3. La referencia al misterio (Dios)


Dios como misterio

Puede resultar extraño que entre las demás reflexiones filosóficas propongamos como la tercera y decisiva determinación del hombre «la referencia al misterio divino». Ahora bien, mientras que los hombres vivan y piensen, seguirá siendo Dios no ,sólo un tema de la religión y la teología, sino también de la filosofía. Es claro que en la filosofía se emplea menos el nombre de «Dios» ; pero toda reflexión seria y profunda, a no ser que previamente se le pongan unos límites, topa con una realidad última, incondicionada, absoluta, con algo que lo abarca todo, bien se la designe como «la idea de lo bello» (Platón), como «el motor inmóvil» (Aristóteles), como el auténtico Ser que existe por sí mismo y en sí mismo (Santo Tomás), como «la sustancia universal» (Spinoza), como «el Espíritu Absoluto» (Hegel) o se le dé otro nombre cualquiera. Así se suscita la cuestión que se oye con frecuencia : ¿No es éste el Dios de los filósofos que, en el fondo, apenas tiene nada que ver con el auténtico Dios vivo, con el Dios que se revela en la historia, con el «Dios de los Padres»? Para disipar este temor, que tiene su origen en Blas Pascal, podemos afirmar lo siguiente: Sólo existe un Absoluto. Admitir dos absolutos (uno filosófico y otro religioso) sería una contradicción evidente. El Absoluto es por definición siempre uno solo ; de lo contrario, no sería absoluto, sino relativo. Y precisamente a este Absoluto es al que intenta acercarse el hombre : unas veces de un modo más bien discursivo y otras de un modo suplicante y contemplativo. Por eso, unas veces le designa respondiendo precisamente a una reflexión anterior previa, con el nombre mencionado más arriba («la idea del Bien»... «el Espíritu absoluto») y otras veces, basado en revelaciones concretas, como «Dios y Señor», coma «aquel que ha sacado a Israel de Egipto», como quien «ha resucitado a Jesús de entre los muertos», etc. Pero es un solo y el mismo aquél al que se orienta nuestro pensamiento y nuestra oración contemplativa.

A esta realidad la designamos con el nombre de «misterio» (29). En el fondo no hay más que un misterio. Y misterio no significa problema. Problemas hay muchos. Los problemas, más pronto o más tarde, pueden solucionarse. El misterio, en cambio, es insoluble ; si no, no sería misterio. Cuando de alguna manera se manifiesta y se revela, se presenta, al mismo tiempo, como aquello que va más allá de lo revelado ; como algo que está sólo presente en la substracción y el ocultamiento. En presencia del misterio no queda otra solución que cerrar los ojos y la boca (misterio es la traducción de Mysterium. Y mysterium procede de la palabra «myein» que significa «cerrar», cerrar los ojos y la boca). El misterio es una magnitud de la que no podemos disponer, un horizonte que se nos escapa, un abismo sin fondo, lo incomprensible, algo ante lo que se siente vértigo y los pies no pisan ya tierra segura. Es la última dimensión ; la dimensión que todo lo abarca, que escapa a cualquier posible intento de ser comprendida por una realidad finita ; sí, se evade, se esfuma ; y tiene que esfumarse necesariamente por su propia grandeza. Por eso, el hombre empieza a tartamudear cuando intenta hablar sobre el misterio ; busca siempre nuevos nombres y nuevos conceptos, pero sabiendo que cualquier nombre que en-

(29) Misterio no es, por tanto, lo provisional que puede ser eliminado y existir también de otra manera, sino la autenticidad que distingue siempre y necesariamente a Dios (y a partir de él también a nosotros). Y esto es válido hasta tal punto que la visión inmediata de Dios que nos está prometida como nuestra perfección y plenitud, es la inmediatez de la inasequibilidad, a saber, la desaparición de la apariencia de que sólo es una cuestión transitoria el que nosotros no hayamos llegado aún por completo al fondo". K. Rahner, obra citada en nota 1, p. 216.

cuentre no es el nombre auténtico ; sabiendo que cada concepto representa el esfuerzo, paradójico en sí mismo, de comprender lo incomprensible. Por esta razón, cuando más adelante hablemos del «misterio», del «sagrado misterio», del «misterio divino», del «Absoluto», del «Infinito», de «lo Incondicionado», «de lo que no tiene orillas», de «lo ilimitado», «de la realidad ,sin nombre», «de aquello de lo que no podemos disponer», «del Ser absoluto», «del hacia dónde de la trascendencia», etc..., no hay que olvidar que se trata de nombres y conceptos intercambiables que intentan aproximarse al verdadero nombre, que en el lenguaje religioso suele conocerse con el nombre de «Dios», aunque con frecuencia se abusa del significado de la palabra y muchas veces se la usa indebidamente. No quiere decir que estos conceptos puedan sustituirse válidamente con el nommbre de «Dios ; más bien, deben servirle al hombre actual como claves que le ayuden a él y a los demás a abrir de nuevo la puerta cerrada que le permita un atisbo de la realidad sacrosanta de Dios (30).

