana es algo social, posee el hombre un bien grande y natural, que es el vínculo de la amistad entre todos los hombres. Dios quiso crear de uno a todos los hombres, para que en su sociedad no sólo fueran unidos por la semejanza de naturaleza, sino también por el vínculo del parentesco. La primera unión natural de la sociedad es la del hombre y la mujer. Tampoco los creó Dios separados ni los unió como ajenos entre sí, sino que del hombre formó a la mujer, colocando también el vínculo de unión en el costado, de donde la mujer fue extraída y formada (Gén 2,21—22). Por el costado se unen entre sí los que caminan juntamente y miran a la vez por donde caminan. Consecuencia de la unión del hombre y de la mujer es la prolongación de la sociedad en los hijos, que es un fruto honesto, no de la simple unión del marido y la mujer, sino de la relación conyugal de los mismos, pues podría existir entre uno y otro sexo, sin el comercio matrimonial, otro género de unión, amistosa o fraterna".

Sin embargo, a pesar de la importancia decisiva que juega la familia en la existencia humana, en la actualidad se da un cambio brusco en la concepción y modo de entenderla, hasta el punto de que se proponen y defiendan algunas interpretaciones que contrastan con la institución familiar tradicional. No obstante, además de aspectos negativos, como afirma Juan Pablo II, cabe enumerar algunos elementos estimables. Esta es la enumeración de valores que menciona Juan Pablo II:

"La situación en que se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos negativos: signo, los unos, de la salvación de Cristo operante en el mundo: signo, los otros, del rechazo que el hombre opone al amor de Dios. En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la procreación responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa".

Frente a esos signos positivos innegables, Juan Pablo II hace recuento de los siguientes aspectos negativos que cabe hacer de la familia en la sociedad actual, principalmente en Occidente:

"Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equívoca concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticonceptivo" (FC, 6).

En medio de esas luces y sombras, la moral católica debe esforzarse por elaborar y destacar aquellos elementos esenciales que constituyen la familia cristiana, de forma que en todo momento juegue el papel que, según el querer de Dios, debe desempeñar en las variadas circunstancias de la historia. Esa misión se hace aún más urgente en aquellas épocas en las que las opiniones más autorizadas convienen en que la familia se encuentra en estado de crisis. Pues bien, nuestro tiempo parece ser uno de ellos, hasta el punto de que se corre el riesgo de que cobre carta de ciudadanía un tipo de familia no sólo al margen de la concepción cristiana, sino de espaldas y aun peor en oposición a ella. De aquí la vocación decidida de la ética teológico de iluminar el camino para esclarecerla y ofertar los medios para superar la crisis. Para ello, la teología moral debe tener a la vista las nuevas aportaciones de las Ciencias del Hombre y también las nuevas sensibilidades en torno a esta institución, pues, como afirma Juan Pablo II, " ¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!" (FC, 86) [3. Esta nueva oferta debe hacerla también el Derecho Canónico. Últimamente, algunos canonistas denuncian que el Derecho Matrimonial Canónico no responde a las necesidades actuales de la familia: "El sistema matrimonial canónico debe recordar su responsabilidad histórica de manifestar el verdadero matrimonio y familia a la cultura universal. Ello requiere romper, de una vez por todas, la reductora tendencia a concebir e interpretar las normas canónicas sobre el matrimonio como disciplina de las causas y los procesos de nulidad para católicos cuyo matrimonio está en crisis. Por el contrario, urge recuperar la expresión canónica del matrimonio como expresión positiva de una concepción de la pareja, del amor humano, de la fecundidad y educación personales, dirigida a enriquecer cualquier cultura y cualquier momento histórico de la entera humanidad. En este sentido, quiero decir, utilizando ahora otras palabras, que considero maduro el momento para proponer la construcción de un derecho de familia en la Iglesia, dentro del cual se abarque, como una parte del mismo, la disciplina jurídica del matrimonio". P.—J. VILADRICH, Matrimonio y sistema matrimonial de la Iglesia. Reflexiones sobre la misión del derecho matrimonial canónico en la sociedad actual, "JusCan" 27 (1987) 533. Todo este amplio estudio, que fue la Lección inaugural del año académico del Studio Rotale della Sacra Rota Romana (11 —IX— 1986) en el Palazzo della Cancelleria de Roma, es un alegato contra el ordenamiento canónico actual "directa o indirectamente orientado a la resolución de las causas de nulidad matrimoniales" (p. 502), al que califica de "retraimiento cultural y reduccionismo temático", dado que no tiene en cuenta "el contexto histórico dentro del cual matrimonio y familia se realizan en cada irrepetible hic et nunc" (p. 504).].

I. SIGNOS DE LOS TIEMPOS QUE CONDICIONAN LA MORAL FAMILIAR

Filósofos, sociólogos, juristas y teólogos hablan de las profundas transformaciones que experimenta la familia en las viejas naciones de Occidente y en todo el ámbito cultural que se denomina "cultura atlántica", es decir, Europa y América, especialmente Estados Unidos y Canadá. Juan Pablo II inicia la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio con esta testificación:

"La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura" (FC, 1).

Pero, a lo largo de su amplio magisterio, Juan Pablo II se presenta en todo momento como el defensor de la familia, pues proclama a las más altas instancias políticas que "la familia pertenece al patrimonio de la Humanidad".

Pero esos cambios no logran acabar con los males de la familia en otros ámbitos culturales en los que el matrimonio y la familia están sometidos a costumbres que o no reconocen la dignidad de la mujer o, simplemente, no aceptan el matrimonio monogámico y en todo caso en estas culturas nunca alcanza la altura de la familia originada del sacramento—matrimonio.

1. Sentido de una crisis

Es cierto que no conviene poner excesivo énfasis en el término "crisis", dado que el sentido originario de ese vocablo evoca el "discernimiento", o sea, significa que una serie de valores han perdido vigencia y deben ser sustituidos por otros. Tales "crisis" son constitutivas de casi todas las instituciones humanas cada cierto tiempo. Lo grave es si se trata de valores perennes que no deben ser sustituidos, pues pertenecen a la esencia de la institución y, en caso de que se trate de valores mudables, el riesgo se presenta cuando no se cuenta todavía con los repuestos adecuados que los sustituyan.

En relación con la familia se dan modos de convivencia histórica que son conyunturales, por lo que el cambio no sólo es posible, sino también, en ocasiones, necesario: se trata de adaptaciones según la cultura de la época, que vienen exigidas por la sensibilidad en el trato familiar. Tal puede ser, por ejemplo, el tipo de relación de los esposos entre sí o de los padres con los hijos y viceversa. Es evidente que la cultura actual —y la justicia— demandan que la relación entre los esposos sea en régimen de igualdad, a diferencia de los matriarcados o patriarcados de otras épocas culturales. Lo mismo cabe decir del nuevo clima de amistad y trato confiado que debe existir entre padres e hijos frente a la actitud que se consideraba como ideal de la relación de los hijos con los padres en otras épocas o culturas.

Pero, además de estos cambios de estilo y modo de convivir, la "crisis" puede afectar a datos más decisivos, hasta el punto de que se llega a cuestionar la misma institución familiar. Tal es el caso en que se renuncia al origen matrimonial de la familia, como sucede cuando se habla de la "pareja" o si no se atiende convenientemente a la estabilidad, porque se defiende el divorcio, o se participa de la cultura anti—life menospreciando la procreación, o se niega a la familia el derecho a la educación de los hijos, etc..

En ocasiones la "crisis" es aún más profunda, pues afecta a realidades más sustantivas. Tal acontece en las tesis de quienes le niegan todo fundamento natural y estable, por lo que defienden que la familia es una mera institución cultural, que debe ir al ritmo de los cambios que origina la historia. Otros mantienen que la familia "no es el grupo natural de padres e hijos que la unión de sexos engendra, sino que es una institución social, producida por causas sociales" (Durkheim).

En resumen, se puede afirmar que los cambios en la familia pueden ser culturales y periféricos o conceptuales y profundos que afectan a sectores muy diversos. De menos a más cabe formularlos en estos tres ámbitos:

— Los cambios concretos que derivan de las nuevas condiciones socio—culturales que afectan a la familia como institución y a los diversos miembros que la integran. Tales cambios son inevitables y de ordinario no tienen por qué oscurecer la institución familiar, sino que más bien pueden enriquecería.

— Aquellas transformaciones que afectan a la manera de realizar la familia, o sea, a la forma concreta de vivir la institución familiar. En estos casos, mientras que los dos polos de la familia: marido—esposa y padres—hijos les ayuden a cumplir su misión, pueden y deben ser aceptadas.

— Los cambios que afectan al modo concreto de "entender" y "explicar" lo que es y debe ser la familia. En el caso de que tales teorías le nieguen su carácter de institución natural, según el plan de Dios, no pueden ser aceptadas.

En este tercer caso, es evidente que ante tales teorías no cabe hablar de "discernimiento" de valores, sino que lo que se ventila es la misma existencia de la institución familiar. Por lo que cabe hablar en verdad de "crisis". La razón de esta crisis se debe buscar, posiblemente, no en la familia en sí, sino en el cambio general y profundo a que están sometidas algunas realidades fundamentales de la existencia humana. Si esto es así, no es extraño que la familia, que es el núcleo vital de la existencia personal y la célula de la vida social, sufra los embates de esos intentos revisionistas. En este caso, la familia no hace sino reflejar tales cambios, puesto que ella es el espejo de la vida social.

Hacer la radiografía de esta situación es tarea casi imposible ante la pluralidad de circunstancias que se entrecruzan en la cultura de nuestro tiempo. No obstante, siguiendo la enseñanza de Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio, cabe hacer una aproximación. Distinguimos ámbitos muy diversos, dado que son muy variadas las ópticas desde las que cabe interpretar los factores que confluyen en la familia actual.

Este análisis es propio de las Ciencias del Hombre, pero la ética teológico debe estar atenta a estos factores, dado que las "circunstancias" son un dato que la moral ha de tener en cuenta al momento de mensurar la bondad o malicia de los actos humanos. No obstante, a pesar de que el juicio ético debe atender a los factores circunstanciales, no es menos cierto que, respecto a la familia, la moral cristiana no puede contentarse con subrayar las circunstancias, puesto que su misión no es constatar lo que la familia "es" en un momento histórico, sino lo que "debe ser". En este sentido, la ética teológico, sin menospreciar los datos empíricos que le ofrecen los medios de la técnica, como son, por ejemplo, las encuestas, debe atender a los "signos de los tiempos" interpretados a la luz de Dios, y no a la vista de las constataciones culturales o al ritmo de lo que demanda la sociedad, aunque sea la "mayoría democrática".

2. Factores psicológicos de la crisis

No son sólo las "sensibilidades" sociales las que influyen en los cambios de "entender" y "vivir" la familia, sino algunos factores de orden psíquico condicionan también la vida familiar . Cabe enumerar los siguientes datos que afectan a los distintos miembros que la constituyen:

a) Primacía del individuo sobre la "sociedad familiar"

Es evidente que la tensión individuo—sociedad que afecta a la vida sociopolítica se repite —o quizá tenga su origen— en este mismo dilema en la familia. La diferencia consiste en que, mientras en otras épocas la "familia" era el núcleo en el que se fundía el individuo, el cual se consideraba un "miembro" de la misma, en la actualidad, el individualismo priva sobre la célula familiar. También entonces la familia era un servicio a cada uno de sus miembros, pero la colectividad tenía tal entidad, que de ordinario el individuo debía sacrificarse por el bien del todo.

A este respecto, cabría recordar la importancia que tenía el "apellido" y los demás "bienes" familiares, cuales eran, por ejemplo, el buen nombre, la fama, la profesión de los antepasados, e incluso la fortuna familiar hasta el punto de que en ciertos ambientes no debía dividirse el patrimonio que se continuaba en uno de los miembros, mientras que a los demás se les daba alguna compensación económica.

Hoy, por el contrario, cada individuo decide por sí, tanto en relación a la profesión —aunque se rompa la "tradición familiar"—, cuanto respecto a decidir el destino de su vida entera. De hecho, la independencia de los hijos se alcanza muy pronto respecto a factores de muy diversa índole, cuales son, por ejemplo, el tiempo, el dinero, la profesión e incluso la convivencia en la casa paterna. El hijo que se "independiza" y vive en su apartamento era un fenómeno desconocido en la familia patriarcal, en la que se integraban todos los miembros de la familia y convivían diversas generaciones. Según datos sociológicos, en algunos ambientes, los hijos prolongan su estancia en la familia más allá de la juventud, pero sólo como moradores con derecho a mesa, es decir, "habitan" en la casa paterna y retrasan la formación de su propia familia.

b) Sustitución de la concepción autoritaria por una forma más "democrática" de convivencia entre padres e hijos

En este ámbito es donde se puede vivir en plenitud la expresión conciliar que afirma que "en la familia es el único lugar donde al individuo se le valora por sí mismo". No obstante, en algunos casos la autoridad paterna ha rebajado demasiadas cotas, hasta el punto de que la actitud de obediencia que constituía el subsuelo de la convivencia familiar ha dado paso a un estado en el que los padres o no se atreven a ejercer la autoridad o ésta no es aceptada por los hijos.

