CAPITULO VII

EL MATRIMONIO, REALIDAD HUMANA Y CRISTIANA

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Conforme enseña el Concilio Vaticano II, es conveniente proceder a dos bandas: tener a la vista la consideración natural del matrimonio y, al mismo tiempo, exponer el modelo de matrimonio tal como se contempla en la Revelación. De este modo, se puede ayudar e incluso emplazar a los no creyentes a que consideren la excelencia del matrimonio cristiano.

I. EL MATRIMONIO, INSTITUCIÓN NATURAL

Se pone de relieve la dimensión "natural" del matrimonio así como el carácter sacramental de la unión conyugal entre los bautizados. Se subraya que el "sacramento" es el mismo vínculo matrimonial que nace del compromiso mutuo de entrega entre los esposos cristianos.

l. Presupuestos ideológicos. A la vista de las diversas concepciones, es preciso señalar la raíz equivocada de esa pluralidad de comprensión, pues algunos se alejan de lo que es en sí la institución matrimonial. No obstante, más que de "matrimonio natural", parece más lógico referirse al "matrimonio creacional". Los presupuestos falsos cubren dos extensos ámbitos: los que nacen de principios ideológicos insuficientes y los que se originan de una conducta moral desarreglada.

2. El ser del hombre, nítido punto de partida. La antropología condiciona la concepción que se tenga del matrimonio. É)e aquí la necesidad de elaborar una verdadera comprensión del hombre. De su naturaleza específica deriva que el matrimonio no es un "fenómeno cultural", ni "una invención humana", sino un dato natural que fundamenta la convivencia hombre—mujer.

II. NATURALEZA ESPECIFICA DE LA INSTRUCCIÓN MATRIMONIAL

No toda unión entre el hombre y la mujer cabe calificarla de matrimonio. Para que pueda considerarse como tal, la relación hombre—mujer debe ser una unión en la conyugalidad, lo que da lugar a un vínculo permanente e indisoluble. El texto aporta los argumentos acerca de la naturaleza indisoluble del vínculo que une a los esposos.

III. NATURALEZA DEL AMOR MATRIMONIAL

Se trata de estudiar la verdadera naturaleza y el papel que el amor humano juega en el matrimonio. Se desarrollan los siguientes puntos:

1. La especificidad del "amor". Etimología y sentido. Se estudia el significado de los términos con que cabe expresar el amor esponsalicio. En concreto, se analizan los verbos griegos "érân", "fileîn", "ágapân" y los términos latinos "amare", "charitas" y "diligere".

2. Significación bíblica. Se destaca la rica novedad bíblica que adquiere el amor humano cuando se expresa con el verbo "ágapân".

3. Características del amor esponsal. Del análisis filológico se deduce que la cualidad del amor matrimonial goza de las siguientes características: es un amor personal; se trata de un amor esponsalicio y es un amor libremente elegido. Tal tipo de amor conyugal demanda la fidelidad de uno al otro, la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad.

4. El amor en la vida matrimonial. En este extenso apartado se estudia el papel que el amor juega en la existencia matrimonial: el amor es un presupuesto inicial, pero, una vez contraído —si bien debe mantenerse y aun crecer— es el vínculo nacido del compromiso de la propia entrega lo que constituye la esencia del matrimonio.

IV. ALGUNAS CONSECUENCIAS QUE DERIVAN DE LA SACRAMENTALIDAD

El vínculo conyugal entre bautizados queda elevado a la categoría de "sacramento", lo que comporta las siguientes realidades sobrenaturales:

1. La incorporación a Cristo fortalece la unidad. En efecto, el sacramento refiere un encuentro cualificado con la Persona de Jesús, lo cual incorpora a los casados al misterio de Cristo. Tal encuentro robustece la unidad.

2. El sacramento ratifica la indisolubilidad. Al mismo tiempo, el sacramento da aún más consistencia a la indisolubilidad, deforma que el matrimonio sacramento, una vez consumado, es indisoluble para toda autoridad, aun la suprema del Papa.

3. El matrimonio entre bautizados es siempre sacramento. En este apartado se estudia este tema de especial interés y actualidad.

4. Valor de la fe para contraer matrimonio canónico. Finalmente, se estudia el papel de la fe en la recepción del matrimonio cristiano. El tema es y de gran actualidad, por cuanto no pocos futuros esposos confiesan que no tienen fe y sin embargo manifiestan su deseo de recibir el matrimonio conforme a los ritos y la praxis de la Iglesia.

INTRODUCCIÓN

El enunciado de este Capítulo ya ha sido mentado en los Capítulos precedentes, pero es ahora el momento de exponerlo de modo sistemático.

Se trata de explicar cómo el matrimonio natural es "la más natural de las instituciones", de forma que sus características esenciales proceden de su propia estructura. En consecuencia, cabe afirmar que el "sacramento" no añade al matrimonio llamado "natural" ningún elemento cuantitativamente nuevo. Es decir, las propiedades esenciales que le caracterizan proceden de su naturaleza. O, dicho en lenguaje teológico, el matrimonio original señalado por Dios en la primera página de la Biblia —el "matrimonio creacional"—, contiene los mismos elementos esenciales que caracterizan al matrimonio—sacramento. Este añade solamente elementos accidentales.

Pero esta afirmación no indica menoscabo alguno respecto a la importancia del matrimonio cristiano, pues el término "accidental" no se entiende de modo vulgar, como "secundario" o "intrascendente", sino en su significado filosófico, o sea, de accidente, en el sentido de los diez predicamentos definidos por la filosofía aristotélico—tomista en contraste con la sustancia. En consecuencia, la sacramentalidad del matrimonio no supone un "elemento sustantivo" nuevo. La novedad sacramental es un "accidente", puesto que, según la nomenclatura tomista, la gracia que comunica es un "accidens", que "se reduce a una cualidad".

Esta es la razón por la que se da verdadero matrimonio siempre que un hombre y una mujer se entreguen mutuamente de por vida para compartir la conyugalidad. La sacramentalidad le viene dada al matrimonio por la condición cristiana de los contrayentes: bien porque son bautizados en el momento de contraer matrimonio o porque, ya casados, reciben el bautismo. El sacramento celebrado es el mismo vínculo matrimonial que ha nacido del compromiso de mutua entrega.

De ahí la conveniencia de considerar el matrimonio desde el aspecto puramente natural para, seguidamente, elevarse a la dignidad de sacramento. Así procede la Constitución Gaudium et spes, tal como consta por las Actas del Concilio Vaticano II [2. ActSyn, IV/l, 533. Cfr. texto en Capítulo IV, nota 3, p. 213. Para el creyente, la consideración puramente natural no supone que se prescinda de su origen divino, pero el carácter religioso tampoco resta nada a la grandeza natural: "La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se traduzca siempre con la misma claridad, existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial". CatIglCat, 1603.]. Esta metodología tiene, al menos, dos utilidades:

— En primer lugar, ofrece ventajas "a los no creyentes", pues, como afirman las Actas, este planteamiento pone de relieve "los elementos naturales", por lo que ayuda a descubrir que las propiedades esenciales del matrimonio no se deben a imposición religiosa alguna, sino que brotan de su natural ser.

— En segundo lugar, es útil para los cristianos, puesto que en la comprensión nocional del matrimonio se aúnan la razón y la fe. El creyente descubre que en el matrimonio además de los elementos naturales confluyen otros valores específicamente cristianos. En consecuencia, debe estimar la importancia del sacramento y de la gracia que en él se comunica.

En resumen, en la unión conyugal entre el hombre y la mujer afluyen elementos naturales y elementos revelados, específicamente cristianos. De aquí surgen algunas cuestiones: ¿Cómo determinar de modo racional los elementos constitutivos, que derivan de la naturaleza del matrimonio? ¿Son separables los elementos naturales y religiosos? ¿Cómo se coordinan entre sí?

I. EL MATRIMONIO, INSTITUCIÓN NATURAL

En este apartado se pretende interpretar el matrimonio desde el punto de vista racional. Por ello se prescinde de los datos revelados en el Génesis. Asimismo se evita hablar del "matrimonio creacional". Se contempla e incluso se menciona exclusivamente el "matrimonio natural". Pero es aquí, en la noción misma de "matrimonio", donde un sector de la cultura actual suscita no pocos problemas de fondo, hasta el punto de que se pretende un cambio terminológico: el vocablo "matrimonio", se dice, debe ser reemplazado por el de "pareja". Con ello se quiere restar importancia a aquellos elementos humanos, jurídicos y religiosos, que caracterizan la unión estable de un hombre y una mujer.

Este cambio tan profundo obedece, sin duda, a una nueva concepción teórica y a actitudes vitales muy profundas. Seguidamente, formulamos algunas causas más generales que afectan a estos dos ámbitos.

1. Presupuestos ideológicos

La primera causa cabe situarla muy lejos, pero es de efectos inmediatos, pues se deja sentir en diversos ámbitos de la cultura de nuestro tiempo: el idealismo racionalista. En efecto, la nueva concepción del matrimonio es deudora de una cultura dominada por el subjetivismo. De aquí que sea preciso acotar nocionalmente la naturaleza del matrimonio y sacar a superficie los errores en que se sustentan esas otras teorías.

A partir de Aristóteles, los filósofos repiten que "en las cuestiones complicadas la mejor praxis es una buena teoría". Esta sentencia es una regla de oro para interpretar esas grandes instituciones que configuran la existencia del hombre. Por ejemplo, un gobernante difícilmente podrá ejercer con rectitud su cometido si desconoce o tiene ideas falsas acerca de la autoridad y de lo que comporta su ejercicio. Lo mismo cabe decir del sacerdocio: bastante difícil es ejercer el ministerio sacerdotal, si además no se está en posesión de una verdadera teología sobre el sacerdocio, etc. Pues bien, esta sentencia tiene su cabal cumplimiento en el matrimonio: es de todo punto imposible que los esposos se comporten como tales, si carecen de ideas correctas sobre la naturaleza de la institución matrimonial.

Este es el caso de algunas concepciones del matrimonio que se apoyan en ideologías falsas, por lo que lo orientan en dirección contraria a lo que demanda la unión estable de un hombre y una mujer. A este respecto, el prof. Martínez Doral hacía uso en sus clases de una parábola orteguiana: el trinco preparado con toda precaución y cuidado técnico para llegar al Polo Norte y el desconcierto del ocupante que comprobaba que, a pesar de que todo iba en orden, cada vez se distanciaba más del lugar al que se dirigía. La causa no era ni el decaimiento de las fuerzas de los renos, ni la desimantación de la aguja de la brújula, ni, por supuesto, la impericia del conductor, sino que la razón estaba en que el trineo se deslizaba a gran velocidad sobre una capa gigantesca de hielo que se desplazaba en dirección contraria a la que iba orientada la brújula, por lo que el trineo cada vez se alejaba más del lugar al que se dirigía. La moraleja de Ortega es que en ocasiones, sistemas de pensamiento aparentemente correctos y conclusivos resultan erróneos porque se asientan sobre presupuestos insuficientes o, lo que aún es más grave, brotan de principios falsos.

Ello hace patente que algunas bases sobre las que se pretende asentar la institución matrimonial no hacen más que desviarlo del fin que le fija la naturaleza misma del hombre y de la mujer. Esto explica el que nunca como hoy se ha hablado tanto del matrimonio y de la familia, de forma que a todas las instancias, bien sean sociales, filosóficas, políticas, etc. el tema ocupa y parece preocupar: se pretende orientarlo, tanto en favor de los cónyuges como de los propios hijos y aun de la vida social, y, sin embargo, los resultados parecen decepcionantes, dado que la crisis del matrimonio y de la institución familiar cada día se constata con más datos que causan ya la alarma de los dirigentes, bien sean éstos civiles o religiosos. Cada vez más el matrimonio se aleja del ideal que todo hombre se forja de él. Existen, pues, errores de fondo —de fundamento— que es necesario desvelar.

De aquí que, para proceder con rigor, se deba atender esta otra advertencia de Aristóteles que recoge Tomás de Aquino: "Un error pequeño en el principio, si no se corrige, lleva al final a graves y erróneas consecuencias". En efecto, en temas de matrimonio, si no se parte de un planteamiento correcto y se evitan "errores iniciales", será muy difícil no sólo fundamentarlo sobre bases sólidas, sino que será imposible refutar errores tan crasos como la homosexualidad o el lesbianismo y, en general, todos aquellos equívocos que van contra los principios irrenunciables del matrimonio estable y monogámico.

a) Doctrinas insuficientes

Es fácil constatar que en sectores cada vez más amplios no se da un mismo concepto de matrimonio. Para algunos es un "papeleo" que es preciso llevar a cabo para que la sociedad acepte la convivencia continuada y bajo el mismo techo de un hombre y de una mujer. Para otros, el matrimonio es un 1 4 contrato civil" que legaliza una situación de hecho: convivir en pareja por un tiempo determinado con amparo y garantía social. Cuando el matrimonio se acerca a estas concepciones, no es extraño que algunos, en aras de una falsa "autenticidad", renuncien al "papeleo" y a la "legalización", por lo que deciden vivir en pareja sin reconocimiento civil alguno. En tal situación, se ha llegado por vía de hecho a negar la naturaleza misma de la institución matrimonial. Pues bien, las estadísticas muestran que va en aumento la convivencia de estas parejas sin contraer matrimonio civil ni religioso.

Pero los errores de principio no se quedan en la convivencia de una pareja por un tiempo determinado, sino que alcanzan otros límites inimaginables. Tal cabe considerar la defensa que se hace por parte de algunos del "matrimonio" entre dos personas del mismo sexo. Esta reivindicación no sólo demanda que tal unión sea aceptada y reconocida, sino que se pretende que alcance validez jurídica. Ante tales situaciones, se hace preciso repetir la sentencia de Orwell: "Hoy la primera tarea del hombre inteligente es recordar lo obvio".

Se trata, por consiguiente, de reconquistar verdades fundamentales y de recordar evidencias. Pero cabe preguntar: ¿Cómo se ha podido llegar a estas concepciones respecto al matrimonio, si parece que la misma naturaleza contradice tales situaciones? Algunos límites están tan lejos de la concepción del "matrimonio natural" que ya no cabe recurrir al argumento ad absurdum, pues se acepta incluso aquellas situaciones que pueden calificarse de aberrantes.