La imagen de Dios

A la pregunta sobre dónde podemos encontrar nosotros aquel Absoluto, aquel último misterio, que en el lenguaje religioso suele conocerse con el nombre de Dios, no, podemos darle más que una respuesta: en lo finitamente condicionado. Lo infinitamente incondicionado sólo puede hacérsenos presente a través de representaciones, palabras, frases, cosas, acontecimientos y hombres concretos. ¿De qué otra manera podríamos nosotros, que vivimos en lo finitamente condicionado, captar lo incondicionadamente infinito? Lo finitamente concreto, en lo que y a través de lo que se nos hace presente lo absolutamente infinito, es lo que llamamos «la imagen de Dios» : en ella se representa lo Absoluto para nosotros.

(30) Por eso se debe hablar de lo incondicionado. No porque haya que considerarlo como un concepto de respuesta, sino porque es la llave que nos sirve para abrir las puertas cerradas de lo más santo de Dios a nosotros y a los demás, para después poder desprenderse y prescindir de las llaves.

Bajo «la imagen de Dios» entendemos, pues, no sólo una representación conceptual de Dios (naturalmente también esto, pues nuestras ideas y representaciones son modelos finitamente condicionados) ; «la imagen de Dios» significa también todos los objetos, las personas y acontecimientos en los que el hombre llega a vislumbrar, a sentir o percibir el misterio absoluto.

En una breve narración que lleva como título «Die Hundeblume» (diente de león) nos cuenta el poeta Wolfgang Bochert cómo se convirtió para él una flor sencilla, un diente de león, en una «imagen de Dios». Un joven de veintiún años, con el que se identifica profundamente el poeta, cumple una condena en la cárcel durante la guerra, porque durante el servicio militar había pretendido librarse de las complicaciones del frente autolesionándose en la mano. La soledad, el frío interior y exterior, la angustia y el aburrido e insensato circular «en los ratos de descanso» por el patio de la cárcel, caracterizan su situación. De repente descubre en el patio pedregoso un diente de león, una florecilla vulgar y corriente. Esta flor se convierte para él en el compendio de toda dicha, de toda felicidad ; en ella se concentra todo el sentido de su vida y toda su ilusión se reduce, desde ese momento, a poder coger esa flor.

"Comenzábamos la penúltima vuelta —se oyó de nuevo el hato de llaves y un grupo de hombres escuálidos se arrastraban perezosamente a través de los escasos rayos de sol como tras unas verjas eternas.

Pero, ¿qué era aquello? Había uno que parecía vivo y despierto ; sí, se mantenía vigilante y cambiaba, por la excitación, el ritmo de su marcha con frecuencia. ¿Lo notaba esto alguien? No. Y de repente se agachó el número 432, se entretuvo un poco con la media que se le caía, se lanzó mientras tanto como un relámpago con una mano sobre una florecilla aterrada, la arrancó, y de nuevo se entrelazaban veintisiete seres escuálidos con su rutina habitual en la última vuelta.

¡ Qué cosa más cómica! Un jovencito paliducho, un recluso de la época de los tocadiscos y la investigación espacial, se encuentra en la celda 432, ventanas fuertemente protegidas, y tiene entre las manos atadas una florecilla amarilla, un sencillo y vulgar diente de león, en la escasa luz de su celda. Y este hombre que estaba acostumbrado a oler la pólvora, el perfume y la gasolina, el ginebra y la barra de labios, acerca la flor a su insatisfecha nariz, que desde hacía meses no había saboreado más que la madera del catre, el polvo y el sudor de su propia angustia y aspira la esencia del diminuto panal amarillo tan profunda y ansiosamente que para él, en ese momento, no existe más que su propio olfato.

En ese instante algo se abre en él y se derrama como la luz en el estrecho recinto, algo de lo que él no sabía nada hasta entonces : siente hacia la flor que le llena por completo una acogida, un cariño y una ternura inigualables.

No pudo soportar más el espacio, cerró los ojos y exclamó lleno de admiración : ¡Pero tú hueles a tierra ! Sí, a tierra, y a mar y a miel, ¡ oh entrañable ser vivo! La llevó cautelosamente, como a una mujer amada, a su jofaina, colocó allí la mustia florecilla y pasó muchos minutos extasiado, tan lenta y pausadamente se detuvo y gozó frente a la flor.

