CAPITULO V

EL MENSAJE MORAL DEL NUEVO TESTAMENTO

 

ESQUEMA

1. CARACTERÍSTICAS DEL MENSAJE MORAL PREDICADO POR JESÚS

INTRODUCCIÓN: Se trata de exponer las características fundamentales del mensaje moral cristiano a partir de la doctrina del N.T. Se exponen, a modo de tesis, diez criterios principales que resumen la ética neotestamentaria. Son las siguientes:

1. Lo decisivo no es el actuar, sino el ser. Es decir, la moral del N.T. se adentra en lo profundo de la persona, de modo que atañe al ser y al actuar del hombre.

2. Lo más importante no es el exterior, sino el interior. Es una consecuencia lógica de la primera característica. En efecto, la moral cristiana, además de ocuparse de los actos externos, mensura también la moralidad del interior. De aquí que puedan catalogarse como pecados y como virtudes los actos internos del hombre.

3. La moral cristiana asume las actitudes fundamentales del ser humano. Pero, el hecho de que sea una "moral de actitudes", no infravalora la moralidad de los actos concretos. Se trata de hacer la síntesis entre la importancia de las "actitudes" y las acciones singulares.

4. La moral del N.T. contiene prohibiciones; Pero, fundamentalmente, es una moral que destaca lo que se "debe hacer" más que lo que se "ha de evitar". Aquí cobran relieve los llamados "pecados de omisión".

5. Se destacan las exigencias éticas del N.T., deforma que ésta no es una moral "de mínimos", sino que demanda un tipo de conducta que lleve a la santidad personal.

6. Se trata de fijar el sentido exacto de los preceptos en el N.T. Frente a quienes se acercan a una doctrina de "moral sin normas", se expone la significación de los preceptos morales contenidos en la Biblia.

7. La moral predicada por Jesucristo hace relación al premio y al castigo. Se precisa el sentido del castigo eterno, tal como se relata en el A. y en el N.T.

8. La moral cristiana es una ética para la libertad. Se fija el sentido de la libertad cristiana a la que conduce el actuar ético del hombre en el caso de que conforme su conducta a las exigencias morales del N.T.

9. Se sale al paso del equívoco de pensar que el mensaje moral del N.T. fue en su origen un programa provisional, a la espera inmediata del final de los tiempos. Esta tesis no tiene hoy vigencia alguna. No obstante, la moral cristiana orienta la conducta del hombre hacia el fin de su existencia, o sea, contiene una dimensión escatológico.

10. La moral cristiana es una moral de la gracia. Se plantea la importancia de la virtud de la caridad en el programa ético predicado por Jesucristo. Al mismo tiempo, se estudia la nueva antropología, de la que se habla extensamente en el apartado II de este capítulo.

II. LA ESENCIA DEL MENSAJE MORAL CRISTIANO

1. Se parte de lo que significó la existencia cristiana en tiempo de Jesús, que cabe resumir en los siguientes pasos: llamada, respuesta, seguimiento, discipulado e imitación de Jesucristo.

2. Se estudia lo que comporta la "identificación" con Jesucristo según la doctrina del N.T. Asimismo, se subraya la novedad cristiana frente a otras doctrinas éticas o ascéticas comunes a algunas religiones no cristianas.

3. Proceso de identificación con Cristo. Se expone la nueva antropología que introduce el Bautismo, por lo que la existencia cristiana más que "imitar" la vida de Jesucristo, consiste en "identificarse" con El. Se señala que esta "identificación" abarca' a todo el hombre: la inteligencia, la voluntad, la libertad y la vida afectivo—sentimental. Se enumeran algunos términos de la doctrina de San Pablo que demandan esa "nueva vida en Cristo". En concreto, se mencionan los términos "imagen de Cristo", "vestirse—revestirse", "configurarse", "injertar", etc.

4. Se exponen algunas consecuencias éticas de la "transformación en Cristo". Se destaca el cristocentrismo de la ética teológica.

5. Los místicos son la expresión máxima de lo que significa esa transformación en Cristo". Se recogen algunos textos de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús.

6. Se subraya la altura moral del N.T. Aquí es de destacar la acción del Espíritu Santo y la fundamentación sacramentaria de la ética teológica.

7. Brevemente se enuncian algunas consecuencias para la moral social que derivan de la fundamentación cristológica. La "recapitulación en Cristo" que menciona San Pablo deriva del aspecto cristocéntrico que caracteriza a la moral del N.T.

8. Se pone de relieve la altura de la ética cristiana, pues conduce y postula la santidad personal.

INTRODUCCIÓN

El cristianismo comporta una actitud ética, pero el mensaje de Jesús no es, en realidad, un programa ético. En general, ninguna religión se reduce a un sistema de pensamiento moral. Las religiones pretenden ser, en primer lugar, un saber sobre Dios: o Dios revela su misterio, tal es el caso del cristianismo, o el hombre trata de desvelar el misterio oculto de Dios, como sucede en las religiones no reveladas, las cuales son, en gran medida, fruto del espíritu humano que anda afanosa —o despreocupadamente, es lo mismo— a la búsqueda de Dios.

Por este motivo, conviene evitar una confusión repetida que trata de restringir todo el cristianismo a un compendio de vida moral. Tal reducción del mensaje cristiano es una tentación sutil que se introduce con facilidad en la fe del creyente.

Pero es conveniente destacar cómo ese peligro no es exclusivo del cristianismo. De hecho se da en todas las religiones: se trata de una astuta seducción a la que está sometido cualquier espíritu religioso, pues, en realidad, es menos comprometido tratar de aceptar los requerimientos morales de una creencia religiosa, que comprometerse seriamente con las exigencias de totalidad que comporta cualquier religión. Y ésta puede ser la causa última que explique la confusión tan extendida entre religión y vida moral.

También en el campo de la filosofía se ha planteado la relación entre religión y comportamiento ético. Como queda expuesto en el Capítulo I, ni siquiera los filósofos de los últimos tiempos han llegado a un consenso sobre este tema: mientras que el último gran representante del neokantismo, Hermann Cohen, identifica religión y moral, el metafísico Nicolai Hartmann intentó separarlas radicalmente: el mal de la ética, afirmó Hartmann, ha sido su dependencia de la religión. Por el contrario, el gran ético Max Scheler se propuso señalar los diversos y plurales puntos de convergencia que existen entre "moral y religión".

Esta doctrina de Max Scheler cobra especial valor aplicada al cristianismo: la religión cristiana no cabe reducirla a un mensaje moral, no obstante la ética cristiana es esencialmente una moral religiosa.

Es evidente que Jesús de Nazaret, primariamente, no se presenta como un "moralista". Pero su encarnación —la aparición del Dios hecho hombre— ha puesto ante la historia un nuevo tipo de existencia que brota de su misma Persona. Por medio de Cristo, el hombre se siente llamado e interpelado por esa Persona Divina que le invita a entrar en el ámbito de su vida.

De aquí que, si bien es cierto que el mensaje de Jesús no se identifica ni se agota en un programa moral, sin embargo su predicación transmite y comunica también una doctrina moral. Los principios morales que se contienen en la predicación de Jesucristo surgen de las exigencias religiosas por El predicadas, porque Jesús de Nazaret no sólo desvela el misterio de Dios, sino que exige a sus seguidores que vivan como El vive. De aquí la imposibilidad de separar los preceptos morales predicados por Jesucristo de los contenidos doctrinales de su mensaje salvador.

Esa enseñanza moral no es, en ningún caso, el desarrollo de un programa detallado —a modo de sistema— de vida moral, sino que Jesús mismo es la norma de esa nueva conducta que han de cumplir los que crean en El. De este modo, sin identificarse cristianismo y moral, sin embargo, la dimensión moral cristiana, por su coherencia interna, está tan entrañablemente unida al mensaje, que no puede separarse de él. La Revelación cristiana es un conocimiento, una gnosis en el sentido más real de la palabra, y, al mismo tiempo, es una enseñanza, es decir, una didaskalia. El hombre descubre un nuevo modo de comportarse, que, en este caso, equivale a identificarse con la Persona de Jesús, el Verbo Encarnado de Dios.

I. CARACTERÍSTICAS DEL MENSAJE MORAL PREDICADO POR JESÚS

El conjunto de enseñanzas con las que Jesús de Nazaret ilumina el existir del hombre constituye el cuerpo doctrinal de la moral cristiana. Esta se caracteriza por su unidad. Es un estilo de vida inédito que supera las diversas éticas naturales o religiosas. Cabe decir más: la altura moral de una existencia que alcance a encarnar los principios morales predicados por Jesús, no es solamente la más alta meta del vivir humano, sino que sitúa al hombre más allá del límite de sus posibilidades humanas: sólo se obtiene mediante la ayuda de la gracia.

Es evidente que esta moral no está integrada principal ni exclusivamente por un conjunto de normas, sino que se caracteriza por una orientación nueva y total que entraña una singular concordancia entre norma y vida.

No obstante, esa unidad radical del programa moral de Jesús tiene algunas peculiaridades que le caracterizan profundamente. En este Capítulo se intenta fijar estas constantes de su predicación moral. Cabe formular estas diez proposiciones a modo de tesis:

1. Lo decisivo no es el actuar, sino el ser

Es la primera consecuencia que se deduce cuando se intenta fijar lo específico de la moral predicada por Jesucristo. Es un problema de ontología: se trata de la fidelidad al nuevo ser, que por el Bautismo se le comunica al que cree en Cristo, el cual se constituye en el "hombre nuevo creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4,24). El bautizado es "la nueva criatura" (2 Cor 5,17).

Parece normal que una religión, cual es el cristianismo, que se presenta con la radicalidad de ofrecer una vida nueva, ostente un programa ético que no toque tangencialmente al hombre, sino que implique y comprometa su mismo ser. Los actos son manifestativos de lo que el sujeto realmente es; por eso se les alaba o se les condena. No se trata, pues, de infravalorar los actos concretos, sino de destacar la trascendencia del ser, del cual se originan. Las buenas acciones se han de valorar como medio para formalizar el ser, y se las ha de juzgar porque manifiestan la naturaleza íntima del hombre que le induce a actuar de ese modo concreto.

Pero lo decisivo en el programa moral de Jesús no son los actos "buenos" o "malos", o sea, el actuar ético, sino si realmente se es bueno o malo. Lo importante no es el hacer, sino el ser. Lo verdaderamente decisivo no es realizar o cumplir actos de caridad o de humildad, etc., sino que lo que realmente vale es SER caritativo y humilde.

El hombre suma más por lo que es que por lo que tiene, y se evalúa aún más por lo que ES que por lo que HACE. Y, conforme al principio metafísico, "el actuar sigue al ser", en la medida en que su vida es juzgada por la moral, su actuar estará, sin duda, de acuerdo con lo que realmente ES. Como afirmaba Goethe, "de esto depende todo: hay que ser algo para hacer algo".

Esta característica ayuda a superar, desde su mismo planteamiento, una moral exclusivamente de actos externos. La moral de Jesús es más exigente: se introduce profundamente en el origen mismo del actuar. A su vez, trasciende cualquier moral convencional que se preocupa más por el ejemplarismo personal o por las conveniencias sociales que por SER realmente ejemplar, en cuanto su vida encama esa novedad de existencia.

Jesús ejemplificó su programa moral con la imagen del árbol y los frutos: "No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé fruto bueno, pues cada árbol se conoce por su fruto; y no se toman higos de los espinos, ni de la zarza racimos. El hombre que es bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el que es malo, saca cosas malas de su mal tesoro, pues de la abundancia del corazón habla la lengua" (Lc 6,43—45). Y comenta C. Spicq:

"Que el cristiano rectifique sus intenciones más hondas, y la gracia, recibida en su corazón como una semilla (Jn 4,14), producirá por si misma bellas obras. Estas no necesitan verse orientadas, estimuladas, ni determinadas en su proceso por una legislación, sino que son la exuberancia de una naturaleza dinámica, el fruto seguro de una vitalidad profunda".

Y en otro lugar:

"En la raíz de todo obrar, hay un ser; todas las manifestaciones de la vida proceden de un principio interno. Puesto que el cristiano es una "nueva criatura" y vive como resucitado entre los muertos, se encuentra destinado a "llevar una vida nueva" (Rom 6,4). Pero su conducta no puede ser caprichosa o arbitraria, sino que ha de proceder de su generación divina, como la flor y el fruto desarrollan el germen inicial de la planta".

Pero el testimonio más valioso lo encontramos en el Sermón de la Montaña que, como es sabido, resume de un modo único el programa moral del N.T. En él, al comienzo de su vida pública, Jesús muestra cómo deben SER sus discípulos si quieren entrar en el Reino.

Pues bien, el Señor, antes de anunciar a las masas lo que deben hacer, les presenta lo que deben ser. Sus seguidores, si quieren acompañarle como discípulos, tienen que ser pobres de espíritu y mansos, deben ser misericordiosos y limpios de corazón, han de ser pacificadores y fieles en medio de la incomprensión y aún de las persecuciones.

Las Bienaventuranzas colocan al hombre ante la necesidad de un cambio radical de actitudes internas. Su preocupación no ha de orientarse a la simple acomodación de los actos a unas normas concretas, sino a una conversión que se instale en el centro mismo de su ser. Debe poseer un nuevo espíritu, con el fin de dar cumplimiento a los preceptos que Jesús promulgará lo largo de su predicación.

Esta originalidad Jesús la presenta, a su vez, en forma negativa: condenando la moral que cuida exclusivamente de cumplir numerosas prescripciones, tal como las practicaban los fariseos rigurosos de aquella época: "Pues os aseguro que, si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 5,20).

Parecida doctrina se encuentra en la respuesta de Jesús a la pregunta que demanda una explicación sobre la prioridad de algunos preceptos. La diversidad de estructuración de esta perícopa en los Sinópticos (Mt 22,34—40; Me 12,28—34; Le 10, 25, 29) no quita importancia al núcleo del mensaje: el amor a Dios y al prójimo como totalizador de la moral cristiana. De este modo se da una unidad perfecta entre religión y moral, entre ser y vida. A su vez, el amor al prójimo tiene la medida del propio ser del hombre que debe amar al otro como a sí mismo.

Esta moral del ser se encuentra también formulada en la respuesta que dan los Apóstoles a los primeros convertidos que preguntan: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" (Hech 2,37). Pedro no les dicta un nuevo código de conducta, sino más bien un estilo nuevo de vida. Y San Pablo propone "las buenas obras" como resultado de la "nueva creación en Cristo" (Ef 2,10).

Es curioso constatar cómo en la descripción de esa nueva conducta que observan los bautizados no se menciona precepto moral alguno, sino que se describe una nueva existencia que interioriza los preceptos de la moral cristiana (cfr. Hech 2,38—47). En este mismo contexto se pone de relieve la interioridad de la vida moral, pues se recoge en un ámbito de culto: religión y moral se unen íntimamente en la práctica de los primeros cristianos.

En este contexto, adquiere realidad plena la denominada "unidad de vida" en el existir del creyente. Es decir, que, a partir del ser—cristiano, no cabe separar la vida de piedad, de culto y la actividad profesional y civil. Esta doctrina asumida por el Concilio Vaticano II (cfr. AA, 4) ha sido puesta de relieve en la Exhortación Apostólica Christifideles laici:

"La unidad de vida de los fieles tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo" (ChL, 17).

La seducción del ejemplarismo, de los signos externos como portadores de contenido moral, es la tentación sutil de los espíritus que están dominados por la pasión de aparecer, antes que se fieles al SER. En tiempo de Jesús lo encarnan los fariseos; en la época del Renacimiento se expresaba, en cierto modo, en la magnificencia en las cosas del culto de unos hombres que, en general, no vivían con la misma pasión la adoración personal al Señor, y hoy se patentiza en ciertas actitudes de protesta en la vida civil, que se presentan como reformadoras, pero solamente en apariencia, pues sus vidas no encarnan los valores éticos del Evangelio. Son tan sólo algunos ejemplos que podrían multiplicarse.

Esta primera característica de la moral predicada por Jesús descalifica algunas corrientes actuales que se presentan como "reformadoras": la mantenida, por ejemplo, por el Círculo de Heidelberg; la teología protestante de Panennberg y algunas corrientes de la "Teología de la Liberación", las cuales, a distinto nivel, pretenden revisar la moral cristiana adaptándola exclusivamente a los grandes imperativos de la época. En ocasiones, algunas de estas corrientes proponen no tanto correcciones, cuanto la sustitución del mismo mensaje moral. La ética cristiana, afirman, es la moral del orden, la "nueva moral" debe ser una ética de cambio. En definitiva, este es el último error de la moral extrinsecista.

2. Lo más importante no es lo exterior, sino lo interior

Lo destacaba ya San Pablo en referencia a la moral del A.T.: "Porque no es judío el que lo es en lo exterior, ni es circuncisión la circuncisión exterior de la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y es circuncisión la del corazón, según el espíritu, no según la letra" (Rom 2,28—29).

Esta constante moral es preciso situarla en una magnitud que caracteriza, en general, el mensaje de Jesucristo: la importancia de la vida del espíritu: "Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca" (Jn 4,21—23). Y, cuando le preguntan los fariseos acerca de la naturaleza del reino de Dios, les contesta: "El reino Dios no viene aparatosamente. Ni podría decirse: helo aquí o allí, porque el reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,20—21). Es decir, el mensaje de Jesús prende calladamente en los hombres que asienten y escuchan con humildad la palabra de Dios.

Esta dimensión de interioridad es la ley que rige la aparición y el desarrollo de la vida cristiana. Por este motivo, Jesús la compara a una semilla plantada en tierra buena (Lc 8, 4—15). La semilla tiene en sí las informaciones necesarias para el desarrollo del organismo, pues encierra las virtualidades precisas hasta producir el fruto.

San Marcos describe otra parábola que marca las leyes del crecimiento interior: "El reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra, y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo. De sí misma da fruto la tierra, primero la hierba, luego la espiga, enseguida el trigo que llena la espiga; y cuando el fruto está maduro, se mete la hoz porque está en sazón" (Mc 4, 26—29).

Esta parábola, que recoge sólo Marcos, muestra de modo admirable tanto el nacimiento como el progreso del reino de Dios en el hombre. El Evangelio lo describe como un proceso de maduración y desarrollo interior: es una auténtica epigénesis.

Con la misma imagen, señala Jesús el nacimiento del mal: es como la cizaña sembrada ocultamente y que, apenas sin distinguirse del trigo, crece al mismo tiempo que él. El bien y el mal se desarrollan germinalmente unidos, e incluso parece prudente que "crezcan juntos hasta la siega" (Mt 13,24—30).

La interioridad de la vida moral cristiana es también descrita por Jesucristo como el vigoroso desarrollo desde la semilla germinal hasta el árbol frondoso, "que echa ramas tan grandes, que a su sombra pueden abrigarse todas las aves del cielo", tal como aparece en la parábola del grano de mostaza (Mc 4,30—34).

En otras ocasiones, Jesús cambia el símbolo de comparación y equipara la vida cristiana a la levadura y a la sal (Mt 13,33; 5,13). Esos elementos ejercen una actividad importante actuando internamente y, al disolverse, parece que se pierden, pero continúan obrando de modo eficaz.

Esta doctrina, que se presenta como un Elemento esencial y constitutivo del mensaje cristiano, Jesús la ejemplifica con una semejanza de gran plasticidad y grafismo referida a la vida fisiológica. Se escandalizaban los fariseos de que los discípulos no cumpliesen con las normas de lavarse las manos cuando comen, y Jesús les demuestra que de por sí no es impuro lo que entra en el hombre, sino que lo que verdaderamente lo mancha es el mal que sale del interior.

"Y llamando a sí a la muchedumbre, les dijo: Oíd y entended: No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; mas lo que sale de su boca, eso es lo que al hombre le hace impuro. Entonces se le acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que los fariseos al oírte se han escandalizado? Respondióles y dijo: Toda planta que no ha plantado mi Padre celestial será arrancada. Dejadlos, son guías ciegos; si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya. Tomando Pedro la palabra, le dijo. Explícanos esa parábola. Dijo El: ¿Tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que lo que entra por la boca va al vientre y se expele en la letrina? Pero lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre, pero comer sin lavarse las manos, eso no contamina al hombre" (Mt 15,10—20; Mc 7,1—23).

Este principio es un claro supuesto del mensaje moral de Jesús: del interior del hombre, del corazón no limpio, de la voluntad torcida, procede el mal y es en el interior mismo donde se comete el pecado. Lo contrario lleva a la moral de los fariseos, que se caracteriza por la literalidad de la ley y el legalismo de los actos puramente externos (Mt 23,13—30).