Es evidente que las relaciones familiares deben desarrollarse en un clima de cierta igualdad. Esto sirve especialmente para las relaciones marido—esposa. En cuanto a los hijos, la inmadurez de edad de los hijos necesita de la orientación de los padres. De ahí —además de ser "sus hijos"— se origina la autoridad de los padres y la obligación de obediencia de los hijos. No obstante, cabe un cambio del modo concreto de ejercer esa autoridad. En ocasiones, los padres deben desarrollar un amplio diálogo con los hijos. Pero, respetada su libertad, los padres pueden imponer una determinación, porque frecuentemente no se impone a la libertad de los hijos, sino que tratan de educar esa misma libertad evitando que actúen caprichosamente o de modo arbitrario.

Pues bien, se constata con excesiva frecuencia que el "autoritarismo", bastante común de la familia tradicional, ha dado paso al "permisivismo", que rehuye el ejercicio de la autoridad paterna actual. Y es preciso señalar que el "autoritarismo" es tan pernicioso como la dejación del deber de mandar, que origina el "permisivismo" familiar que tanto daño ocasiona a los hijos.

c) La relación hombre—mujer en la familia

Otro factor decisivo es el nuevo tipo de relación que se da entre el marido y la mujer en el ámbito de la familia. También en este campo nuevos factores psicológicos dejan sentir su influencia de modo notable. Es evidente que el consejo de que la mujer "debe estar sujeta al marido en todo" se exageró notablemente. Antes los dos —madre y padre— estaban centrados en la educación de los hijos, mientras que en la actualidad la independencia de la mujer, su salida al mundo profesional, hace que marido y mujer se sitúen "frente a frente", en plano de mayor igualdad y de colaboración mutua.

Es evidente que estas realidades son ambivalentes y que admiten muy diversa interpretación. Aquí no se trata de valorarlas desde el punto de vista ético, sino de hacer constancia de que nos encontramos ante factores nuevos, que dejan su rastro, "marcan" el modo de sentir e influyen en la psicología de los distintos miembros de la familia. Por ello, es preciso tenerlos en cuenta, pues pesan notablemente en el modo de sentir y entender la vida familiar".

3. Cambio del estatuto familiar y social de la mujer

El papel tan específico de la mujer, como esposa y madre, en el hogar, quizá sea el motivo por el que el cambio de este rol afecte tan vivamente a la institución familiar.

Es evidente que uno de los fenómenos que caracterizan la cultura actual es lo que se denomina "promoción social de la mujer". Esta nomenclatura muestra por sí misma que la mujer se encontraba en la sociedad en estado de desigualdad. A esta demanda de justicia responde el reconocimiento jurídico de la mujer, la protección de sus derechos específicos, la defensa de su puesto en la vida familiar, social y política, etc.

El Magisterio de los últimos años ha prestado una especial atención a esta necesidad sentida de igualar los derechos del hombre y de la mujer tanto en la vida social como en el ámbito de la familia. El Papa Pío XII dio como consigna a las mujeres católicas el que asumiesen como cometido propio suyo "la promoción de la mujer". Juan XXIII enumera entre los derechos humanos que defiende la Iglesia el que a la mujer, "tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana" (PT, 41).

En la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, Juan Pablo II trata de examinar toda la historia pasada, incluida la actitud de la Iglesia, respecto a la mujer y pone de manifiesto que su desconsideración familiar y social es una consecuencia del pecado de origen. Por ello el Papa apela a la Redención de Cristo que restauró la igualdad radical de hombre y de la mujer según los planes originarios de Dios:

"Hacia el marido irá tu apetencia y él te dominará (Gén 3,16), descubrimos una ruptura a esta "unidad de los dos", que corresponde a la dignidad de la imagen y de la semejanza de Dios en ambos, pero esta amenaza es más grave para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir "para" el otro aparece el dominio: "él te dominará". Este "dominio" indica la alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental que en la "unidad de los dos" poseen el hombre y la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica "communio personarum" (MD, 10).

El Papa denuncia la injusticia que supone el que la mujer no sea respetada en esa dignidad de igualdad con el hombre en cualquier ámbito de la vida:

"Las mismas palabras se refieren al matrimonio, pero indirectamente conciernen también a los diversos campos de la convivencia social: aquellas situaciones en las que la mujer se encuentra en desventaja o discriminada por el hecho de ser mujer, la verdad revelada sobre la creación del ser humano, como hombre y mujer, constituye el principal argumento contra todas las situaciones que, siendo objetivamente dañinas, es decir, injustas, contienen y expresan la herencia del pecado que todos los seres humanos llevan en sí" (MD, 10).

Pero Juan Pablo II advierte contra la tentación de que esa igualdad fundamental desconozca la desigualdad funcional que compete al hombre y a la mujer, ciertamente en el campo social, pero de modo más decisivo en el ámbito familiar, donde le corresponde el oficio insustituible de esposa y madre:

"En nuestro tiempo, la cuestión de los "derechos de la mujer" ha adquirido un nuevo significado en el vasto contexto de los derechos de la persona humana... La mujer —en nombre de la liberación del "dominio" del hombre— no puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia "originalidad" femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a "realizarse" y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata de una riqueza enorme. En la descripción bíblica, la exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que abarca toda la historia del hombre sobre la tierra" (MD, 10).

Este riesgo significaría una caída en la tentación, si la mujer renunciase a un papel que es exclusivo suyo, el de la maternidad. Sería un grave mal el que la mujer midiese su dignidad más por la contribución a la vida social y política que por su papel en el ámbito del hogar. La Exhortación Apostólica Familiaris consorcio llama la atención sobre este riesgo:

"Se debe superar la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico" (FC, 23).

Este desplazamiento de la mujer desde el hogar hasta la actividad pública no sólo representa un cambio real, sino también estimativa, pues, en no pocos casos, se aprecia más su actividad profesional que su misión dentro de la familia. Tal situación es, posiblemente, lo que juega un papel decisivo en el cambio y aun en la crisis de la familia.

Dado que ambas tareas no son excluyentes, sino que deben ser complementarias, la solución está en encontrar la síntesis entre la vocación permanente de la mujer a ser madre y la rica aportación que está llamada a hacer en todo el conjunto de la vida social. Esta difícil síntesis abarca, al menos, dos planos:

— atestiguar la igualdad radical con el hombre en cuanto a dignidad y, simultáneamente, aceptar la distinción psicológica y funcional respecto a la vocación del hombre;

— aceptar la maternidad como misión exclusiva suya, por lo que resulta algo esencial y, al mismo tiempo, integrar en esa vocación su puesto imprescindible en la vida social, que es como su tarea funcional.

4. Cambios en la realización histórica de la familia

La familia es en verdad una institución natural, pero es también una realidad histórica. En efecto, la familia no es una abstracción, sino que, al modo como a cada persona le acompaña su biografía, también la familia tiene su propia historia biográfica.

Es evidente que la familia ha experimentado notables cambios a lo largo del tiempo. De hecho, en relación a sus miembros, se ha reducido notablemente. En efecto, en un pasado ya lejano, la familia hogar acogía un amplio número de miembros, pues además de albergar a padres e hijos, con frecuencia integraba también a los abuelos, tíos, etc. Este tipo de familia patriarcal desempeñaba casi todas las funciones: organizaba el comercio, administraba la justicia y hasta hacía la guerra. Más tarde, cuando los Estados asumen estas funciones, la familia reduce su ámbito de acción, pero es todavía un gran núcleo que alberga incluso a los abuelos. Estas familias vivían en el campo o en la ciudad en amplias casas monofamiliares: lo que distinguía a un humilde aldeano de un noble era la diferencia que mediaba entre una pobre casa de campo o un palacio, pero en ambos espacios se albergaba una familia amplia, en ocasiones constituía un verdadero clan, pues había que hacer honor al nombre" o al "apellido".

La llegada de la época industrial y la ¡da a la ciudad desde el campo, hace que los moradores de una vivienda aislada decrezcan, pero aún es frecuente que la familia sea numerosa y, si es preciso, integre a los abuelos. Se vive en pisos, casi siempre construidos en grandes edificios y en barrios bastante homogéneos.

Modernamente, la sociedad está constituida por la familia monocelular, que integra únicamente al matrimonio y muy pocos hijos; viven en pisos de dimensiones reducidas y aun en pequeños apartamentos, en ellos habitan incluso los hijos mayores solteros, que dejan o no la casa paterna tan pronto como puedan independizarse económicamente.

Es evidente que este proceso "lineal" diseñado de la evolución de la familia admite múltiples excepciones en cada época, pues representa solamente un modelo tipo. Pero en lo que tiene de válido, este proceso explica a su vez una evolución interna en las relaciones familiares. En efecto, la comunicación en la familia ha pasado de un trato marcadamente jerárquico en el familia extensa matriarcal—patriarcal a unas relaciones más regulares de la familia conyugal—igualitaria, mientras que actualmente se da la complementariedad en las pequeñas unidades familiares que habitan en un piso o apartamento. Como es lógico, también esta apreciación admite múltiples excepciones, pero sin duda esa es la imagen que marca la diferencia de la evolución de la familia a lo largo de la historia.

La familia está, pues, sometida a constantes procesos históricos, pero hacer la historia y menos dirigirla no depende exclusivamente de ella. Por ello, lo importante es que, en cualquier proceso histórico, la familia sea capaz de mantener las tres relaciones fundamentales que le son propias:

— el vínculo conyugal monogámico y estable de los esposos;

— la relación de los padres con los hijos habidos en el matrimonio;

— las relaciones de los hijos con sus padres y de los hermanos entre sí.

Pero ese triple grado de relación se pierde siempre que la familia no responde al matrimonio monogámico e indisoluble. Pues, cuando un matrimonio con hijos se rompe y los padres vuelven a casarse y tienen nuevos hijos, entonces existen hermanos y medio hermanos y hermanos de hermanos que no tienen nada entre sí, junto a padres y medio padres y otra gama de vicepadres... Toda una algarabía de vinculaciones "familiares" que hacen imposible elaborar el árbol genealógico, pues aparecen diversas ramas entrecruzadas que no cabe acoplar dado que carecen de vínculo sanguíneo alguno común entre sí: no pertenecen al mismo tronco y en ocasiones ni siquiera tienen la misma raíz.

Es evidente que este tipo de "uniones" apenas admite comparación con la familia de vínculos comunes de sangre, que nace primero del amor de los esposos entre sí, y que luego engendran hijos que son fruto de ese amor conyugal. Entonces, a los vínculos de la sangre corresponden los lazos de amor que une a los esposos entre sí y con sus hijos y a éstos con sus padres y hermanos. Esta es la familia, en la que decir "madre" o "padre" o "hermano" tiene el eco pleno de lo que tales nombres significan.

Es claro que no todos los matrimonios monogámicos y estables alcanzan esta alta cota de perfección aquí descrita. Pero ese es el ideal del matrimonio cristiano y a él deben orientarse los esposos que han recibido el sacramento del matrimonio. Ni cabe objetar que los cristianos en buena medida tampoco realizan ese ideal del matrimonio, pues el hecho de que haya realidades viciadas, nunca permite ir contra los principios que las sustentan, sino más bien son una advertencia para que los principios rijan la vida.

Y esa es la misión de la ética teológico y de la teología pastoral: proponer la doctrina acerca de la familia que toma origen en el sacramento del matrimonio y ayudar a los esposos a superar las dificultades, con el fin de que remonten su vida hacia ese ideal.

5. Cambios socio—económicos

Los cambios sociales que acompañan al desarrollo económico también han influido notablemente en la familia.

En primer lugar, las modificaciones económicas actúan como factores de cambio. En efecto, la familia en la cultura rural practicaba una economía de compraventa. Era un intercambio de los productos que se cosechaban o se manufacturaban: se vendía, se compraba y se consumía. El "mercado" o la "feria" era el lugar normal del comercio. En esta situación existía un patrimonio común, sólo había una "bolsa", que representaba la propiedad de la familia.

