8. Objetividad, autenticidad y disponibilidad
(Amor al prójimo)


Hasta ahora hemos considerado la existencia humana desde una perspectiva cristiana más bien en el aspecto de superación de lo negativo ; ahora vamos a fijarnos, en cambio, en la realización de lo positivo. Para esto nos vamos a servir del concepto de «objetividad» de Juan Eduardo Henstenberg ; de la exposición de Max Frisch sobre el «amor» y de la matización del «estar disponibles» de Gabriel Marcel.

La objetividad como «conspiración»

El concepto de «objetividad» ocupa un lugar central en la filosofía de H. E. Henstenberg. Ese concepto impulsa y mueve a la reflexión quizá mucho más que otras muchas palabras comúnmente utilizadas como «ser bueno», «amor», «compromiso» y otras semejantes. «Objetividad» no significa, según Henstenberg, un realismo práctico en el sentido de «hay que tomar las cosas tal como son». Significa casi lo contrario : orientarse al ser por el ser mismo ; por eso habla también Henstenberg de «la onticidad». La «forma suprema» de la objetividad o de la onticidad es el amor al tú cohumano : Objetividad significa aquí aquella actitud fundamental que se vuelve al ser por el ser y que, por decirlo de alguna manera, tiene una aspiración común con el ser y con el sentido del ser. «Conspirar» aquí es igual a una aspiración común y significa algo así como respirar conjuntamente (de con-spirarse) ; unir, por expresarlo de algún modo, el propio aliento al de las cosas en sí mismas. En la objetividad deseamos que lo que encontramos a nuestro paso llegue a ser lo que, según su proyecto de ser, tiene depositado en sí mismo, y estamos dispuestos a trabajar para ese fin. La cosa más sublime, el ser más elevado es el tú humano, que es el mediador de las otras realidades del mundo. Objetividad en su forma más auténtica y profunda es, por tanto, «la relación entre el sujeto y cosujeto, enrolados ambos en un movimiento común que llamamos «encuentro» y que no admite una «objetivación» racional (74).

(74) H. E. Hengstenberg, Sinn und Sollen, Kevelaer 1973, páginas 43 s.

La verdadera objetividad, el verdadero compromiso, opina Henstenberg, tiene que tomar en serio «la curva del ser cargada de riesgo» del otro. La curva del ser, es decir «el curriculum vitae» del tú concreto, está cargada de riesgo, porque cada hombre es «una infinitud finita», «una absolutez derivada (=deducida)», «una libertad limitada» y, por eso, se encuentra en constante cambio y nunca es algo acabado. Expuesto de otro modo: El hombre permanece abierto al futuro ; tiene siempre algo ante sí. La objetividad, cuando se orienta precisamente al otro, le deja libre en su apertura al futuro. «Lo que sale a nuestro encuentro es visto con relación al futuro y el futuro con relación a lo que sale a nuestro encuentro». La objetividad es, por tanto, prospectiva ; es «previdente» «previsora». Pero no sólo eso: es también «propulsiva», es decir, «propone». Hace propuestas concretas; guía e impulsa al otro hacia el futuro ; pero no con esquemas determinados, sino con libertad, con amplitud inimaginable. Por esa razón, el verdaderamente amante y el verdaderamente objetivo no acaba nunca con este cometido de la previsión y la proposición: tiene que seguir avanzando siempre, tiene que ser constantemente «progresivo)). Ve el tú esbozándolo creativamente ; lo contempla de un modo creador ; ve en el tú no sólo aquellos valores que han sido realizados de facto hasta el momento presente, sino que observa conjuntamente aquellos que no han sido realizados aún, pero que tienen que ser realizados individual e irrepetiblemente por este tú y en este tú (75).

(75) Véase la obra citada en la nota 74, pp. 43-45.

«No te construirás imagen alguna»

El hecho de que no podamos acabar nunca con el ser humano amado por nosotros, tiene su base y fundamento en la «indefinibilidad» del hombre, en «el misterio» que es el hombre mismo (por su participación en la plenitud del misterio). Tener una imagen «acabada» del otro significa echar fuera al amor, la objetividad. En ese caso nos hacemos una imagen del otro, le aherrojamos en ella y así, por expresarlo de alguna manera, lo estrangulamos. Este es el esquema fundamental de la poesía de Max Frisch. Este mismo autor ha tomado postura, respecto a este tema en un ensayo que lleva el título: «No te construirás imagen ninguna». El ocaso del amor significa para Frisch renunciar a la disposición de admitir cambios y más cambios en el tú : «Negamos a esa persona el derecho de cualquier ser vivo no-inteligente y, encima nos sentimos maravillados y desilusionados de que nuestra relación ya no es algo vivo. Tú no eres dice el desilusionado o la desilusionada 'lo que yo había creído'.... Lo que hace es modelarse una imagen a su capricho sin tener presente al otro. En eso consiste la falta de amor, la traición».

