9. Recogimiento y contemplación
(Amor a Dios)

La recta relación al propio yo, la recta relación a lo otro, especialmente al tú cohumano, se han mostrado hasta ahora como la doble meta de una existencia creíblemente cristiana. Ahora bien, precisamente porque, como lo hemos expuesto más arriba, tanto el yo como el tú se elevan hasta el absoluto, participan en el misterio sin más, sucede que en el fondo de un verdadero encuentro del yo y el tú (juntamente con la naturaleza y la cultura) está la relación al misterio divino-absoluto como su última condición puesta ya desde siempre previamente de un modo implícito. En la medida en que los hombres (e incluso los seres no humanos) apetecen un bien, así se expresa Tomás de Aquino (77), apetecen implícitamente a Dios («Dicendum, quod omnia naturaliter appetunt Deum implicite, sed non autem explicite»). La relación a Dios, como hemos dicho antes, no es en realidad una tercera relación, sino el horizonte en el que se realiza la relación del yo y el tú (juntamente con la naturaleza y la cultura). El amor a Dios no es un acto distinto del amor a sí mismo y al prójimo, sino su última condición (= transcendental).

(77) De veritate, Quaest. XII, Art. 2.

Sin embargo, el hombre y sólo el hombre, puede por su semejanza divina, hacerse consciente de esta última condición, tematizarla y, de esa manera, desear expresamente (explícitamente) a Dios («sola rationalis natura explicite appetat»). El problema de la existencia religiosa consiste en realizar esta explicitación en determinadas imágenes y actos religiosos de tal modo que Dios no se vea degradado a un elemento más junto al yo y al tú, sino que el yo, el tú y la imagen de Dios vibren juntamente con la realidad divina. Cuando se habla en este capítulo del «amor a Dios», no se propone un tema nuevo, sino que comentamos de nuevo lo dicho hasta ahora ; lo iluminamos de una manera precisa y justa.

La unidad del amor a Dios y al prójimo

Frente a esta temática, que entiende bajo, la palabra «amor a Dios» la verdadera relación al yo y al tú, aunque dándola un nuevo enfoque, podría surgir el temor de que la religiosidad quedara reducida así al hallazgo de la propia identidad y a un sentimiento humanitario. ¿Dónde encuentra el acto religioso expreso (como la oración, la liturgia, el culto, etc.) el lugar que le corresponde? Para poder responder a esta pregunta (en el momento actual en modo alguno injustificada) hay que hacer referencia a la distinción (suscitada ya en la primera parte) de Dios como misterio inefable y la correspondiente imagen concreta de Dios. Según eso, «el amor a Dios» puede significar también dos cosas : 1) La afirmación originaria, dada ya implícitamente en cada acto concreto, del misterio inefable (P. Tillich habla de «fe absoluta» o de «religión absoluta» ; K. Rahner lo denomina amor «implícito» o «transcendental» a Dios y, 2) La representación y veneración en un acto explícito de conocimiento y amor a través de una determinada imagen de Dios. (P. Tillich llama a esto «fe concreta» y «religión concreta» ; Rahner habla del «amor explícito a Dios» o «de un acto expresamente religioso»).