Ahora bien, esta imagen apenas tiene nada que ver con el desarrollo del comercio actual, basado en el aumento cuantitativo de la producción a causa de la fabricación en serie. Ello da lugar a la creación de los grandes almacenes. Con la abundancia se facilita el uso de las cosas y el desecho de lo ya usado. A su vez, el patrimonio familiar común da paso a un sistema de propiedad familiar en el que cada miembro de la familia tiene su "bolsa" propia, etc. Es evidente que una época de bienestar y de consumo cohesiona mucho menos a una familia que cuando ésta se ve obligada a la austeridad y al ahorro para satisfacer las necesidades comunes con cierta dignidad, según se trate de familias más o menos acomodadas.

Los cambios económicos han producido también profundas transformaciones sociales. En la cultura rural, la familia vivía más hacia dentro; por el contrario, la sociedad industrial centra al obrero tanto en la familia como en el lugar de trabajo o de diversión. La "ciudad dormitorio" es una realidad. Ahora los miembros de la familia viven más juntos, en espacios más reducidos, pero tienen menos cosas en común de las que participaban cuando trabajaban en la misma labor y el fruto obtenido era todo y sólo para ellos.

Es un fenómeno ya estudiado cómo la familia urbana tiene menos comunicación con sus vecinos que la familia rural. Los grandes bloques de viviendas es lo que impide que los vecinos de un mismo portal se conozcan. En la ciudad no existe el entretejido social de la comunidad rural, por eso los hombres de la gran urbe no se conocen en los acontecimientos celebrativos del pueblo, sino en el anonimato de los lugares de diversión muchas veces despersonalizada, como pueden ser las discotecas o los estadios deportivos, etc.

Por otra parte, si bien la vivienda —el piso— es un ámbito pequeño que debería facilitar la reunión y comunicación de la familia, sus miembros cada día tienen menos trato común. En la actualidad se acusa una intimidad menor en el hogar porque la sociedad invade el ámbito familiar con elementos extraños a ella a través de los medios de comunicación, especialmente la radio y sobre todo la televisión, y ahora los ordenadores. Incluso el horario de las comidas puede estar en función de la salida del trabajo o de los programas de televisión, con lo cual el encuentro personal de la familia reunida en torno a la mesa se hace cada vez más excepcional.

Finalmente, la sociedad pragmática del bienestar hace que el dinero sea el valor más poderoso; el consumismo aumenta las necesidades y para satisfacerlas, es preciso ganar más dinero. Ello exige, a su vez, que ambos esposos trabajen en jornadas a veces excesivas... Es así cómo los problemas económicos se convierten con frecuencia en ocasión de no pocos conflictos familiares.

6. Cambios de costumbres: secularización de la vida

El cambio de hábitos, de valores y de costumbres es posiblemente lo que cabe señalar como el dato que es efecto y, al mismo tiempo, causa de las mayores transformaciones que se dejan sentir en la familia actual si se la compara con la de época inmediata anterior. Enunciamos tan sólo algunos cambios más relevantes e inmediatos:

— Es frecuente que la unidad familiar clásica se rompa en aquellos aspectos que antes cohesionaban de modo bastante homogéneo a la familia, como es el campo cultural, político, religioso, etc. Hoy es frecuente que la familia esté dividida en diversas asociaciones culturales, que sus miembros pertenezcan a partidos políticos opuestos e incluso profesen confesiones religiosas distintas.

— En muchas familias no rigen las referencias religiosas de otro tiempo. La vida familiar no se guía por el calendario de festividades cristianas —las grandes fiestas litúrgicas—, sino por los viajes, las vacaciones, los "puentes", los "fines de semana", etc. Ya no existe oración alguna en común y quizá falte toda manifestación de práctica religiosa.

— Abunda la inestabilidad entre los distintos miembros de la familia. Siempre ha habido desavenencias entre los esposos, entre padres e hijos y de los hermanos entre sí. Pero, con la misma normalidad con que se originaban, de ordinario se arreglaban los pequeños o grandes conflictos. Hoy, por el contrario, parece que no existe la misma capacidad de aguante. De aquí que no es extraño el que, ante dificultades surgidas, los esposos se separen y los hijos abandonen la casa paterna.

— Se rehuye el compromiso y la estabilidad. No es infrecuente el hecho de que el esposo o la esposa se cansen de la vida iniciada en común y manifiesten el deseo de volver a "vivir su vida". Asimismo, los hijos deciden muy pronto independizarse de los padres y se pone énfasis en lo que se denomina "conflicto generacional". Otros permanecen en la casa paterna, pero con independencia. Esta actitud, que encierra una cierta falta de responsabilidad, no es valorada negativamente por sectores muy amplios de la sociedad que ve con naturalidad esa independencia de los esposos o de los hijos.

— El erotismo ambiental afecta en ocasiones a las relaciones conyugales. De aquí que, además de la infidelidad tan frecuente en algunos matrimonios, parece que aun la praxis sexual entre los esposos no les satisface plenamente, de forma que, según dicen, existe frecuentemente una falta de acoplamiento entre la pareja. Y es lógico que una praxis sexual irregular sea fuente de no pocos conflictos conyugales. La "intimidad de alcoba" es testigo de numerosos desarreglos emocionales.

— Finalmente, cabe aducir la pérdida de importantes valores éticos y religiosos que cohesionaban a la familia tradicional. En este sentido, en algunos ambientes, la crisis de valores morales es tan profunda que no sólo se desprecian los principios éticos religiosos, sino que hasta se niega el concepto de matrimonio estable y se rehusa la familia como institución natural, nacida de dicho matrimonio.

En consecuencia, cuando a una institución que, en su mismo origen, es natural y religiosa se la desposee de estos valores permanentes y esenciales, se la desvirtúa en su misma raíz. Es así como cabe llegar a la secularización de la institución familiar. A ello contribuye no poco la legislación civil que no la protege convenientemente. Así, por ejemplo, si el Estado reconoce a todos los efectos jurídicos la validez del matrimonio civil —lo cual es propio del Estado—, si el orden legal despenaliza el adulterio y concede igualdad de derechos a los hijos habidos fuera del matrimonio que a los que nacen dentro de él, es lógico que indirectamente se despoja a la familia del fundamento que la legitima. Pero, si, al mismo tiempo, se rehusa protegerla en los distintos campos de la vida social, es lógico que la familia no pueda sufrir los embates con que es atacada por una sociedad secularizada.

No obstante, pese a esas deficiencias tan fundamentales, como se dice más arriba, la familia actual goza de otros valores positivos. Estos suponen un verdadero enriquecimiento frente a la concepción de la familia de otras épocas. Entre los cuales cabe mencionar los siguientes: la dignidad de la mujer, antes reseñada; la definición de la sociedad conyugal como "comunidad de vida y amor"; la valoración del amor conyugal; la procreación responsable más allá del simple biologismo; la educación de los hijos en un clima de autoridad, que, al mismo tiempo, respete la libertad de cada uno, etc. (cfr. GS, 47; FC, 6—7).

Estos valores positivos han de tenerse en cuenta y han de ser proclamados en la enseñanza moral a los fieles. De lo contrario, además de falsear la realidad, se corre el riesgo de caer en una concepción pesimista que segaría cualquier ilusión por remontar las dificultades que normalmente concurren en la vida de cualquier familia. Cabe aún decir más, la misión del confesor es alentar a las familias no sólo a obviar las dificultades, sino que debe animarlas a que descubran esos nuevos valores, los desarrollen de modo conveniente y los propaguen en sus respectivos ambientes.

II. LOS DERECHOS DE LA FAMILIA

La familia no es un "medio", sino que es un "fin" en sí misma. Como se repite por diversas corrientes de pensamiento y enseñan numerosos documentos magisteriales, "la familia es la célula primera y vital de la sociedad", pues, "según los planes de Dios Creador, la sociedad conyugal es el principio y el fundamento de la sociedad humana" (AA, 11). En consecuencia, la familia debe ser protegida por el Estado.

Esta obligación de los gobiernos de proteger a la familia brota de la misma naturaleza del Estado, que es un servicio a las entidades naturales e intermedias entre el individuo y la sociedad en general. Pues bien, entre todas las instituciones, la familia ocupa el primer lugar. Así lo determina la Declaración Universal de los Derechos Humanos:

"La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado" (a. 16,3).

Por su parte, la Constitución Española determina:

"Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia" (a. 39).

1. La Carta Magna de los Derechos de la Familia

Los Documentos del Magisterio reivindican con frecuencia ante los Estados el deber que incumbe a los gobernantes de proteger a la institución familiar. Por ello, con el fin de recopilar la suma de derechos de la familia que deben ser protegidos, la Iglesia ha promulgado la Carta Magna de los Derechos de la Familia.

El origen de la Carta Magna se debe a una petición del Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma en 1980. Esta petición fue recogida por Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio con esta palabras:

"La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo, se encargará de estudiar detenidamente estas sugerencias, elaborando una Carta de los derechos de la familia, para presentarla a los ambientes y autoridades interesadas" (FC, 46).

El contenido de la Carta Magna recoge el pensamiento de la Iglesia sobre la institución familiar y pretende sistematizar todas las enseñanzas sobre ella. Por ello "trata de ofrecer una mejor elaboración de los mismos, definirlos con más claridad y reunirlos en una presentación orgánica, ordenada y sistemática".

La Carta Magna no es un documento que exponga la doctrina dogmática ni tampoco moral sobre el matrimonio y la familia; tampoco es "un código de conducta destinado a las personas o a las instituciones a las que se dirige", ni siquiera cabe considerarla como "una simple declaración de principios teóricos", sino que es un oferta que hace "a todos nuestros contemporáneos, cristianos o no". En ella se contienen "los derechos fundamentales inherentes a esta sociedad natural y universal que es la familia".

La razón para reivindicar estos derechos fundamentales no parte de la fe cristiana, sino de la naturaleza misma del hombre. La fe sólo añade que tales derechos están dispuestos así por el Creador:

"Los derechos enunciados en la Carta están impresos en la conciencia del ser humano y en los valores comunes de toda la humanidad. La visión cristiana está presente en esta Carta como luz de la Revelación divina que esclarece la realidad natural de la familia. Estos derechos derivan en definitiva de la ley inscrita por el Creador en el corazón de todo ser humano".

Por motivos de diálogo intercultural no se menciona el sintagma "ley natural", pero expresa sin ambigüedad alguna su contenido.

Dado que tales derechos derivan de la naturaleza de todo hombre, "la sociedad está Llamada a defender esos derechos contra toda violación, a respetarlos y a promoverlos en la integridad de su contenido". De aquí deriva que el Documento Romano se dirija a todos los hombres y a cada una de las instituciones sociales. En efecto, "la Carta está destinada en primer lugar a los Gobiernos", a "todos aquellos que comparten la responsabilidad del bien común", a las "Organizaciones internacionales e intergubernamentales", también se dirige a "las familias..., pues desea estimular a las familias a unirse para la defensa y promoción de sus derechos". Finalmente, se dirige "a todos, hombres y mujeres para que se comprometan a hacer todo lo posible, a fin de asegurar que los derechos de la familia sean protegidos y que la institución familiar sea fortalecida para bien de toda la humanidad, hoy y en el futuro".

2. Enumeración de los derechos de la familia

Los múltiples derechos de la familia cabe reducirlos a los doce siguientes, que se recogen y formulan así en la Carta Magna:

— Derecho a contraer matrimonio y a formar una familia (a. l). Este derecho es el fundamento de todos los restantes. En consecuencia no sólo debe ser respetado, sino que las autoridades civiles han de favorecerlo. De aquí la necesidad de una legislación que facilite el matrimonio y que se prohiba en casos muy restringidos y sólo "por razones graves y objetivas exigencias de la institución del matrimonio mismo".

Este derecho primero se refiere al matrimonio "libremente contraído y públicamente afirmado", de aquí que no cabe igualar el matrimonio y la unión de una pareja, sin vínculo jurídico reconocido públicamente: "la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído".

— Las "libertades" en el matrimonio (a. 2). Dado el carácter personal del matrimonio, los futuros esposos deben elegirse uno a otro libremente, a lo cual se oponen aquellas culturas en las que los padres deciden al futuro esposo/a para sus hijos. Dentro del apartado de la libertad, se incluye la libertad religiosa. Por ello, el pacto conyugal no puede "imponer como condición previa al matrimonio una abjuración de la fe".

En este derecho se incluye también la complementariedad entre el hombre y la mujer: ambos "gozan de la misma dignidad y de iguales derechos respecto al matrimonio".

— La paternidad responsable corresponde exclusivamente a los esposos (a. 3). La responsabilidad de procrear es exclusiva de los cónyuges "teniendo a la vista los hijos ya nacidos, la familia y la sociedad, dentro de una justa jerarquía de valores y de acuerdo con el orden moral objetivo que excluye el recurso a la contraconcepción, la esterilidad y el aborto".

