Capítulo 4

La fe como reconocimiento de la propia incapacidad
y el esperar todo de Dios

A la luz de la fe, podemos ver nuestra propia incapacidad y esperarlo todo de Dios. Walter Kasper escribió: «Para los sinópticos la fe es un conocimiento de la propia incapacidad y la confianza en el Poder Divino actuando a través de Jesús». El creyente nada espera de sí mismo, ya que todo lo espera del Señor. Permitiremos que el poder de Dios actúe en nosotros, cuando reconozcamos, con espíritu de fe, nuestra propia incapacidad, y de esa manera, nos convirtamos en pobres de espíritu.

La moral evangélica no es la moralidad de los mandamientos, sino la moral de las Bienaventuranzas. Es la moral, ante todo, de la primera Bienaventuranza: «Bienaventurados sean los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3). Bienaventurados sean realmente, porque ellos, esos pobres, entran en el Reino.

 

«Bienaventurados sean los pobres de espíritu»

Aquel que busca sobre todo el Reino de Dios, es decir, el que busca la santidad, la encontrará, y también todo lo demás, o sea, todos los dones espirituales y temporales que se necesitan en la vida. « Bienaventurados sean los pobres de espíritu», los que no están apegados a nada, los que nada tienen y los que todo lo esperan de Dios. Bienaventurados sean, porque en sus corazones hay sitio para Dios. A ellos les pertenece el Reino de los Cielos, por que ellos llevan a Dios. Esta es la Buena Nueva sobre los Bienaventurados, cuyos corazones son libres para el Señor.

Tú crees en proporción a la pobreza de tu espíritu. La palabra «pobre» en la Biblia, no siempre significa pobre en el sentido material. Pobre de espíritu era, por ejemplo, el rey David, a pesar de que ocupaba el puesto más encumbrado de su sociedad. El hombre pobre de espíritu es aquél que ha sido despojado de la seguridad en sí mismo, es alguien que sabe que sus fuerzas no serán suficientes. El hombre que es así espera recibirlo todo de Dios, y, por consiguiente, no echa raíces en la vida temporal.

Si en lo que concierne a tus posibilidades naturales te sientes fuerte, tu fe no se puede desarrollar ni profundizar. De ahí que debas sentirte débil, que debas convencerte de que hay cosas que no puedes. Este será un llamado a la fe. Tu debilidad, tu impotencia y tu incapacidad, se convertirán en una especie de fisura por la que se irá filtrando la gracia de la fe hasta tu corazón. Dios, a través de nuestras heridas, nos otorga la gracia de la profundización de la fe. Charles Péguy, un gran converso de nuestros tiempos, escribió: «Se encuentran increíbles luces de la gracia que logran llegar hasta las almas malévolas e incluso depravadas. Y se ve salvado aquél que parecía irremisiblemente perdido. Pero no se había visto jamás que algo se pudiera filtrar por un superficie cubierta de barniz, o pudiera pasar a través de una capa impermeable, o se reblandeciera lo que era muy duro. De esto provienen las muchas incongruencias que observamos en la eficacia de las gracias, que con frecuencia no surten efecto en las almas de la llamada gente honesta, segura de sí misma; mientras que conquistan victorias sorprendentes con las almas de los mayores pecadores». Ocurre así, porque los honestos, los que son adultos en el sentido evangélico, carecen de defectos, no se sienten heridos, son fuertes, poderosos y autosuficientes; son adultos. «Su pellejo moral permanece incesantemente intacto -escribe Péguy- se transforma en una especie de blindaje, sin rasguño. Ellos no tienen esa apertura que sólo puede ser provocada por alguna terrible herida, por algún tormento no olvidado, por algún rencor no superado, por alguna opinión mal dada, por alguna inquietud mortal, por alguna amargura oculta, por algo que se derrumbó y se ha quedado escondido, por alguna cicatriz que no se cierra. Ellos no tienen esa apertura para la gracia, y esto se puede considerar un pecado. Como no tienen heridas ni son vulnerables, como nada les falta, tampoco pueden recibir nada. Como nada les falta no pueden recibir aquello que es todo. El mismo amor de Dios no puede curar al que no tiene heridas. Precisamente porque el hombre yacía en el suelo, el samaritano lo levantó. Sencillamente, aquél que no ha caído, jamás podrá ser levantado, y el que no se ha visto anegado por el sudor, jamás podrá ser secado. Los llamados honestos, los adultos, sin impenetrables para la gracia».