Karl Rahner, basándose en esta distinción, ha intentado responder al problema que debatimos : dónde y cómo puede situarse el acto religioso concreto (oración, liturgia, etc.), en su artículo «Sobre la unidad del amor a Dios y al prójimo» (78). Dice, en primer lugar, expresamente que el amor al prójimo «es» el acto fundamental de la existencia humana que todo lo abarca ; el acto que contiene «la acción moral fundamental» y la «manifestación de la totalidad y de la esencia del hombre» (pp. 286-292). Contra esta tesis se presenta con frecuencia la objeción «de que el acto religioso dirigido a Dios es el acto fundamental de la existencia humana o que posee, al menos, el mismo rango y la misma justificación y que es igualmente un acto originario; que pertenece incluso a un rango superior que el acto de la comunicación amorosa y personal humana» (p. 292). En el fondo, explica Rahner, esta objeción no es más que un «malentendido», pues Dios (por lo que se refiere al menos a la experiencia originaria de El), no es ningún «objeto» al que el hombre se dirija como se dirige a los hombres, a las flores, a las ideas y a otras muchas cosas. El hombre no se pone en contacto con Dios por primera vez cuando se representa a Dios, cuando le dirige la palabra o piensa expresamente, de una manera conceptual, en El. Más bien, hay que pensar que, «en el acto originario que precede a toda reflexión explícita, Dios es siempre algo dado, que está más allá del mundo... sí, que El es el fondo que soporta toda experiencia, como el «de dónde» y el hacia dónde» de un acto, que objetivamente apunta al mundo y, por tanto..., es comunicación amorosa con el tú afincado en el mundo» (p. 287). Ahora bien, si se entiende a Dios como, la última condición de posibilidad, como el transcendental «de dónde» y «hacia dónde» del conocimiento y la acción, se sigue necesariamente de ahí que la experiencia «originaria» de Dios (a diferencia de su representación captada en un concepto particular) se da siempre «en una experiencia intramundana» y de un modo perfecto allí donde se realiza la comunicación con el tú (p. 294).

(78) K. Rahner, Escritos de Teología, tomo VI, Madrid 1971, pp. 277-298. Los números que van entre paréntesis se refieren a las páginas de esta obra.

Basándonos en este planteamiento suyo, que ya lo hemos considerado en la segunda parte, Rahner hace una síntesis en la tesis siguiente: «El amor al prójimo, es el acto primero del amor a Dios (p. 295). El amor al próiimo es el único acto categorial y originario en el que el hombre alcanza toda la realidad categorialmente dada, se realiza a sí mismo frente a ella de un modo totalmente cabal y en ella es donde consigue ya siempre la experiencia transcendental y gratuitamente inmediata de Dios. El acto expresamente religioso es como tal secundario comparándolo con el primero» (p. 294). Rahner fundamenta su tesis de esta manera : El hombre tiene la posibilidad de explicitar la afirmación de Dios (efectuada ya siempre en cada acto de un modo implícito como misterio inefable) en una reflexión conceptual sobre Dios, en una imagen de Dios, en una acción directamente dirigida a él y en la que él habla ; en pocas palabras : en un «acto religioso en el que Dios se convierte en el tema reflejo del conocimiento y del amor» (p. 294). Precisamente ahí es donde aparece, como recalca Tomás de Aquino, su semejanza divina como responsabilidad frente a Dios. Este «acto religioso explícito» es, sin embargo, corno todo acto de conocimiento y acción «una vez más asumido y llevado» por aquella experiencia y afirmación de Dios siempre previa y originaria que es «el transcendental» «de dónde» y «hacia dónde» de nuestro conocimiento y acción (p. 294). Comparado con «el objeto correspondiente expreso y conceptualmente representado», el acto explícitamente religioso posee frente al acto del amor al prójimo «una superior dignidad». Sin embargo, medido en el «horizonte y en la posibilitación transcendental» posee la misma dignidad, la misma profundidad, «la misma radicalidad que el acto explícito de amor al prójimo». Porque ambos, tanto «el acto de amor al prójimo» como «el acto expresamente religioso» están «necesariamente sustentados.., por la referencia (experimentada, pero implícita) a Dios y al tú intramundano, y por la gracia» (pp. 294 s). Cuando, Rahner designa como «secundario» el acto expresamente religioso frente al acto explícito de amor al prójimo, no pretende establecer una escala de valores. «Secundario» significa, al pie de la letra, «siguiente». El acto expresamente religioso es necesariamente la explicitación posterior; explicación posterior que sigue a la afirmación y experiencia originaria de Dios dada ya en el acto de amor al prójimo. Esta explicación está referida, a su vez, al encuentro originario con el otro, sin el cual serían imposibles el pensamiento, el lenguaje y la acción.