En este artículo se incluye la condena de las campañas anticonceptivas y esterilización de las naciones ricas a los países pobres, al mismo tiempo que demanda que se favorezca la procreación y se proteja especialmente a las familias numerosas.

— El respeto a la vida. Condena del aborto (a. 4). El contenido de este artículo se formula en esta contundente tesis: "La vida humana debe ser respetada y protegida absolutamente desde el momento de la concepción".

A partir de esta doctrina se condena el aborto, la "manipulación y explotación del embrión humano", y las intervenciones quirúrgicas no necesarias para "corregir las anomalías".

En este artículo se contempla también la protección de los hijos: todos, los legítimos y los tenidos fuera del matrimonio "gozan del mismo derecho a la protección social para su desarrollo personal integral". Asimismo se demanda la protección de los huérfanos y los hijos privados de padres o tutores. Finalmente se demanda que el Estado facilite la adopción legal.

— El derecho de los padres (a. 5). En este artículo se recoge el derecho de los progenitores a la educación de los hijos: se trata de un "derecho originario, primero e inalienable". Este derecho incluye la elección de escuela, para lo cual "las autoridades públicas deben asegurar que las subvenciones estatales se repartan de manera que los padres sean verdaderamente libres para ejercer su derecho". Tal derecho demanda que los padres puedan colaborar activamente en los centros escolares, y, en general, en toda la política educativa del Estado.

Dada la importancia de los medios de comunicación, este derecho exige que tales medios favorezcan los valores fundamentales de la familia.

— Derecho a existir y progresar como familia (a. 6). A este derecho se opone todo lo que no promueve "la justa independencia, intimidad, integridad y estabilidad de la familia". Asimismo se denuncia el divorcio como "atentado contra la institución misma del matrimonio y de la familia". Finalmente, se debe facilitar y ofrecer los medios adecuados para la convivencia de la familia amplia.

— Derecho a la libertad religiosa (a. 7). Este artículo abarca no sólo el derecho a la expresión religiosa dentro de la familia, sino también la profesión pública de su religión. Con este fin, se incluye el derecho de "propagar y participar en los actos de culto en público y en los programas de instrucción religiosa libremente elegidos, sin sufrir discriminación".

—Derecho a ejercer una función social y política en la construcción de la sociedad (a. 8). A este derecho pertenece todo cuanto contribuye a que la familia tenga voz en la marcha social de un pueblo. Para ello las familias pueden crear asociaciones "para defender los derechos, fomentar el bien y representar sus intereses". Con este fin, el papel de la familia y de las asociaciones familiares debe ser reconocido "en el orden económico, social, jurídico y cultural".

— Derecho a que exista una política familiar (a. 9). Si la familia ocupa lugar tan destacado en la vida social, es lógico que exista una política familiar que defienda sus derechos en el "terreno jurídico, económico, social y fiscal, sin discriminación alguna". En este campo se incluyen los derechos siguientes:

* Derecho a unas condiciones económicas que aseguren un nivel de vida digno;

* Derecho de propiedad de aquellos bienes que favorezcan una vida familiar estable;

* Derecho a que se regule justamente la herencia de forma que se respete las prerrogativas de los distintos miembros de la familia;

* Derecho a seguros en caso de orfandad, viudedad, accidente, invalidez, desempleo, etc. "o en cualquier caso en que la familia tenga que soportar cargas extraordinarias en favor de sus miembros por razones de ancianidad, impedimentos físicos o psíquicos, o por educación de los hijos";

* Derecho de los ancianos a vivir dignamente en su familia o en instituciones adecuadas. También se les debe garantizar el que puedan ejercer una actividad compatible con su edad y que les permita participar en la vida social";

Derecho a que la jurisdicción penal posibilite al esposo/a, privados de libertad por algún delito, a que puedan mantener contacto con su familia y a que ésta sea atendida económicamente.

Derecho a que la vida laboral favorezca una convivencia familiar digna (a. 10). En este apartado se incluyen los siguientes derechos:

* Derecho a que la vida laboral facilite la unidad, el bienestar, la salud y la estabilidad de la familia;

* Derecho a que la organización del trabajo permita a la familia un sano esparcimiento;

* Derecho a que el salario sea justo de modo que garantice el sostenimiento digno de la familia. Esto puede conseguirse bien con un sueldo familiar o con subsidios complementarios, de modo que la madre no se vea forzada a trabajar fuera de casa sólo por motivos económicos.

* Derecho a que el trabajo de la mujer "sea reconocido y respetado por su valor para la familia y la sociedad";

— Derecho a una vivienda digna (a. 11). Este derecho incluye una vivienda adecuada y proporcionada en espacio al número de miembros que la constituyen "en un ambiente sano que ofrezca los servicios básicos para la vida de la familia y de la comunidad";

—Derechos de la familia de los emigrantes (a. 12). A estas familias se les debe garantizar "la misma protección que se da a las otras familias". Asimismo tienen derecho a mantener su propia cultura y a poder integrarse en la nueva comunidad. Por su parte, los emigrantes tienen derecho a reunirse con la totalidad de su familia "lo más pronto posible".

En cuanto a los refugiados políticos, los Estados y las Organizaciones Internacionales deben protegerlos de forma que puedan reunirse con su familia.

En estos doce artículos, la Iglesia recoge los derechos fundamentales de la familia. Y, aunque "no constituyan un tratado de moral familiar", sin embargo deben ser objeto de predicación por parte del sacerdote. A su vez, esta Carta Magna ofrece un amplio campo para que los fieles laicos se esfuercen por obtener la regulación jurídica, de forma que las leyes en los distintas naciones afirmen y defiendan estos derechos".

Es deseable que el articulado de esta Carta Magna pase a ser el espíritu que anime las legislaciones civiles en favor de la familia. La Constitución Española lo propone en estos términos: "Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia" (art. 39, l). Sin embargo, es continua la denuncia de que la letra de la Constitución no se haya llevado a la práctica.

En efecto, la legislación posterior no ha sido fiel al espíritu de la Constitución. Baste consignar la ayuda a la familia. Aún más flagrantes son las normas de fiscalidad. Ciertamente, el sistema tributario español en cuanto al desgrave fiscal está en situación muy desfavorable en relación a las demás naciones de la Unión Europea". Las mismas diferencias cabe señalar en relación al impuesto sobre la renta familiar y las prestaciones sociales por vivienda, enseñanza, etc. .

En general, las deducciones sobre la renta apenas tienen en cuenta situaciones muy concretas de la familia, como son, por ejemplo, el alquiler, compra y rehabilitación de vivienda propia, trabajo personal dependiente, custodia de los hijos, atención a minusválidos, etc. .

III. OBLIGACIONES MORALES ENTRE LOS ESPOSOS Y LOS HIJOS

En el Capítulo IV se recoge la doctrina del N. T. acerca de las obligaciones morales de los esposos entre sí, así como de sus deberes para con los hijos y de éstos con sus padres. A esa fundamentación bíblica remitimos". Aquí se expone brevemente ese mismo tema de manera esquemática: se enuncian las consecuencias éticas que derivan de las enseñanzas del N. T. allí reseñadas. Constituyen un código de obligaciones morales generalmente conocido por los esposos y por los hijos. Los Manuales clásicos exponían detalladamente estas enseñanzas que aquí recogemos de modo sintético en tres apartados:

1. Obligaciones éticas de los esposos entre sí

El ser mismo del matrimonio impone un nuevo tipo de existencia. Es decir, la norma preceptiva de la vida familiar deriva de la ley constitutiva de la cual se origina. Además la familia —resultado del matrimonio que sella la elección amorosa de un hombre y una mujer— da origen a una nueva condición jurídica, por lo que los derechos y deberes de los esposos deben ser regulados.

Es, pues, la naturaleza íntima de la :institución familiar la que demanda un nuevo tipo de conducta. Como es lógico, para los esposos cristianos las exigencias morales derivan, fundamentalmente, de la condición sacramental del matrimonio. En consecuencia, no se trata de imposiciones heterónomas, sino de exigencias del ser mismo de la familia, derivadas de un sacramento, para lo cual Dios les ha comunicado una gracia especial.

En síntesis, las obligaciones éticas entre marido—mujer, de los padres con sus hijos y de éstos con sus respectivos padres, cabe esquematizarlas sobre los deberes de caridad y las obligaciones morales que origina la virtud de la justicia.

a) Deberes de caridad

Se concretan con rigor en el mandato del Apóstol. se deben amar como Cristo ama a su Iglesia (Ef 5,25). Semejante modelo muestra la altura en el amor mutuo a que deben aspirar los esposos: esa es la meta. En este sentido, la virtud de la caridad —ágape— debe fecundar y elevar el amor sensible —eros— y el amor afectivo —filía—. Es evidente que este amor humano está sometido a todos los vaivenes de la vida afectiva de los esposos. De aquí la obligación de cultivar el amor sobrenatural para que conserve, fortalezca y perfeccione el amor humano que les ha unido en matrimonio.

Ahora bien, como es lógico, la virtud de la caridad —el amor cristiano entre los esposos— crece y decrece, puede aumentar hasta límites insospechados y cabe que disminuya hasta desaparecer. De aquí la obligación de cuidarlo y cultivarlo de forma que, al ritmo de la vida matrimonial, los esposos se esfuercen por alcanzar la meta de la caridad que les señaló el sacramento del matrimonio".

En este sentido, cualquier acción que se oponga al amor mutuo debe considerarse como una falta moral. Por consiguiente, se ha de precaver a los esposos contra la opinión generalizada de que algunos defectos de la convivencia diaria caen fuera del ámbito moral. Por el contrario, los esposos deben caer en la cuenta de que, en la práctica de la caridad entre ellos, todo tiene importancia.

En concreto, los esposos deben evitar los pensamientos y los juicios críticos de uno contra otro, pues en sí mismos constituyen un "pecado interno" de pensamiento o de deseo. Pero es que además, conforme al principio psicológico de la "motricidad de las imágenes", tales pensamientos y deseos tienden a realizarse, por lo que es fácil que se traduzcan tarde o temprano en acciones concretas de falta de caridad.

Además de los "pecados internos", los esposos cometen pecado de omisión contra la caridad siempre que no fomentan el amor mutuo y no se prestan la atención debida. Pecan cuando faltan a la caridad, lo que acontece de muchas formas, por ejemplo, mediante riñas, insultos, gestos de desprecio, etc. La gravedad de estos pecados depende de la importancia del acto así como de la deliberación y consentimiento con que se llevan a cabo tales acciones.

En un clima de amor, no se plantea el tema de la obediencia de la mujer al marido. En el Capítulo IV hemos visto cómo se debe interpretar aquel mandato de San Pablo de que la mujer ha de estar sometida a su marido en todo, "porque el marido es la cabeza de la mujer" (Ef 5,22—33). Aun, en una concepción de superioridad del marido, San Agustín describe así las relaciones entre los que mandan y los que obedecen:

"De ahí nace la paz doméstica; es decir, la concordia ordenada entre los que viven juntos en el mando y la obediencia. Mandan los que cuidan, como el varón en la mujer, los padres en los hijos, los señores en los siervos. Y obedecen quienes son objeto de cuidado, como las mujeres a los maridos, los hijos a los padres y los siervos a los señores. Pero en la casa del justo, que vive de la fe y peregrina hacia aquella ciudad celestial, también los que mandan sirven a aquellos a quienes parecen dominar. Porque no mandan por ambición de dominio, sino por deber de mirar por ellos".

Aunque, en general, la doctrina del N. T. sobre la sumisión de la mujer sea preciso encuadrarla en un marco más amplio, el del orden (taxis) de la creación ", o también como un simbolismo de la Alianza", no obstante, es evidente que estamos ante concepciones de la época que regulaban la relación hombre—mujer con categoría de subordinación y no de igualdad de sexos.

b) Deberes de justicia

El pacto de mutua entrega origina entre los esposos una serie de derechos—deberes que vinculan la propia conciencia, de forma que el incumplimiento por una o por ambas partes origina el pecado de injusticia; por ello constituye materia de la confesión sacramental. Por el contrario, si se observan, ejercitan la virtud cristiana de la justicia. En general, cabe distinguir tres ámbitos de obligaciones morales a que da lugar el pacto conyugal:

— El deber de prestar el débito conyugal en caso de que lo pida uno de los cónyuges. Como se explica en el Capítulo VIII, siempre que se demande razonablemente, existe obligación de prestarlo. Y sólo, en caso justificado, se puede eximir de pecado a la parte que se niegue a ello. Este será grave o leve según los motivos que alegue la parte interesada y en razón de las consecuencias que se sigan de la negativa, cual puede ser el pecado solitario del demandante o exponerle al peligro de la infidelidad conyugal.