Las razones son múltiples y no cabe sintetizarlas porque habría que pasar revista a grandes sectores de la cultura actual para diagnosticar las causas que lo motivan. A ello contribuye, sin duda, la nueva condición de la mujer y su salida a la vida social; el cambio de valor que experimenta la vida, lo que conduce a la limitación de la natalidad; los cambios sociales y económicos, que apuntan a poner como ideal de la vida el confort; la secularización y, en general, la disminución del sentido religioso, etc. Sin pretender agotarlas, mencionamos tan sólo dos que están en la base de todas las anteriores: una muy lejana, que corresponde al mundo del pensamiento y otra más inmediata que nace de la vida.

— La primera hay que situarla en el pluralismo cultural que tiene como dato inmediato —aunque se considera como causa muy lejana— el cambio radical que se ha dado en la teoría del conocimiento. El viraje profundo que ha sufrido la filosofía occidental a partir de Descartes (si no ya desde G. de Ockam) ha sido tan decisivo, que ha provocado un modo nuevo de enfrentarse con la realidad.

Es sabido que, desde Descartes y de modo más radical con Kant, "conocer" no es tanto comprender, cuanto entender. La realidad no es como es, sino como la pensamos. Es decir, las cosas no son "algo en sí", sino en cuanto "las entiendo". Este "giro copernicano" sitúa al pensamiento por encima de la realidad. De aquí que, cuando me enfrento con algo que quiero conocer, es más decisivo el juicio que me merece que la realidad que representa lo conocido. Consecuentemente, lo que resulta de esta concepción del conocimiento, es que, antes que la "verdad", lo que importa es la "opinión" que yo me formo sobre el dato que analizo.

Tal planteamiento conlleva necesariamente que, en vez de encontrar la verdad, lo que se originan son las opiniones. Y es evidente que, cuando el conocimiento se sitúa en el terreno de la "opinión", la "verdad" se fragmenta hasta el punto de que se diluye en una pluralidad de "opiniones". Esta concepción llevada al límite es lo que permite cambios tales, que se puede llegar a negar la realidad natural para dar paso a la realidad cultural: es la cultura de cada momento histórico la que da validez o niega todo valor a una institución concreta.

Referido al matrimonio, esta actitud se manifiesta en que es muy común la "opinión" de quienes pretenden dejar aparte la naturaleza del matrimonio para sobrevalorar lo que cada uno "piensa" sobre él o para aceptar el modelo imperante en una sociedad determinada. De este modo, se llega a afirmar que no existe la realidad del matrimonio, sino una determinada convivencia que varía según la concepción cultural del mismo. Tal interpretación subordina el matrimonio a los cambios y aun a los gustos de cada época.

Para constatar ese "alejamiento" de la verdad sobre el matrimonio, es preciso refutar la argumentación que lo provoca y que trata de justificarlo. Es decir, es necesario mostrar la falsedad de la teoría del conocimiento que subyace a tal interpretación. Pues bien, la historia ha demostrado que ese subjetivismo ante la verdad hace posible que la razón quede presa de todas las debilidades a las que puede verse sometida, cuales son el error, el equívoco, la ceguera. En efecto, la razón puede errar, equivocarse, engañarse...

Una consecuencia inmediata del idealismo racionalista ha sido la negación del orden natural objetivo y con él se quita el fundamento para hablar de "ley natural" y de "derecho natural" en el campo de la ética. Pero aún tiene influjos más radicales en el ámbito del conocimiento. Es evidente, que la negación de la objetividad del orden natural señala el auge de los subjetivismos, que han conducido al relativismo gnoseológico. Y, cuando tal relativismo es absoluto, lleva a la negación de la verdad misma, dado que ésta no existe, sino que lo que se da es "la verdad" de cada uno o de cada circunstancia o época determinada. En este momento, más que apostar por el valor incalculable del pensamiento humano, se asiste a su ruina, pues tal estrago de "racionalismo" lleva a la razón a su agotamiento y destrucción.

Las "Ciencias del hombre" especifican que esa ruina de la razón tiene dos campos: la confusión y el engaño en el ámbito del mundo físico y la falta de juicio cabal respecto a los valores. Cuando la razón se "equivoca" y "confunde" el mundo físico hasta límites patológicos, representa las diversas clases y grados de la locura. Pero, si la razón "trastoca" y "desordena" el mundo de los valores de forma que "juzga" como "bueno" lo que es "malo" y denomina "verdad" lo que es "error", et contra, en tal situación, la razón no está "loca", sino que se encuentra en un estado que San Pablo, en clara referencia a la filosofía griega, denomina "corrupción de la razón" (1 Tim 6,5; cfr. 1 Cor 2,14—15).

"Locura" y "razón corrompida" son dos situaciones reales en las que puede acabar la inteligencia. Evidentemente, que entre ambas se da una notable diferencia: la primera es enfermedad y por ello es inculpable; la segunda denota cierta maldad y es condenable. Aquí acaba la grandeza de la razón humana y se inicia su perversión.

Pues bien, en relación al matrimonio, parece como si algunas ideas derivasen de mentes, si no "locas", al menos 11 corrompidas", dado que no es posible que se sostengan teorías tales como que la promiscuidad sexual, la unión entre personas del mismo sexo o la bigamia y aun la poligamia, en razón de la movilidad que se da en la vida actual, son formas más genuinas de convivencia que el matrimonio monogámico e indisoluble.

b) Corrupción de las costumbres

Otro factor que motiva la crisis del matrimonio procede de la vida; o mejor, de la "mala vida" de los esposos. Es evidente que existe un estrecho paralelismo entre doctrina y vida: la doctrina, decíamos, orienta la conducta y la falsa teoría la ofusca y descamina; pero la vida —las "costumbres"—, según sea buena o desarreglada, condiciona la comprensión intelectual de la verdadera doctrina.

En ocasiones, la relación entre "conducta" y "verdad" es inmediata, pues el hombre trata de justificar su propio comportamiento, para lo cual se siente obligado a cambiar los presupuestos intelectuales. Por este motivo, con el intento expreso o inconsciente de acreditar su modo de actuar, hace claudicar las ideas y las modifica para defender su propia conducta.

Otras veces la conducta influye de modo remoto al cambio de pensamiento. La razón, por su propia estructura, está abierta a la verdad, pero exige una "pureza" de vida, la cual, si falta, hace imposible su descubrimiento. Este principio es casi un axioma. En ella se cumple el adagio de que "si no se vive como se piensa, se acaba pensando como se vive".

Esa ley de correspondencia entre comportamiento y verdad, se cumple de modo eminente en relación a Dios. Santo Tomás escribe que la mente debe purificarse si quiere descubrirle:

"La pureza es necesaria para que la mente se aplique a Dios. La mente humana, en efecto, se contamina al inmergirse en las cosas inferiores, al igual que cualquier cosa se infecciona si se mezcla con algo más bajo, como la plata con el plomo. Es preciso que la mente se despegue de las cosas inferiores para unirse a la Suprema realidad. La mente, si no está pura, no puede aplicarse a Dios".

Este es un principio que abarca a todas las verdades de la fe. San Pablo recomendaba a Timoteo que se mantuviese "en la verdadera doctrina", y para ello debía ejercitarse "en la piedad" (1 Tim 4, 6—7). Por el contrario, algunos, "cauterizada su conciencia", añade, "dieron oídos al error y a las enseñanzas de los demonios" (1 Tim 4,1—3).

De modo paralelo, este principio cabe referirlo al conocimiento de las grandes realidades humanas, entre las que destaca el matrimonio. En concreto, no es posible mantener ideas correctas sobre la vida matrimonial, cuando no se viven las exigencias éticas que ésta entraña. De aquí que no pocas veces los errores doctrinales sobre el matrimonio y la familia son provocados por claudicaciones morales ante las exigencias que comporta.

San Agustín reafirma esta doctrina con la confesión de su propia experiencia y escribe cómo no le era posible aceptar la verdad cuando vivía una existencia desarreglada.

2. El ser del hombre, nítido punto de partida

La recta comprensión del matrimonio es preciso llevarla a cabo a partir de la realidad del ser del hombre. También en este caso la antropología condiciona la doctrina sobre la institución matrimonial.

Si exceptuamos las concepciones filosóficas más crudamente materialistas, la antropología racional enseña que el hombre es una unidad radical constituida por la dualidad cuerpo—alma. Ambos "elementos" —corporeidad y espíritu— se conjuntan en el ser del hombre. Pues bien, como es lógico, ambas realidades son asumidas y quedan comprometidas en el matrimonio.

Dado que cuerpo y alma se distinguen, aunque subsisten unidos (separarlos, equivale a la muerte) pueden ser tratados por separado.

Empecemos por el alma. En otro lugar quedan especificadas y explicadas estas cuatro operaciones que caracterizan el espíritu: auto—reflexión o conciencia, auto—posesión o mismidad del propio "Yo", auto—determinación o libertad responsable y auto—comunicación o sociabilidad y capacidad de donación. Pues bien, esas cuatro características se implican en la unión matrimonial.

En efecto, mediante el espíritu, el hombre puede conocer, elegir, comunicarse, darse plenamente y comprometerse en mutua donación para toda la vida. No ocurre así en el animal que, por instinto, se entrega a la circunstancia del momento. De aquí que la unión hombre—mujer, como es obvio, se diferencia desde su misma raíz no sólo del apareamiento animal, sino también de cualquier unión esporádica y casual entre el hombre y la mujer. Pues la exigencia del ser espiritual demanda una unión entre personas que incluyan esas cualidades propias del espíritu. O sea, el matrimonio debe ser la elección compartida de un hombre y de una mujer, los cuales se comprometen mutuamente a una donación de lo específico de cada uno —la conyugalidad—, de forma que esa unión sea estable y excluya un tercero. Por consiguiente, toda corriente de pensamiento que pretenda trivializar el matrimonio con referencias puramente biológicas se acerca más al zoologismo que a la realidad matrimonial, la cual toca zonas tan íntimas, como la sexualidad y la vida afectivo—sentimental.

Por su parte, la corporeidad humana no es simplemente un cuerpo animal. Es evidente que la sexualidad caracteriza esencialmente a la persona. Por eso, el carácter sexual del hombre no es simple genitalidad, pues el sexo afecta al núcleo de la persona en cuanto tal. Además, es evidente que la sexualidad toca también las zonas más íntimas del espíritu, cuales son los sentimientos: se es hombre o mujer desde la propia mismidad del ser. Masculinidad y feminidad son dos dimensiones que totalizan el ser humano. De aquí que reducir el matrimonio a las simples relaciones sexuales y éstas concretadas sólo en el ejercicio sexual es nuevamente trivializar las relaciones hombre—mujer.

Esta estructura del hombre como ser sexuado, que comporta la mutua referibilidad del hombre hacia la mujer y viceversa, es lo que fundamenta la terminología de que el matrimonio es un "dato natural", pues se fundamenta en la misma naturaleza del hombre y de la mujer. En este sentido, la relación sexual entre personas del mismo sexo, no es "natural", sino "antinatural"; por ello la homosexualidad o el lesbianismo no es "normal", sino "a—normal", dado que la estructura morfológica del cuerpo del hombre y de la mujer, así como la atracción mutua, tanto sexual como efectiva, demanda la diversidad de sexos.

En este sentido, es preciso entender la expresión arriba mencionada de que el matrimonio es "la más natural de las instituciones", pues está "escrita" en el cuerpo y en el alma del hombre y de la mujer. Por eso, Tomás de Aquino afirma que el matrimonio es para el hombre aun más "natural" que la sociabilidad. El hombre, escribe el Aquinate, "según su naturaleza, es más un ser conyugal, que un ser social".

De aquí que, cuando un hombre y una mujer se comprometen en matrimonio, la entrega da lugar a un vínculo, que no toma origen en el poder legal civil ni eclesiástico, sino que se genera en la voluntad de los contrayentes:

"Digámoslo sin rodeos especialmente en nuestra cultura, en la que el normativismo positivista ha adulterado profundísimamente la percepción de la juridicidad natural en las relaciones humanas. He aquí, en el corazón mismo de la sociedad humana, en la familia matrimonial, que es la primera manifestación social y jurídica de la comunión interhumana e intrahistórica, la semilla de una concepción según la cual las fuentes capaces de generar derecho no son solamente monopolio de la ley o de la potestad legislativa, ni de la costumbre o del poder de las conductas repetidas de un grupo o colectivo. No es el poder social, no es el príncipe, no es la voz de la mayoría, no son los usos y costumbres del clan, de la tribu, del grupo humano, en suma, quienes casan o descasan, quienes vinculan o desvinculan, porque el poder de atar o desatar los lazos humanos a título de derecho y de deber de justicia, sólo a ellos pertenecería... Su juridicidad surge del poder de generar derecho ínsito en la voluntad libre de los esposos contrayentes".

Pero esa misma condición "natural" del nuevo vínculo, muestra que, una vez contraído, su disolución queda fuera de la voluntad no sólo de la autoridad civil y eclesiástica, sino también de la elección de los propios esposos.

De esta condición natural del matrimonio cabe deducir las siguientes conclusiones:

a) El matrimonio no es un simple fenómeno cultural, sino una realidad natural, pues toma origen de la propia estructura del ser hombre: de su naturaleza anímico—corporal que hace al hombre y a la mujer seres complementarios en el cuerpo y en el espíritu. La atracción hombre—mujer no es sólo sexual instintiva, sino afectiva y sentimental.

b) El matrimonio no es un fenómeno histórico, sino un hecho natural, pues masculinidad y feminidad no derivan de factores coyunturales de la historia, sino que se fundamentan en la naturaleza. Es evidente que los factores temporales configuran algunas de esas relaciones; pueden, en efecto, condicionar el modo concreto de realizarlas, pero no cambian la sustantividad de las mismas. El hombre es naturaleza e historia, pero ésta respeta siempre el núcleo permanente del ser humano.

c) Consecuentemente, la relación hombre—mujer en la vida matrimonial no es algo inventado por el hombre, ni está sometido a su destino, sino que el hombre debe respetar este dato que le ha sido dado por la misma naturaleza. La constitución somática y psíquica le son dadas y no dependen de su propia iniciativa. Por eso el hombre no puede manipular impunemente su carácter de varón o de mujer, así como tampoco el modo de interrelacionarse en su especificidad masculina o femenina.

d) El matrimonio se presenta como la vocación común del hombre y es una forma de desarrollo adecuada al ser humano. El modo concreto de alcanzar la perfección humana y personal de la sexualidad —o sea, de su ser hombre o mujer— es, sin duda, el matrimonio.