Rahner sintetiza las ideas de la manera siguiente : «El amor al prójimo categorialmente explícito es el acto primario del amor a Dios que, en el amor al prójimo como tal, significa o tiene presente, siempre de un modo implícito pero real, a Dios en su transcendentalidad sobrenatural ; y también el amor explícito de Dios es, a su vez, sustentado por aquella apertura confiada y amorosa a la totalidad de la realidad, que acontece en el amor al prójimo. Es radicalmente verdadero, es decir, con necesidad ontológica, no puramente «moral» o «psicológica» que quien no ama al hermano a quien ve, tampoco puede amar a Dios a quien no ve, y que sólo podrá amar a Dios a quien no ve quien ama al hermano visible» (p. 295).

En resumen: La veneración cúltica expresa de Dios en un acto religioso (oración, liturgia, meditación, etc.) es la explicitación necesaria de la afirmación siempre implícita, realizada ya previa y conjuntamente en todos los actos concretos. En esta explicitación concreta se manifiesta la semejanza de Dios de un modo especial. Se trata en último término, de «un juego sagrado» que es en sí mismo bueno, verdadero y hermoso, es decir, cargado de sentido (79) y en el que el hombre se encuentra a sí mismo, al otro y a Dios.

(79) El "sentido" podrían constituirlo, según Tomás de Aquino, la unidad de los tres transcendentales: "verdadero", "bueno" y "bello", y dentro de este conjunto, lo bello sería aquella dimensión en la que se hermanan lo verdadero y lo bueno. A esta conclusión se llegó en el curso de un seminario celebrado durante el mes de abril en la academia católica "Die Wolfsburg" bajo el tema : "Sentido e identidad en Tomás de Aquino". Respecto al tema del juego véase lo que se dice más adelante en este libro.

Cuando, en adelante, sigamos hablando' del «amor a Dios», no se trata, sin embargo (en primera instancia), del acto concreto religioso, sino de aquella «experiencia originaria, inobjetiva de Dios» que se nos da en el hallazgo de la propia identidad, en el amor al prójimo y en el acto expresamente religioso. Nos apoyaremos para esto en el concepto de «recogimiento» de G. Marcel, porque este concepto puede aclarar muy bien el hallazgo de la identidad, la comunicación con lo otro/tú y el encuentro con Dios que hay que verlos conjuntamente.

El recogimiento como «contemplación que sintetiza»

El hombre, tal como lo expone G. Marcel, se encuentra desde siempre en un estado de alienación: Existe un «espacio intermedio entre mi ser y mi vida. Yo no soy mi vida». Precisamente esta es la experiencia de la alienación, de la no identidad o de no ser una cosa consigo mismo. En el recogimiento se realiza la «liberación», se consigue el hallazgo de la propia identidad : En el recogimiento «capto en mí mismo lo que soy y lo que quizá no es mi vida». Recogimiento no significa, por tanto, cualquier nebulosa intuición, sino más bien, «la captación de mí mismo, mi restauración o' reconstrucción interior» (80).

Pero esta restauración interior sólo es posible cuando yo me abandono' a lo «metaproblemático», «al misterio» (81). Ya hemos dicho que el misterio (mysterium) no puede entenderse como un problema profundo, enorme ; los problemas, por muy complicados y profundos que sean, más pronto o más tarde, pueden encontrar una solución. El misterio, en cambio, es «per definitionem» insoluble y de ahí se deduce que sigue permaneciendo siempre oculto a pesar de cualquier intento de explicación, y por más que se patentice y se revele, se muestra siempre como algo que no se puede desvelar. Por eso, en definitiva, no existe más que un solo misterio: el misterio del ser, el «misterio ontológico» como 10 llama Marcel, que es también, en último término, «el misterio inefable» y que en lenguaje religioso recibe el nombre de «Dios» (82). A partir de esta precisión del misterio, resulta claro, por qué Marcel describe el recogimiento', es decir, el abandonarse al misterio como «la entrega a-», como la distensión en presencia de-». Conscientemente omito cualquier complemento en las expresiones anteriores, porque quiero expresar de un modo llamativo que se trata de la relación a lo inefable, a lo innominado, al misterio sin más (83), ante cuya presencia no nos queda más que cerrar los ojos y la boca (mysterium = «misterio» viene de 'myein' = 'cerrar').