El poeta, previsor, pone ante sus ojos el modo sutil y latente con que suele deslizarse dentro de nosotros esta «traición», esta «atadura» y «este estrangulamiento» ; sí, el modo como suele estar casi siempre presente en nuestra vida : «.., También nosotros somos los modeladores y autores de los demás ; somos, de un modo misterioso e inevitable, responsables de la cara que presentan, responsables no de sus cualidades, pero sí del marchitamiento de esas cualidades. Sí, somos nosotros los que obstaculizamos el camino del amigo cuyo atrofiamiento nos preocupa y precisamente porque nuestra estimación de que él es ya algo rígido y yerto, es un eslabón más de la cadena que le ata y estrangula lentamente. Deseamos que cambie, ¡oh sí, le deseamos maravillas!, pero, sin embargo, no estamos dispuestos, en modo alguno, a modificar la idea que tenemos de él. Nosotros.., sólo raras veces barruntamos con cuánta frecuencia el otro... es sólo el espejo de nuestra imagen rígida y estereotipada del hombre, un engendro y una víctima nuestra».

El verdadero amor, por el contrario, opina Frisch, libera de cualquier imagen ; le brinda al amado aquella amplitud absoluta desde la que se capta él a sí mismo : «Eso es lo conmovedor, lo aventurado, lo que tiene un interés realmente palpitante : que nosotros no los fijemos definitivamente, no acabemos con los hombres a los que amamos: porque los amamos y mientras los amamos. Escuchemos sencillamente a los poetas cuando aman ; buscan afanosamente metáforas y comparaciones como si estuvieran ebrios ; se inspiran en todos los seres del universo : las flores, los animales, las nubes, las estrellas, los mares. ¿Por qué? Como el universo, como la inmensidad inagotable de Dios, ilimitado, colmado de todo lo posible, lleno de todos los misterios, así de incomprensible es el hombre al que se ama. Sólo el amor le concibe y le mantiene así.

El amor como «disponibilidad espiritual total»

Hemos dicho antes que el hombre vive de la interrelación del yo y el tú, que está constituido por la interpersonalidad. Si esa es la realidad, en cada instante de mi existencia, en cada palpitación de mi corazón está presente la objetividad, la «conspiración» con lo otro y «con la curva de su ser cargada de riesgo». Gabriel Marcel (76) habla, por eso, de «la disponibilidad total» como la forma «de amor maduro» (p. 49). El ser disponible es el ser objetivo, «que es capaz de estar totalmente conmigo cuando yo lo necesito» (p. 60). El hombre no disponible —y de ese modo trazamos la línea que lo une con el fenómeno de la absolutización— «no sólo está, en cierto modo, ocupado consigo mismo..., sino completamente lleno... de sí mismo». «En cierto modo» significa según Marcel: El objeto por el que yo me ocupo de mí mismo, «puede variar constantemente, sin límites : puede consistir en ocuparse de sí mismo, de su riqueza, de sus caprichos o aficiones, de su perfeccionamiento interior (p. 53) —y podríamos añadir: de ideas concretas, proyectos, posturas ante la vida, bienes materiales, hombres, grupos, etc. Lo decisivo no son los objetos y los temas en sí, sino el modo de enfrentarse y relacionarse con ellos. Ese modo es lo que hemos descrito antes como el fenómeno de la absolutización. Precisamente eso es lo que lleva a un enclaustramiento y a una «esclerosis» (p. 51) de la persona en sí, hasta el punto de que «ya no puede acercarse nunca a él».

(76) G. Marcel, véase la obra citada en la nota 65. Las páginas que se citan se refieren a esta edición.

El hombre no disponible se convierte, de ese modo, en un esclavo de sus propias categorías en las que él se encasilla a sí mismo y encasilla sus propias experiencias ; se convierte en un prisionero «del mundo de lo problemático» en el que se va debilitando paulatinamente la luz del misterio divino que nos sostiene. También hemos hablado ya de esto anteriormente. El hombre disponible, por el contrario, es el hombre abierto, el hombre diáfano, el hombre que se ha vuelto transparente al misterio (p. 54) ; brevemente : el «santo», entendiendo al santo como a un hombre en el que «ha echado raíces el misterio ontológico» (p. 52).

Vamos a contemplar de nuevo la figura de Jesús. De ese modo, puede esclarecerse también la importancia especial de nuestro contacto con la naturaleza, pero sobre todo la dimensión escatológica del amor.