Se sentía tan liberado y feliz que se olvidó por completo de lo que le angustiaba : la prisión, la soledad, el hambre de amor, el desamparo, el abandono de sus veintiún años, el presente y el futuro, el mundo y el cristianismo, sí, ¡ incluso esto último !

Se sentía tan liberado que nunca había estado tan dispuesto para el bien como cuando susurraba a la flor : ¡ ..,llegar a ser como tú..., l

Toda la noche abrazaron sus manos felices la acostumbrada hojalata de su vaso de beber y sintió durante el sueño cómo amontonaban tierra sobre él, tierra oscura, negra, tierra buena y cómo se acostumbraba a la tierra y se hacía como ella y cómo brotaban sobre él las flores : anémonas, pensamientos, dientes de león, pequeños, diminutos soles» (31).

Lo que aquí nos cuenta y describe Bochert no es una excepción (suscitada únicamente por las circunstancias especiales de la guerra). Cada hombre tiene en su vida siempre un algo concreto a lo que se siente especialmente pró-

(31) W. Bochert, Das Gesamtwerk, Hamburgo 1949, pp. 25-39; la cita se encuentra en la p. 38.

ximo, que «le interesa y afecta incondicionadamente» (32), algo en lo que él ve el sentido de su vida. Esta realidad concretamente finita en la que el hombre ve el sentido de su vida, en la que el hombre ve una realidad última, puede variar ilimitadamente de un hombre a otro. Para unos esa realidad puede ser el propio yo ; para otros, un bien material ; para otros, una idea espiritual, una determinada visión del mundo, un acontecimiento, un hombre o cualquier otra cosa. El objeto concreto-finito de una intención incondicionada puede cambiar también durante la vida de cada hombre particular más o menos rápidamente : un período de tiempo se centra en esta realidad concreta; en seguida se centra en otra cosa. Aquello por lo que en un momento determinado se estaba dispuesto a todo, se siente, poco tiempo después, como «algo estúpido» por lo que ahora se interesan otros. Como acabamos de decir: el hombre está dispuesto a sacrificar muchas cosas, con frecuencia incluso todas, por aquello que él (según los momentos) considera su última y suprema realidad, está dispuesto, a sacrificar sus bienes, su energía, su razón e incluso su vida.

El hecho de que el hombre, en general, no pueda vivir sin algo último, sin algo concretamente finito que le interese incondicionadamente, se basa en que él mismo está abierto y orientado a lo definitivamente último, a lo incondicionado y absoluto. En el objeto de su intención definitivamente última, se refleja su participación en lo definitivamente último, en lo absoluto e incondicionado; sí, en lo concreto de la ilusión incondicionada está la imagen de lo incondicionado; es, como hemos dicho, «la imagen de Dios».

Todo lo finito, puede convertirse en imagen de Dios, también las palabras y representaciones ; naturalmente, en primer lugar, aquellas en que nosotros nos esforzamos expresamente por alcanzar la realidad de lo indecible y lo irrepresentable: las llamadas «ideas o representaciones de Dios». La teoría de la proyección de Feuerbach está justi-

(32) La expresión "lo que a nosotros nos atañe" procede de P. Tillich, pero tal como él la usa tiene un doble sentido; en un sentido sirve para designar la imagen de Dios ("Dios" o "símbolo"), en otro sentido, para designar a Dios mismo ("Dios sobre Dios"); de un modo más detallado; véase a S. Wittschier en la obra citada en la nota 3, pp. 78-81.

ficada en cuanto que define las representaciones humanas de Dios y de las divinidades como productos finitamente creados como «proyecciones». Pero, puede objetarse contra Feuerbach que tales proyecciones de Dios, o de los dioses en general, no serían posibles si no existiese una superficie de proyección, la pantalla que hace posible que pueda surgir una proyección : la esfera del mismo absoluto e incondicionado.

Dios como misterio e imagen de Dios

Es posible que el lector se sienta molesto por las explicaciones dadas hasta el momento sobre la imagen de Dios. Esa molestia estaría justificada, ya que no hemos hecho distinción alguna hasta ahora entre una «verdadera» y una «falsa» imagen de Dios. Esta distinción nos lleva al meollo de nuestra exposición, es decir, a la tensión entre la imagen de Dios y Dios como misterio.

La plenitud del misterio divino, lo hemos dicho ya antes, sólo podemos encontrarla a través de una imagen concreta de Dios. La imagen de Dios es algo concretamente finito, referido a algo colindante incondicionada; en ella se muestra lo incondicionado y se configura el misterio insondable de Dios; ella misma, sin embargo, no puede ser elevada a algo incondicionado, sólo puede ser transparencia para lo incondicionado, para el misterio de Dios. Existe, sin embargo, el gran peligro —un peligro en el que sucumben los hombres la mayoría de las veces— de que el misterio incomprensible se identifique constantemente con algo finitamente concreto, es decir, de que quede apresado y encerrado en algo finitamente concreto y, de ese modo, se vea despojado de su absolutez e incondicionalidad.

