CAPITULO XI

ÉTICA NORMATIVA. LA LEY

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN

La relación conciencia—ley ha sido motivo de constantes discusiones, tanto a nivel conceptual como en la existencia concreta, pero nunca como en nuestros días adquirió tal grado de conflictividad.

I. NOCIONES FUNDAMENTALES. Se define la "ley" y se recogen algunas divisiones más comunes. En especial, se estudia la ley eterna.

1. Se apuntan algunas razones de nuestra cultura que en la actualidad tratan de confrontar la conciencia y la ley.

2. Se comenta el texto de San Pablo a los Romanos (Rom 7,12), que expone ciertas características muy generales de la ley para el creyente.

3. Se define y explica la ley, tal como es entendida e interpretada por Santo Tomás.

4. La ley eterna es un concepto fundamental para la moral cristiana.

Es la misma sabiduría divina que mueve y orienta todas las cosas hacia su fin. Toda ley dice relación a ese orden maravilloso que Dios ha introducido desde la creación. Conviene subrayar que, si bien con otro nombre, es admitida por todos, excluidos los que profesan el "azar".

II. LEY NATURAL. DOCTRINA DE SANTO TOMAS

1. Ante las apasionadas discusiones que se debaten en torno a la ley natural, se elige la doctrina de Santo Tomás. La exposición se hace siguiendo la literalidad de los textos del Aquinate. Es el concepto de "ley natural" del que hacen uso los Documentos del Magisterio.

2. Además la doctrina tomista es una admirable síntesis, en la que cabe entender en qué consiste la autonomía y la heteronomía de la conciencia.

3. Este número es de especial interés, en él se ha intentado sintetizar la doctrina en torno a la ley natural. Esos siete puntos son a modo de otras tantas tesis que recogen el sentir más común sobre el tema.

III. LA LEY NATURAL. ESTUDIO HISTÓRICO. Después de la exposición tomista de la ley natural, se vuelve al estudio histórico.

1. La historia de la ley natural es antiquísima. Se encuentra ya en los primeros documentos de la literatura griega y romana. Destaca Sófocles y Cicerón.

2. Se citan algunos textos del Antiguo Testamento. Con un lenguaje figurativo, cabe encontrar datos acerca de lo que en la filosofía griega se denomina "ley natural".

3. Este dato es ya más explícito en el Nuevo Testamento. Se ensayan dos intentos de sistematización: aquellas enseñanzas en las que, con lenguaje bíblico, se puede hacer una lectura de la ley natural y aquellos textos explícitos en los que, a parte del nombre, se expone la doctrina sobre la ley natural en sentido formal.

4. Lo que en la Escritura se dice de modo implícito, se formaliza en los escritos de los Santos Padres, que mencionan ya espontáneamente el sintagma "ley natural". En ese breve esbozo se citan testimonios de San Justino, San Ireneo, Orígenes, Tertuliano, San Gregorio Magno y San Juan Crisóstomo.

5. Apenas se insinúa la evolución posterior del tema de la ley natural Se apunta el nominalismo y se recoge la acusación, en ocasiones exagerada, de que el pensamiento posterior "cosificó" la ley natural, alejándola del concepto personalista en que fue pensada por Santo Tomás.

6. Finalmente, se recogen algunos textos del Concilio Vaticano II que mencionan la ley natural, dado que en ciertos sectores de la cultura actual se rehusa aludir las exigencias de esta ley.

IV. LA NUEVA LEY o LEY EVANGÉLICA. Se da paso a la "nueva ley", que debe fundamentar la moral del Nuevo Testamento.

1. Se mencionan los datos bíblicos sobre el tema, así como las distintas apelaciones con que se la designa: "ley de Cristo", "ley de fe", "ley del espíritu de vida", "ley de la libertad", "ley nueva", "ley perfecta".

2. En parangón con la ley natural, se expone la doctrina tomista sobre el tema. Es sabido el gran valor que se concede en nuestros días a las qq. 106—108 de la I—II de la Suma Teológica. Al hilo de la doctrina de Santo Tomás, se reagrupan seis afirmaciones fundamentales.

V. NORMATIVA MORAL EN EL NUEVO TESTAMENTO. Este apartado es independiente del tema sobre la especificidad de la moral cristiana. Pero su solución está, en parte, vinculada a aquel problema. Se trata de mostrar cómo en el Nuevo Testamento existen verdaderos mandatos morales vinculantes.

1. Se inicia con la mención de los mandamientos que aparecen en la predicación de Jesucristo. No es difícil descubrir en las enseñanzas transmitidas por los Evangelios la existencia de verdaderos mandatos morales que Cristo urge a que se cumplan.

2. En estrecho paralelo, se exponen los preceptos de los Apóstoles, que, si bien recuerdan los "mandatos del Señor", no faltan sin embargo otras normas de conducta que derivan de su poder de dirigir la comunidad. Los fieles deben obedecer estas normas que dan los Apóstoles a las distintas comunidades.

3. Se toca un tema de interés actual. Algunos niegan la existencia de verdaderos mandatos morales en el Nuevo Testamento, pues apuntan que son o sólo indicativos y ocasionales, o que señalan metas inalcanzables, a modo de utopías que orientan hacia donde debe dirigirse la existencia cristiana, pero sostienen que no son vinculantes.

4. Los mandatos del Nuevo Testamento facilitan la ascensión a esa cota de altura moral exigida por el mensaje de Cristo.

VI. EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y LAS PRESCRIPCIONES MORALES

1. El binomio 'fe y costumbres" constituye el ámbito de las enseñanzas del Magisterio y se enumeran algunas de estas enseñanzas. Se trata de justificar esta doctrina y se sale al paso de ciertas opiniones que se oponen a que el Magisterio eclesiástico se empeñe en cuestiones que pertenecen al derecho natural.

2. Se recoge la doctrina del Magisterio sobre el tema. Desde Trento hasta el Vaticano II, la enseñanza de la Iglesia reconoce la autoridad de los documentos magisteriales sobre temas morales, aunque no gocen de la categoría de definiciones dogmáticas. En concreto, se estudian algunas intervenciones relacionadas con el derecho natural.

3. Se expone la doctrina del Concilio Vaticano II que afirma el valor de la enseñanza del Magisterio en el campo ético.

4. Los últimos Papas se han referido a las tensiones entre la enseñanza magisterial y la función de los teólogos moralistas. Como es lógico, no deben contraponerse y se ha de buscar el cauce de colaboración entre ambos oficios eclesiales.

VII. LA LEY POSITIVA—HUMANA. El tema pertenece a la Moral Especial, en concreto, al tratado de la Ética Social. Aquí se recoge la doctrina general, concretada en tres puntos:

1. Moralidad de las leyes, o sea, las leyes civiles para que obliguen deben ser éticamente justas.

2. Las condiciones de la ley justa.

3. Obligación moral de cumplir las leyes civiles. Se formulan los principios más generales.

4. También, de modo sumario, se expone la doctrina clásica sobre la "epiqueya".

5. Este apartado debe leerse con especial cuidado. Trata de hacer una síntesis de todo el Capítulo e incluso de la relación ley—conciencia, que aparece en otras páginas de este Manual.

INTRODUCCIÓN

Si las nuevas corrientes de la ética teológica afirman de modo unánime el valor de la conciencia, algunos autores adoptan una actitud excesivamente vigilante y recelosa en torno a la ley.

Es evidente que en la alternativa "conciencia—ley" se centra uno de los puntos neurálgicos de la moral católica. Representa otro nivel de la opción entre moral personalista—objetivista o de la antítesis del binomio libertad—autonomía. Precisamente la restauración de la ciencia ética —y de la ética teológica— se caracteriza por su dimensión personalista, subjetiva y autónoma, frente a la ciencia ética anterior, que se distinguía por el carácter objetivo del bien y del mal y por la heteronomía de la libertad y de la conciencia respecto a la ley. Esta inversión de perspectivas es real, si bien no con los trazos tan exagerados con los que se acostumbra a distanciarlas.

Es evidente que estas situaciones serán las más propicias para caer en la tentación de llevar la alternancia a una disyuntiva entre conciencia y ley. De aquí, el esfuerzo y el rigor con los que es necesario proceder para situar las normas éticas en el lugar que les corresponden: como un servicio a la libertad y a la conciencia.

Múltiples factores contribuyeron a que la moral católica desde el siglo XVI haya subrayado desproporcionalmente la importancia de la ley. De aquí la prevención con que se le mira en los intentos de renovación actual. Este recelo es justificado si se piensa en la importancia que en la moral adquirieron las leyes positivas, tanto civiles como eclesiásticas. Incluso la ley natural no suficientemente entendida e invocada en exceso. De hecho, el estudio de la moral católica en algunos momentos estuvo demasiado mediatizado por el Derecho Canónico.

Pero la sospecha debe desaparecer cuando se trata de leyes que no se imponen desde fuera, sino que se encuentran en la misma naturaleza humana. Tal es el caso de la ley natural, rectamente interpretada, y sobre todo de la "ley nueva" o "ley de la gracia" que orienta la vida del creyente. Aún las leyes divinas que se encuentran en el Antiguo y en el Nuevo Testamento corresponden a la llamada—respuesta que caracteriza la moral cristiana, por lo que su aceptación y cumplimiento no pone en peligro la autonomía de la propia conciencia, sino que la orientan hacia la verdadera libertad. Lo mismo cabe decir de las leyes eclesiásticas, en la medida en que responden a los imperativos que requiere la existencia del cristiano en la comunidad de los salvados en Cristo. No cabe, pues, un planteamiento dialéctico entre la grandeza de la conciencia cristiana y las exigencias universales de la ley divina. De una "moralidad de la ley", ni se debe ni se puede aspirar a una moral sin ley".

Todo ello exige un cuidadoso análisis que respete por igual la autonomía de la libertad y de la conciencia y, al mismo tiempo, que haga posible esa heteronomía de la conducta del cristiano respecto de la voluntad salvadora de Dios y su "vocación en Cristo". Precisamente en la autonomía—teónoma se sitúa el papel que la moral católica adjudica a las normas morales.

I. NOCIONES FUNDAMENTALES

Adelantemos ya la solución: No puede haber verdadera contraposición —a nivel fundamental— entre conciencia y ley, dado que Dios es el autor de ambas.

"Nadie ha probado tal contraposición. La mera consideración de nuestra condición de criaturas induce a pensar lo contrario. No parece coherente con la infinita Sabiduría y Amor divinos, que nos hubiera creado con tan triste alternativa: maltratar la ley o la libertad. Una y otra son, por igual, dones del Creador, otorgados a cada uno de los hombres que vienen a este mundo".

1. Motivos que ocasionan las prevenciones contra la ley

Los equívocos se originan cuando ambas realidades no se las entiende correctamente o en el caso de que se les disloque del rango riguroso que cada una debe ocupar. Es claro que la moral católica de los últimos siglos subrayó la importancia de las normas, pero sin llegar a los límites con que algunos la describen. No se puede afirmar sin faltar al rigor que "una moral que valore la norma conduce al legalismo y a la hipocresía". Como tampoco responderá a la verdad si se dice que una "ética que destaque la conciencia acaba inexorablemente en el laxismo". Esos errores se seguirían si se negase uno de los dos elementos, pero, si sólo se les subraya, cualquier interpretación en el sentido descrito es pura caricatura que obedece a críticas no objetivas.

Lo que puede ocurrir es que, cuando se seculariza el concepto de ley, entonces toda norma adquiere un carácter extrinsecista e impositivo. Pero no es éste el sentido de la ley divina. Ocurre en tales situaciones que el hombre se aleja de esa ley moral y se constituye en su propio legislador.

Esta nueva actitud, que parece responder a algunas corrientes éticas de nuestro tiempo, es descrita por la Comisión Teológica Internacional del siguiente modo:

"La Ley... es experimentada por el hombre, al revés, como algo insoportable, y durante el curso de la historia él trata de esquivar esta situación de dos maneras.

a) En primer lugar, ha elevado la Ley a rango de un absoluto, que usurpa el lugar del Dios vivo. Esforzándose por cumplir literalmente la ley abstracta, el fariseo piensa realizar esta imposible respuesta. De esta construcción de un deber abstracto y formal derivarán muchos sistemas éticos; por ejemplo, el sistema neokantiano de un campo de "cotaciones" o de "valores absolutos", la ética estructuralista y fenomenológica (Scheler). Todos estos sistemas tienden a hacer del hombre, a fin de cuentas, su propio legislador, ya que él es el sujeto idealmente autónomo que se limita a sí mismo a fin de poder realizarse. La preparación de estos sistemas se encontraba ya en el formalismo ético de Kant.

b) Por otra parte, se ha diluido la Ley, que ha llegado a ser un cuerpo extraño dentro del movimiento de la promesa y la esperanza. Siendo la Ley una cosa impuesta desde fuera y que declara la culpabilidad en el corazón del hombre (Kafka), no puede ser ya la emanación de un Dios fiel y misericordioso, sino sólo la de un demiurgo tiránico (de ahí la Alianza de Ernst Bloch con la gnosis; cfr. el "super yo" de Freud). Por eso se cree preciso sobrepasar la Ley así concebida, como una ilusión del pasado, en virtud de una esperanza orientada hacia el futuro que el hombre saca de su propia autonomía".

Según este juicio, los sistemas éticos del neokantismo de las Escuelas de Marburgo y de Baden, H. Cohen, P. Natorp, etc.; la ética fenomenológica de Max Scheler y Nicolai Hartmann; los distintos movimientos de la escuela estructuralista anglosajona; el marxismo humanista de E. Bloch y los filósofos marxistas (que el Documento cita a continuación), el psicoanálisis freudiano, etc. son corrientes éticas que han abandonado el concepto cristiano de "ley" y, rehusando la norma para refugiarse en la subjetividad o en la objetividad de valores, han acabado en un normalismo ético, en el que el hombre se constituye en ley para sí mismo.

El teólogo moralista debe estar atento a que los esfuerzos por renovar la moral católica no le lleven a situaciones similares. Al fin y al cabo, el inicio de la reforma de la moral católica deriva en buena medida del influjo de esas éticas profanas: los moralistas católicos y sobre todo los protestantes fueron muy sensibles a las demandas de reforma que protagonizó la ética filosófica de nuestro siglo.

Es evidente que la renovación de la ética teológica debe aprovechar lo valioso de esas corrientes éticas, pero está obligada a seguir otra ruta, pues tiene que enlazar con el pensamiento bíblico para encontrar los motivos de la acción moral. La moral cristiana parte de Dios, que es quien orienta la actividad del hombre por medio de normas que le indican cómo ha de responder a su llamada, al mismo tiempo que sus leyes le facilitan la fidelidad a cumplir esa vocación.

2. "La ley es santa y el precepto santo, justo y bueno" (Rom 7,12)

La ley en la ética teológica ha de responder al sentido que de ella hace San Pablo en este texto de la Carta a los Romanos, donde se entremezclan aspectos y niveles distintos de la ley:

"¿O ignoráis, hermanos —hablo a los que saben de leyes—, que la Ley domina al hombre todo el tiempo que vive?... ¿Qué diremos entonces? ¿que la Ley es pecado? De ningún modo. Pues yo no conocería la codicia si la Ley no dijera: "No codiciarás"... En suma que la Ley es santa, y el precepto santo, justo y bueno... Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Si, pues, hago lo que no quiero, reconozco que la Ley es buena. Pero entonces ya no soy quien obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, es decir, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí este ley: que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la Ley de Dios, según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está escrita en mis miembros... Así, pues, yo mismo, que con la mente sirvo a la Ley de Dios sirvo con la carne a la ley del pecado" (Rom 7,1—25).

No es el lugar para el comentario de este "difícil y discutido capítulo séptimo" de la Carta a los Romanos. Para nuestro intento baste señalar que hay un consenso entre los autores católicos en afirmar que S. Pablo describe aquí una verdadera antropología' que incluye, al menos, los siguientes elementos:

— La existencia del pecado de origen.

— El desorden introducido por ese pecado.

— La existencia de la Ley antigua.

— La ley da a conocer lo que es bueno y lo que está prohibido.

— Lo prohibido por la ley, a causa de la concupiscencia, incita a quebrantarlo y a pecar.

— La existencia de una ley nueva: la ley del Espíritu.

— El dramatismo de la lucha entre ambas leyes.

— Pero la Nueva Ley es capaz de vencer las embarazosas dificultades Los exégetas concuerdan en que esta descripción tan viva responde a la propia situación del Apóstol en su lucha por alcanzar la altura moral que le exige la nueva ley en Cristo. Si es así, el propio Pablo encuentra estímulo para su lucha ética en la fidelidad a esa nueva ley que descubre en sí y que se opone a las malas inclinaciones.

"Con este motivo, San Pablo hace aquí un sutil y vivo análisis de la conciencia humana, que de una parte conoce el bien y lo ama y de otra se deja llevar del mal. Sólo la gracia de Jesucristo nos puede librar de esta miseria".

En resumen, la conciencia, que por la ley descubre el bien y el mal, necesita de la ayuda de la ley del espíritu para remover las dificultades y superar la concupiscencia que, por el pecado original, se encuentra en todo hombre, aún en el redimido.

3. Definición de ley

Recogemos aquí las nociones preliminares, derivadas del pensamiento tomista, sobre la noción de ley y sus divisiones más comunes. La opción por Santo Tomás responde a la sentencia comúnmente compartida de que en la Summa se encuentra la síntesis entre conciencia y ley y que el legalismo y el juridicismo morales tienen otro origen. De aquí la "vuelta a Santo Tomás" proclamada por todos para reconquistar la noción cristiana de Ley. Habría que tener en cuenta cierta evolución en el pensamiento del Aquinate, que cabe admitir desde la obra de juventud, Comentario a las Sentencias, hasta la Suma Teológica; pero el tema supera los límites de este Manual.

Es clásica la definición de ley dada por Santo Tomás: "La ordenación de la razón, encaminada al bien común y promulgada por aquél que tiene el encargo de cuidar de la comunidad". Más adelante, explicamos esta definición.

Se discute cuál es el verdadero sentido etimológico del término "ley". Es clásica la explicación de San Isidoro que la hace derivar de leer (Lex a legendo), pues las leyes se escriben y por ello se "leen". Otro clásico de las etimologías y del derecho, Cicerón, afirma que "ley" deriva de "eligere", pues la ley permite "elegir" aquello que es mejor para dirigir una comunidad. San Agustín conoció ambas etimologías y las acepta. Al comienzo de la Edad Media, Casiodoro sostiene que se deriva de "ligare", dado que "obliga". Esta misma doctrina es acogida por los grandes teólogos medievales: San Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino.

4. División de la ley. "La grandeza del orden divino"

La ley admite múltiples divisiones". Recogemos aquí las distintas clases de leyes en razón del legislador que las emite. Más que contemplar distinto tipo de leyes, se considera la diversidad de origen de la ley. En este sentido, la ley puede ser divina y humana, según que tenga origen en Dios o derive de la legislación de los hombres.

En Dios se originan las siguientes leyes: la ley eterna, la ley natural, la "ley nueva" y las leyes positivas que se contienen en la Sagrada Escritura.

Si el legislador es humano, caben distinguir dos tipos de ley: eclesiástica y civil, según que el legislador sea la Jerarquía de la Iglesia o la autoridad civil.

Explicamos estas seis clases de leyes y, con el fin de evitar discusiones de escuela, seguimos la conceptualización de Tomás de Aquino.

a) Ley eterna

Así es definida por Santo Tomás: "Es el plan (la razón) de la divina sabiduría por el que dirige todos los actos y todos los movimientos al bien común del universo". El Aquinate parte del concepto de creación que explica el orden universal: ese orden es la ley eterna. Ya los griegos llamaron al mundo "cosmos", es decir, un todo armonizado. Según los filósofos griegos, el mundo no es caótico, sino que está sabiamente ordenado. Pues bien, Santo Tomás, a partir de la idea de creación desconocida por los pensadores griegos, escribe: "Dios que por su sabiduría es el creador de todas las cosas... es también su gobernador.. De aquí que la sabiduría divina, moviendo las cosas a sus respectivos fines, obtiene el carácter de ley".