En consecuencia, el matrimonio es tan natural al hombre que es posible definirlo por él. En este sentido cabe entender la expresión de Juan Pablo II que define al hombre como un ser esponsalicio: "El hombre es un ser viviente (espiritual—racional), cultivador (domina la tierra por el trabajo) y esponsalicio". Sólo algunas personas renuncian al matrimonio, bien porque la naturaleza no se lo permite, o por otros motivos superiores, cuales son, por ejemplo, la plena dedicación a actividades desinteresadas y sobre todo por motivos religiosos: tal es el caso del celibato apostólico, por el que el hombre ha sido capaz de renunciar a él (Mt 19,12).

II. NATURALEZA ESPECIFICA DE LA INSTITUCIÓN MATRIMONIAL

En el apartado anterior ha quedado claro que el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer, si bien no toda unión hombre—mujer cabe calificarla como matrimonio. ¿Qué es, pues, lo que especifica la unión matrimonial?

1. La conyugalidad, elemento esencial del matrimonio

Lo que especifica el matrimonio es la unión conyugal entre un hombre y una mujer. Es decir, lo propio de la unión matrimonial es la "conyugalidad": el hombre se une a la mujer en lo que ésta tiene como específico, o sea, la feminidad y la mujer se une al marido en su especificidad de varón.

Es, precisamente, la "conyugalidad" lo que diferencia al matrimonio de otras uniones hombre—mujer, tales como la convivencia entre hermanos, parientes o entre amigos de distinto sexo. En estas uniones se quiere al otro en cuanto otro, pero no es su especificidad de ser hombre o mujer. Esto explica, por ejemplo, el que dos personas de distinto sexo se entiendan y convivan agradablemente como amigos y sin embargo no se quieran como posibles esposos.

Pero la "conyugalidad" sola tampoco define el matrimonio. Así, por ejemplo, se dan otras uniones conyugales a las que no cabe calificarlas como matrimoniales. Tal sucede, por ejemplo, en las uniones sexuales ocasionales entre un hombre y una mujer, llevadas a cabo fuera del matrimonio. Tampoco lo son las relaciones pre—matrimoniales entre novios, ni las uniones estables, pero que no quieren vincularse mutuamente.

Menos aún cabe identificar lo "esponsal" con la realidad del matrimonio:

"Lo esponsal no es sinónimo de lo matrimonial, ni se agota en la realización conyugal. Desde la perspectiva cristiana hay dos caminos de realización integral de la condición esponsal de la sexualidad humana: la virginidad y el Matrimonio. Siendo ambos de índole igualmente esponsal, es claro que lo matrimonial no acapara lo esponsal".

¿Cuál es, por consiguiente, la conyugalidad propia del matrimonio? La relación conyugal entre el hombre y la mujer en el matrimonio viene caracterizada por un vínculo, a modo de pacto, mediante el cual hombre y mujer. de modo permanente —de por vida— se entregan como tales.

2. El vínculo matrimonial, constitutivo del matrimonio

En todas las culturas y religiones la entrega del hombre y de la mujer como marido y esposa va precedida de un pacto de donación mutua.

Incluso los matrimonios "civiles" se celebran mediante una promesa, por la cual pasan a denominarse "esposa" y "marido". El lenguaje popular emplea el término "amigos" para aquellos que, aun viviendo maritalmente —"compañero/a sentimental", se dice hoy con evidente eufemismo—, sin embargo no tienen un vínculo jurídico que los una. Y la razón es que la unión de personas en la conyugalidad afecta a zonas tan íntimas y personales que da lugar a derechos y deberes mutuos. Tales derechos y deberes, para que sean respetados, deben ser regulados por la ley, de forma que sean protegidos y aun sea posible reivindicarlos jurídicamente.

La misma etimología latina ratifica esa característica de la convivencia matrimonial. En efecto, el término "coniugium" (cum—iugium) expresa que están unidos por el mismo "yugo" reconocido jurídicamente. Lo mismo cabría decir del vocablo "consortium" (cum—sorte), o sea, que corren la misma suerte, dado que su condición de casados está regulada por la ley.

Precisamente en este vínculo se sitúa la "esencia" de la unión matrimonial. La esencia del matrimonio in fieri es el consentimiento, pero in facto esse, la esencia es el vínculo que sigue a ese pacto conyugal. Los clásicos afirmaban que el matrimonio consistía esencialmente en el vínculo que nace de la mutua entrega: "Lo que hace el matrimonio no es el amor, sino el consentimiento", repetían los creadores de la ciencia del derecho.

Pero aún es preciso subrayar otra verdad: el matrimonio da lugar a un vínculo cualificado, pues goza de unas características peculiares que lo configuran como tal. Existen otros vínculos que originan derechos y deberes propios, pero los derechos—deberes matrimoniales tienen su ámbito específico, por cuanto toman origen de un pacto muy original. De aquí que el vínculo matrimonial debe gozar de algunas características esenciales. En concreto, los tres siguientes: "unidad" (uno con una), "indisolubilidad" (para siempre) y que faculte los actos conyugales que originan la vida (orientado hacia la procreación).

3. La unidad, característica del pacto conyugal

No resulta difícil mostrar que el matrimonio demanda la "unidad": es la unión de un hombre y una mujer. He aquí algunas razones que la exigen y fundamentan:

a) El matrimonio es la entrega de la conyugalidad que, como se ha dicho, tiene sentido de totalidad, dado que afecta al ser mismo de la persona —no sólo los cuerpos, sino la propia persona—. Por el pacto conyugal, marido y esposa se entregan lo más específico (lo que le es propio) de cada uno. Ahora bien, esa entrega no sería total si fuese compartida por un tercero. De aquí la injusticia de la poligamia y de la poliginia, pues no entregan todo, sino que lo comunican con otros.

b) En este sentido, cabe dar un paso más en la argumentación. Mediante el consentimiento, marido y mujer se entregan algo que se tiene por naturaleza, como es la masculinidad y la feminidad. De aquí que se entreguen en exclusiva, pues la naturaleza no puede ser dividida: es lo que, en lenguaje bíblico, se especifica como "una sola caro". A ello corresponde la etimología del término español "enamorarse", o sea, "en—amor—darse". Esa donación plena de la especificidad del ser hombre o mujer justifica que se califique de injusto el adulterio, dado que lesiona Derechos fundamentales de la entrega: es un fraude a la otra parte.

La expresión "una caro" es evidente que no equivale a una fusión de personas ni siquiera a la confusión de dos corporeidades humanas que transferirían su individualización, tras perderla, a la nueva y distinta corporeidad que sería el completo de la naturaleza humana obtenida por la reunión de dos naturalezas incompletas.

"La percepción de los sentidos nos enseña sin más que los esposos siguen siendo dos naturalezas individualizadas y que, tras el matrimonio, tal individualización no se ha esfumado. Para realizarse como persona humana, dado que cada individuo humano, sea varón o mujer, posee una naturaleza humana completa, no es necesario casarse. La una caro —precisamente en lo que tiene de unidad desde la dualidad o diversidad sexual— ha de operar a partir de otro estrato de la naturaleza humana y ha de operar de forma tal que se mantengan íntegros los estratos más radicales y fundamentales de la persona humana. De ahí que para la comprensión del inquietante "dos en uno" de la una caro sea clave distinguir la corporeidad, en cuanto tal, de la masculinidad y feminidad".

En efecto, esa unión en la conyugalidad da origen a una relación de copertenencia, que permite hablar de la "intimidad de lo nuestro" —en plural—. propia y específica de los esposos.

"Así puede definirse el matrimonio como la unión de las personas del varón y de la mujer en la unidad de su naturaleza sexual: son dos en uno. En la expresión bíblica, maravillosamente precisa, del matrimonio como "una caro", caro significa la naturaleza de la sexualidad humana complementaria (la causa material) y una la indisoluble vinculación de íntima copertenencia debida (la causa formal)".

c) Como consecuencia inmediata de esa entrega de la "naturaleza" específica, o sea, de compartir la conyugalidad, marido y esposa se posesionan mutuamente. Así se expresa con lenguaje propio cuando refiere: "ésta es mi mujer" o "éste es mi marido". Ambos son copartícipes y copropietarios, los dos se posesionan el uno del otro. Es curioso constatar cómo el término "koinonía", que se aplica al ser mismo de la Iglesia en su relación con Cristo y de los creyentes entre sí, es la misma expresión griega para designar la unidad conyugal.

d) La "unidad" viene a su vez demandada por razones biológicas muy importantes que, si no son determinantes, si son orientativas. He aquí algunas:

— Estadísticamente, la comunidad humana se reparte proporcionalmente entre mujeres y hombres. La diferencia nunca supera el 5—10%. En este sentido, parece que la misma naturaleza orienta hacia el matrimonio monogámico. De aquí la monstruosidad de algunos pueblos primitivos que, por razones sociológicas, asesinaban a las niñas o a los niños, según las respectivas culturas.

— La misma biología parece mostrar la necesidad de la monogamia. De hecho, una mujer, aun supuestas relaciones con varios hombres, sólo concibe de uno: se engendra mediante la fecundación de un óvulo por un espermatozoide. Así se constata que las mujeres públicas son menos fecundas que las que mantienen relaciones sexuales con un solo hombre.

e) La historia muestra el origen monogámico del matrimonio de forma que la poligamia, la poliginia, la promiscuidad sexual, el matriarcado o el patriarcado, etc. no son fenómenos originarios, sino derivados. Responden a un periodo tardío, marcado por cierta degradación de la idea original y primaria del matrimonio monogámico. Así, por ejemplo, el Código de Hammurabi establece incluso jurídicamente la monogamia y la escuela etnológica de Schmidt muestra que esa era la condición normal de los pueblos más primitivos.

f) Pero la unidad, si bien por ella se entrega algo que se tiene por naturaleza, no fusiona la naturaleza de los esposos, ni quita la personalidad propia de cada uno. Lo que se entrega y se alcanza en la unidad es sólo la conyugalidad. Fuera de esta dimensión existen en la vida de los esposos amplias zonas de autonomía. La persona como tal se define como ser incomunicable. Por eso, la unidad matrimonial ni fusiona las personas, ni las disminuye restándoles lo que pertenece a su ser personal, como son, por ejemplo, los propios gustos y sentimientos, las ideas, los ideales culturales y religiosos, etc. El ámbito de la unidad se limita a la conyugalidad y niega aquellas realidades que la entorpecen, pero no asume la totalidad de intereses de la persona. De aquí que esposa y marido deban tener su tiempo libre, puedan gozar de autonomía económica, ejerzan con independencia su profesión, lleven cada uno su vida religiosa personal, etc., con tal de que esas realidades tan personales no entorpezcan la vida en común.

Es indudable que la unidad de vida conyugal demanda que se extienda a una comunidad de aspiraciones y que exista el deseo de compartirlo todo. Pero, en cualquier caso, esa comunidad de intereses no es nunca una fusión de personas, sino que respeta las peculiaridades de cada uno. Por consiguiente, para la recta armonía de la unidad, marido y mujer deben respetar esas zonas de vida personal que no son comunes a los dos, sino individuales de cada uno, aunque ambos se entreguen en matrimonio.

4. La indisolubilidad del vínculo

Más difícil aún que probar la "unidad" es demostrar que el matrimonio exige la "indisolubilidad" del vínculo matrimonial mientras vivan los cónyuges. Es fácil mostrar que el vínculo exige una cierta estabilidad, pero no siempre son concluyentes las razones que argumentan a favor de que el pacto matrimonial es "para siempre". Tampoco sirven los argumentos que muestran la conveniencia de que el matrimonio sea indisoluble, pues el "ideal" en ocasiones no es realizable. Además no siempre son coincidentes el "ideal" y lo "real", por lo que los argumentos basados en lo ideal no son probativos: no se trata de probar lo que "debe ser", sino lo que "tiene que ser". Lo que se pretende demostrar es que, por su propia naturaleza, el matrimonio es indisoluble.

Para ello aducimos algunas razones que nos sitúan en la pista de aceptar la indisolubilidad. Al menos son válidas las pruebas que demuestran que el vínculo no puede romperse por el mutuo consenso de los esposos; es decir, la indisolubilidad intrínseca está por encima de la voluntad de los contrayentes. Y es que el matrimonio tiene un componente social, en cuanto la familia es la base de la sociedad, por lo que debe ser regulada jurídicamente de modo que las decisiones de los cónyuges para separarse deban contar con la normativa legal. Este dato está reconocido por las distintas legislaciones, incluidas las que permiten el divorcio. En estos países, la posibilidad de divorciarse viene reglamentada por la autoridad civil y no por el consenso de los esposos. He aquí algunos argumentos:

a) La indisolubilidad es exigencia de la unidad. En efecto, si la entrega es plena y total respecto a la vida conyugal en común, debe ser también permanente, es decir, ha de durar mientras perviva la conyugalidad, que es lo que se comunica (lo que se pone en común). La entrega no sería total, si no es para toda la vida. En este sentido, la razón de "totalidad" de la entrega en unidad demanda la "totalidad" de la entrega en el tiempo. El compromiso pactado no sería formalmente total, si no lo fuese existencialmente. Es decir, la "unidad" (totalidad esencial) postula la "indisolubilidad", o sea, la totalidad existencias: nadie se entrega total y en exclusiva, si no es para siempre. En este sentido, el divorcio equivale a una poligamia sucesiva en el tiempo. Parece que este razonamiento tiene una fundamentación que deriva de la propia naturaleza del hombre: ¿cómo explicar si no la realidad de los celos? Estos se despiertan automática y espontáneamente a causa de la "exclusividad" y de la "permanencia" que demanda el amor.

b) La unidad conyugal es unidad en naturaleza (unio in natura): No se pacta la simple unión en convivencia, ni, por supuesto, se negocia una compraventa, ni siquiera se comunican unas acciones que derivan de la conyugalidad. Lo que es objeto del pacto es la entrega de lo que constituye ser hombre y ser mujer: la masculinidad está en función de la feminidad y al contrario. O sea, se lleva a cabo la unión de dos personas, no de algunos actos o acciones singulares. Los esposos, según la frase bíblica, se hacen "una caro" y en lenguaje propio se dice de una persona que "es" casada y no, simplemente, que "está" casada. En consecuencia, el vínculo afecta no a unas acciones, sino al ser mismo de los contrayentes. Por ello es razonable que exija la unión estable y permanente mientras ambos vivan".

c) La indisolubilidad viene demandada también por la naturaleza del vínculo. En efecto, el vínculo conyugal no es un simple pacto consensual, sino que vincula una institución natural. En el matrimonio se pone en juego la "persona" y la "naturaleza": la persona, libre y responsablemente, pacta en la entrega de su naturaleza en cuanto es hombre o mujer. Por consiguiente, emitido el consentimiento, el vínculo queda fuera de la voluntad de los cónyuges, porque lo que cada uno ha entregado ya no le pertenece: se lo ha entregado al otro en ejercicio de su voluntad responsable. La persona debe ser fiel a su naturaleza como ser libre y por ello ha de cumplir la palabra dada. Lo contrario, se prestaría a la injusticia cuando uno de los cónyuges pretendiese separarse sin el consentimiento del otro". Esto aparece con más fuerza en el caso en que la pareja tuviese hijos: la separación, aunque se hiciese de mutuo acuerdo, violaría los derechos de los hijos.

