6. Vivir en el Espíritu


Hemos considerado el acontecimiento que es Cristo, preferentemente bajo la fórmula «todo y en todas las cosas Cristo». También pueden proponerse como títulos que posibilitan una reflexión otras frases o citas del Nuevo Testamento (por ejemplo: «la nueva creación», «vestir a Cristo», «seguir a Cristo», «la fe», «ser justificados», «ser redimidos», «escuchar y cumplir la palabra», «alcanzar la vida verdadera», entre muchos otros) en los que, consiguientemente, se destacaría otro, aspecto distinto, según el título elegido. Entre estas expresiones destaca una con tal fuerza que nos resulta imposible prescindir de ella, por muy esquemático que sea nuestro comentario. Esa expresión es: «vivir en el Espíritu». Hay que valorar como positivo, sin duda, que la dimensión pneumatológica, después de un tratamiento despreocupado y raquítico en la historia de la teología, recupere hoy su auténtica fuerza y dignidad. Intentamos reforzar esta evolución positiva con las reflexiones siguientes, que consideramos ciertamente fragmentarias, sobre la comprensión bíblica del Espíritu.

El Espíritu como «contextura» entre el yo,
el tú y Dios (63).

El pensamiento hebreo es un pensamiento sintético y esquemático. No analiza, sino que cuenta, narra y poetiza cuando considera y contempla al hombre, a la naturaleza y a Dios (Yahvé) en su mutua relación y conexión. Esto se puede apreciar de un modo extraordinariamente claro en la palabra «ruaj» que en griego se traduce con la palabra «pneuma» y en español con la palabra «espíritu».

(63) La interpretación del espíritu como contextura me la han inspirado las ideas de M. Heidegger que habla del "juego del espejo" o de lo "insignificante" en donde quedan integrados y cohesionados "el cielo, la tierra, los seres mortales y los divinos"; la contextura une y separa al mismo tiempo lo que une, manteniendo la propia peculiaridad de cada cosa.

El «ruaj» es, en primer lugar, el fenómeno natural del viento: el aire movido con mayor o menor intensidad. El ruaj sopla sobre las aguas (Gen 1, 2), los árboles se estremecen ante él, se experimenta una cierta satisfacción «con el ruaj del día» al sentirlo como brisa fresca y vivificante (Gen 3, 8); en la tradición jahvista (una de las fuentes principales de los cinco libros de Moisés) se presenta al «ruaj» especialmente como fuerza que efectúa el cambio: acarrea las langostas, seca el mar Rojo, envía codornices y realiza otras muchas funciones.

Pero. el hebreo no puede concebir este fenómeno como un instrumento de Dios y, por consiguiente, como algo que transparenta la dimensión divina; es más: la conexión entre Dios y el viento es tan íntima que se le designa y se le siente a Dios mismo como viento, como ruaj. Por eso comprendemos que se hable una y otra vez del «ruaj de Yahvé». Yahvé es el ruaj y envía su ruaj o se manifiesta a sí mismo como ruaj. Cuando el hebreo designa a Yahvé como ruaj, quiere indicar con ello, sobre todo, su poder. Pero, ¿en qué consiste ese poder? Consiste y se manifiesta en la creación y en la nueva creación : «Si contuviera su ruaj y retirase su aliento, toda carne (=todo ser viviente) se convertiría en polvo, expiraría incluso el hombre» le dice el amigo Elihu al paciente y desesperado Yob (34, 14 s). Más conocido es aún el pasaje del salmo 104 donde se dice : «Les retiras tu ruaj y se convierten en polvo (las criaturas) ; envías tu ruaj, y los creas y repueblas la faz de la tierra» (Sal 104, 29 ss).