Es posible que en tu vida haya también algo de esa terrible herida que no cicatriza, es posible que haya algo de esa angustia no olvidada, alguna sensación de injusticia no vencida, algún desasosiego, alguna amargura oculta de las que hay tantas en las cosas del mundo; un algo que se ha derrumbado. Entonces es posible que pienses que todo está acabado, pero en realidad es lo contrario. Todo eso ha de ser para ti canal de gracia. Dios tiene que permitir tantas heridas y dificultades, para que te sientas débil, y con esa debilidad te abras a la gracia. Si alguna vez te sientes especialmente dolido, no olvides que éste es un dolor bendito, que hace sitio para la gracia en tu blindaje de adulto y de honesto. Todo eso es una oportunidad que se te ofrece para que profundices tu fe. Tu debilidad hace que, a través de la fe, pueda vivir en ti el poder de Dios. Dios, al acercarse a ti, tiene que hacerte más débil para que lo necesites, y para que al creer y confiar en El, cada vez más, busques su apoyo. Tiene que empequeñecerte, porque eres demasiado grande y las heridas empequeñecen. De ahí que toda herida sea para ti una oportunidad de irte convirtiendo en el niño del Evangelio. (cf. Mt 18, 3). A veces hacen falta muchas heridas para hacerte niño, para avanzar por el «pequeño camino».

 

El poder de Dios necesita de la debilidad del hombre

Dios, al acercarse al hombre lo debilita. Hace exactamente lo contrario de lo que podríamos esperar. A nosotros nos parece que somos quienes nos acercamos a El, y que, en esa situación, deberíamos hacernos cada vez más fuertes, deberíamos ser cada vez más independientes. Sin embargo, es El quien se acerca a ti, y al acercarse te debilita más, ya sea física, psíquica o espiritualmente. Y lo hace para poder habilitar en ti con su poder, porque es tu debilidad la que le da sitio a su poder. Cuando estás débil no puedes confiar en ti mismo, y es entonces cuando surge la oportunidad de que te dirijas a El, y quieras apoyarte en El. Con mucha frecuencia te defiendes ante la mayor de las gracias, la gracia de la debilidad, aunque ya San Pablo escribió: «Mi fuerza es muestra perfecta en la flaqueza, por tanto con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (...). Pites citando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 9)

Tu poder y tu fuerza tarde o temprano tienen que derrumbarse. En realidad tu fuerza no existe, porque no es más que un don, un don del que tú te apropias, y por eso tienes que ser despojado de él.

San Maximiliano María Kolbe se sentía totalmente desvalido durante muchos de sus grandes viajes apostólicos. A veces se encontraba en climas muy difíciles para sus pulmones enfermos. Sufría mucho en los viajes por mar, por la humedad que a veces le impedía respirar. Sin embargo, todas esas contrariedades no detenían sus deseos de anunciar el Reino de la Inmaculada en todo el mundo, aunque más de una vez sentía que no aguantaría una hora más en el barco. Posiblemente entonces le habría dicho a María: ¿Si no puedo resistir una hora más, cómo podré ampliar tu reino? Aquella debilidad era toda su fuerza.

  

Si Dios quiere valerse de ti, lo hará debilitándote.

Cuando tratas de hacer apostolado con ayuda de tu fuerza y de tu poder, te conviertes en un antisigno. La gente no desea tu poder, tu fuerza, porque es para ellos una fuerza humillante. Dios, para hacer de ti un signo y servirse de ti, tampoco necesita tu fuerza, por el contrario, necesita tu debilidad. Esa idea fue expuesta de una manera muy firme ya en el Antiguo Testamento, en el ejemplo de Gedeón. El adversario de Gedeón tenía un ejército de 135 mil hombres, mientras que Gedeón disponía apenas de 32 mil, cuatro veces menos. Sin embargo, en la historia se han conseguido victorias por ejércitos inferiores en una proporción similar, por eso para Dios aquella desproporción resultó aún pequeña. Ordenó reducir el número de guerreros de Gedeón. En una primera selección su cantidad se redujo de 32 mil a 10 mil. La tropa de Gedeón es ahora trece veces menos numerosa. En la historia de la estrategia militar se desconocen victorias alcanzadas con tanta desventaja, pero aún así, el hombre hubiera podido atribuirse el triunfo, atribuirlo a su propio ingenio. Gedeón seguía siendo demasiado fuerte, seguía estando en condiciones de contar con sus propias fuerzas. Dios lo sometió a una nueva prueba, y le ordenó que renunciara a casi 10 mil guerreros más y que se quedara únicamente con 300. En un momento así realmente ya no sabemos si la situación es dramática o cómica. Parece ser totalmente ridículo dar la cara con semejante ejército a un enemigo que es 450 veces más fuerte. En semejante situación la victoria podía ser alcanzada solamente por Dios, porque ya estaba fuera del alcance de Gedeón. Gedeón dió la cara con aquel puñado de hombres y hubo victoria. La enorme desventaja que tenía hizo que ni siquiera sintiera la tentación de creerse el autor de la victoria. Toda la situación fue llevada hasta el absurdo, como si Dios sonriendo dijera: < Ya ves, Gedeón, querías vencer por medio de tu habilidad y la fuerza de tu ejército, mira, te quedaste con 300 hombres para hacer frente a 135 mil enemigos. ¿Qué te parece?». Gedeon confió en el Señor, y alcanzó un triunfo sin igual en la historia (cf. Jc 7).

