Capítulo 3

Las pruebas de la fe

 

Para que la fe se fortalezca, tiene que ser sometida a pruebas, tiene que pesar por el crisol de las experiencias, por muchas pruebas y tormentas. Una fe superficial, basada únicamente en la educación, en ciertas costumbres y en los sentimientos, suele quebrantarse ante las dificultades. Dios somete a los creyentes a pruebas, para despojarlos de todo aquello que apoya su fe, y que no es adhesión auténtica a Cristo; o que les impide aceptarlo como único apoyo, a abandonarse en El.

La fe auténtica es una fe exenta de los apoyos naturales, tales como el entendimiento, la imaginación, la memoria, la afectividad y lo perceptible por los sentidos; es una fe en la que el único apoyo es Dios y su Palabra. Dios no acepta que tú confíes en la fuerza de tus experiencias, o en tus sensaciones. Por tanto, hace que tu fe sea sometida a pruebas, cuya variedad depende de los apoyos que tengas aparte de Dios. Si la basas en el entendimiento natural, tienen que desaparecer todas las luces de tu razón y, en cierto momento, aquello en lo que creías te parecerá como algo absurdo. Cuando basas tu fe en ciertas personas, clérigos o seglares; o en su comportamiento; tarde o temprano esto se desmoronará. Cuando basas tu fe en el cariño, en la satisfacción, en la experiencia que te dan la oración o las prácticas religiosas; entonces, no debes asombrarte de que llegue el momento de la sequedad y el rechazo hacia esas prácticas. Tienes que pasar por esa dolorosa purificación para que puedas llegar a la fe pura, auténtica; y con el tiempo, a la verdadera contemplación.

 

La espera de Dios

Dios, al colocar al hombre en situaciones difíciles, lo mueve a que haga actos de fe. Esas situaciones en las que tomamos conciencia de nuestra impotencia, pueden aumentar nuestro deseo de Dios. Dios no quiere llegar a nosotros como un intruso. El amor quiere ser esperado, y cuando no es esperado, es un amor despreciado. En ese sentido la fe es una espera. El grado en que se espera al Señor, es un testimonio de la fe que se tiene en su poder y en su amor. Nuestra espera de Dios jamás será suficiente. Debes crecer, siempre, en la espera de Aquél que desea llegar a ti, y que quiere que lo recibas. Eso se realiza gracias a las pruebas a las que se somete tu espera, pero, sobre todo, a las gracias de Dios, que hacen que tu nostalgia por El crezca y profundice.

Dios tiene sus métodos para animar tu espera de su llegada y de sus gracias. Esos métodos Divinos son dos: con el primero, Dios puede generar en nuestros corazones el deseo de que se produzca su llegada; por ejemplo, provocando en nosotros una ansia o necesidad muy fuerte. Entonces, la fe se manifestará como una necesidad de Dios y crecerá la espera y el ansia de Dios. Con el segundo método, Dios puede permitir, o hacer, que seamos sometidos a difíciles pruebas de fe, y entonces no podremos resolver nuestros problemas. Por ejemplo, los problemas morales, como los pecados que cometemos; los problemas familiares, como un hijo que se emborracha, o que no se ha casado por la Iglesia, o que no cree en Dios; los problemas de salud, la nuestra o la de algunos de nuestros seres queridos. Estas experiencias de impotencia, hacen que nos sintamos perdidos, y que estemos más abiertos al deseo de su llegada... a la espera. Esta es una oportunidad para el crecimiento y la profundización de nuestra fe. Todas esas dificultades y problemas que Dios causa o permite, y que son pruebas de Dios.

Al observar las cosas a la luz de la fe, conocerás la llamada espiritualidad de los acontecimientos, que dice que cada suceso es una huella de Dios, y que algunos de sus actos tratan de provocar en ti el deseo de su Presencia, de su ayuda y de que se produzca su intervención salvadora. Cuanto más enfermo te sientas, tanta más necesidad tienes de un médico. Cuanto más impotente y desanimado te sientas ante las dificultades, tanto más crece en ti el deseo de la llegada de Aquél que puede ayudarte; de Aquél que abarca todos tus problemas can la gracia de la Redención, y que puede salvarte. Lo único que hace falta, es que creas que El quiere darte todo lo que necesitas, que creas en su poder y en su amor infinito.

Cuando Dios quiere que alcances las profundidades de la fe, puede someterte a pruebas muy difíciles, puede despojarte de muchas cosas, e incluso, quitársela todo. Dios puede desear que arranques todas tus raíces, y que carente de todos los apoyos, esperes la ayuda salvadora solamente de El.

 

La fe de Abraham

Abraham, el padre de nuestra fe, es el patrón de nuestra espera de Dios. ¿Qué hizo Dios para que Abraham lo esperara? Dios lo desarraigó. La primera llamada de Dios, en el marco de la revelación bíblica e histórica, fue: "Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré" (Gn 12,1). Abraham, arraigado en su patria Harán, cercana a Ur de Caldea, obedeció a Dios. Y cuando se puso en marcha para abandonar su tierra, fue despojado de los apoyos que tenía y obligado a escuchar la Palabra de Dios. Y fue así como creció su fe, porque Abraham fue apoyándose cada vez más en la voluntad de Dios, y empezó a preguntar qué era lo que él esperaba. De esa manera, nace en la historia de la humanidad un nuevo fenómeno: el fenómeno de la fe cristiana, un fenómeno generado por la llamada de Dios y el despojamiento total de un hombre. Sobre la base del desarraigamiento de Abraham y de la incertidumbre que experimentó, nació su fe y su abandono en Dios; surgió y se desarrolló el hombre de fe. Nuestro nacimiento a la fe tampoco será fácil. Ese nacimiento de producirá entre duras pruebas y dificultades, en situaciones de peligra y falta de apoyo como consecuencia del despojamiento.