La aceptación de la "ley eterna" para el creyente es una consecuencia de la fe en un solo Dios creador. Es la misma ley que admitía el mundo griego, pero que el creyente denomina con ese nuevo apelativo. Si se prescinde del nombre, todos aceptan esta ley, pues el mundo no es caótico: el macro y el macrocosmos admiran por su inmensa armonía, incluso para los que admiten el azar. Armonía y orden que un cristiano denomina "ley eterna", y que el agnóstico o ateo llamará "orden cósmico o universal". Para éstos será, como para los viejos estoicos, "el orden de la naturaleza", mientras que para el cristiano es la idea de Dios Creador y Providente que dirige todo el orden creado. Es, como afirma Santo Tomás, la sabiduría divina que tiene "el carácter de ley".

Nada está fuera de esa ley eterna dado que Dios ha impreso en todas las criaturas esa orientación a su propio fin. No obstante, la ley eterna no guía igual alas distintas criaturas, sino que las dirige conforme a su propia naturaleza: de modo natural y espontáneo a las cosas materiales (las leyes físicas); según el instinto, a los animales (leyes biológicas) y respetando su carácter libre y racional, a los hombres.

El hecho de que el hombre conozca es efecto de la ley eterna. Conocer la verdad es quizá irradiación de ella. Pero esto encierra también un compromiso: el hombre debe convertirla en regla suprema del actuar.

La ley eterna la denomina Santo Tomás "razón divina", o sea, "sabiduría de Dios". Por lo que de ningún modo se puede tomar como heteronomía el sometimiento a esa ley universal. Es más bien la razón de la verdadera teonomía. ¿Puede humillar al hombre el que adecue su razón a la sabiduría divina? Santo Tomás escribe: "El que la razón humana sea la regla de la voluntad (de la conducta), deriva de la ley eterna, que es ni más ni menos que la razón divina". Sólo Dios cae fuera de la ley eterna, dado que El mismo es esa ley.

La "idea divina" dirigiendo el cosmos se convierte en "providencia". La providencia es el cuidado de cada una de las criaturas; es como la ejecución de la ley eterna en todas y cada una de las cosas creadas:

"Dado que Dios es causa de todos los existentes, pues a todos les confiere el ser, es necesario que todo lo abrace con el orden de su providencia. Así se les alarga la existencia, se les conserva y se les conduce a la perfección del último fin".

El imperativo ético de la ley eterna será reconocer y llevar a término ese admirable orden cósmico. El hombre, pues, no debe emplear su razón en la destrucción de la naturaleza física ni en maltratar o hacer un uso irracional de los animales. Más aún, pesa sobre él la misión de perfeccionar el universo. Cuando se cumple la ley eterna, se puede admirar "la grandeza del orden divino".

b) La "ley eterna" es la primera ley

Todas las demás derivan de ella y en ella adquieren su justificación. En lenguaje escolástico cabe aún decir más: la ley eterna es la "causa ejemplar" de toda otra ley. Las leyes humanas serán justas en la medida en que se acerquen a la ley eterna, y, dado que ésta origina el orden, toda ley debe ir orientada a procurar el orden, la armonía, la justicia y la paz, que se define como la "tranquilidad en el orden".

La "ley eterna", por su misma apelación, está fuera del tiempo; con ella se inaugura el curso de toda existencia, atraviesa la historia y no puede ser alterada. No obstante, cabe hablar de una cierta historicidad de esa ley, no por sí misma, sino en razón del conocimiento que el hombre adquiere de ella. Una etapa histórica o una cultura será tanto más rica, en la medida en que descubra ese pensamiento insondable de Dios sobre el orden creado, el cual procurará respetar, cumplir y llevar a término.

Separarse de esa idea ejemplar, es el retorno a absolutizaciones arbitrarias que esclavizan. Ni el cosmos es absoluto, ni siquiera el hombre tiene carácter de ultimidad. Todo el orden creado es una armonía que encuentra su centro en Dios y en esa "ley eterna" que está ínsita en el corazón de todas las cosas.

La "ley de Cristo" en relación con la "ley eterna" significa la perfección. Todo el orden creado dice relación a Cristo. El capítulo I del Génesis adquiere su significación plena en el Prólogo del Evangelio de San Juan: "por El fueron hechas todas las cosas" (Jn 1,3). Y por Jesucristo, la creación entera será liberada de la esclavitud (Rom 8,19—22), porque El "hace nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5).

II. LEY NATURAL. DOCTRINA DE SANTO TOMAS

La "ley eterna", referida y aplicada al hombre, es la ley natural, que Santo Tomás define así: "Ley natural es la participación de la ley eterna en la criatura racional".

La "ley eterna" se identifica con Dios providente y gobernador: es la misma sabiduría divina. De aquí que Dios sea el orden perfecto; pero, en los demás seres, tal orden, o sea, la ley eterna sólo se participa. Sin pretensiones de sistematización científica —pues Santo Tomás sólo hace afirmaciones generales—, cabe decir que en el mundo inorgánico, la "ley eterna" informa y se concreta en las leyes físicas; en los seres vivos, se cumple en las leyes biológicas; en los animales, se verifica por el instinto y en el hombre se identifica con la "ley natural".

1. Algunas tesis tomistas

Las afirmaciones tomistas de mayor interés, que aquí esquematizamos, son las siguientes:

a) La ley natural no es un hábito

No lo es en sentido tomista; es decir, opuesto a "acto", pues la ley natural se identifica con la misma naturaleza del hombre, orientada a su fin propio. No es "quo quis agit", sino "quis agit". Sin embargo, en razón de que existe de modo habitual y permanente, se puede considerar como un hábito.

b) La ley natural es exclusiva del hombre

La ley natural se le ha dado al hombre en razón de que pueda actuar moralmente, pues, por el ejercicio de la libertad, es capaz de hacer o dejar de actuar conforme a su libre querer. A los demás seres les basta la "ley eterna", pero el hombre precisa que esta ley tenga una manera específica de actuar, de forma que le facilita, el modo humano —libre—, de alcanzar su fin".

c) La ley natural discierne el "bien" y el "mal"

La ley natural manifiesta lo que es bueno y lo que es malo en el orden moral, pues es como la impresión en el hombre de la luz divina que descubre la bondad o malicia de los actos. Por el hecho de que el hombre tenga "inclinaciones a sus propios actos y fines", se le dio la luz natural de la razón, por la que discierne el bien y el mal. "Tal luz es la impresión en nosotros de la luz divina".

d) La ley natural contiene diversos preceptos

Santo Tomás se pregunta: "¿La ley natural contiene varios o un solo precepto?". La respuesta ocupa un amplio artículo, y es de excepcional interés. La ley natural, afirma, contiene preceptos diversos:

— Un primer principio: "Hay que hacer el bien y evitar el mal". Santo Tomás afirma que, al modo como el entendimiento tiende a la verdad, así la razón práctica tiende al bien. En consecuencia, en la noción de bien es preciso situar el primer principio que se formula así: "bonum est faciendum, malum vitandum".

— Existen además otros preceptos, que se fundamentan en ese primero: por ejemplo, aquellos que prescriben lo que hay que hacer o evitar, y que la razón práctica, de modo natural, descubre que son bienes humanos". Por la dificultad inherente a la interpretación de esta doctrina, Santo Tomás lo ilustra con los siguientes ejemplos:

* Conservar la propia vida y evitar todo lo que la contraría. Es una inclinación natural, escrita en su propia naturaleza: todo ser tiende a conservarse y permanecer .

* Ciertas tendencias específicas, si bien comunes con los animales porque están en el hombre como inclinaciones muy especialmente fijas, tales como la unión entre varón y mujer, la educación de los hijos "y cosas semejantes".

* El derecho a vivir en sociedad y lo que esto conlleva; por ejemplo, conocer la verdad y el respeto a quienes con él conviven. Son, en conjunto, esa serie de inclinaciones naturales al bien, propias de la naturaleza racional.

e) Graduación de principios

Todos estos preceptos son de ley natural, en razón de que "omnia illa facienda vel vitanda pertineant". Por lo tanto, parece que aquí no ha de introducirse la distinción entre principios primarios y secundarios, puesto que son varios. Santo Tomás los menciona reiteradamente en plural: "prima principia communia". Pero esos "primeros principios" comunican entre sí".

La diferencia se sitúa en el modo de conocerlos. Santo Tomás apela a la comparación entre la razón teórica y la práctica. Así el entendimiento posee tipos de conocimientos evidentes:

— Evidente en sí mismo: el predicado está incluido en el sujeto. Por ejemplo, "el hombre es racional" (propositio per se nota).

— Evidente en sí misma, pero no lo es para alguna persona. Por ejemplo, "el hombre es racional" no es evidente para quien desconoce la significación del sujeto "hombre" (non erit per se nota) .

— Evidente, pero sólo para los instruidos. Por ejemplo, que el ángel no ocupa un lugar. Supone que se sabe que el ángel no tiene cuerpo (per se nota solis sapientibus).

En consecuencia, existen principios de derecho natural evidentes que son conocidos por todos, otros requieren cierta instrucción y algunos sólo los conocen las personas instruidas. Pero en el artículo identifica los primeros principios con el conocimiento que de ellos se tiene. Habla de "preceptos comunísimos que son conocidos por todos".

f) La ley natural es igual en todos los hombres

Lo es en relación con los "primeros principios comunes", pero no en cuanto a algunas conclusiones o aplicaciones.

Tomás de Aquino afirma que en el orden teórico los principios y las conclusiones son siempre verdaderas, aunque algunos no alcancen a conocerlas. Pero en la vida práctica, frecuentemente, hay una distancia entre los principios y las consecuencias. Ese trecho será tanto más lejano cuanto más concreta sea la aplicación. Por eso, no existe ni la misma verdad ni la misma rectitud en las acciones particulares que en las comunes a todos.

En consecuencia, "la ley natural en cuanto a los primeros principios comunes es igual en todos, pero referida a los casos particulares, que son a modo de conclusiones de esos principios comunes", no es lo mismo en todos "ni en cuanto a la rectitud, ni siquiera en relación con el conocimiento". En algunos, la falta de rectitud puede ser debido a algún impedimento particular y su desconocimiento obedece a la depravación de las costumbres. Y lo ejemplifica con el caso de los germanos que juzgaban que el robo era lícito.

Aquí Santo Tomás ya distingue entre "prima principia communia" y "quaedam propia, quae sunt quasi conclusiones principiorum commmunium". Además, estas conclusiones dicen relación con las circunstancias concretas. Algunas de estas circunstancias no derivan de faltas morales, sino a causa de "impedimentos particulares". Y propone un paralelismo: "a la manera que fallan también las naturalezas generables y corruptibles en ciertos casos a causa de algún impedimento".

g) Cambios en la ley natural

En el artículo 5 se propone Santo Tomás una cuestión de especial interés: si la ley natural puede cambiar. El Aquinate hace una importante distinción. El cambio puede tener un doble origen: bien porque "se le añade algo" o porque se le "sustraiga parte de su contenido".

En el primer caso, la ley natural puede cambiar, debido a que se conozca mejor qué sea útil para la vida humana, con lo que "puede ser enriquecida por la ley humana o divina".

En relación al cambio que suponga que algo que era de ley natural, deje de serlo, no es posible en relación a los primeros principios. De suyo, tampoco respecto a los principios secundarios o conclusiones. Si bien éstas, en algunas circunstancias, pueden cambiar debido a algunas causas especiales que impiden su observancia".

Nuevamente, Santo Tomás distingue entre "prima principia" y "secunda principia, quae diximus esse quasi proprias conclusiones propinquas primis principiis". Y como en el caso anterior, Santo Tomás supone que las excepciones son pocas ("in paucioribus").

h) Dispensa de la ley natural

También se propone Santo Tomás si la ley natural puede ser dispensada. Su enseñanza es que nadie puede ser dispensado de los preceptos comunes, pero si cabe la dispensa de las "conclusiones de estos principios comunes" .

i) Fidelidad a la ley natural

No se debe actuar contra la ley natural, dado que es esa "luz de la razón natural" que descubre todo lo que es bueno. Lo que se opone a esa luz es en sí y por sí malo e innatural; y, dado que es "por naturaleza", el hombre ha de seguirla si no quiere negarse a sí mismo".

j) Oscurecimiento de la ley natural

La ley natural no se encuentra del mismo modo en las personas buenas que en las que practican una mala conducta. En éstos se oscurece a dos niveles: se puede "depravar" la inclinación natural hacia el bien; también el mismo conocimiento del bien se puede oscurecer por las pasiones y los hábitos que contrae el pecador. Por el contrario, en el hombre virtuoso, el conocimiento natural del bien se acrecienta con un hábito y una nueva sabiduría y, al mismo tiempo, la inclinación natural al bien se vigoriza por las gracias y las virtudes. Santo Tomás propone esta distinción: "Los preceptos comunísimos que son conocidos por todos... no se pueden borrar en todos, pero sí en alguno en particular, que no es capaz de aplicar el principio a un caso particular a causa de la concupiscencia u otra pasión".

En cuanto a los preceptos secundarios, "se pueden borrar de los corazones humanos" o "por error o por las malas costumbres y hábitos corrompidos".

Es la doctrina que se menciona en el Concilio Vaticano II: "Cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado" (GS, 16). Doctrina que enseña S. Pablo: Los paganos, por su vida viciosa, "vinieron a oscurecer su insensato corazón" (Rom 1,21).

k) Fin de la ley natural

El fin de la ley natural —y de toda ley divina— es la felicidad del hombre. Al modo como un general conduce al ejército a la victoria y un buen gobernante lleva al pueblo hacia la paz, así la ley divina orienta al hombre a Dios". Dios le conduce a su fin, que es alcanzar la felicidad eterna.

2. Ley natural y sindéresis

La ley natural, inscrita en el hombre, se manifiesta por un hábito, que se llama sindéresis. La doctrina acerca de la sindéresis, como hemos dicho en el capítulo anterior, es de excepcional importancia para armonizar la ley y la conciencia. Ley natural y conciencia tienen en la doctrina tomista un puente de unión que lleva a cabo la sindéresis: no se contraponen, sino que se unen en lazo de mutua transferencia, en cuyo proceso la sindéresis hace de mediación.

La sindéresis es un hábito en el que la ley natural transcribe sus principios; en ella se contienen los preceptos de la ley natural". El hombre posee como semillas de la sabiduría divina los primeros principios y los principios de la ley natural, que son el germen de las virtudes morales. Estos principios están como impresos en la sindéresis. Por eso, la sindéresis no es una potencia, como cabría calificar a la ley natural, sino un hábito".

Santo Tomás se pregunta lo mismo que ha hecho con la ley natural: si cabe que la sindéresis se oscurezca o se corrompa y pierda el sentido de esos primeros principios que ella tiene que transmitir a la conciencia. La respuesta del Aquinate es que la sindéresis no puede desaparecer totalmente, pues sería lo mismo que se desvaneciese la razón que está hecha para la verdad; ni siquiera puede desaparecer el juicio moral que se haga sobre los primeros principios. Sólo, por la concupiscencia u otra pasión, puede errar el pecador al elegir en algún acto particular". Pero aquí se inicia el oficio de la conciencia y finaliza la misión de la sindéresis.

En efecto, como hemos visto, la conciencia es la que asume los principios de la sindéresis —que ésta a su vez recibió de la ley natural— y los aplica a los actos concretos". La conciencia sí puede errar e incurre en error por dos motivos: o bien porque aplica al acto concreto un principio falso, no contenido en la sindéresis, o lo aplica mal, no usando bien de la razón.

Aquí se cierra el ciclo de la moralidad de los actos humanos: la ley eterna se concreta para el hombre en la ley natural; ésta trasmite los principios a la sindéresis, la cual comisiona a la conciencia el juicio práctico de cada una de las acciones que el hombre lleva a cabo. Como es lógico, la conciencia está sometida al querer de Dios, es "una regla, pero medida, a su vez". En consecuencia, no es la primera determinación, sino la última: cumple su misión aplicando a los actos singulares los primeros principios que la ley natural fija en la sindéresis.

Esta doctrina es consecuencia de la teonomía que abarca la existencia humana en esa gozosa dependencia libre del hombre respecto de Dios. Pues el hombre "no hace ley de sí mismo", sino que le es dado conocer y aceptar las leyes emanadas de Dios".

Esta teonomía defiende la autonomía del hombre frente a las heteronomías de las leyes injustas humanas, y sostiene que la conciencia recta es la norma próxima del actuar frente a las leyes humanas:

"Por eso el dictamen de la conciencia obliga por encima de los preceptos de los hombres, puesto que la ley de Dios —por cuya virtud liga la conciencia— está por encima del mandato de los hombres".

La dependencia de Dios por la ley natural no humilla al hombre, sino que le ayuda a ser fiel a lo que realmente es:

"La ley no se impone a los justos como un peso, dado que el hábito interior de los que son justos les inclina a lo mismo a que conduce la ley y, en consecuencia, para ellos no es una carga".

Aquí radica la razón de pecado que constituye un acto contra la ley natural: es una acción contra el propio hombre, lo cual es, a su vez, ofensa a Dios: "Dios no se siente ofendido por nosotros, sino es porque actuamos contra nuestro propio bien". El hombre puede actuar contra la ley natural, pero violenta su naturaleza específica de hombre y no secunda su propio ser.

Tal teonomía es reconocida por otras corrientes éticas de nuestro tiempo:

"La conciencia no es fuente de valores morales, sino que solamente su sujeto". El hecho de que no sea la fuente de los valores éticos, lo deduce Scheler de los errores tan frecuentes de que ha sido víctima.

Así resuelve Santo Tomás de Aquino las relaciones entre la ley natural y la conciencia humana. No es una conciencia "sin orientación", ni "angustiosa" frente a las múltiples instancias a las que se ve sometida, sino "iluminada" por la ley de Dios y "orientada" por la ley natural.

3. Consideraciones finales sobre la ley natural

La moral tomista no puede renunciar al concepto de ley natural y, sin embargo, los estudios que demandan una nueva interpretación no pueden ser desoídos. Como todas las grandes realidades que hacen referencia al hombre, la ley natural necesita, de tiempo en tiempo, un reajuste que le alivie de elementos espúreos que se han ido adhiriendo, y que incorpore los enriquecimientos que las nuevas situaciones han logrado aportar. He aquí unas conclusiones con el fin de completar el estudio anteriormente expuesto:

a) El origen de la ley natural es preciso situarlo en relación con la ley eterna: en ese admirable orden con el que Dios ha creado el cosmos y esa providencia especialmente amorosa con la que dirige todo lo creado. Sólo en este sentido cabe llamarla ley. No es una "ley" técnicamente considerada. Ya Santo Tomás afirmó que "la sabiduría divina, moviendo las cosas a sus respectivos fines, tiene el carácter de ley". En consecuencia, la ley natural es la idea de Dios sobre el hombre, grabada en su espíritu y ordenada a la actividad vital. Por eso, Santo Tomás afirma que la "promulgación" de la ley natural consiste en que Dios la ha "colocado en la mente de los hombres".

b) La ley natural hace referencia a un proyecto de Dios en torno al hombre para que, en el ejercicio libre de su acción, se comporte de modo que responda a lo que realmente es. No es como una inclinación pasiva y ciega más elevada que el instinto animal, sino que es la imagen de Dios que demanda un tipo de conducta conforme a su elevada dignidad. En este sentido, no cabe hablar de antagonismo entre libertad y ley natural, pues ésta está ínsita en el espíritu que hace posible el ejercicio libre y racional del hombre. En la razón humana, Dios ha manifestado ese proyecto divino y ha grabado unas pautas de conducta por las que el hombre, en la medida en que sea fiel a ellas, llevará a cabo su propia percepción. La ley natural no es algo impuesto al hombre "desde fuera", sino que pertenece a su naturaleza".

c) Se ha de admitir que el hombre tiene una "naturaleza", si bien este término puede adquirir significaciones diversas. A parte de cualquier terminología de escuela, es evidente que el hombre es una realidad que se diferencia de todo otro ser creado. No se puede dejar al hombre a la intemperie conceptual diciendo que "su naturaleza es no tenerla", u otras interpretaciones más literarias que conceptuales. El hombre posee algunas características que lo constituyen como tal. Es el "sosein" (el ser así) de los alemanes, que da respuesta a esta interrogación: ¿por qué el hombre es así y no de otra forma?. Toda interpretación subjetivista acerca del hombre no puede olvidar que tiene una forma especial de ser. Esto, dicho en lenguaje de escuela, se llama naturaleza.