El Señor guarda su tesoro en frágiles recipientes de barro, para que lo que hagamos se haga por el poder de Dios, y no por el nuestro (cf. 2 Co 4, 7). Dios despojó a Gedeón de su poder humano, le hizo pequeño y débil, hizo algo que desde el punto de vista humano parece absurdo. Algo similar puede ocurrir también en tu vida. Si tienes en ti mismo 32 mil elementos del poder humano, Dios los convertirá primero en 10 mil, y posteriormente en 300. Entonces serás realmente muy débil, casi como un muerto. Pero a pesar de esta debilidad, podrás ir venciendo. Y esas serán victorias no de tu poder, sino del poder de Dios.

 

La pobreza de Cristo

La fe, en la forma de pobreza de espíritu, tiene su modelo en la vida y figura de Jesús. Ser pobre significa ser dependiente. En la vida de Jesús vemos tres momentos en los que su pobreza llega al colmo, cuando El, Dios, se convierte en un ser totalmente dependiente, y se muestra, por su impotencia, en un aparente fracaso: en Belén, en el Calvario y en el Santísimo Sacramento. Si ser pobre significa ser dependiente, Jesús era totalmente dependiente desde Belén, donde hubo impotencia, y se puede decir que incluso hubo fracaso; porque Jesús no fue recibido por los suyos, y tuvo que nacer en condiciones infrahumanas. Todas tus experiencias de impotencia, todas las cosas para las que resultas incapaz, son tu participación en la impotencia de Jesús.

El Calvario fue la segunda situación en la que Jesús estuvo sumido en un terrible despojamiento. Allí tampoco puede ayudarse con nada, porque sus manos, las manos que dieron la bendición a la muchedumbre, están clavadas en la cruz y sangran. Tampoco puede ayudarse con los pies, porque aquellos pies que llevaban el amor y la Buena Nueva a todas partes, ahora están clavados. En el Calvario Jesús se vió despojado de todo. La Cruz es la expresión de la locura del amor de Dios. El despojamiento a que se vió sometido Jesús llegó aquí al colmo.

La otra expresión del despojamiento de Jesús, es el Santísimo Sacramento. En él también hay impotencia y fracaso, aunque, naturalmente, se trata de una impotencia y de un fracaso aparentes, como ocurrió en el Calvario. En el Santísimo Sacramento, Jesús guarda silencio, también cuando la gente se dirige a El. En el tabernáculo se ve despojado de todo, de tal manera, que cualquiera puede sacarlo y trasladarlo a su antojo, puede recibirlo, pero también puede profanarlo. Puede, pues, hacer con E1 lo que se le antoje, exactamente eso, lo que le dé la gana. Y ése es el estremecedor misterio del despojamiento de Cristo, de su "kenosis" y de su pobreza, de su entrega total al hombre.

 

Esas tres situaciones: Belén, el Calvario y el Santísimo Sacramento, son momentos en los que el amor de Jesús llega hasta la locura, hasta los límites de la pobreza. Pero es precisamente gracias a esa locura y a esa pobreza que Jesús te trae la Redención, te trae la fe. El silencio de Dios, su impotencia y su «fracaso», son para el mundo, que desearía un Dios pleno de poder visible, un escándalo. La cruz fue y sigue siendo un escándalo para aquellos que no creen; pero para aquellos que creen, es el poder supremo. Tu cruz, que son las privaciones y la pobreza que sufres, crea en ti el sitio necesario para la gracia; para la gracia de la fe.

 

Reconocer que todo es don

La fe es el reconocimiento de la propia incapacidad, es el reconocimiento de que nada se posee y de que todo es don. Es la espera de todo, de todos los dones de Dios. Lo opuesto a la fe así entendida es el orgullo. El hombre soberbio considera que todos esos dones son suyos, y se los apropia. Considera que todo depende de el, como si en su vida no existiera un don constante de Dios. Naturalmente, la fe es algo difícil. Vivir con fe es nacer de nuevo, nacer para la pobreza espiritual, para la actitud de niño.