Por este motivo, la moral cristiana considera como pecado los actos internos, en la medida en que han sido queridos y aceptados por el hombre. Jesucristo lo ilustra con el adulterio que comete el que mira a una mujer deseándola, "ése, concluye, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5,27). O la falta de confianza en Dios que provoca la inquietud desmedida por la comida o la bebida y el vestido; con otras palabras, la falta de confianza interna en el Señor, lo cual evoca la conducta de los paganos (Mt 6,25—34). Asimismo, son pecado los juicios internos que condenan a la mujer de mal vivir (Lc 7,39—50).

Esa interioridad de la moral cristiana evoca, asimismo, el grado de responsabilidad del actuar que ha de fructificar en obras buenas. Jesús lo afirma en la parábola del sembrador: la buena semilla fructifica en la medida en que es buena y fecunda la tierra donde cae: "lo caído en buena tierra son aquellos que, oyendo con corazón generoso y bueno, retienen la palabra y dan fruto por la perseverancia" (Lc 8,15).

Este principio cristiano, que mensura moralmente la interioridad humana, está de acuerdo con la más elemental psicología. Los psicólogos descubren en lo profundo de los sentimientos, no sólo la causa de lo anormal, sino el origen de las grandes posibilidades del hombre. Al mismo tiempo afirman que, según el principio de la "motoricidad de las imágenes", éstas, una vez suscitadas, tienden a realizarse. Hecho que comprobamos diariamente con facilidad: el pensamiento de antipatía connota la muestra de desafecto o la palabra de contrariedad; las imágenes libidinosas promueven los movimientos de la carne que pueden conducir al pecado; el deseo vanidoso se trasluce en el gesto altivo o en la palabra arrogante... Todo ello no es más que una consecuencia de esa magnífica unidad del hombre entre materia y espíritu, entre el interior y las exigencias de su cumplimiento externo.

Es, pues, en el interior del hombre donde se libran las más graves batallas morales. Los combates bélicos más duros entre el bien y el mal moral tienen por escena el propio corazón del hombre.

Este principio de interioridad de la moral cristiana no infravalora los actos externos, sino que, por el contrario, en ellos se cumple en plenitud la acción humana. Por este motivo, precisamente, se cuida el comportamiento interior como fuente de la que mana una vida rica en buenas obras.

No obstante, no cabe establecer una distinción adecuada entre el obrar externo y el interno, como si constituyesen dos magnitudes moralmente separables, pues la moralidad de todo acto humano brota de la libertad y de la responsabilidad, y es por tanto interior. Por eso, el acto externo entra en la esfera de la moralidad en cuanto forma con el interior una única e indestructible realidad. En consecuencia, acto interior y acto exterior no son entre sí independientes, designan más bien aspectos diversos de un mismo acto.

Cabe decir más: los actos externos deben ser signo de esa moral interior, y, aunque ésta pueda parecer fructuosa y sana, si no se manifiesta con frutos abundantes, es indicio de que existe una corrupción interior que puede ocultarse bajo cierta frondosidad aparente. Es lo que condena Jesús con un gesto simbólico, referido al pueblo de Israel, en la maldición de la higuera infructuosa, llena de hojas y de apariencia, pero sin frutos (Mt 21,18—22; Mc 11,12—14).

Consecuencia inmediata del carácter interior de la moral cristiana es que la predicación moral de Jesucristo connota exigencias profundas de cambio de actitudes: exige una verdadera conversión. El tema de la conversión es un punto de referencia de la predicación moral del N.T. Normalmente, en el lenguaje del griego bíblico, se apunta a un cambio de mentalidad —metánoia—. Pero esta expresión es una conceptualización exclusiva del pensamiento griego. En la predicación oral de Jesús, conversión —sub, en arameo— comporta una transformación profunda de conducta, es decir, significa un cambio de vida o de camino, de orientación en la existencia.

Finalmente, la acentuación de la interioridad del hombre en la predicación de Jesucristo es que la moral cristiana tiene exigencias de totalidad. La actitud interior se centra en la conversión del corazón que bíblicamente —y aún hoy en la literatura universal— el corazón representa el núcleo de la persona humana.

3. La ética cristiana es una moral de actitudes

Este enunciado tiene actualmente gran poder de convocatoria y a él se alistan las más variadas corrientes de autores de moral. Pero, como todo "slogan" con éxito, se presta a ser mal interpretado.

Prescindimos ahora de aquellas teorías que, amparadas en una vida moral basada en "actitudes", excluyen o infravaloran los actos concretos o de las que toman en cuenta las "actitudes" solamente cuando se las denomina "opciones fundamentales". Tampoco se tiene a la vista a quienes derivan el juicio moral sólo a partir de las condiciones subjetivas, silenciando —y, en ocasiones, negando— los elementos de los que se deduce la bondad o malicia de los actos humanos, o sea, el objeto, el fin y las circunstancias. Estas teorías, llevadas al límite, ni desde la psicología científica y menos aún a partir del Evangelio, resisten una rigurosa crítica. Por eso, esas falaces interpretaciones no consiguen oscurecer la importancia que en el actuar moral tienen las actitudes fundamentales del hombre.

En efecto, como señalábamos en el apartado anterior, los imperativos morales de Jesús no se reducen sólo a actos aislados, sino que, valorándolos en sí mismos, exigen la respuesta de las actitudes más radicales de la persona: es la persona misma la que ha de dar respuesta a los requerimientos éticos que comporta la vida cristiana. Este es el sentido de la llamada a la conversión predicada por Juan (Mt 3,7—10) y repetida por Jesús al comienzo (Mt 4,17) y a lo largo de su vida pública cuando invita al "seguimiento" (Mt 6,24; 7,13—14; Lc 9,57—62, etc.).

Pero es evidente que la moral de actitudes se materializa en acciones singulares y determinadas. Por este motivo no cabe contraponer la moral de actitudes y la moral de actos, pues el mismo Jesús, que demanda la conversión profunda del corazón, aplica su doctrina a casos concretos y precisos. Baste citar el precepto general de la caridad referido a situaciones singulares, como la corrección fraterna (Mt 10,15—18); o la cuestión del tributo en relación a circunstancias sociales muy concretas (Mc 12,13—17). Pero no es menos cierto que la conversión, como condición previa, exige fundamentalmente una actitud total del hombre y no sólo aversión de los pecados singulares, sino una orientación nueva de toda la vida.

En síntesis, esas actitudes, por su misma naturaleza, postulan la materialización en actos concretos: la fe sin obras es inútil. Es el tema de la Epístola de Santiago (San 2,14—26). San Pedro, por su parte, enseña que la fe debe convertirse en virtud (2 Ped 1,5) y San Juan afirma que no basta "conocer la verdad" y aceptarla, sino que es preciso "practicar la verdad" (Jn 3,21) y "obrar según ella" (1 Jn 1,5).

4. La moral neotestamentaria no es prioritariamente la moral negativa del "no hacer", ni la represiva del "evitar", ni la permisivo de la arbitrariedad, sino la moral activa del "actuar". Los pecados de omisión

Es una vieja acusación la que se hace a la moral cristiana cuando se la inculpa de ser una moral "negativa" que se caracteriza por el "no actuar". Es decir, se es moralmente bueno —dicen—, en la medida en que se "evita el pecado".

Sin duda que esta inculpación es un lugar común que se repite a nivel vulgar como un tópico que no resiste una confrontación seria, ya que si algo destaca en el mensaje moral cristiano es no tanto el "mal a evitar" cuanto la necesidad de ejercitar el bien hasta desposarse con él, con el fin de identificarse con Cristo. Pero el tema merece algunas precisiones.

Una característica de la predicación y del programa moral de Jesucristo es hacer el bien. Esta nota esencial de la moral cristiana se basa en un postulado esencialmente bíblico, del cual, naturalmente, ha de participar el actuar ético.

Lo específico de la Biblia es la vida, no la muerte. El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob es el Dios de la vida (Mt 22,32). La primera manifestación de Dios se nos revela "creando" (Gén 1,1), y la aparición del hombre viene exigida por el mismo fin creacional. "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Y domine en los peces del mar, en las aves del cielo y los ganados... y en todo lo que serpentea sobre la tierra" (Gén 1,26). Lo espiritual en el hombre que le coloca en la línea de la semejanza divina, según el Génesis, parece que es en orden a la creación. Su espíritu inteligente y libre está orientado a la actividad. De aquí que la misión que le confía es la misma que motivó la creación: "creced y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla" (Gén 1,28).

La vida es realidad bíblica que Dios da (Gén 2,7; Jn 3,15—16) y que prolonga y alarga como un don (Gén 15,15; Lev 18,5; Deut 5,16; 16,20; Ez 18,23—32; Jer 21,8; Prov 3,1; Job 10,12; Ps 21,5; Rom 5,21; 6,23). Del mismo modo que castiga, quitándola (Ps 108,26—30; Job 32,14 ss.). El castigo de los malos es una muerte prematura. El israelita aprecia la vida y ensalza los bienes que comporta (1 Rey 3,14; Job 2,4; Prov 3,16). En una ocasión, Jesús resume su cometido diciendo que vino para dar vida y para que ésa crezca en abundancia (Jn 10,10).

Cabe decir más: la vida en la Biblia va unida al concepto de felicidad (Ps 6,14; Mal 2,5; Eccl 9,9). Vivir es ser feliz, con bienestar y firmeza como indica el término bíblico hayyim. La vida no es una mera existencia. La vida se pierde por el pecado (Gén 2,7); pero está prohibido quitarla, o sea, matar (Gén 4,10; Ex 20,13; Lev 24,17; Deut 17,8—13; Mt 5,21; Mc 20,19; Rom 13,9; Sant 2,11). Cristo promete a sus seguidores una vida en plenitud (Mt 13,12; 25,29; Jn 10,10).

Pero lo esencial de la vida, según la concepción más genuina de la filosofía tomista, es la comunicación, la expansión, el progresar multiplicándose. La ley ontogénica se cumple a todos los niveles, incluso los inferiores. Sólo aquellos seres que se han doblado sobre sí mismos y que no han tenido la fuerza de vencer las dificultades que surgieron en su propagación se han fosilizado hasta anularse. Por el contrario, los seres vivos más perfectos son aquellos que han corrido los riesgos más difíciles, con el fin de alcanzar los niveles superiores de la vida.

Esa moral viva, marcada por el ritmo creador, se fundamenta no en matar los deseos, como en las morales paganas, sino en emplear a fondo todas las posibilidades humanas que ofrecen el interior del hombre. La vida —la nueva vida— que comporta la nueva conducta es un tema central en el Evangelio de San Juan.

Esta ley la enuncia Jesús con validez ecuacional para la vida moral cristiana: "El que halla su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor de mí, la hallará" (Mt 10,39). La fecundidad de la existencia cristiana está en la entrega a Cristo en plenitud de vida. Lo que precisamente fecunda es la entrega, la donación, no la negación que produce la esterilidad aún en la biología humana:

"El Rabino enseña una ley ontológica, una ley existencias, una ley ontogenética, puesto que versa sobre las condiciones de adquisición de la vida. Esta ley recapitula la totalidad de las paradojas que caracterizan la doctrina evangélica, esa constante inversión de valores que registrábamos en cada ámbito de la existencia. Pero, ¿es comprobable?

Sí lo es, a nuestro juicio, en todos los dominios de la vida. Se trata de una ley experimental, cuya veracidad podemos nosotros comprobar... Esta ley ontogenética fundamental, teórica pero con aplicaciones prácticas, con consecuencias en el ámbito de la acción, está sólidamente fundada. No exige un reconocimiento sino una previa comprobación. Se funda sobre la experiencia constante y universal. Es una ley del ser y de la génesis del ser. Las consecuencias que entraña en el ámbito de la acción no desembocan en el vacío. Al igual que todos los preceptos de la doctrina evangélica, poseedores de un fundamento ontológico y susceptibles de comprobación experimental, tampoco éste desemboca en la nada y en el vacío, sino que, por el contrario, desemboca en el ser, en el ser más, en la vida. Enseña las condiciones de acceso a la vida. Es una iniciación a la vida. No exige el sacrificio por el sacrificio mismo. Como todos los preceptos evangélicos, invoca, no el masoquismo autodestructor, sino el interés bien entendido, es una ley del ser y de la vida, no de la muerte".

Esta ley aparece como fundamental en la predicación de Jesucristo, que la propone como condición indispensable para seguirle: "Llamando a la muchedumbre y a los discípulos, les dijo: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues quien quiera salvar su vida la perderá, y quien pierda la vida por mí y el Evangelio, ése se salvará" (Mc 8,34—37).

Y el modo concreto de ser eficazmente fructuoso, lo propone a partir de una comparación basada en la ley biológica: "Es verdad en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará sólo; pero si muere, llevará mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; pero el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12,24—25).

Para esa vida, para su propagación y no para su aniquilación, propone Jesús, la moral de la actividad. También la vida biológica se define por la eficiencia: allí hay vida, donde se da movimiento. Pero, previamente, se requiere la aniquilación egoísta, la donación y la entrega al otro. Si el grano no se pudre en la tierra no germina, si el espermatozoide no se pierde en el óvulo, no fecunda.

La ineficacia de Israel, por el contrario, la presenta bajo el símbolo de esta parábola: "Tenía uno plantada una higuera en su viña y vino en busca de fruto y no lo halló. Dijo entonces al viñador: Van ya tres años que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo: córtala, ¿por qué ha de ocupar la tierra en balde? Le respondió y dijo: Señor, déjala aún por este año que la cave y la abone, a ver si da fruto para el año que viene ... ; si no, la cortarás" (Lc 13,6—9).

Esa necesidad del actuar, de multiplicarse y crecer que distingue la moral cristiana, en oposición a las éticas permisivas o puramente negativas, se funda, como hemos visto, en una ley bíblica que está de acuerdo con la ley más general y constante de la vida.

La moral de Jesucristo no es in radice una moral de prohibiciones. De hecho, cuando señala el castigo y condena, parece fijarse tanto en los pecados cometidos como en las omisiones sin justificación, es decir, en los pecados de omisión.

Ante el pecado normal que tiene su origen en la debilidad radical del hombre (mezclada con frecuencia de buena parte de malicia), la actitud ordinaria de Cristo es la misericordia y el perdón. El Evangelio pone de manifiesto esta realidad y escoge situaciones límite de pecado, de subido relieve moral: la del hijo pródigo que había vivido disolutamente (Lc 15,11—32); la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8,1—11); la samaritano que había tenido cinco maridos "y el que ahora tienes no es tu marido" (Jn 4,4—43); la mujer pecadora pública que escandalizaba a la ciudad (Lc 7,36—50); el confiscador de bienes que en un estado colonial había defraudado a no pocos (Lc 19,1—10); la del bandido, salteador y malhechor que alcanza la gracia de morir con El (Mc 15,27—32), etc., etc. Jesús anda siempre a la búsqueda de los pecadores, hasta el punto de no defenderse de esta acusación (Mt 9,10; 11,19; Lc 5,29—30; 7,34—50; 15,1—2; 19,10; 23,43; Jn 8,11, etc.). Sin embargo, el castigo parece dirigirse fundamentalmente a aquellos que, llamados, no han sido fieles a las exigencias de comunicar y ampliar la vida que habían recibido.

He aquí algunos datos que, expresados a distinto nivel narrativo (parábolas, discursos y hechos), muestran a Jesús que condena, no por el mal cometido —aunque también aparece expresamente reprobado—, cuanto por el bien que se ha dejado de hacer.

El primer hecho, la parábola del rico Epulón es una parábola realista y personalizado. La única en la que el protagonista, Lázaro, se designa con su nombre propio. Es además una de las enseñanzas más claras de Jesús en torno al castigo del infierno (Le 16,19—3 l).

El condenado, que reclama su condición de "hijo de Abrahán", no era un renegado. Tampoco se presenta como motivo de la condena merecida el que hubiese cometido algún pecado de injusticia o de embriaguez, o porque tratase de modo desconsiderado al pobre que estaba a la puerta. La acusación de Abrahán parece estar exclusivamente en que "recibiste bienes en tu vida". La condena se debe a un pecado de omisión: no ha sabido aprovechar su situación de privilegio para ayudar al prójimo y dedicarse a hacer el bien. Todo su tiempo parece que estaba destinado a banquetear y a cuidar su vestido, sin perder la condición de hijo de Abrahán.

La preocupación por la suerte de los cinco hermanos indica —con todas las salvedades que hay que tener en cuenta al interpretar el sentido de una parábola— que Jesucristo descubre la imagen de "una familia honrada", pero que no había entendido el mensaje de vida, creador y fecundo para hacer el bien propio de la Biblia.

Otro hecho de la vida histórica de Jesús es la condena de la higuera estéril que refieren S. Mateo (Mt 21,18—19) y S. Marcos (Mc 11,12—14). Este suceso fue tan llamativo que el Evangelio subraya la extrañeza de los Apóstoles. Estos no acaban de descifrar el misterio y esperan el regreso para comprobar si se ha cumplido la condena del Maestro, y, al confirmarse, no pueden menos de pedirle una explicación: la higuera es la imagen de un pueblo que ha recibido todos los cuidados para alimentarse, crecer y fructificar vigorosamente. Tenía un ostentoso aspecto y cumplía una misión: dar sombra (!), pero no tenía frutos. Y por ello mereció el castigo.

San Mateo, que recoge las predicaciones de Jesús con especial empeño de enseñar y que las reúne en una misma unidad didáctica, concluye su catequesis a los judíos con la exposición en torno a la escatología. Con este fin, antes de concluir su Evangelio, narra la historia de la muerte en la cruz del Mesías esperado. Pero, previamente, quiere que ellos mismos mediten sobre la responsabilidad de dar una respuesta adecuada y de hacer fecunda la nueva vida a la que han sido llamados: es el capítulo 25, en el que San Mateo recoge las parábolas de las "diez vírgenes", de "los talentos" y concluye con la descripción de la escena del juicio universal.

Las dos primeras parábolas son un escándalo para el hombre que interpreta la conducta humana desde la perspectiva de lo "honorable", de lo "bien visto", o de "lo prudente"; pero que le parece "inmoral" desde la conducta bíblica, que se fundamenta en la actitud creadora, es decir, de lo que hay que hacer y no sólo de lo que es preciso evitar.

Las cinco jóvenes condenadas ("en verdad os digo, no os conozco") parece que no han hecho nada malo. Por el contrario, su conducta es honrada: son amigas de los esposos; han aceptado la invitación y es previsible que acudan venciendo alguna dificultad; se han provisto de lámparas y de aceite; han esperado la llegada del esposo; cuando se dan cuenta de que se les apagan las lámparas, ocasionada por el retraso imprevisto, hacen el esfuerzo de pedirles un favor a sus amigas y, ante la negativa, corren en busca del lugar donde puedan comprarlo. La respuesta del esposo es desconcertante: "No os conozco", y les cierra las puertas. Las jóvenes podrían inculpar su tardanza, ellas, cansadas de esperar, "cabecearon". Dice el original griego "pasai kai ekazeudo", es decir, "cabecearon todas", no sólo las cinco imprevisoras. Y, cuando lograron el aceite, acuden presurosas a cumplir su cometido en la sala de bodas, tal como habían aceptado por invitación.

La causa de la condena hay que buscarla en el mismo motivo: la falta de eficacia. "No tomaron consigo aceite", no han cumplido con diligencia su misión, aunque no habían renegado la invitación a tomar parte en el banquete, y, hasta la llegada, se habían comportado decorosamente.

Esta parábola tiene una significación escatológico: las diez vírgenes es la humanidad que espera el regreso de Cristo. El hombre ha de esperar con una conducta no sólo recta, sino activa y vigilante. El exégeta protestante, Joaquín Jeremías comenta:

"La parábola es una parábola de crisis. El día de la boda ha llegado; el banquete está preparado. "El Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso, ha tomado posesión de su reino. Alegrémonos y llenémonos de júbilo y rindámosle honor, pues la boda ha llegado... Bienaventurados los invitados al banquete de bodas" (Ap 19,6—9). Sólo quien no deja de recibir este son de júbilo con que la parábola comienza en el v. 1 puede medir la seriedad de la advertencia: tanto más hay que prepararse ahora al tiempo de la prueba... ¡Ay de aquellos que se parecen a las vírgenes necias!, cuyas lámparas se habían apagado y para quienes quedó cerrada la puerta de la casa de la boda. Para ellos es demasiado tarde. Pues así añade la Parábola de la puerta cerrada (Lc 13,24—30), que corre paralela a la conclusión de Mt 25,1—2: la vocación a la comunidad con Jesús no sirve de nada a los que llaman, si sus hechos fueron ineficaces (Lc 13,27)".

La segunda parábola, la de los "talentos" que recoge Mateo y Lucas, es todavía más desconcertante para los partidarios de una moral negativa. El juicio del Señor sobre el tercer personaje centra el tema de la parábola; su inactividad merece condena.