Dios, es el Dios de la promesa y de la bendición. Abraham recibió la promesa de llegar a una tierra singular, de tener un hijo y de recibir una especial bendición de Dios. Pero aquella promesa no fue clara. Estaba escondida tras una cierta oscuridad. Dios dijo: «Vete(...) a la tierra que yo te mostraré», pero Abraham jamás vio aquellas tierras, porque no había tierras libres que esperaran su llegada. Abraham no sabía como sería cumplida la promesa de Dios, pero lo dejó en las manos del Señor. Y en eso consiste la grandeza de la fe de Abraham. También la promesa del hijo era misteriosa, puesto que Abraham ya era un anciano. Abraham tuvo que creer en algo que, desde el punto de vista humano parecía imposible, parecía irreal.

Cuanto menos realizable o posible parezca una promesa de Dios, tanto más exige y espera -Dios de nosotros, pero tanto mayor será el mérito de nuestra respuesta de confianza. Lo prometido a Abraham, era tan poco probable, que él tuvo que creer en Dios, era el Dios de las cosas imposibles e improbables. Aquello significaba, para él, un largo proceso de constante crecimiento en la fe. Y cuando Abraham llegó a la tierra prometida y no la recibió en propiedad, nunca dejo de ser un forastero.

La fe de Abraham profundizó al máximo cuando Dios le exigió el sacrificio de su hijo. Desde el punto de vista humano, su hijo tenía que ser el mayor de los tesoros, el valor más preciado. La situación era indeciblemente difícil. Abraham tenía que esperar que Dios resolviera, de alguna manera, aquella situación provocada por tan terrible orden. Decidió obedecer, decidió confiar sin límites. Las exigencias de Dios con Abraham, exigencias que golpearon los sentimientos paternales, que asestaron un terrible golpe al amor que sentía por su único hijo, golpearon también las bases de la fe que había tenido hasta aquel momento. Abraham creía que de aquel hijo tendría un gran número de descendientes. Eso también hacía que Abraham pudiera calificar de absurdo lo que Dios le exigía. ¿Cómo se podía matar a aquél de quien habrían de nacer un gran número de descendientes? Pero Dios exigía tanto de él, porque quería obsequiarlo con algo extraordinario, quería elevar su abandono hasta las más altas cumbres. La prueba a la que fue sometida la fe de Abraham no fue un ensayo. Dios sabía cuál iba a ser la decisión de Abraham. Fue una situación encaminada a provocar en él la decisión de abandonarse en Dios en la oscuridad, y así avanzar hacía Él en su peregrinación de la fe. Las situaciones más difíciles tienen un singular privilegio, porque requieren decisiones profundas. La fe se desarrolla con la ayuda de las decisiones en las que el hombre se entrega a Dios mediante la «obediencia en la fe» (Dei Verbum 5)

Lo mismo sucederá en tu vida, porque Dios, al amarte, querrá colocarte, a veces, en situaciones difíciles. Hará, o permitirá, que te sientas muy mal con algo, que tengas dificultades, que no puedas resolver tus problemas, todo con el fin de que esperes su llegada, con el fin de que la desees.

Eso impedirá que sigas sumido en un marasmo religioso. Las pruebas a las que será sometida tu fe, te obligarán a adoptar una posición definida: optarás por acercarte a El en la oscuridad, abandonándote como Abraham; o no responderás a su llamada retrocediendo en la fe.

Si te abandonas en Cristo, crecerá en ti la fe, crecerá en ti el ansia de Cristo y de su Redención, el ansia.:de su gracia. El Espíritu Santo irá descendiendo a tu corazón, al grado en el que se haya desarrollado tu ansia.

 

Las pruebas de la fe en la vida de María

La Iglesia inicia el año con un día consagrado a la Virgen María. En el día de Año Nuevo, nos muestra la imagen de aquélla que, «así avanzó también en la peregrinación de la fe» (Lumen Gentium 58). En la vida de María se realizaba, día tras día, la bendición que le otorgó Santa Isabel: «Feliz la que ha creído (...)» (Lc 1, 45). Por eso la Iglesia ve en ella el más perfecto modelo de fe.

María nos precede, va por delante de nosotros «en la peregrinación de la fe», como si se adelantara a nuestros pasos, y en el camino de la fe, que nosotros recorremos aquí y ahora, la tenemos cerca. En el pensamiento conciliar, la Madre de Dios fue presentada como aquélla que ocupa el lugar más alto en la Iglesia, pero, al mismo tiempo, cómo la que está más cerca de nosotros. Se puede decir que seríamos injustos con la Madre de Dios si, al referirnos a ella, únicamente hablamos de su gloria y de su exaltación, porque de esa manera creamos una separación entre ella y nosotros. Se habla demasiado de sus títulos, pero de manera insuficiente de que Ella es nuestro camino, en el contexto de una vida centrada en Cristo. María es nuestro camino, en el sentido de que nos precede e indica, la ruta de fe que debemos seguir. Todo lo que nosotros afrontamos, Ella ya lo vivió. Al estudiar su vida, deberíamos encontrar respuestas a nuestros problemas.