80. G. Marcel, véase la obra citada en la nota 65, pp. 26-28.
81. Véase la obra citada en la nota anterior, p. 26.
82. No podemos prescindir ni pasar por alto la coincidencia objetiva entre Marcel y Rahner en este punto. Para una mejor comprensión del concepto de misterio en Rahner, véase su más reciente publicación : Curso fundamental sobre la fe, pp. 167 ss, 215 s.
83.
G. Marcel, véase la obra citada en la nota 65, p. 26.

Con las fórmulas «la entrega a-, la distensión en presencia de-» no queda, en modo alguno, agotada la esencia del recogimiento; recogimiento significa no sólo un relajarse y distenderse en el misterio divino, significa, al mismo tiempo, una recopilación de las cosas con que nos encontramos : Cuando el hombre se distiende en la amplitud absoluta del misterio, es cuando abarca, por así decirlo, todos los seres con los que está en contacto diariamente ; los deja suspendidos en el misterio mismo ; así, los deja —entendido rectamente— «detrás de sí», ya que él se «desvincula» de ellos, como dice Marcel, pero no en el sentido de que quisiera negarlos u orillarlos como algo superfluo o incluso malo ; más bien, los contempla ahora a la luz del Todo, a la luz del misterio que lo comprende «todo» y les da así su auténtico valor.

Resumamos : Precisamente, al recogerse el hombre en su propia intimidad, recoge también a los demás seres y, al hacer esto, se experimenta a sí mismo y a todos los demás como abierto y distendido hacia la última dimensión que no se puede expresar en lenguaje alguno : se siente abierto a la dimensión del misterio. Siguiendo a Marcel, vamos a dar un paso más. Si nos preguntamos cómo puede comenzarse y realizarse concretamente el recogimiento, puede responderse con Tomás de Aquino: por la «conversio ad phantasma», por la vuelta a lo sensible, es decir, a los seres captables con nuestros sentidos. Las cosas concretas y los seres todos adquieren, pues, en el recogimiento, no sólo su auténtico valor ; ellos mismos pueden convertirse en el medio de este acontecer aue es el recogimiento ; formulado religiosamente : pueden convertirse en imagen de Dios. Sólo cuando los seres concretos (acciones, palabras, cosas naturales, objetos culturales o artísticos) se convierten para nosotros en un tú y nos dirigen la palabra, como dice M. Buber, sólo entonces «dirigimos nuestra mirada a las fronteras del Tú eterno» ; sólo entonces llegamos nosotros y, al mismo tiempo, los seres concretos en los que irradia la última dimensión del misterio divino, a la auténtica determinación ; sólo entonces somos arrancados de nuestra situación de alienación y admitidos a la presencia divina. Este acontecimiento, en el que lo divino se le entrega al hombre a través de lo finito y al hombre y todo ser encuentra su propio y auténtico destino, lo designa Tillich con el nombre de «éxtasis», que consiste en estar interna y externamente poseído ; «éxtasis» no significa «embotamiento», sino —así podemos interpretar ahora a Tillich con Marcel— el relajarse y distenderse en lo divino yendo más allá de sí mismo, especialmente más allá de los seres concreto-finitos que así, por medio del recogimiento, llegan también a sí mismos, a su propia autenticidad. Este llegar a su propia autenticidad y este volverse transparentes los seres finitos podría responder exactamente al «mandato de dominio» del Antiguo Testamento : Todo tiene que convertirse para nosotros en una imagen de la gloria divina.