"Más allá de toda convicción de grupo, de toda estimación mayoritaria, de todo orden socialmente reconocido de valores, hay algo mucho más importante, a saber: una verdad que se hace patente a la razón, una verdad objetiva".

Esto tiene aplicación plena referido al hombre. Como afirma la Comisión Teológica Internacional:

"Existe una unidad lógica que se manifiesta a través de la común estimación de la dignidad humana, lo que implica imperativos para la conducción de la vida. La conciencia de todo hombre expresa un cierto número de exigencias fundamentales (cfr Rom 2,14) que han sido reconocidas en nuestra época en afirmaciones públicas sobre los derechos esenciales del hombre".

En efecto, ¿qué sentido tiene luchar por los derechos esenciales del hombre si el hombre no tiene esencia? ¿En qué se fundamentan esos derechos si no existe una naturaleza que los fundamente y demande?

d) Es evidente que ese modo especial de ser del hombre no debe entenderse por referencia principal al mundo físico ni siquiera al mundo animal. La referibilidad humana más cualificada no es hacia los seres que ocupan un lugar inferior en la escala del orden creado. La graduación establecida entre materia inorgánico, vida, animales y hombres es real. Pero el punto focal de referencia del hombre no es ése, sino Dios. De esta enseñanza se ha hecho eco el magisterio de la Iglesia a sus más altos niveles. En efecto, cuando el Concilio Vaticano II (GS, 12—18) se pregunta qué es el hombre, no lo hace en relación al animal, sino a Dios, y establece esta escala de valores que le especifican:

El hombre ha sido creado a "imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador".

El hombre "ha sido constituido señor de la entera creación visible".

El hombre no ha sido creado solo, sino en la comunidad hombre—mujer.

La sociabilidad es una nota destacada. "El hombre, en efecto, por su misma naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás" (GS, 12).

Aquí concluye la enumeración de las notas diferenciadoras del ser humano. Y, seguidamente, explicita algunos postulados comprendidos en estas primeras notas: el hecho del pecado, la constitución somático—psíquica, la capacidad de conocer, la conciencia, la libertad y la muerte.

La singularidad del hombre reside, en definitiva, en esa orientación natural que demanda su condición de ser espiritual, hecho a "imagen de Dios" y a su "ser—en—Cristo".

e) El Concilio no considera in recto la naturaleza física, sino que habla de la naturaleza humana; lo cual quiere decir, abierta a Dios y a los hombres. Considera al hombre no tanto en sí mismo, cuanto en esa relación con Dios y los demás. De aquí que, correctamente interpretado, se puede decir que la ley natural se contempla más como proyecto que como esquema físico prefijado.

En este sentido, cabe entender los cambios que afectan al hombre a lo largo de la historia. Ya Tomás de Aquino, situado en esta perspectiva, acepta que la ley natural, en relación a los principios secundarios, puede cambiar debido a nuevas valoraciones: porque se descubra algo "útil" que enriquece la naturaleza del hombre. Piénsese en los descubrimientos que se han llevado a cabo en el terreno de la medicina, los trasplantes o de la biología, así como los procesos de fertilidad de la mujer o los medios de fecundación artificial, etc. Estos nuevos datos significan conocimientos nuevos de la naturaleza humana, si bien, la reflexión cristiana descubre que algunos de esos procesos naturales deben ser respetados y que la naturaleza no puede ser manipulada.

f) En el proceso histórico, el hombre descubre una serie de valores respecto a la dignidad de la persona y a los condicionamientos de la vida social. La sensibilidad, valoración y reconocimiento jurídico de los derechos humanos, ha representado, indiscutiblemente, un proceso de enriquecimiento de la ley natural. De ahí que algunos propongan que se hable no de ley natural, sino de valores morales que especifican esa ley natural. Pero no hay razón para ello; es suficiente considerar que, por ejemplo, el amor humano, la fraternidad universal, la paz, la justicia, etc., son expresiones de la ley natural, que enriquecen su contenido. La lista de los derechos subjetivos, vividos y defendidos jurídicamente, son expresiones actualizadas y enriquecidas de los principios y aplicaciones de la ley natural, tal como explicaba Santo Tomás.

g) En cuanto a su obligación, como hemos precisado, Santo Tomás afirma que, en principio, la ley natural sólo obliga absolutamente respecto a los preceptos primarios". Los secundarios o consecuencias obligan si los preceptúa una ley posterior divina o humana: "Aquello que dicta la ley natural como derivado de los primeros principios de dicha ley natural no tienen fuerza coactiva de un precepto absoluto, sino después de haber sido sancionado por la ley divina o humana". Estos cambios, según Santo Tomás, pueden afectar incluso a la aplicación del Decálogo".

Estas breves consideraciones no hacen más que subrayar algunos aspectos. En consecuencia, más que "prescindir" de la ley natural, como pretenden algunos, se tratará de asumirla o interpretarla correctamente. A ello ayudará la integración de los tratados de creación y elevación: Jesucristo Creador y Redentor es el origen de la ley natural y de la nueva ley de la gracia. La revalorización cristológica de la creación ha sido puesta de relieve por teólogos de la modernidad como Rahner y Schillebeeckx " y no pocos moralistas.

III. LA LEY NATURAL. ESTUDIO HISTÓRICO

La doctrina tomista sobre la ley natural es una síntesis elaborada en el siglo XIII a partir de las ideas que se habían ido acumulando "desde tiempo inmemorial". De aquí que sea conveniente conocer el origen de la doctrina sobre la ley natural y, a la vista de la interpretación tomista, iluminar las cuestiones que este importante tema plantea a la teología moral de nuestro tiempo:

1. La ley natural en el pensamiento greco—romano

La historia de la "ley natural" es antiquísima, anterior al período socrático con el que se inicia en Occidente la reflexión ética. A Antígona se la denomina la "heroína de la ley natural", cuando, en protesta contra su tío Creonte por la condena a muerte de su hermano, al no serle permitido retirar su cadáver, apela a "las leyes no escritas", anteriores y más imperantes que las leyes positivas de la polis:

"No creo que vuestros decretos tengan tanta fuerza que hagan prevalecer la voluntad de un hombre sobre la de los dioses, sobre estas leyes no escritas e inmortales; éstas no son de ayer, son de siempre. ¿Acaso podré por consideración a un hombre, negarme a obedecer a los dioses?".

Esta convicción de Antígona en el siglo VI a.C. debía ser conocida y propagada en su tiempo, y así se convierte en doctrina común por los sofistas del siglo V: los poderes de los que gobiernan están por debajo del designio de los dioses. Pero los gobernantes, aseveran los solistas, tratan de cubrirse con el poder divino, de modo que aún los dioses fueron inventados para justificar el poder civil". Por eso, los sofistas criticaban el Estado porque había menospreciado todo poder. Epicteto enseña, como regla de conducta, el primer principio de la ley natural: "Hay que hacer el bien y evitar el mal".

En el período posterior, los grandes filósofos Platón y Aristóteles hacen suya la doctrina sobre la ley natural. Aristóteles introduce el tema en la ética "política", al contraponer las leyes "justas por naturaleza" (fysei dikaion) y "justo en virtud de la ley" (nómo díkaion). Las leyes "justas por naturaleza" aludían al adjetivo "evidente", es decir, son aquellas que son "justas por sí mismas". Pero Aristóteles, llamado "el padre del derecho natural", no nos dejó una doctrina elaborada ni se detuvo a especificar qué es lo que debía entenderse como "justo por naturaleza", si bien es claro que tenía a la vista el ser del hombre.

Entre los escritores latinos, la doctrina acerca de la existencia de una ley universal en el hombre se convierte en sentencia común. Sobresale a este respecto el conocido texto de La República de Cicerón:

"Ciertamente existe una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida de todos, constante y sempiterna... A esta ley no es lícito ni arrogarle ni derogarle algo, ni tampoco eliminarla por completo. No podemos disolverla por medio del Senado o del pueblo. Tampoco hay que buscar otro comentador o intérprete de ella. No existe una ley en Roma, otra en Atenas, otra ahora, otra en el porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a toda la humanidad en todo tiempo, y hay un solo Dios común maestro y Señor de todos, autor, sancionador, promulgador de esta ley. Quien no la guarde, se traiciona a sí mismo y ultraja la naturaleza humana, y por ello sufre máximas penas, aunque crea escapar de los suplicios".

No obstante, los romanos distinguieron entre el ius civile, por el que se rigen los ciudadanos del Imperio y el ius gentium, al que se acomodan los pueblos sojuzgados o los habitantes del Imperio que no gozan del título de ciudadanos.

2. La "ley natural" en la Sagrada Escritura. A.T.

Siempre es un riesgo pretender encontrar en la Revelación los conceptos elaborados en otro ámbito cultural y cuyo origen se cifra en razones intelectuales y no religiosas. No obstante, la "ley natural", por su origen en Dios, goza de un especial estatuto y así tiene valor universal. Por esta razón, se reconoce su vinculación con el pensamiento bíblico.

"La ley natural es de origen griego, no bíblico. Pero, en su sustancia, es humana y coincide con la originalidad de la llamada moral absoluta, la cual es irreductible a cualquier otra. Toda la parte sapiencias del AT no es otra cosa que experiencia y reflexión moral, patrimonio de una comunidad que ha ido madurando, perfeccionándose y mortificándose a través del tiempo y de las diversas situaciones culturales".

Y el Padre Díez Macho se propone la cuestión si el contenido doctrinal que responde al sintagma "lex naturae" cabe encontrarlo en la Biblia. Así se cuestiona:

"¿Habla la Biblia de la ley natural? ¿Habla de ella el Antiguo Testamento? ¿Qué tiene que ver la filosofía estoica con la Biblia?. Y sin embargo, es cierto que el Nuevo Testamento, aunque no con la locución "ley natural", varias veces hace referencia a ella; y lo mismo el Antiguo Testamento".

Seguidamente, Díez Macho hace alusión a la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio, y escribe:

"El Yahwista, filósofo y teólogo del s. X. a. de Cristo, autor del capítulo 2 del Génesis, reflexionando sobre la naturaleza del matrimonio, deduce y enseña que Dios desde el principio lo hizo —manera de afirmar que por constitución, por naturaleza, es así— monógamo e indisoluble".

En consecuencia, si en el Antiguo Testamento no encontramos una tematización ni el sintagma "ley natural", sí cabe mencionar una serie de elementos que responden a lo que el pensamiento occidental conceptualizó sobre este tema. Así, por ejemplo.

— Los preceptos contenidos en el Deuteronomio son catalogables como preceptos que pertenecen a la ley natural:

"Porque estos mandamientos que yo te prohibo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de ti sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica Mira: hoy te pongo delante de la vida y la muerte; el bien y el mal. Si obedeces los mandamientos del Señor, tu Dios, vivirás si no morirás (Dt 30,11—15).

— La legislación del Pentateuco enuncia principios generales de comportamiento, que cabría reducir a lo que más tarde los escolásticos denominarán los "primeros principios".

— Los libros proféticos y sapienciales abundan en máximas éticas que apelan a la condición normal —natural— del hombre y que se insertan en la sabiduría popular para ensalzar el valor de las conductas moralmente intachables.

— Los castigos que relata el Génesis (Sodoma y Gomorra, Gen 19), el pecado de sodomía y el incesto (Gén 19,30—36), la reprobación de la conducta de los paganos (Gén 12,10—20), las amenazas que proclama Amós (Am 1,2), etc., son datos que se enjuician desde la perspectiva de una conducta ética exigida al hombre en su calidad de tal.

— Consideración aparte merecen los Diez Mandamientos que responden a imperativos morales mínimos. No nos interesa aquí los diversos problemas exegéticos que plantean"; sí cabe afirmar que no se trata sólo de una formulación ética de conducta, sino que es preciso interpretarlos como una iniciativa divina, en el ámbito de la Alianza, por lo que destaca el carácter de ley positiva profundamente religiosa". Sin embargo, el "contenido" de esas leyes es lo que los autores medievales, y de modo tan expreso Graciano, consideraban como principios derivados del primer postulado de la ley natural.

3. La ley natural en el Nuevo Testamento

También la terminología es ajena al Nuevo Testamento. No obstante, se encuentran en los Evangelios diversos imperativos morales que responden a la conducta humana en cuanto tal. Así, por ejemplo, se afirma que se "debe hacer el bien y evitar el mal" (Mc 3,4; cfr. Rom 2,9—10); la justicia se considera una. actitud natural: ¿"Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?" (Lc 12,57) y "el obrero es digno de su salario" (Lc 10,7); el agradecimiento responde a la cantidad de la deuda que se perdona (Lc 7,40—43; Mt 18,2—25); el dueño de la viña está obligado a "dar a cada uno su salario" (Mt 20,4); el padre es naturalmente bueno para sus hijos (Lc 15,20—32); el que es inocente no debe recibir castigo (Jn 18,23); "hay que dar al Cesar lo que es del Cesar" (Mt 22,17—21); lo convenido en contrato debe cumplirse (Mt 20,13), etc.

Los demás escritos del Nuevo Testamento están llenos de recomendaciones morales que los convertidos han de llevar a la práctica: han de hacer el bien y evitar el mal (Rom 12,2; 16,19); no se puede llevar una vida ociosa, por eso "el que no trabaje que no coma" (2 Tes 3,10—13); la mujer debe amar al marido (Tit 2,4) y el marido a su mujer (Ef 5,25—30); el trabajador tiene derecho al fruto de su trabajo (2 Tim 2,6) y ha de haber equidad en los bienes (2 Cor 8,15); no debe hacerse acepción de personas (Sant 2,9); el obrero merece su salario (1 Tim 5,18); es preciso pagar las deudas (Rom 13,7— 8; 1 Cor 7,39); se ha de respetar a los padres y a las personas mayores de edad (1 Tim 5,1—2); el que es jefe debe mandar con justicia y discreción (Col 4,1; Ef 6,9); los malos son ingratos (2 Tim 3,2), por el contrario, los buenos son agradecidos (Ef 5,4), etc. Los ejemplos podrían multiplicarse. Ceslas Spicq, en contexto muy similar, escribe:

"En cierto sentido, no cabe nada más humano que la moral neotestamentaria, pues denuncia los mismos vicios y predica las mismas virtudes que los códigos judíos, griegos y romanos, respondiendo a instancias de la conciencia universal. El Señor y sus Apóstoles se apoyan precisamente en la rectitud de juicio de los hombres para presentarles la vida cristiana como la perfecta realización de la conducta moral: como una luz potente que emite sus claros resplandores, los creyentes manifiestan sus buenas obras en las que se revela al mundo la presencia y la acción de Dios en su corazón...

Gracias a su buen juicio, al equilibrio de su carácter, a la ponderación y al decoro de toda su conducta... el cristiano aparece como una realización del ideal de la educación griega... Sin embargo, el creyente no puede alcanzar esta perfección sin el socorro de la gracia educadora... Por eso, la moral neotestamentaria, aunque respeta y asimila todos los valores humanos profundos, no puede en absoluto identificarse con una moral laica; cuando recurre y apela a las exigencias de la conciencia pidiendo al cristiano que se conduzca con toda rectitud, puntualiza siempre: gracias a Dios, en Cristo, por la caridad".

Hay además un texto en el Evangelio de S. Mateo, no citado, que cabe interpretarlo como el "código de la ley natural evangélica". Es el que recoge el juicio final de la historia humana. Según el exégeta protestante J. Jeremías, Mt 25,31—46 responde a una "cita implícita". Los discípulos de Jesús se salvan porque creen en El. Entonces, un espontáneo habría preguntado al Señor: "¿Cómo se salvan los que no te conocen?". Y Jesús expone principios de la ley natural, que han de cumplirse para salvarse.

Pero los autores y la tradición han distinguido dos textos de San Pablo, en los que de una forma más explícita se alude a la ley natural, si bien en ningún momento se consigna expresamente esa nomenclatura.

a) Rom 1,18—32. Hace un parangón —como más tarde repetirá Santo Tomás— entre el orden teórico y el práctico: los paganos no han sabido usar el poder de la razón para conocer al Dios verdadero, por eso "son inexcusables" en sus acciones (vv. 18—20). El abuso del conocimiento natural les condujo a aberraciones morales: "no glorificar a Dios y darle gracias" viniendo a "oscurecer su insensato corazón" (v. 21); cayeron en la presunción y "alardeando de sabios se hicieron necios" (v. 22); denigraron y rebajaron la imagen de Dios en el hombre (v. 23); se entregaron "a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos" (v. 24); trocaron la verdad por la mentira" (v. 25); lo que les condujo a toda desviación antinatural de las costumbres sexuales "cometiendo toda clase de torpezas" (vv. 26—28); por eso "Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos o calumniadores, abominadores de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; los cuales conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen" (vv. 29—32).

Es una lista ampliada de aquellos preceptos que Santo Tomás encuentra escritos en la ley natural y representan un desarrollo y aplicación de la misma.

b) Rom 2,14—15. Es el texto más citado. San Pablo hace desfilar tres "clases de hombres": paganos, judíos y cristianos: "En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin ley (mosaica), cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos ley" (v. 14). En concreto, los paganos tienen en sí una ley que, si la cumplen, hacen el bien. "Y con esto muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos a otros se acusan o se excusan" (v. 15).

Ausente de toda terminología filosófica, no hay duda que este texto contiene, como luego diremos, la doctrina católica sobre la ley natural.

En los escritos de San Pablo desfilan frecuentemente estas tres categorías de personas que menciona este texto. En 1 Cor 9,21—22, San Pablo afirma que el que sigue a Cristo se hace judío con los judíos y pagano con los paganos:

"Hay tres categorías de hombres: los judíos sometidos a la legislación mosaica, los paganos que obedecen a su conciencia y a las prescripciones de la ley natural y los cristianos fieles a la voluntad divina revelada por Cristo. Ninguna criatura racional está sin regla de vida. Si el cristiano abole la ley de Moisés y aporta un complemento de luces que determinan y concretan las meras prescripciones de la razón, es porque tiene una norma moral propia tan rigurosa como precisa y amplía: la "ley de Cristo", idéntica a la "ley del espíritu de vida" (Rom 8,2), también concebida como una vivificación por la caridad (Gál 62; cfr, 5,14)".

Y el P. Spicq comenta:

"Aquí tenemos el esbozo de los tres tipos posibles de moral: a) judía, en que la ley en una condición que hay que cumplir para alcanzar el fin; el acto sólo tiene valor por su conformidad con el precepto; b) cristiana, que posee a la vez el carácter de religioso, por su conformidad con la voluntad divina, y de vida, por el dinamismo propio de cada sujeto; las acciones virtuosas aparecen como fruto de la unión con Cristo; c) pagana, que funda sus motivos de acción en un bien supremo, cuyo valor constituye un ideal y posee una función ordenadora y reguladora".