Esta doctrina se deduce de la respuesta de San Pablo a una posible pregunta de los primeros cristianos de Corinto:

"El marido otorga lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo: es el marido; e igualmente el marido no es dueño de su propio cuerpo: es la mujer. No os defraudéis uno al otro, a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para daros a la oración, y de nuevo volved a lo mismo a fin de que no os tiente Satanás de incontinencia" (1 Cor 7,3—6).

— Respeto a otros derechos personales, que no pertenecen a la vida conyugal. Como es lógico, la conyugalidad incluye otra serie de obligaciones que integran la vida familiar, cuales son, por ejemplo, la educación de los hijos, el cuidado de la casa, la aportación de los medios económicos necesarios, la buena administración del patrimonio, etc. y, como es lógico, la conservación del cariño y la atención de los esposos uno para con el otro.

Pero la vida de los esposos no se agota en estos aspectos esenciales de la vida de familia. De aquí que se debe respetar otros ámbitos de autonomía individual que no obstaculizan el cumplimiento de las obligaciones conyugales, cuales son, por ejemplo, los deberes propios en el ámbito de la sociedad civil o religiosa, como son el voto, la asociación política o religiosa, las aficiones y gustos personales, el empleo del tiempo libre, siempre que no se desatiendan los deberes respectivos, etc.

En este capítulo cabe que pro bono pacis, en caso de que una de las partes demande ciertos derechos de la otra, ésta ceda gustosamente, dado que no siempre es fácil separar los deberes esponsalicios de aquellos que tocan la propia intimidad personal. Pero, en caso de que claramente se trate de derechos personales y éstos no se respeten por una de las partes, se puede hablar de pecado contra la justicia, que será grave o leve según la materia y conforme se sienta ofendida la parte violada.

También en este apartado cabe distinguir otros deberes de los cónyuges que vienen determinados por la vida. Por ejemplo, en caso de que sólo el marido trabaje fuera de casa, él debe aportar los bienes necesarios para la sustentación conveniente de la familia. En este caso, los deberes de la esposa se concretan en la atención a la convivencia dentro del hogar. Y a los dos, la recta administración del patrimonio común.

Si, por el contrario, ambos desarrollan un trabajo fuera del hogar, los dos prestarán en solidario los bienes económicos necesarios para sacar adelante la familia y, según su habilidad y destreza, ambos procurarán el cuidado de los hijos y las labores de la casa. Cualquier costumbre en contra se debe quizá a residuos culturales o a hábitos propios de una clase social en una época determinada.

— Respeto del derecho a los bienes propios. Otros ámbitos de la justicia vienen marcados por el derecho que pueden mantener los cónyuges sobre los bienes patrimoniales propios o, en caso de separación de bienes, cuando no se respeta la propiedad individual del otro cónyuge. A este respecto, el deber de restituir obliga en conciencia, al menos después de que se haya dictado sentencia por parte del juez.

2. Obligación de los padres con sus hijos

También aquí los deberes de los esposos se pueden esquematizar en torno a las virtudes de la caridad y de la justicia".

a) Deberes de caridad

El cariño a los hijos es fruto de la afectividad que se fundamenta en la propia biología. Pero los padres deben también amar a sus hijos con un amor sobrenatural —ágape—, aunque no siempre resulte fácil separarlos, dado que más bien se unifican en el corazón de los padres cristianos. No obstante, recurrir al amor cristiano puede ser un deber de los padres cuando la conducta del hijo u otras circunstancias han ido borrando el amor espontáneo y afectivo de los padres a sus propios hijos.

En todas las familias los hijos deben ocupar el lugar central:

"En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto de todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido" (FC, 26).

El amor de los padres respecto a los hijos se concreta en la obligación de poner los medios necesarios para educarlos convenientemente. Ello abarca todos los ámbitos de la vida. El fin de la educación es la felicidad del hijo que se obtiene en la medida en que tienda a lograr la plenitud de la existencia. Por ello, el fin de la educación es alcanzar la unidad de vida del hijo, que integra, al menos, las siguientes dimensiones de la persona humana: la salud y bienestar del cuerpo, el conveniente desarrollo intelectual, la madurez de la vida afectivo—sentimental, la fortaleza de la voluntad, el ejercicio inteligente de la libertad, el sentido social y la formación moral y religiosa".

Como la fortaleza se integra en la virtud de la caridad, por cuanto que da a todas las virtudes "la firmeza en el obrar" ", los padres deben esforzarse en conjugar el cariño a sus hijos con la fortaleza que requiere el logro de su formación. De aquí que ciertos castigos puedan entrar como medio pedagógico, si bien esto depende tanto de la psicología del niño, como de la actitud de los padres (Hebr 12,9). En todo caso, las correcciones deben ser educativas y no simple desahogo pasional de los padres. A este respecto, ciertos castigos pueden ser pecado, tanto porque son efecto de la pasión de la ira, como por cuanto hieren la dignidad del hijo o le contrarían en exceso. Aquí se debe aplicar el consejo de San Pablo: "Vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor" (Ef 6,4). Y a los colosenses les da este mandato: "Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos" (Col 3,21). Juan Pablo II enseña que "también los padres deben honrar a sus hijos".

En la actualidad, a la vista de las dificultades, puede darse en los padres cierta actitud permisiva, con el fin de evitar posibles conflictos en la convivencia. El permisivismo en la educación trae casi siempre graves consecuencias. Los padres deben actuar con prudencia, en todo caso han de esmerarse en la elección de los modos de actuar, pero no deberían claudicar al momento de exigir a sus hijos aquellas actitudes que consideren decisivas en su formación. Para ello, el confesor debe hacerles caer en la cuenta de que tienen una especial gracia de estado que les comunica el Sacramento recibido. Por ello deben invocar del Señor la ayuda necesaria para ser eficaces en su tarea educativa.

b) Deberes de justicia

Además del alimento, vestido, etc. los padres tienen la obligación de procurar una educación conveniente a sus hijos. Es una tesis incuestionable que ellos son los primeros educadores de sus hijos. El Concilio Vaticano II urge así este derecho—deber:

"Puesto que los padres han dado la vida a sus hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación integra personal y social de los hijos" (GE, 3).

A este respecto, los testimonios del Magisterio de estos últimos años son muy abundantes. He aquí uno de Juan Pablo II:

"El derecho—deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como están con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros" (FC, 36).

En resumen, según Juan Pablo II, el deber de los padres de educar a sus hijos goza de estas cinco notas: esencial, original, primario, insustituible e inalienable. Pero ese "deber de justicia" nace del amor. Es preciso subrayar cómo el amor que sustenta el matrimonio, es, a su vez, la razón última que justifica la educación de los hijos:

"Por encima de estas características, no puede olvidarse que el elemento . más radical que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno o materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor" (FC, 36).

En este texto, Juan Pablo II precisa las normas fundamentales y más eficaces de la pedagogía de todos los tiempos para una educación esmerada. En efecto, la dulzura, la constancia, la bondad, la actitud de servicio, el desinterés y el espíritu de sacrificio son los medios necesarios para una educación eficaz.

Pues bien, los padres cristianos derivan esas cualidades pedagógicas del amor, que tiene su fuente en el sacramento del matrimonio. Y para llevarlas a cabo tienen una gracia especial de Dios. Esta nueva actitud ante la tarea educativa se opone al modelo de la educación excesivamente autoritativo–punitivo, tan frecuente en otros tiempos. En consecuencia, sin negar la autoridad, los padres cristianos deben poner en juego la pedagogía del amor.

Dentro del campo de la educación, compete a los padres la "educación de la fe" de sus hijos: ellos son los primeros maestros de la experiencia cristiana en la familia: "En esta iglesia doméstica los padres han de ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo" (LG, 11).

A este respecto, conviene hacer dos anotaciones muy precisas:

Primera: la obligación de cumplir este sagrado deber que no pueden delegar ni en la escuela ni en la parroquia, si bien pueden acudir a ambas instituciones con carácter supletorio y complementario.

Segunda: cuando la cumplen con esmero, no pueden sentirse culpables de la defección de sus hijos. Es frecuente que algunos padres cristianos sientan cierto remordimiento cuando sus hijos dejan la práctica religiosa e incluso si abandonan la fe. En estos tristes casos, los padres deben saber que la respuesta a la fe es una actitud libre del hombre y que las influencias de la sociedad irreligioso y secular juegan hoy un influjo sobre la fe de sus hijos que, en ocasiones, supera el empeño de la educación recibida en casa y en la escuela. En tales casos, la labor de los padres no concluye y tiene su mejor momento en los consejos oportunos y en la oración constante.

Pero los padres no pueden asumir ellos solos la educación de sus hijos, "necesitan de la ayuda de toda la sociedad" (GE, 3), por ello delegan ciertos derechos de la formación en otros educadores, lo cual se cumple, por ejemplo, en la escuela. De aquí, la obligación de enviar a sus hijos a colegios que garanticen su formación humana y cristiana. Por esta razón los padres tienen el deber de vigilar y colaborar con el colegio y las demás instituciones educativas con el fin de ayudar y contribuir a la educación de los hijos. A los padres conviene recordarles que ni el colegio ni la parroquia disminuyen su obligación de educar a sus hijos en la fe cristiana. El colegio y la iglesia son tan sólo medios subsidiarios de los que los padres pueden servirse para completar aspectos de la educación que ellos solos no pueden impartir.

La misión del Estado, según la doctrina del Vaticano II, se concreta en estos campos:

"Tutelar los derechos y obligaciones de los padres y de todos los demás que intervienen en la educación y colaborar con ellos; completar la obra de la educación según el principio del deber subsidiario cuando no es suficiente el esfuerzo de los padres y de otras sociedades, atendiendo los deseos de éstos y, además, crear escuelas e institutos propios, según exija el bien común" (GE, 3).

Una obligación especial de los padres es ayudar a los hijos en la elección del propio estado. A este respecto, se deben conjugar el consejo oportuno con la obligación de respetar la libertad de opción de los hijos. En la elección de estado, de la profesión u oficio, los hijos deben atender los consejos de sus padres, pero en ningún caso están obligados a obedecerles, pues es competencia de su decisión personal. Este mismo criterio, pero si cabe aún con mayor respeto a la libertad personal, se ha de seguir en el caso de elegir un estado de vida de especial dedicación a Dios.

3. Obligación de los hijos para con sus padres

Si bien paternidad y filiación son correlativos, no obstante es más rica en humanidad la vocación de los padres —ellos son la causa de su existencia— que la función de los hijos, que son efecto del amor esponsalicio de los padres 31 . De aquí que, en una situación de primitivismo moral del pueblo de Israel en el desierto, Dios haya formulado expresamente el precepto de "amar a los padres" y no se urja de modo explícito el amor de éstos a sus hijos. En el amor filial confluyen dos deberes: de amor y de justicia.

a) Deber de caridad

El amor de los hijos a los padres es un precepto urgido con frecuencia en el A. T. El mandato del Éxodo se formula no en términos de "obediencia", sino de respetar y venerar a los padres: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar" (Ex 20,12). El Deuteronomio vincula al cumplimiento de este precepto la felicidad de los hijos: "Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahveh tu Dios, para que se prolonguen tus días y seas feliz en el suelo que Yahveh tu Dios te da" (Dt 5,16). Es de notar que el Levítico enumera este precepto antes de mencionar los deberes religiosos: "Respete cada uno de vosotros a su madre y a su padre" (Lev 19,3). Este precepto engrosa la doctrina sapiencial de Israel: "Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre" (Prov 6,20—21).

Pero la enseñanza bíblica más ajustada acerca de las obligaciones de los hijos con los padres se encuentra en el Eclesiástico:

"A mí que soy vuestro padre escuchazme, hijos, y obrad así para salvaros. Pues el Señor glorifica al padre en los hijos y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados, como el que atesora es quien da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre, como a su Señor sirve a los que le engendraron. En obra y palabra honra a tu padre para que te alcance su bendición. Pues la bendición del padre afianza la casa de los hijos y la maldición de la madre destruye cimientos. No te gloríes de la deshonra de tu padre, que la deshonra de tu padre no es gloria para ti. Pues la honra del hombre procede de la honra de su padre y baldón de los hijos es la madre en desdoro. Hijo cuida de tu padre en su vejez y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, se indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor. Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido, será para ti restauración en lugar de tus pecados. El día de tu tribulación se acordará Él de ti; como el hielo en buen tiempo, se disolverán tus pecados. Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre" (Eclco 3,1—16).

A pesar del simbolismo bíblico, este texto mantiene la enseñanza moral básica de las obligaciones que incumben a los hijos respecto de sus padres.