La tarea fundamental del hombre profundamente religioso, que no quiere malgastar su razón con dispensas temporales, consiste en romper una y mil veces las imágenes de Dios para seguir siempre abierto al misterio incomprensible e inexplicable. Las representaciones concretas, las palabras, los acontecimientos, los procesos y las personas, etcétera..., en los que tiene que hacérsenos transparente el misterio divino, tienen que ser contemplados y relativizados en su auténtica condicionalidad e impropiedad, teniendo precisamente a la vista el misterio infinito y absoluto. Si no se hace esto y se intercambia lo finitamente condicionado con el mismo incondicionado, nos encontramos con una «falsa» imagen de Dios. Y es falsa, porque no transparenta el misterio como la verdad última y definitiva, sino que nos ofrece algo condicionado, se nos ofrece a sí misma como lo incondicionado. Esto es especialmente peligroso, porque una vez admitida la imagen como algo absoluto, intenta poner bajo su dominio todo lo demás y, si es necesario, lo elimina. Esto es lo que se conoce como el fenómeno de la «idolatrización» del que hablaremos más expresamente en la tercera parte. La «verdadera» imagen de Dios rinde su testimonio de gratitud al misterio mismo e intenta transparentarlo a través de sí misma ; brilla y resplandece tanto más cuanto más intensamente se deja iluminar por el resplandor del misterio santo y absoluto. Rinde el máximo honor al misterio que se revela y manifiesta y, precisamente por eso, la imagen misma es digna del máximo respeto. No reclama para sí misma nada más que lo finito y se abre plenamente «a lo completamente distinto». Está dispuesta —en consideración a la misma realidad incomprensible— a dejar de ser imagen de Dios. Estas precisiones de la imagen de Dios han sido tomadas, en el fondo, de la imagen definitiva de Dios, es decir, de la realidad del Cristo verdadero, de la realidad que es Jesús en cuanto Mesías o, lo que es lo mismo, en cuanto Cristo.

Si lo que acabamos de decir es una interpretación válida de la imagen de Dios, se encuentra el hombre en una tensión rechazable e insuprimible al mismo tiempo : Tiene que moverse, a la vez y pendularmente, entre la imagen concreta de Dios en la que Dios mismo se hace visible, en la que le puede hablar y dirigirse a El, y la aceptación de Dios como misterio en presencia del cual lo más apropiado es el silencio (que reúne en sí mismo la fascinación y el estremecimiento). La imagen de Dios amenaza con destruir la incondicionalidad y la absolutez del misterio divino. Si destruimos la imagen de Dios por este motivo, surge el otro peligro : que Dios se difumine y desaparezca, que se esfume de nuestras manos. Necesitamos de la mediación de las cosas concretas perceptibles por nuestros sentidos; necesitamos de las imágenes concretas de Dios, que nosotros, si queremos conocer realmente a Dios, tenemos que superar, en beneficio de Dios mismo y dejarlas tras nosotros. La religión está situada en esta constante tensión entre lo concreto y lo absoluto.

Paul Tillich ha intentado describir esta tensión fundamental con la siguiente conceptualización: A la imagen de Dios la designa él como «Dios» (y cuando aparece desfigurada, como «ídolo») y a Dios como el misterio sin nombre, como ((Dios sobre Dios)). Dios como imagen de Dios es una tercera magnitud junto al yo y a lo otro. Consecuentemente la religión constituye una esfera peculiar junto a la cultura, y la teología una ciencia específica junto a la filosofía. Dios «como el Dios sobre Dios» es la realidad que todo lo abarca, es decir, que abarca y comprende el yo, lo otro, y a Dios (= imagen de Dios). Por consiguiente, la religión es la dimensión más profunda de toda cultura, y la teología, el núcleo de toda filosofía. La tensión entre «Dios» y «Dios sobre Dios)), entre la religión como una esfera especial y la religión como la dimensión más profunda, la designa Tillich como «la dialéctica de la autotranscendencia», y ésta es para él la auténtica religión. Religión es la creación constante de una esfera religiosa especial, la constante creación de imágenes de Dios (Tillich las llama símbolos) y, al mimso tiempo, la eliminación de esta esfera especial: «La religión como autotranscendencia necesita de la religión histórica (i. e. de la concreta esfera especial) y a la vez, tiene que negarla, desecharla». A la religión como la dimensión más profunda de toda vida, corresponde la ((fe absoluta», la afirmación de Dios dada siempre previamente y que conoce con anterioridad, la afirmación de Dios como misterio absoluto o de "Dios sobre Dios». A la religión como esfera especial corresponde la «fe concreta», la aceptación de determinadas imágenes de Dios («dioses» = «símbolos»). Para los cristianos Jesucristo es la imagen de Dios sin más (expresamente de un modo católico : El sacramento originario). La fe auténtica es la constante (dialéctica) oscilación entre la «fe absoluta)) y «la fe concreta», entre «Dios sobre Dios» y el «Dios concreto» (33).