Cuando hablamos solamente de los título y de la exaltación de la Madre de Dios, nos comportamos como lo hicieron, en más de uña ocasión, los hagiógrafos con los santos. Alguien dijo que los santos sufrieron los mayores daños, no de manos de sus perseguidores, sino de sus hagiógrafos, quienes al eliminar de sus semblanzas todas sus actitudes humanas, los convirtieron en personajes de «caramelo», inertes. Por eso, no basta con dar culto y venerar a María, con coronar su cabeza; esos medios son medios ricos que Ella jamás utilizó en su vida. Amar a María significa imitarla, seguirla, porque Ella es la que nos precede, la que nos sirve de modelo de fe.

Si Dios frustra nuestros planes y nos conduce por otro camino, diferente al que imaginamos, debemos saber que lo mismo le sucedió a María. Ella también se imaginaba de una manera diferente su santidad, su camino y su misión. Ella, que renunció a la maternidad, fue llamada a una maternidad extraordinaria. Aquella llamada frustró todos sus planes. María, al decir su "si" en el momento de la Anunciación, no era plenamente conciente de lo que había aceptado. Pero eso no redujo el valor de su consentimiento, porque con sus constantes «sí es», a lo largo de toda su vida lo confirmó. Dios amaba tanto a María que escogió aquel tratamiento muy duro para Ella. Sabemos que El trata de esa manera a sus amigos: Esa es la mejor manera de conformar al hombre a la imagen y semejanza del Hijo de Dios.

Veamos cómo Dios conformó la fe de María, cuántas «tormentas» pasaron por su vida y cuán difíciles fueron las pruebas a que fue sometida. He aquí que, poco después de su primer «fiat», cuando se le anunció que concebiría y daría a luz al Hijo de Dios, resultó que San José nada sabía sobre el asunto. Aquélla fue la primera angustia de los dos. María y José no sabían que hacer, y sufrían mucho por esa razón. José tuvo que tener una gran conmoción cuando se dió cuenta de que María estaba embarazada, y Ella también tuvo que tener un gran sufrimiento. Sin embargo, al Señor le hubiera sido muy fácil explicarle a José, de antemano, de qué se trataba, pero no lo hizo, En aquellos momentos, María , con seguridad, se hizo una y mil veces la pregunta: ¿Qué debo hacer? Aquél tuvo que ser un periodo muy difícil y oscuro.

La fe no disipa la oscuridad, por el contrario, la impone. Y en eso radica su sentido. La Madre de Dios, al vivir con la fe, vivía al mismo tiempo en una gran oscuridad, y era sometida a pruebas de fe, a veces muy difíciles. Una de esas pruebas fue el nacimiento del Niño Jesús en Belén. El lugar y el momento del nacimiento del hijo, es algo muy importante para toda madre. Las madres siempre quieren que sus hijos nazcan en un lugar decente, y en condiciones humanas, y ese es uno de los derechos básicos. ¿No deseaba lo mismo María?... Pero no le fue dado. Y si Jesús tenía que nacer en Belén. ¿no hubiera sido más sencillo que José se hubiera enterado antes de todo?. El solía recibir indicaciones durante el sueño, por consiguiente, también hubiera podido recibirlas en relación con el nacimiento de Jesús: «vete a Belén, porque allí nacerá el Niño». Sin embargo Dios decidió otra cosa. El niño nació en Belén, pero como resultado de una situación especial, generada por el censo que se hacía de la población. Aquella situación hizo que Jesús naciera en circunstancias tales, que carecía de condiciones de seguridad. El gran número de personas que había afluido por el censo, hacía imposible encontrar hospedaje. Se trataba de una situación tal, que con gran facilidad se podía hacer caer en las tentaciones del temor y de la inseguridad. Y precisamente en ese contexto, de rigurosas pruebas de fe, iba a nacer el Niño.

El ángel se comunicó con María únicamente en el momento de la anunciación, luego no hubo más comunicación, ya no hubo más mensajes. Cuando nació Jesús, los ángeles no se le aparecieron a María , sino a los pastores que cuidaban los rebaños. Poco después, tras la visita de los Reyes Magos, se produjo el siguiente «terremoto», la persecución organizada por Herodes. Era una difícil prueba para la fe: ¿por qué Dios guardaba silencio?, ¿por qué no intervenía en defensa de su Hijo?, ¿Por qué parecía ser impotente ante la tiranía de Herodes? Luego, se vieron obliga dos a huir a un país extraño donde no había ningún apoyo humano.

La siguiente gran prueba de fe ocurrió cuando Jesús, a los doce años, se quedó en el templo sin avisar a su Padre.