«Contemplad los lirios del campo»

Toda la vida de Jesús es objetividad, amor, disponibilidad. Pero aquí sólo podemos comentar los rasgos más importantes de su actitud fundamental. Comencemos por la objetividad de Jesús para con la naturaleza. Tras las parábolas existe —más oculta que manifiesta— la posibilidad de fundirse y sumergirse de tal modo en los procesos y cosas de la naturaleza, que comiencen a hablar y transparenten dimensiones insospechadas ; incluso la dimensión última, la dimensión divina misma. Con su mirada amorosa y objetiva arrastra Jesús a la naturaleza a su auténtica determinación: a saber, a servir de comparación y expresión de lo incomprensible. En el fondo, el amor franciscano a la naturaleza, revalorizado de nuevo en nuestros días, es un desarrollo y una ampliación de esa «conspiración» de Jesús con la naturaleza. Contemplamos la mirada delicada, fina, de Jesús, unida a un amor sorprendente a las cosas más pequeñas e insignificantes : un grano de mostaza o un grano de trigo se nos presenta a nuestros ojos como una fotografía ampliada, hasta el punto de que en esta realidad tan diminuta queda recogida toda criatura en su fascinante belleza y, al mismo tiempo, en su estremecedora amplitud : M. Heidegger, a mi modo de ver, ha pensado «esa síntesis» en su célebre expresión «la cosa»: «La cosa tiene cohesión» (Das Ding dingt) ; es decir, la cosa «recoge», «reúne» ; pues «Ding», cosa, viene de la antigua lengua alemana culta «thing» = reunión, asamblea. ¿Qué cohesiona o reúne la cosa? —Heidegger lo aclara sirviéndose de la imagen de un jarrón—. Reúne a estos cuatro elementos entre sí : la tierra y el cielo, los seres mortales y los divinos». Empleando nuestra terminología podríamos decir : Reúne en el «Todo» el yo, el tú (juntamente con la naturaleza y la cultura) y la imagen de Dios. Esta visión unificante de las cosas de la naturaleza (y la cultura), no es, pues, sólo fruto de siglos posteriores a la venida de Cristo, sino que se encuentra ya en germen en Jesús.

Esto aparece especialmente claro si pensamos en la frecuencia con que habla Jesús de la hierba que se encuentra por todas partes en su camino, de las ovejas que están presentes en todos los sitios, de los pájaros o gorriones que encuentra constantemente en sus viajes : De repente, se los despoja de la «usual» y se vuelven amables e increíblemente bellos. Esto vale especialmente para la contemplación de las flores del campo (Mt 6, 28). Aquí logra la visión unificante de Jesús su punto más alto. Con esto comentamos, al mismo tiempo, lo que hoy se entiende con la palabra «identidad» : «lo que es hermoso y amable en sí mismo es también lo idéntico consigo mismo». El místico Angel Silesius ha recogido esta experiencia no en una flor cualquiera, pero sí en la rosa y nos la ha comunicado en estos célebres versos:

La rosa existe sin un porqué
florece, porque florece
no se fija en sí misma
ni pregunta si se la ve.

En el florecer la flor es idéntica consigo misma, pues el florecer es, al mismo tiempo, su facticidad y su sentido. Sin una fisura avanza la flor hacia el esplendor de su forma. No tiene que realizar una reflexión sobre el sentido y la confirmación de su existencia ; es una sola cosa consigo misma y, por eso, no tiene problemas : Está justificada por el hecho mismo de ser. El hombre, en cambio, es problemático, porque, por la alienación, está separado de su auténtico y propio ser. Anhela la ausencia de problemas, para que su vida sea plena y esté cargada de sentido. Cuando Jesús nos anima a vivir como las flores, nos encontramos con una promesa escatológica y una exigencia profética. Seremos alguna vez tan incuestionablemente felices como las flores y podemos, anticipando la perfección definitiva, experimentar esto ya fragmentariamente ahora, entre otras cosas, cuando «contemplamos» las flores, los lirios o las rosas. El hombre, observa M. Heidegger refiriéndose a los versos de Angel Silesius, existe «en el fondo más escondido de su ser verdaderamente, sólo... cuando, a su manera, existe como la rosa, sin un porqué». La rosa y, así lo esperamos para el futuro también el hombre, pueden aparecer sólo en esa ausencia total de problemática, en la medida en que se transparente en ellos algo que no tiene fondo, es decir, en la medida en que exista a partir de ,sí misma en el ser, sentido y espíritu, a la que podemos llamar también «Dios». Jesús quiere despertar en los hombres esta «visión unificante» que capacita para la esperanza y, al mismo tiempo, representa su expresión. Con la idea de «una visión unificante» hemos aludido ya a lo que vamos después a referirnos más expresamente con las expresiones «recogimiento» y «contemplación» ; . pero todavía hemos de permanecer un poco ante la figura de Jesús.