(33) Esta exposición es el resultado de una mayor penetración y profundización en las obras de Tillich. Consúltese para un mejor conocimiento: P. Tillich, obra citada en nota 20, tomo I, pp. 247-50 y tomo III, pp. 216-219.

Si hemos dicho antes que la participación del hombre en lo incondicionado, en lo absoluto y eterno se refleja en el «yo trascendental» y en «el tú congénito», hay que afirmar lo mismo de la «imagen de Dios» : el fenómeno de la imagen de Dios» (vivido tanto consciente como inconscientemente) —incluso en su forma desfigurada de «ídolo»— apunta a la elevación de lo humano a lo absoluto; articula (de nuevo) la referencia del hombre al misterio divino. Esta referencia no es sólo la condición previa para las imágenes de Dios (es decir, para que los hombres vean, expresen y se representen lo incondicionado en lo finitamente concreto) ; es también y sobre todo, la condición de posibilidad de cualquier conocimiento y acción y, por tanto, de la existencia humana sin más. Vamos ahora a examinar esto más detalladamente inspirándonos en el pensamiento de Rahner. Mientras M. Buber presupone la realidad divina como dada e intenta percibirla en las relaciones particulares del tú, K. Rahner sigue el camino contrario. El —como toda la escuela de Maréchal— recurre a la reflexión trascendental del idealismo alemán (especialmente a Kant, su fundador), la une con el pensamiento de Tomás de Aquino y muestra que el hombre en sí mismo representa la «carencia», la «referencia vacía que se transciende a sí misma en la plenitud del misterio divino». En las páginas siguientes vamos a esbozar brevemente su planteamiento bajo. estos tres epígrafes : «anticipación», «misterio» y «autoexpresión de Dios».

El hombre como «anticipación»

De Tomás de Aquino toma K. Rahner el concepto de «excessus» y lo traduce con la palabra «anticipación». «Excessus» o «anticipación» significa lo siguiente: En cualquier acción capta el hombre el ser. El hombre, así lo expone Rahner en su obra fundamental «Oyente de la palabra», encuentra seres diversos: hombres, acontecimientos, procesos, objetos, etc. Los tiene objetivamente ante sí, los percibe con sus sentidos (ojos, oídos, tacto, etc.), los capta con sus conceptos. Sin embargo, todo esto sólo es posible, porque él supera a estos objetos, los transciende en dirección al ser que es común a todos los seres. El hombre (consciente o inconscientemente) plantea siempre la pregunta de qué es lo que significa la unidad última y el último fundamento de todos los seres con los que se encuentra. ¿Por qué puedo decir yo de todas las cosas, acontecimientos, objetos y hombres : estas cosas son?

Si nos fijamos con más detalle, descubriremos que en cualquier conocimiento de un ser y en cualquier acción que nos pone en contacto con un ser, se da un conocimiento implícito, un conocimiento previo del ser mismo. Formulándolo de otra manera : Si en nuestros pensamientos no pensásemos juntamente en el ser, no podríamos decir : «esto es verde», «esto es un hombre», «esto es para que lo aproveches y no se estropee», etc. Incluso expresiones como: «trabaja, duerme, etc.», las entendemos corno si afirmásemos : «es un trabajador», «es una persona que duerme», etc. Si no pensáramos juntamente lo que se encierra en este «es», si no estuviéramos abiertos al ser que lo cohesiona y amalgama todo, seríamos incapaces y ciegos para la acción y, por consiguiente, estaríamos incapacitados para la vida misma.

La metafísica es, pues, la pregunta conscientemente planteada de qué es lo que se encierra en el ser que nosotros barruntamos, presentimos y pensamos en cada una de nuestras afirmaciones. Incluso cuando el hombre particular omite o rechaza expresamente plantearse la cuestión del ser, cuando evita la pregunta por el ser mismo, ya ha aceptado la pregunta o incluso le ha dado una respuesta : Pues, en ese caso, comprende el ser como algo que le observa, corno algo que desde cada ser le contempla a él indiferente, opaco y desprovisto de sentido y así «le hace aparecer a él mismo como interrogando al vacío».