En estos textos, ¿habla San Pablo de la ley natural? Como es lógico, el Apóstol no plantea el tema al modo como siglos más tarde lo harán los teólogos de oficio, pero la doctrina está ciertamente recogida en estos textos, dentro de un ámbito nuevo, religioso y cristiano. Como afirma Schnackenburg:

"La expresión "por naturaleza" no se refiere a la "lex naturalis" estoica, como si San Pablo aceptase la doctrina moral estoica. El estoico arraiga tan profundamente la lex naturalis en la naturaleza humana que aquel que la conoce puede llevar una vida adecuada. Esta no es en modo alguno la opinión de San Pablo, quien emplea la expresión "fysei" en sentido no filosófico y popular... En todo caso el pasaje atestigua la concepción de San Pablo, no totalmente libre de la influencia del pensamiento estoico, pero entendida en sentido cristiano: todos los hombres poseen una capacidad de juicio moral y una conciencia".

En el mismo sentido, estos textos son interpretados por Spicq:

"Las nociones de la lex divina, lex naturae, conciencia y libertad eran corrientes en la filosofía popular helenística. Lo mismo que Moisés se inspiró en parte en el Código de Hamurabí y en el derecho consuetudinario asirio—babilónico, San Pablo asume los valores propiamente humanos reconocidos y propagados por los estoicos".

4. La ley natural en los Santos Padres

El comentario a estos textos y el medio cultural en que escribieron los autores cristianos, permitió que el trasvase de la literatura católica a la doctrina filosófica acerca de la ley natural se hiciese de modo normal, pero enriquecida. Diversos autores se han ocupado de su estudio". Aquí recogemos algunos testimonios más explícitos.

Los Padres exponen la doctrina sobre la ley natural y la mencionan explícitamente al menos en dos ocasiones: al comentar los textos bíblicos del Génesis o de la Carta a los Romanos y por motivos apologéticos: quieren afirmar que Dios no es injusto al dejar a los paganos sin ley. Simultáneamente, les culpan de sus delitos para urgirles la conversión a la fe.

Ya San Justino menciona "lo que es eterno y naturalmente justo y piadoso", "las leyes generales, naturales y eternas" " que se oscurecieron "por influjo de un espíritu impuro o de unas costumbres y unas leyes perversas". Asimismo, habla de acciones realizadas "contra la ley de la naturaleza".

Tertuliano contesta a los judíos, escandalizados de que los cristianos crean que su moral prescinde de la Ley, que hacen lo mismo que han hecho ellos: su ley había sustituido a aquella Ley no escrita en la conciencia de todos los hombres.

San Ireneo responde a esta pregunta: "¿Por qué no tuvieron la Ley las generaciones que precedieron a Moisés?" Y contesta: todos los hombres tienen otra ley escrita en sus corazones que suplía a la ley mosaica.

Orígenes afirma que la ley natural, que está escrita en todos los hombres, supera en mucho a todas las leyes positivas humanas. Y también, apoyado en la ley natural, defiende a la Iglesia contra las injustas leyes del Estado.

San Jerónimo acusa la inmoralidad de los paganos al comentar Is 24,5:

"Que oigan los judíos, que se glorían de que sólo ellos han recibido la ley de Dios: todos los hombres del orbe de la tierra recibieron al principio la ley natural; y más tarde la dio a Moisés porque aquella primera ley se había disipado".

Mención aparte merece la reflexión de San Agustín en sus controversias sobre la gracia. Pero también la menciona en sus sermones y otros escritos: "Todos son pecadores, pues han desobedecido a esa ley escrita en su interior". Los malos deben leer los preceptos de la vida moral en ese libro en el que se contiene la ley". En las Confesiones habla de esa ley que ni siquiera el ladrón la puede robar".

S. Gregorio Magno en Moralia in Job, que tanto influjo ejerció en las ideas morales, escribe:

"El Creador Todopoderoso hizo al hombre un ser razonable, radicalmente distinto de los que carecen de inteligencia. Por eso, el hombre no puede ignorar lo que hace, pues por la ley natural está obligado a saber si sus obras son buenas o malas... En consecuencia, los mismos que niegan conocer los preceptos divinos, tienen instrucción suficiente sobre sus actos. De lo contrario ¿por qué se avergüenzan de sus malas acciones?".

Si entre los Padres latinos sobresale la doctrina de San Agustín, entre los orientales destaca la frecuencia y claridad con que S. Juan Crisóstomo se expresó sobre este tema. El Crisóstomo habla del "hombre autodidacta", pero "capacitado para saber", a quien Dios "imprimió en su ser una ley natural". "La ley escrita no la dio a nadie más; la natural, en efecto, la tenían todos en sí mismos enseñando lo que es bueno y lo que es malo". En la Homilía XII, tan expresa en este tema", concluye:

"Puesto que, en efecto, dará a cada uno según sus obras, puso por esto en nosotros la ley natural y más tarde nos dio la ley escrita, para imponer penas a los pecadores y coronar a los que proceden rectamente. Procedamos, pues, en nuestras acciones con gran cuidado y como quienes han de presentarse al tremendo juicio, sabiendo que no gozamos de ninguna indulgencia, si después de la ley natural y escrita y de tanta doctrina, y de continuas amonestaciones descuidamos nuestra salvación".

En resumen, la doctrina de los Padres en torno a la ley natural es muy abundante y se expone con ocasión de muy diversas circunstancias. Pero en todos los textos están patente dos consideraciones: la misericordia de Dios con los hombres al darles esa ley natural, así como la responsabilidad de la persona en el caso de que no haga uso de esa ley interior que marca la pauta moral de sus actos.

5. La ley natural en la reflexión posterior

No es fácil seguir el proceso de la reflexión filosófico—teológica hasta el siglo XIII ni las pautas que siguieron hasta nuestros días. Las interpretaciones son bastante dispares. Algunos consideran un enriquecimiento al contacto con el pensamiento del derecho natural de los canonistas, mientras que otras prejuzgan el juridicismo y el fisicalismo que acompañó la reflexión teológica posterior".

La doctrina tomista incorporó el desarrollo llevado a cabo por los juristas. De hecho, Santo Tomás asume la doctrina de Ulpiano. El conocido jurista del s. 111 distingue entre el "ius naturale" y el "ius gentium". El "ius naturale" es el que responde a la naturaleza no espiritual, es propio de los animales y no cabe aplicarlo al hombre ni siquiera en sus tendencias no voluntarias. Por el contrario, el "ius gentium" es exclusivo del hombre.

El Aquinate, citando a Ulpiano, escribe:

"Derecho natural es el que la naturaleza enseña a todos los animales. Pero en sentido estrictísimo lo forman aquellos elementos que pertenecen sólo al hombre".

Esta distinción tomista es importante, pues elimina la opinión de quienes puedan interpretar la ley natural como una consideración fisicalista. La ley natural, referida al hombre, es la naturaleza humana, es el ser del hombre, que refleja en sí la imagen de Dios. Si la "ley eterna" tenía un valor cósmico, la "ley natural" representa un valor humano. Al modo como la "ley eterna" significa la armonía del cosmos, de modo semejante, la "ley natural" evoca esa armonía de la persona. La sabiduría divina conduce al hombre conforme a una finalidad: realizar la vocación a que ha sido llamado. A eso tendía el Decálogo en el Antiguo Testamento: a posibilitar una vida enteramente humana a aquel pueblo que salía de la esclavitud y que debía peregrinar largo tiempo hasta poder asentarse en una patria. Y a eso mismo conduce la "ley nueva": a que el cristiano lleve a cabo la gran vocación a que ha sido llamado, vivir la nueva vida en Cristo.

La ley natural cumple en grado sumo la noción de "ley" y en la doctrina tomista es preciso entenderla en el sentido en que Santo Tomás concibe la ley y precisa con exactitud su papel en la vida moral. Ya desde el comienzo del tratado, Santo Tomás afirma que la misión de la ley es mover al bien, mediante la instrucción. Los agentes externos que orientan al hombre en el actuar moral son buenos y malos: el mal proviene del demonio y el bien de Dios que instruye por la ley y ayuda por la gracia.

La historia de la ley natural posterior a Santo Tomás sitúa un jalón importante en el ockamismo. Ockam ha representado para el pensamiento teológico derivado de la Edad Media un viraje considerable en bastantes aspectos. De hecho, el nominalismo es una especie de heterodoxia al tomismo oficial. En relación a la ley natural, el voluntarismo ockamiano sitúa esos primeros principios en la voluntad de Dios. En consecuencia, todo se resuelva en saber si tal precepto es o no querido por Dios, de forma que Ockam se pregunta si Dios podría incluso mandar algo intrínsecamente malo. Y su respuesta es afirmativa. Con el nominalismo, el carácter racional" de la ley natural quedaba desfigurado.

De aquí que la reacción no se dejase esperar. Y vino precisamente por los comentaristas a Santo Tomás, que en algunas corrientes llevaron la reacción a un intelectualismo exagerado: la ley natural es una racionalización de normas deducidas de los primeros principios. Así, afirman algunos, surgió una normativa moral que lo reducía todo a ley natural. La ley natural era como una ley positiva: un legalismo fijista que parecía entender al hombre como pura esencia inmutable, como una parte fija de la naturaleza.

6. Ley natural en el Concilio Vaticano II

Aparte la exageración que pueda darse en semejante acusación, el hecho es que la interpretación de la ley natural ha sufrido un tal retroceso que, de una moral basada en la ley natural, se ha ido a la negación o al menos a la desconsideración de dicha ley. Así lo expresa un buen conocedor de la teología moral de nuestro tiempo:

"No podemos olvidar que desde mediados del siglo pasado el progreso científico ha corrido parejo con una recesión general de la creencia en un derecho natural, que muchos llegaron a considerar como una ficción, como el último vestigio de la época metafísica. Inevitablemente, pues, cuando la Iglesia decidió entablar de nuevo en el mundo un diálogo interrumpido durante mucho tiempo (Vaticano II), no fue capaz de evitar la influencia del pensamiento profano, hasta tal punto que el descrédito en el cual había caído el derecho natural llegó a propasarse incluso al interior mismo de la Iglesia. Asimismo, muchos teólogos ya no se atreven a invocar este vocabulario (naturaleza, derecho natural), incluso cuando no pretenden poner en tela de juicio la realidad que dicho vocabulario designa, cosa que otros, por el contrario, no vacilan en hacer. Se impone, pues, denunciar las ambigüedades —numerosas en este campo— con el fin de arrojar un poco de luz sobre el tema".

En efecto, la crisis actual se ha acrecentado incluso después del Concilio Vaticano II. Es cierto que la relación teología moral—ley natural in recto no está expresamente contemplada en sus Documentos, pero la doctrina acerca de la ley natural está explícitamente formulada, y en ocasiones se la considera como presupuesto de otras verdades. Estos son los testimonios más explícitos.

El texto más terminante, por su tratamiento riguroso, figura con ocasión de la doctrina en torno a la conciencia:

"En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente" (GS, 16).

Lo más decisivo en torno a la ley natural está contenido en este texto.

También en la Declaración sobre Libertad religiosa, el Concilio hace mención expresa de la ley natural:

"Todo esto se hace más evidente cuando se considera que la norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universal y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta ley, de tal manera que el hombre, por suave disposición de la divina providencia, puede conocer cada vez más la verdad inmutable... El hombre percibe y conoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina" (DH, 3).

El Concilio apela también a la "ley divina" que rige las relaciones conyugales en orden a la procreación (GS, 50) y menciona la "ley eterna" por la que Dios rige el cosmos, con ocasión de insistir en la paz como vocación común de la humanidad (GS, 78).

En estas citas se contiene la doctrina del Concilio Vaticano II respecto a la ley natural. No son demasiadas, pero sí expresas y solemnes, tanto por el lugar en el que se citan, como por la tarea que le señalan. No obstante, es cierto que el Vaticano II destaca más el hombre, imagen de Dios, como referencia de la vida moral, tal como afirma uno de los moralistas más cercano a la elaboración de los Documentos Conciliares:

"No podemos dejar de notar que el Concilio sólo habla tres o cuatro veces de la ley natural: evita sacar un criterio moral de la conformidad del hombre respecto al cosmos y los animales, como lo hacían con frecuencia Aristóteles (Política l), ciertos estoicos y Ulpiano. Por el contrario, se refiere su discurso moral un centenar de veces al valor de la persona humana, en cuanto imagen de Dios".

IV. LA NUEVA LEY O LEY EVANGÉLICA

La ética teológica vuelve reiteradamente a la "nueva ley" en busca de las raíces cristianas de la moral. Incluso, en el intento de incorporar plenamente la ley natural a la moral católica, se estima encontrar en la "ley nueva" algo así como el "bautismo" del racionalismo al que ha estado sometida la noción de la ley natural. En efecto, la ley natural tiene ciertamente un origen religioso: la ley eterna (o "la ley de los dioses"), pero la consideración cristiana de la ley natural se hace por y en la "ley nueva" o "de la gracia", pues en ella naturaleza y gracia se armonizan perfectamente. De aquí la importancia de tratar ambas leyes conjuntamente, respetando lo específico de cada una de ellas.

1. Datos bíblicos

La "ley nueva" o "ley de Cristo" no es una elaboración teológica, sino un dato explícito del Nuevo Testamento. La expresión "ley de Cristo" es paulina: "Ayudáos mutuamente, y así cumpliréis la ley de Cristo" (Gál 6,2). Y a los corintios, el Apóstol afirma que él está "bajo la ley de Cristo" (1 Cor 9,21). En la Carta a los Romanos, San Pablo la denomina "ley del espíritu": "No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida en Cristo me libró de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,1—2).

Recibe además el nombre de "ley de la fe": "¿Dónde está tu jactancia? Ha quedado excluida. ¿Por qué ley? ¿Por la ley de las obras? No, sino por la ley de la fe, pues sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin obras de la Ley" (Rom 3,27—28).

El Apóstol Santiago la denomina "ley de la libertad" o "ley perfecta": "Quien atentamente considera la ley perfecta, la de la libertad, éste será bienaventurado por sus obras" (Jab 1,25). Y este otro texto: "Hablad y juzgad como quienes han de ser juzgados por la ley de la libertad" (Jab 2,12).

Todos estos nombres se contienen en el sintagma "ley nueva", que no ha de identificarse con el "mandamiento nuevo", si bien lo incluye, pues ambos pertenecen al orden de la gracia. Se trata de ese estilo inédito de conducta que demanda la nueva vida alcanzada por la infusión del Espíritu.

Estos nombres se repiten en la tradición teológica posterior. Así, por ejemplo, Santo Tomás multiplica aún más los apelativos de esta nueva ley, que denomina "lex nova", "lex evangélica"; "lex Novi Testamenti"; "lex veritatis"; "lex libertatis"; "lex fidei"; "lex perfectionis"; "lex amoris"; "lex caritatis". Todas estas realidades se expresan en la riqueza que se contiene en la "nueva ley". Santo Tomás no explica cada una de estas expresiones, si bien casi siempre, muy de paso, las justifica. En todo caso, es de notar que, tanto la profusión terminológica como las adjetivaciones, indican la riqueza y novedad que entraña la "nueva ley".

2. Doctrina de Santo Tomás sobre la "ley nueva"

La teología moral de nuestros días encuentra en las cuestiones 106—108 de la Suma Teológica el apoyo y la autoridad de Tomás de Aquino para la renovación de la ética teológica. Y, realmente, sobran razones para admirar la altura doctrinal que presenta la enseñanza tomista sobre la nueva ley.

Como en las cuestiones dedicadas a la ley natural, también aquí Santo Tomás inicia su reflexión definiéndola: la ley nueva es:

"La gracia del Espíritu Santo que se comunica por la fe en Cristo. Y así consiste principalmente en la gracia misma del Espíritu Santo que se da a los fieles de Cristo".

Un recorrido por los textos tomistas confirma la importancia y la riqueza que esa nueva realidad adquiere en el pensamiento del Aquinate. Estas son en síntesis las tesis fundamentales que expresa Santo Tomás:

a) Como la ley natural, también la "nueva ley" consta de elemento primario y secundario. Lo primario es "cierta disposición a la gracia del Espíritu Santo" 1", o como afirma en otro lugar: "lo principal es la misma gracia del Espíritu Santo comunicada interiormente". Lo secundario, lo constituyen las "palabras y escritos que enseñan al cristiano lo que debe creer y hacer". O sea, que "pertenecen a la Ley del Evangelio de modo secundario los documentos de la fe y los preceptos que ordenan los afectos y los actos humanos" "O.

b) El elemento principal de la ley nueva está ínsito —"lex ínsita"— en el cristiano como lo está la ley natural. No es, en consecuencia, una ley externa promulgada. Sin embargo, se da una distinción entre la ley natural y la ley nueva: la ley natural está en el hombre "como perteneciente a la naturaleza humana", mientras que la ley nueva es "sobreañadida por el don de la gracia". Por lo que la ley nueva no sólo indica, como la ley natural, lo que se ha de hacer, sino que, simultáneamente, le ofrece la ayuda oportuna para realizarlo ......

c) Los "preceptos" de la nueva ley se nos transmiten de modo diverso: algunos son escritos y otros constan sólo de palabra". El elemento principal está ínsito, mientras que el secundario constituye la ley escrita".

d) La nueva ley no se da en todos los hombres del mismo modo, sino que depende de la disposición interior de cada uno respecto a esta ley. Además cambia con las diversas etapas de la historia personal, según se la proteja o no. Sobre todo se adecua a la disponibilidad de la persona en orden a recibir la gracia del Espíritu Santo.

e) Santo Tomás dedica los cuatro artículos que constituyen la q. 107 a comparar la nueva ley cristiana con la antigua ley judaica. Y propone diferencias notables. Así, por ejemplo, si bien concuerdan en que ambas perseguían el mismo fin: la sumisión a Dios; sin embargo, la antigua era como "un pedagogo", mientras que la nueva es "la ley de la perfección"; aquella era la "ley del temor", ésta la "del amor". En consecuencia, se interrelacionan como lo perfecto y lo imperfecto.

Conforme a las palabras de Jesús, enseña Santo Tomás que la "ley nueva" es el cumplimiento de la antigua. Pero no contiene preceptos contrarios a los promulgados por la ley mosaica, así como tampoco aquellos pierden vigencia, si exceptuamos las prescripciones relativas al culto y ciertas costumbres y prácticas judías. Los preceptos de la nueva ley están como en semilla contenidos en la ley antigua. En otro sentido, la ley antigua era más difícil de observar por la multiplicidad de mandatos, pero la nueva es más exigente por la fuerza moral interior que postula y exige su cumplimiento.

f) Materia importante es especificar los contenidos propios de la ley nueva. Al tema dedica Santo Tomás la cuestión 108. El contenido fundamental de la ley nueva es "la gracia del Espíritu Santo que se manifiesta en la fe operativo". O sea, la gracia sobrenatural alcanzada por la redención de Cristo. No obstante, se requiere también que haya algunos elementos externos por los que se comunique la gracia de Cristo. Estos lo constituyen los sacramentos. Pero existen además otros signos exteriores: algunos son mandatos expresos muy unidos a la gracia, cuales son, por ejemplo, la profesión de fe. Otros son ciertas acciones externas, que no están unidas intrínsecamente al acto de la caridad, las cuales, o bien se dejaron a que las concretase la autoridad competente o bien están a la libre disposición de cada creyente. No en vano la "ley nueva" se denomina la "ley de la libertad". frente a la antigua que contenía tantos preceptos vinculantes.

Además, la "ley nueva" urge también el cumplimiento de los preceptos morales de la antigua ley, tales como "no matar, no robar y cosas semejantes". Por consiguiente, además de las exigencias de la gracia, de los sacramentos y de esos preceptos morales, la ley nueva no propone más normas externas. Sin embargo, impera sobre las condiciones internas del sujeto moral, imponiendo ciertos actos internos. Finalmente, la ley nueva contiene una serie de consejos, que principalmente se relacionan con la vida del estado religioso 1".