El recogimiento encuentra su coronación, según Marcel —y de un modo semejante según Buber— en las relaciones interhumanas, en el «co-esse» (existir conjuntamente) de los hombres entre sí. Al menos habría que decir que el recogimiento representa el presupuesto indispensable para coexistir. Más arriba ya hemos hablado inicialmente de ello al tratar de la «disponibilidad». Viviendo los hombres no sólo como yo y tú, sino como «nosotros», es decir, estando radicalmente disponibles unos para otros, precisamente por eso, aparece todo iluminado con una nueva luz; el mundo pierde su amenaza y embotamiento ; surge una nueva proximidad e interrelación universal.

Esto otro es, por así decirlo, el «en dónde luminoso de la comunicación de los hombres entre sí y con todo lo que existe. Marcel llama también a este «en dónde», «el seno de la unidad superior», «el lazo entre los seres» o «el regazo del amor». Pero todo esto no son más que nombres distintos del «misterio ontológico» o de «la sinfonía del ser», que para Marcel está «más allá de las imágenes, de las palabras y de los conceptos». El paralelismo con la comprensión bíblica del Espíritu podría ser manifiesto: El «en dónde» de la comunidad, el «seno del amor», «el lazo de la unión entre los seres», lo sintetiza el hombre hebreo en la imagen del «ruaj de Yahvé», en la imagen del «Espíritu de Dios».

Con esto queda indicada la interna conexión entre el «recogimiento» en G. Marcel y el «Reino de Dios» o «el Todo». En el recogimiento tienen que ver inmediatamente unos con otros el yo, el tú (juntamente con la cultura y naturaleza) y Dios, teniendo en cuenta que Dios no es una realidad más junto al yo y al tú, sino que significa el «en dónde» básico y plenificante de la comunicación. Por eso no es algo casual cuando Marcel en otro lugar llama la atención, afirmando que el «recogimiento» representa la traducción de la palabra griega «syneidis» y, por eso, debe ser entendido como una visión que recopila o sintetiza.

Pero, ¿qué es lo que sintetiza esta visión? La respuesta es : el yo, el tú (juntamente con la naturaleza y la cultura) y Dios ; más exactamente : el yo, el tú (con todo lo demás), a través de una determinada imagen de Dios, son contemplados conjuntamente en Dios mismo como el «todo en todo y para todo en él». El recogimiento es, pues, la contemplación del «Todo», la contemplación del «Reino, de Dios», la incipiente «visio beatifica» ; una «visión» que al mismo tiempo representa la degustación (sapere) y la vivencia de lo contemplado. Esta visión es incipiente, porque en el momento actual sólo es posible gozar de ella fragmentaria y momentáneamente ; pero en ese momento, vivido en plenitud, se refleja ya el todo como en un fragmento: «Ahora vemos confusamente en un espejo (metálico); pero entonces veremos cara a cara» dice Pablo (1 Cor 13, 12). La película de I. Bergmann «Como en un espejo» ha sintetizado esta visión en una obra artística fascinante. En una experiencia momentánea semejante que se convierte para nosotros en anticipo, atisbo y señal de la gloria futura, somos una cosa con todo y estamos de acuerdo con ello. Todo parece cargado e impregnado de sentido. Todo el mundo es «cabal» y «perfecto» como lo afirma F. Nietzsche en su experiencia de «Mediodía»: Somos «felices». El yo y el tú vibran unánimes, basándose en la imagen de Dios, en el Todo único. El «Reino de Dios» está fragmentaria, anticipada y momentáneamente presente.