San Pablo recoge estas enseñanzas, por lo que este precepto se incluye entre la parenesis paulina, si bien se refiere en términos de "obediencia", no de "honra" y "veneración". Pero el Apóstol da un paso más, pues aduce como fundamento de esa obediencia una motivación religiosa: eso es el querer de Dios: "Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato en el Señor" (Col 3,20). A los efesios hace mención del Dt y añade un motivo cristiano: "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo. 'Honra a tu padre y a tu madre', tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra" (Ef 6,1—2).

b) Obligación de justicia

A los imperativos del amor se unen los deberes de justicia. Los hijos deben acudir en ayuda de los padres cuando éstos lo necesiten. Tal ayuda incluye todos los campos de las necesidades paternas, desde la compañía hasta el acojo familiar y la subvención económica. Se señala que un signo de cierta desnaturalización de los deberes de los hijos para con los padres es la ruptura de la familia amplia y el paso a la familia monocelular que excluye de modo sistemático a los padres de formar parte de la familia.

Es evidente que no cabe menospreciar otras razones que son ajenas a los hijos, como el poco espacio de los pisos, el sentido de independencia de los nuevos esposos, etc., pero ello no impide que los hijos deban esforzarse en cumplir sus deberes de caridad y de justicia con sus padres. Juan Pablo U hace mención de los bienes que en otros ámbitos culturales los abuelos aportan a la familia:

"Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro" (FC, 27).

Por eso, el Papa lamenta "el abandono o la insuficiente atención de que los ancianos son objeto por parte de los hijos y de los parientes" (FC, 77).

Dado que las relaciones de los hijos para con los padres ancianos se hacen hoy especialmente difíciles a causa de los profundos cambios sociales, el Catecismo de la Iglesia Católica hace una mención especial de las obligaciones morales de los hijos para con los padres que están en esa situación:

"El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cfr. Mc 7,10—12)".

Seguidamente, el Catecismo recoge la amplia cita del libro del Eclesiástico arriba transcrito.

El deber de amar y atender a los padres ancianos es uno de los deberes morales que requieren más atención por parte de los sacerdotes. El confesor debe gravar la conciencia de los hijos en el deber que les incumbe de atender a sus padres en sus necesidades.

IV. ORIENTACIONES PASTORALES. PREDICACIÓN MORAL

La predicación moral sobre la familia no puede ocultar ni desconocer los graves errores que se profesan en torno a ella, tales como las uniones libres, la simple unión estable en pareja, el "matrimonio" ad experimentum, el divorcio, el matrimonio civil de bautizados, la subsiguiente unión de los divorciados, el control de la natalidad por medios ilícitos, la mentalidad "anti vida", el aborto, etc. Asimismo no se puede olvidar que algunos de estos errores se extienden también entre los católicos. Más aún, se debe tener a la vista que no pocos cristianos no aceptan el magisterio de la Iglesia sobre cuestiones de familia y matrimonio y que sus "experiencias" humanas están muy lejos de las exigencias éticas del Evangelio".

No obstante, sin olvidar este estado de opinión sobre la familia, la exposición de la doctrina católica sobre estas cuestiones no debe ocuparse de modo prioritario en condenar los errores, sino que debe emplearse a fondo y de modo prioritario en la proclamación de la enseñanza de los principios católicos que definen la institución familiar. Esta enseñanza debe apoyarse en los siguientes postulados:

l. Confianza en la eficacia de la verdadera doctrina

Es preciso recuperar la confianza en la palabra de Dios, que "es eficaz por sí misma" (Hebr 4,12). La ética católica no se encuentra ante un proceso inexorable de descomposición. Las lamentaciones son estériles y nostálgicas en el recuerdo de la época inmediata anterior. La historia confirma que la situación de la institución familiar en las culturas paganas de Grecia y Roma era aún peor que la que aqueja a nuestra sociedad. El cristianismo remontó lentamente aquel estado de descomposición familiar y ofreció a la cultura de todos los pueblos el ideal del matrimonio monogámico e indisoluble y la familia estable y numerosa que tenía como un honor la procreación.

No obstante, se debe evitar el error contrario para no caer en una ilusión ingenua, pues el ideal de la familia cristiana se logró después del primer milenio, tal como se consigna en el Capítulo V, y fue siempre un ideal que no es fácil alcanzar. Además, la situación actual obedece a un proceso nuevo de descomposición, poscristiano, secular e irreligioso, mientras que el cristianismo se abrió paso en un mundo pagano, pero religioso, y por ello capaz de asimilar una doctrina superior sobre la familia.

La solución parece que no está en poner parches ni curar rasguños, pues el deterioro de la familia es considerable. Se trata más bien de proponer el modelo de familia cristiana en su integridad, sin adulteraciones para alagar ni adaptaciones que tengan en cuenta sólo el dato sociológico; es decir, no conceder patente a lo que se practica en la sociedad. Pero es lógico que, al mismo tiempo, se incorporen las aportaciones que las Ciencias del Hombre han descubierto sobre el carácter del ser humano, acerca del amor de la pareja, el sentido y significación del sexo, etc. Se trata, pues, de proponer el proyecto de matrimonio y de familia que Dios ha dispuesto al hombre. Y para ello es preciso volver a las raíces: exponer la verdad bíblica y tratar de justificar esos principios desde los saberes humanos.

Al mismo tiempo, es importante hacer una distinción entre cristianos y no creyentes. La Iglesia parte del supuesto de la pluralidad de ideologías y de la convivencia de religiones diversas. Por eso no puede, ni debe, ni quiere imponer por la fuerza a los no creyentes el modelo cristiano de familia. Esto no obsta, más bien motiva el que la Iglesia ponga todo su empeño en que los bautizados acepten y vivan las exigencias éticas que entraña el estilo de vida matrimonial y familiar enseñado por la Revelación. Al mismo tiempo propone a todos los hombres este modelo de matrimonio y familia cristianos no como una oferta más, sino como ejemplar más elevado, cuyo origen se sitúa en el querer de Dios y no en un proyecto meramente humano.

2. Predicación moral para situaciones comunes

La enseñanza moral y la acción pastoral de la Iglesia sobre la familia en la cultura actual debería tener a la vista y destacar las siguientes verdades:

— Dada la importancia que la sensibilidad de nuestro tiempo concede al amor y que, precisamente, el amor es el núcleo de la institución familiar, la ética teológico, con ayuda de las Ciencias Humanas, deberá destacar la verdadera naturaleza del amor humano. Esta aportación debe hacerse a dos bandas: por una parte, ha de desenmascarar las formas espurias de amor que explota un sector de la cultura actual, la cual confunde la felicidad con el placer y quiere identificar el amor con la pasión sexual. La misma expresión "hacer el amor" ratifica esta hipoteca, pues pretende mostrar que es amor la vida sexual espontánea y fugaz que no incluye una verdadera entrega amorosa entre quienes lo hacen: estos tales no se unen en amor, sino movidos tan sólo por la pasión. Al mismo tiempo, debe ofrecer y explicar el sentido auténtico del amor como una donación plena, cuyo punto de referencia es la participación en el amor de Dios. Esta verdad es una aportación valiosa de la ética teológica a la filosofía sobre el amor, pues complementa los aspectos antropológicos con los auténticos presupuestos del amor humano, tal como nos enseña la Revelación cristiana.

— Si el modelo cristiano de matrimonio responde a la verdadera estructura del hombre, la ética teológico y la praxis de la Iglesia deben iluminar la naturaleza específica del ser humano. Bajo una óptica personalista, se ha de poner de relieve que el primer deber moral del hombre es la libre aceptación de su propia naturaleza: ¡Soy hombre!, esta realidad me obliga a un tipo de conducta que respete lo que yo soy, lo cual equivale a aceptar las exigencias morales que comporta. En consecuencia, se impone un uso responsable de la propia libertad, la cual se sitúa no en el "poder físico", sino en el "deber moral". El hombre actual, con tal riqueza de medios a su alcance, puede hacer uso de diversos medios —económicos, jurídicos, etc.— para orientar la familia por diversos derroteros, pero no todos tienen el mismo valor. Por eso, aun pudiendo llevar a cabo hábitos caprichosos de la familia, piensa que no debe hacer uso de ellos, pues van en contra de su dignidad como hombre. Así se desautoriza, por ejemplo, la poligamia, el amor libre, el matrimonio ad tempus, etc. y se descubre cómo el amor único y para siempre responde a la más genuina relación del hombre y de la mujer en orden a la conyugalidad.

— La Iglesia debe predicar incansablemente los valores morales cristianos en general, pues facilitan la comprensión de las exigencias éticas que comporta la familia cristiana. Es evidente que, mientras no se practique una vida moral, no es fácil comprender y aceptar las ideas éticas del catolicismo en torno a la familia. Estamos ante esa relación tan íntima que existe entre doctrina y vida. Por eso, una conducta moralmente desarreglada imposibilita la comprensión de la verdad sobre la familia. Además se ha de animar a los fieles a que tengan una práctica religiosa habitual, dado que es difícil vivir las exigencias éticas de la moral cristiana sobre el matrimonio y la familia a contrapelo, sin la ayuda de Dios que se demanda en la oración y en la recepción de los Sacramentos.

— Es preciso ayudar a crear convicciones profundas en los esposos acerca del sentido real y auténtico del matrimonio y de la familia. Toda convicción incluye la asimilación de ideas claras en la inteligencia y la determinación asumida con fuerza por la voluntad. A ello ayuda el que se exponga la doctrina sin ambigüedades y que los obstáculos inherentes a la vida familiar no oscurezcan su verdadera naturaleza. Una problematización añadida a las ya numerosas dificultades que encierra la realidad familiar en sí, no sería más que una nueva dificultad que se acumularía a las complejidades reales de la vida diaria. A este respecto, se debe animar a las familias a superar esas dificultades:

"La auténtica pedagogía eclesial revela su realismo y su sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y valiente en crear y sostener todas aquellas condiciones humanas —psicológicas, morales y espirituales— que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral" (FC, 33).

— La Iglesia ha de prestar en primer lugar su atención a los casos más comunes de las familias cristianas. El recurso a las situaciones anormales —alcohólicos, presos, drogadictos, separados, divorciados, etc.— no hace más que oscurecer el panorama y problematizar las cuestiones. Además, la contemplación preferencial de esas situaciones irregulares, por su misma complejidad, puede llevar a la convicción de la ineficacia de la acción pastoral, pues muchos casos resultan insolubles. Y esto, además de paralizar la actividad, hace que se desatiendan los casos más normales y comunes, que son los que demandan una solución inmediata y para los cuales, de ordinario, se cuenta con el remedio oportuno. Así procedió el Sínodo de 1980 y es el modo que aconseja la Familiaris consorcio.

En efecto, esta Exhortación Apostólica contempla las situaciones más comunes de las familias cristianas (nn. 70—76), y sólo más adelante dedica un amplio apartado al estudio de los "casos difíciles", que concreta en los siguientes apartados: emigrantes y familias separadas por motivos coyunturales (n. 77); matrimonios mixtos (n. 78); matrimonios a prueba (n. 80); uniones libres de hecho (n. 81); católicos unidos con mero matrimonio civil (n. 82); separados y divorciados no casados de nuevo (n. 83); divorciados casados de nuevo (n. 84) y privados de familia, como los que viven en promiscuidad o en relaciones irregulares, etc. (n. 85).

— Finalmente, el conjunto de la comunidad eclesial ha de llevar a cabo una amplia tarea informativa, educadora y catequética que prepare a los jóvenes para ser capaces en su día de formular y valorar el compromiso de entrega mutua y estable al que a su tiempo han de comprometerse. Como se sabe, el consentimiento es la causa eficiente del vínculo, por lo que se ha de insistir en la importancia y sentido de la consensualidad, no sólo como elemento indispensable para la validez del matrimonio, sino también como medio de perseverancia y fortalecimiento de la vida matrimonial.

"Parece de pura evidencia que un sistema jurídico, como el canónico, basado en el principio según el cual el consentimiento real de los contrayentes es la sola causa eficiente de la génesis del vínculo matrimonial, ha de ser, por congruencia, un sistema que centre la mayoría de sus energías en regular aquellas iniciativas y aquellos lugares institucionales oportunos para conseguir la debida preparación del consentimiento válido por parte de los futuros cónyuges".