La dificultad está en probar que no es lícita la separación pactada por los esposos cuando no tienen hijos. En este caso, cabe recurrir a dos razones.

Primera, la pareja no puede escindir el contrato de mutuo acuerdo, porque lo que se entregó así como las consecuencias que se han seguido a la unión pactada superan las propias voluntades. Segunda, el mal social que se seguiría si la institución matrimonial, que tanto influjo ejerce en la sociedad, estuviese al arbitrio de los esposos. Por eso el Estado tiene la obligación de velar por el bien de los súbditos, por lo que protege el matrimonio siempre que le defiende de las posibles veleidades de los esposos. Esta actitud no sitúa al matrimonio por debajo de la sociedad ni al Estado por encima de los súbditos, sino que se quiere encontrar la reciprocidad entre el bien del individuo y el de la sociedad. Por este motivo el Estado puede prohibir tales separaciones y, en el caso de que las permita, debe regularlas con el fin de que no se hagan de modo arbitrario, con perjuicio de derechos de tercero. De aquí que el Estado que permite el divorcio legisla sobre las condiciones en que los esposos pueden separarse, pero no debe facilitar el divorcio.

No cabe objetar que el hombre no puede comprometerse para toda la vida, máxime en una realidad que está expuesta a tantos cambios. Esta objeción no puede ser despreciada. Pero tampoco se ha de sobrevalorar, pues, dado que en la actualidad se resalta la dimensión personal del matrimonio, es preciso ser consecuente: en última instancia es el carácter libre del hombre lo que permite ser responsable en la fidelidad a la palabra dada. Además el hombre es el único ser que le es dado prever el futuro, y sabe por exigencias psicológicas, por cultura y formación, las dificultades que entraña la entrega de por vida en matrimonio. No a otro motivo obedece la costumbre común y cada día más demandada de que no se llegue al matrimonio sin una etapa de conocimiento mutuo. La importancia del matrimonio y la calidad de lo que se pone en común, de algún modo, hipoteca la libertad de los cónyuges una vez llevado a cabo el contrato de la mutua entrega, pues el pacto firmado hace irreversible el camino emprendido. "Es el contrato más audaz que puede existir y asimismo el más maravilloso".

d) El pacto conyugal tiene, por su propia índole, efectos naturales, es decir, los hijos. Es curioso constatar cómo la argumentación clásica en favor de la indisolubilidad se hace a partir de los hijos: el matrimonio, se argumentaba, es indisoluble porque lo demanda el derecho natural de los hijos a convivir con sus propios padres, pues necesitan de ellos mucho más y por más tiempo que cualquier animal.

Es de justicia admitir que este argumento tampoco es plenamente conclusivo, porque no puede aplicarse a los matrimonios sin descendencia. Pero es evidente que cabe alegarlo con rigor en el caso de un matrimonio con hijos: es el bien de éstos el que demanda que los padres no puedan separarse. Así argumenta Santo Tomás:

"El matrimonio, según la intención de la naturaleza, se ordena a la educación de la prole, no ya sólo durante algún tiempo, sino mientras ella viva. Por tanto, es de ley natural que "los padres atesoren para los hijos" y que los hijos hereden a sus padres. Siendo, pues, la prole un bien común del marido y de la mujer, es preciso que la sociedad de éstos se mantenga indisoluble perpetuamente, conforme al dictamen de la ley natural. Por eso la indisolubilidad del matrimonio es de ley natural".

Los ejemplos, reales y patéticos en ocasiones, sobre el drama de los hijos en un matrimonio desunido, no logran borrar los males que siguen a la separación. Más bien, el bien de los hijos ha de ser un acicate para que los esposos se esfuercen en vivir en armonía en favor de la educación de los hijos.

e) Para quienes rehuyen cualquier razón basada en el prejuicio del concepto de naturaleza, que aquí hemos citado, puede argumentarse también a partir de la filosofía personalista. A pesar de las diversas corrientes del personalismo filosófico, los autores más representativos (Mounier, Guardini, Lacroix, Nédondelle, etc.) coinciden en definir a la persona no por el "individualismo" ni por el "colectivismo", sino por las relaciones con los demás. El personalismo defiende el ser personal, pero no se encierra en el individuo, sino que le abre a perspectivas de alteridad. Pues bien, el matrimonio está caracterizado por especiales y profundos vínculos interpersonales. En el matrimonio se dan comunicaciones mutuas muy estrechas, como son las de la afectividad y las relaciones conyugales, tan íntimas que superan cualquier otro trato, pues conciernen al cuerpo y al espíritu. Más tarde, pueden surgir vinculaciones de la propia sangre, como son los hijos. Las relaciones conyugales son, pues, tan estrechas, profundas e íntimas que, en el caso que se quiera definir al hombre por sus relaciones, una vez consumadas, no pueden compartiese ni repetirse de modo simultáneo con otras personas.

f) No vale aducir en contra de la indisolubilidad hechos concretos. Estos, por muy frecuentes y lamentables que sean, no son criterio para juzgar ni cambiar la naturaleza. Al modo, como las injusticias sociales, aunque frecuentes, no permiten negar el carácter de la virtud de la justicia, ni la lesión de los derechos humanos autoriza para negarlos, de modo semejante, las irregularidades en la existencia conyugal no facultan a que se niegue la naturaleza indisoluble del matrimonio. Los casos particulares no niegan la ley general y menos aún pueden cambiar la estructura constitutiva de un ser. Un axioma irrenunciable es que "las realidades viciadas no permiten ir contra los principios", sino que demandan que se corrijan los defectos y se tomen las medidas oportunas para que tales irregularidades se eviten en el futuro. Esta ley debe ser norma que rija la interpretación teórica y práctica del matrimonio.

Es evidente que una a una estas razones pueden ser refutadas, dado que no son evidentes por sí mismas. De aquí la discusión entre los peritos en esta materia. No obstante, todas ellas, en conjunto, orientan hacia convicciones profundas y comunes que acercan a la verdad. La razón de que no sean argumentos apodícticos es que la indisolubilidad del matrimonio, en lenguaje de escuela, es una verdad de derecho natural secundario.

Sin entrar en doctrina de escuela alguna", en el ámbito matrimonial, parece que es de derecho natural primario que el matrimonio sea entre un hombre y una mujer. El bisexualismo es la condición natural de la raza humana. Lo contrario se opone a la naturaleza biológica y psíquica del hombre. El matrimonio monosexo no es "natural", es "antinatural". Según Santo Tomás, la poliandria se opone a los preceptos primarios de la ley natural, mientras que la poliginia se prohibe por el derecho natural secundario". Parece que cabría clasificar también de derecho primario el que los hijos se engendren dentro del ámbito de la familia monogámica y estable. En efecto, se conculcaría un derecho fundamental en el caso de que no se permita al hijo conocer quiénes son sus padres y no se le conceda recibir de ellos un mínimo de amparo".

Pero la "indisolubilidad" del matrimonio pertenece a las "conclusiones remotas" de los primeros principios de la ley natural, por lo que, por definición, requieren cierta argumentación". De ahí que pueda ser desconocida por algunos, a los que les parezca que la indisolubilidad no debe exigirse a todos ni en todas las circunstancias. Pues bien, según el Aquinate, este tipo de realidades que corresponden a las conclusiones remotas "pueden mudarse en algún caso particular, y esto en los menos, por algunas causas especiales que impiden la observación de tales preceptos".

Esta doctrina, comúnmente admitida, es lo que ayuda a comprender que, en circunstancias muy concretas, la autoridad de la Iglesia pueda dispensar de la indisolubilidad del matrimonio. Y así es en efecto, pues, como hemos visto, la autoridad del Papa, en ciertas condiciones, puede disolver el vínculo en los casos en que se dé un verdadero matrimonio, excepto cuando se trata del matrimonio sacramento ya consumado. En consecuencia, no cabe pedir una argumentación plenamente conclusivo, porque la indisolubilidad no es una realidad absoluta, sino derivada de otra verdad original y primaria, cual es el principio primero de la ley natural: "es preciso hacer el bien y evitar el mal". Pero, en ocasiones, en pro del bien — en favor de la fe", por ejemplo— el Papa disuelve los matrimonios naturales.

Como hemos visto, esas "dispensas" no ponen en duda la naturaleza indisoluble del matrimonio, lo que significan es que la autoridad del Papa puede en ciertos casos disolver el vínculo —que es indisoluble por la voluntad de los cónyuges— en favor de la fe de los creyentes, con el fin de alcanzar un bien superior, sobrenatural, al que el hombre está orientado y del que la Iglesia es la garante.

En todo caso, aunque no resulta fácil para todos una argumentación racional, no cabe duda que optar por el matrimonio indisoluble es orientarse a lo que demanda su propia estructura. Al menos, es más convincente el matrimonio indisoluble que todas las razones que cabe aducir en favor del divorcio. De hecho, los argumentos que aportan derivan de hechos y de situaciones concretas, pero en ningún caso de la naturaleza específica del matrimonio. Por eso, cualquier persona con recto criterio descubre en el matrimonio exigencias muy profundas de fidelidad, de una existencia monogámica compartida para toda la vida. El "para siempre" es la promesa que se hacen espontáneamente los novios: ellos pretenden darse en matrimonio de modo definitivo, para siempre, pues el amor demanda eternidad. Por eso la separación de los esposos representa siempre un fracaso. O, como dice Juan Pablo II, "la plaga del divorcio representa una de las grandes derrotas de la humana civilización".

III. NATURALEZA DEL AMOR MATRIMONIAL

El matrimonio es la unión de dos personas, hombre y mujer, en su naturaleza específica. Pues bien, la realidad última que explica el matrimonio es el amor: "en—amor—darse", el enamorarse justifica la entrega total del hombre a la mujer y, viceversa, porque se aman, se entregan.

El amor esponsalicio abarca el cuerpo y el espíritu: es la categoría interpersonal más integradora que cabe darse entre el hombre y la mujer. En este sentido, el matrimonio se describe en la Constitución Gaudium et spes, como communitas vitae et amoris:

"Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor está establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable" (GS, 48).

En los últimos años se ha discutido sobre la esencia del matrimonio, o sea ¿qué es lo que realmente constituye el matrimonio como tal? Las sentencias se repartieron en dos grandes grupos, según lo esencializasen en el amor o en el consentimiento. Así, unos situaban la esencia del matrimonio en el amor. Otros temían que así el matrimonio se reducía a elementos puramente subjetivos, por lo que afirmaban que lo que constituía realmente el vínculo matrimonial es el consentimiento. Pues bien, el Concilio "eligió una vía media entre aquellos que decían que el elemento principal del matrimonio era el amor y aquellos que acusaban a esta teoría de reducir el matrimonio a componentes puramente subjetivos".

1. La especificidad del "amor". Etimología y sentido

El amor matrimonial es un amor específico, que le diferencia de otros amores, cuales son, por ejemplo, el amor de amistad, el amor fraterno o el paterno filial, etc. Por ello, es preciso fijar los diversos sentidos que alcanza el término "amor" o el verbo "amar". La etimología del verbo "amar" orienta a fijar su verdadero sentido.

a) Terminología griega

La lengua griega disponía de tres verbos para expresarle:

— "éreîn" significa amar con deseo de poseer o disfrutan. Se refiere, fundamentalmente, al "amor sensible". De este verbo deriva el adjetivo "erótico". Con "amor erótico" se ama a la naturaleza y a las cosas sensibles. Asimismo, el "eros" se refiere al amor entre el hombre y la mujer en relación al amor sensual y libidinoso que brota de la relación sexual. Es evidente que en este sentido, el "amor erótico" es bueno, y sólo la exageración o el exclusivismo lleva al desarreglo moral. En esta circunstancia se da paso al "erotismo", cuya exclusividad conduce al defecto propio de todos los "ismos". Pero, en sí mismo, el "amor erótico" es un componente del amor matrimonial.

— fíleîn o inclinación a amar designa al "amor afectivo". Con él, originariamente, se ama a las personas y corresponde al mundo de los afectos y de los sentimientos. Con "fíleîn" se ama a los amigos. De este verbo derivan "filantropía" o amor desinteresado a las personas. Es evidente que este "amor afectivo" es un elemento importante en el amor entre el hombre y la mujer, puesto que es un componente integrador del amor entre los esposos.

— ágapân que significa "apreciar", "tener en una grande estima". Se refiere de modo ordinario a un amor que incluye el gozo por amar, lo cual demanda una correspondencia, o sea, sentirse amado: es el amor correspondido. Por este motivo, el "agapân" tiene su cabal cumplimiento en el amor entre los esposos. El sustantivo "ágape" —amor— era casi desconocido en el idioma helénico.