Este juicio provoca la indignación de Kant. No cabe veredicto de condena en la "moral del deber" del autor de la Razón Práctica. En su opinión, con la evaluación de "rectitud ética", más bien son inmorales los dos primeros, que se han dedicado al riesgo del negocio con un dinero que no era suyo, corriendo el peligro de defraudar al dueño.

La excusa alegada por el tercero parece justificada: el señor es duro y usurero, por eso le teme y, cuidadosamente, hace algo: enterrar el denario. El vigiló para que no se lo robasen, lo desenterró y como a entregárselo apenas tiene noticia del regreso del señor. El énfasis con que presenta el talento, tanto tiempo custodiado, y el relato de los motivos que le movieron para no dilapidarlo, muestran a un siervo "cumplidor" que espera el agradecimiento del amo. Pero las palabras que Jesús pone en boca del dueño son extraordinariamente duras.

Esta parábola es también una lección de espera escatológico y estaba directamente dirigida a los judíos: ellos habían recibido el mensaje salvador. La interpretación posterior de la Iglesia la aplicó sin violentar su sentido a las diversas situaciones personales. El creyente deja de ser fiel, no solamente en la medida en que reniega de su fe, sino en tanto se esfuerza por hacerla fructificar.

Por este motivo, al diligente se le premia y al perezoso se le castiga, quitándole aún lo poco que posee ¿No se cumple también esta paradoja de dar "al que tiene" en los grandes acontecimientos que constituyen la existencia humana: la vida, los negocios, el amor ... ?

"Esta es una ley comprobable ya en el ámbito de los negocios. Quien se aferra con avaricia y con desazón a la suma del dinero que ya posee, temeroso de perderla, perderá incluso lo que posee. Quien invierte en dinero, quien consiente en correr el riesgo de la aventura, recuperará su dinero centuplicado... Es una ley, no de "moral", sino de la vida. Esta misma es la conclusión de los biólogos. Las especies que han corrido los mayores riesgos son precisamente aquellas que han obtenido mayores éxitos. Las que han buscado la comodidad, la tranquilidad, las que han eludido el riesgo se han convertido en fósiles vivientes. Esa proporcionalidad entre el riesgo corrido, la aventura intentada y el éxito alcanzado es ley de la existencia y ley de la vida. La vida no es avaricia ni repliegue sobre sí mismo. La vida es comunicación, invención, descubrimiento de lo desconocido, y toda la invención vital constituye un riesgo. Toda fecundidad implica salida de uno mismo, salida que es riesgo y donación".

Estas imágenes, así como las leyes que las rigen, se cumplen de modo eminente en el Evangelio. El Señor emplea siempre imágenes que engendran movimiento y vida: la semilla, la sal, la luz y, sobre todo, el fuego. "Yo he venido a echar fuego en la tierra y ¿qué ha de querer sino que se encienda? (Lc 12, 49). Al siervo "moral", el Señor le llama "holgazán", y por eso le condena. No ha hecho fructificar el talento.

La realidad del juicio de la historia, con cuya descripción finaliza el capítulo 25 de S. Mateo, es de sobra conocida. El premio y el castigo se otorgan no a causa de una amplia lista de virtudes o de pecados, sino en razón de la eficacia o ineficacia de una vida que rehuyó el dinamismo inventiva y creador del amor.

Y es que los pecados de omisión que acompañan con frecuencia a una vida moralmente "honrada", van directamente contra el plan bíblico sobre el hombre, dado que Dios le ha confiado la perfección de su obra: continuarla y completarla. En ocasiones, se le imputa a Dios la injusticia que existe en el mundo y se le hace responsable de ese mal, cuando, en realidad, es la ineficacia del hombre la que ha engendrado tanta miseria que se levanta insultante contra el plan de Dios.

El cristiano, a quien se le ha confiado continuar la obra de la creación iniciada por Dios, se acusará de pecados de robo, de pecados de la carne y de hurtos; pero también debe acusarse de que exista una sociedad que permite y fomenta esos pecados, pues, como escribe el Apóstol Santiago, "al que sabe hacer el bien y no lo hace, se le imputa a pecado" (Sant 4,17). Y San Pablo recomienda a Tito que predique a los nuevos creyentes que "se ejerciten en buenas obras para atender a las apremiantes necesidades y que no sean infructuosos" (Tit 3,14).

Esta misma doctrina ha sido predicada continuamente por el Magisterio de la Iglesia. En la Encíclica Populorum progresio, Pablo VI afirma que "el hombre es tan responsable del desarrollo del mundo como de su salvación" (PP, 15).

5. La moral cristiana se mide no por la ley "de lo justo", sino de "la perfección"

Esta constante de la moral cristiana es consecuencia lógica de la anterior. La predicación moral de Jesús se enfrenta a la casuística de la moral farisaico, pues no pide tanto la medida del pecado, cuanto la donación completa del hombre: "Porque os digo que, si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 5,20).

En la misma predicación de las Bienaventuranzas, Jesús no condena tan sólo lo que podríamos denominar pecados graves, sino los pecados leves y pequeños defectos. Lo expresa con la contraposición entre lo que ellos practican y lo que El propone: "Se dijo a los antiguos... yo, sin embargo, os digo". Y Jesús, en virtud de esa exigencia, prohibe el homicidio, el adulterio y el perjurio, pero, asimismo, condena, las faltas leves contra el amor, los pensamientos menos puros y las verdades a medias: "Sea vuestra palabra sí, si; no, no" (Mt 5,17—44).

Como consecuencia, la moral cristiana en sí misma no admite grados —aunque de hecho se den—. Tanto el mandamiento del amor en el que se fundamenta, como el cumplimiento de la voluntad divina, que es la norma suprema del actuar moral del cristiano, connotan una entrega de totalidad: el amor exigido difícilmente calcula medidas ("con todo el corazón, con toda el alma..." ), y el cumplimiento de la voluntad divina es indivisible, dado que no admite excepciones. En este sentido, la conducta cristiana es una moral de "respuesta" a la "llamada" de Dios. Y, si ésta fue generosa, gratuita y total, la "respuesta" debe adecuarse al sentido totalizador de la "llamada".

Asimismo, esa moral sin grados se pone de manifiesto por la altura y la universalidad de las Bienaventuranzas. El Sermón de la Montaña se caracteriza porque señala un programa único para todos los que quieren seguirle, por las exigencias sumas que presenta. Las obligaciones especiales impuestas a algunas personas en concreto destacan siempre por la singularidad de la llamada, y, aunque las condiciones externas que imponen sean diversas, no obstante, Jesús exige la misma disposición interior a todos los que quieren seguirle.

De hecho, en las primeras cristiandades, el término "discípulo" se aplica ya a los creyentes (Hech 6,21); por lo que las condiciones comunes exigidas por Cristo a "los discípulos" se extienden muy pronto a todos los seguidores.

Estas condiciones especiales son las que la tradición viva de la Iglesia ha ido enriqueciendo y diferenciando, y dieron lugar a los "estados de perfección" que se guían por algunos "consejos" más destacados en el Evangelio. Pero, sustancialmente, la moral cristiana es la misma para todos: los bautizados deben tender a identificarse con Cristo. S. Pablo afirma sin ambages: "Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes 4,3).

Pero esa "moral sin grados" no es genérica e indiferenciada, sino que atiende las diversas circunstancias individuales y los carismas personales:

"Todos los neófitos se someten de corazón a la enseñanza moral que se les imparte (Rom 6,17), la cual es universal, válida para todos los regenerados, puesto que —cualesquiera que sean las diferencias de raza, de sexo y cultura—, siempre y únicamente se trata de educar "al hombre nuevo", conforme a Cristo (Gál 3,28; Col 3,1 l). Sin embargo, los dones son diversos (Rom 12,6; 1 Cor 3,5; 7,7; 12, 7,11,18; Ef 4,7), y la moral exige que cada cual viva cristianamente según su condición o su trabajo social (1 Cor 7, 17; 20,24). Si las parénesis aparecen casi siempre dirigidas al conjunto de los fieles de tal comunidad, sus imperativos obligan al individuo: a todos y cada uno (Hech 20,31; 1 Tes 2,11; Ef 4,16; Gál 6,5; 1 Pet 4, 10, etc.) y en todo lugar (1 Cor 4,17; 7,17). En este sentido, no hay ética más personalista e individualista que la del Nuevo Testamento, como subrayan invariablemente las fórmulas de la última sanción escatológico, desde Mt 16,27: "El Hijo del Hombre... dará a cada uno según sus obras", hasta Apoc 22,12: "Mi recompensa está conmigo, para dar a cada uno según lo que es su obra".

La moral predicada por Jesús exige una donación completa, se mide por lo "perfecto" (Mt 5,48), tal como aconseja el autor de la carta a los Hebreos: "Por lo cual, dejando a un lado las doctrinas elementales sobre Cristo, tendamos a lo más perfecto" (Hebr 6,I).

Esta moral de la perfección y de la donación completa es consecuencia de lo que seguidamente denominaremos la esencia de la moral cristiana: la identificación con Cristo se alcanza por la perfecta y total donación. Lo cual, a su vez, se corresponde con la abundancia con que Dios se da y que Jesús confirma con esta paradójica expresión: "Al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aún lo que tiene se le quitará" (Mt 25,29). S. Pablo lo expresaría más tarde con el término "abundante" (perisseuma): a la "abundancia" de Dios debe el hombre responder también con largueza (1 Cor 14,12; 2 Cor 3,9; 8,7; 1 Tes 4,1—10; Rom 15,13; Fil 4,18).

Esta moral que cabría denominar del "máximum" se distingue de la moral del "minimum", tan común en los Manuales de Moral casuística, que tratan de fijar las condiciones mínimas que se pueden exigir a todos los hombres. Por el contrario, la predicación moral de Jesucristo es una llamada a la santidad (Mt 5,48), así la denominación de "santos" pasó a la nomenclatura del N.T. como sinónimo de "cristiano" (Rom 1,7; 16,15; 2 Cor 1,1; 13,2; Hebr 13,24, etc.). Es, en concreto, actuar como actuó Cristo: la identificación con Jesucristo lleva a un modo de identificación de su conducta: "Quien dice que permanece en El, debe andar como El anduvo" (1 Jn 1,6).

6. Jesús no absolutiza los preceptos. Pero la ética cristiana contiene preceptos absolutos

La moral predicada por Jesucristo contiene preceptos absolutos. Tanto en el orden natural como en el sobrenatural, el precepto del amor a Dios, por ejemplo, es absoluto. Pero en la moral cristiana, las leyes positivas humanas y las interpretaciones de los preceptos divinos se miden por la ley de la relatividad, dado que, en tales casos, la prudencia regula en última instancia los preceptos. Pero éste no era el caso de la moral, tal cual se interpretaba en los círculos fariseos de tiempo de Jesús.

Las morales "negativas", que destacan exclusivamente las "prohibiciones", corren el riesgo de perderse en una "moralidad de pecado". En estos casos, los preceptos dejan de ser medios y se convierten en fines y, en consecuencia, se puede caer en lo más ridículo de la casuística. Y de la casuística se pasa fácilmente al laxismo moral, pero también al rigorismo, dado que ambas actitudes se implican mutuamente. Tal fue el final de la moral judía contemporánea al Evangelio.

A esta situación, tan arraigada en Israel, se opone Jesucristo con firmeza y energía. He aquí algunas aplicaciones de este principio:

a) Observancia del sábado

Las discusiones en torno al cumplimiento del descanso del sábado habían llegado a una casuística "inmoral" y Jesús las resuelve a favor de los discípulos, acusados de no guardar el precepto sabático (Mt 12,1—12). Del mismo modo, afronta su propia defensa ante la misma acusación (Jn 5,10—19; 7,14—24).

En otra ocasión les pregunta si es lícito curar en sábado. Los escribas y fariseos juzgarían de la rectitud del Maestro si operaba la curación en ese día, El realiza el milagro y "ellos se llenaron de furor y trataban entre sí qué podrían hacer contra Jesús" (Lc 6,6—11). La misma discusión se levanta con ocasión de la curación en sábado de la "mujer encorvado" (Lc 13,10—17).

Jesús se separa de la interpretación del cumplimiento sabático tal como lo hacían los rabinos con esta sabia conclusión ética que reduce los preceptos a medios: "El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado" (Mc 2,27). La casuística en torno al descanso sabático era tal, que el sábado estaba por encima del hombre. Es lo que condena Jesucristo.

b) El ayuno

La misma relatividad de los preceptos se encuentra en la interpretación que hace Jesús de la ley del ayuno. Los judíos se escandalizan y se quejan al Señor de que sus discípulos no ayunan (Mc 2,28—22; Le 5,33—39). Jesús les orienta por un tiro de altura al sentido verdadero de la penitencia (Mt 6,1618). El mismo va a ser acusado de comedor y bebedor y amigo de banquetear (Mt 11,18—19). Esta acusación solamente cabe en espíritus que cometen la torpeza de convertir los medios morales en fin. Esta misma doctrina es propuesta aún con más rigor por S. Pablo (Col 2,16—23).

c) Las purificaciones rituales

Esa conducta farisaico marcada por el legalismo y la literalidad en la interpretación y cumplimiento de la ley era especialmente ridícula en lo que respecta a las purificaciones rituales. Tanto Jesús como en ocasiones los discípulos hacen caso omiso de estas prescripciones, provocando el escándalo de los fariseos (Mc 7,1—7). A continuación, el Maestro les habla de la pureza del corazón. El mismo hecho, con ligeras variantes, es narrado por S. Mateo, el cual concluye con esta máxima: "comer sin lavarse las manos, eso no contamina al hombre" (Mt 15,20).

d) El templo y los lugares de culto

Era una vieja, pero importante discusión acerca del centro de culto a Jahveh. Sobre la construcción del templo había un mandato expreso de Dios que había comprometido el reinado de Salomón. En él habitaría Dios y recibiría el culto del pueblo (1 Sam 6—8; Par 2—6). La restauración y descripción la expresa en visiones el profeta Ezequiel (Ez 40—43). El libro de Esdras nos cuenta la reconstrucción del templo de Salomón llevada a cabo por Zorobabel y cantada por el Profeta Ageo (Esdr 3,8—13).

Frente a la magnificencia del templo de Jerusalén, los samaritanos, en rivalidad con los judíos, habían construido otro templo en el monte Garicín, destruido en el año 129 por Juan Hircano. En tiempo de Jesús la cuestión estaba puesta sobre el lugar del culto que elegiría el Mesías. Este tema dividía fundamentalmente a judíos y samaritanos.

La cuestión se la propone a Jesús la mujer samaritano: "Señor veo que eres profeta" (Jn 4, 19—24). Jesús señala que los nacidos del espíritu ofrecerán al Padre un culto de verdad, porque reconocerán la verdadera revelación de Jesucristo.

Desde entonces, Jesús elegirá los caminos como lugar de culto (Lc 3,21; Jn 12,27—28); se retirará a rezar al desierto (Mc 1,12) y al monte (Mt 14,23; 26,39—46; Lc 6,12; 9,28; Jn 6,15). Orará junto al sepulcro de Lázaro (Jn 11,41) y con ocasión de aquellos sucesos que dan lugar a una circunstancia emotiva para hablar con su Padre (Lc 9,18; Jn 12,27—28). Ora insistentemente en el huerto (Mt 26,36; Mc 14,32: Lc 22,41) y en el momento de entregar el espíritu a su Padre (Mt 27,46; Mc 15,34; Lc 23,46). El nuevo lugar para rezar viene exigido por el modo habitual con que Jesús invita a sus discípulos a dirigirse al Padre: "Conviene orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1; 21,36).

Es banal —y por demás inexacto— afirmar que la nueva moral predicada por Jesucristo no se rige por precepto alguno. La moral del N.T. no es, en absoluto, una "moral sin norma". El mismo Jesús prescribe numerosos mandatos: el amor al prójimo que excluye cualquier insulto (Mt 5,22); la condena del adulterio, aún cometido internamente (Mt 5,27—32); la humildad y la modestia (Lc 14,7—11; 18,9—14); rehuir el perdón (Mt 6,14—15; 18,23—35); la prohibición del divorcio (Mt 5,31—32; 19,3—12; Mc 10,2—12); la avaricia (Mt 6,19—24; Mc 10,17—24); el amor al enemigo (Mt 5,43—48); el perjurio y los juramentos inútiles (Mt 5,33—37); avergonzarse de seguirle (Mc 8,34—38); los juicios temerarios (Mt 7, 1—6); la blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt 12,31—37; Mc 3,28—30); el escándalo provocado contra los inocentes (Lc 9,46—48), etc., etc.

Parece, pues, natural que, a la vista de esos mandatos tan concretos, los escritos neotestamentarios recopilasen muy pronto el conjunto de preceptos que debían cumplir los que accedían a la fe. De este modo, se encuentran en el N.T. los primeros catálogos de virtudes que facilitan el camino, así como los vicios que dificultan la salvación 11 Esas mismas listas se repiten literalmente en las obras de los primeros escritores cristianos.

Este intento de catalogación de virtudes y pecados no es por sí mismo un signo de decadencia de la moral cristiana. Los Escritores inspirados afirman continuamente que repiten y formulan "los preceptos del Señor". La imitación de la vida de Cristo exigía que se tipificasen aquellas circunstancias que no estaban expresadas en el vivir histórico de Jesús. Por su parte, la moral por El predicada había sido una moral de ejemplo y de preceptos, y éstos debían ajustarse y homologarse a las nuevas circunstancias —múltiples y particulares— en que se desarrollaba la vida personal y social de los creyentes.

Cabe decir más, el Sermón de la Montaña, en su disposición antitético, muestra que entre el ser y el actuar se da una relación esencial. También aquí el mensaje moral predicado por Jesús responde al modo propio del ser del hombre. Por este motivo, no cabe una disposición moral interior sin el cumplimiento exacto de normas morales concretas.

"Jesús quiere que sus exigencias sean aceptadas como auténticos preceptos, que deben ser puestos en práctica. Mediante formulaciones extremistas no intenta solamente despertar a sus oyentes del letargo moral, del costumbrismo o de la propia autosuficiencia. Jesús no quería establecer un nuevo código legal, pero tampoco intenta solamente despertar una nueva ,'actitud" o postura moral general, sin normas obligatorias para el comportamiento moral concreto... Ello queda además confirmado por la parábola final de la construcción de una casa, en la que Jesús presenta al hombre, que oye sus palabras y "las pone en práctica" y, al insensato que se contenta con escucharlas".

A la luz de esa moral de totalidad que afecta al núcleo de la persona, se valora el precepto de Jesús que recopila S. Mateo: "Si, pues, alguno descuidase uno de estos preceptos menores (elágiston) y enseñase así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos; pero el que los practicare y enseñara, será tenido por grande en el reino de los cielos" (Mt 5,19). La antítesis no se establece entre "enseñar" y "cumplir", sino entre poner o no en práctica uno de "estos mandamientos más pequeños".

Es conveniente notar que las prescripciones judías que aparentemente Jesús menosprecia se refieren a mandatos de la Antigua Ley. Y lo que Cristo en realidad condena no son esos viejos preceptos en sí mismos, sino la adulteración que habían sufrido por la preocupación moralizante de los fariseos que acentuaban la letra de la Ley, despojándola del contenido original.

De aquí que Cristo los cumpla El mismo en su vida diaria: Jesús observa el sábado (Mc 1,21; 6,2; Lc 4,16; 6,6); practica el ayuno riguroso (Mt 4,1—2; Lc 4,2); cumple con las prescripciones en torno a los ritos y a las purificaciones legales (Lc 2,21—39; 2,40—52; 3,21—22; 4,15 ss.); acude con frecuencia al templo y a la sinagoga (Mc 1,2 l; 3, l; 6,2; Lc 4, 6; 6,6; 13, 1 O; Jn 6,59; 1820); desaloja a los mercaderes, porque "el celo de la casa de su Padre le consume" y su casa "es casa de oración" (Mc 11,15—19; Lc 4,15—28). Le vemos como buen judío acudir a Jerusalén a celebrar las grandes fiestas del pueblo (Mc 11,11; Lc 2,41; Jn 5,1; 7,10; 10,22; 11,55) y habla del templo con gran veneración (Mt 5,23—25; 23,15—18).

Referido al nuevo estado del hombre que ha escuchado su mensaje salvador, los preceptos de Jesús tienen también una fuerza vinculante, hasta el punto que los enuncia casi siempre como "condiciones para entrar en el Reino" (Mt 5,20; 7,21; 19, 23; Mc 10,23; Lc 18,17; Jn 3,3).

Los rigurosos imperativos con los que Jesús fija las condiciones de los que quieren seguirle quedan gráficamente señalas con ejemplos que indican su dificultad (Mt 5,20; Mc 10,25—26; Mt 19,24; Lc 18,25). Jesucristo habla de la "puerta estrecha" (Mt 7,14; Lc 13,24). Y cuando los Apóstoles asustados decían entre sí: "entonces, ¿quién puede salvarse? Fijando en ellos Jesús su mirada, dijo: "A los hombres sí es imposible, más no a Dios, porque a Dios todo le es posible" (Mc 10,26—27).