Desde la ley del temor, Santo Tomás conduce la moral a las exigencias de la entrega de los consejos que supera toda legalidad. La ley nueva comporta un nuevo estilo de vida moral animado por la acción del Espíritu Santo y fortalecida por los sacramentos. Una razón más que ensambla vida moral y práctica sacramental.

Según San Pablo, el cristiano tiene impresa la ley de Cristo (ennomos Christou, 1 Cor 9, 21). La "ley nueva" es la exigencia de que la nueva vida originada en el Bautismo alcance la plenitud en Cristo. "Tener impresa" la ley de Cristo, es como decir que la existencia cristiana debe reproducir la vida de Cristo. La nueva ley es el cumplimiento de la vocación cristiana que se inicia en la llamada eterna —insondable y amorosa— de Dios (Ef 1,3—14), hasta alcanzar la plenitud en Cristo Jesús (Ef 4,13).

El cristiano "no está bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6,14). Por lo mismo, no soporta un yugo (Hech 15,10), sino que como hijos de Dios se adhieren y cumplen su voluntad (Gál 4,21—3 l).

Según Santo Tomás, la ley nueva tiene exigencias mayores que la antigua, pero comporta asimismo la ayuda necesaria para llevarla a término. Es así como la "nueva ley" no es sólo "ley", sino vida de Cristo en el hombre. En este sentido, es Cristo la única norma". Para los autores del Nuevo Testamento, la conducta y la palabra de Jesús valen como criterio normativo de juicio y como norma moral suprema, en calidad de "ley de Cristo" (ennomos), "inscrita en los corazones de los fieles".

Como se deduce de la doctrina de Santo Tomás, la "ley natural" y la "ley nueva" tienen el mismo origen divino y ambas están ínsitas —grabadas— en el hombre. De aquí que no cabe confrontarlas, sino buscar el modo de armonizarlas entre sí.

"Queda significado así el impacto de la ley nueva de Jesús sobre la ley natural; estas dos formas de ius divinum corresponden a la dialéctica de dos realidades que vienen de Dios: la naturaleza y la gracia. En la prolongación de la Encarnación, la Revelación y la fe, no sólo se respetan los preceptos de la ley natural, sino que reciben más firmeza y objetividad (en razón de la autoridad superior inherente al Autor de la fe). Asimismo, en muchos sectores, ellas proponen vías de superación (los consejos evangélicos) o una modificación en la escala de valores... podemos subrayar que la fe robustece considerablemente la objetividad de la ley moral, colocándola al amparo de vacilaciones o de incertidumbres. Por eso, el hombre no queda sujeto a una imposición de una ley extrínseca a su ser, sino al contrario está asegurado el progreso hacia su destino verdadero y el acceso, por la fe, a lo que Pío XI ha llamado "racionalización cristiana".

Pero, como afirma Santo Tomás, la "ley nueva" no está exenta de mandatos; de aquí que "algunos actos externos son preceptuados o prohibidos en la nueva ley... y otros se han dejado en manos del que preside para que ordene a los súbditos lo que deben hacer y lo que han de omitir". Lo que nos sitúa ante el tema de las leyes positivas, bien sean proclamadas en el Nuevo Testamento o las que, a lo largo de la historia de la Iglesia, han sido promulgadas por la Jerarquía eclesiástica o las legítimas autoridades civiles.

V. NORMATIVA MORAL EN EL NUEVO TESTAMENTO

La "ley nueva" está escrita en el corazón del bautizado, pero el Nuevo Testamento contiene numerosas prescripciones y juicios de valor moral que el creyente ha de observar en respuesta a la fidelidad de la vocación.

Como hemos constatado, Santo Tomás menciona que los elementos secundarios o consecuencias de la "ley nueva" constituyen la "ley escrita". En efecto, Jesús prescribe diversos mandatos y los primeros convertidos preguntan a los Apóstoles qué deben hacer, a lo que éstos responden con normas concretas de acción (Hech 2,37).

1. Los Mandamientos de Cristo

Numerosas prescripciones morales las presentan los Evangelios en labios de Jesús. Así, en el Sermón del Monte, proclamadas las bienaventuranzas, el Maestro condena "la irritación contra el hermano" y el insulto, con la obligación de reconciliarse antes de ofrecer el sacrificio (Mt 5,2126). En relación con el sexto mandamiento, añade: "el que mira a una mujer, deseándola, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5,28). En la misma línea hay que situar la prohibición del juramento (Mt 5,33—37) y las nuevas exigencias del amor al prójimo, cediendo en los propios derechos y amando al enemigo (Mt 5,36—38). Otros juicios morales se refieren a temas tan cercanos a la vida religiosa como las advertencias en relación al ayuno, la oración y la limosna (Mt 6,1—4; 16—18), o el uso de las riquezas (Mt 6,24—33) y la ley del talión (Mt 6,38—42).

La mayor parte de estos mandatos se enuncian de modo solemne. Les precede la fórmula que se ha denominado "el Yo enfático", con el que Jesús, con autoridad, reforma la antigua ley: "Yo os digo " (Mt 5,22—28; 32,39—44). Al final, Jesucristo resume el resultado definitivo, totalmente diverso en el caso de que se ponga por obra sus mandamientos o que, por el contrario, se prescinda de ellos (Mt 7,24—27).

El Evangelio menciona cómo Cristo da instrucciones (diatáson, Mt 11, l) e impone unas prescripciones (èntélomai, Jn 15,14) no incluidas en el mandamiento nuevo, el cual es "su mandamiento" (Jn 13,34).

Los Apóstoles son fieles a su vocación en la medida en que guardan sus mandamientos: "El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama. Si alguno me ama guardará mi palabra" (Jn 14,21—23). "Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor.. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15,10—14).

Al final de su vida, impone a los discípulos la obligación de hacer observar "todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28,20).

También en las Cartas de los Apóstoles se contienen diversos textos que confirman que ellos llevaron a la práctica este mandato del Señor: Así San Juan recordará continuamente a los cristianos la obligación de guardar sus mandamientos: "El que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos, miente" (1 Jn 2,3—4). El éxito de la oración está condicionado a "si guardamos sus preceptos", y urge a que se cumplan "los mandamientos que nos dio" (1 Jn 3,21—24). El mandamiento del amor al prójimo es "el mandato" por excelencia (1 Jn 4,21). Y la señal del amor al prójimo es que "amamos a Dios y cumplimos sus preceptos". Estos "preceptos de Cristo, afirma S. Juan, no son pesados" (1 Jn 5,2—3). Con ello anima a su cumplimiento.

San Pablo distinguirá entre sus propios "mandatos" y los "preceptos del Señor". Por ejemplo, es "mandato del Señor" (entolé) la indisolubilidad del matrimonio (1 Cor 7, 1 O); por el contrario, la invitación a quedarse célibe es mandato suyo (1 Cor 7,7—10). También es mandato de Cristo el que "los que anuncian el Evangelio, vivan del Evangelio" (1 Cor 9,14), también "es precepto del Señor" la disciplina que él impone a la comunidad (1 Cor 14,37). A su vez, Pablo recomienda a Timoteo que observe y haga observar los mandatos de Cristo (1 Tim 6,14). A los tesalonicenses, Pablo les rememora "los preceptos que os hemos dado en nombre del Señor Jesucristo" (1 Tes 4,2). Y a los corintios les recuerda la diferencia entre las viejas normas y "los preceptos de Dios" (1 Cor 7,19). Finalmente, San Pedro les escribe para traer a la memoria de todos "el precepto del Señor" (2 Ped 3,2).

2. Los mandatos de los Apóstoles

Los Apóstoles, por su parte, en cumplimiento de su oficio y misión frente a la comunidad, emiten mandatos que explican y complementan las enseñanzas del Maestro. Así, ante las primeras incertidumbres, interpretan el sentido de la ley (Hech 15,2). Los datos que nos transmiten de la vida de las primeras comunidades son muy numerosos. Un buen resumen lo hace el P. Spicq:

"Lo mismo que el Señor cuando enseñaba y predicaba en las ciudades daba a los Apóstoles sus instrucciones particulares, éstos a su vez elaboran planes (Act 20,13), resuelven cuestiones concretas (1 Cor 16, l), regulan determinadas costumbres o la aplicación de principios que aseguran la paz y el buen orden en las asambleas litúrgicas. Trasladado a Creta para acabar de organizar las comunidades, Tito sólo tendrá que ajustarse a las disposiciones tomadas por el propio S. Pablo. Con una misión análoga queda Timoteo al frente de la Iglesia de Éfeso, encargado por el Apóstol de ejercer la autoridad y de dispensar la doctrina. Según las circunstancias, esta misión le llevará a oponerse a la propaganda de las doctrinas heterodoxas, a prescribir medidas que favorezcan la vida religiosa (1 Tim 4,1 l), a recordar a las viudas sus deberes de estado (1 Tim 5,7) y a los ricos la obligación de ser generosos con sus bienes (1 Tim 6,17), a urgir con insistencia a los perezosos la necesidad de trabajar (2 Tes 3,10), a alabar los ejemplos de buena conducta y corregir las faltas de dignidad (1 Cor 11, 17), a exhortar a todos a progresar en santidad dejándose guiar por la sabiduría (1 Tes 4,11) y siendo fieles a los compromisos solemnes del bautismo. Es cierto que dan consignas e incluso preceptos, pero se trata de instrucciones o mandamientos, recordando siempre su origen divino".

Como afirma Spicq: "La moral del Nuevo Testamento es una moral de autoridad". Son variados los textos de las Cartas Pastorales donde Pablo recuerda a Timoteo y Tito que obren con autoridad: "He aquí lo que has de hacer y decir, exhortando y reprimiendo con toda autoridad que nadie desprecie" (Tit 2,15).

A Timoteo le insta a que actúe y lo hace de modo solemne: "te conjuro que hagas esto" (dirigido a la comunidad y a los presbíteros) y que actúe sin prejuicios (1 Tim 5,21). De las cualidades que han de tener los obispos se deduce que han de gobernar la Iglesia con la autoridad que requiere quien tiene la potestad de dictar normas concretas de conducta (1 Tim 3,17; Tit 1,5—9). Cabría citar otros muchos textos que contienen diversas prescripciones morales (cfr. Rom 14,1—5; 1 Cor 5,1—11; Ef 4,1—3; 5,3—7; Gál 3,46; 1 Tes 4,3—12; 2 Tes 3,14; Sant 3,1—14; 4,12—16; 5,1—13; 1 Ped 2,15—25; 3,1—17; 5,1—8, etc.).

Las tesis de Schürmann, aceptadas por la Comisión Teológica Internacional, abundan en las mismas ideas:

"Los juicios y las directrices de los Apóstoles y del cristianismo primitivo están dotados de una fuerza obligatoria. El carácter obligatorio de estas directrices consignadas en el Nuevo Testamento se fundamentan en varios motivos: las actitudes y palabras de Jesús, la conducta y la enseñanza de los Apóstoles y de otros "espirituales" de los orígenes cristianos, la manera de vivir la Iglesia naciente aún estaba marcada de forma particular por el Espíritu del Señor resucitado".

3. Mandatos ocasionales y preceptos permanentes

Tema distinto es precisar qué normas eran disciplinaras, cuáles obedecían a situaciones coyunturales de cada comunidad y qué otras pertenecen a la vida cristiana y conservan un valor permanente.

La Comisión Teológica afirma que existen normas de valor universal y otras condicionadas por la vida de la comunidad y en función de las costumbres de la época, pero que no cabe reducir la existencia de normas universales y válidas para todos los tiempos. Incluso los preceptos a una comunidad concreta, muchas veces, tienen un valor universal:

"Nuestra exposición no favorece la opinión, según la cual todos los juicios de valor y las directrices del Nuevo Testamento estarían condicionados por el tiempo. Esta "relativización" no vale, ni siquiera de modo general, para los juicios particulares que, en su gran mayoría, no pueden, de ninguna manera, ser comprendidos hermenéuticamente como puros "modelos" o "paradigmas" de comportamiento. Entre ellos, sólo una pequeña parte puede considerarse sometida a las condiciones de tiempo y de ambiente. Pero los hay en todo caso, lo que significa que la experiencia humana, el juicio de la razón y también la hermenéutica teológica tienen, frente a esos juicios de valor y esas directrices, un papel que desempeñar.

Si esta hermenéutica toma en serio el alcance moral de la Escritura, no puede actuar ni de una manera simplemente "biblista" ni según una perspectiva puramente racionalista al estudiar los criterios de una teología moral... Este trabajo de discernimiento deberá hacerse en el seno de la comunidad del Pueblo de Dios, en la unidad del sensus fidelium y del magisterio con ayuda de la teología".

No cabe, pues, afirmar, sin caer en una falta de rigor intelectual, que en el Nuevo Testamento no hay unas prescripciones morales que vinculan la conciencia o que sólo existen invitaciones y propuestas de ideales o utopías de elevado orden ético.

El Concilio de Trento definió que Cristo, además de Redentor, fue legislador:

"Si alguno dijese que Cristo Jesús fue dado por Dios a los hombres como Redentor en quien confíe, y no también como legislador a quien obedezca, sea anatema".

Del mismo modo enseñó que en los Evangelios había verdaderos preceptos:

"Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe, y que todo lo demás era indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema".

4. Peculiaridad de los preceptos neotestamentarios

Es evidente que el ámbito de lo preceptivo de la ética cristiana se distingue de las obligaciones morales de cualquier ética y aún de los preceptos del Antiguo Testamento: se trata de una moral para la libertad. Una cita del

P. Spicq nos dispensa de abundar en este idea, por lo demás patente:

"Libres para estar a disposición del Señor. Este nuevo estatuto de la moral es tan esencial a la economía cristiana, que el kerygma proclama con júbilo: "Estáis liberados" y la catequesis repite como un slogan a los neófitos: "Todo está permitido". Hacía falta, en efecto, convencerles de que, a la inversa del mosaísmo y de las "religiones de salvación" que aseguraban la vida eterna por medio de mil prohibiciones, de la observancia de las épocas y los días, la abstinencia de alimentos, etc., el cristiano vive de la gracia, y no por un código de leyes. Pero no es fácil para los convertidos llegar a la noción exacta de esta "vida interior". Los judeo—cristianos querrían conservar la seguridad del legalismo; otros confunden libertad espiritual y emancipación social; algunos pseudo—espirituales, de conciencia infantil, pero orgullosos de su reciente liberación, no tienen sentido de la discreción y de las circunstancias y pretenden no obedecer más que a la "ley de la fe"; no falta, en fin, quien confunde libertad y libertinaje, entendiendo "todo está permitido" en el sentido de "podéis hacerlo todo", lo que significa recaer sin remedio en la esclavitud de las pasiones. La libertad de los hijos de Dios que aún no tienen suficiente vida espiritual se encuentra, pues, amenazada tanto por el nomismo como por el anti—nomismo. La maravilla es que San Pablo no hace la menor concesión ni al uno ni al otro y mantiene en el plano pastoral la integridad de la emancipación: omnia licent. Mas como la libertad no constituye un fin en sí misma —se está disponible respecto a una obra o persona— el Apóstol puntualiza: no todo es conveniente, no todo contribuye a los fines de la liberación y de la misma vida cristiana en especial de la caridad; y sobre todo, Cristo no nos ha arrancado a la servidumbre de la ley del pecado más que para unimos a El. Esta pertenencia personal, rigurosa, exclusiva, sagrada, es lo que constituye la suprema regulación de la vida cristiana; todo el que ha sido liberado por el Señor se ha convertido en "esclavo de Cristo".

Es a este nivel de libertad cristiana, al que pretenden ajustarse las normas morales: éstas son medios que aseguran que el hombre no vuelva a ser esclavo y que, al mismo tiempo, le facilitan vivir en plenitud la libertad a la que ha sido invitado: "Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5,13).

En este sentido, no se puede hablar de la dureza que imponen las normas de conducta. Evidentemente, son exigentes en la medida en que el cristiano no se sitúa en la dirección que demanda su vocación. Si no aspira a alcanzar la meta de la perfección cristiana, los imperativos éticos son, en efecto, exigentes y duros. Pero ya recordaba Santo Tomás que —la ley nueva —tanto la gracia del Espíritu Santo, como los preceptos escritos— son fáciles en la medida en que se aceptan con generosidad:

"Los que la desean cumplir con amor no están sometidos a la ley, porque cumplen voluntariamente sus mandatos en virtud de la caridad que el Espíritu Santo derrama en sus corazones... Las obras del hombre movido por el Espíritu Santo son obras del Espíritu Santo más que del mismo hombre. Y como el Espíritu Santo no está sujeto a la ley —como tampoco el Hijo—, se sigue que tales obras, en cuanto proceden del Espíritu Santo, no están sometidas a la ley, como testifica el Apóstol, al decir, donde está el Espíritu, allí está la libertad".

Por este mismo motivo, el Aquinate puede decir que en la ley nueva, de la cual manan los sacramentos y los preceptos morales, todavía queda un amplio margen para la acción libre del creyente: "cada uno es libre para optar por diversas causas y determinar qué le conviene hacer u omitir". Por lo que "la ley del Evangelio debe seguir llamándose la ley de la libertad".

VI. EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y LAS PRESCRIPCIONES MORALES

Al modo como los Apóstoles dictaron normas de conducta en las primeras comunidades, lo hicieron también sus más íntimos colaboradores por recomendación de S. Pablo, tal como nos consta respecto a Timoteo y Tito. No es, pues, extraño, que el obispo de Roma y los obispos en sus respectivas comunidades hicieran cumplir los preceptos del Señor y de los Apóstoles, al mismo tiempo que imponían normas de conducta conforme lo exigía la vida de la respectiva comunidad.

1. La misión de la Jerarquía en la orientación moral

El convencimiento de que la jerarquía debe orientar la vida moral de los fieles consta ya en uno de los primeros documentos de la Tradición: el Papa Clemente se lo hace saber a los cristianos de Corinto, a quienes urge a que depongan la actitud de rebeldía y reciban a los presbíteros que habían retirado de sus cargos. Es cierto que se trata de casos de "gobierno", pero también se ventila el poder de la jerarquía para emitir normas de conducta que vinculen la conciencia.

Un primer acercamiento al tema cabe hacerlo por medio de la siguiente reflexión. El hecho de que el cristianismo sea una revelación, excluye el que el creyente sea un autodidacta. De aquí que, además de la asistencia del Espíritu que enseña directamente (1 Jn 2,27) y del sensus fidelium que acompaña la historia de la comunidad cristiana, el Señor dejó encomendada a los Apóstoles —y sus sucesores, los obispos— la función de enseñar, en la que se incluye el adoctrinamiento ético, junto con la misión de regir la comunidad que implica emitir normas de conducta moral.

La jerarquía eclesiástica a lo largo de la vida de la Iglesia cumplió esta misión, de forma que cabe enumerar una serie de actos que prueban cómo ese magisterio moral se llevó a cabo en las más variadas circunstancias históricas. He aquí una muestra de hechos, consignados todos en el Denzinger: contratos ilícitos de venta (Dz 394); diversas condenas de usura en una condición socio—económica bien distinta de la nuestra (Dz 403; 448; 479; 716; 739; 1191—1192; 1475—1479; 1609—1612); condena de diversos pecados sexuales (Dz 453; 537; 1106—1107; 1140; 1159; 1198—1200; 2201; 2239); ciertos errores acerca de la virtud de la pobreza (Dz 458—459); algunas prescripciones de la iglesia, como la obligación del precepto dominical (Dz 1202); los problemas morales que se suscitan en la vida social (Dz 623; 1938; 2253—2270) y los abundantes postulados éticos de las Encíclicas sociales. Asimismo, los juicios éticos que la jerarquía ha hecho sobre la vida política: condena del tiranicidio (Dz 690) y el amplísimo campo que se contempla en las Encíclicas sobre doctrina social —incluida la Constitución Gaudium et Spes— y toda una serie de actos concretos sobre los cuales recae el juicio moral de la Iglesia, el duelo (Dz 1021); dar muerte al calumniador (Dz 1147—1110—1180); el homicidio de la mujer adúltera (Dz 11 19); el juramento falso (Dz 1176); dar muerte al ladrón (Dz 1181); la condena del aborto provocado (Dz 1184—1185; 1189—1190; 2242); la esterilización (Dz 2245), etc., etc. De hecho, Dz agrupa el magisterio de la Iglesia en el campo moral en el amplio apartado XII.