Antes de que analicemos más minuciosamente esta creación y esta nueva creación divina, hay que considerar al hombre como ruaj. El ruaj, referido a los hombres, significa prevalentemente la respiración (esto vale naturalmente también para los animales) ; el aliento es la expresión de la vida y no puede —esto es específicamente hebreo— separarse del aire que nos rodea, necesario para vivir, ni del dador último del aliento y de la vida : Yahvé. Como el ruaj es fundamentalmente un elemento del Todopoderoso, es decir, del que nos da la vida, resulta que cuando se habla del hombre como ruaj o de su ruaj, se le está considerando en el conjunto de sus cualidades, en sus talentos y actitudes, en su plenitud total. Correspondientemente a este significado fundamental antropológico, el ruaj puede relacionarse íntimamente con el «ánimo» o con «el talante». Cuando se dice de la reina de Saba que ya no tenía ruaj (1 Re 10, 5) se quiere decir que se paró su respiración, perdió el sentido y se desplomó : Donde falta el ruaj, surge la impotencia, aparece la ruina. Un hombre con «ruaj corto» es asmático y excitado ; un hombre con «gran ruaj» es magnánimo y paciente ; un hombre con «ruaj duro» es tenaz e inflexible ; un hombre con un «poderoso ruaj» es soberbio y petulante. Resulta fascinante, en una concepción de este tipo, ver la interna conexión que se establece entre la actitud exterior natural del hombre y su postura y disposición interna, y cómo ambas son contempladas a la luz del ruaj de Yahvé que crea y recrea de nuevo las cosas. Y después de este esbozo antropológico, volvemos de nuevo a la reflexión global.

Si se retira el ruaj de Yahvé surge el fracaso, la ruina, y ello en todas las dimensiones de la vida humana (y también de la vida no humana), empezando por los átomos químicos, y siguiendo por lo biológico y psicológico para remontarse a lo social y espiritual. Esta distinción consciente de las diversas dimensiones es ajena, sin embargo, al hombre hebreo. El hebreo. sólo conoce la unidad del hombre y cuando lo examina y lo contempla, lo hace siempre como totalidad aunque considerando un determinado aspecto,: como, caduco (basar=carne), como necesitado (nefesch = garganta), como dotado de razón, es decir, abierto a la totalidad (leb = corazón) y también como poderoso (ruaj=viento). La composición de alma (inmortal) y cuerpo (mortal) en el sentido greco-platónico, es, por tanto, completamente ajena a la mentalidad bíblica. Este esquema mental se introdujo en la teología sólo con la realización de la gran síntesis del pensamiento griego y el cristianismo, que empezó ya en los primeros siglos después de Cristo y que encontró su momento culminante en las fórmulas conciliares de los siglos tercero al quinto, corno también en Agustín y Tomás de Aquino. Es preciso, por tanto, hacer una crítica seria y profunda de este esquema en relación con el pensamiento global bíblico y apreciarlo en su auténtica condicionalidad. Sin embargo, no es este el lugar apropiado para profundizar en el tema.

Como el hebreo contempla al hombre en su unidad, la comunicación del ruaj de Yahvé significa para él hacer surgir a la vida al hombre en todos sus aspectos. Cuanto más intensamente se comunica el espíritu de Dios (o Dios como espíritu) —cosas que no pueden separarse según la mentalidad hebrea— tanto más poderoso, tanto más provisto de vida, tanto más libre e independiente se hace el hombre, tanto más llega a su plena autenticidad y pecularidad ; más escuetamente : tanto más se convierte en auténtico hombre. Si intentáramos formularlo, teniendo como transfondo nuestras reflexiones filosóficas, podríamos decir: Cuanto más se comunica Dios como espíritu, tanto mejor puede corresponder el hombre a su determinación fundamental ; es decir, tanto más se hace un yo libre con todo lo demás, que entonces se convierte definitivamente en un tú ; y tanto más fácilmente puede situarse en la dimensión absoluta del misterio (Dios) y aceptarse a sí mismo a partir de ella. Esto se puede sintetizar en una fórmula muy breve : Cuanto más se comunica Dios al hombre en cuanto Espíritu, tanto «más espiritual» se hace el hombre.

Hemos colocado intencionadamente la palabra «espiritual» entre comillas para indicar que nuestra traducción de la palabra ruaj (o la griega «pneuma») puede conducir al equívoco, si la identificamos con «espíritu». Si entendemos el concepto «espíritu» en el sentido moderno, la palabra hebrea más apropiada sería «leb», que nosotros traducimos corrientemente por corazón. La palabra «leb» significa el centro del hombre, que es una realidad insondable y abierta al infinito, pero que precisamente por eso, puede percibir la totalidad de las cosas en su interna correlación y, en consecuencia, de un modo especial, la totalidad de Dios mismo; es decir, designa al hombre como dotado de razón, como ser que capta o comprende las cosas o (en la terminología bíblica) como «sabio». Para descubrir lo que se quiere decir, en definitiva, con la palabra «ruaj», parece que resultará significativo aplicarnos a nosotros la imagen de la naturaleza del viento: ruaj : que expresa y trae la vida, el poder necesario para la vida, poder que cohesiona a Dios, al hombre, al prójimo y a la naturaleza. El ruaj es «la contextura» que lo une todo entre sí, pero que, al mismo tiempo, conserva la propia individualidad de cada ser. Es el «lazo» entre el creador y la criatura y entre las criaturas entre sí ; el ruaj es la conexión que existe entre todo. Hay que resaltar, naturalmente, que esta «conexión», este «lazo» entre Dios, el hombre, el prójimo y la naturaleza misma (que abarca también a la cultura) es colocado y mantenido, a su vez, por Dios.