También el mensaje moral predicado por Jesucristo admite preceptos estrictos, pero no son fin en sí mismos. Son condiciones y mandatos que facilitan el camino y evitan el peligro de perderse. Responden a la naturaleza del hombre. En este sentido, la moral judía se distingue de la moral cristiana. En aquella regían los preceptos de la Ley [23. "El Evangelio no dice en parte alguna que la existencia de una ley objetiva sea contraria a la libertad del hombre. Todo lo contrario, afirma la existencia de una ley que es la expresión misma del designio de Dios sobre el hombre, la ley mosaica que es recogida y perfeccionada por la ley evangélica. En la medida en que cumple esta ley, realiza el hombre su vocación. Pero esta ley no es impuesta como una coacción exterior. Solicita su adhesión interna en cuanto que aparece como voluntad de Dios y en cuanto que a través de ella es el mismo Dios a quien se adhiere el corazón... El N.T. únicamente condena una práctica de las observancias que no sea expresión de la conversión del corazón y que no subordina las observaciones del corazón". J. DANIELOU, ¿Para qué la Iglesia? Desclée. Bilbao 1973, 134—135. Pero la nueva ley de Cristo no es una ley impuesta como "carga": "A quienes son justos, la ley no les supone un peso, puesto que su disposición interior les inclina a aquello mismo que la ley prescribe. Por tanto, para ellos no es una carga: los justos "son para sí mismos ley" (Rom 2,14). En consecuencia, la ley no ha sido puesta para los justos, sino para los injustos. Si todos los hombres fueran justos, no habría ninguna necesidad de promulgar leyes, porque todos tendrían en si mismos su propia ley". S. THOM., 1 Tim, III, 9.]. En el N.T. abundan los preceptos y consejos imperativos que tratan exclusivamente de ayudar al hombre a ser fiel a su vocación y que facilitan el cumplimiento del mensaje moral del N.T.: identificarse con Cristo, ser realmente ipse Christus [24. El P. Benoit comenta las palabras finales de Jesús en el Evangelio de S. Mateo:...Y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,20)", y escribe: "No basta creer, no basta ser bautizado y arrepentirse; hay que guardar los mandamientos. La vida toda debe seguir a la fe. Bien está conmover un corazón y hacerle cambiar de vida; pero a condición de hacerle comprender que se abre a una vida nueva que habrá de practicar y llevar día tras día. Después del entusiasmo de la conversión y de la iluminación del bautismo, vendrá la vida cotidiana y difícil, en la que el ideal cristiano nos pide que paguemos y cumplamos un día y otro, lo que hemos prometido; vivir la vida de Dios que exige sacrificios a nuestra naturaleza humana. Jesús pide el bautismo, la conversión, el entusiasmo pneumático; mas también el cumplimiento de todos sus mandatos. Muchas veces lo dirá S. Juan: "El que me ama es el que guarda lo que yo he pedido; quien no guarda lo que he pedido, no me ama. El verdadero amor es el que día tras día obedece". P. BENOIT, Pasión y resurrección. Fax. Madrid 1971, 372—373.].

7. La moral predicada por Jesús es una moral de premio y castigo

Existe hoy en algunos sectores una falta de sensibilidad para hablar del castigo del hombre por parte de Dios, y hasta se llega a cuestionar la posibilidad de un castigo eterno. Con otras palabras, el tema de la condenación, que en determinadas épocas constituía una de las creencias fundamentales del cristiano, ha sufrido en los últimos tiempos tal recesión, que puede inducir a creer que era una de esas verdades camufladas que cumplían la misión de apurar religiosamente el sentimiento del miedo [25. Posiblemente, la crisis de "premio" y "castigo" del hombre por parte de Dios participa de la crisis generalizada de esas dos realidades en casi todos los ámbitos; en concreto, en la familia y en la escuela. A distintos niveles se deja sentir la influencia de autores de nuestros días (Skinner, Pavlov, etc.) que afirman que esas dos categorías son las más usadas como medios de manipulación en orden a orientar las conductas.].

Cuando se niega la existencia de un castigo eterno, se defiende este planteamiento: una época guiada por instintos primarios necesitaba del reactivo del temor. El infierno, se viene a decir, es una verdad que corresponde a una etapa histórica, en la que el hombre vivía bajo la amenaza del castigo.

Desde una consideración más ideológica, la dificultad viene urgida por esa aporética cuestión: ¿Cómo es posible conciliar la verdad de Dios, revelado por Cristo como Padre, y el castigo doloroso y eterno del infierno?

En este apartado no intentamos dar solución a estas dificultades, solamente perseguimos exponer la doctrina moral predicada por Jesucristo, en la que, de modo claro y sin equívocos, se propone las categorías de "premio" y "castigo" que merece la propia conducta en relación de causa a efecto.

a) Premio y castigo en el Antiguo Testamento

La historia del A.T. podría formularse en síntesis como la narración de los hechos que relatan los premios y castigos al hombre por parte de Dios. La Alianza, que es el núcleo de la revelación veterotestamentaria, propone el tema de la pena y de la retribución en relación con la respuesta del hombre al pacto de Dios.

La Biblia se abre con la página en la que se narra el origen del mundo y del hombre; pero, frente a la luminosidad creadora de esta primera página, se inicia la segunda con la historia de la caída del hombre y el anuncio del castigo (Gén 3,16—19). En el siguiente capítulo, Abel y Caín encarnan las actitudes morales de bien y de mal, y por ello son merecedoras del premio y del castigo. Más adelante, cuando el pecado se generaliza, acontece el castigo colectivo, representado por el diluvio universal (Gén 6—8). El nuevo orden del mundo purificado por el castigo, Dios lo selló con la alianza hecha a Noé y a sus hijos (Gén 9,1 l). Pero este nuevo pacto es conculcado por el pecado de los descendientes de Noé y de nuevo sobreviene el castigo, que el hombre intenta evitar construyendo la Torre de Babel (Gén 10,11). El nuevo periodo iniciado por la fidelidad de Abrahán es testigo de la destrucción de Sodoma y Gomorra corrompidas por sus pecados (Gén 19,15—29).

La alianza del Sinaí significa el inicio del pacto con todo el pueblo de Israel (Ex 19). El Decálogo es el código de la Alianza (Ex 20). Pero, a partir de esta etapa histórica en la que se inaugura un nuevo estatuto moral, se comprueba que la historia del A.T. se resume en las exigencias de Dios que remunera con premio y las infidelidades del pueblo que merecen el castigo. Esta es, en conjunto, la misión de los Profetas. Los textos son innumerables. Más aún, el tema del premio y castigo es la nota que eleva y mantiene el tono narrativo de la historia de Israel.

b) Premio y castigo en el Nuevo Testamento

También estas dos categorías de premio—castigo son constantes en la predicación de Jesús y de los Apóstoles. Jesucristo predica fundamentalmente el perdón. El anuncia la Buena Nueva que se caracteriza por la "conversión interior y el perdón divino (Jer 31,31—34); por la restauración de la justicia y de la santidad (Is 29,19—24) y porque reinarán la paz y el gozo (Is 2,4; 9,6; 11,6—8; 29,19), etc.

A Jesús le designa el Ángel como "salvador" (Mt 1,20—21) y S. Juan Bautista lo presenta en el pórtico de la vida pública como el que "quita el pecado del mundo" (Jn 1,19).

La vida histórica de Jesucristo a lo largo de su predicación confirma esta misión. El vino a salvar a los pecadores (Lc 5,32; 15; 19,10). Por eso los busca (Lc 10,13; 19,42—44; Jn 4,1—55, etc.). La actitud fundamental de Jesús frente al pecado del hombre es el perdón. De aquí que se presente perdonando las situaciones límite de la existencia humana: aquellas conductas más bajas a las que puede llegar el hombre: la mujer pública que sembraba el escándalo en la ciudad (Lc 7,36—50); la esposa sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8,1 l); el defraudador de la hacienda ajena que se sentía con la obligación de devolver la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19,1—10); el ladrón criminal y salteador condenado a muerte por sus delitos (Lc 23,42—43), etc. Jesús no es el predicador del castigo, sino el profeta que anuncia el perdón para todos: hasta los pecadores y meretrices pueden entrar en el Reino (Mt 21,31—32).

Además de estos hechos concretos, Jesús expone doctrinalmente que la disposición de Dios frente al pecado es la del perdón. Anuncia que la nueva situación de la historia se inaugura con la actitud de Dios como Padre, hasta el punto de que, cuando el hombre se aleja, Dios le busca amorosamente para ofrecerle el perdón. Las parábolas de la dracma perdida que, una vez hallada, provoca el alborozo; la alegría que experimenta el pastor cuando encuentra la oveja pérdida y, sobre todo, la actitud del padre que, a la vuelta del hijo que se ausentó y vivió disolutamente, "se arrojó a su cuello y le cubrió de besos" (Lc 8,20), supera cualquier imagen comparativa del perdón.

Esta nueva situación tan propicia para el perdón y para posponer el castigo se puede resumir en una expresión de Jesús, con la que, en ocasión solemne, trata de definir su misión: "El Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Mt 18,1 l; Lc 19, 10).

Sin embargo, en el caso de que el hombre se obstine en el mal moral, Jesús predica con la misma contundencia y rigor la realidad del castigo: es otra constante en la predicación y en las actitudes históricas de Jesucristo. "Sería pervertir el Evangelio escuchar en él solamente el mensaje de Dios Santo, que perdona. El Evangelio proclama también la majestad de Dios Santo, que tiene derechos sobre el hombre y que le juzga". Cabe decir más: mientras que en el A.T. el castigo imputado más frecuentemente hacía referencia a la vida presente, las penas con que Jesús amenaza mencionan reiteradamente el castigo eterno, después de la muerte, para aquellos que se obstinan en el mal y no están dispuestos a aceptar su mensaje salvador.

La predicación de Jesús evoca continuamente ese estado posterior y a él hace referencia su doctrina sobre el premio y el castigo. La existencia de la condenación para los que no sean fieles a su doctrina y la posibilidad real de un castigo eterno de aquellos que se mantengan en sus pecados, son los temas que suscita la predicación del mensaje moral anunciado por Jesús. Estas dos verdades aparecen reiteradamente y con una luminosa e incuestionable claridad en toda su predicación. (Cfr. Mt 10,28; 11,23; 12,36; 13,41; 16,27; 20,16; 22,13; 24, 46—51; Mc 10,28—30; Lc 12,4—57; 13,6—9; 16,19—30; 22,28—30; 23,27—31; Jn 15,6, etc.).

Cabe decir más, ninguna verdad ha sido tan constantemente expuesta como la del castigo. Ciertamente, Jesús predica otras verdades a las que impone un imperativo especial, porque encarnan la novedad de su mensaje religioso. Cualitativamente destaca en su predicación la consideración de Dios como Padre, el mandato del amor al prójimo, la compasión, el perdón, etc., pero, cuantitativamente, la verdad del castigo eterno —el infierno— se repite más y el énfasis con que lo expone es superior del que usa al hablar de cualquier otra de las muchas novedades que constituyen su mensaje salvador.

En total, incluidas las repeticiones de los Sinópticos, la pena eterna se menciona en el N.T. 86 veces; en 36 ocasiones se habla exclusivamente de la eternidad y 18 del fuego del infierno. Estos datos son tan manifiestos y explícitos que cualquier interpretación que intente aminorar esta afirmación del castigo eterno, tendrá que ser calificada de caprichosa y falta de fundamento.

En efecto, las afirmaciones de Jesucristo sobre el castigo son tan categóricas como las que anuncian el perdón. Es la conclusión de las tres parábolas en las que S. Mateo resume el juicio a que será sometida la conducta del hombre: las vírgenes necias "son excluidas del banquete" y oirán esta condena: "no os conozco" (Mt 25,12). El siervo que no negoció con el talento es arrojado "a las tinieblas exteriores, allí habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 25,30). Los que en el día del juicio no hayan cumplido el precepto del amor, oirán: "Apártaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles" (Mt 25,41).

La parábola de la cizaña, dedicada a exponer la existencia simultánea en el tiempo presente del bien y del mal, concluye con la narración del discernimiento que se hará al final de los tiempos (Mt 13,40—42). Idéntica doctrina se contiene en la parábola de la red barredera que recoge peces buenos y malos (Mt 13,49—50).

Ante la posibilidad de la protesta por la dureza de esta doctrina, Jesús no suaviza su camino y advierte que es mejor entrar manco o cojo o sin un ojo en la vida eterna que, sin esos sacrificios, ser condenado en el infierno, siempre que esas circunstancias puedan ser ocasión de pecado (Mc 9,43—48; Mt 18,8—9). Estos ejemplos inducen a pensar que in recto no se trata de faltas aisladas, sino de la persistencia en el mal y en el alejamiento voluntario de Dios.

Ante la pregunta por el número de los que se salvan, Jesús muestra la estrechez del camino que conduce a la vida (Lc 13,23—27).

Pero la gran dificultad es, sin duda, la eternidad del castigo. No es fácil fundamentarlo con razones humanas. Es un problema—límite, y como tales problemas se resiste a ser conceptualizado, dado que el punto de convergencia en el que la razón se apoya para formular la identidad de una proposición no cae bajo el ámbito de la inteligencia, la trasciende. Sin embargo, podemos encontrar en las palabras de Jesús pistas que nos orientan en su explicación.

Será preciso recurrir al principio varias veces enunciado en este capítulo: la moral de Jesucristo contempla y apunta al ser más que al actuar del hombre. Toca directamente el fondo de la propia existencia humana. En lenguaje filosófico se diría que es un problema de ontología y no de medidas estrictamente jurídicas o morales. Premio y castigo no son un sobreañadido a una conducta, son la medida y el resultado de la fidelidad al propio ser. Bajo esta consideración, premio y castigo no son magnitudes que se mensuran por su aspecto legal, sino que se fundan en la misma naturaleza de las cosas.

En esquema, cabría formularlo del siguiente modo. Se fundamentan:

Primero: en el ser de Dios, santidad suma, que ha creado al hombre con un fin especifico y lo elevó a la órbita y al ámbito de lo divino;

Segundo: en la naturaleza del hombre que participa de esa elevación —la "nueva criatura"— a la que tiende, si no opone obstáculos, de un modo espontáneo que le es natural.

Tercero: correspondencia por parte del hombre de un modo que a él le es propio, es decir, libremente. Es el hombre el que decide eligiendo su futuro.

Exigencia de Dios irrenunciable, dignidad de los hijos de Dios y decisión voluntaria y libre de la persona, son tres magnitudes que deben resolverse según la naturaleza de las cosas, o sea, conforme al orden objetivo que rige la realidad del ser, según decisiones jurídicas extrínsecas al sujeto.

Estas consideraciones no son elucubraciones abstractas, responden exactamente a la ontología del ser—cristiano. La "nueva criatura" debe alcanzar, conforme a su propia naturaleza con el recto uso de su libertad responsable, la existencia a la que está destinada por naturaleza y vocación. Este es el plano objetivo que Dios marca en el ámbito creacional del ser y que no es susceptible de exenciones jurídicas.

Es sorprendente constatar cómo estos principios se desprenden de la doctrina de Jesús. Y más sorprendente aún es comprobar cómo lo ilustra con comparaciones sacadas de la biología. En la parábola de la vid y de los sarmientos, Jesús es la vid. Estar unidos a El es condición indispensable para que el hombre dé fruto. Desgajarse de la vid es seguridad de infecundidad y certeza de que, separado, se convertirá en sarmiento seco. El resultado de ambas alternativas es lo natural, conforme a las leyes que rigen la vida: el sarmiento unido a la vid, da fruto; el desgajado no puede fructificar; por sí mismo, se seca y se corta. Conforme a este símil, la conclusión de Jesús es de un rigor estricto: "El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto... El que no permanece en mí es echado fuera como el sarmiento y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego y arden" (Jn 15,1—6).

"Desgajarse", "no dar fruto", "secarse...... no es algo impuesto de fuera, es ley que rige la naturaleza. Es un proceso natural irreversible que no puede espontáneamente suspenderse. En la aplicación de esta metáfora al caso del hombre, la situación se agrava, dado que el "desgajarse", el separarse de su propio fin, es un acto libre, voluntariamente aceptado, y por ello querido por el hombre. Y más grave aún, porque esa libertad humana ha sido rigurosamente advertida de los riesgos que supone separarse de Dios.

Disminuir el poder del ejercicio de la libertad o negarla para esa decisión que entraña el sentido último del hombre es reducir el gran don de la libertad a un "ejercicio menor", sólo para las pequeñas peripecias de la vida diaria, lo cual no tiene sentido. Una generación o una cultura que disminuya el poder de optar acerca del destino eterno del hombre, no tendrá derecho a llamarse verdaderamente humana, si no diese al hombre la facultad y capacidad de decisión sobre ese destino. A este respecto, habría que decir que la posibilidad de condenación es uno de los argumentos más rigurosos que prueban la existencia de la libertad humana. Y, como diremos seguidamente, la moral cristiana es por su propia naturaleza una moral que supone y demanda la libertad.

8. La moral cristiana es una moral para la libertad

Como escribí en otro lugar", la aparición del cristianismo y el puesto relevante que la persona humana ocupa en la concepción cristiana supuso un planteamiento nuevo y una profundización en el tema de la libertad. El pensamiento greco—romano se vio constreñido por cierto determinismo. A pesar del intento por salvar la libertad del hombre, el hado o el destino se ceñía amenazador sobre él y sólo, aceptándolo como hacía el sabio o en lucha contra él que constituía la vocación del héroe, podía el hombre, en cierta medida, sentirse y mantenerse libre.

El cristianismo, por el contrario, se asienta sobre la afirmación de Dios, providente y 1 ladre, que llama al hombre y espera de él una respuesta generosa y libre. Asimismo, la conducta moral está asentada sobre el hecho de la libertad. Por este motivo, al hombre se le imputa el mal y se le alaba en el ejercicio del bien. Premio y castigo, como constantes de la moral cristiana, suponen el ejercicio libre de la voluntad.

La predicación moral de Jesús está basada sobre este mismo principio: su llamada está dirigida a hombres que pueden rechazarla; por eso insta a una respuesta afirmativa: el discípulo lo es en la medida en que acepta libremente esa llamada (Mt 16,24—27; 19,21; Lc 9,23—26; Jn 6,67; 12,26). La posibilidad de un rechazo voluntario de la invitación al seguimiento está frecuentemente consignada en el Evangelio (cfr. Lc 14,15—24; 19,14; Mt 21,28—32; 22,1—14), y a esa resistencia libre corresponde el castigo (Lc 12,47—48; 16,31; Jn 5,39—40; 9,38—41).

Cabe decir más: Jesús presenta las exigencias morales por El predicadas como la auténtica liberación de las esclavitudes del hombre. El es el Soter y su acción se denomina una sotería. Quien le sigue y acepta su doctrina es un hombre verdaderamente libre: "no cae más en el temor", ya que "ha resucitado al espíritu de adopción" (Rom 8,15); se libera de todas las servidumbres que comportaba la antigua ley: los cristianos no son "hijos de la esclava, sino de la libre" (Gál 4,21—3 l). Ese espíritu nuevo que han recibido "les libera de la letra de la ley" (Rom 7,5—6); el mismo temor a la muerte desaparece, pues Cristo "libró a aquellos que por miedo a la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre" (Hebr 2,14—15), y, por su virtud, el hombre se siente libre de la tiranía más fuerte, representada por la fuerza del demonio (Lc 11,21—22).

La enseñanza tan explícita en el N.T. de que el hombre se encuentra definitivamente libre, tiene su fundamento en la nueva doctrina dogmática y moral sobre el hombre redimido. El nuevo espíritu ha convertido en libertad las viejas esclavitudes. Ahora bien, "el Señor es espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Cor 3,17). De aquí la apremiante advertencia a los gálatas, que están a punto de dejarse convencer por los judaizantes: "Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre" (Gál 5,l). Y, seguidamente, Pablo consigna el sentido de la verdadera libertad: el cristiano es libre en la medida en que se libera del mal y lo evita: "Tenéis la libertad por pretexto para servir a la carne" (Gál 5,13).

En este texto, San Pablo convoca a los cristianos con un grito a modo de proclama: "Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5,15). De este modo, la moral neotestamentaria se presenta como "una moral de liberación progresiva". La grandeza del cristiano resulta del respeto que Dios le manifiesta, y la autenticidad de su filiación divina puede juzgarse con seguridad por el grado de eleuthería. Y es que, como decíamos anteriormente, la moral cristiana es una moral de gracia y la gracia libera. El cristiano "no está bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6,14). Ante tal situación, desaparece la aporía entre libertad y entrega libre del hombre a Dios, pues la gracia y la caridad "interiorizan" la ley moral, cuyo cumplimiento deja de ser sometimiento a algo externo.