Y para referimos a épocas más recientes, baste enunciar las decisiones del Magisterio sobre diversos problemas sociales desde la Rerun novarum hasta la Centesimus annus, que han dado lugar a la llamada "Doctrina social de la Iglesia" y las cuestiones relacionadas con la ciencia médica, como la craneotomía, la cualificación moral del aborto, etc. Estas intervenciones se han repetido y pormenorizado en cuestiones muy precisas de la ciencia jurídica, de la psicología y de la teología. Sirvan como ejemplo las múltiples intervenciones de Pío XII acerca de las cuestiones que planteaban a la moral algunos problemas médicos 1", y, a partir de la Humanae vitae de Pablo VI, los documentos más recientes sobre la ética sexual de los últimos Papas, etc.

Son, precisamente, estas mismas intervenciones las que suscitan la crítica entre algunos estudiosos de la ciencia moral. El tema se plantea más o menos en estos términos: No se discute el poder jurisdiccional de la Jerarquía para dirigir la comunidad e incluso el que promulgue normas que faciliten la convivencia en la Iglesia. Bien está y es suficiente, se afirma, el Código de Derecho Canónico, a pesar de las críticas que para otros merece el que haya un Código que legisle sobre tantas materias. Pero el tema se debate en relación a si la Jerarquía puede dar normas que vinculen la conciencia, dado que cada día se pronuncia sobre aspectos morales referidos a la ley natural, sobre todo en dos campos muy concretos: la vida social—política y en temas relacionados con la vida conyugal y sexual.

Es sabido, que la Encíclica Humanae vitae ha significado el comienzo de un amplio debate no sólo acerca de si conviene o no que el Magisterio se ocupe tan frecuentemente sobre estos temas, sino si, en efecto, goza de autoridad para imponer a la conciencia normas de comportamiento que tocan lo que se denomina "derecho natural".

Las reacciones contrarias y aún opuestas a la praxis actual se reparten en estas dos actitudes críticas:

a) Los que afirman que no debe dársele más que un valor indicativo y orientador, pero que no es vinculante para la conciencia de los fieles. De aquí que el sacerdote pueda dar interpretaciones diversas.

b) La repulsa y no aceptación de este magisterio con la subsiguiente oposición. Frente a esta enseñanza, se defiende el "dissenso" y se habla de la "ascética de la oposición".

Algunos que engrosan estos grupos juzgan que la reiteración del magisterio pontificio sobre problemas morales, muy ligados a la ciencia de nuestro tiempo, tales como la medicina o la biología, le sitúan en una actitud equivocada, puesto que no tiene en cuenta los progresos de las ciencias de nuestro tiempo ni atiende las razones de los especialistas de la ciencia moral sobre estos temas. Ante tal postura, se dice, el moralista debe mantener una actitud de contestación permanente y firme, si bien, respetuosa. Esta actitud ha dado lugar a lo que, a partir de la Humanae vitae, se denominó "el "dissenso".

2. Valor de las enseñanzas del Magisterio en materia moral

Procedemos por orden, asentando algunas proposiciones que consideramos imprescindibles para fijar la doctrina sobre este debatido tema:

a) La enseñanza magisterial incluye la vida moral

Es doctrina católica que el Magisterio infalible no se reduce al campo dogmático, sino que también incluye las verdades de índole moral. Como escribe B. Häring:

"Es absurda la opinión de quienes sostienen que el magisterio de la Iglesia es infalible únicamente en cuestiones doctrinales, pero no en los asuntos morales. La misma doctrina sobre Dios amor uno, sobre la muerte de Cristo por todos los hombres quedaría viciada de su dinámica de vida si la Iglesia no pudiera enseñar con la misma certeza la consiguiente llamada a todos los hombres a la fraternidad, a la igualdad y a la solidaridad de justicia y de misericordia.

El magisterio de la Iglesia enseña, bajo la guía del Espíritu Santo, con infalibilidad, el contenido esencial del camino de salvación que se nos ha revelado en Cristo Jesús. Las mismas verdades salvíficas nos delinean el camino de la salvación, cfr. LG, 25".

En efecto, el Concilio Vaticano II enseña que la infalibilidad abarca todo el ámbito de "fide et moribus", con el fin de aclarar con fidelidad el contenido de la Revelación:

"La infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese la Iglesia cuando define la doctrina de la fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad" (LG, 25).

Y, referido a la enseñanza del Colegio Episcopal, la Constitución Lumen gentium enseña la misma doctrina:

"Aunque cada uno de los prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aún estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo" (lbidem).

El Documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe Sobre la vocación eclesial del teólogo, enseña:

"Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conforme a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley natural.

Por otra parte, la revelación contiene enseñanzas morales que de por sí podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio" (n. 16).

Algunos autores no distinguen convenientemente la "enseñanza infalible" y la "definición dogmática" de una verdad concreta. Es cierto que la Iglesia no declara como "dogmas de fe" las verdades morales en razón del sentido moderno que tiene el término "dogma", sin embargo admite verdades de fe en el campo moral. Así, por ejemplo, no es "dogma de fe" que sea pecado matar el inocente. Sin embargo, sabemos con certeza —y así lo enseña la moral— que en el caso de que se cumplan todas las condiciones para que se dé el homicidio, tal acto constituye un pecado grave. Según la doctrina católica, las verdades sobre la moral que se contienen en la Revelación pueden ser objeto de enseñanza infalible.

b) Magisterio y ley natural

En relación a la autoridad del Magisterio respecto a la ley natural, hay que afirmar dos tesis:

— El Magisterio no tiene poder para dictaminar contra el derecho natural. Es doctrina firmemente sostenida por la tradición. Así escribe Santo Tomás:

"El Papa tiene plenitud de potestad en la Iglesia, de modo que todo lo que ha sido instituido por la Iglesia o sus prelados, él lo puede dispensar. Estas cosas son las que llaman de derecho humano o derecho positivo. En cambio, no puede dispensar en aquellas que son de derecho divino o derecho natural, porque su eficacia arranca de la institución divina. Derecho divino es lo que pertenece a la ley nueva o antigua... la ley nueva, siendo ley de libertad... está contenida en preceptos morales de ley natural, en los artículos de la fe y en los sacramentos de gracia... Las otras pertenecen a la determinación de los juicios humanos o al culto divino, las dejó Cristo, que es el dador de la nueva ley, para que las determinaran los prelados de la Iglesia y los príncipes del pueblo. De donde se sigue que estas determinaciones son de derecho humano, en el que el Papa puede dispensar. Sólo en lo que es ley natural, en los artículos de la fe y en los sacramentos la nueva ley, no puede dispensar, porque este poder no sería en favor de la verdad sino contra la verdad".

— En relación con la ley natural, el Magisterio tiene la misión de interpretarla. Esta doctrina ha sido frecuentemente recordada por los últimos Papas en respuesta a las controversias que el tema suscitó. He aquí una muestra de textos:

PÍO XII: "Cuando se trata de avisos y de prescripciones que los pastores legítimos promulgan en materia de derecho natural, los fieles no deben invocar el dicho siguiente: tanto valen las razones, tanto vale el autor. Esta es la razón por la que aquél que no está convencido por sus argumentos propuestos de una ordenanza de la Iglesia, tiene, a pesar de todo, la obligación de obedecer... La fuerza de la Iglesia no queda limitada a las cosas estrictamente religiosas, como se dice, sino que toda materia de la ley natural, sus principios, su interpretación y su aplicación, en tanto y en cuanto que se trata de su aspecto moral, dependen de su poder".

PABLO VI: "Ningún fiel querrá negar que corresponde al Magisterio de la Iglesia el interpretar también la ley moral natural. Es en efecto incontrovertible —como tantas veces han declarado nuestros predecesores— que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse".

Y según manifestó en su día el gran eclesiólogo Card. Journet, la fuerza de la Encíclica Humanae vitae parte precisamente de esta afirmación, por lo que Pablo VI no quiso exponer ninguna razón más de orden científico.

Juan Pablo II afirmó ante la Conferencia Episcopal de Estados Unidos:

"Es, en efecto, una parte inseparable de la misión de la Iglesia en el mundo. Desde los comienzos, la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, ha pretendido aplicar la revelación de Dios en Cristo a todos los múltiples aspectos de nuestra vida en este mundo, consciente de que nosotros estamos llamados a comportamos de forma digna del Señor para agradarle en todo (Col 1, 10)".

La circunstancia en que Juan Pablo II recuerda esta doctrina a los obispos estadounidenses es bien conocida: la crítica que algunos moralistas hacen al magisterio pontificio sobre temas de ética sexual.

3. Aceptación de la enseñanza magisterial

El magisterio jerárquico no abarca sólo la enseñanza infalible, aún el magisterio ordinario en temas morales ha de ser aceptado "internamente por motivos religiosos". La infalibilidad hace referencia a la certeza absoluta e irreformable. Pero el magisterio ordinario no cabe entenderlo como ,,opinable" y no vinculante, sino que vincula la conciencia. Es la doctrina consignada en el Concilio Vaticano II:

"Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aún cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por el índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo" (LG, 25).

Pero el Magisterio eclesiástico no es exclusivo del Papa. En doctrina de fe y costumbres ha de atenderse también al magisterio universal de los obispos:

"Los Prelados ... cuando, aún estando dispersos por el orbe .... enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en este caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo" (LG, 25).

Nótese que se trata del carisma de enseñar infaliblemente. Y no es difícil mostrar cómo los temas de moral más controvertidos —indisolubilidad del matrimonio, aborto, pecados sexuales, derechos del hombre, etc.— constituyen objeto constante de enseñanza de todos los obispos y de las Conferencias Episcopales Nacionales.

Estos principios, por los documentos aducidos, no pretenden quedarse en el puro argumento de autoridad ni siquiera en un literalismo de textos magisteriales, quieren tan sólo exponer las tesis comunes en teología y que deben ser atendidas por todos. Permanecen como materia opinable aquellas enseñanzas que no pretenden ser vinculantes, lo cual depende de la "índole del documento". Es evidente que no todas las enseñanzas del Magisterio gozan del mismo grado de certeza y de igual irrevocabilidad.

Quedan dos puntos relativos al magisterio ordinario que requieren una especial atención: la relación de los teólogos moralistas con el magisterio y la actitud de la conciencia que disiente de ese magisterio por razones fundadas.

4. Teología y Magisterio

No es de este momento volver sobre la relación teología—magisterio. Señalemos dos límites: la coincidencia absoluta y la confrontación sistemática. Como principio no se pueden exigir estas dos actitudes límite. Pues en ocasiones el teólogo tendrá que revisar sus posiciones, dado que su misión no es el simple comentario a la doctrina magisterial. Y en cuanto a los contrastes, cabe una gama amplia de relación, sin excluir algunos conflictos inevitables, tal como reconoce la Comisión Episcopal Española para la Doctrina de la Fe.

De aquí la necesidad de un diálogo permanente entre la jerarquía y los teólogos, de forma que estas dos funciones eclesiales no se entorpezcan, sino que se complementen. Pero el diálogo, como afirma la proposición 11 de dicho Documento, tiene un límite:

"El diálogo entre Magisterio y los teólogos no está limitado más que por la verdad de la fe que hay que mantener y exponer. Por esta razón todo el campo de la verdad está abierto a este intercambio de ideas. Más, por otra parte no se trata de buscar la verdad indefinidamente como un objetivo indeterminado o una pura incógnita. La verdad ha sido realmente revelada y confiada a la Iglesia para que ella la guarde fielmente. El proceso del diálogo queda agotado cuando se pretende salir de los límites de la verdad de la fe" "9.

No obstante, Magisterio—teología no son dos funciones eclesiales de valor paritario. Es evidente que ambos están al servicio de la fe de la comunidad. Como recordó Juan Pablo II: "no son tareas opuestas, sino complementarias", pero en distinto plano y con funciones diversas. La libertad de investigación del teólogo cuenta como elemento integrante la fe de la Iglesia que custodia el Magisterio. Como afirmó Juan Pablo II en Salamanca, el Magisterio eclesial no es una instancia ajena a la teología, sino intrínseca y esencial a ella. Si el teólogo es ante todo y radicalmente un creyente y si su fe cristiana es fe en la Iglesia de Cristo y en el Magisterio, su labor teológico no podría menos de permanecer fielmente vinculada a su fe eclesial, cuyo intérprete auténtico y vinculante es el Magisterio".

Pablo VI y Juan Pablo II se han ocupado expresamente sobre el tema". Es cierto que la teología moral ha aceptado siempre el "disentimiento interior" del teólogo. El Vaticano II no recoge esta doctrina, pero las Actas certifican que no ha sido negado, si bien la Comisión remitió a la doctrina tratada por "autores probados". En nuestra opinión, sigue siendo válido el criterio del "silentium obsequiosum", que no se opone a que se trate en círculos de especialistas y a nivel de investigación intelectual. Pero ese silencio debe mantenerse en la enseñanza oficial en la cátedra, tal como piden reiteradamente los documentos magisteriales de los últimos años, que contienen todos ellos una cláusula final pidiendo a los profesores que transmitan en su enseñanza la doctrina del magisterio.

5. Las leyes de la Iglesia

El estudio concreto de las leyes eclesiásticas concierne al Derecho Canónico. Supuesto el carácter técnico que deben reflejar, al moralista le concierne la respuesta moral a su incumplimiento o a su ejecución. Es evidente que muchas leyes eclesiásticas obligan en conciencia, por lo que su incumplimiento constituye pecado, que en ocasiones es grave. Tema distinto es probar de dónde deriva esa gravedad. La razón de las leyes eclesiásticas emana casi siempre de la necesidad de crear un ámbito justo de convivencia, donde se respeten los derechos de los fieles y, a su vez, se cumplan los deberes específicos de cada uno. En la medida en que esa relación derechos—deberes se quebranta y en qué grado, puede resultar la gravedad de la culpa o la falta leve.

La ciencia moral que se ha visto libre de la tutoría que sobre ella ejerció en ocasiones el Derecho Canónico, en esta nueva etapa debe sentir la necesidad de defender la importancia de la legislación justa en el seno de la comunidad, tal como afirmó Pablo VI:

"El derecho canónico deriva de la esencia misma de la Iglesia de Dios, que es la nueva y original ley, la ley del evangelio, la ley del amor, por la gracia del Espíritu Santo, dada por la fe en Cristo. Y éste es el principio interior que guía la Iglesia en su tarea y debería ser siempre evidente en su disciplina exterior y social. Con todo, es más fácil insistir en esta visión que prever todas sus consecuencias".

Y en el Decreto de su promulgación, Juan Pablo II afirma.

"El fin del Código no es el de suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto en la sociedad eclesial, como en todos los que a ella pertenecen.

El Código, principal documento legislativo de la Iglesia, fundado en la herencia jurídica y legislativa de la Revelación y de la Tradición, debe considerarse como instrumento imprescindible para la observancia del orden debido, tanto en la vida individual y social como en la actividad misma de la Iglesia".

VII. LA LEY POSITIVO—HUMANA. LA LEY CIVIL

Exponemos brevemente la doctrina moral sobre las leyes civiles. Su estudio específico lo reservamos para el tratado sobre la virtud de la justicia en la Moral Social y Política. Allí estudiamos la misión del Estado en su función legislativa, el valor de las leyes que regulan la convivencia, la relación entre legalidad y moralidad, el estado de derecho, etc., etc.

Aquí nos limitamos a dos polos a que hace referencia a la ley: la moralidad de las leyes civiles y la obligación de cumplirlas.

1. Moralidad de las leyes civiles

La necesidad de leyes civiles viene dada en primer lugar por el carácter social del hombre. Como decíamos, la sociabilidad no es algo sobreañadido que le viene a la persona de fuera, sino que se origina de su misma constitución original: el hombre es social por naturaleza. A este respecto, se requiere un ordenamiento jurídico que exija y facilite el cumplimiento de los deberes y, al mismo tiempo, que defienda los derechos de cada individuo. La vida social —en realidad la existencia humana— resultaría imposible sin normas que regulen jurídicamente la convivencia en la justicia, que proteja el "a cada uno lo suyo", que es lo específico de esa virtud.

Pero hay otro motivo que demanda la existencia de las leyes civiles: la necesidad de que la autoridad concrete, explicite y haga eficaz aspectos importantes de la ley natural, al mismo tiempo que posibilite su adaptación y cumplimiento en las distintas circunstancias políticas e históricas de la sociedad. Esta finalidad es primaria en la doctrina tomista, de forma que, legislar contra la ley natural es el criterio más explícito para juzgar de la nulidad de una ley.

Por último, la ley positiva civil debe ser el gran pedagogo de la libertad humana, que requiere estímulos para que se aplique al ejercicio del bien mediante el cumplimiento de los deberes y el ejercicio de los derechos que le son inherentes en su calidad de persona. Santo Tomás afirma que la ley es para instruir y la gracia para ayudar. La instrucción que debe llevar a cabo la ley es indicar en qué consisten exactamente los propios derechos y deberes; la ayuda se cumple en el servicio que ofrece a la libertad para que el hombre elija y decida libremente y no bajo imperativos extraños a su condición de ser libre. Santo Tomás añade otro motivo: la necesidad de disciplina, de forma que el hombre actúe por una obligación y por temor al castigo de la ley.

2. Leyes justas

La fuerza de la ley le viene de que sea en verdad una ley justa. Y la justicia se alcanza, en primer lugar, si cumple las condiciones que definen la ley.

Conviene, pues, volver sobre la definición de "ley". Santo Tomás subraya algunos elementos:

"La ordenación de la razón encaminada al bien común y promulgada por aquel que tiene el encargo de cuidar de la comunidad" 1111.

"Ordenación de la razón". La ley supone, en primer lugar, una racionalidad, o sea que tenga un valor intrínseco aquello que se preceptúa y que no obedezca a actitudes voluntaristas, más o menos caprichosas del autor de la ley. Es sabido cómo el carácter racional de la ley es una característica del concepto tomista, mientras que otros aspectos voluntaristas fueron puestos de relieve por Suárez. Cuando falta esa "racionalidad" ya no es ley, sino que sobreviene de una u otra forma la arbitrariedad.

"Encaminada al bien común". La razón de la ley es la convivencia social en justicia, la cual se obtiene cuando todos cooperan al bien común.

"Promulgada". La promulgación se requiere para que sea conocida por el súbdito de forma que la asuma y cumpla con responsabilidad. De lo contrario, no es culpable en el caso de que la conculque por ignorancia. Los autores discuten si la promulgación es de la esencia de la ley o sólo en orden a fijar su obligatoriedad.

"Promulgada por aquel que tiene el encargo de cuidar de la comunidad". Este última condición hace referencia al sujeto que puede emitir leyes. Es preciso que sea verdadera autoridad y que haya accedido a ella por medios justos. En ocasiones se puede perder la legitimidad del poder y, en consecuencia, sus leyes pierden también toda legitimidad.