A pesar de los deseos de convivir y aun de aportar soluciones eficaces, el cristiano puede sentirse solo y distanciado de los criterios éticos imperantes e incluso de las normas civiles que regulan la vida familiar en evidente oposición a las leyes divinas. En tales casos, tan dolorosos, los cristianos pueden repetir la situación señalada por el conocido moralista Philippe Delhaye:

"Los cristianos no quieren vivir fuera de la sociedad de los demás hombres. Temen ser considerados enemigos del género humano. En cuanto es posible, tratan de vivir como los otros hombres... pero los fieles de Cristo no olvidan las paradójicas leyes de su república espiritual. Si éstas permiten a los cristianos aspirar a ser el alma del mundo, les imponen también cierto 'distanciamento. Es siempre un hecho costoso el no estar de acuerdo con grupos importantes, lo es particularmente cuando se pierde la situación de cristiandad o de poscristianismo".

3. La admisión a la Eucaristía de aquellos esposos que viven en situación familiar irregular

En este apartado nos referimos exclusivamente al matrimonio sacramento (o sea, entre católicos), en el caso de que los esposos se hayan divorciado y posteriormente contraigan matrimonio civil. Como es sabido, estos casos encierran serias dificultades pastorales, sobre todo cuando ellos se consideran católicos y manifiestan su deseo de recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

El asunto se complica en algunos casos en los que los esposos alegan situaciones un tanto peculiares que permite ' n aminorar su culpabilidad, cuales son, por ejemplo, los que han sido injustamente abandonados o los llamados "casos de conciencia", o sea, quienes están persuadidos de que su primer matrimonio ha sido nulo, pero no pueden probarlo ante el juez. Juan Pablo II describe así estas diversas circunstancias:

"Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y, a veces, están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido" (FC, 84).

Ante estos casos y similares, algunos moralistas pretenden justificar una práctica sacramental que denominan "soluciones pastorales de emergencia". Estas tendrían aplicación, afirman, en las siguientes condiciones: cuando se trate de matrimonios rotos de forma que resulta imposible reanudar la vida en común; si están en verdad arrepentidos de su culpa en la ruptura del primer matrimonio; si ha habido hijos en el matrimonio civil, de forma que se seguirían no pocos males en caso de intentar separarse. Esta situación se confirma si, durante un periodo largo, han garantizado una disposición cristiana, la cual se muestra si ha habido en ese tiempo una práctica habitual de su fe y se preocupan de la educación católica de los hijos habidos en el segundo matrimonio. En estos casos, concluyen, el confesor puede darles la absolución y facultarles para recibir la Comunión, siempre que no se dé motivo de escándalo.

Pero la solución moral del Magisterio es contraria a la opinión de estos moralistas. En efecto, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en Carta enviada a los obispos con fecha 11—IV—1973, determina:

"En cuanto a la admisión a los Sacramentos, por una parte, los Ordinarios del lugar urjan la observancia de la disciplina vigente en la Iglesia; por otra, procuren que los pastores de almas tengan una particular solicitud por los que viven en situación irregular, aplicando a tales casos, además de los medios adecuados, la praxis aprobada por la Iglesia en el foro interno".

Como es sabido, la praxis de la Iglesia esta señalada ya, al menos desde el Concilio de Trento, pues se exige el estado de gracia para recibir la Eucaristía y el arrepentimiento y propósito de la enmienda para el perdón sacramental de los pecados graves cometidos (cfr. Dz. 893, 897). En ningún caso esta negativa se debe interpretar como un castigo de la Iglesia, sino como aplicación de la doctrina sobre la recepción de los sacramentos, que, a su vez, deriva de la estructura misma de la Penitencia y de la Eucaristía .

De acuerdo con esta doctrina, la Conferencia Episcopal Italiana dio respuesta adecuada a este problema pastoral y esa resolución fue publicada en el L'Osservatore Romano. Los obispos italianos recuerdan la praxis de la Iglesia en el foro interno, que postula que, en caso de que tales esposos no puedan separarse, se comporten "tamquam soror et frater".

La Comisión Teológica Internacional expuso la misma doctrina:

"Sin rechazar las circunstancias atenuantes y algunas veces incluso la calidad de un nuevo matrimonio civil después del divorcio, el acceso de los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, se comprueba incompatible con el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo. Al admitir a los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, la Iglesia dejaría creer en tales parejas, que pueden, en el plano de los signos, entrar en comunión con Aquel cuyo misterio conyugal en el plano de la realidad ellos no reconocen".

Y añade esta otra razón:

"Si la Iglesia pudiese dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas, que en un punto esencial del misterio de Cristo, han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo".

En efecto, no es posible aceptar el signo de la reconciliación cuando perdura un estado irregular (de pecado) que contradice la unión legítima demandada por Cristo. Además el sentido simbólico de unión de Cristo con la Iglesia que representa el matrimonio no responde a la unión de Cristo—Iglesia que simboliza y realiza la Eucaristía.

Esta misma enseñanza es que la ofrece el Papa Juan Pablo II en la Familiaris consorcio:

"La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo, concretamente, que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios —como, por ejemplo, la educación de los hijos—, no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia. o sea, de abstenerse de los actos propios de los esposos" (FC, 84).

No obstante, la Iglesia urge a que estos cristianos en situación matrimonial irregular sean convenientemente atendidos en la práctica diaria de su fe:

"En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que no se consideren separadas de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto a bautizados, participar en su vida. Se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordioso, y así los sostenga en la fe y en la esperanza" (FC, 84).

El Catecismo de la Iglesia Católica asume esta doctrina y argumenta como verdad cristiana que a los divorciados y vueltos a casar no se les permite la recepción de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía:

"La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se casa con otro, comete adulterio contra ella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" Mc 10,11—12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiásticas. La reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia".

Pero el Catecismo recomienda la atención a estos cristianos en situación irregular, de forma que a ellos de debe dirigir la atención pastoral de la Iglesia:

"Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados".

No obstante, los estudios han aumentado en estos últimos años, bien para defender esta doctrina oficial o con el intento de ofertar otras posibles soluciones al conflicto".

Recientemente, se ha introducido un diálogo entre los obispos de la provincia alemana de Oberheim y la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esta Congregación recuerda la grave obligación de los pastores de recordar a los fieles católicos divorciados y posteriormente unidos en matrimonio que no pueden acceder a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía:

"El fiel que de manera habitual está conviviendo conyugalmente con una persona que no es la legítima esposa o el legítimo esposo, no puede acceder a la Comunión eucarística. En el caso de que él lo juzgue posible, los pastores y los confesores, dada la gravedad de la materia y las exigencias del bien espiritual de la persona y del bien común de la Iglesia, tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia contrasta abiertamente con la doctrina de la Iglesia (CJC, c. 978,2). También tienen que recordar esta doctrina cuando enseñan a todos los fieles que les han sido encomendados".

Por consiguiente, a los divorciados que han contraído un matrimonio civil, la acción pastoral de la Iglesia ofrece todos los medios espirituales, excepto la recepción de la Penitencia y de la Eucaristía. Al mismo tiempo, estos esposos están obligados a cumplir los demás preceptos de Dios y de la Iglesia". Parece, pues, al menos estrecha y muy limitada la discusión centrada exclusivamente sobre la negativa a la recepción de la Penitencia y de la Eucaristía, dado que fuera de estos dos sacramentos, la actitud solícita de la Iglesia no sólo perdura, sino que se esmera.

En conclusión, a pesar de los esfuerzos pastorales por encontrar una solución a estos casos, las razones teológicas apuntadas muestran que no es posible un cambio en las disposiciones jurídicas de la Iglesia. No se trata de un rigorismo legalista, sino de una aplicación concreta de la naturaleza de la Iglesia, del simbolismo que entraña el matrimonio y de la naturaleza de la vida sacramental. Por ello, no es posible encontrar un "arreglo" que salve la fidelidad al Evangelio. La praxis pastoral debe respetar este orden, si bien ha de excederse en la atención a aquellos cristianos que se encuentran en tal estado. Las reflexiones de los teólogos y canonistas han intentado todos los caminos posibles y algunos han claudicado ante los motivos sentimentales.

V. LA SANTIDAD CRISTIANA, EXIGENCIA PARA LA FAMILIA

Para destacar la importancia de la familia cristiana conviene finalizar con este apartado dedicado a la santidad de la familia. En efecto, la "llamada universal a la santidad" proclamada por el Concilio Vaticano II (LG, 39) abarca a todos los estados (LG, 41) y por ello comprende también la vida de los esposos y el conjunto de la vida familiar":

"Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y generoso amor, constituyen la fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa y se entregó a sí mismo por ella" (LG, 41).

A este respecto, convíene subrayar algunos principios que se integran en la vocación a la santidad de los miembros de la familia. Son los siguientes:

1. Santidad sacramental

La perfección natural que está escrita en el ser propio del hombre se renueva y eleva en el cristiano en virtud de la nueva vida —la gracia— que ha comunicado el bautismo. De aquí que la santidad personal cristiana tenga origen sacramental, pues es demandada por el bautismo (LG, 11). Ahora bien, cada sacramento contiene exigencias nuevas de santidad, de lo cual, como es lógico, no queda excluido el sacramento del matrimonio".

En efecto, los cónyuges reciben en el sacramento del matrimonio nuevas gracias que deben ser correspondidas, lo cual comporta exigencias de santidad. La doctrina del Concilio Vaticano II es inequívoca a este respecto:

"Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Eph 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Cor 7,7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios en el correr de los tiempos" (LG, 11).

Ahora bien, la gracia matrimonial no es sólo la que se comunica en el momento de la recepción del Sacramento, sino que añade una asistencia especial del Espíritu a lo largo de toda su existencia en orden a obtener la perfección del propio estado y la ayuda para cumplir su cometido como esposos y padres. La Constitución Gaudium et spes lo expresa con esta solemnidad:

"Cristo, Señor nuestro, bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia... Además, (Cristo) permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a la Iglesia y se entregó por ella. El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerles en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial; en virtud de él, cumpliendo su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su pleno desarrollo personal y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios" (GS, 48)—

En consecuencia, es preciso subrayar que la vida de los esposos no debe perseguir sólo una existencia ética —el compromiso de cumplir los deberes de justicia y la castidad conyugal—, sino que han de aspirar a adquirir la santidad propia de su estado. Y esta santidad tiene un fundamento sacramental. Supuesto el bautismo, los esposos están llamados a la santidad en virtud de un sacramento nuevo que han recibido: el matrimonio ha sellado sus vidas. De aquí que, al modo como del amor de Cristo a la humanidad brota la Iglesia, de modo semejante, del sacramento del matrimonio surge la "Iglesia doméstica" (LG, 11).

La ética teológico debe resaltar esa santidad específica de los esposos, ya que, conforme a las normas del Concilio, la teología moral tiene como cometido "explicar la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo" (OT, 16).

2. Espiritualidad esponsal

La espiritualidad de los esposos corre el riesgo de perderse en un simple moralismo. La forma de evitarlo es procurar que, a través de su compromiso matrimonial, los esposos vivan su condición de bautizados, como miembros de la Iglesia, en el ejercicio del sacerdocio común de los fieles. De este modo, la vida de la "iglesia doméstica" se comunica con la misión de la Iglesia universal". Esta es la orientación que marca la Constitución Gaudium et spes (GS, 48) y la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio (FC, 50—64), que habla "del fundamento de la participación de la familia cristiana en la misión eclesial" poniendo de manifiesto "su contenido en la triple unitaria referencia a Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey" (FC, 50).

De acuerdo con esta doctrina, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la familia es el lugar adecuado para el ejercicio del sacerdocio común de los fieles:

"Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, 'en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras' (LG 10). El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y 'escuela del más rico humanismo' (GS 52, l). Aquí se aprende la paciencia y el gozo al trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida".

De acuerdo con la doctrina teológico de desglosar el "sacerdocio" en el ejercicio del triple munus, Juan Pablo II desarrolla el contenido de esa triple misión.

a) Misión profético

"La familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y anunciando la Palabra de Dios" (FC, 5 l). Dos son, pues, los cometidos que cabe deducir de la misión que incumbe a la familia en su esfuerzo por vivir la dimensión profético de su fe:

— Acoger la Palabra de Dios que "les revela la estupenda novedad —la Buena Nueva— de su vida conyugal y familiar" (FC, 51). Ahora bien, según la enseñanza del Vaticano II, la función de los fieles laicos en relación con la Palabra de Dios es triple: "adherirse" a ella de modo indefectible, o sea sin posibilidad de error, "profundizar" en su verdadero sentido y "aplicar" su mensaje a la vida (LG, 12). En consecuencia, las familias cristianas cumplirán esa primera misión cuando entiendan la verdad de Dios sobre el matrimonio y la familia, profundicen en su verdadero sentido y sepan conducirse —apliquen— la doctrina cristiana sobre la familia a las plurales situaciones sociales y culturales. En este sentido, la familia cristiana será en cada momento de la historia una señal de autenticidad de lo que realmente es, según los planes de Dios, la familia que se origina en el matrimonio.