Por el Evangelio sabemos que ellos no entendieron las palabras que Jesús les dijo cuando lo encontraron, pero que María las guardó en su corazón. Eso significa, que seguía habiendo oscuridad en su vida. ¿ Por qué Jesús no quiso explicarles nada?... Ella, la Madre de Dios, tenía que ir aprendiendo a interpretar adecuadamente los hechos, tenía que ir aprendiendo la espiritualidad de los acontecimientos. Dios no le facilitaba nada y todo en su vida seguía siendo difícil.

El "si", dicho durante la anunciación, fue algo alegre y fácil en comparación con el último «si», dicho al pie de la cruz. Una persona de alto nivel de vida espiritual, suele estar dispuesta a entregarse y sacrificarse, pero estar dispuesta a aceptar los sufrimientos de los seres queridos, de aquéllos que amamos, es mucho más difícil. María al estar al pie de la cruz, parece pronunciar un doble «si»: hágase en nosotros, en El y en mí. Si mi Amado Hijo ha de sufrir, si ha de ser torturado, que así sea. Esa aceptación fue la prueba más dura. Ese «fíat» de María, al pie de la cruz, hizo que se convirtiera en Madre de la Iglesia, en María de todos nosotros. La maternidad espiritual de María tiene sus fuente en ese < sí> , el más difícil.

Si te sientes destrozado, o muy deprimido, piensa que estás muy cerca de Aquélla que tuvo una vida tan difícil. Dios amaba a María de una manera especial y extraordinaria, sin embargo, en su vida hubo mucho sufrimiento. Y es que Dios trata a sus amigos precisamente de esa manera. Esta es una forma de amor y de confianza.

Dios no quiere que le exijamos muestras de sus sentimientos hacia nosotros, El quiere sentirse libre. Imaginemos a un matrimonio ideal, en el que el marido es una persona muy ocupada por su trabajo, y la esposa, que lo quiere mucho, trata de no molestarlo, e incluso, se preocupa por ayudarlo en lo que puede buscándole los materiales que necesita. Ella piensa únicamente en El. Ese es el amor ideal, aquél que hace que uno tenga el pensamiento puesto en el otro, y anule su propia persona, es decir, elimine todo interés por sí misma. Se trata de un amor particularmente difícil. Ese amor fue el que exigió Cristo de su Madre.

Este tipo de amor se narra en el Evangelio cuando le dijeron a Jesús: «¡Oye!, ahí fuera estáte tu Madre y tus hermanos que desean hablarte» (Mt 12, 47). Jesús trató entonces a su Madre, como se puede tratar únicamente a la persona más amada, a la persona en la que se confía plenamente. Parecía negarla: «¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos?» ( Mt 12, 48). Aparentemente Jesús era muy seco con su Madre, pero, El la sometía a prueba, sometía a prueba su fe, su total entrega a Dios. Para María este trato tan duro, era una prueba de la suprema confianza que su Hijo le tenía. Sabía que Cristo contaba con ella, y que por eso no tenía que preocuparse de ella. María jamás obstaculizó la misión apostólica de Jesús, dando así una prueba de desinteresado amor a su Hijo.

Si alguna vez también resulta ser muy duro contigo, eso significa que te ama muchísimo, que confía en que no lo defraudarás, ni lo abandonarás. Cristo despojaba incesantemente a su Madre, y ella siempre respondía «si», y se asemejaba cada vez más al modelo Divino que era su Hijo. ¿Se puede decir que una vida así es muy difícil?... si y no. Esta respuesta ambivalente procede de que, para la persona que ama a Dios, y está unida a El, los actos en que resulta despojada pueden producirle gozo y felicidad, porque son una ocasión para declararle el amor desinteresado que siente por El, y una oportunidad para demostrarle fidelidad.

Cuando te sientas mal y abrumado, y El guarde silencio, recuerda que ese silencio no es más que otra forma de hablarte; y su ausencia otra forma de su omnipresencia. El silencio y la ausencia de Jesús siempre son aparentes. A Santa Teresa de Avila le dijo: «Cuando te perecía que estabas sola, es cuando yo estaba más cerca de ti». Precisamente, cuando te sientes muy solitario, cuando la estás pasando muy mal, cuando sufres despojamiento de todo; El está más cerca de ti que nunca. Pero no te da señales, porque desea que te abandones a El aún más. Ese silencio y esa aparente ausencia, son para El un riesgo; algunos suelen apartarse. En cierta ocasión abandonaron a Jesús grupos enteros de oyentes, porque consideraron que les exigía demasiado. Este apartarse de Jesús, como consecuencia de las pruebas a que somete la fe, es algo que sigue sucediendo. Unos salen airosos de las pruebas, más fortalecidos en su abandono en Dios, pero hay otros que se apartan de El.

María, ante las difíciles pruebas de la fe, es para nosotros un cargo de conciencia. En su vida todas las pruebas a que fue sometida terminaron con el fortalecimiento de su abandono. Ella, a pesar de que experimentó tantos sufrimientos, jamás defraudó a Dios. En Ella no hubo divergencia entre el modelo imitado y la imitación, en su vida el ideal Divino cobró cuerpo de una manera plena; de forma que se convirtió en la obra maestra de Dios, en la encarnación perfecta de sus planes. Nosotros, mientras tanto, siempre creamos momentos de divergencia entre la fe y la vida, entre nuestras palabras y nuestros actos, entre los ideales y su realización. Como resultado de las pruebas a que es sometida nuestra fe, retrocedemos o nos apartamos. Y es en ese sentido, que María es un reproche a nuestra conciencia.