Si falta algunos de esos elementos que la definen, la ley deja de ser justa. Además debe gozar de otras condiciones, que los autores repiten a partir de la doctrina de San Isidoro. Son las siguientes:

a) Lo mandado por la ley debe ser "bueno" o, al menos indiferente. Si la ley impera algo que va contra la ley divina o la ley natural, de forma que lesione los derechos de la persona humana, deja de ser justa. El cristiano tiene a mano la respuesta de San Pedro a lo determinado por el Sanedrín: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech 5,29). La "bondad" tiene su homologación en la ley natural y en la ley divina. Como afirma Santo Tomás, la ley civil "es una ley mensurada por otra ley superior" 112 . No obstante, la ley humana no puede prohibir todos los vicios, en razón de que va dirigida a la totalidad; por lo que su prohibición debe extenderse sólo a los vicios mayores y más graves. Por ejemplo, no puede prohibir todo lo que prohibe la ley natural.

b) Lo mandado por la ley debe ser justo. De lo contrario no se alcanza la misión de la ley. La justicia se cumple, normalmente, si defiende los derechos de los individuos y exige el cumplimiento de los deberes. En principio, la justicia de la ley viene dada en razón de que se oriente al bien común de los ciudadanos.

c) Lo mandado debe ser posible. O sea, que su cumplimiento sea factible. Una ley imposible de cumplir se convierte ipso facto en una ley injusta, que se rige por el principio: "nadie está obligado a lo imposible". De aquí que no puede ser la misma ley válida para todos. Santo Tomás ejemplifica que no se puede imponer a un niño las mismas obligaciones que a un adulto. Este criterio ha de tenerse en cuenta para distinto tipo de sociedades, según su cultura, sus convicciones morales y religiosas, etc.

d) Lo mandado debe ser necesario o útil. Esta necesidad o utilidad tiene una referencia única: el bien común. No se trata de otras finalidades: no es el bien de un grupo social en detrimento de otros grupos; menos aún las del propio legislador o la del partido político que dirige la comunidad.

Cuando por algún motivo la ley deja de ser justa, simultáneamente, pierde el carácter de ley. De aquí que entre en vigor el principio siguiente: "lex iniusta nulla lex".

3. Obligación moral de cumplir la ley civil

Decíamos que el estudio de la ley civil nos interesa al final de este Capítulo sólo en función de estar vinculada a la vida moral.

Que las leyes civiles y su cumplimiento pertenecen al orden de la conciencia, el cristiano lo fundamenta en datos explícitos de la Biblia. He aquí algunos testimonios:

— "Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia. Por mí los príncipes mandan y los soberanos de la tierra gobiernan" (Prov 8, 15—16).

— "Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación" (Rom 13,1—2).

— "Por amor del Señor, estad sujetos a toda institución humana: ya sea al emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la voluntad de Dios, que, obrando el bien, amordacemos la ignorancia de los hombres insensatos; como libres y no como quien tiene la libertad cual cobertura de la maldad, sino como siervos de Dios. Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al emperador" (1 Ped 2,13—17).

Santo Tomás, después de citar Prov 8,15, afirma que las leyes justas obligan en conciencia, y esta obligación emana del hecho de que la ley civil justa adquiere fuerza vinculante por participar de la ley eterna. El Aquinate se detiene a analizar despacio las condiciones para que la ley sea justa. y, aunque el cristiano no debe someterse a la ley humana cuando se opone a la ley del Espíritu, sin embargo, en los demás casos, precisamente es la misma ley nueva la que le insta a someterse a las leyes humanas, conforme a las enseñanzas de San Pedro: "someteos a toda autoridad humana por amor del Señor" (1 Pet 2,13) .

El Vaticano II recomienda a los obispos que urjan a los fieles el cumplimiento de las leyes civiles (ChD, 12).

Pueden presentarse ocasiones en las que no sea fácil conocer el contenido de la ley. Es tradicional una serie de normas interpretativas. Son las siguientes:

— La gravedad de una ley se deduce de su contenido y del fin que con ella se persigue.

— La importancia de la ley se infiere, asimismo, conociendo la mente y la intención del autor, lo cual se deduce o bien del estilo imperativo de la letra o de los castigos que se imponen a quien la infringe. Finalmente, una ley civil no obliga en el caso de que su cumplimiento sea muy gravoso. Pero esto nos aboca a otro tema de especial interés, la epiqueya.

4. La epiqueya

San Alfonso Mª de Ligorio define así la epiqueya:

"Es la excepción de la ley en un caso concreto, pues con certeza, o al menos con suficiente probabilidad, se juzga que tal caso concreto y en tal circunstancia, el legislador no intentó incluirlo en la ley".

La doctrina de la "epiqueya" es expuesta ya por Aristóteles ... y, aplicada a la moral católica, la explica San Alberto Magno. San Alberto parte del hecho de que las leyes humanas no siempre responden a las plurales situaciones de espacio y tiempo en las que se encuentra el súbdito; por lo que, en ocasiones, no debe urgirse su cumplimiento:

"Emergen continuamente casos imprevistos que caen fuera de la consideración general... Es preciso, por consiguiente, tener en cuenta esos cambios de la realidad, de forma que una misma ley pueda abarcar todos los actos singulares. No debe acomodarse lo real a la regla, sino la regla a lo real".

Santo Tomás recoge esta misma doctrina y la sistematiza, al mismo tiempo que, tal como lo había hecho Aristóteles, remonta la epiqueya a la consideración de "virtud". Ya en la introducción a la quaestio 81 la enumera entre los actos de la virtud de la religión. Y dedica la cuestión 120 a la pregunta: "utrum epicheia sit virtus". La respuesta de Santo Tomás es inequívoca:

"Los casos particulares pueden admitir múltiples modos que no pueden ser contemplados por la ley, pero el legislador atiende a lo que comúnmente sucede, por lo que cumplir la ley en algunos casos es ir contra la igualdad de la justicia. Puede suceder en ocasiones que su cumplimiento sea nocivo, como seria devolver la espada al que está airado o restituir algo para usarlo en contra de la patria. En estos y en casos similares es malo seguir la ley positiva, y es bueno, haciendo caso omiso de la letra de la ley, seguir lo que tiene razón de justicia y de común utilidad".

Santo Tomás quiere dejar claro que la ley no puede atender siempre los casos particulares. En respuesta a la segunda objeción, responde: "Juzga a la ley aquel que dice que la ley no está bien hecha. Pero el que afirma que en este caso concreto la ley no se debe observar, no juzga a la ley, sino el asunto particular que acontece".

En el artículo 2, Santo Tomás se pregunta "si la epiqueya es parte de la justicia". El Aquinate responde afirmativamente: "Es parte subjetiva de la justicia y en concreto de la justicia legal, dado que la justicia legal se rige según la epiqueya". Y concluye con esta regla de oro: "La epiqueya es como la norma superior de los actos humanos" .186

En respuesta a las dificultades, Santo Tomás hace aserciones de especial interés. Por ejemplo, afirma que la "epiqueya es la parte más importante de la justicia legal" (ad l); "la epiqueya no es una parte de la justicia legal, sino una parte de la justicia como tal" (ibid.); con Aristóteles, afirma que "la epiqueya es mejor que la justicia legal que sólo contempla la letra de la ley, pero como es también justicia no aventaja a la justicia misma" (ad 2); la función de la epiqueya es "moderar" la observación de la literalidad de la ley, de aquí su papel moderador (ad 3).

El ámbito de la epiqueya, como queda suficientemente repetido en los textos tomistas, es sólo la justicia legal, pero San Alfonso añade al texto arriba transcrito: "La epiqueya se aplica no sólo a las leyes humanas, sino "in naturalibus", cuando según las circunstancias, la acción podría estar libre de malicia" 117 . Así lo comenta B. Häring:

"Es claro que para nosotros la ley natural en cuanto a tal —la ley escrita en el corazón y en la mente de la persona y que debe ser descubierta compartiendo la reflexión y la experiencia— no permite la epiqueya, no impide que nos agarremos a las formulaciones imperfectas de la ley natural o a un principio y norma cuando éste entra en conflicto con principios, valores u obligaciones más elevados. San Alfonso extrajo algunas conclusiones que pueden ser consideradas aún como actuales. Mientras que, al igual que a otros moralistas, enseña que el coito interrumpido va contra la ley natural, afirma también: "Es legal interrumpir el coito cuando existe una causa proporcionada" (LC lib. VI, n. 947). Nótese que él no exige —a diferencia de otros— una razón más seria (gravissima causa), sino sólo una causa proporcionada, causa iusta".

Según la doctrina tomista, la epiqueya no tiende a autodispensarse de la ley, sino a cumplirla más allá de lo que indica la letra. De aquí que se considere a la epiqueya como una "superjustitia", o mejor, la realización perfecta de la justicia legal, tal como sería exigida por la verdadera justicia, a cuya defensa se establece la ley, y como de hecho debería exigir el legislador advertido y prudente.

En consecuencia, sólo el hombre "justo" sabrá usar de la epiqueya. Para el que es poco amante de la justicia, la epiqueya puede ser la salida fácil para dispensarse indebidamente de la ley, pero no por ello estará libre de las sanciones morales que impone la justicia. Sin embargo, dada la situación tan plural en que se desarrolla la existencia humana, y, al mismo tiempo, la abundancia de leyes en el campo civil, no tiene por qué caer en el laxismo el uso de la epiqueya en aquellos casos en los que, efectivamente, la observancia de algunas leyes ocasione un grave quebranto. Pues la epiqueya, considerada como virtud, tal como es entendida por Santo Tomás, no es tanto una excepción prudente de la ley, cuanto un elevado ejercicio de la justicia.

De un modo u otro los autores modernos, ante la situación de la sociedad civil en la que apenas existe actividad que no esté legislada, son amplios en el uso de la epiqueya. De lo contrario, tienen que acudir al capítulo de 4 1 exenciones de la ley" debido al "grave incómodo" que se sigue de su cumplimiento. Pero esta solución favorece la falsa subjetividad en la interpretación y se presta más al laxismo. Otros recurren de nuevo a ampliar el campo de las leyes puramente penales, con el fin de justificar el incumplimiento de ciertas leyes que contienen grave incómodo el observarlas.

Se impone una conclusión. La importancia de la ley civil como medio para la realización de la convivencia en justicia, demanda, tal como recomienda el Concilio a los obispos, la educación de la conciencia de los fieles respecto al valor ético del cumplimiento de la ley. Es una tarea urgente en la educación ética de todos, de forma que los católicos presten atención especial al cumplimiento de las leyes tanto civiles como eclesiásticas.

Sin embargo, dado que las leyes se multiplican por la complejidad de la vida social, es cada día más evidente que su cumplimiento se hace gravoso en no pocos casos particulares, por lo que, o bien se aumenta de nuevo el campo de las "leyes meramente penales" o se apela a las "causas eximentes" o, mejor aún se rebaja su exigencia con el recurso al concepto tomista de epiqueya.

A este respecto, la ética teológica está emplazada a resolver este dilema: urgir la obligación del cumplimiento de las leyes civiles en la sociedad actual y, al mismo tiempo, salvar la justicia y la libertad de la conciencia de cada ciudadano.

Pero la educación de la conciencia acerca de la observancia del valor de la ley encuentra una grave dificultad ambiental a causa de la crisis misma del concepto de derecho.

"Todo hombre que se sabe libre llega un momento en que se pregunta de dónde vienen las leyes humanas y por qué tiene que obedecerlas: no es el mero inquirir de dónde vienen de hecho, es decir, quién tiene el poder legal de imponerlas, sino una indagación más radical sobre por qué le obligan... Quizá esta pregunta, en su espontánea sencillez, dé luz a la curiosa paradoja de la ciencia jurídica y del perfeccionamiento de las técnicas legislativas, el orden jurídico atraviesa una dura crisis de prestigio y de fuerza. A la vez que el legislador humano se encuentra con mayores medios para estudiar la realidad social y programar sus órdenes, sus leyes se ven cada vez más subsumidas en la mera coactividad, hasta ser consideradas por no pocos como la única nota definitorio de la "vigencia" del Derecho... El problema se nos desvela así en su raíz más honda: a medida que el hombre se ha querido afirmar como protagonista autónomo de la historia, en que se ha convencido más que nunca de su poder y se ha juzgado capaz de desvincularse de todo condicionamiento trascendente, los mismos poderosos de la tierra se han ido encontrando, en forma sorprendente, cada vez más desprovistos de toda autoridad que no sea la de la fuerza".

La secularización de la vida social ha inundado el campo del derecho. De aquí que la educación de la conciencia para la valoración de la ley civil pasa necesariamente por el redescubrimiento de la ley divina, natural y positiva. Las leyes positivas que rigen la vida social deben ser "nuevas lecturas de la ley natural, a la que quedan subordinadas".

5. Conciencia y ley. Conclusiones

La relación conciencia—ley la venimos arrastrando desde las primeras páginas de este libro, y es que, en realidad, representa para la vida moral uno de los problemas más decisivos, pues limita con diversos capítulos de la ética teológica. Por ello subyace en casi todos las cuestiones de esta disciplina.

Pero en nuestro tiempo este tema divide los espíritus, pues se ha constituido en el capítulo más decisivo para la orientación genuina de la ética teológica. Aquí se fraccionan los autores entre legalistas y antinomistas, entre juridicismo y personalismo; entre conservadores y progresistas y, como se dice, entre "duros" y "abiertos". En definitiva, la ética teológica vuelve a ser para unos de modo abusivo una moral legalista, mientras que otros apuestan desmesuradamente por una ética que pretende decidir el bien y el mal moral sólo en el ámbito de la propia conciencia.

Y la razón queda anteriormente anunciada: nunca como hoy ha habido tanta sensibilidad por las exigencias de la conciencia y, al mismo tiempo, la solicitud en pro de los derechos de la conciencia coincide en una etapa histórica de abundancia de normas, que parece oponerse a la autonomía que demanda la conciencia. Si en un estado de derecho, las normas constituyen como el pulmón que oxigena la vida social, cuando todo está legislado es a modo de coraza que encorseta la sociedad. De aquí que, en lugar de buscar la adecuada salida intelectual, o se absolutizan las normas o se trata de tirar por la borda la ley hasta llegar a una autonomía absoluta de la conciencia. En este caso, se llega a una situación de anomía: no existe la ley, y si existe, se ha de saber interpretarla y cuando se la interpreta se le quita valor vinculante y si trata de vínculos, entonces se la niega en favor de la conciencia. Es lo que en amplios sectores se denomina "moral anómica" o "moral sin ley".

Es cierto que en la teología moral esta dialéctica no se presenta con la misma rigidez que en la ética filosófica, no obstante existen esas dos corrientes y cada día se siente más la necesidad de encontrar la síntesis que incorpore lo valioso de ambas tendencias.

Con este fin, a pesar de que el tema queda expuesto en diversos capítulos de este Manual, procederemos a una recapitulación que recoja los puntos que pueden compendiar la doctrina católica sobre las relaciones entre conciencia y ley. Estos son los principales:

a) La ética teológica ha de exaltar en todo momento el valor de la persona humana, así como el carácter sagrado de la conciencia, de modo que sus derechos están por encima de cualquier vasallaje. Ni siquiera Dios sojuzga la conciencia de la persona. De aquí que la ley divina no se impone al hombre desde fuera, sino desde la urgencia de la fe: es una invitación que ilumina la grandeza del fin último del hombre y del bien en general. Frente a la servidumbre del pecado que esclaviza, la conciencia orienta al hombre hacia el bien y le desvía del mal. Si la moral católica enseña que la conciencia obliga absolutamente —aun la conciencia invenciblemente errónea— quiere decir que la conciencia es un bien intangible y sagrado. Es el santuario del alma, que no puede ser avasallado por nada ni por nadie. Pero la conciencia, precisamente por ser humana, sufrió las consecuencias del mal y está sometida a las debilidades con las que el pecado de origen sojuzgó al hombre.

b) La existencia de normas viene dada no por meros imperativos externos y ajenos a la vida humana, sino precisamente como postulados de la recta razón, que busca unos puntos de orientación con el fin de que, además de la ilustración pertinente, ayuden a la conciencia a llevar a cabo la decisión libre en la elección del bien.

Ciertamente que lo primero no es la ley, sino la persona. Pero, por la propia naturaleza de la conciencia y por experiencia personal, cabe afirmar que la conciencia demanda y postula la ayuda que le presta la ley. Tampoco se han de contraponer norma moral y valores éticos, pues la norma precisamente tiene la misión de tutelar esos valores.

Estas consideraciones adquieren más realidad en el ámbito cristiano, dado que la norma no es algo meramente extrínseco: es la "ley nueva" escrita en el corazón del hombre; es la ley de la gracia del Espíritu Santo. Y esta ley nueva no excluye otras leyes positivas, tal como consta por la Revelación. A este respecto, cabe destacar la importancia de las normas morales contenidas en la Escritura. En efecto, el Decálogo y los mandatos con los que Jesús "completó la ley y los profetas" son preceptos imperativos—indicativos que orientan hacia los valores morales que la conciencia debe asumir. Al mismo tiempo que le advierten acerca de los males que ha de evitar. En este sentido, es preciso entender los elogios a la ley que el hombre bíblico reconoce en acción de gracias a Dios, porque "tus mandatos son santos y alegran el corazón" (Ps 111,7—8). Asimismo, se comprenden las palabras de Jesús que aúnan el precepto y el amor: "Permaneced en mi amor. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9—10). La llamada personal del Espíritu en la conciencia de cada hombre no tiene por qué oponerse a esos mandamientos dirigidos a la conciencia de todos.

c) No es lícito crear continuos conflictos entre norma y conciencia, puesto que no son frecuentes en teoría, ni la conciencia recta se siente en continuos dilemas de asumir los imperativos de la norma. Es un abuso de ideología idealista el que anima a algunos sectores de la literatura moral de nuestros días el destacar continuamente hasta la exasperación los conflictos entre conciencia y ley. En ocasiones, son dificultades teóricas, cuando no falsas y casi siempre exageradas, que obedecen a un cierto patologismo.

Para el cristiano que vive con exigencia su fe, pocas veces la ley le crea más conflictos que la dificultad misma de cumplirla, lo cual supera de ordinario con la ayuda de medios ascéticos. Esta disposición es bien distinta de aquellos que tratan de justificar sus debilidades y claudicaciones y para ello invocan la pugna entre su conciencia y la norma que se resisten a cumplir. En este caso, no se trata de conflictos entre conciencia y ley, sino entre la elección de un género de vida personal que se opone a los imperativos morales que demanda la "nueva vida de Cristo". Por eso, en la acción pastoral, el sacerdote, más que subrayar los conflictos, debe hacer ver las incompatibilidades que los originan y ha de ofrecer a los fieles los medios ascéticos convenientes para superarlas.

d) La consideración precedente tampoco quiere pecar de optimista. Es claro que los conflictos entre conciencia y ley son hoy más frecuentes que en otras épocas. Las causas quedan enunciadas: la abundancia de leyes en materias que tocan directamente la conciencia, junto a otros elementos secularizantes de nuestro tiempo que presionan la vida cristiana.

De este modo, los católicos pueden encontrarse en verdadero apuro ante el cumplimiento de algunas leyes del mundo civil que legislan sobre aspectos relativos a la ley natural. Tales son los casos que conciernen al matrimonio, al aborto, etc. También puede dar lugar al desasosiego ciertas normas de la Iglesia que no están contenidas explícitamente en la Sagrada Escritura, bien sea porque van dirigidas a aspectos de la convivencia eclesial (un buen capítulo son los cánones del Derecho Canónico) o las normas que regulan aspectos más íntimos de la vida personal y familiar, como son los relativos a la procreación, al comportamiento en el ejercicio de la práctica sexual, etc.