9. Dimensión escatológico de la moral cristiana

Jesús se presenta como el cumplimiento pleno de la larga expectación a que había dado lugar la promesa de una futura salvación. Con Cristo se inicia el tiempo del cumplimiento de las esperanzas mesiánicas (Lc 4,16—21). Pero, al mismo tiempo, Jesús predica un final de los tiempos para el cual todos los hombres deben prepararse en vigilante espera. Los creyentes en El están ya advertidos. Su segunda venida pondrá en evidencia la conducta de los hombres, y en la Parusía el Juez levantará acta del acontecer humano. De este modo, Jesucristo emplaza la conducta moral de los hombres a ese juicio final de la historia.

Evidentemente, esta expectación ejerció una gran influencia sobre los primeros cristianos, pero no tanto hasta el punto de que puede hablarse de una "moral de interim", provisional, de entretiempo.

La tesis escatologista de Schweitzer, J. Weiss, Grüsser, etc. ha sido duramente criticada. Es ya opinión común entre los exégetas negar que la moral cristiana fuese en los primeros tiempos del cristianismo una moral provisional, que trataba de armonizar éticamente el breve paréntesis que mediaría entre la Ascensión y la Parusía. Como escribe Schnackenburg:

"La Iglesia primitiva nunca vivió de este modo la expectación de su proximidad, sino como constante y enérgica amonestación a la vigilancia y disposición de ánimo, a la sobriedad y a la puesta en práctica en el mundo del amor a Dios y a los hermanos. Con ello la expectación de la Parusía se convertía en simple actitud permanente de expectación. El discurso escatológico de Jesús no está motivado por la expectación de un final próximo, temporalmente determinado, sino por la nueva situación de salvación, creada por la irrupción del reinado de Dios en las obras de Jesús y por el futuro estado definitivo de salvación, que constituye una permanente llamada a los hombres, requiriendo de ellos ya desde ahora una decisión. La escatología neotestamentaria alcanza su sentido tanto de la expectación del futuro cuanto de la salvación ya alcanzada en Jesucristo".

En consecuencia, la tensión escatológico tenía como misión acentuar el valor de la vida futura por encima de la transitoriedad del existir presente: sólo el encuentro último con Cristo tenía valor absoluto; la existencia en el tiempo está señalada por la provisionalidad: "¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?" (Mc 8,36). La relatividad del existir terreno debe estar condicionado a la absolutez de la vida eterna.

En este sentido han de entenderse los consejos del Señor: "No os inquietéis por vuestra vida... no os preocupéis diciendo: ¿qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos?... Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura" (Mt 6,25—33). Y el cristiano debe vivir en el tiempo "en vigilancia" (Mt 24,37—42; 25,1—12; Lc 12,35—48; Fil 1,10; 1 Tes 5,4); con perseverancia (Mt 10,22; 24,13; Mc 3,13): venciendo con fortaleza las dificultades de esta vida (Lc 21,19; Fil 1,6; 1 Tes 3,12—13; 2 Tim 2,34; 4,5); con sobriedad (Lc 16,1—13; 1 Cor 7,29—32; 1 Tes 5,6—8; 1 Ped 1,13; 5,8); sabiendo que "las cosas visibles son temporales, las invisibles, eternas" (2 Cor 4,18; Lc 12,16—21); que este tiempo es a modo de exilio, separados de la Patria y del Señor (2 Cor 5,6—8) y, en la espera, se debe esforzar por despojarse de las malas obras y revestirse de las obras de la luz (Rom 13,11—14; 1 Cor 1,8; Gál 6,10; Fil 1,9—11; 2 Ped 1,7—11), pues "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscarnos la futura" (Hebr 13,14).

De este modo, Jesús predicó una moral para el tiempo presente, pero escatológico.

"La religión de Jesús, al presentar a menudo la consumación final como próxima, quería ante todo inculcar la idea del precio de la vida eterna y del valor ínfimo de la vida presente.... después, conducir a sus discípulos a una actitud práctica de unión con Dios y desprendimiento de un mundo efímero, y por fin, estructurar una moral práctica subordinada a las postrimerías"[31. C. SPICQ, Teología Moral del N.T., o. c., II, 842. Y más adelante escribe: "De aquí resulta que el cristiano, mientras camina en la tierra, va ocupando su espíritu y su corazón con lo que un día será su verdadera vida. Sus costumbres anticipan las de la ciudad celeste. Tiene el sentido de lo invisible y de lo eterno. Se le representa como un atleta "todo entero tendido hacia adelante" (Fil 3,13), o bien como una novia prudente que, con una vigilancia sin desmayo, aguarda la venida del esposo. En esta perspectiva radiante, el corazón olvida sus cuidados (Lc 11,22—32; 1 Cor 7,32—35; 1 Ped 5,7), se encuentra reconfortado (1 Tes 2,19; 3,9). Su lúcida visión escatológico, a medida que se va aproximando el día del Señor, le facilita la lucha para evitar cualquier falta y entregarse plenamente al servicio del bien". Ibídem, 842—843.].

Pero la razón última de esta dimensión escatológico de la moral predicada por Jesús es el cristocentrismo que atraviesa el mensaje moral neotestamentario: el cristiano que ha sido llamado a una vida en Cristo espera ser transformado definitivamente en El. Por esto S. Pablo escribe que la muerte será para él unión con Cristo: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia... Por eso deseo morir para estar con Cristo" (Fil 1,20—23), y desea morir y alienta a los cristianos a esperar el fin, para "estar siempre con el Señor" (1 Tes 4,17). El empeño de los creyentes por identificarse y "alcanzar a Cristo" no tendrá en este mundo plena realización; sólo tras la muerte, 11 cuando le veamos, seremos semejantes a El" (1 Jn 2,3; Col 3,4). Por este motivo, los cristianos se despedían con el "Marana tha" (1 Cor 16,22), y la Escritura se cierra con este grito de deseo incontenido: "Ven, Señor Jesús, ven" (Apoc 22,20).

Es evidente que esta moral orientada a la escatología no resta valor a la existencia en el tiempo, sino que la sitúa en su lugar adecuado: el mundo de aquí no es último, sino penúltimo. Jesús no predica el "desprecio del mundo", sino que persigue purificar las voluntades para que el hombre pueda realmente dominarlo, sin ser "poseído" por él. El hombre debe sentirse "libre" de las cosas temporales, con el fin de no dejarse aprisionar por ellas. Es lo que exige como situación límite a los Apóstoles (Mt 10,10). Asimismo, advierte contra el peligro de tal poder, pues acaba en dominio tiránico (Mc 10,42—43). Sus duras amonestaciones contra las riquezas (Lc 6,24) tratan de advertir sobre el peligro que representan, porque fácilmente esclavizan a quienes las poseen (Lc 12,15 —2 l).

Pero Jesús se mantiene abierto a las necesidades de este mundo y no aparta a los suyos de las ocupaciones diarias. Es lo que más arriba distinguíamos como una "moral activa" y que Pablo, aún en la espera escatológica, anima a que "lleven una vida laboriosa en vuestros negocios y trabajando" (1 Tes 4,1 l; 2 Tes 3,12). En consecuencia, la atención escatológico no debe quitar importancia a la vida de aquí, en este mundo, en el tiempo:

"Ningún cristiano puede sustraerse a su responsabilidad por el desarrollo de la historia, el futuro de la Iglesia y la salvación de los pueblos. El cristiano tiene que cumplir en su tiempo y en su existencia, vinculada a un momento histórico y según el sentido señalado por el acontecer histórico, las tareas que Dios ha puesto en este tiempo y a él como hijo de este tiempo. El cristiano no vive en el ámbito suprahistórico o en una esfera privada, separada del restante acontecer del mundo, sino debe operar su salvación en este mundo y en sus circunstancias históricas. Y el cristiano puede hacer esto tan sólo como miembro de la Iglesia, comunidad de salvación que, a través de los siglos, va al encuentro de su Señor. Esa comunidad que a la vez, por medio de su mensaje y sus energías de bendición, debe hacer retroceder y vencer los poderes de perdición, reunir a los hombres deseosos de salvación y a los pueblos, someter el universo al señorío de Cristo y cooperar a la instauración del perfecto reino de Dios. En este sentido, podrían ser necesarias en nuestros días una renovación y vivificación de la "actitud escatológica", conforme al espíritu de la Iglesia primitiva".

Esta misma doctrina es la que ha resaltado el Concilio Vaticano II: "Se nos advierte que de nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la esperanza de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección" (GS, 39).

10. La moral cristiana es una moral de la gracia

El término gracia —junto con su reverso, el pecado— es una de las categorías máximas del N.T. Por la gracia el hombre participa de la vida divina.

Las criaturas todas, por el principio de causalidad en el ser, son realidades, mediante las cuales, Dios se manifiesta en una manera finita. Pero esta participación de Dios por la creación es mayor o menor en una escala de graduada densidad ontológica.

Evidentemente es difícil señalar estas capas del ser y más difícil aún es fijar a qué nivel de "altura" del ser se da una cesura ontológica. Desde el punto de vista teológico, es preciso afirmar con rigor que un nuevo nivel ontológico de participación se presenta allí donde empieza el espíritu. Y, a partir del espíritu, se hace posible una participación en el ser de Dios por medio de la gracia. La gracia no es un estrato óntico superior, considerado filosóficamente. Es una realidad nueva que trasciende los límites del ser finito para participar de la infinitud de Dios. La diferencia más radical entre los seres creados pasa por la línea que traza el Bautismo, es decir, lo representa la "nueva criatura".

El ser—cristiano comporta una nueva "llamada" creadora de Dios: la regeneración por el Espíritu alcanzada mediante la redención de Cristo. Este nuevo ser—en—Cristo (toda la creación dice relación a Cristo, aunque sólo en el hombre se cumple acabadamente) se realiza en los dos Sacramentos configuradores con Cristo: el Bautismo y la Confirmación. El Bautismo es la llamada elevadora a "re—nacer" y por ello a ser "nueva criatura". La Confirmación es el sacramento de la adultez y plenitud de la vida cristiana.

"A partir del día en que Cristo trajo a los hombres "el don de Dios" (Jn 4,10; Ef 2,8—9; Hebr 10,29), la moral ya no será obediencia a los preceptos, sino el correcto e íntegro despliegue de una vida. Esta se articula, en efecto, sobre una ontología: una "nueva criatura" (2 Cor 5,17; cfr. Hech 2, 1 O), un "hombre nuevo" creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4,24), un hombre interior cuya ley de crecimiento consistirá en renovarse de día en día (2 Cor 4,16; Col 3,10; cfr. Rom 12,2): ¡llegar a ser plenamente lo que es!".

Esta constante formula con exactitud lo que en el Apartado II denominamos "la esencia de la moral cristiana" y reasume las demás características hasta aquí enumeradas. El Bautismo introduce al cristiano en un nuevo ámbito de existencia. De él se originan el "hombre nuevo", por lo que la moral cristiana, como afirma el Vaticano II, es una moral bautismal:

"El Hijo de Dios, encamado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cfr. Gál 6,15; 2 Cor 5,17), superando la muerte con la muerte y resurrección. A sus hermanos los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu. La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo por medio de los sacramentos... Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede formado en ellos (cfr. Gál 4,19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conforme a El, consepultados y resucitados juntamente con El, hasta que conreinemos con El (cfr. Fil 3,2 l; 2 Tim 2,1 l; Ef 2,6: Col 2,12, etc.)" (LG, 7).

Y como escribe Spicq:

"Esto es tanto más verdadero y profundo cuanto que el bautismo no sólo nos hace pertenecer a Cristo y participar de su energía santificante, bajo su dominio, sino que nos incorpora a El como miembros unidos a la cabeza, como sarmientos pegados a la cepa; de tal forma que el "neófito" es una "nueva criatura", precisamente porque "existe en Cristo" (2 Cor 5,17; 1 Cor 1,30) y Cristo en él (Rom 8,10). El ser del regenerado es formalmente cristiano. Por eso "la novedad de vida" (6,4; cfr. 7,6) esencialmente no radica en vivir por Cristo, o con Cristo (6,11; Fil 1,21), ni en integrarse y asimilarse cada vez más a El, sino —puesto que "Cristo vive en mí" (Gál 2,20)— en dejar al Señor que despliegue su plena soberanía su vida en nuestras almas, y así, pensar como El pensaba (1 Cor 2,16), amar como El amaba (Fil 1,8), obrar como El obraba (2,5), "caminar" a su paso (1 Pet 1,21; Ef 5,2). La vida cristiana es Cristo que continúa viviendo personal y moralmente en los suyos".

Esta moral de la gracia —precisamente por serlo— es una moral del amor, tanto en relación con Dios, como con los hermanos. Esa "nueva criatura" comporta relaciones especiales con Dios. Aquí emerge el tema de la Paternidad de Dios y su correlato, la filiación divina. Si en el aspecto dogmático la verdad más destacada por la predicación de Jesús es la realidad de Dios como Padre, la consecuencia más inmediata en el orden moral es la relación filial del hombre con Dios, y la caridad fraternal entre los hombres.

"Así la moral evangélica se presenta esencialmente como una moral filial. El primer deber de los cristianos consistirá en hacerse más y más consistentes en esta relación, cuya certeza íntima y sabrosa infunde el Espíritu (Rom 8,15; Gál 4,6—7), y así eliminar toda mentalidad servil y adquirir una psicología de hijo (Mt 6,8; 10,29—31; Lc 12,32), especialmente un abandono confiado a la solicitud paterna, una valentía casi infantil para aproximarse al Dios de toda santidad, hablarle con entera libertad, candor y simplicidad, formularle las súplicas con una audacia que en otro cualquiera parecerían atrevimiento, y entregarse, en fin, con sencillez y alegría a la "comunión" con su Padre tan amoroso y tan cercano, gracias a Cristo".

Nuevamente cabe destacar que la ética cristiana toma relieve como una moral de perfección, ya que el límite de esa nueva vida es, en cuanto sea posible, la perfección de Dios: "sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

Al mismo tiempo, es una moral de la fraternidad universal entre todos los hombres. El amor es la ley moral del N.T. El amor fraterno es la "Ley de Cristo" (Gál 6,2) y supone la cima de la existencia moral cristiana (1 Cor 12,21). Más aún, el amor al prójimo es signo que testifica y garantiza el amor a Dios (1 Jn 2,7—11; 3,14—20; 4,20—21).

Esta nueva moral basada en el amor, como fruto de la gracia, excluye todo temor, pues "el que teme no es perfecto en el amor" (1 Jn 4,18). Esta es la parresia: esa familiaridad con Dios incluye una especie de victoria psicológica sobre los sentimientos inferiores que se guían más por el "instinto" de lo divino que por el aliento cristiano del amor.

Asimismo, en el amor a Dios y al prójimo se unifica el mensaje moral predicado por Jesús. Cabría muy bien una exposición de la moral cristiana basada únicamente en el precepto fundamental de la caridad. Esto fue, de hecho, el resumen realizado por el mismo Jesús, y así fue entendido por la primitiva Iglesia y por los moralistas de distintas épocas.

No pertenece a este lugar elucidar la relación entre "el amor a Dios" y el "amor al prójimo". Ambos preceptos son inseparables y se comportan entre sí en relación de causa a efecto: el amor al prójimo deriva del amor a Dios, pero, a su vez, éste se garantiza y patentiza en el amor al prójimo (1 Jn 2,20—21; 5,1—2; 2 Jn 5—6), aunque el primero —el amor a Dios— es realmente el primero: solamente aquellos que han sido engendrados por Dios y han recibido de El el ágape son capaces —pasando por encima de las diferencias y aún superando la enemistad— de amar al prójimo "como amamos a Dios". El cristiano conecta con la fuente del amor porque ha sido engendrado por Dios y, por ello, "participa de la naturaleza divina" (2 Ped 1,4). La caridad como agape es la vida divina y, por lo mismo, propia y exclusiva de Dios. Es como su definición (1 Jn 4,16). El es el "Dios de la caridad" (2 Cor 13,1 l), por eso quien le ama "está en la caridad del Padre" (1 Jn 2,15). Ese ágape ha sido comunicado gratuitamente por medio del Espíritu Santo (Rom 5,5; 15,30; 2 Tim 1,7). La caridad es el primer fruto del Espíritu (Gál 5,22), dado que es "caridad en el espíritu" (Col 1,8). Esta doctrina fundamenta el principio pneumatológico de la moral cristiana.

De aquí, el deseo de los Apóstoles de que los creyentes crezcan y reciban en abundancia el don gratuito de la caridad (Jn 17,26; 2 Cor 13,13; Ef 6,23). Sólo quienes aman a Dios apasionadamente son capaces de entregarse al amor desinteresado del prójimo y de un modo propiamente divino.

"Cuando S. Pablo califica la caridad de pneumatológica, le da un certificado de origen y, por tanto, de autenticidad. Con ello distingue el Apóstol el amor de los hijos de Dios de mil falsificaciones posibles y de todas las demás formas de vinculación que provienen de una bondad natural e instintiva, incluidos los actos de entrega más heroicos (cfr. 1 Cor 13,3).

Y sólo esa caridad que emana de la fuente divina es operativo y fecunda. El ágape no es estático, sino dinámico (1 Tes 1,3), pues no se detiene ante las dificultades reales para el amor, nacidas de la enemistad (Lc 6,27—38; Gál 5,6); actúa hasta "dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3,46); nunca obra el mal (Rom 13,10). San Juan dictamina que no es suficiente "amar de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad" (1 Jn 3,18). S. Pedro alienta a que practiquen "un amor fraternal, no fingido" y a que se "amen con interioridad y muy cordialmente unos a otros" (1 Ped 1,22). Y S. Pablo, que hace el elogio y el canto a la caridad (1 Cor 13), exhorta a una "caridad sincera" (Rom 12,9; 2 Cor 6,6; 8,8), "practicando el bien en abundancia y con liberalidad" (1 Tit 6,18), que demuestren con obras la autenticidad de su amor (2 Cor 8,24) y que su vida entera discurra por el "camino del amor" (Ef 5,2). S. Pablo enseña que, precisamente en el ejercicio de la caridad, se acrecienta la vida cristiana (Ef 4,15).

Los consejos del Apóstol tienen siempre la misma dirección: "que aumenten en la caridad" (1 Tes 9,10; 2 Tes 1,3). La condena a algunas comunidades se debe al mismo pecado: a que "han disminuido en la primera caridad" (Apoc 2,4). A la luz del amor, entendido como ágape, se comprende la oscuridad que entraña el pecado, el cual es capaz no sólo de entibiar el fervor de la caridad, sino también de hacerla desaparecer (Mt 24,12). Quien comete el pecado acaba con la ley del amor (1 Jn 3,4). Por este motivo, la oración del Apóstol va orientada a que no se pierda, sino que aumente la caridad de las distintas comunidades (Fil 1,9; 1 Tes 3,12; Ef 3,16~17).

Finalmente, en la caridad, como raíz última del mensaje moral predicado por Jesús, se aúnan intrínsecamente la dimensión "moral" y "religiosa" del cristianismo. Es decir, en la caridad, entendida como ágape, se descubre el fondo religioso de la moral cristiana.

"La interna vinculación del amor a Dios y al prójimo y la proclamación de este doble mandamiento como núcleo fundamental de toda la moral, aportan tanto a la religión como a la moral un peculiar enriquecimiento que, en síntesis, puede ser descrito de la siguiente forma: la religión, la relación del hombre con Dios con toda su riqueza de representaciones, contenidos doctrinales, sentimientos, aspiraciones y actos no debe desembocar en una piedad meramente cultual... la comunión con Dios no se alcanza en la contemplación estática, sino en el amor manifestado en obras (vid. 1 Jn 4,12)... Respecto a la moral el significado del mandamiento fundamental es aún más importante. En el ámbito moral suelen comúnmente exaltarse la simplificación y la interiorización, la unidad de la actitud interior y de la actitud ética en el mundo, el amor a todos y especialmente a los más miserables. Pero muchas veces no se atiende suficientemente a su fundamentación religiosa: el amor a Dios. Solamente el amor a Dios garantiza el desinterés que falta a casi todo otro amor humano, y hace posible aquel vencimiento de sí mismo del que brotan las obras de amor más callado y esforzado...".

La significación del ágape como amor sobrenatural a Dios y a los hombres, evoca en la moral el tema de la Iglesia que es el "espacio de la caridad. La Iglesia es como la institución de la caridad" y sólo en el ámbito de amor creado por la Iglesia es posible el desarrollo de la vida moral cristiana. De aquí que, tanto la predicación y exposición de la moral evangélica como la actuación y ejercicio de esos mismos principios morales, sean irrealizables fuera del marco de la vida de la Iglesia, y más en concreto si se prescinde de la Eucaristía, que es "fons el culmen totius vitae christianae" (SC, 10; Ch D, 30).