Conforme, pues, a la lengua griega, cabría concluir que el amor esponsalicio es un "amor de gozo correspondido", que incluye el "amor afectivo" y el "amor sensual" o erótico.

b) Terminología latina

La lengua latina, debido quizá a la singularidad efectiva del hombre mediterráneo, es aún más rica en la designación del "amor". La abundancia y profusión del verbo "amar" y sobre todo del sustantivo "amor" se expresa con diversos términos:

— "amare", es un verbo de etimología no conocida. Algunos lo hacen derivar del griego "ómós", que significa "semejanza", (similis), del cual se origina también el adjetivo "simultáneo" (áma, simul), con lo que se querría designar que aquellos que se aman desean estar juntos. Otros encuentran la etimología de "amar" en una forma arcaica del verbo "cupio" o desear ardientemente. El término "amar" hace referencia a ambas significaciones, pues, como afirma Santo Tomás, "el amor es propio del apetito". Este verbo latino "amare" tiene su correspondencia en el mismo infinitivo castellano de "amar". Con el sustantivo "amor" se expresan todos los amores, igual sea a cosas o personas y entre ellas se contiene también el amor esponsalicio. El amor, afirma Santo Tomás, abarca tanto lo sensual como lo anímico—espiritual y también el amor sobrenatural".

— "charitas" es sinónimo de "amor". No obstante, ha sufrido una evolución semántica para designar, por ejemplo, "obras de caridad". Este no era el sentido originario, pues, en San Agustín, tales obras son derivadas de la virtud de la piedad: es la "pietas" la que conduce al hombre a interesarse por los otros ofreciéndoles obras de amor". Pero, originariamente, la "charitas" significaba el "amor" que se tiene en especial a las personas, pues se trata de un amor que toca más directamente las zonas del espíritu. Tomás de Aquino afirma que la charitas añade al amor el dato de ser algo especialmente amado. De aquí el sentido latino del adjetivo "cartas" o del español "querido",

— "diligere" añade al "amare" una especial referencia a la voluntad, en el sentido de que quien ama "elige" al que ama. De aquí que el sustantivo "dilectio" suponga una elección previa, o sea, una "predilección", porque se ha elegido o lo elegirá en caso de que sea posible hacerlo. "Dilectio" (amor) y "electio" (elección) tienen la misma raíz semántica. Pues bien, el matrimonio se sitúa en el "amor elegido"; quien ama a una mujer la elige como esposa y la mujer que ama a un hombre debe poder elegirlo como marido.

Santo Tomás precisa así la diferencia entre estos cuatro términos: amor, dilección, caridad y amistad: "Hay cuatro nombres en algún modo significativos de una misma realidad: amor, dilección, caridad y amistad. Sin embargo difieren en que "amistad" es a modo de hábito; el "amor" y la "dilección", a manera de acto o de pasión, y la "caridad" puede entenderse de los dos modos". Seguidamente, el Aquinate establece la diferencia entre los "tres actos": El "amor es el más común de ellos, ya que toda dilección o caridad es amor, pero no al contrario". La "dilección añade sobre el amor una elección precedente, como su mismo nombre indica". Finalmente, la "caridad" añade sobre el amor una cierta perfección de éste, por cuanto el objeto amado se estima en mucho, como da a entender el nombre mismo".

A estos cuatro vocablos cabría añadir otros dos: "afectio", que enlaza con la significación del verbo griego "fileo", puesto que alude a la vida afectivo–sentimental. Es el "afecto" que se presenta como un componente del amor o el sentimiento con que se ama. Y el término latino "studium", de rica significación, pues expresa un aspecto dinámico del amor: es el esfuerzo de ponerse al servicio del que se ama, o sea, estar a su disposición. Es, pues, parte integrante del amor excederse en favor del que se ama. El amor es sacrificado.

Pero esta rica significación semántica, en buena parte, se ha perdido, hasta el punto que con el término "amor" se pueden significar las relaciones más sórdidas entre el hombre y la mujer. Parece una ley constante que las grandes palabras se desvirtúan cuando se usan con profusión. Como escribió Lewis, "Ponle un nombre a una buena cualidad y pronto ese vocablo designará un defecto". Y Pieper comenta esta expresión:

"Así se explica la aversión que parecen sentir algunos a tomar en sus labios la desprestigiado palabra "amor"... Las palabras básicas y fundamentales no consienten que se las sustituya, al menos no toleran se haga arbitrariamente, ni se prestan a que su contenido sea expresado por otras, por racionalmente fundada que esté esa decisión de suplantarlas. En cambio, parece que no se excluye que el abuso de las mismas llegue tan lejos, que una palabra de ésas, vilipendiada vergonzosamente, desaparezca de la circulación idiomática".

Si tratásemos ahora de fijar el sentido genuino del amor matrimonial, encontramos que se trata de un "amor sensible" (erótico), que integra y repercute seriamente en la vida afectivo—sentimental del hombre y de la mujer. Ambos se "Enamoran", "se dan—en—el—amor". Esa donación va precedida de la elección de la persona amada. Por consiguiente, el amor matrimonial más que "amor" es "dilectio"; es decir, es "un amor elegido". Finalmente, si se trata de un verdadero amor, debe ir siempre acompañado de "studium", o sea, del esfuerzo continuado por ponerse a disposición y servicio uno de otro. Marido y mujer han de tener el empeño por quererse con ese amor de oblación que facilita el pacto de la mutua entrega de por vida.

Pero el matrimonio—sacramento engrandece la riqueza natural del amor. Por eso es preciso el recurso a la Biblia para descubrir en la Revelación la novedad del amor cristiano.

2. Significación bíblica del amor

Es lógico que la revelación divina asuma los conceptos fundamentales del lenguaje humano. Pero la realidad del "amor" adquiere en la Biblia un sentido más rico. A este respecto, es preciso señalar que aun los mismos términos del idioma griego encierran una significación nueva.

Así, por ejemplo, en el A. T. se encuentran diversos términos para expresar la realidad humana del amor. Pero sobresale el concepto del amor de Dios a los hombres. Este se expresa, normalmente, con el verbo 'ahab ('ahabáh = amor).

Ahora bien, este término abarca el sentido de los tres verbos griegos que hemos señalado: "éreîn", "fileîn" y "ágapân", pues los tres se mencionan en la versión de los Setenta. Sin embargo, estamos ante una novedad, pues de ordinario los Setenta traducen "'ahab" por "ágapân". En efecto, según las estadísticas, sólo diez veces se traduce por "fileîn", o sea, con el significado de amor afectivo y tan sólo en dos ocasiones se traduce por "érazai", o sea, el amor sensible o erótico.

En el N. T. se encuentran igualmente esos tres verbos del griego clásico, pero se destaca más aún la repetición del término "ágápe". Así, por ejemplo, el verbo "éreîn", con sentido de amor pasional y deseo de poseer, sólo aparece 96 veces. Aún con menos frecuencia, tan sólo en 25 ocasiones, se encuentra el verbo "fileîn". Sorprende que el sustantivo "filía" se mencione solamente una vez en el N. T. para contraponer la "amistad al mundo" y la "enemistad con Dios" (Sant 4,4).

Por el contrario, el término "ágápe" para designar el amor es de uso frecuentísimo. En total, cabe citar 319 textos, que se reparten del siguiente modo: el verbo "ágapân", 141 veces, el adjetivo "ágapetós", 61 y el sustantivo "ágápe", que era casi desconocido en el griego clásico, se encuentra 117 veces.

Cabría afirmar que las expresiones máximas del "amor" en el N. T. se mencionan con este verbo y sus derivados. Con ellos se significa el amor de Dios a los hombres y de éstos a Dios y entre sí.

"Las relaciones vitales y recíprocas entre Dios y los suyos se expresan en la Biblia en términos de amor y, casi exclusivamente, con el vocablo griego agape, escogido por los Apóstoles por la amplitud de su significación y por su particular aptitud para expresar lo peculiar y específico del amor divino, tanto en sí mismo como en su participación por los creyentes. En efecto, el amor por excelencia, hecho de belleza, nobleza y generosidad, es propio y exclusivo de Dios y de aquellos a quienes El se lo otorga (Rom 5,5; 1 Jn 4,7). Pero éstos sólo lo entendieron a través de la enseñanza y de la vida misma de su Salvador, en el que contemplaron "la caridad de Dios en medio de nosotros" (1 Jn 4,9—16). De este modo, la agape, coextensiva al misterio de Cristo, objeto de la fe y alma de la moral nueva, es también la única virtud que expía el pecado y realiza la salvación".

Pues bien, en términos de "ágápe" ha de entenderse al amor entre los esposos cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, pues "es un amor incausado, gratuito, de donación, como el que Dios tiene a los hombres, como el que Cristo ha manifestado: Es el amor del matrimonio Cristo—Iglesia: entero hasta la muerte". A este respecto, es preciso constatar que el texto de Ef 5,25—33 repite por seis veces el verbo "ágapân". Las tres ocasiones en las que se impera que el marido debe amar a su mujer, se expresa con el amor de agápe, que, curiosamente, se identifica con el amor de Cristo a la Iglesia:

"Maridos amad (ágapáte) a vuestras mujeres como Cristo amó (égapesen) a su Iglesia... Así los maridos deben amar (ágapân) a sus mujeres. Quien ama (ágapôn) a su mujer, se ama a si mismo (ágapâ)... Que cada uno ame (ágapáto) a su mujer" (Ef 5,25—33).

A esta altura —cuyo paradigma es el amor de Cristo a la Iglesia— eleva . el sacramento del matrimonio al amor entre el hombre y la mujer. El amor sobrenatural aúna el amor sensible y afectivo. Por él, los esposos cristianos, unidos a Cristo, con su ayuda y unidos a Él, van camino de la santidad.

3. Características del amor esponsal

En este apartado tan sólo se enuncian, a modo de resumen, las características fundamentales del amor entre los esposos. Ello conlleva un estilo de vida específico, propio del matrimonio cristiano y demanda que se mencionen algunas observaciones acerca de la espiritualidad matrimonial. Estas son las más importantes:

a) Es un amor personal

En efecto, el amor matrimonial aúna dos personas: es unión de persona a persona, no se ama lo que se posee, ni siquiera cuentan las cualidades respectivas. Los esposos se aman a pesar de sus limitaciones e incluso de sus propios defectos. De aquí la norma jurídica que determina cuándo y cómo el ,Terror in persona" hace inválido el matrimonio: "El error acerca de la cualidad de la persona, aunque sea causa del contrato, no dirime el matrimonio, a no ser que se pretenda esta cualidad directa y principalmente" (c. 1097).

Decía Pascal: "Nunca se ama a una persona, sino sólo cualidades". Y Jacques Maritain comenta:

"Estas palabras son falsas, y en su autor son reliquias de un racionalismo del que se proclama inmune. El amor no se dirige a cualidades, no son cualidades lo que se ama; lo que yo amo es una realidad, la más profunda, sustancial y escondida, la más existente, del ser amado: un centro metafísico más profundo que todas la cualidades y esencias que me es posible descubrir en el ser amado. De ahí tantas y tan variadas expresiones como brotan sin cesar de labios de los amantes. A ese centro es adonde va el amor, sin prescindir, sin duda, de las "cualidades", pero formando un todo con ellas".

b) Es un amor esponsalicio

Se aman para ser y vivir como esposos. No se ama in recto la virilidad ni la feminidad, es decir, no se ama de modo exclusivo el sexo. Lo contrario puede conducir a que se entreguen como mero objeto de placer. Pero el amor esponsalicio tiene como característica esencial que la mujer ama al marido en cuanto que es varón y éste ama a su esposa por ser mujer. De aquí que no sea válido el matrimonio antes de la edad núbil: si el varón no tiene 16 años y la mujer 14, ambos cumplidos (c. 1083). Asimismo, de esta cualidad del amor deriva el impedimento de impotencia que hace nulo el matrimonio:

"La impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyugal, tanto por parte del hombre como de la mujer, ya absoluta ya relativa, hace nulo el matrimonio por su misma naturaleza" (c. 1084).

c) Es un amor elegido

No se trata de una pura emoción espontánea —¡el flechazo!—, ni de mutua simpatía, sino de una "elección reflexiva": no es simple "amor" (amor), sino que se trata de un "querer" (dilectio), por eso se "elige" (electio) a la persona que se quiere como esposa o como marido. De aquí que no se dé matrimonio si no existe consentimiento o "si uno de los contrayentes, o ambos, excluye con un acto positivo de la voluntad el matrimonio mismo, o un elemento esencial del matrimonio o una propiedad esencial" (c. 1101). Asimismo es nulo el matrimonio "contraído por violencia o miedo proveniente de una causa externa, incluso el no inferido de propio intento" (c. 1103). El 11 amor elegido" no supone necesariamente la existencia del "amor sensible". Tal puede ser el caso de un viudo/a que elige al nuevo cónyuge por razones de conveniencia, con tal de que no se rehuya la conyugalidad.

d) Ese amor debe ser fiel

La "elección" y la mutua "aceptación" exigen el compromiso de "fidelidad". De aquí que, aun en el caso de que desaparezca el amor, ambos deben ser fieles a la palabra dada. El "amor elegido" acepta los deberes que brotan y que van anexos a la elección. Es claro que el amor entra como elemento de la elección. Los futuros esposos se dicen expresa o implícitamente: "porque te quiero, serás mi esposo/a". Pero, aceptada la entrega, surge el compromiso, que se expresaría así: "porque eres mi esposo/a, te quiero". Esta exigencia de fidelidad no es un añadido extraño. También los padres pueden decir: "esto te lo admito —te quiero— porque eres mi hijo/a", si no fuesen sus padres, seguro que no accederían a los errores del hijo/a, hasta el punto de abandonarlo, tal como sucede de ordinario entre amigos, cuando la amistad no es correspondida. La "fidelidad" de la promesa matrimonial es de índole diversa a la que media entre amigos o simples conocidos.

e) Riqueza del amor esponsal

El amor entre los esposos es un amor instintivo, sensitivo y racional, tal como es la persona humana. En consecuencia, el amor matrimonial abarca el amor sensible o "erótico", lo mismo que el amor afectivo o "filía", pero a ellos se une —los asume, los purifica y los eleva— el amor sobrenatural, que es la participación en el amor de Dios —como Dios ama al hombre y Cristo ama a su Iglesia—. Cabe aún decir más, si el sacramento, en realidad, es el vínculo natural entre bautizados elevado a la categoría de sacramento, quiere decir que, en virtud de la gracia sacramental, el amor humano —sensible y afectivo— queda elevado a amor sobrenatural o "agápe". "El matrimonio cristiano es campo adecuado para el ejercicio de la agápe, ya que simboliza el amor de Cristo a su Iglesia".