Resumiendo : Toda afirmación acerca de un determinado ser, toda actuación con un determinado ser «se efectúa... en el transfondo de un conocimiento previo, ciertamente implícito, del ser en general». Formulado de otra manera : El hombre en su conocimiento y actuación se anticipa, se adelanta y capta al ser. Más exactamente : El hombre en la realización de su existencia como totalidad es la permanente anticipación, el «excessus» permanente, la superación de sí mismo, la transcendencia en dirección al ser mismo (34).

(34) K. Rahner, H5rer des Wortes, Friburgo-Basilea-Viena 1963, pp. 45-47 (Trad. castellana, Oyente de la palabra, Barcelona 1967).

En un análisis más minucioso, se manifiesta el ser mismo al que el hombre se anticipa constantemente, como un ser absoluto, como algo incomprensible, como el misterio sin más. Por tanto, este Ser nosólo debe abarcar cualquier ser que ya existe ; tiene que poder englobar también a cualquier ser posible futuro; tiene que ser Absoluto, es decir, independiente de cualquier ser concreto. No puede representar a ningún tú o yo humano concreto, sino que tiene que ir más allá de cualquier relación interhumana. No puede interpretarse como un objeto de la naturaleza o como la naturaleza misma, sino que tiene que abarcarla a ella misma. Tampoco puede ser una magnitud histórica o la historia misma, sino que hay que entenderlo como el fundamento posibilitante, como el fin último de la historia. Si no, no sería el Ser del hombre, el Ser de la naturaleza, el Ser de la historia.

El Ser mismo como «el hacia dónde» del movimiento transcendente es, pues, siempre lo ilimitable y, por tanto, lo que no tiene nombre, aquello de lo que no se puede disponer. Cualquier nombre lo estrecharía, lo limitaría y lo caracterizaría como una especie o categoría de ser. Si reflexionamos sobre ese ser, podemos hacerlo, y si pretendemos darle un nombre y hablar de él conceptualmente —cosa que hacemos continuamente— sólo es posible si tal acto de reflexión y conceptualización es elevado y superado por un acto de transcendencia, es decir, por un acto de superación (sobre la imagen limitada del ser) en dirección a ese Ser mismo ilimitado. Rahner mismo utiliza (apoyándose en M. Heidegger) la imagen del «horizonte» no engañable. El hombre se encuentra siempre en un horizonte espacial y espiritual. El horizonte puede empequeñecerse, obscurecerse, reducirse casi a un mínimo tanto en la noche cosmofísica como en la espiritual. Pero mientras el hombre siga viviendo, conociendo y pensando, permanece en un horizonte, en una conexión de sentido a la que él llama su «mundo». El horizonte absolutamente último que engloba a su vez a todos «los mundos», es precisamente el Ser mismo. Tras él no se abre ya ninguna nueva dimensión : El Ser es el horizonte absoluto.

Precisamente el ser mismo, como este último y absoluto horizonte, se diferencia siempre y «esencialmente por sí mismo de todo lo que en él aparece objeto de un concepto». El es la condición para que los objetos puedan distinguirse unos de otros y para que pueda darse una delimitación entre ellos. Pero lo que posibilita el conocimiento de lo limitado tiene que estar más allá de esa limitación. Precisamente en el conocimiento del ser limitado y en su deslindamiento de todo lo demás queda afirmado el Ser mismo, aunque ciertamente de un modo implícito, como lo que no se puede limitar. Pero, de ese modo, es afirmado también, al mismo tiempo, como radicalmente distinto. de todo otro ser: ((El conocimiento que capta humanamente y que se distingue en la captación, establece siempre, se piense o no en ello, la diferencia... entre el ser absoluto por una parte y los demás seres por otra, para hacer posible en general la distinción entre los seres. Pero exactamente por eso propone al ser absoluto como lo ilimitable» (35).

El hombre como misterio

Si entendemos al hombre como el «excessus», como la anticipación, como la transcendencia en dirección al ser que se manifiesta como ser absoluto, como lo incognoscible e incomprensible, hay que contemplar al hombre mismo a la luz de esta realidad incomprensible. A la pregunta de cómo habría que definir entonces al hombre, opina Rahner que se pueden definir muchas cosas del hombre, pero que el hombre mismo, la auténtica esencia del hombre no se puede definir.