María, que es para nosotros el modelo del abandono en Dios, podría ser llamada «Virgen de la Aceptación>, «Madre del Abandono», porque siempre le dijo a Dios: < hágase como Tú quieras». El acontecimiento más importante de la historia del mundo, se produjo en la oscuridad de la noche en Getsemaní. Este acontecimiento fue el «si» que Cristo le dio al Padre. El mayor acontecimiento se produce en tu vida cuando, como María, escoges el camino de la aceptación. En Ella, la aceptación se extendió a lo largo de toda su vida, y de la misma manera tiene que suceder en tu vida. Tu vida se compone de anunciaciones continuas, entendidas como llamados de la gracia y pruebas de la fe. El tiempo es un tesoro, porque es la Presencia de Dios. Cada momento es una llamada para ti y una prueba para tu fe; por otra parte, para Dios es una espera: ¿me dirás «si» Nuestra vida de fe equivale a un «si». La esencia del cristianismo es una constante declaración a Dios: «hágase Tic voluntad». La Virgen María siempre le repitió a Dios esas palabras: ¿Se puede amar más?

María siempre crecía en la gracia, y, al mismo tiempo, estaba llena de gracia. A través de su fidelidad y abandono, su extraordinaria alma humana llegó a ser como un depósito siempre lleno de gracia, pero siempre en constante crecimiento. Dios parecía ampliar continuamente su corazón, y cada nueva prueba de fe a que era sometida, cada uno de sus «sies», causaba su crecimiento en la gracia. La vida de la Madre de Dios, muy común y corriente, fue santificada por ese incesante «fíat».

La distancia entre María y nosotros, surge siempre por culpa nuestra, y somos nosotros los que la hacemos inalcanzable y distante. Y es esa distancia la que nos acusa de mediocridad, de tibieza y de tener miedo de ir tras la gracia hasta el fin. Porque es muy fácil decir: «ella es la Inmaculada Concepción»..., «ella es la Madre de Dios»... «ella es distinta y yo no puedo imitarla»...; éstos son simples pretextos, son barreras que interponemos al urgente llamado de la gracia, para dificultar la senda que conduce a ella.

Podríamos preguntar: ¿por qué Jesús está tan interesado en que sigamos las huellas de la Virgen?, ¿por qué quiere le que sigamos por la senda de María?... Una de las respuestas a estas preguntas es el radicalismo de la Virgen. Un radicalismo tal, en nuestra entrega a Dios, que le hace posible a Dios entregarse a nosotros. Jesús amó a María de una manera extraordinaria y excepcional, a ninguna creatura amó tanto como a ella. Y este amor se debió a que ella supo entregarle todo. Ella eligió la virginidad, no solo en el sentido de la castidad, sino también en el sentido de una plena entrega a Dios por amor. Porque en eso consistió en María la Virginidad Evangélica. En eso consiste una decidida voluntad de vivir en la castidad, para poder entregarse totalmente a Dios y vivir para El. Ella, que desde el primer momento de su existencia, se adhirió con toda la fuerza de su voluntad y amor al Verbo Eterno, realizó en su vida el ideal más encumbrado de la virginidad. María, al entregarse a Dios de manera perfecta, se convirtió primero en Esposa, y luego en Madre del Verbo.

Dios se entrega al alma en la medida en que ella se entrega a Dios. Eso significa que el Verbo tuvo que tener una entrega muy grande a María, ya que ella se convirtió en una total ofrenda para El. María es un alma a la que Jesús amó por su plena entrega. Jesús quiere que avancemos por el camino mariano, puesto que quiere que nos vayamos conformando como esa alma, que, por su plena entrega, El ama tanto. Su más ardiente deseo es encontrar otras almas parecidas a ella, dispuestas a seguirle hasta el fin, para que El pueda derramar sobre ellas torrentes ilimitados de amor y de gracia.

El deseo de encontrar esas almas es un "hambre", un ansia siempre insatisfecha, Jesús te llama a que emprendas la senda de María, para mostrarte, en ella, la grandeza de sus deseos para ti.

Si imitas a María, si te asemejas cada vez más a ella, entonces, Jesús, en la medida de tu propia entrega, te podrá amar con el mismo amor con el que la amó a ella. María, que se te presenta como un tipo de alma entregada hasta el fin a Dios, es para ti un llamado a realizar el ideal del radicalismo de la fe.

 