La contemplación como
«anticipo de la felicidad eterna»

Hemos evitado aquí a propósito la palabra «meditación». «Meditación» es una palabra que está de moda y las palabras de moda se distinguen, entre otras cosas, porque no se sabe exactamente lo que se quiere decir con ellas. Pero también, por otro motivo, ese concepto parece menos apropiado para nuestras reflexiones. En la teología y la mística de la Edad Media se distinguía entre «cogitatio», «meditatio» y «contemplatio». «Cogitatio» es el esfuerzo reflexivo sobre algo ; «meditatio» es el detenimiento ensimismado, meditabundo en un objeto o acontecimiento; y «contemplatio», la experiencia de la dimensión que lo abarca todo, es decir, la experiencia de la dimensión última de lo divino. La forma suprema del encuentro cognoscitivo amoroso no fue designada, pues, como «meditación», sino como «contemplación». Aunque la contemplación apunta a la dimensión divina, eso no significa naturalmente que queden excluidos por completo los demás seres. Al contrario, quedan siempre involucrados, porque ellos como criaturas (o efectos) de Dios preparan y posibilitan juntamente el camino para la visión de Dios. Naturalmente que la contemplación no es aún la «visio beatifica» perfecta, escatológica, pero sí es su anticipo. La contemplación, opina Tomás de Aquino, en cuyo pensamiento expuesto en la Summa Theologica (84) nos hemos basado hasta ahora, es imperfecta en esta vida en comparación con la contemplación en la mansión eterna. Pero esto no priva a la contemplación de su carácter alegre y feliz. Pues es precisamente la «sabiduría» o la «verdad» divina la que es contemplada y ésta representa la realidad beatificante, sin más, «per definitionem» ; la visión provisional es también ya algo siempre beatificante.

Si en la tradición occidental se interpreta unánimemente la contemplación como el «anticipo de la bienaventuranza eterna», no nos es lícito confundirla, sin embargo, con una satisfacción barata o con un sentimiento agradable. Los grandes místicos hablan siempre de la «noche oscura», al hablar de la contemplación. Se necesita más decisión y valentía, opina Santa Teresa de Avila, para vivir una vida realmente contemplativa que para soportar el martirio en una decisión repentina. El que ,se expone a lo divino, tiene que «abandonar» (85) todo ser, mejor dicho : can todos los seres ir más allá que ellos y exponerse al abismo de la nada, de las tinieblas, de la noche. Con frecuencia dura mucho tiempo hasta que se desvela e ilumina la nada y se da a conocer como la plenitud absoluta del ser.

84. S. Th. 2-II quaest. 180.
85. El
"abandono" no puede confundirse con la "huida del mundo"; ni G. Marcel (véase más arriba "recogimiento") ni Jesús podrían interpretarse en ese sentido desfigurando la realidad.

El misterio es fascinante y terrible a la vez; es semejante a un «abismo inundado de luz», en presencia del cual el hombre se siente presa de un sagrado escalofrío y de un «terror» trepidante.

A partir de estas reflexiones parece abrirse paso una mejor y más profunda comprensión de la escena de la cruz y de la agonía de Getsemaní : Jesús se expone aquí, por última vez, de un modo radical a la «noche tenebrosa, oscura». «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Espera de ese modo que la oscuridad de la muerte y de la nada se manifieste como el velo de la plenitud divina. Cristo muere con esa esperanza y se abandona completamente...: «A tus manos, Señor, entrego mi vida». La contemplación es una cosa seria ; sí, algo terriblemente serio y no es lícito degradarla a una «niñería». Esto es lo que nos puede enseñar el destino de Jesús. Al mismo tiempo, el destino de Jesús nos enseña también que «la noche oscura» se ilumina. «El Señor ha resucitado verdaderamente» y ha sido recibido en la plenitud de la luz divina.

Lo que hemos comentado aquí bajo las palabras «recogimiento» y «contemplación» ha encontrado su formulación poética, sinténticamente profunda, en un texto lírico, de Paul Celan :

En una ocasión,
yo le oí:
él lavó el mundo
invisiblemente, de noche
realmente.

Uno e infinito
aniquilado
yoizado. (Quiere decir que el yo recobra su propia identidad.)
Había luz. Salvación.