La dimensión escatológica del amor

Lo mismo que con la naturaleza, «conspira» Jesús con los hombres y sus diversas ocupaciones diarias (cocer pan, pescar, sembrar, cosechar, apacentar un rebaño, etc.) y suscita en ellas la dimensión divina que todo lo abarca... Esto se manifiesta especialmente en el trato con los niños ; su humildad y su juego, dos actitudes en las que la cavilación y el esfuerzo por lo puramente utilitario queda siempre en segundo plano, son para él imagen y anticipo de la gloria venidera (Mt 18, 1-5; 19, 13-15). Igualmente aprecia Jesús la convivencia con los adultos en las fiestas y banquetes hasta el punto de que los moralistas, fuertemente representados ya en aquel tiempo, le reprochan ser «un comilón» y «un bebedor» (Le 7, 34). No parece casual que Jesús presente estrechamente relacionados el juego de los niños y los banquetes como superación de la rigidez de la ley (Mt 11, 25-27). Cuando celebra una fiesta y come con las meretrices, los pecadores y publicanos, «no es sólo una expresión de ,su extraordinaria humanidad, de su magnanimidad social y de su compasión por los despreciados» ; más bien estas fiestas significan para él «una celebración anticipada del banquete salvífico de los últimos tiempos» (Mt 8, 11 par) en la que se representa la comunidad de los santos (Me 2, 19).

También las curaciones y «los milagros» —de cualquier clase que sean— llevan este rasgo fundamental escatológico. Allí donde aparece Jesús, comunica el «Todo», la armonía del yo, el tú (juntamente con la naturaleza y la cultura) y una imagen de Dios. Lo decisivo no es tanto la curación milagrosa aislada en sí, lo verdaderamente decisivo es únicamente que los hombres, por el compromiso suscitado por la «conspiración» de Jesús, experimenten la «paz» o la armonía del «Todo» y «crean», es decir, consideren como amable, estimen, valoren este «Todo» como lo únicamente verdadero y se vean libres, de ese modo, de la rigidez de toda situación moral y trágica. Así en las narraciones de curaciones se pone de relieve una y otra vez la «fe» y el «perdón de los pecados». Y al final no dicen los espectadores: Este es un médico, un psicoterapeuta, o un extraordinairo realizador de prodigios, un taumaturgo. Más bien, se sienten sumidos en un sagrado temor y en una fascinación religiosa : «se admiran» y «están fuera de Sí»; pues el misterio divino se ha derramado como el aterrador y fascinante «todo en todo y para todo».

Jesús no fuerza, en modo alguno, a los hombres a que le amen ; eso sería destruir el «Todo». Lucha por los hombres y siente un escalofrío cuando ellos no se abren (cfr. por ejemplo, Le 13, 34 s). No los aprisiona en una imagen, sino que intenta liberarlos de las imágenes fabricadas por ellos mismos. Esto mismo es lo que manifiesta también su palabra con frecuencia estremecedora, «provocativa» y tajante frente a los fariseos ; es, en definitiva, una palabra de amor, «una palabra alentadora», atractiva. Cuando Jesús designa su yugo como suave (Mt 11, 30), significa que no quiere imponer nuevas leyes, ideas o normas en las que los hombres queden apresados y se opriman a sí mismos y a los demás. Su invitación y su llamada es: estar abiertos a todo, es decir, al «Todo». La seriedad radical de esta actitud fundamental de Jesús la manifiesta él mismo ante su muerte injusta : ningún rasgo de amargura, ningún reproche, ningún endurecimiento marca su comportamiento ; permanece disponible hasta el fin y esto le hace disponible para todos los tiempos.

Vamos a acabar estas escasas referencias a la vida de Jesús poniendo de relieve, una vez más, la característica decisiva del amor de Jesús a la naturaleza y al prójimo, o sea su dimensión escatológica : El amor de Jesús es la radical «pro-existencia», existencia en favor de ; es decir, es un estar dispuesto para el «Todo» y, por eso, al mismo tiempo, su anticipación. Si nuestro amor quiere ser cristiano, tiene que llevar necesariamente este rasgo fundamental escatológico : el amor no excluye, sino que se dirige a todo ; no sólo lo tiene presente, sino que lo «contempla», es decir, suscita en ello, en cuanto es posible, la perfección y lo conduce incluso a la perfección completa.

Apenas necesitamos mencionar que la educación en sentido cristiano significa la introducción a la «disponibilidad», «al amor generoso» y a la «objetividad» prospectiva y propulsiva : aquella misma actitud dinámico-escatológica que constituye la vida de Jesús.