Conclusión

Sería banal confirmar que estas diez "características" no agotan el mensaje moral predicado por Jesucristo; son tan sólo algunas ideas centrales —como líneas de fuerza— que deben tenerse en cuenta cuando se interpreta la doctrina moral del N.T. Pero ' la hondura de las exigencias éticas que entraña el cristianismo son tan profundas y densas que únicamente a la luz de la fe es dado nacionalizar y captar sus contenidos. Por eso, al término de enumerar esos criterios determinantes de la moral cristiana, su íntima riqueza y profundidad suscita y formula una vigorosa y difícil objeción acerca de su misma posibilidad. O con otras palabras, cabe preguntar: ¿Es que ese tipo de existencia es realmente factible al hombre concreto, sometido a las pasiones, herido por el pecado, acosado por malignas influencias extrañas y pesando sobre él el "pecado del mundo"? ¿Es posible realmente cumplir y realizar ese estilo de vida moral? ¿No será más bien una exaltación utópica o un deshumanizador rigorismo? ¿Se han de entender literalmente las recomendaciones morales presentadas por Jesús y por los Apóstoles, o más bien han de entenderse de un modo mitigado o indicativo, si queremos evitar una disociación entre moral y vida?

A todas estas cuestiones, que algunos formulan y les dan una respuesta ambigua o negativa, responde Schnackenburg, el cual se propone estos mismos interrogantes:

"Si estas radicales exigencias estuviesen formuladas en el marco de una ética fundada sobre la naturaleza del hombre, serían absurdas. Si se predicasen a la humanidad en una época de profunda depresión y de impotencia moral serían degradantes. Pero Jesús las proclama en la hora de la historia de la salvación, en que Dios ha querido erigir su reino. Y en tal circunstancia son necesarias para que los hombres respondan con magnanimidad de corazón a las grandes obras de Dios. Y precisamente esta magnánima respuesta hace la carga ligera".

Los Apóstoles tuvieron en cuenta esta dificultad real; por eso situaron a los primeros cristianos en un plano inclinado de aceptación al exponerles, simultáneamente, la altura de la nueva vida a la que habían sido llamados y los medios de que disponían en esa nueva situación: el hombre viejo del pecado ha muerto (Rom 6,6); el cristiano ya no vive una vida puramente humana, dado que "ha crucificado sus vicios y sus concupiscencias" (Gál 5,24), y esa "muerte" le ha comunicado participar anticipadamente en la resurrección de Cristo (Rom 6,8—11; 2 Tim 2,11; Col 3,1), por eso participa de una vida nueva (Rom 6,1—8; Ef 2,4—10; Col 3,3—4), y lleva en sí "la imagen del hombre celestial" (1 Cor 15,49). Para ese original tipo de existencia, el cristiano cuenta, pues, con un nuevo germen de vida y dispone de la ayuda poderosa alcanzada por Cristo muerto y glorificado, y que el mismo Señor entregó a su Iglesia: en primer lugar, la doctrina que ilustra, ilumina, corrige... y en segundo lugar, los Sacramentos que fortalecen esa vida y la alimentan.

Esa presencia misteriosa, pero real, de Jesús en los Sacramentos es el cumplimiento de sus palabras alentadoras a seguirle: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30), las cuales experimenta S. Pablo cuando, en medio de ingentes dificultades, escribe: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13), pues con "la fuerza de Cristo... cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor 12,10). El esfuerzo por realizar la existencia cristiana tiene asegurada la victoria en las palabras de Cristo a S. Pablo, cuando éste sentía el aguijón que le humillaba: "te basta mi gracia" (2 Cor 12,9).

II. LA ESENCIA DEL MENSAJE MORAL CRISTIANO

Después de señalar las características fundamentales del mensaje moral del N.T., cabe preguntar: ¿cuál es la esencia de la moral cristiana? Y, dado que la moral es la fe aplicada a la vida, cabe formular esta cuestión del siguiente modo: ¿qué significa ser cristiano en el plano de la existencia?

La moral cristiana es el mensaje moral del N.T., es decir, requiere que ante las variadas circunstancias de la existencia se tomen las mismas actitudes fundamentales que Cristo asumió. Se podría formular del siguiente modo: el cristiano debe comportarse: ante el dolor y la alegría, frente al poder y el servicio, en relación con el bienestar y la pobreza, en la convivencia con los demás individuos y la familia, en la práctica de la justicia y el bien social, etc. y, en general, ante todos los valores que encierra la existencia humana, mejor aún, ante Dios, con el hombre y en relación con el mundo, con la misma actitud con que Cristo se comportó".

Se trata en último extremo —como se ha insistido frecuentemente en la historia del cristianismo— de imitar la vida de Jesús (Mc 1,14; Lc 1,35; Jn 6,69; Hech 3,14; 4,27; Rom 1,4; 1 Jn 2,20; Apoc 3,7). Debe cumplirse su promesa: "El que cree en mí, ése hará también las obras que yo hago" (Jn 14,12). A su vez, Jesús no hace más que la voluntad del que le envió para "llevar a cabo su obra" (Jn 4,34; 14, 3 l). Esta es la línea de la moral cristiana.

Pero es evidente que no se trata de una mera imitación de proceder, pues la vida de Jesús no respondería en cada caso a las múltiples y variadas circunstancias de la persona a lo largo de la historia. Jesucristo, el Hombre–Dios, es verdadero modelo; pero "esa copia" moral no agotaría las exigencias éticas del N.T. Se quedaría corta, dado que la moral cristiana supone una nueva ontología: la gracia sobrenatural comunica una vida nueva, en virtud de la cual Dios imprime en el hombre bautizado su perfección íntima. El desarrollo de esa vida sobrenatural a través de los Sacramentos, "signos eficaces de la gracia", constituye, como señalamos más adelante, la esencia de la moral cristiana.

Pero se impone una última observación: hablar de "moral de actitudes", del "seguimiento de Cristo", de "imitación de la vida y persona de Jesús", etc. puede encerrar un equívoco: todas esas "teorías" corren el riesgo de caer en un simple moralismo, si con esas expresiones se subraya la importancia decisiva —única, o, al menos, si se la considera como principal— de la acción del hombre.

La solución para evitar ese riesgo moralista está en ser fiel a la antropología cristiana: no se trata sólo del esfuerzo ascético, cuanto en explicitar lo que realmente el hombre es. Si por el Bautismo el creyente participa de la vida de Cristo, se trata de que actúe, con el auxilio del Espíritu, para que llegue a ser lo que realmente es. En todo caso, no es tanto el esfuerzo del hombre, cuanto la acción de Dios, que el hombre debe secundar en todo momento mediante la ayuda del Espíritu Santo y la recepción de los Sacramentos.

Aquí se sitúa, nuevamente, la fundamentación sacramental y pneumatológica de la moral cristiana. El hombre puede adoptar actitudes" de disposición al querer de Dios y podrá "imitar la vida de Jesús" sólo en la medida en que es ayudado por la acción transformante del Espíritu y mediante la gracia que confieren los Sacramentos. De hecho, cada uno de los Sacramentos ofrece al creyente en Cristo la ayuda concreta del Espíritu para alcanzar la plenitud de su existencia cristiana.

No obstante, esto nos sitúa ante la necesidad de retornar al mensaje moral del N.T.: ¿Cuál fue, en concreto, el modo de actuar de Jesucristo en el reclutamiento de sus discípulos, que disposiciones les exigió y qué estilo de vida inauguró?

1. El seguimiento de Cristo

La primera novedad que se descubre en la predicación de Jesús en relación a los hombres y que se presenta con exigencias de moralidad, es la llamada a la conversión con el fin de que sean aptos para seguirle. Cabría decir que la actitud original que Jesús presenta a los que le escuchan es que sean sus "discípulos".

Jesús empieza su ministerio "llamando". Esa "llamada" es una invitación a "ser discípulo" suyo (Mc 1,16—20; 8,34—38; Lc 9,23—27, etc.). Sin duda que sería preciso distinguir entre las notas diferenciadoras del seguimiento de "los Doce" y de los demás discípulos, pero, dado que la primitiva Iglesia aplicó a todos los seguidores las mismas exigencias, bastará con enumerar las condiciones generales proclamadas por Jesús. Las obligaciones especiales impuestas a algunas personas en concreto (Mt 8,19—22; Lc 18,18—27) destacan siempre por la singularidad de la llamada, y, aunque las condiciones externas sean diversas, no obstante, Jesús exige la misma disposición interior a los que quieren seguirle.

No se trata aquí de la simple enumeración de estas disposiciones; señalamos tan sólo los puntos más destacados con el fin de descubrir la nueva actitud moral exigida por la predicación de Jesucristo. El análisis de lo que connota esta llamada, que sitúa al hombre en un nuevo ámbito de vida moral, lleva a los siguientes resultados:

a) Jesús ha tomado la iniciativa. Ser cristiano es sentirse llamado por Cristo (1 Jn 4,10). La fe viene por el oído (Rom 10,14—17), es decir, de fuera. No es producto de la reflexión como la filosofía, ni es fruto del pensamiento humano como el raciocinio, es la primacía de la palabra que "llama" sobre el pensamiento que busca.

b) Esa llamada es una invitación a "seguirle", a acompañarle. Esto exige como condición previa la fe en El, que es un don sobrenatural que El mismo nos da gratuitamente (Jn 6,28—46).

c) El seguimiento se traduce en que, aquel que lo sigue se convierte en discípulo (Jn 15,7—8, etc.).

d) El ser discípulo va orientado a que, mediante esa cercanía a su propia persona, pueda ser testigo de su vida y de sus enseñanzas (Jn 21,24: Lc 24,48; Hech 10,38; 2 Cor 14,13).

e) La llamada al discipulado comporta la renuncia a ciertas actitudes de la vida. Algunos deben abandonar "todas las cosas" (Mt 19,21; Mc 1,16—20; 8,34—40; 10,21; Lc 14,33; 18,22). Pero aún los que "son llamados" en las circunstancias normales han de renunciar a lo que obstaculice el seguimiento.

f) Finalmente, los que le siguen entran en la órbita de la vida del Maestro (Mt 10,40; Lc 10,16) y experimentan en sí mismos la vida de Cristo, acompañándole en continuo aprendizaje. Seguimiento e imitación son fácilmente reversibles en aquellos que, oída la llamada, han dispuesto seguirle para ser sus discípulos.

En una palabra, el llamamiento de Cristo no va orientado en exclusividad a una conducta éticamente recta, tampoco les predica una moral como condición previa para seguirle. Lo que realmente quiere Jesús es que se conviertan en discípulos. Evidentemente que el ser discípulo no es un simple "alistarse" a su misión [45. El seguimiento de Cristo no excluye, sino que supone e incluye la entrega a Dios Padre como fin último del hombre; es decir, postula y exige una vida moral que se orienta a las cumbres del bien y de la verdad. Esto descalifica a algunos que exaltan la persona de Jesús y profesan compartir su vida; pero tal "compartir" adolece de una parcialidad que, en ocasiones, niega o, al menos, disminuye notablemente el mensaje moral cristiano. A lo sumo son parciales, pues lo reducen a la injusticia y al sufrimiento humano. Cfr. G. SCHNEIDER, Imitatio Dei als Motiv der Ethik Jesu", en AA.VV., Neues Testament und Ethik, o.c., 71—83.]. Connota y exige la verdadera conversión como condición previa a una vida nueva, de tal modo que ese discípulo llegue a participar en la misma vida del Maestro.

De aquí se origina un existir concreto que no se mide exclusivamente por unas normas éticas que rijan la conducta, sino por un comportamiento que toca el núcleo de su persona. Por este motivo, la moral de Jesús es algo verdaderamente específico, que supone una nueva vida, dado que sitúa al "llamado" en un ámbito novedoso de existencia. La gracia recibida en el Bautismo exigirá al cristiano "caminar en la novedad de la vida" (Rom 6,4). Es de lamentar que el tratado de Gracia haya sido patrimonio exclusivo de la teología dogmática. Ese trasvase de la moral al dogma ha sido la causa de que los moralistas apenas se hayan preocupado de su estudio. Y, como es sabido, las discusiones sobre la gracia y la libertad, a partir del siglo XVI, orientaron este tratado al orden especulativo, en menoscabo de la antropología cristiana. La gracia —la nueva vida en Cristo— es un capítulo decisivo para la interpretación moral del cristianismo, como lo ha sido en los Padres, especialmente, en S. Agustín. Es el equivalente a la "ley de la gracia" en Santo Tomás.

De aquí surge la fundamentación sacramental de la moral cristiana. El origen de la nueva vida se sitúa en el Bautismo. Por este sacramento se da el paso de la muerte a la vida, de una existencia herida a otra vida nueva que postula una conducta también nueva.

Este origen sacramental no es sólo puntual: no se sitúa en el marco del tiempo en que el cristiano ha sido bautizado. Señala más bien la raíz que fecunda esa nueva vida, siempre perenne. con exigencias de alcanzar mayor altura moral.

"El bautismo es el fundamento y la raíz de toda la ética cristiana; fundamento y raíz que no pertenecen nunca completamente al pasado, sino que —exactamente igual que los cimientos en una casa o la raíz de un árbol— sostienen y nutren continuamente nuestra historia".

En resumen, llamada, seguimiento, discipulado, imitación, e identificación con la vida de Cristo, son los grandes puntos de referencia de la moral cristiana. Y, a través de esa participación en la vida de Cristo, "por El, con El, y en El", se glorifica al Padre (Jn 15,8). De este modo, se logra —si bien por otro camino—, el planteamiento clásico de la Teología Moral: el fin último del hombre es la glorificación de Dios y la santidad que alcanza la persona humana mediante el desarrollo de las virtudes teologales y morales infusas, bajo la acción del Espíritu Santo". La glorificación máxima de Dios es la realizada y cumplida por Cristo, al que se asocian sus discípulos, los cuales, en virtud del Bautismo, participan de su misma vida y se esfuerzan con la práctica sacramental y la lucha ascética en identificarse con El. Pero esto necesita nuevas precisiones.

2. Seguimiento, imitación y transformación en Cristo

Según los escritos del N.T., parece que el seguimiento de Cristo no tanto postula y exige una imitación, cuanto una comunión de vida con el Maestro [48. "El seguimiento de Jesús es para los discípulos la "misión de su vida". El "seguimiento" de Jesús no significa, por tanto, en primer término "imitación", sino "introducción" en las condiciones de vida de Jesús, participando en su destino. "El discípulo no está sobre el maestro, ni el siervo sobre el señor. Bastante es para el discípulo ser como su maestro y al siervo como su señor" (Mt 10,24). Esta es la regla fundamental de la vida del discípulo de Jesús. Pero la estrecha unión del discípulo con su señor y, a través de él con Dios, le confiere el más profundo consuelo, le abre las fuentes de la vitalidad divina... y le depara la recompensa más excelsa... Desde esta perspectiva de comunidad de destino con Jesús debe entenderse la expresión, varias veces repetida: "tomar la cruz y seguir a Jesús". R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del N.T., o.c., 35. M. J. WILKINS, The Concept of Disciple in Matthew's Gospel. E. J. Brill. Leiden—New York 1988, 261 pp.]. Las metáforas que aparecen en la predicación de Jesús y de los Apóstoles son metáforas de gravedad metafísica, o como escribe Söhngen: "No son expresiones puramente imaginativas, sino analógicas, tampoco son puras analogías metafóricas, sino enunciados metafísicos en el orden del ser y del obrar".

La comunicación de la vida divina, en virtud de la gracia santificante recibida en el Bautismo, sitúa al bautizado en un nuevo orden de ser. Como decíamos más arriba, la separación más profunda en la escala de los seres viene marcada por la línea del orden sobrenatural trazada por el Bautismo [50. El Bautismo no supone una renovación esencial. No se origina una nueva "esencia", —ya que no quedaría ilesa la naturaleza del hombre—, sino que tiene lugar a nivel más profundo y radical que afecta al plano del ser (esse, existencia, constitutivo de la persona). A nivel de la esencia da origen a cualidades accidentales (carácter, gracia creada, impronta de la autocomunicación de Dios, gracia increada, etc.); pero, en modo alguno, a una esencia nueva. Según Santo Tomás, la gracia es una participación "física", "formal" y "análoga" de la naturaleza divina. S. Th., I-II, q. 1 10, aa. 1—2.]. En virtud de este sacramento, el cristiano participa en la vida divina de Cristo y se "reviste del hombre nuevo" (Col 3,10).

No se trata, por tanto, de una original actitud interna ante las diversas situaciones de la vida, sino de un comportamiento que corresponde a un nuevo ser. Es un problema de fidelidad a la "nueva criatura que fue creada en la justicia y en la santidad de la verdad" (Ef 4,24). Es decir, es un nuevo plano de existencia que viene marcado por la cesura ontológica que separa el orden creado de esta otra realidad mudada profundamente en el orden del ser por la fuerza transformante del Espíritu [51. "Este verso tiene su paralelismo con el v. 23 de Ef 4 El hombre nuevo corresponde al cristiano "renovado por el Espíritu en su mente", en su nous, en lo más íntimo de su ser, así como el hombre viejo es el primer pecador caído, donde no está ni actúa el Espíritu de Dios; así el hombre nuevo es el mismo hombre santificado, donde está el Espíritu de Dios actuando, con toda razón se llama este hombre nuevo, porque es fruto de la actuación del Espíritu de Dios, una auténtica segunda creación. Si la primera creación natural fue obra de Dios y a imagen de Dios, con mucha más razón este hombre nuevo, obra de una nueva creación sobrenatural, se dice que es "imagen de Dios", según Dios; katá Zeoú se explica generalmente en este sentido. La imagen de Dios que reproduce este nuevo hombre sobrenatural es la justicia y santidad, los dos grandes atributos bíblicos de Dios... También se podría explicar este genitivo de una manera semita y traducir: la justicia y la santidad verdadera. J. LEAL, Carta a los efesios, en AA.VV., La Sagrada Escritura. Texto y comentario. BAC. Madrid 1965, II, 713—714. Cfr. N. SCHLIER, Der Brief an die Epheser. Ein Kommentar. Patmos. Düsseldorf 1957, 220—221.]. Es decir, por la gracia santificante (Rom 8, 10—1l; Ef 3,16—19; Gál 5,6; 1 Ped 4,6).

El hombre está "divinizado", según una célebre expresión patrística, lo cual ha sido expuesto con reiterada frecuencia en la predicación a los fieles [52. "La habitación de la Trinidad en el hombre imprime en él algo que transforma su ser. San Pablo es explícito en este sentido. Con una terminología posiblemente tópica en su tiempo, San Pablo llama a la recepción de la Trinidad "regeneración y renovación" (palingenesía, anakainósis, Tit 3,4—7). A diferencia de Cristo, que es Dios personalmente, el hombre lo es tan sólo por "re—generación". San Ireneo emplea la expresión "hacerse Dios" (Deumfieri). "Dios, dice San Atanasio se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Y San Cirilo de Alejandría expresa esta misma idea:... hasta que se forme Cristo en vosotros". Y se forma Cristo en vosotros por el Espíritu Santo que nos reviste con una cierta forma divina (theían tina morphobsin). Conocemos ya el sentido de la expresión "forma": la inhabitación de la Trinidad nos otorga una cierta conformidad divina en nuestra propia naturaleza. Por esto es theibsis, theopoiésis, divinización, deificación: no sólo porque vivimos, sino porque somos como Dios". X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios. Ed Nacional. Madrid 1959, 395.]. El hombre ha nacido por segunda vez, dado que ha nacido "de nuevo" a la vida que Jesús le ha comunicado (Jn 3,3—15); se ha revestido de Jesucristo (Rom 13,14: Gál 3,27) y se ha hecho a su imagen" (Rom 8,29).

Esto exige asimilar su vida —no sólo el actuar— a la misma vida de Jesús. Cristo lo expresa con la imagen que refiere la unidad entre la vid y los sarmientos: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, le cortará: y todo el que dé fruto lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo sino permanece en la vida, vosotros tampoco sino permanecierais en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,1—5). Vid y sarmiento constituyen una unidad biológica.

Esta identificación con Cristo no tiene parejo en otras morales religiosas, a las que no es ajena la idea de imitar a Dios.

"El griego ponía la perfección del hombre en la imitación de Dios. De ahí que, queriendo participar de la inmaterialidad del Acto puro, se esforzaba por sustraerse al mundo de la materia. La perfección cristiana es también imitación de Dios; pero el Dios de los cristianos es el Amor que ha amado al mundo para hacerse hombre y morir por los hombres".