¿Pero es que no nos ha legado Aristóteles, se objeta él mismo, una definición del hombre válida hasta nuestros días, cuando lo define como «zoon logikon» (=animal rationale, = «ser espiritual, ser dotado de espíritu»)? Antes de darse por satisfecho con la nítida claridad de tal definición, convendría examinar detenidamente qué es lo que realmente se entiende con la palabra «logikon». Pero si se hace esto, se llega —fieles al texto— a la realidad que no tiene orillas. Pues sólo se puede explicar qué es el hombre cuando se expresa lo que el hombre busca y lo que nece-

(35) K. Rahner, Schrif ten zur Theologie IV, p. 70. (Trad. castellana, Escritos de Teología, Madrid 1961).

sita. Y eso es... «la realidad que no tiene orillas, la realidad sin nombre». Por eso presenta Rahner al hombre como la «indefinibilidad», más exactamente, «como la indefinibilidad por sí misma». Y sigue desarrollando este pensamiento con el concepto de misterio: En definitiva, como ya hemos dicho, anteriormente, no existe más que un misterio: lo absoluto, a lo que nosotros llamamos también «Dios». Más tarde o más temprano, los problemas pueden solucionarse ; el misterio, en cambio, es por su propia naturaleza insoluble. Se manifiesta y se revela ciertamente, pero siempre en su propia incomprensibilidad ; si no, no sería misterio. Y el hombre está en el horizonte de ese misterio que es el ser absoluto mismo o el «misterio ontológico» (G. Marcel) (36).

Precisamente porque el auténtico puesto del hombre lo constituye su estar en el horizonte del misterio, porque le afecta e interesa la realidad que no tiene orillas y está abierto a ella, el hombre mismo es misterio; no (porque sea en sí mismo la plenitud absoluta del misterio que a él le afecta e interesa y que es inagotable (el hombre no es la forma primigenia de aquello que es misterio para nosotros), sino porque él en su auténtico ser, en su fondo originario, en su naturaleza, es la pobre y débil referencia que en sí misma está orientada hacia esa plenitud (la forma de misterio que nosotros mismos somos») (37). Así pues, el hombre no tiene que habérselas con el misterio. una y otra vez, aquí y allá ; más bien hemos de decir que el hombre vive, por el hecho de existir en todas partes y siempre, incluso aunque no caiga en la cuenta de ello de un modo consciente, «del sacrosanto misterio)) (38) y por eso, es él mismo misterio o, más exactamente, una pobre y débil referencia a la plenitud del misterio mismo. Dicho de otra manera : «El hombre es espíritu, es decir, vive su vida en una constante autotensión hacia lo absoluto, en una apertura hacia

36. Obra fundamental de G. Marcel: Misterio del ser, Barcelona 1971. Esta obra de G. Marcel podría considerarse, junto a la de Heidegger Ser y Tiempo como una de las más importantes del siglo XX.
37. K. Rahner, véase la obra citada en la nota 35, p. 140; de este mismo autor, la obra citada en la nota 1, p. 215.
38. Véase la ogra citada en la nota 35, p. 74.

Dios» (39). El «excessus al ser» se manifiesta como «un excessus a Dios» en cuanto que es el misterio sin más.

El hombre como «autoexpresión de Dios»

Hemos considerado al hombre, siguiendo a K. Rahner, principalmente «desde abajo» ; vamos a mirarle ahora «desde arriba» ; por decirlo de alguna manera, con los ojos del misterio divino mismo. Desde esta perspectiva, tenemos que designar al hombre como la autoexpresión de Dios : «Se podría —lanzando, al hombre a su más alto y oscuro misterio-- definir al hombre com aquello que surge cuando la autoexpresión de Dios, su palabra, es pronunciada amorosamente fuera de él en el vacío de la nada distinta de Dios (gott-losen). Cuando Dios quiere ser no-Dios, algo distinto de Dios (Nicht-Gott), surge el hombre ; podríamos decir que el hombre y no otra cosa diferente de él. Con esto no hemos explicado lo que es el hombre con conceptos normales, sencillos, que estén al alcance de todos, sino que le hemos sumergido en el misterio siempre incomprensible» (40). Con la palabra «hombre» queremos indicar aquí el hombre en su estructura esencial, el hombre tal como fue pensado por Dios y tal como, llegó a ser en realidad, en el espacio y el tiempo, en Jesucristo. A partir de esta concepción, la «definición» mencionada anteriormente y que afirma que el hombre es el misterio mismo, recibe su más profundo y auténtico apoyo : «El hombre es un misterio. No ; es el misterio, porque lo es eso no sólo por ser la pobre y débil apertura al misterio de la incomprensible plenitud de Dios, sino porque Dios expresó este misterio como su propio misterio» (41).