Sin embargo, de ese modo, resulta plenamente patente que lo que denominábamos hasta ahora «Dios todo en todo y para todo en él», lo podemos designar también como «Espíritu» (ruaj-pneuma): en el Espíritu encuentran el yo (ser humano), el tú (naturaleza y cultura) y Dios (que se nos comunica siempre a través de una imagen concreta de sí mismo) su verdadera unidad (64). «Espiritualidad», «estar llenos del Espíritu» o «vivir en el Espíritu» significa según eso: vibrar en la armonía del «Todo», estar «en el cielo» o en «el Reino de Dios», experimentar «la vida real o eterna». El que está captado por el Espíritu, está asumido por el «Todo» ; está liberado de la ruina presente que nos amenaza siempre y reintegrado en la última «unidad transcendente» ; cae, como lo expresa Tillich, en el éxtasis ; lo cual, formulado bíblicamente, significa : Ese hombre, yendo más allá de sí mismo, está en «paz» con todo. La palabra «schalom» (= paz) parece tener exactamente ese significado universal, ya que lo comprende «todo» y lo abarca «todo». De la salvación de la ruina y de la «paz» que se consigue con la salvación, vamos a tratar ahora todavía más expresamente, cuando consideremos en el apartado siguiente los conceptos paulinos de «carne» y «espíritu» y concentremos nuestra mirada en Jesucristo para interpretar la fórmula : Cristo es «el Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45).

(64) Es conveniente mencionar las dimensiones decisivas de la interpretación del espíritu según el Antiguo Testamento que no se habían tenido presentes hasta ahora. En este sentido, puede ser interesante la imagen del viento como punto de orientación.

  1. El espíritu es fuerte en su debilidad y débil en su fortaleza. Parece interesante que se presente al poder, entendido rectamente, como viento. En el fondo sería un error presentar el poder como un macizo montañoso o como un castillo de muros infranqueables. El poder como poder masivo es destructor; el poder como poder inherente al viento es vivificante. (Desde esta perspectiva se comprende la exposición de S. Pablo sobre la debilidad que constituye la auténtica fuerza).

  2. El espíritu es incomprensible, pero, sin embargo, no puede negarse. Es la condición de la existencia, pero de tal modo que podemos negarlo. Es tan poderoso que no existe ciertamente una necesidad física de notarlo, pero sí una obligación moral. La tentación de negarlo, es la tentación de negar nuestra propia base y consistencia, una tentación que sólo es posible por la misma fuerza del Espíritu.

  3. El Espíritu como misterio. Es fascinante y terrible al mismo tiempo. Esto es válido para el hombre y para Dios en cuanto espíritu y también para el viento : es una brisa refrescante, un soplo vivificante y a la vez, una tormenta devastadora, un rugido estremecedor.

La «carne» y el «Espíritu» en Pablo

En su testamento espiritual, la carta a los Romanos, describe Pablo en primer lugar, al hombre «bajo el pecado». Pero, ¿qué significa «pecado»? Es el poder que aprisiona al hombre, pero que, al mismo tiempo, es alimentado por él, el poder de la ruina y la decadencia, el poder de la lejanía. El «pecado» es, pues, siempre algo trágico y moral, al mismo tiempo, puesto que consiste en definitiva en la absolutización de lo finito, en la absolutización del hombre y/o de las cosas que le rodean. Ahora bien, cuando lo finito se eleva a la categoría de absoluto, amenaza como un poder enemigo y destructor : No se puede soportar entonces uno a sí mismo, ni naturalmente a los otros, ya que no piensan más que hacerle mal, y en general, se siente todo como vacío, sin sentido, «estúpido». La consecuencia es que se encierra uno en sí mismo, que levanta en torno a sí murallas cada vez más infranqueables y hace que todo se mueva y gire conforme a sus propias ideas.