Las tempestades de la vida

A veces, las tormentas que vivimos en la vida, resultan ser acontecimientos privilegiados para el desarrollo de nuestra fe. La tempestad en el mar, descrita en el Evangelio, simboliza también, en cierta medida, nuestra situación cuando en los momentos difíciles de las pruebas de la fe, en los momentos de una mayor o menor tempestad, nos parece que Jesús nos ha abandonado, que está ausente. Las tempestades que vivimos pueden ser de diversa índole: pueden tratarse de tentaciones de pecado, de escrúpulos; de temores por el futuro, por la salud, por el trabajo; de tempestades relacionadas con las dificultades matrimoniales; etc. Ante esas tempestades se pueden manifestar dos tipos de actitud: el temor, como en el caso de los Apóstoles ante la tempestad; y la calma, simbolizada por Jesús dormitando en la barca. Jesús duerme en una situación que, desde el punto de vista humano, es trágica. Van en una barca que es azotada por las olas, y que en cualquier momento puede hundirse. Debía de estar muy cansado, pero... ¿solamente cansado? Jesús dormía en la barca de los Apóstoles, mientras que a éstos les parecía que todo estaba perdido. De ahí que sintieran pánico, que estuvieran alarmados, que sintieran miedo en el momento que despertaron a Jesús. Durante aquella tempestad, se manifestaron las dos actitudes indicadas: por un lado, estaban los Apóstoles que temblaban de miedo, y por otro lado, Jesús, con la calma reflejada en el semblante, y durmiendo. La actitud de Cristo parecía tan extraña, que los Apóstoles le reprocharon: «Maestro, ¿note importa que perezcamos?> (Me 4 , 38).

Cada tempestad tiene su sentido, es Dios que pasa y que ha de traer una gran gracia, la gracia del abandono. Cuando estés ante una tormenta, deberías poner los ojos de tu fe en el sosegado semblante de Cristo. Se puede hablar aquí de la «teología» del sueño de Dios. Durante nuestras tormentas Dios parece dormir. Las revelaciones de la Biblia no son únicamente las palabras, sino también los gestos. Es muy elocuente ese gesto lleno de calma de Jesús, al dormir en momentos de un peligro dramático. Es evidente que no significa que en los momentos de peligro haya que permanecer inactivo. El quietismo es contradictorio a la doctrina de la Iglesia. Jesús no reprocha a los Apóstoles por tratar de salvar la barca. El les reprocha la falta de fe, que causó que se dejaran vencer por la tentación del miedo, e incluso pánico, porque con su gesto, es decir, con su sueño, El quiso decirles: «Estoy con vosotros, debéis sentiros tranquilos, porque a la barca en que yo me encuentro nada puede ocurrirle».

La actitud de fe es al mismo tiempo una oración de fe. Esto se manifiesta en la calma en momentos de peligro, una calma en la esfera espiritual, puesto que no podemos influir directamente sobre la esfera Psicofísica. En esa esfera, en más de una ocasión, nos sentiremos sacudidos por los temores. Pero eso no importa, lo importante es que el temor que surja en la esfera emocional, psíquica, no domine nuestra esfera espiritual; no cambie nuestra actitud; no rija nuestros actos, nuestros pensamientos y deseos. Nuestra fe de que El está presente junto a nosotros, hace que, en contra de los estados de ánimo, podamos permanecer tranquilos. Su presencia, es la presencia de un poder y de un Amor infinitos.

 

Cuando lleguen a tu vida las tempestades, ya sean externas o internas, fíjate en el tranquilo semblante de Jesús. Entonces, entenderás que no estás solo, y que El , en toda situación, quiere decirte: «esta tormenta pasará, porque tiene que pasar». En los momentos de las tempestades y de las pruebas a que es sometida nuestra fe, tampoco debemos olvidar la constante presencia junto a nosotros de aquélla que es la Madre de nuestro abandono. Roguémosle que nos conceda su confianza, para que dejemos de confiar en nosotros mismos, en las cosas o en los demás; y advirtamos la constante presencia junto a nosotros de su Hijo, que es nuestro único apoyo seguro. Roguemos a María para que imitándola confiemos únicamente en el Señor: «¡Madre del Gran Abandono! me entrego a ti, sin reservas, hasta el fin»

 

La inquietud que surge de la falta de fe

Las pruebas a las que es sometida la fe, no siempre dan como resultado su fortalecimiento y dinamización. Porque si te defiendes ante el despojo a que eres sometido durante las pruebas, entonces retrocedes en tu abandono en Dios, tu fe empieza a quebrantarse ante las dificultades, Y tu vida se ve dominada por la intranquilidad, la precipitación y la angustia. Estos últimos son síntomas de inmadurez o de falta de fe, pues son contradicciones a ella.

Cuando ante una prueba de la fe, ante un peligro o una dificultad, te dejas arrastrar por la precipitación, por la intranquilidad o por la angustia, hieres el amor de Jesús. Tomas esas difíciles cosas en tus manos, y quieres resolverlas por tu cuenta, te fías de ti mismo y no dejas sitio para la fe. La fe consiste en contar con el Poder y con el Amor infinito. Cuando permites que te dominen la precipitación, la intranquilidad o la angustia, estás como desplazando a Jesús, es como si le dijeras: «ahora no puedo contar contigo y tengo que hacerme cargo del asunto personalmente».

Es evidente que hay que diferenciar dos esferas que coexisten en el hombre: la esfera psicofísica, y la espiritual. Cuando surgen los peligros, las inquietudes, la precipitación y la angustia, se apoderan primero de nuestra esfera psicofísica, de nuestra esfera de los sentimientos. Mientras las tensiones que te empujan a la precipitación o a las inquietudes, se mantengan en la esfera psicofísica no hieres a Jesús. Pero en el momento en que permites que esa situación, psíquicamente difícil para ti, y las inquietudes y precipitaciones, se apoderen de tus facultades espirituales, es decir, de tus pensamientos y de tu voluntad, entonces ya se puede hablar de infidelidad, de falta de fe. No se trata de eliminar el temor, la precipitación o las inquietudes de la esfera psicofísica, porque con frecuencia eso es imposible. Se trata de que en tu actitud, es decir, en tu esfera espiritual que rige y forma esa actitud, no haya pánico, y reine únicamente la paz que fluye de la fe.