Esto tiene para la vida de los esposos consecuencias decisivas, pues ese "nuevo amor" abarca —eleva y vivifica— la vida entera de los cónyuges cristianos, de forma que las diversas manifestaciones del amor humano pueden adquirir carácter sobrenatural. No obstante, a pesar de que la vida entera de los esposos debe estar iluminada por esa nueva realidad, es útil destacar al menos dos aspectos más decisivos.

En primer lugar, el matrimonio cristiano vive el amor humano expresado en las relaciones conyugales como medio normal de santificación. El creyente sabe que la unión sexual no es sólo remedio contra la concupiscencia, sino expresión del verdadero amor conyugal:

"El matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla".

Es así como la "ágápe" eleva el amor sensible —erótico— y afectivo de la mujer y el hombre unidos en matrimonio.

"Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar".

Como enseña Juan Pablo II:

"La unión de sus cuerpos querida por Dios cual expresión de la comunión todavía más profunda de sus espíritus y corazones, realizada con tanto respeto cuanto ternura, renueva el dinamismo y la juventud de su compromiso solemne de su primer "sí".

En segundo lugar, dado que esas "dos clases" de amor —el sensible y el afectivo— humano son frágiles y pueden sufrir deterioro —hasta llegar a desaparecer— en el decurso de las dificultades por las que discurre la vida de los esposos, en caso de que eso suceda, será preciso apelar a ese amor superior que está destinado a vivificarles.

En efecto, puede acaecer que marido y mujer pierdan la inclinación natural sensible de uno al otro —el "eros"— e incluso que desaparezca la afectividad —la "filía"—, con la consiguiente antipatía mutua en la convivencia. En estos casos, el cultivo sobrenatural del amor cristiano —la "agápe"— comunicado por el sacramento del matrimonio debe ser una fuente nueva que, cultivada por los medios sobrenaturales, ayude a los esposos a recuperar de nuevo esos amores —"éros" y "filía"— que constituyeron el comienzo de la entrega, de la atracción mutua y de la primera afectividad.

Es evidente que, si la "agápe" se integró en el amor natural de los esposos sin suprimir el "éros" ni la "filía", sino elevándolos y liberándolos de los impulsos egoístas, ahora, cuando aquellos entran en crisis, la fuerza renovadora del amor sobrenatural tiene recursos para hacerlos aparecer nuevamente. Ese es el momento en el que los esposos deben recurrir a los medios sobrenaturales, oración y recepción de los sacramentos, para alcanzar la eficacia del amor sobrenatural que han recibido en el sacramento del matrimonio. Pues, mientras el corazón del hombre es la fuente del amor humano, sólo la gracia hace renacer el amor sobrenatural.

f) El amor esponsalicio es "uno" e "indisoluble"

De nuevo mencionamos esta doble cualidad para no omitirla en este resumen. La Exhortación Apostólica Familiaris consorcio argumenta del siguiente modo:

"La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente" (FC, 11).

El amor de los esposos es, pues, una donación total y completa de alma y cuerpo, lo cual demanda la unidad e indisolubilidad del matrimonio.

g) El amor esponsal es fecundo

Es consecuencia que deriva de la estructura misma del amor conyugal El amor es creador, y por eso tiende a multiplicarse. Cuando los esposos sitúan fuera del horizonte de su vida la fecundidad, se convierten a sí mismos en objeto de placer. En tal caso, la objetivización de la sexualidad le hace perder su carácter personalizante. Juan Pablo II deriva la fecundidad en el matrimonio de la unidad e indisolubilidad:

"Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres" (FC, 11) "

De este tema se trata con más extensión en el Capítulo VIII.

4. El amor en la vida matrimonial

El amor juega un papel decisivo en el inicio y en el desarrollo de la existencia matrimonial. Pero, en orden de esencialidad, el amor no constituye la esencia del matrimonio. De aquí que, aun en el caso de que desaparezca, el matrimonio persiste. Este está constituido por el vínculo matrimonial, nacido del consentimiento libre de mutua entrega. Es claro que tal alianza fue motivada por el amor con el que se inició el encuentro entre el hombre y la mujer; pero, sellado el contrato, el amor no es la "esencia" del matrimonio, sino la 1 4 causa" del consentimiento. Se trata, pues, de un problema de ontología: el matrimonio es "efecto" de un amor que "motiva" el consentimento de la entrega, de lo cual surge el vínculo matrimonial. Este y no el amor constituye la esencia de la unión entre los esposos.

Por esto, "la íntima comunidad de vida y amor", tal como el Vaticano II reseña el matrimonio (GS, 48), no determina su esencia, sino que más bien es una descripción existencias, por lo que, el amor matrimonial se distingue del amor espontáneo o de la convivencia ad tempus, o del amor núbil, de prometidos o prematrimonial, etc. A todas estas formas de amor entre un hombre y una mujer les falta el compromiso de la entrega que origina el vínculo matrimonial.

Amor—consentimiento—vínculo son tres momentos distintos, que tienen relación entre sí, a veces de evidente causa a efecto. Pero el rigor conduce a que se distinga en todo momento el papel que corresponde a cada uno: el amor es premisa y requisito previo, el consentimiento es condición indispensable para la validez del matrimonio, pero sólo el vínculo que resulta del amor conyugal públicamente consensuado es el resultado final, aquello hacia lo cual iba orientado el amor con el que se inició el noviazgo y que llevó más tarde a los prometidos a unirse en matrimonio.

En esta nueva situación, el vínculo matrimonial, nacido del amor libremente profesado, tiene elementos nuevos que tocan otras fronteras más allá de la vida puramente relacionar de los esposos. En efecto, todo matrimonio —aun el civil— tiene efectos jurídicos que regulan la nueva condición de marido y esposa y, al mismo tiempo, da lugar a efectos sociales, dado que del matrimonio se origina la familia, la cual es un elemento decisivo de la convivencia en sociedad. El hecho de que ningún sistema político sea indiferente a la institución matrimonial, prueba que el matrimonio no es un asunto privado, sino una institución que influye notablemente en la vida social.

Por eso ha de interpretarse correctamente la expresión, tan repetida, de que el matrimonio es una comunidad de amor.

"Esto significa que el amor es el motivo inicial y la perfección en el amor su meta y su finalidad. Comunidad de amor, ante todo, entre las cónyuges; y luego con los hijos y familiares. El amor es también el aglutinante psicológico, la base de la unidad de la familia. Con todo, no es el único constitutivo del vínculo, ya que éste nace del mutuo compromiso. Por ello no puede ser aceptada la opinión, hoy tan extendida entre algunos tratadistas, de que el amor y sólo el amor mutuo constituye el vínculo de unión en el matrimonio. Si así fuera, bastaría que se diese el amor, para que hubiera verdadero matrimonio; y éste dejaría de existir, cuando ese vínculo se destruye. Tampoco aquí habría mayor diferencia con el concubinato, que nace del amor y termina con el mismo. El matrimonio es una institución, que se funda esencialmente en el compromiso mutuo, del cual recibe su firmeza y obligatoriedad... El vínculo psicológico del amor, aun entendido en el supremo grado de amor de amistad, amor espiritual, no puede ser, siendo como es mudable, el fundamento firme de un compromiso, no su esencia. Por lo cual, en nada se degrada el matrimonio, como creen algunos; el amor, así entendido, ocupa un puesto más elevado, si cabe: ser el fin y el coronamiento del mismo compromiso matrimonial y de la institución".

Estas matizaciones en nada disminuye el valor del amor humano y menos aún el amor esponsalicio. Es sabido cómo los poetas, escritores, filósofos y teólogos de todos los tiempos han ensalzado la realidad del amor humano.

Filósofos y teólogos, como Aristóteles, Cicerón, San Agustín y Santo Tomás, etc. se refieren al amor como "virtus unitiva", de forma que la "alteridad" propia del espíritu conduce necesariamente a la autocomunicación en el amor. Tomás de Aquino lo define como "la primera afección del apetito", algo así como la respiración y el gozo del alma:

"La primera inmutación del apetito por el objeto apetecible se llama amor, que no es otra cosa sino la complacencia en lo apetecible; y de esta complacencia se sigue el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo, y, por último, la quietud, que es el gozo".

Es evidente que esta definición, entre los amores humanos, se da de modo pleno en el amor esponsalicio.

La filosofía moderna ha continuado esta larga tradición, hasta tratar de definir al hombre como "animal amans" (M. Scheler, G. Marcel). No es de este lugar extenderse en la exposición de esas filosofías. Recogemos tan sólo algunos pensamientos antológicos:

— "Amor es por excelencia lo que hace ser, lo que hace que alguien sea" (M. Blondel);

— "Amar a una persona es decirle: tú no morirás" (G. Marcel);

— "El yo que quiere, quiere ante todo la existencia del tú" (G. Nédoncelle);

— "Amar a una persona significa dar por "bueno" a ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: "es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo" (J. Pieper);

— "Amar es estar empeñado en que exista, no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde lo amado esté ausente" (J. Ortega y Gasset);

— "El amor se presenta como irrenunciable y en esta medida es felicidad" (J. Marías).

Sin afán de desarrollar una filosofía del amor, cabe deducir de esas sentencias las siguientes conclusiones:

— El amor es plural, cabe amar las cosas (pasión por poseerlas), también se ama un ideal... Pero el amor más elevado —después del amor a Dioses el amor entre personas;

— El amor dice relación a la persona en su totalidad, quiere abarcar el cuerpo y el espíritu;

El amor asume en su radicalidad al otro en lo más profundo de su ser; El mismo amante queda afectado profundamente por la persona que ama; El amor pide ser correspondido. De aquí la decepción cuando no tiene respuesta;

El amor pide eternidad: "Tú no morirás" (M. Scheler).

Todas estas expresiones apuntan a que el amor concede una nueva "existencia" tanto a quien ama como a aquel que es amado. Por eso, en el amor, amante y amado entran en un mundo nuevo, el amante no se cierra sobre sí mismo, sino que ambos se abren el uno al otro, de aquí que quiera unirse en el amor. El fundador de la logoterapia escribe:

"Nos sale aquí al paso un fenómeno humano que yo considero fundamental de la existencia humana. Quiero describir con esta expresión el hecho de que en todo momento el ser humano apunta, por encima de sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia otro ser humano, a cuyo encuentro vamos en el amor. En el servicio a una causa o en el amor a una persona, se realiza el hombre a sí mismo. Cuanto más sale al encuentro de su tarea, cuanto más se entrega a su compañero, tanto más es él mismo hombre, y tanto más es sí mismo. Así pues, propiamente hablando, sólo puede realizarse a sí mismo en la medida en que se olvida a sí mismo, en que pasa por alto a sí mismo".

5. El amor esponsalicio, participación del amor de Dios

Pero, si el amor humano alcanza tales alturas, éstas son aún más elevadas cuando se contempla el amor de Dios, del cual le es dado al hombre participar. Pues bien, en el matrimonio cristiano se da una participación cualificada del amor divino.

Con el fin de destacar este hecho, conviene distinguir como cuatro "lugares", que son a modo de "fuentes" de las que brota el amor divino:

a) Dioses amor

El amor deriva del ser mismo de Dios, que se define en la Biblia con dos nombres, Ser y Amor. Como enseña la Profesión de Fe de Pablo VI, de Dios cabe hacer dos definiciones:

"El es el que es, como él mismo reveló a Moisés; él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan: de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros".

Si el ser mismo de Dios es amor (1 Jn 4,8), se explica que las operaciones divinas ad intra sean fruto de la fuerza dinámica del amor, que constituye su propio ser. Aún más, ese amor Trinitario será comunicado por la acción de Dios "ad extra".

b) La creación como manifestación del amor de Dios

La teología enseña que la creación es fruto del amor de Dios: el amor eterno de Dios se temporaliza en la creación, de forma que, si el fin de la creación es la gloria de Dios, dado que Él no necesita la gloria del hombre, se sigue que Dios crea para manifestar su amor y su bondad con los hombres. De los cánones del Vaticano I, se deduce que estas dos proposiciones: "el fin de la creación es la gloria de Dios" y "el fin de la creación es la comunicación de la bondad de Dios" son equivalentes. Tal unión de fines se formula así en el Vaticano II:

"El designio divino del "amor fontal" o de la caridad de Dios Padre creándonos libremente difundió liberalmente la bondad divina y no cesa de difundirla procurando a un tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Ad G,2).

c) La gracia, participación en el amor de Dios

También esta tesis es patrimonio común de la teología: la vida sobrenatural es participación en el amor de Dios que se comunica liberalmente al hombre. De aquí su nombre de "gracia", por cuanto es una donación gratuita y dadivosa del amor de Dios al hombre:

"Gracia: favor—amor. En el griego clásico, járis designa casi siempre una disposición subjetiva: la graciosa buena voluntad, la benevolencia que se despliega en generosidad, el amor que impera la acción... En las inscripciones y papiros de la época helenística, la gracia es todavía sinónimo de afecto y de amistad".

Pues bien, no sólo la sinonimia de gracia—amor, sino el contenido real de la gracia es la participación en la vida divina, que es amor que se comunica sobrenaturalmente al hombre. Tal participación en el ser de Dios se inicia en el Bautismo y se amplía por los demás sacramentos. Consecuentemente, el matrimonio— confiere a los casados una gracia especial en orden a vivir como esposa y marido.

d) El matrimonio, amor sobrenatural entre los esposos

Como se ha dicho, el sacramento del matrimonio santifica el amor humano y lo eleva, hasta el punto que simboliza el amor de Cristo a la Iglesia. En efecto, la lexicografía de Ef 5,25—33 refleja no sólo un verdadero paralelismo Cristo—Iglesia, marido—mujer, sino una identidad en el uso del verbo amar (ágapân), referido a Cristo y al esposo: "maridos, amad (ágapâte) a vuestras mujeres, como Cristo amó (égápesen) a su Iglesia" (Ef 5,25).

"La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel, encuentra una significativa expresión en la alianza esponsal que se establece entre hombre y mujer... El matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz" (FC, 12—13).