Este constante girar en torno a sí mismo y el obligar a que todo gire en torno a uno mismo puede manifestarse en un esfuerzo desproporcionado v frenético por las cosas, las ideas, las propias perfecciones y los hombres, que ya no interesan por sí mismos, sino que sólo son tenidos en cuenta en relación con la propia amenaza o en relación con la utilidad que cada uno puede proporcionar. Esto puede manifestarse en la opresión latente o declarada y, en el caso, más extremo, como exterminio y aniquilación del otro. Si el hombre actúa así, cae entonces en una fatídica lejanía que le enfrenta a sí mismo; al mismo tiempo, se le oscurece el mundo, más concretamente, los seres que le rodean (el prójimo, la cultura, la naturaleza) como también y sobre todo, el horizonte en el que ellos se le manifiestan. Frente a esta lejanía y oscurecimiento amenazadores no queda impedido ni suprimido, sin embargo, en modo alguno, ese constante girar de las cosas en torno a él mismo; al contrario, cada vez se vuelve más fuerte y más frenético. Con lo cual aumenta también, a su vez, la amenaza, la lejanía y el entenebrecimiento ; en una palabra : El círculo demoníaco es perfecto.

El (pecado» como un poder previamente existente y fomentado al mismo tiempo por cada hombre particular (por sus actos libres), es algo ineludible, algo insuprimible. El pecado es, sólo basta que lo pensemos con suficiente profundidad, el poder de la muerte, mejor dicho: el poder que conduce a la muerte. Pues el pecado impulsa al hombre más y más a la aniquilación, a la aniquilación de sí mismo y de sus semejantes. Puesto que al comienzo de la tercera parte del libro vamos a analizar más expresamente el fenómeno del «pecado», basten ahora las observaciones apuntadas. Queda, pues, claro lo siguiente : «pecado» es, según Pablo, el desprecio del «Todo», impuesto e impulsado además libremente por el hombre ; es decir: esa actitud querida y acariciada libremente de 'no valorar debidamente' «al Todo» ; es el rechazo trágico y moral del «Dios que es todo en todo y para todo en él».

Esta situación de condenación, en la que se ve inmerso cada hombre, es designada también por Pablo con la palabra «sarx» = «carne»; pero no como si él tuviese presente únicamente una parte o un momento determinado del hombre ; Pablo comprende con la palabra «carne» —que es típicamente hebrea— al único hombre, a cada hombre en particular, bajo un aspecto determinado; en este caso bajo el aspecto de caducidad y de ruina o decadencia. El hombre «sárquico» = «carnal», es el hombre no redimido, el hombre que vive en la lejanía y la oscuridad. Bajo la palabra «carne», cabe imaginar en este texto, entre otras cosas, a un apestado, cuyo cuerpo hiede ya insoportablemente y empieza a pudrirse. «Carne» es el hombre que se desintegra, se deshace y se convierte en nada. Es verdad que Pablo usa también la palabra «carne» con un sentido diferente para designar a todo ser vivo (el hombre, los animales, las plantas) ; pero en su mentalidad típicamente teológica comprende con esa palabra al hombre en el pecado, es decir, al hombre caduco, ruinoso, y además en todas sus dimensiones, comenzando por lo bioquímico y pasando por lo psíquico y social hasta llegar a lo moral-espiritual.

Jesucristo como «Espíritu vivificante»

Por su propia fuerza no puede librarse el hombre de su situación de condenación, de «carne» y de «pecado». Sólo cuando se comunica el Espíritu como el «en donde» de todo, se resquebraja y rompe el círculo demoníaco. Esto ha acontecido de un modo definitivo y válido para siempre —tal es la convicción cristiana— en la figura de Cristo, y por esa razón le veneramos como nuestro Cristo.

En El se ha derramado el Espíritu de un modo insuperable, irrepetible. En muchos hombres privilegiados, agraciados, ha establecido él «su morada». La inhabitación del Espíritu es, sin embargo, tan intensa que le permite afirmar a Pablo : Cristo no sólo está lleno del Espíritu, sino que incluso es idéntico a El: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3, 17); como «segundo Adán» es El «el Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45). En El se ha realizado de un modo radical aquella armonía del «Todo» a la que se puede designar como el motivo originario, como la raíz de la experiencia del «Todo». Cuando decimos, por tanto, que en Jesús ha irrumpido el «Todo» o que Jesús es el «Espíritu», en el fondo confesamos una misma y única realidad : la comunicación definitiva del misterio inefable en la historia.