Mantener la paz no es fácil. Sabemos que con frecuencia los santos también tuvieron que medir sus fuerzas con ese tipo de dificultades. Por ejemplo, San Maximiliano María Kolbe tenía una úlcera muy molesta en el estómago, esto es muestra de que con frecuencia sufría tensión nerviosa. En su vida tuvo un periodo en el que se impuso, a sí mismo , la obligación de mantener la paz ante los peligros, es decir, en el que tuvo que luchar por su fe.

La virtud de la valentía no consiste en no sentir temor o inquietud en la esfera psicofísica, sino en no dejarse vencer ante ese temor, creer que nunca estamos solos, que siempre hay un Alguien junto a nosotros que nos ama y de quien todo depende. Las pruebas a las que es sometida nuestra fe, como gracias difíciles, con frecuencia vienen acompañadas del sufrimiento, pero debemos aceptarlas con la certidumbre de la cercanía de Cristo, y con fe en que El triunfará; que después del Viernes Santo llegará el Domingo de Resurrección. Debemos de tener, dentro de nosotros, una fe inalterable de que, Aquél que- es Paz, Poder, Alegría y Resurrección, está de manera especial junto a nosotros en los momentos de prueba y de sufrimiento.

El dinamismo de la fe y nuestra lucha contra las tentaciones de la inquietud, de la precipitación y de la angustia, se expresan en la vivencia del momento presente, y en la santificación de ese momento como momento de la gracia. «Entrégate plenamente a la Providencia misericordiosa, es decir, a la Inmaculada, y queda en paz -escribió San Maximiliano a uno de los hermanos- vive siempre como si este fuera el último día de tu vida, porque el mañana es inseguro, el ayer ya no te pertenece, y solamente el hoy es tuyo. Dios no quiere que mires hacia atrás, porque es en esos momentos cuando puedes ser más propenso a ceder a las tentaciones. `Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios' (Lc 9, 62). Dios no quiere que te preocupes por el futuro. En el Sermón de la Montaña, Jesús dijo claramente: `Cada día tiene bastante con su propio mal' (Mt 6, 34). Si te vuelves hacia el pasado o hacia el futuro y no vives el momento presente, pierdes las gracias del momento que El desea concederte».

Eso podemos imaginarlo con una escena ficticia, una especie de parábola: Estás en la estación de un pequeño ferrocarril, y frente a ti pasa continuamente un tren con pequeños vagones. Tú los debes llenar con los paquetes que hay junto a ti. Pero puede ocurrir que te empieces a fijar en los vagoncitos que ya se han alejado, y te des cuenta con sobresalto que has dejado pasar muchos sin llenar. Luego te fijas en los vagoncitos que se acercan y adviertes con horror que te quedan muchísimos por llenar. Mientras tanto, distrayéndote con los que se han alejado, y con los que se acercan, estás dejando pasar muchos vacíos.

Las preocupaciones que te atormentan, y que conciernen al pasado o al futuro, también son una prueba a la que es sometida tu fe. Dios espera que todo lo dejes en sus manos y te entregues aún más a El, hasta abandonarte totalmente.

 

La paz surge de la fe

Si las pruebas a las que es sometida tu fe, fortalecen tu adhesión por E1 y tu ansia de apoyarte en El, verás cómo en tu vida aparecerá su paz. Las palabras: «que la paz sea con vosotros», en hebreo «shalom» , es un saludo muy entrañable. Es un saludo para desear la paz que dimana de la íntima comunión con Dios; así era comprendido en el Antiguo Testamento. Cristo saludaba a sus discípulos de esa forma: «shalom». Durante la última cena les dijo: «Os dejo la pa¿, mi paz os doy, no os la doy como la de el mundo» (Jn 14,27)

El mundo también quiere darnos la paz, una paz humana. Y es que hay dos clases de paz, de la misma manera que hay dos clases de alegría. Hay una paz y una alegría humana que se caracterizan por su breve duración, por su carácter pasajero. Y existe la paz y la alegría de Cristo, que surgen en nosotras como algo duradero, basado en la fe. ¿Qué son la paz y la alegría humana? Es lo que conseguimos de los hombres. Nuestra paz humana es como una limosna conseguida de otros hombres. Porque, en realidad, al buscar esa paz y esa alegría, lo que buscamos son migajas; lo que hacemos es pedir limosna. Y es que esas migajas de reconocimiento humano que buscamos, esos mínimos elogios, esas alabanzas y esa mirada que a veces nos es suficiente; no son otra cosa que piltrafas con las que nosotros pretendemos construir nuestra paz. Y a veces sucede que alguien consigue sus objetivo, consigue el reconocimiento, consigue éxitos y logra conformarse con esas piltrafas humanas que le reportan satisfacción. Esto es la paz humana, la paz conseguida como limosna, la paz que da el mundo. Esa paz es muy poco duradera. Basta un incidente insignificante; basta la grosería de alguien, algún alfilerazo, alguna sospecha malintencionada; para que esa paz se destruya, pala que desaparezca la alegría. La paz nos abandona porque fuimos despojados de las piltrafas que recibimos como limosna.