La distinción entre el paganismo y el cristianismo es de relieve. Paul Marie de la Croix escribe:

"El deseo más hondo del hombre ha sido siempre unirse a Dios. En la época en que escribía San Juan, ese deseo tomaba esencialmente una forma panteísta: el mundo, al tener a Dios por causa, se consideraba 11 en" Dios... Algo totalmente distinto sucede con las palabras de Cristo a sus Apóstoles: "Vosotros en mi y yo en vosotros", o también "permaneced en mí como yo en vosotros", y en otros expresiones similares...

En efecto, en los labios de Cristo, las palabras ,en" revisten una significación y expresan una realidad completamente nueva que es necesario profundizar dado que nuestra vida de unión con Dios se apoya en ellas... Por eso, Cristo dice en muchas ocasiones "vosotros en mí y yo en vosotros, o también: permaneced en mí como yo en vosotros expresa la unión más íntima que puede realizarse, tanto que la compara a la unión que existe entre El y su Padre...

Tanto la fe como el amor nos hacen interiorizar al objeto de nuestra fe o de nuestro amor, en San Juan todo es un mismo proceso. Creer, ser conocido y conocer, amar y ser amado, permanecer en El y El en nosotros, son realidades estrechamente unidas".

El tema de la "imitación de Cristo" para identificarse con El es decisivo para la comprensión de la moral cristiana:

"Abordamos aquí uno de los motivos más elementales de la vida moral: la referencia a un maestro, educador o Señor que tienen el derecho de dirigir la vida de aquellos que vienen a su escuela. Se encuentra esta idea en todos las religiones, si no en todas las sociedades familiares o políticas en San Pablo esta idea se expone al parecer, bajo dos fórmulas: ante todo, en una perspectiva absolutamente clásica, la relación con Dios; después bajo un aspecto típicamente personal".

O como escribe Pinckaers:

"El tema de la imitación posee en S. Pablo una densidad mucho más grande que la simple imitación de un modelo, tal como se lo entiende habitualmente. Un modelo de vida, como son los héroes y los filósofos de la Antigüedad, los grandes personajes de la historia o incluso los modelos publicitarios de hoy en día, nos deja solos ante el esfuerzo de conseguir conformamos a lo que admiramos. La imitación causada por la fe se efectúa a otra profundidad, pues es la obra del Espíritu Santo que nos conforma interiormente a imagen de Cristo y vuelve a trazar también en nosotros "los sentimientos que están en Cristo Jesús" que nosotros mismos podemos llevar a ser modelo para otros".

El "en mí" y el "yo en vosotros" parece tener un sentido real y objetivo y no místico. El bautizado, en virtud de la gracia santificante, crea un vínculo real entre Cristo y él. Es una unión de ser y de vida con Cristo. El estudio de estas fórmulas ha sido estudiado con interés en estos últimos tiempos".

En San Pablo se encuentran las más variadas fórmulas de esta nueva condición del hombre bautizado. La voz "Christos" se encuentra en sus Cartas 420 veces. La teología paulina se centra en la fórmula "Cristo en mí y yo en Cristo", que es como la clave para entender la mística cristológica paulina. "En" (en) se repite 165 veces en sus cartas y puede traducirse por "dentro", o sea, Cristo es aquel dentro del cual vive el cristiano. "Cristo en mí y yo en Cristo" refiere la misma realidad, si bien bajo distinto punto de vista. Esa rectitud moral cristiana referida a la comunión con Cristo se expresa otras veces con la partícula "con" (sin) Cristo [58. S. Pablo no destaca la idea de "seguimiento", tal cual se formula en los Evangelios, sino que de un modo más profundo y más teológico lo propone como "identificación", el motivo lo señala Schelkle cuando escribe: "Los Sinópticos invitan a los discípulos a "seguir" a Jesús. La palabra ya no aparece en S. Pablo ni en los Apóstoles. Y es que siempre se entendió el seguimiento literalmente en el sentido de un verdadero caminar del discípulo detrás del Maestro. Así que "seguir" sólo era apropiado para expresar la relación con el Jesús histórico, y no parecía adecuado para describir los lazos en el espíritu con el Señor glorificado. Pero, aunque la palabra está ausente en Pablo y en las cartas Apostólicas, la realidad no lo está, si seguimiento significa realizar la vida de Jesús en la fe y vivir de la palabra y de la persona de Cristo, el contenido del seguimiento lo describe Pablo ampliamente y con nueva profundidad, cuando dice que la vida creyente está configurada por la palabra, la vida y el sacramento de Cristo". K. H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testamento, o.c., III, 77—78.].

La moral cristiana en la palabra revelada de S. Pablo constituye la entrega de toda la persona como propuesta a la palabra de Dios. No es tan sólo el conducirse rectamente conforme a los criterios salvadores del N.T. Este es el tema que pasamos a desarrollar.

3. Proceso de identificación con Cristo según la doctrina paulina

A modo de síntesis, cabría señalar la ruta que ha de seguir el creyente para alcanzar la cima de la eticidad cristiana: identificarse con Cristo.

a) La fe, un ámbito nuevo del conocimiento

El cristiano debe primeramente acomodarse a un modo singular de pensar. La fe introduce al creyente en un ámbito inédito de conocimiento. No son suficientes las categorías del pensamiento humano, el cual puede ser recto, juicioso y aún inteligente, pero que no coincide necesariamente con el juicio de Dios.

S. Pablo pide al Señor que llene a los fieles de Colosas "de toda sabiduría e inteligencia espiritual", con el fin de que sepan conducirse "de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo dando frutos de toda buena obra" (Col 1,9— 10). El sano realismo del Apóstol pide la rectitud moral del entendimiento como condición de las buenas obras. ¿Cómo entender esta rectitud de la inteligencia? S. Pablo distingue dos modos de pensar: el de la razón humana y el del "juicio espiritual". El hombre que vive según la razón (psijikós anzropos), no entiende las cosas del espíritu, son locura para él, y "no puede entenderlas porque hay que juzgarlas espiritualmente". Por el contrario, el "hombre espiritual" (pneumatikós anzropos) se halla en posesión de la clave de toda intelección y su actuar es recto, aunque su conducta no puede explicarse sólo con criterios humanos: puede incluso parecer un escándalo (1 Cor 2,13—15). La rectitud moral cristiana es ininteligible a un sistema de referencia de la pura razón que no esté iluminada por la fe (Rom 8,5—8; 1 Cor 1, 17—31).

En este contexto, la moral cristiana no es sólo la rectitud del actuar y del pensar, sino "la doctrina de la cruz que es necedad para los que se pierden" (1 Cor 1,18). No es la medida de la "cordura", sino "el elogio de la locura", que parece que se opone "sin razón" a las "fundadas razones" de la inteligencia; pero que es consciente de que "de este modo, posee el pensamiento de Cristo" (1 Cor 2,16). S. Pablo encomia la "locura" de los predicadores y subraya que "la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres" (1 Cor 1,12). El afirma de sí mismo que se "ha hecho loco por Dios" y tan sólo, en atención a los de Corinto, se muestra "juicioso" (2 Cor 5,13).

Este "razonamiento cristiano" —esta nueva "lógica de la fe"— supone una actitud moral de la inteligencia que debe acompañar toda conducta. Quien lo posee se coloca en la línea del espíritu. "Desde ahora a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si le conocemos según la carne, ahora no le conocemos así. De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo" (2 Cor 5,16—17).

Abordamos aquí una de las exigencias más profundas de la moral cristiana: la conversión del hombre debe empezar por la "cabeza", en esa actitud radical de enfrentarse reflejamente con la realidad. Así se explica que no es la pura razón la que marca la pauta de la acción cristiana, sino la fe, o sea, ese nuevo juicio moral que caracteriza el bien y el mal, no desde lo "normal", lo "razonable" y lo "juicioso", sino desde la "inteligencia espiritual", lo cual supone una nueva axiología. Los valores éticos cristianos, con frecuencia, se oponen a los que proponen otros sistemas morales.

De este modo se explica que los valores ensalzados por las Bienaventuranzas puedan considerarse inalcanzables: por algunos son calificados falazmente de utópicos. Y, sin embargo, constituyen el norte de la nueva actitud moral. Aquí está la clave para entender las exigencias morales rigurosas del cristianismo, tantas veces disminuidas, y otras veces se exageran las dificultades que entraña su cumplimiento, como si se tratase de un programa moral imposible de cumplir.

Parece normal que desde la razón humana (cartesiano, kantiana, fenomenológica o existencialista, es lo mismo), parezcan escandalosas las exigencias morales del mensaje de Jesús. Se requiere contemplarlas desde la fe —desde el juicio de Dios—, donde se "puede juzgar y entender todo" (1 Cor 2,15).

De este modo, la humildad, la pobreza, la castidad, la justicia, el perdón al enemigo, etc., y, en general, todas las virtudes morales cristianas, juzgadas desde la sola razón, sin la iluminación de la fe, pueden ser no rectamente entendidas. "Los que son según la carne sienten las cosas camales, los que son según el espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del espíritu es vida y paz. Por lo cual el apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios" (Rom 8,5—8). Es la sabiduría "divina, misteriosa y escondida... que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo" (1 Cor 2,7—8).

b) La conversión de la voluntad

Pero el hombre no es sólo razón, aunque se defina por ella. La moral cristiana implica a su vez la conversión del corazón: lo que en lenguaje actual llamamos tendencias o el querer de la voluntad.

S. Pablo exhorta a los colosenses a que pongan su corazón "en las cosas de arriba, no en las de abajo" (Col 3,2), hasta el punto de que Cristo "se posesione por la fe de nuestros corazones" (Ef 3,17). A los filipenses les anima a que lleven una vida recta, en unión con Cristo, "para que la paz de Dios guarde sus corazones" (Fil 4,7). Sólo así, purificado el corazón, participarán en el querer de Dios, y, de este modo, el Apóstol les anima a que obren rectamente, de manera que Cristo se refleje en su actuar: "mortificas vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, es una especie de idolatría, por los cuales viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía, en los que también vosotros anduvisteis un tiempo, cuando vivíais en ellas. Pero ahora deponed también todas estas cosas: ira, indignación, maldad, maledicencia y torpe lenguaje. No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos" (Col 3,5—11).

Esta moral del corazón indica hasta qué sima del ser humano hunde sus raíces el mensaje moral de Jesús; explica que es en el interior del hombre —en el corazón— donde se origina el bien y el mal moral, y justifica el que la ética cristiana condene los pecados cometidos en el interior de la persona.

c) La libertad cristiana

En el vértice del pensar y del querer se sitúa la libertad. Por este motivo, la moral cristiana es esencialmente una moral libre. El actuar ético del cristiano se asienta en el centro mismo de la libertad. Pero una libertad para "el bien", pues quien obra el mal es esclavo del pecado (Jn 8,34). Y esta "tiranía" de la falsa libertad se comprueba experimentalmente: cuando el hombre se deja llevar por la pasión, la ignorancia, el miedo, etc. no es guiado por la libertad, sino que está condicionado y aún dirigido por el mal. Si actúa bajo este signo, se convierte en siervo de la misma libertad. No cabe decirlo mejor: es esclavo de su propia libertad. Pues bien, el cristiano debe esforzarse por adquirir "la libertad que tenemos en Cristo" (Gál 2,4), a la cual ha sido llamado para realizarla (Gál 5,13; 1 Cor 9, 1).

d) Tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús"

Además de la razón y de la voluntad, el mensaje moral de Jesús se incrusta en la vida afectivo—sentimental. Quien profesa una "moral laica" no querrá airear su interior. Cree que es suficiente con que sus obras se ajusten a los grandes principios de la ética. El Evangelio, por el contrario, manifiesta unos imperativos que tocan lo más profundo del hombre: la zona inconsciente de su vida afectiva. S. Pablo invita a los filipenses a que caminen hacia la meta de los grandes sentimientos: "Por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y digno de alabanza; a eso estad atentos, y practicad lo que habéis aprendido y recibido y habéis oído y visto en mí, y el Dios de la paz será con vosotros" (Fil 4,8—9).

Allí donde hay algo de verdad o bondad, de amable o digno de alabanza, etc. debe dirigirse el obrar del cristiano. Todo lo noble es el ideal moral del que cree en Cristo.

Cabe decir más, los cristianos, en cuanto son "elegidos de Dios, santos y amados", deben "revestirse de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad..." (Col 3,12). Conmueve esta llamada del Apóstol a una piedad que arropa el proceder moral de los sentimientos más viscerales. S. Pablo no se excede al poner al creyente como modelo la vida afectiva del mismo Jesús: "Que tengáis los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús", escribe a los cristianos de Filipo (Fil 2,5).

e) Algunos términos paulinos aplicados a la ética teológica

— "Imagen de Cristo" (simmórfous). Situados a esta altura, en los límites exigentes de transformación interior —inteligencia, querer, libertad, vida afectivo—sentimental—, S. Pablo se eleva aún a cumbres inescrutables de identificación con Cristo. El Apóstol propone como vocación universal cristiana la fidelidad a la llamada de Dios, alimentada constantemente por el espíritu que actúa en el interior del hombre, hasta que se reproduzca en él la imagen de Cristo: "También nosotros que tenemos las primicias del espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción de la redención de nuestro cuerpo... y asimismo, también el espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza... Ahora bien: sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que de antes conoció, a esos los predestinó a reproducir (en sí mismos) la imagen de su Hijo" (Rom 8,26—29). Los bautizados han sido llamados a reproducir en sí mismos la imagen de Cristo. Simmórfous, el término, griego empleado, significa más que semejanza, unión y participación.

— "Vestirse"—"sobrevestirse" de Cristo (endío—epiendío). A los romanos les manda que se "revistan de Nuestro Señor Jesucristo" (Rom 13,14). Endío es expresión que significa no un revestimiento exterior[59. Endío es un verbo familiar a S. Pablo. Se encuentra quince veces en sus Cartas. "Revestir no tiene un sentido metafórico de envolver... estar revestido de una cualidad es poseerla (Is 51,9; Ps 34,26: 92,1; Job 39,14). Estar revestido de Cristo (Rom 13,14) supone, por tanto, una transformación tan radical como revestir de inmortalidad, la incorruptibilidad (1 Cor 15,50—53) y el hombre nuevo, que sustituye al hombre viejo (Col 3,9— 10)". C. SPICQ, La moral del N.T., o.c., I, 69.], sino una configuración interior, es decir, renovarse, hacerse nuevo.

— "Configurarse" (morfóo). A los cristianos de Galacia les escribe que sufre por ellos, pero que se esfuercen por actuar, hasta que llegue el momento en que "Cristo se configure en vosotros" (Gál 4,19). Morfóo, tomar forma, asimismo, es un término que recuerda el modelado del artista: el cristiano debe ser el "vaciado" de Jesús. De aquí que S. Pablo proponga como límite "llegar a ser varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13) '[60. "La frase podría entenderse así: hasta alcanzar la medida de madurez del pleroma, que es Cristo. Cristo es el pleroma de Dios y el cristiano incorporado a Cristo debe tender hasta proporcionarse, como miembro, a la perfección de la cabeza. Esta explicación se armoniza mejor con el contexto, es buena por su idea y se explica bien gramaticalmente. Es la explicación de Vosté, Masson, Knakenburg, Bover, Huby, Prat, J. Schmit, Zedda... En esta explicación, Cristo es sujeto y fuente de perfección, como lo es de la vida". J. LEAL, Carta a los Efesios, en AA.VV., Nuevo Testamento, o.c., 708. R. BAULES, L'insondable richesse du Christ. Etude des théses de l'Epitre aux Ephésiens, o.c., 113—115. H. SCHLIER, Der Brief an die Epheser. Ein Komentar, o.c., 198—203.].

— En otras expresiones, S. Pablo se sorprende de que se manifiesta ya en sí mismo la vida de Cristo: "Mihi vivere Christus est" (Fil 1,21) [61. Segovia comenta: "El vivir: sentido y concepto fuente y objetivo, tarea de la vida, el vivir en sus aspectos de apostolado, de sufrimiento y de peregrinación sobre la tierra, es una total consagración a El, principio y motor de sus acciones. El sentido de la frase no es: Cristo (sujeto) es para mí vida (predicado), sino: el vivir (sujeto) es Cristo (predicado). Es Cristo: no hay vida digna de este mundo, sino la que se resuelve en Cristo: tal es mi convicción, es mi experiencia: todo en El y con El. S. Efrén glosa: mi vida no es esta corporal que intentan quitarme ... ; es Cristo, a quien nadie puede quitarme". A. SEGOVIA, Carta a los Filipenses, en AA.VV., Nuevo Testamento, o.c., 11, 746.]. Y sobre todo, la expresión paulina que señala el límite más alto de la existencia moral del cristiano: "Yo no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20).

Una vez más, como se repite en páginas anteriores, descubrimos aquí un problema de ontología [62. "La nueva vida que causa Cristo en el cristiano es doble: ontológica y como principio de nuevas operaciones morales y santas". J. LEAL, Carta a los Gálatas, o.c., 615. 0, como escribe CERFAUX: "Importa mucho poner en claro el punto de vista propiamente teológico de la doctrina paulina: de derecho y de hecho, ontológicamente por la eficacia de la resurrección y de la vida gloriosa y dinámica de Cristo, esto es, porque es "cristiano", el cristiano ve su vida transformada, transplantada a una esfera sobrenatural que es la "vida de Cristo", o bien, fórmula equivalente, la vida de Cristo viene a transfigurar su vida natural. Es la afirmación, no de una experiencia psicológica transitoria, sino de un modo de ser permanente". L. CERFAUX, La Iglesia en S. Pablo. Desclée. Bilbao 1959,182.] . La moral cristiana no mensura sólo ni siquiera principalmente el actuar del hombre, sino que toca el núcleo mismo de su ser; es la "nueva criatura", que ha "nacido del espíritu", y como tal debe actuar y comportarse.

Sería inútil buscar evidencias que muestren esta nueva condición, pero cabe una analogía: Cualquier libro de psicología, por exigencias de método, disecciona al hombre en tres grandes apartados: conocimientos, sentimientos y tendencias. Ahora bien, esta triple dimensión es asumida por las exigencias morales de identificación con Cristo, que, en virtud del Bautismo, demanda la vida de los fieles. El cristiano debe configurar su vida de modo que no piense sólo "como hombre", sino que piense como Cristo; que no quiera al modo biológico humano, es decir, "como hombre", sino que quiera como Cristo: que no se guíe por los afectos espontáneos de su naturaleza, sino según los sentimientos de Cristo, de modo que pueda sorprenderse de la transformación operada en él, hasta el punto que pueda llegar a afirmar: "Yo no soy yo, es Cristo quien vive en Mí" [63. Los cristianos se definen como "los que son én tô Xristô". Las fórmulas se repiten 35 veces en la Epístola a los Efesios. Cfr. también Jn 15,4— 10; Rom 8, l; 12,5 l; 16,1 l; 1 Cor 1,30; 1 Ped 5,14, etc. Y S. Pablo distingue entre el "nacido de la carne" y el "nacido según el espíritu" (Gál 4,29). Esta nueva realidad cabe, pues, expresarse en pluralidad de formas.].

Toda conceptualización resulta insuficiente para explicar nocionalmente esta "identificación con Cristo" a la que conduce la moral cristiana.

Nuevamente será preciso recurrir a la fundamentación sacramental de la moral cristiana: el Bautismo introduce al cristiano en un ámbito nuevo de ser: su ser—en—Cristo conlleva el desarrollo de esa nueva vida, de forma que su vivir—en—Cristo debe configurar todo su actuar. Esa nueva condición se afianza y perfecciona mediante el sacramento de la Confirmación. Pero la cima de la "identificación" se lleva a cabo en la Eucaristía: en la entrega sacrificar de Cristo descubre el cristiano una nueva fuente del "deber moral": también él debe sacrificar la vida en ofrecimiento de Cristo (Rom 6,3—6; 2 Cor 5,15). Y en la Comunión sacramental la vida del creyente "comulga" con la vida del Señor que le asume en el misterio de su Persona. De este modo, lo que se inicia en el Bautismo se consuma sacramentalmente en la Eucaristía. Ambos sacramentos son, por consecuencia, fundamento y centro de la moral cristiana.

Asimismo, se ha de subrayar la importancia del Espíritu Santo en la vida moral cristiana: la transformación en Cristo se debe a la acción del Espíritu Santo:

"Se puede relacionar con el Espíritu todas las exposiciones de S. Pablo sobre las costumbres cristianas, ya que éstas indican las obras del Espíritu: los capítulos 3 y 6 de los Gálatas y el capítulo 8 y los capítulos 12 al 15 de la Epístola a los Romanos, que presentan el obrar cristiano como un culto espiritual ("lógico"); los capítulos 3 y 4 de la Epístola a los Colosenses que exponen la vida oculta en Cristo; y los capítulos 4 a 6 de Efesios, que describen la conducta del hombre nuevo. Por consiguiente, una moral no puede decirse plenamente cristiana, o cuando menos paulina, si no otorga un lugar de preponderancia a la acción del Espíritu Santo. Esto lo comprendieron, posteriormente, muy bien San Agustín y Santo Tomás".