Si esto es así, podría aparecer también entonces como inmediatamente evidente que la «vida en el Espíritu)) es, al mismo tiempo, el «estar en Cristo». Lo cual significa: ser sacado de la lejanía, la ruina y el desmoronamiento y ser introducido en la autenticidad de la verdadera vida. Significa «creer», pero entendiendo la palabra «creer» como 'tener por estimable el «Todo», como tener por valioso y amable a «Dios que es todo en todo para todo en él». Significa «libertad», es decir, hacer saltar en añicos todas las barreras e impedimentos que frustran la interrelación del yo, el tú y Dios ; y significa «la vida verdadera, auténtica». Naturalmente, hay que recalcar que la «vida en el Espíritu», como vida perfecta y real que es, no se le ha dado aún al hombre de un modo total y definitivo. También después de Cristo siguen poniendo su marca sobre la vida del hombre, la muerte, la miseria, el sufrimiento y la caducidad. La irrupción del Reino, la venida del Espíritu, la comunión y la llegada del «Todo» ha acaecido ya « en principio» ciertamente en Jesucristo, la victoria ya ha tenido lugar ; pero el «desfile triunfal (=parusía) no ha llegado aún. Por eso, el cristiano, aunque sabe que en principio está inmerso en Jesucristo que es el Espíritu vivificante, tiene que esforzarse «en seguir sus huellas» (Gal 5, 25). Permanecer tras las huellas del Espíritu, nos dice H. Schlier, significa decidirse por una permanente lucha contra la carne, es decir, contra la existencia egoísta ; decidirse por el Espíritu, después que El y Cristo en El se han convertido en el horizonte y en la fuerza determinante de nuestra vida». Para concluir sólo podemos hacer referencia a que el pensamiento paulino sobre «la carne» y el «Espíritu» se continúa en Juan, el cual en el concepto «carne» incluye también al «mundo» (precisamente como mundo idolatrado); este modo de pensar se vislumbra también naturalmente en Pablo.

En vez de un resumen, nos vamos a permitir citar aquí el conocido texto de la carta a los Gálatas en el que Pablo expresa las ideas más importantes sobre la «carne» y «el Espíritu».

"A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad ; solamente que esa libertad no dé pie a los bajos instintos. Al contrario, que el amor os tenga al servicio de los demás, porque la Ley entera queda cumplida con un solo mandamiento, el de «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Cuidado que si os seguís mordiendo y devorando unos a otros, os vais a destrozar mutuamente. Quiero decir (con lo que os acabo de indicar) : proceded guiados por el Espíritu y nunca cederéis a los deseos rastreros. Mirad, los objetivos de los bajos instintos son opuestos a los del Espíritu y los del Espíritu opuestos a los bajos instintos, porque los dos están en conflicto. Resultado: que no podéis hacer lo que quisierais. En cambio, si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis sometidos a la Ley. Las acciones que proceden de los bajos instintos son conocidas : lujuria, inmoralidad, libertinaje, idolatría, magia, enemistades, discordia, rivalidad, arrebatos de ira, egoísmos, partidismos, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y yo os prevengo, como ya os previne, que los que se dan a eso no heredarán el Reino de Dios (a saber: Dios todo en todo, el «Todo»).

En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí. Contra esto no hay ley que valga. Los que son del Mesías han crucificado sus bajos instintos con sus pasiones y deseos» (Gal 5, 13-24).

Este texto no debe interpretarse sólo como un resumen de esta segunda parte del libro; puede servir, al mismo tiempo, como preámbulo de la tercera parte, ya que en ella vamos a tratar de un modo más detallado lo que engloba la «crucifixión de la carne» y sus «concupiscencias» así como el «amor al prójimo» que constituye lo más decisivo de una existencia verdaderamente humana ; veremos finalmente, cómo todo esto, a saber, «la crucifixión» y «el amor al prójimo» sólo es posible si estamos impregnados de confianza en Dios que es «todo en todo». De la interpretación de estos conceptos básicos derivaremos inmediatamente los cometidos fundamentales de una educación vivida con plena responsabilidad cristiana.