Cuando perdemos la paz humana aparece el fenómeno inverso: el miedo que genera enfermedades y neurosis. El miedo nace de la búsqueda de la paz humana; es la consecuencia de la pérdida de las migajas reunidas. A veces, es el producto del temor que tenemos a perder el reconocimiento de alguien, a no ser tomados en cuenta por alguien, a perder ese mínimo de aceptación que hemos logrado en lo que hacemos, a perder la sonrisa humana . Así nos convertimos en esclavos de los caprichos y estados de ánimo de nuestros semejantes, de lo que nos aporta el siglo y de lo que nos da el mundo

La segunda paz, la paz de Cristo, fluye de su presencia. Es un don; «mi paz os doy», dijo Cristo. Esa paz es el propio Cristo. El es nuestra paz, la que se nos ha dado a través de la fe (cf Ef 2,14).

Aceptar la paz de Cristo a través de la fe, significa recibir su propia persona, significa abrirle de par en par las puertas de nuestro corazón.

La inquietud y la tristeza siempre son malas, porque siempre surgen del amor propio, lo mismo sucede con la paz y la alegría cuando no surgen de Cristo. No toda paz es buena, como tampoco lo son todas las alegrías. Cuando me alegro de que algo a mí me ha salido bien, estoy sintiendo una alegría humana que tiene una breve duración. Esa es una piltrafa. Si corremos detrás de ese tipo de alegrías, detrás de este género de paz, nos encontraremos siempre ante una especie de castillo, de naipes, que se derrumba al menor soplo, porque nuestro Señor no acepta que esa paz humana, que la paz de este mundo, sea algo duradero en nuestra vida.

La paz verdadera es el fruto de la vida interior, no en el punto de partida sino en el punto de llegada. Es el fruto de una fe que ha profundizado, como resultado de las pruebas a que hemos sido sometidos. Aparece como resultado de lo que hemos elegido, no como resultado de lo que hemos conquistado. Si en tu vida hay ídolos, si hay ataduras y esclavitudes que atan tu libertad, no conseguirás la paz. Cuando alguien o algo se interpone entre tú y Dios, no puedes adherirte plenamente al Señor en el sentido de la fe, y tampoco habrá paz en ti. ¡Qué lástima que tus sufrimientos sean un sacrificio en vano!

La paz de Cristo es el resultado del proceso de haber elegido a su persona. Se trata de la elección fundamental, de la opción básica. ¿Es Cristo para ti realmente el valor supremo? El te dio, al redimirte en la Cruz y resucitar, la posibilidad de recibir la paz verdadera y la alegría auténtica. Esa paz, y la alegría duradera que la acompaña, están al alcance de tu mano gracias a la Cruz y a la Resurrección. Pero tú tienes que efectuar la elección, tú, valiéndote de los frutos de la Cruz y de la Resurrección, tienes que elegir a Cristo con su paz. Este ha de ser el proceso de tu aceptación de Cristo. Pero no puedes aceptar la paz y la alegría, si no elegiste a Cristo; porque El mismo te ayuda a hacer esa elección, al despojarte de lo que te ata y esclaviza. Es El quien derriba tus ídolos. Cuando lo aceptes, ésa será tu elección y tu pronunciamiento en favor de la paz, de la alegría y de la libertad; ésta será tu elección de la fe. Si padeces de neurosis, o si notas que aumenta, eso significa que en ti sigue habiendo poca vida interior, sigue habiendo poca elección de Cristo. Eso significa que sigues sin elegir a tu Amigo Divino, que sigue habiendo poca fe en ti; de la fe que genera paz. Tienes que querer aceptar ese despojamiento, lo cual es una constante elección de Cristo. Al aceptar su voluntad eliges y aceptas su amor.

Pero en las bases de esa elección, tiene que haber algo que en definitiva es lo más importante: la fe en el amor>, ¿Qué es lo que espera Dios de mí?, qué es lo que quiere? El quiere que, al amar su voluntad, quieras el bien para ti mismo. Cristo nada necesita para sí. Si quiere algo de tí, siempre se trata de tu bien. El quiere amarte y quiere que aceptes su deseo, es decir, su amor. Tú eres como un niño pequeño que no sabe lo que es bueno. Los niños tienen que ser obligados a comer, a vestirse y a estudiar; porque los niños no saben amarse. Son el padre y la madre quienes al amarlo, se preocupan de él. El niño no sabe amarse, no sabe velar por sus intereses. Lo mismo sucede con nosotros, no sabemos lo que es bueno para nosotros mismos, no sabemos amarnos. Nos amaremos de una manera pura y desinteresada amando la voluntad de Dios, su amor y su preocupación por nosotros.

Cristo es Alguien que espera algo de ti. Ante todo, es la Voluntad que se nos revela. Creer en Cristo y amarlo, significa amar lo que El quiere, amar Su voluntad. Hemos de elegirle precisamente de esa manera, es decir, amando lo que El ama. Elegir a Cristo en las situaciones de prueba a que es sometida nuestra fe, confirma nuestro amor a su voluntad; esto es lo único que nos dará la paz y la verdadera alegría, que nada ni nadie nos podrá arrebatar.