Vamos a añadir una breve referencia a la importancia de esta concepción para la Cristología. Si se entiende al hombre, por principio, como la autoexpresión de Dios, entonces la «encarnación de Dios» es, al mismo tiempo, «el misterio absoluto y evidente» (42). La encarnación la ex-

39. Fijarse en la obra de K. Rahner citada en la nota 34, página 76.
40. K. Rahner, véase la obra citada en la nota 35, p. 150.
41. Véase la obra citada en la nota 35, p. 154.
42. Véase la obra citada en la nota 35, p. 154.

plica Rahner, consecuentemente, como la llegada de la naturaleza humana al lugar al que ella misma, en base a su esencia, se está dirigiendo siempre. «... La encarnación de Dios es el caso supremo e irrepetible del proceso vital de la realidad humana que consiste en que el hombre es en la medida que se entrega y se da» (43). Si entendemos al hombre, siguiendo el esbozo propuesto, como la «posible autoexpresión de Dios» no resulta difícil comprender precisamente en Jesucristo la realidad de esa posibilidad. (En la introducción hemos aludido a la crítica que puede hacérsele a la Cristología de K. Rahner).

En resumen : En todo pensamiento y actuación, en su existencia sin más, se anticipa y se abre el hombre constantemente a la unidad que todo lo abarca, es decir, al ser. Pero el ser se manifiesta como el ser absoluto, como la plenitud absoluta, como una realidad totalmente fuera de nuestro alcance, como algo de lo que no se puede disponer : como el misterio sin más. Pero precisamente porque el hombre se muestra siempre a la luz de este misterio indefinible y existe sólo en la medida en que se adhiere a él y es mantenido por él, resulta que el hombre es él mismo el misterio, más exactamente, la «pobre y débil referencia a la plenitud del misterio divino». El es el misterio (en cuanto referencia a la plenitud del misterio), porque puede ser comprendido como la autoexpresión del misterio divino: El hombre es lo que surge cuando Dios, amándose a sí mismo, se expresa en la nada distinta de Dios (gottlose).

Mirada retrospectiva y nueva perspectiva: el «Todo»

Hemos examinado aquí con un cierto detalle tres determinaciones (trascendentales) del hombre : el hombre tiene conciencia de sí mismo y ama su propia identidad (en cuanto aprecia su existencia) ; se encuentra y se realiza en lo otro, especialmente en contacto con el tú y está referido al misterio divino. La referencia al misterio divino, hay que

(43) Véase la obra citada en la nota 35, p. 142.

entenderla como una permanente participación en el misterio mismo. Esta referencia se manifiesta en «el yo trascendental», en «el tú congénito» y en «la imagen de Dios». (La imagen de Dios significa aquí una realidad concreta finita que le afecta al hombre incondicionadamente y en una realidad en la que él descubre, expresa y se representa el sentido último e incondicionado de su vida). Tras estas tres magnitudes se abre la única y absolutamente última realidad del misterio, que, siempre según el punto de vista del observador, puede designarse como, «el yo absoluto» o como «el tú eterno» o como «el Dios que está mucho más allá que todas las imágenes de Dios». El hombre sólo puede existir en la medida en que se sobrepasa a sí mismo constantemente abriéndose a esta realidad absoluta del misterio (que aparece siempre distinta a nuestros ojos). Hasta aquí nuestro esbozo filosófico.

Ahora bien, tras este esbozo se oculta una idea que la habíamos tenido presente en nuestras reflexiones, pero que en este momento la vamos a exponer claramente: La verdadera realidad, «la verdadera vida» (M. Buber) se da cuando el yo, el tú (que integra la naturaleza y la cultura) y la imagen de Dios vibran conjuntamente, unidas. Esta vibración conjunta es, al mismo tiempo, una vibración dentro de la última dimensión del ámbito divino, un ámbito en el que Dios «sea todo en todo y para todo en él» (44). Esta fórmula un poco larga : «todo en todo y para todo en él», la vamos a compendiar aquí en la palabra «Todo». La palabra «Todo», tal como la usamos aquí, designa la armonía completa y perfecta del yo, el tú y Dios, y es intercambiable con las frases bíblicas «Reino de Dios» («Reino de los cielos», «Schalom» (=paz, alegría, felicidad, dicha) y otras muchas más.

Para el cristiano el «Todo» o «el Reino de Dios» se ha realizado de un modo perfecto, sin reversión posible, en Jesucristo a quien los cristianos veneran como «su Ungido,

(44) Esta fórmula es una ampliación de la fórmula paulina "Dios todo en todo" (1 Cor 15, 18). El autor se inspira para esta ampliación en P. Tillich, que dice "que en la consumación definitiva, Dios lo es todo en todo (o para todo). A este símbolo podría designársele como el "Pan-en-teísmo escatológico".

su Cristo» ; en él vibran unánimemente el yo, el tú (que comprende la naturaleza y la cultura) y Dios, de tal modo que ahora existe la posibilidad de elevarse conscientemente a través de Jesucristo (como la imagen de Dios sin más) a la armonía del «Todo». Esto va a ser el tema de la segunda parte del libro.