4. Consecuencias éticas de la "transformación en Cristo"

Esta transformación en lo más profundo del ser, lleva como consecuencia, un modo nuevo de obrar: actuar como actuaría Cristo: "Todo cuanto hagáis de palabras o de obra hacedlo en nombre de Jesús" (Col 3,17—23; cfr. 1 Cor 10,31).

La identificación con Cristo tiene a su vez ciertas manifestaciones corporales. He aquí algunas afirmaciones de S. Pablo que alargan la analogía hasta límites no fáciles de precisar conceptualmente: "Llevando siempre en el cuerpo el suplicio mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 1 O). Y el Apóstol aspira a que Cristo sea glorificado en su cuerpo "o por vida o por muerte" (Fil 1,20; 3,24). Si bien esa transformación se cumplirá plenamente en el estado glorioso (Fil 3,21; Ef 2,5—7; 4,23—24; Rom 8,23).

Esa norma ética de "glorificar a Dios en el cuerpo", es lo que exige el recto uso de la sexualidad y la medida ajustada en la vida de los sentidos (1 Cor 6,20).

En este momento —la transformación del ser y actuar del hombre— se señala el vértice más alto de la moral cristiana, y, al mismo tiempo, su originalidad, hasta el punto de que una vida de creyente que no estuviese radicalmente orientada a esa transformación en Cristo, no merecería como tal el nombre de cristiana.

En la medida en que se pierde tensión hacia Cristo y la conducta del hombre se evalúa por criterios extrínsecos de moralidad, en la misma proporción esa actitud se separa de la moral cristiana y se aproxima a la ética natural [65. A partir de estos presupuestos, la discusión sobre si se da o no una moral específicamente cristiana, tal como se expone en el Capítulo IV, es un tema planteado sin rigor. Fundamentalmente, se apoya en la vida ética, a partir de la ley natural y de los comportamientos morales. Pero la "moral cristiana" —que, ciertamente, supone la moral natural— se sitúa en una nueva órbita: es una forma de existencia dirigida por la gracia santificante que coloca al cristiano frente a las exigencias de un nuevo ser—en—Cristo. Por este motivo, no cabe compartir el esfuerzo de algunos autores modernos por explicitar lo novedoso de la moral cristiana, sólo a partir de la moral natural. Y esto tiene validez referido tanto a la ética católica como a la protestante: aquella, desde Trento, parte fundamentalmente de la razón para culminar en la fe y de la naturaleza para elevarse a la sobrenaturaleza. El proceso opuesto lo siguió la teología protestante. Hoy se precisa una revisión de estos dos planteamientos, cfr. S. PINCKAERS, Renovación de la moral, en AA.VV., Ética y teología, o.c., 161.]. Queremos decir, que la transformación en Cristo, en virtud de la gracia sobrenatural, apunta in recto hacia la moral cristiana, mientras que el mero cumplimiento de normas orienta hacia la "honradez" o a una ética meramente social.

Este último caso es ya caída en la tentación de algunas corrientes de la Teología de la Liberación, que reducen el mensaje moral cristiano a una ,,espiritualidad" liberadora del orden social injusto. Esa despersonalización de la moral cristiana es, asimismo, la causa de los equívocos de la "Teología Política" de Metz, que pide una "desprivatización" del mensaje cristiano, orientándolo especialmente al estudio y desarrollo del carácter público 66 .

La moral cristiana, por el contrario, es primeramente personal, aunque bien es verdad que, como afirmaremos más adelante, incluye, por su misma naturaleza, exigencias sociales. Pero esa dimensión personal dice relación necesaria a la comunión de vida con Cristo y no prioritariamente al mundo.

De aquí que este grado supremo de moralidad sea asimismo el germen de toda eticidad que se denomine cristiana. Sin duda que la altura de esas exigencias morales produce vértigo, la prudencia de la razón se puede escandalizar y optaría de buen grado por un tipo de existencia "moralmente honrada" o por el cumplimiento externo de ciertos preceptos; pero, aunque esta posibilidad es casi inalcanzable sin que pague tributo a graves y frecuentes infidelidades, no sería plenamente cristiana, dado que es la fe la que eleva a esa esfera superior, en la que se puede vivir esa vida divina "escondidos con Cristo en Dios" (Col 3,3).

5. La vida mística, plano supremo de la existencia cristiana

Los místicos han experimentado sensiblemente esta identificación, y por este motivo lo expresan con ese grafismo realista, propio de las cosas del espíritu existencialmente vividas.

Así, por ejemplo, describe S. Juan de la Cruz el estado del alma que ha alcanzado las cotas de la identificación con Dios:

"De manera que ya el alma es entendimiento de Dios y la voluntad es voluntad de Dios; y la memoria, memoria de Dios; y el deleite es deleite de Dios; y la substancia del alma, aunque no es substancia de Dios, porque no puede convertirse en él, pero absorta en él y unida a él, es Dios por participación de Dios, lo cual crea ese estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la otra vida".

Este pensar, querer, sentir y obrar "a la manera de Dios" lo expresa así el gran místico en la Subida al Monte Carmelo:

"En este estado de unión, todas las operaciones de la memoria y las demás facultades son divinas: Dios, en efecto, las posee como Dueño absoluto, por efecto de su transformación en El. Es él quien las mueve y las manda divinamente según su espíritu y su voluntad; pero esto se realiza de tal manera que las operaciones de Dios y del alma ya no son distintas; la actividad del alma y la de Dios no forman sino una sola. Estas operaciones son verdaderamente divinas según las palabras de S. Pablo: "El que se une con Dios forma un solo espíritu con El" (1 Cor 6,17)... Así todos los primeros movimientos de estas almas son por sí mismos divinos".

Las experiencias místicas de Santa Teresa son muy significativas a este respecto, y las imágenes empleadas por la Santa son abundantes y atrevidas. Baste citar estos testimonios de su biografía, en la que relata su esfuerzo por explicar este estado de unión y cómo se lo reveló el Señor:

"Estaba yo pensando cuando quise escribir esto... que hacía el alma en aquel tiempo. Díjome el Señor estas palabras: "Deshácese toda, hija, para ponerse en mí; ya no es ella la que vive, sino yo; como no puede comprenderlo lo que entiende, es no entender entendiendo". Quien lo hubiere probado entenderá algo de esto por ser tan oscuro lo que allí pase...

Acaecióme a mí una ignorancia a el principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas y, como me parecía estar tan presente, parecíame imposible... Los que no tenían letras me decían que estaba sólo por gracia; yo no lo podía creer porque —como digo— parecíame estar presente y ansí todavía con pena. Un gran letrado de la Orden del glorioso Santo Domingo me quitó de esta duda, que me dijo estar presente y cómo se comunicaba con nosotros".

En otra ocasión, Santa Teresa logra comprender la doctrina de S. Pablo a los Gálatas:

"Viénenme días que me acuerdo infinitas veces de lo que dice San Pablo (Gál 2,20), aunque a buen siguro que no sea ansí en mí —que ni me parece que vivo yo, ni hablo yo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza y ando como casi fuera de mí".

Y, en otro momento, deseosa la Santa de realizar esa identificación con Cristo, el Señor le hizo entender lo siguiente:

"Díjome": Piensa, hija, como después de acabada no me puedes servir en lo que ahora, y come por mí y duerme por mí, y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivierais tú ya, sino Yo, que esto es lo que decía San Pablo".

Santa Teresa parece indicar que este estado no es propio tan sólo de las almas místicas, pues se cumpliría en todos "si no fuese por nuestra culpa", a causa de que tiene lugar en el centro del alma, aunque este estado sea "cosa tan dificultosa de decir".

Esa situación superior de las almas, tan perfecto en la vida sobrenatural, logran alcanzar el momento más denso de unión con Dios, en el que, como afirma Santo Tomás, "ut jam non humanitas sed quasi Deus factus participatione operetur".

Sin duda que esos fenómenos místicos, "extraordinarios" no corresponden a las condiciones normales de los creyentes que tratan de conformar su existir diario con las exigencias morales del Evangelio. Pero esos logros de los místicos son "indicativos" —al modo de una situación "ideal"— por cuanto que ellos consiguen alcanzar la cota más alta de la identificación con Cristo a la que conduce la práctica de la vida moral cristiana [75. Es doctrina común en los autores de la vida ascética. Los ejemplos podrían multiplicarse. Baste esta cita de un autor de nuestro tiempo: "Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y pasiones, con tristezas y alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como anticipo de su resurrección gloriosa... La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles... El cristiano debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de modo que pueda exclamar como San Pablo, "non vivo ego, vivit vero in me Christus... En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar... Pero hay que unirse a El por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse de cada cristiano que es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!". J. ESCRIVA de BALAGUER, Es Cristo que pasa. Ed. Rialp. Madrid 1973, 221—223.].

6. Perfección de la moral cristiana

El programa moral del creyente viene, pues, indicado por esa gracia que ha provocado la "nueva generación" (Jn 3,8; 1 Jn 2,29; 4,7; 5,1,4), hasta que manifieste el actuar de Dios. Y esto nunca se alcanza plenamente en esta vida: es más un programa que una obtención efectiva; un intento más que un logro; un proyecto más que una adquisición; un deseo más que un gozo.

San Pablo confiesa que él no lo ha alcanzado todavía, pero que se esfuerza por lograr ese objetivo (Fil 3,12; 1 Cor 9,26—27). Parece indicar que se obtendrá plenamente en la glorificación final (Col 3,4». S. Juan afirma claramente que esa identificación se alcanza tan sólo en la otra vida: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque ahora aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es. Y todo el que tiene en El esta esperanza, se purifica, como puro es El" (1 Jn 3,2—3).

Si la vida se entiende toda ella como un plan a cumplir o como un programa a realizar, no es posible proyectar una cumbre más alta que la que presenta el ideal de la moral cristiana: transformarse en Cristo, ser realmente ipse Christus. Y S. Pablo se ve forzado a expresarle con términos que connotan una identificación total, pues, mediante el Bautismo, el cristiano "está crucificado con Cristo" (Xristô sunestaúromai, Gál 2,19); ha "muerto con Cristo" (ánezánomen sín Xristô, Rom 6,8) y "vive con El" (susesomen aûto, Rom 6,8; cfr. 2 Cor 7,3; 2 Tim 2,11); está "sepultado con Cristo" (suntaféntes aúto, Col 2,12; Rom 6,4); ha "sufrido y es glorificado con El" (sumpásjomen—sundosaszômen, Rom 8,17); los creyentes "viven con El" (sujésomen, Rom 6,8), pues con El "han resucitado" (sunerérzete to Xristô, Col 3,I). Es decir, el hombre que vive de la fe no actúa solo, tiene una existencia compartida con Jesús. Esa identificación con Cristo es la doctrina que expone ampliamente el Apóstol en el cap. 6 de la Carta a los Romanos.

El cristiano lo convierte en quehacer personal cuando es leal a su propia vocación. Se trata de ser fiel a sí mismo. ¿Qué es, pues, propiamente la moral cristiana? Es aquella actitud que tiende a realizar en el campo de la existencia, lo que el hombre es por naturaleza; es intentar cumplir en la vida lo que él es realmente en el orden del ser que con la gracia es divinizado. En una palabra: la vida moral pretende traducir a nivel existencias la novedad que entraña en el plano ontológico, es decir, ser realmente ipse Christus.

Aquí es donde, sin duda, se encuentra la mayor originalidad del mensaje moral neotestamentario: la vida del discípulo consiste en ir progresivamente identificándose con el Maestro, dejándose vivificar por El (Ef 4,13; Col 2,19), hasta alcanzar "la medida que corresponde a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13; Col 1,18).

A partir de este planteamiento, cabe una pluralidad de expresiones, todas ellas cristianas. Algunos destacarán aspectos de compromiso con el mundo, pues buscan identificarse con Cristo en el cumplimiento de las tareas seculares. Otros, por el contrario, sentirán la vocación de mirada preferente y aún exclusiva a la vida religiosa, totalmente separada del mundo. Todas esas opciones obedecen a las distintas vocaciones, y, en la medida en que parten de esa actitud central, serán plenamente cristianas; pero adquirirán signo negativo si no arrancan de ese planteamiento cristocéntrico.

Una última observación: en ningún caso puede acusarse a esta doctrina de pagar tributo a una concepción cercana al platonismo. Las interpretaciones platónica u origeniana cabrían en la explicación del "cómo", en el caso de no estar precavidos contra esa fácil explicación. Pero en la afirmación del qué, es decir, del hecho de la incorporación transformadora del cristiano a la vida de Cristo, ha de aceptarse como un factum anterior a toda comprensión explicativa. El modelo intelectual concreto para explicar el cómo pertenece a la teología dogmática, que tendrá que hacer uso de matices muy sutiles para evitar los escollos del platonismo.

Tampoco se cae en la crítica de la teología ortodoxa que acusa al pensamiento católico de "universalización cristológica", sin prestar la atención debida al Espíritu Santo. Pues, como es sabido, según la teología católica, es, precisamente, el Espíritu Santo el que da un sentido nuevo a la ley y el que desarrolla la vida divina del bautizado. El Espíritu Santo posibilita la acción santificadora de todos los creyentes, dado que hace posible confesar a Jesús como Señor (1 Cor 12,3) y le incorpora a su vida. Por otra parte, también la teología ortodoxa de los últimos años ha destacado —cuando se libera de la controversia con la teología católica— la importancia de la imitación de Cristo, hasta el punto de alcanzar una síntesis entre la actuación de Cristo y la del Espíritu Santo".

Nunca se destacará suficientemente la acción del Espíritu Santo en la vida del cristiano. Por el Espíritu, el hombre profesa la fe en Cristo: "Nadie puede decir "Jesús es el Señor", si el Espíritu no se lo revela" (1 Cor 12,3). Y, por el Espíritu, el creyente puede llamar a Dios "Padre" (Gál 4,6). El Espíritu es el que nos introduce en la vida de Cristo y el que labora en su desarrollo. Los que la teología denomina "Dones del Espíritu Santo" se le dan al cristiano como disposiciones permanentes para que profundice su capacidad y favorezca el desarrollo de la vida de Cristo en nosotros.

De este modo, la moral cristiana se nutre del misterio trinitaria. La glorificación del Padre por medio de su Hijo que santifica al hombre mediante la acción del Espíritu Santo, como autor de la gracia santificante, es la significación máxima de la moralidad. Como escriben Mausbach—Hermecke:

"La glorificación de Dios en el orden sobrenatural se realiza de un modo infinitamente superior, más perfecto y más eficaz, porque es la glorificación realizada por Cristo, y del cual participan los cristianos como miembros suyos.

Como la glorificación de Cristo se realizó mediante la Encarnación, la crucifixión y la resurrección, la participación de los cristianos en esta glorificación debe revestir los mismos caracteres: dejarse cada vez más con la vida divina del Hijo de Dios, mediante la imitación del crucificado... Este es el nuevo camino de la glorificación de Dios: "Per Christum in Spiritu ad Patrem"... Cristo es el Maestro y el ejemplo de la nueva moralidad. Todavía más: por ser el original de sus miembros, es también el modelo de todo cristiano está obligado a imitar en la medida de su capacidad.

La asimilación a Cristo se realiza en los Sacramentos mediante el carácter sacramental del Bautismo, de la Confirmación y del Orden y se desarrolla luego mediante la gracia santificante, como participación en la plenitud de la vida de Cristo. Todo cristiano debe hacer fructificar mediante buenas obras la semejanza con Cristo recibida en los Sacramentos, y debe además colaborar en la edificación del Reino de Dios mediante su apostolado en la Iglesia y en el mundo... Como se ve, Cristo y la nueva moralidad cristiana no destruyen el orden moral natural, sino que éste adquiere su complemento al ser elevado por la gracia, y llega a su máxima perfección".

Nuevamente nos encontramos con la síntesis integradora entre la teología moral que se orienta hacia la gloria de Dios como fin último y la moral cristiana que postula la identificación con Cristo.

7. La vocación cristiana y su condición social

Esa dimensión moral centrada en la Persona de Jesús es asimismo la norma que orienta la actividad de los creyentes en lo que se denomina "moral social". Su misión en el mundo es constituir a Cristo en centro de la creación. El "restaurar todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) es el fin de la conducta humana guiada por la fe en medio del mundo. "Anakefalaiosaszai" significa que Cristo es el punto central en el que converge la creación entera, es como el término y consumación final de todo el mundo, es decir, es el resumen de la creación".

De aquí que, si la fe personal del cristiano le lleva a una identificación personal con Cristo, las exigencias sociales de su fe le conducen a orientar "todas las cosas a Cristo" (Ef 1,10; 1 Cor 15,28).

Esta actividad del creyente en medio del mundo define su vocación cristiana frente a él. Es lo que el Vaticano II designa como misión específica del laicado:

"Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (Fil 2,8—9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a si mismo y todo lo ha creado el Padre a fin de que Dios sea todo en todas las cosas" (cfr. 1 Cor 15,27—28). Este poder le comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cfr. Rom 6,12). Más aún, para que, sirviendo a Cristo, también los demás conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su Reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz, un reino en el cual la misma creación será liberada de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cfr. Rom 8,21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a sus discípulos: "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor 3,23)" (LG, 16).

La misma enseñanza constituye uno de los nervios que vertebran la Exhortación Apostólica Christifideles laici (cfr. nn. 15; 17; 32—44).

Esta moral traspasa los límites de la dimensión puramente personal y agrupa las diversas obligaciones, ordenándoles a un principio de unidad: Cristo, centro sotereológico del hombre y de la creación entera. También el "instaurare omnia in Christo" postula una moral de identificación del entero orden creado, conduciendo todas las cosas a El.

8. Vida moral y santidad personal

La moral cristiana así entendida se identifica con la misma vida sobrenatural del cristiano, es decir, con la "llamada universal a la santidad", tal como se describe en el capítulo V de la Constitución Lumen gentium:

"Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir "como conviene a los santos" (Ef 5,3) y que "como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col 3,12) y produzcan los frutos del espíritu para la santificación" (cfr. Gál 5,22; Rom 6,22)... Es, pues, completamente claro que todos los fieles de cualquier estado y condición, estén llamados a la plenitud de la vida cristiana" (LG, 40; cfr. Exhort. Apost. Christifideles laici, 10—13).

Efectivamente, la moral cristiana equivale a la llamada a la perfección que Jesús pide como conditio sine qua non a sus seguidores (Mt 5,48). Lo afirmábamos al comienzo de este Capítulo, la moral es la respuesta del hombre a la llamada de Dios, a la cual el cristiano contesta de un modo adecuado, es decir, con la entrega completa y total de su vida.

Para lograr este objetivo, la Ética Teológica invoca la ayuda de la Teología Ascética, que debe ofrecerle los medios para alcanzar dicha perfección. En este sentido, la moral no puede separarse de la teología espiritual.

CONCLUSIÓN

Una moral de signo externo o de puros preceptos no puede soportar el peso de la identificación con la Persona de Jesús. Cristo lo afirmó con una semejanza: El vino nuevo hace reventar los odres viejos, y un vestido usado no tolera un remiendo de tela sin estrenar (Mt 9,16—17). Ningún moralismo es capaz de contener la fuerza del vino nuevo del Evangelio.

Los preceptos de Jesús exigen una nueva vida, de lo contrario, serán a modo de parches o de remiendos que no resisten el ámbito vital novedoso que implica la vida de los "que quieren llamarse discípulos suyos" (Mt 8,18—22; 16,24—26; Mc 8,34—35; Lc 9,25—27; Lc 9,57—62).

Puede suscitarse ahora el grado de obligatoriedad de esta moral evangélica. Sin duda que supera toda norma, aunque tanto Jesús como la predicación de los Apóstoles y el Magisterio de la Iglesia han ido precisando y explicitando estas exigencias en diversos preceptos. Cabe decir más: el cumplimiento de los mandamientos se sigue necesariamente al amor que acompaña el seguimiento: "Si me amáis guardaréis mis mandamientos" «Jn 14,15). A su vez, como es lógico, se incluyen diversos preceptos de la ley natural, cuya máxima expresión se formula en los Diez Mandamientos.

Pero estos imperativos obligan en razón del fundamento que los origina: ese nuevo ser del hombre que ha renacido a una nueva vida por el Bautismo. El motivo último es la caridad: "El amor eterno de Dios que se ha derramado en nuestros corazones" (Rom 5,5). Y, en verdad, no existe otra realidad que exija más, que obligue (ob—ligue) que la caridad. El amor auna e identifica, es decir, "liga". Es la gran intuición del programa moral formulado por San Agustín: "Ama y haz lo que quieras".