El don debe ser recibido con desprendimiento, de manera que en cualquier momento puedas devolverlo. Se trata de una extraña paradoja, somos obsequiados para que, al aceptar los dones de Dios, estemos dispuestos a devolverlos. Un gesto que muestre estar dispuestos a entregar a Dios los dones recibidos, sería un signo que demuestra que no se ha producido la apropiación, sería una señal de que hemos aceptado esa verdad que dice que nada nos pertenece. Entonces el don que devolvemos a Dios retorna a nosotros multiplicado. Todo es don, y lo son también tu alma y tu cuerpo, tu cónyuge, tus hijos; lo que tienes y lo que haces, todo es propiedad del Señor. ¿Estás dispuesto a entregar cualquiera de esos dones en todo momento?

Si Cristo es el único apoyo para mí y a El le confío todo, entonces nada me pertenece, y todo lo trato como un don. Mis manos están vacías, y son el gesto de mi situación interior, de mi pobreza espiritual, no tengo nada. De esa manera estas manos vacías atraen el amor de Dios. Son una expresión de mi fe. Expresan que no tengo nada, y, a la vez, que Dios quiere dármelo todo, todo al pie de la letra. Pero en la realidad, normalmente nosotros no queremos darle a Dios todo, no queremos reconocer que no tenemos nada. Siempre queremos tener algo y apoyarnos en ello. Y es por eso que Dios no puede darnos todo. Si por ejemplo los cónyuges se apropian uno de otro, entonces, se apoyan el uno en el otro. Esto es falta de fe, falta de reconocer que todo es don, que cada cónyuge también es un don de Dios para el otro, y que por lo tanto, debe ser libre, no debe esperar el amor del otro. Esto resolvería todos los problemas matrimoniales. No tengo nada y no quiero tener nada en que apoyarme, para que Cristo sea para mí el único apoyo.

Si el hombre acepta la gracia del despojamiento total, entonces, Dios obra milagros. Así sucedió en el caso de San Leopoldo Mandic. El gesto de las manos vacías puede ser exterior y superficial; pero, en San Leopoldo, ese gesto expresaba una total libertad con relación a los dones que el hombre comúnmente se apropia. Era un gesto muy profundo, que expresaba el estado de un alma totalmente despojada de sí misma y de todo apego a los dones. Dios era, para él, el único apoyo. En él, el gesto de las manos vacías expresa ese género de fe.

En nuestro caso, reconocer que todo es don, es difícil, porque estamos muy apegados, pero puede volverse fácil cuando vemos que esto nos lleva a la libertad; libertad de las preocupaciones, inquietudes, aflicciones, tensión; cuando lleva a la completa libertad, que se expresa en la total paz interior. En esta situación el hombre ya no se preocupa por nada, es como las aves del cielo y los lirios del campo.

El episodio del joven que se alejó triste, cuando el Señor le propuso que renunciara a todos sus bienes materiales, tiene su epílogo. Cuando el joven se alejó, Jesús explicó cuán difícil es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en las riquezas (cf. Me 10, 24). Observemos que aquel joven cumplía todos los mandamientos. Eso significa que no basta con cumplir los mandamientos. Refiriéndose a él, y a otros como él, Jesús dijo: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios» (Me 10, 25). Esa afirmación es tan fuerte, que los Apóstoles, asustados, preguntaron: «Y quién se podrá salvar?» (Me 10, 26).

Aquel joven que parecía estar abierto a Dios, resultó ser un esclavo de lo temporal, un esclavo de su patrimonio y de su situación social. San Lucas dijo de él que era uno de los principales, es decir, que ocupaba algún cargo importante (cf. Le 18, 18). Todo eso puede ponerse entre el hombre y Dios, y puede ser un obstáculo tan grande, que para un hombre así, la salvación será algo muy difícil de alcanzar. E1 apego a lo temporal, a lo que Dios ha creado, a lo que es sólo su don, y no es el propio Señor, puede esclavizarnos hasta el punto, no ya de dificultarnos, sino de impedirnos la salvación.