IV ALGUNAS CONSECUENCIAS QUE DERIVAN DE LA SACRAMENTALIDAD

La Iglesia ha defendido siempre el matrimonio como una institución natural, pero, al mismo tiempo profesa que es sacramento". Pero la consideración "natural" del matrimonio ha influido en exceso en la reflexión teológica. Más aún, se ha dejado sentir en la normativa moral. Por eso, es preciso que, sin olvidar la consideración "naturalista" del matrimonio, la teología parta de su realidad sacramental, dado que es el mismo institutum naturae el que se convierte en sacramento para el bautizado. Por ello, como se dice más arriba, el sacramento no añade "elementos cuantitativos" nuevos al matrimonio creacional, sino que incorpora "elementos cualitativos". En este apartado se intenta subrayar algunos de estos elementos que destacan por su importancia. El primero se refiere a las dos propiedades esenciales del matrimonio: la unidad y la indisolubilidad. Los otros se relacionan directamente con la sacramentalidad del matrimonio de los bautizados.

1. La incorporación a Cristo fortalece la "unidad"

Lo "cualitativo" que añade el sacramento refuerza la unidad del matrimonio.

"Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio ("res et sacramentum") no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza... El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no ser más que un solo corazón y una sola alma" (FC, 13).

En concreto, la exigencia de "unidad" viene demandada por dos efectos que produce el sacramento:

a) El encuentro con Cristo

Como todo sacramento, el matrimonio supone un nuevo "encuentro con Cristo". Jesús se asienta en la unidad del amor de los esposos, de forma que la "una caro" o el "dos en uno" se resellan por esa presencia de Jesucristo. "Casarse en el Señor" significó siempre que Cristo se hacia presente en la nueva existencia que inauguran el hombre y la mujer. De ahí que los esposos han de contar con que su vida debe desarrollarse siempre ante la vista del Señor. Y, al modo como la Encarnación del Verbo supuso una presencia cualificada de Dios en el mundo, de manera semejante, "el vínculo conyugal representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza" (FC, 13). Es decir, la alianza del hombre y de la mujer entregados en matrimonio es símbolo de la Alianza de Dios con el mundo y de la Alianza de Cristo con su Iglesia. Y Dios ha sido y es siempre fiel (Rom 9— 10).

b) El sacramento incorpora a los casados al misterio de Cristo

Los sacramentos no son meros ritos sacros, sino que configuran al que los recibe en el orden del ser—cristiano. Por este motivo, la integridad de la vida conyugal queda elevada a un nuevo nivel, en el que el amor de los esposos participa del amor sobrenatural de Cristo.

"El matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz" (FC, 13).

Y, si los sacramentos son signos eficaces que simbolizan la unión de Cristo y de la Iglesia, Juan Pablo II desarrolla una idea nueva: por el sacramento, la pareja matrimonial cristiana adquiere ante la Iglesia y ante el mundo nuevos compromisos: los esposos son memorial, actualización y profecía:

— Memorial, por cuanto el sacramento "les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como dar testimonio de ellas ante sus hijos".

— Actualización, es decir, deben vivir lo que han recibido; o sea, tienen "el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime".

— Profecía, o sea, están obligados a dar testimonio de esa vida nueva y "de la esperanza del mundo futuro" (FC, 1 3).

Todos estos "efectos" que lleva a cabo el sacramento refuerzan la unidad: esposa y marido se unen tan estrechamente que recuerdan la unidad de Cristo y su Iglesia. Por esta razón la poligamia se presenta como radicalmente incompatible con el matrimonio cristiano".

2. El sacramento ratifica la indisolubilidad

Tal como enseña la doctrina católica —y la Ética que reconoce la ley natural— la indisolubilidad viene exigida por la misma naturaleza del matrimonio. No obstante, como hemos visto, la condición indisoluble del matrimonio se considera como una "conclusión remota" de los primeros principios de la ley natural, lo que hace posible que no sea reconocida por todos. Pero esa misma condición permite que, siendo indisoluble intrínsecamente, la autoridad del Papa pueda disolver algunos matrimonios en circunstancias muy determinadas.

Pues bien, el Magisterio enseña que el matrimonio sacramento —consumado— es indisoluble ante cualquier autoridad". Ese refuerzo de la indisolubilidad le viene por el sacramento, el cual, mediante la gracia recibida, simboliza la "unión de Cristo con la Iglesia". Tomás de Aquino argumenta que, si bien la indisolubilidad le viene al matrimonio en virtud de la prole, la razón última de la indisolubilidad del matrimonio cristiano es el sacramento:

"La indisolubilidad le compete al matrimonio en cuanto simboliza la unión de Cristo con la Iglesia y en cuanto que es un acto natural ordenado al bien de la prole, según queda dicho. Pero, como sea cierto que la disolución del matrimonio contradice más directamente a la significación del sacramento que al bien de la prole, al cual se opone de una manera consiguiente, como dejamos dicho, la indisolubilidad del matrimonio se comprende mejor fijándonos en el bien del sacramento con preferencia al bien de la prole, aun cuando en ambos se puede sobrentender. Y en cuanto pertenece al bien de la prole, será de bien natural; no así en cuanto se refiere al bien del sacramento".

La ley natural demanda, pues, de modo relativo la indisolubilidad. Sólo la "ley de Cristo", escrita en el bautizado mediante la acción del Espíritu, es capaz de exigir al matrimonio cristiano la estabilidad absoluta, de por vida, del compromiso sellado en Cristo:

"Solamente la ley de Cristo condujo a la "perfección" al género humano, restituyéndolo al estado de nueva naturaleza. Por eso, ni la ley de Moisés ni las leyes humanas fueron capaces de suprimir todos los abusos que se habían introducido contra la ley natural. Eso estaba reservado exclusivamente a la "ley del espíritu y de vida".

Esta doctrina queda recogida en el C. J. C.: "Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento" (c. 1056). Y, al señalar los efectos del matrimonio, el Código dictamina:

"Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado" (c. 1134).

La razón de que el sacramento haga imposible toda ruptura del vínculo no es sólo la promesa de los esposos hecha a Cristo in facie Ecclesiae, sino que brota de una raíz más profunda: el paradigma de la relación entre los esposos cristianos es la "unión Cristo—Iglesia", la cual no es sólo un "símbolo" o un mero tipo, sino que participa realmente de tal unidad. Y, al modo como la Iglesia no puede separarse de la persona de Cristo, de modo semejante marido y mujer tampoco pueden romper la unión que les ha conferido el sacramento del matrimonio.

3. El matrimonio entre bautizados es siempre sacramento

Esta es la doctrina enseñada por el Magisterio actual. Además ha sido una constante en la historia de la teología católica, si bien parece que ha habido alguna excepción". Pero la doctrina se mantuvo en "posesión tranquila" hasta nuestro tiempo:

"La tesis de la inseparabilidad es la doctrina constante de la Iglesia, implícitamente contenida en la Tradición eclesiástica desde los primeros siglos, en las formulaciones del Magisterio solemne y ordinario (dogmáticas algunas de ellas) y en la doctrina de los autores común y abrumadoramente mayoritaria".

El Sílabo de Pío IX, que pretendió recoger los errores de la época, condena las siguientes proposiciones:

"Entre cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos es siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el sacramento".

Ante las pretensiones regalistas de los siglos XVIII—XIX, el Papa León XIII condena las doctrinas que intentan separar el contrato nupcial y el sacramento:

"Dicha distinción o, mejor dicho, partición no puede probarse, siendo cosa demostrada que en el matrimonio cristiano el contrato es inseparable del sacramento... Así, pues, queda claro que todo matrimonio legítimo entre cristianos es en sí y por sí sacramento y que nada es más contrario a la verdad que considerar el sacramento como un cierto ornato sobreañadido o como una propiedad extrínseca, que quepa distinguir o separar del contrato, al arbitrio de los hombres"

Años más tarde, a comienzo del siglo XX, la Rota Romana, apoyada en la doctrina tradicional de la Iglesia, declara que esta verdad como "próxima fidei".

La doctrina se repite con fuerte acento en la Encíclica Casti connubii, que incluso señala la razón de que matrimonio y sacramento sean inseparables:

"Puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados que no sea por el mero hecho sacramento" (CC, 39).

Es decir, es Cristo mismo quien aúna para los cristianos el matrimonio y el sacramento, de forma que si hay contrato válido se da el sacramento y, si no se da sacramento, tampoco se da contrato. Por consiguiente, a los cristianos unidos en matrimonio civil la Iglesia los considera como no casados.

No obstante, en los últimos años, algunos teólogos y canonistas pretenden revisar la doctrina tradicional. Así lo expresaba el Cardenal Felici, Presidente de la reforma del Código de Derecho Canónico:

"Algunos modernos canonistas, con base más en disquisiciones que podrían parecer teológicas, que con base en deducciones jurídicas, insisten sobre todo, por lo que respecta al matrimonio canónico, en su aspecto sacramental y, movidos incluso por razones pastorales, llevan sus propios razonamientos hasta predicar una separabilidad, para los bautizados, entre matrimonio–contrato y matrimonio–sacrarnento".

El card. Felici citaba la excepciones de autores más antiguos (Launoy, Nuyts, Vigil), pero él argumenta con la doctrina de los Papas Pío IX y León XIII.

Tal constancia en la doctrina magisterial se mantiene en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio " y se recoge en el Código de Derecho Canónico:

"1. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados.

2. Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento" (c. 1055).

Se ha de valorar que la letra del canon va precedida de una exposición doctrinal y que la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento en los bautizados se deduzca como una consecuencia —"por tanto" quare—, que deriva de la naturaleza misma del matrimonio cristiano.

Dado que no es posible detenerse en la discusión actual, puede servir de guía la exposición de la Comisión Teológica Internacional. La proposición 3.3 se formula así: Todo matrimonio de bautizados debe ser sacramental. Y ésta es la prueba que aduce:

"La consecuencia de las proposiciones precedentes es que, para los bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal diferente de aquel que es querido por Cristo. En este sacramento la mujer y el hombre cristianos, al darse y aceptarse como esposos por medio de un consentimiento personal y libre, son radicalmente liberados de la "dureza de corazón" de que habló Jesús (cf. Mt 19,8). Llega a ser para ellos realmente posible vivir en una caridad definitiva porque por medio del sacramento, son verdadera y realmente asumidos en el misterio de la unión esponsalicia de Cristo y de la Iglesia. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de "nueva creatura en Cristo", si no están unidos por el sacramento del matrimonio".

La razón última que justifica la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento en los cristianos es, pues, su misma condición de bautizados. En virtud del bautismo, son miembros de la Iglesia y ésta no puede disponer lo que es rechazado por la misma naturaleza de las cosas: ningún creyente en Cristo puede asumir una forma de matrimonio que se oponga al modo concreto que Cristo determinó para que un hombre y una mujer se unan en matrimonio. Por consiguiente, es legítimo que la Iglesia no considere como casados a dos fieles en el caso de que rechacen el sacramento.

Pero esta razón parece congruente en el caso de que los esposos mantengan la fe, pues se trata de creyentes (son sus súbditos) que intentan contraer matrimonio fuera de los planes señalados por Cristo. Pero la dificultad se presenta cuando dos bautizados afirman no tener fe y, sin embargo pretenden contraer matrimonio canónico.

4. La fe, exigencia para contraer matrimonio canónico

Esta cuestión constituye en arduo problema teológico y pastoral. Una respuesta adecuada es aún más urgente por cuanto el caso se repite en las viejas naciones cristianas, en donde no pocos bautizados, que afirman que no tienen fe, mantienen el propósito de recibir el matrimonio según la norma canónica in facie Ecclesiae.

La cuestión cabría plantearla del siguiente modo: Si los sacramentos exigen la fe, ¿cómo es posible que los bautizados no creyentes —no, simplemente, los no practicantes— pretendan recibir el sacramento del matrimonio? ¿Puede la Iglesia administrar un sacramento a los que no tienen fe en él? Si un bautizado no creyente se casa por la Iglesia, ¿no se corre el riesgo de que se desvirtúe la naturaleza del matrimonio, dado que se recibe el sacramento como medio para "legalizar" una situación social? La importancia de los sacramentos en el ser y en la existencia de la Iglesia ¿permite que se les exponga a ser profanados?

Este problema adquirió tal urgencia, que fue una de las cuestiones debatidas en el Sínodo de los Obispos de 1980. El Secretario del Sínodo lo adelantaba así en un Congreso Internacional de Teología sobre el matrimonio y la familia celebrado seis meses antes en Pamplona:

"El fenómeno de la descristianización y de la insuficiente evangelización ha multiplicado el número de los bautizados que crecen al margen de la fe o la han perdido, pero que a la hora de casarse solicitan el matrimonio religioso. Este hecho hace necesario profundizar en el estudio teológico y jurídico sobre la relación entre sacramento y fe, sobre la inseparabilidad del contrato matrimonial y el sacramento, así como sobre la forma canónica, para garantizar a la pastoral su sólido fundamento doctrina¡. Es obviamente un campo que requiere un tratamiento pastoral diferenciado".

Juan Pablo II dio la respuesta oportuna en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio. Estos son los puntos doctrinales que iluminan este problema teológico, que, a su vez, empeña la vida pastoral:

a) Los sacramentos suponen la fe en quien los recibe

Pero cada uno de ellos demanda un diverso grado. En efecto, no es lo mismo, por ejemplo, la recepción de la penitencia que supone el arrepentimiento y la creencia en el perdón de los pecados por parte de Dios, que el matrimonio, que, por el mismo hecho de pedirlo y aceptar las condiciones señaladas por Jesucristo, supone cierto grado de fe, puesto que se somete a sus exigencias.