Caso aún más grave es cuando el conflicto no se establece entre conciencia y ley, sino entre los valores que responden a dos preceptos distintos. El caso típico ha sido subrayado por la Humanae vitae: el conflicto entre las exigencias del amor conyugal y el deber de la procreación. A este respecto, el Concilio Vaticano II enseña: "La Iglesia recuerda que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento genuino del amor conyugal" (GS, 5 l). Los tres adjetivos "verdadera", "obligatoria" y "genuino" merecen atención especial y son aplicables a otros campos de la vida moral.

e) Cuando surja un conflicto real, habrá que distinguir cuidadosamente si se trata de una ley divina, contenida o no en el Nuevo Testamento, o de una ley eclesiástica o civil, juzgando en cada caso el valor de dicha ley con el fin de discernir si la conciencia está sometida o no a ella. Pero no cabe partir del falso supuesto de que la conciencia está siempre por encima de la norma, sino que, al contrario, en el caso de que se trate de una ley justa, la conciencia está obligada a someterse a la norma.

La constitución jerárquica de la Iglesia no permite negar valor a la tarea legislativa que, por derecho divino, compete a la jerarquía. En el caso de que exista una norma moral claramente expuesta, se ha de obedecer "con sentido interior y religioso", como afirma el Vaticano II (LG, 25). Tal es el caso, por ejemplo, de la llamada "doctrina social de la Iglesia", de las normas propuestas a distinto nivel magisterial sobre temas de la vida sexual, o de la praxis litúrgico, etc.

Pero, si crea verdadero conflicto de conciencia errónea que llega a la convicción de que el Magisterio se ha equivocado y que, en consecuencia, no le vincula, indiscutiblemente, se ha de salvar el principio de la prioridad de la conciencia recta en una acción concreta. En todo caso, el individuo queda emplazado a una sinceridad absoluta ante Dios y ha de juzgar seriamente los motivos reales —no puramente ficticios— que sustentan esas razones.

La experiencia confirma que la mayoría de las veces no son verdaderas razones y que la motivación se sitúa en una actitud crítica no evangélica, o en un pretendido profetismo que requiere ser confrontado con criterios más cristianos y menos ocasionales. Además, es casi imposible que el juicio autorizado del Magisterio —máxime si es reiterativo y se presenta como vinculante de la conciencia— no dé lugar a la "duda práctica". En cuyo caso, como se afirma en el Capítulo X, no es lícito actuar sin poner los medios para salir de la duda. De aquí que, cuando existe una verdadera apertura a la acción del Espíritu con deseo de ser fiel a su querer, de ordinario, no existen tales conflictos, pues como escribió Pablo VI, "El Espíritu de Dios que asiste al Magisterio en el proponer la doctrina, ilumina íntimamente los corazones de los fieles, invitándolos a prestar su asentimiento".

f) En caso de duda real, se han de aplicar las normas morales que permiten actuar con conciencia dudosa, tal como se ha expuesto en el Capítulo anterior. Pero, si existen normas claras, como pueden ser las relativas a la moralidad de los medios en el ejercicio de la paternidad responsable, no sirve el recurso a la conciencia perpleja, tal como algunos autores proponen. La moral católica supone que la conciencia debe ser ilustrada y ha de poner los medios para salir de esa situación. Despertar la perplejidad no es la solución, pues tal duda está ya despejada por la claridad con que se expone la norma. Por ello, la conciencia debe someterse al contenido de la ley y confesar su culpa en caso de pecado. Dado que no pueda vencerse la perplejidad, como se dice en el punto anterior, ante la convicción de que no está sometido a la norma, debe ser fiel al dictamen de su conciencia.

En esta situación, actúa con libertad y elige lo que en conciencia se juzga mejor. Se elige lo que es "mejor" en orden a la autorealización cristiana de la persona. No son criterio otros motivos de confort o conveniencia personal. No debe olvidarse que la conciencia es una facultad de la razón humana, supone, pues, la racionalidad y desde el punto de vista cristiano se guía por la fe y la caridad. Bíblicamente, la conciencia es un hábito sobrenatural que actúa bajo la acción de la fe y del amor.

g) La dificultad que conlleva la aceptación de una ley no exime de su cumplimiento. Precisamente, los grandes preceptos morales expresados en el Antiguo y en el Nuevo Testamento sobresalen en ocasiones porque plantean verdaderas exigencias, que emplazan al hombre a poner en juego el sentido de su vocación cristiana. Como se ha consignado en otro lugar, no se puede afirman sin falta de rigor que las prescripciones éticas contenidas en el Nuevo Testamento sean simples invitaciones a una situación no real, sino utópica. Ni cabe acudir en amparo de esa teoría argumentando que la radicalidad con que se presentan muestran claramente su carácter de preceptos ideales, pero no vinculantes. Precisamente, la radicalidad con que se formulan quiere mostrar su importancia y, en consecuencia, que el creyente debe poner esmero en cumplirlas, aún a costa de no pocos sacrificios. (Cfr. Mt 5,29—30).

En todo caso, aminorar las exigencias éticas proclamadas en el Nuevo Testamento no está de acuerdo con las pretensiones de la moral cristocéntrica, que se fundamenta en el seguimiento de Cristo y en identificar su vida con la de El. En este punto se da una evidente falta de lógica entre los planteamientos cristológicos de la ética teológica actual y la negación del valor vinculante de las exigencias morales que conlleva esa identificación.

h) No cabe acogerse a un principio falso, al que recurren algunos moralistas, de separar el contenido objetivo de la ley y el espíritu con que fue promulgada. Precisamente una verdadera interpretación de la moral bíblica condena cualquier separación entre letra y espíritu de la ley. La situación a que se había llegado en el Antiguo Testamento por separar la literalidad y lo preceptuado, fue lo que mereció la condena de Cristo a la moral de los fariseos. Pues bien, si, al juzgar las leyes veterotestamentarias, es necesario poner de relieve el espíritu con que fueron dadas por Dios en razón de la alianza, una razón aún más grave pesa sobre los preceptos del Nuevo Testamento.

En las normas de conducta moral neotestamentarias no sólo se han de tener en cuenta los contenidos, sino el espíritu con el que fueron promulgadas. Es decir, la finalidad de los preceptos de Jesús y de los Apóstoles es conducir al hombre a la altura de su vocación en Cristo, hasta que alcance su plenitud en El (Ef 4,13). La altura de la transformación en Cristo queda señalada por aquellas palabras de San Pablo: "No soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20).

i) Carece de rigor afirmar que las normas morales cristianas hay que interpretarlas en el ámbito del mensaje de libertad y de filiación que subyace en el Nuevo Testamento y que, por lo mismo, pierden su carácter vinculante propio de una verdadera ley moral. Esta afirmación es gratuita. Los textos más bien manifiestan lo contrario, pues la libertad en Cristo, tal como se describe en el Nuevo Testamento, es una liberación del mal y de la ley antigua, pero no de todo ordenamiento moral. Precisamente, Pablo predica la libertad, pero es riguroso en enunciar las normas de conducta que deben guardar los cristianos. Sorprende en ocasiones el rigor con el que el Apóstol presenta a las comunidades las exigencias de la nueva vida. Los catálogos de pecados que se repiten en sus cartas no se oponen al espíritu de filiación ni a la nueva vida en libertad que Cristo nos ha conquistado. Más bien indican los contravalores que ha de rechazar, si quiere mantener esa libertad y no ser esclavo del pecado. Lo mismo cabría decir del clima de filiación que revela el mensaje de Jesús, que no mengua las exigencias morales con las que ha de responder a ese espíritu de filiación. Más aún, el querer divino se manifiesta en el cumplimiento de la voluntad de Dios, y ésta, a su vez, se concreta en llevar a la práctica sus mandamientos.

Igualmente, carece de rigor afirmar que las normas del Nuevo Testamento son sólo "orientadoras" y que obedecen a circunstancias de la época. Es evidente que será preciso en cada caso descubrir las normas circunstanciales, apropiadas a un momento de la vida de la comunidad, de otras que están proclamadas con valor universal. Lo mismo cabe decir de las leyes "orientadoras". Toda ley es orientadora, pero no obsta a que prescriba algo objetivo y concreto. Como escribe Schürmann:

"Ciertos juicios de valor y ciertas directrices son permanentes debido a sus fundamentos teológicos y escatológicos... Deberá atribuirse su carácter de obligación permanente a estos juicios de valor y a estas directrices, así definidas, por cuanto están fundadas de manera incondicional en la realidad escatológico de la salvación y motivadas desde el Evangelio".

j) Precisamente, la existencia de esas normas morales en la Revelación neotestamentaria indica la necesidad de sintonizar los preceptos con la autonomía de la conciencia. Si el objetivo de las normas es que sirvan de orientación a la conciencia, la promulgación de preceptos éticos en el Nuevo Testamento tiene la finalidad de encauzar la existencia cristiana, de forma que el creyente en Cristo descubra con mayor claridad dónde se encuentran los nuevos valores éticos y dónde se ocultan los males que impiden que el cristiano lleve a plenitud su vocación. Como escribe S. Pablo a los Romanos "la función de la ley es dar conciencia de pecado" (Rom 3,20). Bien entendida esta función orientadora de la ley, no tiene por qué oponerse a la conciencia, movida por ese dinamismo interior que da sentido moral a la existencia. A este respecto, la norma divina indica, precisamente, en qué dirección se debe orientar ese dinamismo creador de la conciencia humana. Por eso entraña un equívoco afirmar que la conciencia ha de orientarse siempre en orden a la autorealización personal. No debe olvidarse que tal "autorealización" debe referirse a la grandeza del ser—cristiano, tal como ha sido proyectado por Dios y no a ciertos "personalismos" cerrados al mundo sobrenatural.

En consecuencia, se requiere llevar a cabo un esfuerzo para descubrir la función exacta de la conciencia y la misión concreta de la ley. Ambas magnitudes pertenecen al campo de la moral: "polo conciencia" y "polo ley" constituyen una única confluencia de los valores éticos.

En principio, ley y conciencia se diferencian, pero en ocasiones apenas se distinguen y otras muchas veces son inseparables. Pensemos en el caso de la "ley natural", de la que San Pablo afirma que los "preceptos de la ley están escritos en sus corazones"; y que los paganos que no tenían la Ley de Moisés "son para sí mismos ley" (Rom 2,14—15).

Esta interioridad, anexa a la propia conciencia, está también referida a la Ley Antigua, de la que dice Yahveh por Jeremías: "Pongo mi ley en tu interior y la escribo en su corazón; y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31,31—33). Esta sentencia la repite en el mismo contexto el autor de la Carta a los Hebreos (Hebr 8,8—12).

Es indiscutible que, aparte del sentido metafórico de estos textos, se quiere manifestar la interrelación que existe entre la ley que Dios da a los hombres y esa brújula orientadora del bien, ínsita en la propia persona, que denominamos conciencia.

La inseparabilidad entre conciencia y ley es mayor todavía en la llamada "Ley nueva", que San Pablo denomina "Ley de Cristo" (Gál 6,2) y Tomás de Aquino, además de "Ley nueva", apellida "ley interior" o "ley del Espíritu". Santo Tomás menciona el texto de Jeremías y escribe: "La ley nueva es principalmente la gracia del Espíritu Santo escrita en el corazón de los fieles". Y San Pablo, contraponiéndola a la ley antigua, habla de la "Ley del espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2).

En otras ocasiones, esta "ley nueva" se equipara a la "ley de la gracia", que corresponde a la nueva vida: La vida de Cristo injertada en el hombre por el Bautismo. En este caso, la "nueva ley" es la vida sobrenatural que en el cristiano se identifica, dado que gracia y naturaleza se distinguen, pero no se separan.

Cabe aún decir más. Toda ley "cristiana" —se incluye, por supuesto, la ley eclesiástica— es también una ley interna que dinamiza la acción hacia el bien en la conciencia. La moral cristiana es una existencia "en Cristo" y "quien permanece en El debe andar como El anduvo" (1 Jn 2,6). Como escribe San Pablo: "somos obra suya, creados en Cristo Jesús, para hacer obras buenas, que Cristo de antemano preparó para que las realizáramos" (Ef 2, 10).

En comentario a éste y otros testimonios de los escritos del Nuevo Testamento, concluye Ceslas Spicq:

"Estos textos muestran con toda evidencia que la vida moral proviene intrínsecamente de la fe en Cristo: convertirse al Señor, es aceptar su doctrina y su manera de vivir, es decir, lo que se llama su "Ley" poniendo el acento en su autoridad y en su alcance normativo. Los Apóstoles tendrán ocasión de precisarla y la Iglesia continuará explicitando el contenido de sus prescripciones. El detalle es infinito, pero todo se resume en esta llamada: "Que vuestra manera de vivir sea digna del Evangelio de Cristo".

En este sentido, cabría afirmar que la "nueva vida" es normativa, pues prescribe unos modos nuevos de existencia con el fin de que se posibilite y se acreciente la vida en Cristo. De aquí que la conciencia, por su misma naturaleza, está abierta a esas normas que facilitan el desarrollo de la nueva vida y que refuerzan el dinamismo para la identificación con Cristo. Pero, cuando la conciencia se cierra a la norma o se queda en la letra de la ley, se cumple el dicho de que la "letra mata", es decir, pueden crearse conflictos entre ley y conciencia.

Santo Tomás, en comentario a la "nueva ley", escribe:

"Por la palabra "letra" hay que entender cualquier escritura exterior al hombre, incluso los preceptos morales que se contienen en el Evangelio. Por esto, la letra misma del Evangelio mataría, si no existiera la gracia interior que sana" 197

En relación a las leyes "externas", las promulgadas por la jerarquía, la conciencia, que no se queda en la "letra" sino en el "espíritu", las asumirá no como una imposición exterior, sino como ayuda que ilumina la ruta del bien. Juan Pablo II afirma que "la ley moral no es algo extrínseco a la persona: es la misma naturaleza humana en cuanto llamada en y por el mismo acto creador a ser y a realizarse libremente en Cristo".

En resumen: el bien y el mal moral son bifrontes, dicen relación por igual a la conciencia y a la ley. De aquí que las leyes que estén ínsitas en la persona humana, cuales son la ley natural y la ley de la gracia, son "leyes de la propia conciencia". El Vaticano II afirma que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas y la naturaleza humana (GS, 51).

El tema se plantea con algunas leyes positivas injustas, en las chales la conciencia puede entrar en conflicto. Y en estos casos, como queda reiteradamente dicho, se aplica el principio de la prioridad de la conciencia sobre la ley.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

LEY: Ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad (Ordinatio rationis ad bonum commune ab eo qui curam communitatis habet promulgata).

División: Para el estudio de la ética teológica, cabe distinguir dos clases: — Natural: exclusiva del hombre y escrita en su naturaleza.

— Positiva: promulgada por quien dirige con autoridad. Puede ser:

— Divina: si tiene por autoridad a Dios.

— Humana: promulgada por autoridad humana, bien sea civil o eclesiástica.

Los autores se proponen una división más amplia, que cabe sintetizar en el siguiente esquema:

a) Por razón del autor:

— Divina: la proclamada por Dios. En este tipo de ley cabe incluir la ley eterna, la natural y la positiva (los Diez Mandamientos, el Mandamiento del Amor, etc.).

— Humana: es doble: la eclesiástica o leyes de la Iglesia y la civil o leyes del Estado.

b) Por razón del objeto:

— Afirmativa: la que preceptúa un mandato.

— Negativa: la que prohibe algo determinado.

— Permisiva: autoriza hacer algo.

c) Por razón del sujeto:

— Universal: válida para todo el mundo.

— Particular: sólo vincula a algunos, bien sea a ciertas personas, o a un determinado territorio.

d) Por razón de su obligación:

— Moral: se comete una culpa, pero no conlleva pena.

— Penal: da lugar a una pena, pero no contrae culpa.

— Mixta: se comete una culpa y connota también una pena.

e) Por razón de su eficacia jurídica:

— Inhabilitante: incapacita al sujeto para un acto.

— Irritante: hace inválido un acto.

— Impediente: hace inválida una acción.

f) Por razón de su principalidad:

— Primaria: La que instituye una ley.

— Secundaria: Amplía, restringe o explica una ley.

Cfr. A. ROYO MARÍN, Teología Moral, o.c., 109.

PRINCIPIOS:

1. Las normas o leyes morales responden a verdaderos valores morales: son su garantía. De hecho, cualquier norma moral quiere proteger valores éticos auténticos.

2. No cabe contraponer leyes morales y valores morales, dado que ambos se coposibilitan mutuamente.

3. No es posible que se den conflictos entre jerarquía de leyes y jerarquía de valores. Por consiguiente, no es lícito conculcar una ley inferior en favor de un valor superior.

En virtud del poder recibido de Jesucristo y en razón de la condición social y pública de la Iglesia, la Jerarquía tiene autoridad para dictar leyes que vinculan la conciencia de los fieles. Pueden dar leyes en la Iglesia:

— El Papa y el Concilio para los fieles de la Iglesia universal.

— El Concilio particular o Sínodo regional para el territorio respectivo.

— El obispo para los fieles de su diócesis.

— El superior religioso para sus súbditos.

Las leyes de la Iglesia pueden obligar en el:

— fuero externo: si se orientan directamente al bien común y ordenan las relaciones de los fieles con la Iglesia;

— fuero interno: si de modo primario se orientan al bien particular y regulan las relaciones del fiel con Dios. El foro interno puede ser:

— sacramental: si se ejerce dentro del Sacramento de la Penitencia;

— extra—sacramental: compete a los actos internos fuera de la Penitencia.

Las leyes eclesiásticas pueden obligar:

— gravemente: si la materia es grave y su incumplimiento se señala como pecado grave;

— levemente: cuando se trata de materia leve o porque como tal se impone por el legislador.

PRINCIPIOS:

1. Todo hombre nace y permanece durante su vida sometido a la ley natural.

2. Todos y solos los súbditos que poseen uso de razón de modo habitual están sujetos a las leyes humanas.

3. Todos y solos los bautizados, a partir de los siete años y con uso de razón, están sometidos a las leyes de la Iglesia.

4. Pueden ser objeto de ley todos y solos los actos, cuya ejecución u omisión contribuyen al bien común.

5. Los actos puramente internos sólo pueden ser legislados por la autoridad eclesiástica. La civil puede legislar sobre los actos externos.

6. Para que la ley justa tenga fuerza obligatoria no se requiere que sea aceptada por los súbditos.

7. Los sujetos de la ley eclesiástica son los súbditos que tienen uso de razón y habitan en el territorio. Los "peregrinos" no están obligados a las leyes particulares de un territorio que no es el suyo, ni a leyes particulares del suyo propio, mientras están ausentes. Pero si están obligados a las leyes generales.

8. Toda ley, en virtud de su origen en la autoridad legítima Eclesiástica o civil—, impone alguna obligación en conciencia.

9. Las leyes preceptivas se cumplen mediante un acto personal con intención de cumplir lo establecido. Las leyes prohibitivas se cumplen con la simple omisión de lo prohibido.

10. En relación al intrinsece malum, es de especial interés la distinción entre leyes positivas y negativas:

Leyes positivas: son las que ordenan la realización de algunos valores morales.

Leyes negativas: son las que prohiben ciertos actos que destruyen algún valor moral.

Las leyes negativas o prohibitivas obligan siempre y en todas las circunstancias (semper et pro semper). Por el contrario, las leyes positivas obligan a todos, pero admiten excepciones (semper, sed non pro semper).

El hecho de que se den preceptos morales negativos muestra que existen acciones que son por sí mismas malas y por lo mismo obligan en cualquier situación, por lo que deben ser evitadas.

11. La obligación de cumplir la ley cesa en los siguientes casos:

— si cesa la ley, lo que sucede por "revocación del superior", por "cesación del fin", y algunas veces por "costumbre contraria";

— si cesa la obligación de cumplirla, lo cual tiene lugar por "impotencia del súbdito", por "dispensa del superior" o "por privilegio en contrario" del que goza el súbdito.