En un viaje que hice a San Giovanni Rotondo, me encontré con un científico que viajó conmigo a ver al padre Pío, él iba a pedirle que bendijera su obra. Llevaba dos tomos que acababa de publicar, y que calificó como su «opus vitae», es decir, la obra de su vida. En el marco de la confesión, hizo la presentación de la obra al padre Pío y le pidió su bendición. La reacción del padre Pío fue aterradora, ya que, en primer lugar, se asombro: «¿Es ésa la obra de tu vida?» -Tomó los dos libros y volvió a preguntar- «¿Es ésa la obra de tu vida? Eso significa -dijo casi gritando- que viviste sesenta años para escribir estos dos libros y ese fue el objetivo de tu vida, ¿es ésa la obra de tu vida, y para ella viviste?, ¿si?... ¿Y dónde está tu fe?». Luego suavizó su tono, como si se hubiera dado cuenta de la inconciencia de aquel hombre, y con la suavidad de un padre, le dijo: «seguramente invertiste en ese trabajo un gran esfuerzo,' ¿si?... seguramente te pasaste muchas noches sin dormir. ¿Cómo estás de salud?... Sí, claro, tuviste un infarto. Claro, y todo por la ambición de crear este tipo de `opus vitae'. Fíjate -siguió diciendo- lo que significan los ídolos, y los apegos. Si hubieras hecho lo mismo, pero para el Señor, todo sería diferente. Pero te has apropiado de todo, y esa vea sido tu verdadera `opus vitae', tic propia obra». La terminación de aquella confesión, también fue al estilo del padre Pío. Levantó una vez más la voz: «Si solamente has venido por eso... ¡va via! (¡fuera!)». El padre Pío era brusco, pero en su aspereza estaba reflejado su gran amor por cada hombre y por cada penitente. Era un hombre que amaba, y el amor es algo muy fuerte. Aquel amor del padre Pío hizo que la conmovedora conversación, unida a la confesión, se convirtiera en un momento clave en la vida de aquel científico, él realmente empezó a pensar y a captar el mundo de una manera diferente.

El padre de nuestra fe, Abraham, recibió un don milagroso: cuando ya era muy anciano, tuvo un hijo. Aquélla fue su mayor alegría, había recibido el mayor tesoro para un ser humane, un hijo, un heredero. Los padres, por lo regular, se apropian de sus hijos, y es posible que Abraham hubiera sucumbido a esa tentación. Pero, cuando Dios le dijo a Abraham que quería que le entregara a su hijo, Abraham inmediatamente accedió. Y accedió, incluso, a entregar de la manera más dramática aquel don recibido. Pero, ¿qué habría sucedido si Abraham no hubiera querido entregar a su hijo?, ¿si se hubiera rebelado y considerado que la orden de Dios era demasiado cruel?, ¿qué habría sucedido entonces?... Isaac hubiera tenido que morir. Y habrían sido poco importantes las causas de su muerte. Habría podido fallecer a causa de una enfermedad, morir en una lucha, durante una expedición o devorado por las fieras. De una u otra forma, Abraham lo habría perdido, porque se interpondría entre él y Dios. Isaac se habría convertido para Abraham, en un obstáculo para su pleno abandono a Dios en la fe. La negativa a entregar a su hijo, hubiera significado que Abraham se había apropiado de él. Pero la apropiación de un don siempre equivale a su destrucción; es como un golpe que va contra uno mismo, y que va contra el propio don. Abraham, al acceder a entregar a su hijo, no sólo lo recuperó, sino que al mismo tiempo recibió además el don multiplicado: la gracia de la santidad, en la que también participó su hijo. Abraham e Isaac son los primeros santos patriarcas de la Antigua Alianza.

 

La siembra de la desconfianza

Cuando analizamos cómo surge el mal en el hombre, nos damos cuenta de que en los cimientos del mal, está la falta de sencillez, y el no confiar como niño en Dios. Así fue desde los comienzos de la historia de los hombres, cuando la primera pareja fue sometida a la prueba de la fe. En los comienzos de la historia del hombre su confianza fue puesta a prueba. Fue como si Dios preguntara al hombre: ¿confías en mí?, ¿eres conmigo sencillo y confiado como un niño?. E1 texto bíblico nos dice claramente que el hombre fue atacado por Satanás precisamente en ese sentido. Satanás no trató de convencer a la primera pareja de que debían actuar mal porque sí, de que debían pecar. Lo que hizo fue sembrar la desconfianza (cf. Gn 3,1-6). Lo hizo de una manera perfecta desde el punto de vista psicológico, como solamente él sabía hacerlo. No dijo: sed infieles, desobedientes; no, lo que él trató de hacer, fue convencer a la primer pareja de que en Dios no había amor, no había sinceridad, no había verdad. En las bases del mecanismo del mal, que condujo al pecado original, está la siembra de la desconfianza; la cual tiene una gran repercusión psicológica. El hombre que desconfía se siente amenazado. La persona de la que desconfío es para mí un peligro, y despierta en mí temor. El pecado de la desconfianza crea un clima de peligro y de temor, de este temor del que tanto se habla en la psicología y en la psiquiatría, y que tantas veces es fuente de los sufrimientos del hombre. Si no estamos liberados del pecado, tampoco lo podemos estar de lo que nace de él: la inquietud, el temor y el sentimiento de amenaza