Esa peculiaridad del sacramento del matrimonio viene dada por el hecho de que se trate de una institución natural, elevada por Cristo a la naturaleza de sacramento. Existe, pues, una íntima relación entre el matrimonio—creacional y el matrimonio—sacramento. De aquí que "esos novios, por razón del bautismo, están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y que dada su recta intención han aceptado el proyecto de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente —al menos de manera implícita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio".

b) Los motivos sociales que les impulsan a pedir el matrimonio en la Iglesia tampoco son óbice para que se les niegue la recepción del sacramento

El Papa contempla esta circunstancia que no es imaginaria. Pero la razón de que, a pesar de no tener una fe explícita, demanden el sacramento es preciso situarla en su circunstancia: ello muestra que los esposos no consideran su matrimonio como asunto puramente privado, sino que conlleva un efecto social. Al mismo tiempo, al recibirlo, "implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia".

c) Juzgar la gradualidad de la fe sería motivo de grandes inquietudes

En efecto, hacer depender el matrimonio, al que todo bautizado tiene derecho, sólo del grado de fe encierra grandes dificultades, tales como el riesgo de juzgar de las condiciones internas del sujeto o hacer dudar a otros de la legitimidad de matrimonios ya celebrados por esposos que estaban en iguales condiciones o de poner en duda la legitimidad de los matrimonios de las confesiones cristianas que no tienen la integridad de la fe que posee la Iglesia Católica, etc.

d) En el caso de que los novios rechacen de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza, se les debe negar el matrimonio

La Iglesia, a pesar de exigir ese mínimo de condiciones que demanda la sacramentalidad para evitar que sus fieles vivan en concubinato, no puede permitir que se acerquen al sacramento aquellos bautizados que no aceptan "lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio". En este caso, el Papa advierte que se les haga "comprender a los interesados que en tales circunstancias no es la Iglesia, sino ellos mismos, quienes impiden la celebración que a pesar de todo piden".

e) Los incrédulos públicos

Caso distinto es si se trata de fieles que manifiestan públicamente su increencia. Esta circunstancia se regula en el Código de Derecho Canónico: se exige la autorización del obispo para asistir al matrimonio de "quien notoriamente hubiera abandonado la fe católica" (c. 1071 § 1,7).

Es evidente que no será siempre fácil determinar cuándo se da esa "notoriedad" en el abandono de la fe. Parece que debe mediar alguna manifestación pública que dé lugar a tal notoriedad. Tal puede darse cuando se sabe de la pertenencia a alguna asociación hostil —de militancia activa— contra la Iglesia o de manifestaciones públicas o de un "acto formal", mediante el cual haya hecho profesión de increencia (cfr. cc. 1086, 1117).

El Código esclarece las condiciones para que el Ordinario conceda dicha autorización: "El Ordinario del lugar no debe conceder licencia para asistir al matrimonio de quien haya abandonado notoriamente la fe católica, si no es observando con las debidas adaptaciones lo establecido en el c. 1125" (c. 1071 § 2).

Esas condiciones son las mismas que se exigen en los matrimonios mixtos, o sea:

— que la parte católica prometa tomar las medidas necesarias para evitar el riesgo que corre su fe;

— que el otro cónyuge conozca las promesas que ha hecho la parte católica;

— que ambas partes no excluyan las propiedades esenciales del matrimonio.

Esta situación demanda que, además de la aplicación de la norma, se pongan los medios necesarios para la preparación religiosa de los novios con el fin de que sean instruidos acerca de las exigencias del matrimonio cristiano. Esta es la recomendación de Juan Pablo II:

"Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una evangelización y catequesis pre—matrimonial y post—matrimonial puestas en práctica por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y toda mujer que se casan, celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida sino también fructuosamente" (FC, 68).

CONCLUSIÓN

Es evidente que un sector de la cultura actual propone un modelo de matrimonio que contrasta con las ideas expuestas en este Capítulo. Ante tal situación, no siempre es fácil argumentar en favor de la doctrina acerca del matrimonio tal como profesa la Iglesia Católica. Por ello, si se pretende establecer un diálogo entre ambas concepciones, es necesario partir de una base común. Y, en caso de que no se alcance un consenso en algunos puntos centrales, el diálogo resultará infructuoso. Ese pequeño arco de ideas comunes afecta a tres planos:

Plano metafísico. La aceptación de un mínimo sentido metafísico; es decir, aceptar que se dan realidades objetivas, válidas en sí, más allá de los simples datos empíricos, y que tal realismo abarca también a algunas dimensiones y valores reales de la persona. No basta quedarse en los fenómenos y en las singulares circunstancias que ofrece la vida de los esposos, sino que es preciso ir más allá: se impone descubrir el en sí del hombre y de la institución familiar.

Plano gnoseológico. En el ámbito del conocer se requiere que se admita la capacidad del entendimiento para conocer la realidad y que la verdad objetiva demanda un mínimo de realismo gnoseológico. Si tienen el mismo valor las "opiniones" que la "verdad", en tal caso el subjetivismo individualista campeará caprichosamente sin pararse en lo que el matrimonio es en sí mismo, por lo que la institución matrimonial se sustituirá por lo que a cada uno y en cada momento más le convenga.

Plano ético. El reconocimiento del hombre como sujeto ético. La persona humana no se reduce a sentimientos ni a puro instinto sexual, sino que reúne en sí dimensiones espirituales. La concepción del matrimonio demanda, pues, que se conozca el ser mismo del hombre. En una palabra, la antropología y la ética condicionan seriamente la concepción que se tenga del matrimonio: qué clase de matrimonio se defiende depende de qué clase de hombre se es y qué tipo de conducta inspira las costumbres.

En resumen, es difícil admitir el matrimonio monogámico, para siempre y abierto a la vida, si no se posee una verdadera antropología, si la teoría del conocimiento no se asienta en un sano realismo y si se renuncia a un saber que trascienda el dato inmediato, el cual requiere la interpretación del saber metafísico. Estas tres premisas están incluidas en el concepto de ley natural, rectamente interpretada, como algo a lo que hace referencia el ser—hombre, más allá de subjetivismos o de circunstancialismos que nieguen el sujeto moral.

Ese personalismo demanda además esta otra verdad: que se admita que el hombre es capaz de comprometerse de modo definitivo en las grandes decisiones de su vida, entre las cuales se encuentra sin duda el matrimonio. El hombre puede decir un "sí" irrevocable, cuyo cumplimiento reclama de continuo la fidelidad a la palabra dada.

Por el contrario, el matrimonio entendido como convivencia en pareja no tiene las más mínimas condiciones de responder al ser propio del hombre, Así, por ejemplo, lo "natural" y "normal" es el matrimonio monogámico, de uno con una. De aquí que la poligamia, la poliandria, la promiscuidad sexual, la pareja de homosexuales, etc. no son algo "natural", sino "antinatural", no responden al ser del hombre y de la mujer "normal", sino que deben calificarse como "anormal". De modo semejante, cabría argüir contra el divorcio, el "matrimonio a prueba" o ad tempus o la unión conyugal reducida al ejercicio voluptuoso de una pareja cerrada sobre sí misma y que se niega a tener hijos: todas esas formas de convivencia hombre—mujer se oponen a la misma naturaleza de las cosas, lo cual intuye el amor humano que espontáneamente promete y pronuncia el "para siempre".

Por eso, a partir de aquellos supuestos, es evidente que el proyecto de matrimonio cristiano está de acuerdo con la naturaleza del hombre: es el que mejor responde a su ser, dado que abarca su constitución morfológica, la condición sexual y la dimensión psicológica. Existen razones biológicas, éticas, psicológicas, históricas y sociales que lo garantizan. En él se armoniza el cuerpo y el espíritu, las tendencias instintivas y la atracción de afecto mutuo entre el hombre y la mujer. Todo ello representa, sin duda, una "lectura" profunda del ser humano. Este modelo de matrimonio, a su vez, concuerda perfectamente con la psicología y la historia de la humanidad en sus momentos más lúcidos y eficaces.

Toda esta argumentación no es absurda, ni ingenua, ni caprichosa. Tampoco depende de una "concepción de escuela", ni siquiera se origina en concepciones religiosas, sino que responde al ser mismo del hombre. Es el conocimiento científico, fundamentado en la ontología del ser humano: es una interpretación racional e inteligente de la naturaleza humana.

Pues bien, tal modelo coincide con el plan original de Dios, por lo que cabe denominarlo "matrimonio creacional". En lenguaje de escuela se le designa "matrimonio natural", dado que responde a la naturaleza humana. Este matrimonio es, a su vez, el mismo que ha sido elevado por Jesucristo a la condición de sacramento.

Una vez más es de admirar la armonía que existe entre naturaleza y gracia, entre psicología humana y querer de Dios. Nos encontramos, posiblemente, ante algo que resulta obvio, pero que en ciertos momentos se olvida. De aquí que la advertencia de que "la primera misión hoy del hombre inteligente es recordar lo obvio" (Orwell), tenga plena actualidad referida al matrimonio. Esto impone la necesidad de recordar y reconquistar las evidencias. Y el matrimonio monogámico y para siempre es una de esas obviedades.

Para alcanzarlo, se requiere, al menos, dos condiciones: una reforma de las costumbres morales, dado que, según la enseñanza de Santo Tomás, las propiedades del matrimonio pueden borrarse de la conciencia del hombre por la corrupción de las costumbres". En estos tales se cumplen las palabras de San Pablo: "El hombre racional no capta las cosas del Espíritu de Dios, son necedad para él. Y no las puede entender, pues sólo al Espíritu puede juzgarlo" (1 Cor 2,14). Jesús lo dijo a los Apóstoles cuando no entendían las exigencias de su enseñanza sobre el matrimonio: "No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado" (Mt 19,11).

La otra condición es lo que el Concilio Vaticano II denomina "nueva sabiduría" (GS, 15) y que Juan Pablo II explica así:

"Se hace necesario recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido último de la vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante cometido que se impone hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la conciencia de primacía de éstos permite un uso verdaderamente orientado como fin a la promoción de la persona humana en toda su verdad, en su libertad y dignidad. La ciencia está llamada a ser aliada de la sabiduría. Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la familia las palabras del Concilio Vaticano II: "Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría" (FC. 8).

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

MATRIMONIO CRISTIANO: "La alianza matrimonial, por la cual el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Jesús a la dignidad de sacramento entre bautizados" (CatIglCat, 1055).

Principio: De la definición del matrimonio se deduce que las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad.

Principio: La unidad y la indisolubilidad matrimonial, en virtud del sacramento, "alcanzan una particular firmeza".

Principio: El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio.

AMOR MATRIMONIAL: El matrimonio santifica el amor entre el hombre y la mujer.

Principio: El amor esponsalicio es un amor cualificado: hombre y mujer se aman como tales. El hombre ama a la mujer en su específica feminidad y la mujer ama al hombre en su virilidad.

Principio: El amor entre el hombre y la mujer que lleva al matrimonio es un amor "elegido": más que "amor", es "dilectio".

Principio: Los clásicos expresaban este principio: "Non amor, sed consensus matrimonium facit". Es decir, la esencia del matrimonio lo constituye no el amor, sino el consentimiento de la mutua entrega. Este consentimiento origina un vínculo permanente y por ello irrevocable: el vínculo matrimonial.

Principio: El amor no constituye la esencia del matrimonio, si bien es lo que motiva el consentimiento, por ello, aún desaparecido, perdura el vínculo que dio lugar el consentimiento.

UNIDAD: Régimen familiar que establece que el matrimonio sea de un solo hombre con una sola mujer.

Principio: La unidad conyugal de un hombre y de una mujer viene demandada por la propia estructura del matrimonio, en el cual ambos entregan toda su intimidad conyugal. La totalidad de la entrega no permite que sea compartida por un/a tercero/a.

INDISOLUBILIDAD: Cualidad del matrimonio por la cual el vínculo matrimonial permanece durante la vida de los dos cónyuges.

Principio: La permanencia del vínculo que ratifica la entrega mutua y total del hombre y de la mujer, una vez emitido, está fuera del ámbito de la decisión de los cónyuges.

Principio: Unidad e indisolubilidad están íntimamente unidas: la unidad del matrimonio no puede ser completa y total si no es total en el tiempo.

FINALIDAD PROCREADORA: La unión estable del hombre y de la mujer en la conyugalidad, o sea en el ser específico de masculinidad y feminidad, demanda la procreación, pues la unión sexual provoca la generación de los hijos.

Principio: El ámbito adecuado para la procreación es el matrimonio, pues sólo en él se puede pronunciar con todo rigor la palabra "hijo" y sus correlativas "madre" y "padre".

PRIVILEGIO PAULINO: Gracia por la cual el matrimonio entre no cristianos se puede disolver cuando una de las partes se bautiza y la no bautizada se separa.

Principio: El Derecho Canónico regula cuándo se dan todas las condiciones para aplicar el privilegio paulino (cc. 1143—1147).

PRIVILEGIO PETRINO: Es la potestad que goza el Papa para disolver algún matrimonio en favor de la fe, o sea de la parte bautizada.

Principio: El Romano Pontífice tiene potestad especial para disolver algunos matrimonios que no gozan de todas las características del matrimonio sacramento.

Principio: El Romano Pontífice no tiene autoridad para disolver el matrimonio entre los cristianos cuando ya fue consumado. El Código lo establece en los siguientes términos: "El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte" (CDC, 1141).

SACRAMENTO DEL MATRIMONIO: Es el sacramento que ratifica la unión del hombre y de la mujer, por él se confiere a los esposos una presencia cualificada de Jesucristo y les concede unas gracias especiales para cumplir sus obligaciones como esposos y padres.

Principio: "Entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento" (CDC, 1055).

Principio: Para recibir el sacramento del matrimonio no se requiere practicar la fe católica. Es suficiente que, al demandar de la Iglesia recibir el matrimonio cristiano, se acepten sus condiciones específicas.

DECLARACIÓN DE NULIDAD: Es la acción jurídica de los tribunales eclesiásticos mediante la cual se confirma que un matrimonio no ha sido validamente contraído.

Principio: El Derecho Canónico establece las circunstancias que invalidan la celebración del matrimonio.

Principio: Los impedimentos para contraer matrimonio válido se concretan en tres amplios capítulos: de orden físico, la falta o vicio de consentimiento y que se incumpla la forma determinada por el Derecho Canónico. Todos estos casos se encuentran en el Código de Derecho Canónico formulados de modo muy concreto.

Principio: Algunos impedimentos pueden ser dispensados por la Jerarquía de la Iglesia: unos por el Obispo y otros por el Romano Pontífice. Pero, en caso de que no se solicite la dispensa, el matrimonio, si se contrae, es inválido.

Principio: Los "impedimentos" canónicos no tratan de obstaculizar el matrimonio, sino de defenderlo y protegerlo contra ciertos riesgos o arbitrariedades.