El poeta, el hombre, está sumido, en la noche. Se oye el chasquido de la lluvia. De repente, súbitamente, de «una vez», el espectáculo de la naturaleza se vuelve transparente, y contempla y se recoge a sí mismo y al mundo en lo único, en lo infinito, en la plenitud absoluta del misterio sin nombre. Más exactamente : El y el mundo son reorganizados conjuntamente: El mundo es lavado, purificado, santificado, reorganizado de nuevo por «él» (¿la lluvia? ¿Dios?); el yo, en su falsa absolutización es «aniquilado», pero precisamente, por eso, conducido a su propia identidad y liberado ; el yo recobra su yoicidad. El concepto «yoicidad» procede del maestro Eckhart y significa la positiva autorrealización del hombre. En su visión de recogimiento experimenta el hombre una realidad «no vista», es decir, una realidad que se capta también con los ojos cerrados : lo auténticamente «real», el «Todo». Esto se muestra en su luminosidad y resplandece en su «luz», pero sólo es accesible al hombre vigilante, al hombre «que escucha». En presencia de la realidad del «Todo» que se ilumina a sí misma, enmudece también la palabra ; sobre un balbuceo incipiente se amplía el silencio y finalmente surge una admiración feliz. «Salvación»: Abriendo los brazos redimido, el hombre se entrega y se distiende «en presencia de-».

El arte, el juego y la fiesta
como expresión del recogimiento y la contemplación

Es algo que no podemos más que apuntar aquí : junto a la autoinmersión en los acontecimientos naturales, también la actividad artística y la admiración de las obras de arte y, en la misma medida, el juego y las celebraciones festivas son posibilidades privilegiadas para la expresión del recogimiento y la contemplación.

En el arte tenemos que contar, en definitiva, con la «imaginación» y «la síntesis» de la plenitud del «Todo». En la contemplación del arte se integran dos aspectos que hemos de considerar simultáneamente : La plenitud del «Todo» se configura en algo concretamente finito, y nosotros nos imaginamos esa plenitud del «Todo» en lo concretamente finito ; la plenitud del «Todo» se sintetiza para nosotros y nosotros sintetizamos la plenitud del «Todo». Si partimos de esta teoría del arte, propuesta en forma de tesis, podría ser clarificador caer en la cuenta que la participación activa en la expresión artística y la poesía, así como la contemplación de la expresión artística y poética, nos hacen vibrar a nosotros mismos en el «Todo» y, de ese modo, nos distendemos y descansamos en la plenitud absoluta. La experiencia del sentirse distendidos y relajados presenta siempre dos caras : una fascinante, beatificante, fundante y, al mismo tiempo, otra aterradora, angustiante, abismal. Pues bien, la plenitud divina es tanto el «mysterium fascinosum» como también el «mysterium tremendum» (R. Otto). De esta duplicidad de la experiencia de Dios hemos hablado ya suficientemente en esta obra.

Lo mismo que el arte, también el juego trasciende el mundo del trabajo, de la actividad febril, del ejercicio del poder, de la preocupación inmediata de nuestra existencia. En el juego quedan superados el dominio de la «razón instrumental», el dominio del «mundo administrado» (M. Horkheimer) y la insatisfacción de los deseos que nos arrastran : todos ellos son fenómenos que, en último término, tienen sus raíces en la angustia opresora que sentimos en presencia de la nada y la muerte. El juego está más allá de la racionalidad que se ocupa de los medios y de los fines. Es algo «superfluo», un «superabundans» como dice J. Huizinga en su conocido libro «Horno ludens» (86). Cuando jugamos nos pertenecemos a nosotros mismos y nos pertenece, al mismo tiempo, todo lo que nos rodea ; vibramos juntamente con todo en la única realidad, en el «Todo». Nos encontramos durante algún tiempo, como en un «oasis» de felicidad», sustraídos al «desierto de nuestra ansia vana de felicidad y de la búsqueda tantálica». El juego nos libra de las preocupaciones constantes de la vida. Durante el juego nos sentimos un cierto tiempo liberados, despreocupados del ajetreo de la vida, como transportados a otro mundo en el que la vida parece más fácil, más llevadera, más feliz». En el juego nos entregamos —para expresarlo con una formulación religiosa— a la presencia del totalmente distinto, a la presencia de Dios: «Jugamos con el mundo y en el mundo e intentamos, a través del juego libre, corresponder al totalmente distinto». Si se pierde la libertad del juego, nos hundimos angustiados en el abismo del mundo y nos agarramos aterrados a las cosas vacías, sin contenido.., El mundo se convierte en un desierto». El mundo del juego es el mundo del misterio, el mundo de lo «metaproblemático» (G. Marcel).