Nosotros también somos tentados por la siembra de la desconfianza. Pero, cuando esa desconfianza repercute en la actitud hacia Dios, entonces, el hambre se siente como si estuviera encerrado en una jaula, y su vida trascurre dentro de una « jaula en constante peligro». y esto es algo terrible. E1 pecado destruye al hombre, pero también lo destruye el temor que acompaña al pecado. Esa sensación de peligro es definitiva nos afecta, porque una de las principales necesidades psíquicas del ser humano es la de sentir seguridad. Esto ya nos permite afirmar que: el temor contra el que no luchamos, es un temor del que somos culpables.

El temor nace como cierto estado emocional, y poco a poco puede dominar mi esfera espiritual, es decir, mi inteligencia y mi voluntad. Hay que diferenciar entre el temor que nació como estado emocional, sobre el cual yo casi no tengo control, y el temor que permito que se apodere de mis pensamientos y de mi querer; y este último temor el que está mal. Se trata, por tanto, de impedir o luchar para que el temor no alcance la esfera espiritual.

El estado emocional por sí solo no es contrario a la fe. Es cierto que el acto de fe abarca toda la personalidad humana, pero se realiza sobre todo en la esfera espiritual. Si hay estados emocionales de temor, es importante dejarlos, y trabajar sólo sobre la esfera espiritual, de manera que mis pensamientos estén llenos del optimismo de la fe. Hay, por ejemplo, un miedo ante el que no puedo hacer nada , y que me produce trastornos fisiológicos, dolor de cabeza o dolores estomacales. En esto no interviene la fe. Pero hay otro tipo de temor por el que puedo ser culpable, y que es consecuencia de la falta de fe. Como es el caso del delirio de persecución, en el que voluntariamente pienso que me persiguen. Este último es un acto espiritual, y es mi culpa no sustituir este tipo de pensamientos por otros llenos de fe. Debería pensar que Dios es el poder infinito y el amor infinito, y que si a El le entregué todo, entonces, ¿a quién le temo? Estos pensamientos llenos de fe eliminan el temor de la esfera espiritual, y poco a poco la esfera espiritual dominará a la emocional, y el temor irá desapareciendo del todo. Por otra parte no se trata de una terapia contra el temor, sino que se trata de que se profundice nuestra fe, lo demás es añadidura.

Cristo continúa su obra de Redención. Nosotros participamos en ella mediante la fe, y esa obra abarca no solamente nuestro pecado, sino también todo su contexto. Eso significa que los temores y las sensaciones de peligro también son objeto de la Redención. Jesús, al morir en la cruz, nos redimió de los temores y de las sensaciones de peligro, de la misma manera que nos redimió del pecado. Por eso, toda tu vida debe estar orientada a conseguir una apertura, cada vez mayor, ante los actos de Redención de Cristo. De la Cruz fluye constantemente la gracia para que puedas ser salvado del pecado, y también de los temores.

¿Cómo luchar contra los temores que nos acosan? Si luchas contra ellos de manera directa sufrirás una derrota.

Existe un único camino infalible: Abrirse a la actuación redentora de Cristo, mediante la fe que tiene el niño del Evangelio. Tienes que creer que Jesús te redimió de todo lo que te amenaza, y que eres libre. Debes decirte : no hay peligro, porque E1 me redimió y me liberó de todo y lo único que debo hacer es aceptarlo. La fe es recepción, es el proceso de recibir la obra redentora de Cristo.

Cuando San Pedro pasaba por uno de los portones del templo de Jerusalén, se encontró con un paralítico que pedía limosna: « No tengo ni plata ni oro; - dijo entonces pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, ponte a andar» ( Hch 3, 6). Entonces el paralítico se levantó. Aquel limosnero paralítico era impotente, pero esperaba mucho del mundo, y porque tenía la fe del niño recibió más de lo que podía soñar. Tu, que estás paralizado por los temores y peligros, no tienes que ser curado de manera inmediata, como aquel paralítico del relato bíblico, eso dependerá del grado alcanzado por tu fe, de que realmente tengas la fe del niño. Puedes ser curado en un instante; pero también podía suceder que tu curación sea gradual. Este paralítico, que simboliza tu situación, será levantado cada vez más alto, tomado del brazo de Cristo será levantado poco a poco. Esa lenta recuperación de la parálisis; también es un acto realizado por Cristo dentro de su obra redentora.