— Anunciar la Palabra de Dios. La enseñanza magisterial de estos últimos años ha insistido en la misión evangelizadora que compete a la familia, pues, como enseña Pablo VI, "al igual que la iglesia, la familia debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde se irradia. Dentro, pues, de una familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados... Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y ambientes". Y Juan Pablo II enseña que esa labor evangelizadora de la familia es más urgente cuando la Iglesia es perseguida o si las leyes civiles no facilitan la enseñanza de la religión, o la sociedad se seculariza:

"En los lugares donde una legislación antirreligioso pretende incluso impedir la educación de la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la Iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis" (CT, 68).

A partir de estos supuestos, los Papas insisten en la misión educadora de la fe que compete a las familias, tanto para sus propios miembros como para la conservación y extensión del cristianismo en la sociedad secularizada contemporánea.

b) Misión santificadora

Dada la exigencia de santidad que demanda el sacramento del matrimonio, los esposos cristianos deben crear en la familia un ambiente cristiano de piedad.

"Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunicación con toda la Iglesia, a través de las relaciones cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo" (FC, 55).

Y, dado que no es posible lograr ese espacio de religiosidad familiar sin el empleo de prácticas piadosas, la Exhortación Apostólica Familiaris consortio se detiene en especificar alguna de ellas. En primer lugar, la Eucaristía, que ,les la fuente misma del matrimonio cristiano" (EN, 57). En segundo lugar, el sacramento de la penitencia, que "es parte esencial y permanente del cometido de santificación de la familia cristiana" (FC, 58), finalmente, la plegaria familiar, que "es una oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos" (FC, 59), especialmente la plegaria litúrgico (FC, 61).

De este modo, la oración en familia ilumina y dirige la vida no sólo de sus distintos miembros, sino que influye de modo eficaz en la salvación del mundo:

"De la unión vital con Cristo, alimentada por la Liturgia, de la ofrenda de sí mismo y de la oración deriva también la fecundidad de la familia cristiana en su servicio específico de promoción humana, que no puede menos de llevar a la transformación del mundo" (FC, 62).

c) La función regia: la familia cristiana, comunidad al servicio del hombre

Finalmente, la familia cristiana cumple su misión de servicio al mundo por el ejercicio de la caridad, especialmente con los más necesitados. El Concilio Vaticano II reivindica para la Iglesia "las obras de caridad como deber y derecho suyo, que no puede enajenar" (AA, 8). Y entre las obras de caridad enumera las siguientes:

"La misericordia para con los necesitados y enfermos y las obras de caridad para aliviar todas las necesidades humanas... La acción caritativa puede y debe llegar hoy a todos los hombres y a todas las necesidades. Donde haya hombres que carecen de comida y bebida, de vestidos, de hogar, de medicinas, de trabajo, de instrucción, de los medios necesarios para llevar una vida verdaderamente humana, que se ven afligidos por las calamidades o por falta de salud, que sufren en el destierro o en la cárcel, allí debe buscarlos y encontrarlos la caridad cristiana, consolarlos con cuidado diligente y ayudarlos con la prestación de auxilios" (AA, 8).

Este compromiso con los pobres es aún más apremiante en documentos posteriores del Magisterio. Pues bien, el ejercicio de la caridad debe ser también un propósito de la familia cristiana, además tiene un gran valor educativo para la formación de los hijos y, en general, para todos los miembros de la familia.

También incumbe a las familias otras tareas más específicas y cercanas a su naturaleza, cuales son favorecer el apostolado familiar y las distintas asociaciones que ayudan a la familia, así como "poner el empeño posible por instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos principalmente recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica" (GS, 52).

En conjunto, cabría afirmar que la familia no debe cerrarse sobre sí misma, lo cual es una tentación ante la que sucumben no pocos esposos. El Mensaje del Sínodo sobre la familia trató de prevenir a los hogares cristianos contra este riesgo:

"El cometido de la familia es el formar hombres al amor y practicar el amor en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia otros, consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad".

3. No rebajar las exigencias ascéticas de los esposos

Es evidente, conforme al ser propio de la existencia cristiana, que no siempre resulta fácil llevar a cabo ese ideal de matrimonio y de familia y que en ocasiones los esposos cristianos deben asumir situaciones que rayan con el heroísmo. Pero el sacerdote en ningún caso puede recortar el ideal de santidad a que están llamados todos los miembros de la familia. Su santidad no es de segundo grado respecto a la santidad debida a la vida sacerdotal o religiosa. No es extraño que algunos recortes morales que se proponen a los esposos cristianos encierran un concepto peyorativo de su concepción de fieles cristianos que no pueden aspirar a grandes metas de santidad.

El confesor no puede olvidar que para alcanzar el ideal de la santidad, los esposos cristianos tienen una gracia especial conferida por el sacramento del matrimonio. Por ello, más que apelar a "mínimos" éticos, deben invitarles a que recurran a "la gracia que les ha sido dada" en ayuda de sus dificultades. Para ello deben ofrecerles, además de sus orientaciones y consejos, el remedio de la oración y de los demás medios ascéticos que ofrece la praxis cristiana. En ocasiones, cabría recordarles que la existencia cristiana demanda actitudes que raya en el heroísmo. Así lo expresa Juan Pablo II:

"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del amor conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Buena Nueva: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que el hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es posible. Es necesario, por tanto, apoyar a los esposos en su vida espiritual, invitarlos a un recurso frecuente a los sacramentos de la confesión y de la eucaristía para un retorno continuo, una conversión permanente a la verdad de su amor conyugal. Todo bautizado, por tanto también los esposos, está llamado a la santidad... Todos, incluidos los cónyuges somos llamados a la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse".

CONCLUSIÓN

Es evidente que un buen sector de la cultura contemporánea del mundo occidental sufre un notable retroceso en relación al concepto y a la realización del modelo cristiano de familia. Pero constatar este hecho, que incluso es denunciado por diversas instancias ajenas a la fe católica, debe servir únicamente para aclarar una situación y de ningún modo puede paralizar la acción evangelizadora de la Iglesia. Más aún, así como la enseñanza católica se esforzó a lo largo del primer milenio en forjar en medio de la cultura greco—romana el modelo de familia cristiana, así el futuro ofrece a la Iglesia el empeño y la ilusión de proclamarlo de nuevo, dado que ese modelo no está agotado.

En efecto, la enseñanza católica sobre la familia no toma origen de una ideología humana, ni de un concepto peculiar del hombre, ni de una antropología filosófica, sino que parte de un ejemplo y de una enseñanza revelada. En concreto, el paradigma de la familia cristiana es la Familia de Nazaret y las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la naturaleza sacramental del matrimonio. Por eso la Iglesia está segura de que los cambios históricos no pueden agotar el modelo cristiano. Más aún, la historia confirma que, en la medida en que la familia cristiana tiene vigencia, toda la vida social alcanza un bienestar y se logra la paz social. Por lo cual, la familia cristiana tiene un doble aval: la historia humana y la revelación divina:

"La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar al fondo de su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha aprendido en la escuela de Cristo y en la historia —interpretada a la luz del espíritu—, no lo impone, sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla a todos sin temor; es más, con gran confianza y esperanza, aun sabiendo que la buena nueva conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través de ella como la familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del amor" (FC, 86).

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

FAMILIA: Grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas. La familia en sentido estricto deriva del matrimonio.

Principio: La familia es una institución natural, no un simple fenómeno social y menos aún una institución cultural.

CRISIS DE LA FAMILIA: Filósofos, sociólogos, políticos y teólogos convienen en afirmar que la familia actualmente sufre una profunda crisis.

Principio: Según muchos, la crisis actual es profunda dado que no afecta a aspectos periféricos, sino que toca al ser mismo de la familia, pues se dice que no es una institución natural, por lo que la sociedad del futuro será una sociedad sin familia.

Principio: Los cambios que afectan a la naturaleza específica de la familia, no pueden admitirse, no así los que se relacionan con algunos modos concretos de llevar a cabo la vida de la familia. Estos cambios obedecen a sensibilidades de cada época y por ello pueden mudar con el tiempo.

CAUSAS DE LA CRISIS: No es fácil hacer la radiografía de la crisis. Se afirma que las causas más destacadas son las siguientes: la primacía del individuo sobre la familia, la sustitución de la autoridad paternal por relaciones más democráticas, las nuevas relaciones entre los esposos, el nuevo estatuto de la mujer en la vida social, etc.

Principio: La valiosa aportación de la mujer a los distintos ámbitos de la vida social no debe restar importancia a la misión exclusiva de la mujer en su misión de esposa y madre.

DERECHOS DE LA FAMILIA: Dado que la familia es una institución natural, está dotada de algunos derechos que deben ser respetados por todos, de lo contrario, sufriría daños irreparables. Estos derechos están recogidos en la Declaración de la ONU y en la Constitución Española.

CARTA MAGNA: Constitución escrita o código fundamental de un Estado o de una institución.

CARTA MAGNA DE LOS DERECHOS DE LA FAMILIA: Constitución escrita que codifica los derechos fundamentales de la institución familiar.

Principio: La Iglesia ha formulado una "Carta Magna de los Derechos de la Familia" que, en doce artículos, recoge doce derechos fundamentales propios de la institución familiar.

OBLIGACIONES DE LOS ESPOSOS ENTRE si: El matrimonio establece una nueva situación jurídica del hombre y de la mujer. Por ello da origen a una serie de derechos y deberes de los esposos entre sí. Algunos deberes son de caridad y otros son de estricta justicia.

DEBERES DE CARIDAD: Son aquellos que deben cumplirse en virtud del amor que se deben los esposos entre sí.

Principio: Los esposos deben crecer en el amor que han sellado en el Sacramento; han de aspirar a cumplir el precepto de San Pablo: "amarse como Cristo ama a su Iglesia".

DEBERES DE JUSTICIA: Son aquellos que deben cumplirse en razón del pacto matrimonial que establece una nueva situación jurídica entre los esposos.

Principio: Por exigencias de la justicia, los esposos tienen, entre otros, el deber de prestarse el débito conyugal; de respetar mutuamente los derechos personales y de acatar el derecho de cada uno a sus propios bienes personales.

OBLIGACIONES DE LOS PADRES CON LOS HIJOS: En virtud de la paternidad y de la maternidad, los padres disfrutan de ciertos derechos y deben cumplir algunos deberes. Los deberes unos son de caridad y otros de estricta justicia.

DEBERES DE CARIDAD: Son los derivados del amor que deben a sus hijos, dado que son fruto del amor de los esposos entre sí.

Principio: Por amor, los padres tienen el deber de amar a sus hijos no sólo con amor afectivo, sino cristiano. En este sentido, los padres deben también "honrar a sus hijos".

DEBERES DE JUSTICIA: Los padres tienen el deber de ofrecer a sus hijos los medios necesarios para su desarrollo integral, que abarca desde los alimentos hasta la formación moral y religiosa.

Principio: El deber de los padres de educar a los hijos goza de las siguientes características: es esencial, original, primario, insustituible e inalienable. El deber del Estado es sustitutivo y complementario. La Iglesia actúa a través de los padres: su tarea es una verdadera misión eclesial —"iglesia doméstica"—.

OBLIGACIONES DE LOS HIJOS CON SUS PADRES: Los hijos deben su existencia a los padres; esto origina en ellos una serie de derechos y de deberes. Los derechos de los hijos son los correlativos a los deberes de los padres. Los deberes, unos son de caridad y otros de justicia.

DEBERES DE CARIDAD: Por caridad los hijos deben amar a sus padres, pues si los hijos son fruto del amor de sus padres, es deber de caridad por parte de los hijos corresponder a ese amor.

DEBERES DE JUSTICIA: Los hijos tienen el deber de atender a sus padres en todas sus necesidades, máxime cuando están enfermos o llegan a la vejez.

ORIENTACIONES PASTORALES: Dada la importancia de la familia, añadida a la situación de crisis que hoy le afecta, la Iglesia tiene el encargo de atender al bien de las familias.

Principio: Esa obligación pastoral hacia las familias se concreta en muchos campos. Cabe subrayar los siguientes: afianzar la verdadera doctrina sobre el ser y función de la familia; atender a las que se encuentren en situaciones comunes fomentando la unión entre sus miembros; prestar su ayuda a aquellas que se encuentren en situación irregular, etc.

LA SANTIDAD DE LA FAMILIA: La grandeza del sacramento del matrimonio demanda que la familia alcance el fin para el cual ha sido instituido. Y, si el matrimonio es un camino de santidad, resulta lógico que todos sus miembros se esfuercen por alcanzar la plenitud de la vida cristiana.