(86) J. Huizinga, Horno ludens. Vom Ursprung der Kultur im Spiel. (Trad. castellana, Horno ludens, Madrid 1972).

J. Huizinga, cuyo famoso libro acabamos de citar, llama la atención sobre la profunda conexión existente entre el juego y la fiesta. En sus formas más elevadas, opina él, pertenece el juego «a la esfera de la fiesta y el culto», a la esfera sagrada. Y la celebración de las fiestas significa expresar, de un modo especial, que nuestra vida y el ser en su totalidad (a pesar de todos los sufrimientos y angustias, a pesar también de la angustia terrible de la muerte) merecen la pena. Celebrar una fiesta significa : solemnizar de una manera extraordinaria, inhabitual, por un motivo especial, la aprobación del mundo admitida de continuo y confirmada día tras día. Al afirmarse el hombre a sí mismo, a todo ser próximo a él y al ser en general, afirma, al mismo tiempo, el origen y el fin de todo ; lo cual, formulado religiosamente, significa que afirma a Dios. En la fiesta recuerda el hombre que él, yendo más allá de sus propias acciones y posibilidades, ha nacido para un sentido plenificante del ser; el peso de la vida queda eliminado en la alegría, en la danza, en el canto, en el juego. Y no sólo eso. Según la concepción de la mayor parte de las culturas, lo divino, Dios, la divinidad misma, está presente en la fiesta. Así, en el juego y en la fiesta, el hombre no sólo se conoce como jugador, sino que, a la vez, se ve también «como el que se salva jugando» ; experimenta que el fondo amoroso abarcador de su existencia juega con él un juego maravilloso.

El arte, el juego y la fiesta están ampliamente relacionados con lo interpersonal ; son impensables e irrealizables sin esa relación. Esto aparece muy claro en la fiesta más grande que celebramos los cristianos : la Pascua. En esta fiesta se celebra el triunfo sobre «el último enemigo», sobre el enemigo, principal del hombre : la victoria sobre la muerte. La aprobación del mundo alcanza aquí su punto culminante : Cada uno se alegra con los demás y les dice, lleno de gozo, que merece la pena vivir y que es bueno que existan los otros. La celebración eucarística dominical es «la acción de gracias» constantemente repetida, el «asentimiento del mundo» repetido siempre de nuevo y, por tanto, el asentimiento a Dios y a su obra redentora y salvadora. Al mismo tiempo, se hace presente en esta fiesta la realidad misma de Dios y se muestra como el «en dónde» de la comunicación de los que celebran la fiesta. La fiesta eucarística bien celebrada es un anticipo de la fiesta celeste definitiva.

Después de estas breves reflexiones, apenas resulta necesaria una fundamentación específica para demostrar que la educación desde una perspectiva cristiana significa, entre otras cosas, preferentemente, enseñar al hombre a abrirse al arte, al juego y a la fiesta (culto). En esto es donde se realiza lo que nosotros hemos designado con el nombre de «recogimiento» y «contemplación». Aquí es donde el yo, el tú (que abarca a todo lo demás), a través de una imagen de Dios, vibran en «Dios como el todo en todo y para todo en él». En todo esto es donde está presente el «Reino de Dios», fragmentariamente, como anticipo y prueba de la perfección venidera : así lo esperamos nosotros en Jesús, el resucitado.