Creer es algo muy difícil, pero no creer lo es aún más. Trata de ser conciente de que no estás solo. Cristo está junto a ti, porque El te redimió. Trata de oponerte a los temores que te dominan, y hazlo con ese sentimiento de impotencia de niño. Dile a Jesús: « yo sé que Tu quieres curar esa lepra de temor que me afecta; yo sé, Tu ya me has redimido de ella». ¿Pero, sabes que puedes ser testigo de un milagro?, Cristo dijo: «Si tuvierais fe copio un grano de mostaza, habríais dicho a ese sicómoro: Arráncate y plántate en el mar'» (Le. 17, 6). Entonces verás cómo la fe, que a los ojos del mundo se presenta como un «detalle insignificante» , como un grano de mostaza, como la más pequeña de las semillas, tiene el poder infinito de Dios. Verás como la fe te abre a la obra redentora de Cristo, y, de manera milagrosa, elimina el temor. Entonces, al fin te sentirás un ser libre.

Tú, que estás creado para la libertad y la paz, a través de la fe que te abre a la Redención realizada por Cristo, tienes que convertirte incesantemente a esa fe, porque la fe es un proceso continuo. Este proceso se profundiza a través de los actos de fe, que, por lo regular, nacen en condiciones de peligro. Suscitando en tí los actos de fe en toda situación, te irás entregando como un niño que salta a los brazos de su Padre que lo ama.

En el contexto de una religión legalista, pueden surgir los escrúpulos y el perfeccionismo, que ponen al hombre como en una jaula; porque entonces vive en constante temor. Por ejemplo, creer que si no se llega puntualmente a la Santa Misa es pecado. Dios se convierte así en un juez a quien se teme. Este ambiente no favorece la liberación del hombre del pecado. Por eso es tan importante la actitud del niño. Porque el niño se arroja en los brazos de su Padre, deja de temer, y por tanto deja de pecar. Si temiera, se mantendría alejado de Dios. Si el hijo pródigo hubiera pensado que su padre lo castigaría o lo recriminaría, podría no haber vuelto. Se habría quedado en el pecado, en la « jaula» , del temor a su padre, temor que se sumaría al sufrimiento que ya tenía alimentándose de la comida de los cerdos. Esto prolongaría la separación de su padre, prolongaría el estado de pecado. La desconfianza hace nacer el pecado, y si esto sucede, también el temor acompaña al hombre, y entonces podría no volver. La confianza, en realidad no es que impida las caídas, pero éstas se hacen cada vez menos frecuentes, cada vez más pequeñas, y rápidamente se vuelve al Padre después de ellas. Esto no sólo desde el punto de vista psicológico, sino también desde el punto de vista teológico; si alguien tiene confianza en Dios; Dios puede prevenirlo del pecado. La confianza es entonces algo básico en nuestra relación con el Señor.

La esencia del «pequeño camino» de Santa Teresa del Niño Jesús, es la actitud de un niño libre del temor gracias a la confianza infantil. Si en los comienzos de la humanidad apareció el pecado como resultado de la siembra de la desconfianza, entonces el «pequeño camino», que subraya la importancia de la confianza y del abandono como niño en Dios, nos indica el antídoto que podemos aplicar, y la antítesis por excelencia de aquél acontecimiento. El programa del «pequeño camino» golpea las raíces del mal, porque la falta de confianza, esa siembra de la desconfianza hacia Dios, en gran medida es la fuente de todos tus pecados y de todas tus angustias, existenciales y psíquicas; e, indirectamente, también físicas. Si confías en Dios, cortarás las raíces de lo que te destruye. Cree que El te ama. La prueba de fe a la que fueron sometidos los primeros padres, no fue demasiado difícil. Pero la Biblia nos habla de pruebas muy duras, terribles, a las que Dios sometió a Abraham. El recibió el mandato de matar a su propio hijo. En esa situación hubiera sido muy fácil dejarse vencer por la siembra de la desconfianza, no confiar sino rebelarse. Pero Abraham, a pesar de la oscuridad que le rodeaba, confió. Esa confianza absoluta en Dios es importantísima, esa confianza infantil en Aquél, a quien más herimos, precisamente con el pecado de la desconfianza.

Si alguna vez te ocurrió que alguien dejó de confiar en ti, alguien a quien amabas, sabrás muy bien cuán doloroso es ese acontecimiento. Y si no se trata de una simple situación de amistad humana herida por la desconfianza, sino de una situación en la que se siente herido el amor infinito de Dios, podemos imaginarnos cuán grande es el dolor que puede producirle a Dios la desconfianza. Las palabras: temo entregarle todo a Dios, hieren como una bofetada, porque es como si le dijeras a Dios : «no confío en Ti, no sé qué pretendes hacer conmigo». Si un niño pequeño le dijera semejante cosa a su madre, esas palabras serían para ella sumamente dolorosas. ¿Qué dimensiones alcanza el dolor de Dios, cuando es abofeteado por una persona que le dice semejante cosa ? La desconfianza es, en cierto sentido, peor que el pecado, porque es la fuente y la raíz del pecado. Si no quieres confiar, si tu Adversario ha logrado sembrar en tu corazón la desconfianza, tendrán que venir, como consecuencia, los temores y la sensación de peligro; y el sufrimiento vinculado a esos sentimientos. Y únicamente a través de las consecuencias de ese mal, podrás apreciar lo mucho que te has apartado. E1 sufrimiento, el temor y la sensación de peligro, serán para ti un constante llamado a la conversión. Y tendrás que cargar el peso del temor mientras no te conviertas, mientras no seas como un niño que se entrega sencillamente en los brazos de su Padre que le ama. « El paciente debe ser curado - dice L. Szondi- hasta que aprenda a orar». Y no se trata de un simple recitar una oración. Se trata de una actitud profunda en la oración, de una oración confiada del niño que se abandona plenamente en los brazos de su Padre.

 

La pobreza espiritual como actitud del niño

La fe, como reconocimiento de la propia impotencia y actitud que espera recibirlo todo de Dios, equivale a la actitud de un niño. El niño reconoce que carece de todo y que no sabe nada. El niño está colmado de expectativas y de fe, y cree que recibirá todo cuanto necesita. «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos», dijo el Señor ( Mt. 18, 3) . La conversión a la actitud del niño es la condición indispensable para entrar en el Reino de Dios. En algún momento tendrás que convertirte en un niño, confiado, humilde, que espera todo del Señor. Si eso no sucede aquí, tendrá que suceder en el Purgatorio. El estado de infancia espiritual es absolutamente indispensable, no solo para la santificación, sino también para la salvación.

El niño del Evangelio lo espera todo de Dios, literalmente todo. La dimensión infantil de nuestra fe, equivale a que no nos apoyemos en los cálculos normales, humanos, sino que esperemos algo que un niño calificaría de sorpresa... de esperar un milagro . En la medida en que seas niño gozarás también de un espíritu joven. El individuo puede ser un anciano aunque tenga apenas veinte años. Pero puede tener también ochenta años y permanecer joven, gracias al espíritu de niño. Dios siempre es joven, y la Iglesia, constituida por Cristo, también lo es. Por eso necesita personas de espíritu joven, por eso necesita a ese niño en ti, que es capaz de creer en todo. El «viejo», que se dedica a calcularlo todo a hacer las cuentas de lo positivo y lo negativo, limita las posibilidades de la actuación de Dios, porque pone límites a su amor y a su misericordia. El calcular continuamente lo que puede o no suceder, es un rasgo propio de la vejez. El niño busca la luna y cree que puede conseguirla. Pero en realidad Dios quiere darte mucho más que la luna, E1 quiere darte su Reino. Pero si no te comportas como un niño, le atarás las manos.

Los niños también se comportan como los «violentos» del Evangelio, a quienes hace referencia Jesús diciendo que ellos arrebatan el Reino de los Cielos (cf. Mt.11,12). Cuando un niño quiere entrar en la casa tiene que conseguirlo; y golpeará la puerta con sus pequeños puños y pies hasta que se le abra. Jesús dijo: «Llamad y se os abrirá» (Lc.ll, 9). Si supiéramos llamar a las puertas que encontramos cerradas, pues están cerradas para que llamemos insistentemente como los niños, entonces se abrirían. Dios necesita tu fe de niño para poder hacer milagros en ti y a través de ti, porque no hay cosas imposibles para Dios. «Todo es posible para quien cree» (Mc.9,23). Todo es posible para aquél que es como el niño del Evangelio.

El Evangelio nos relata dos anunciaciones: la anunciación a Zacarías y la anunciación a María. Zacarías resultó ser una persona anciana, tanto por su edad como por su espíritu, un hombre que ataba las manos a Dios, porque no era capaz de creer en los milagros. Por eso, tuvo que ser afectado por un milagro doloroso para él, perdió el don del habla para que al fin pudiera creer. Esa ancianidad espiritual del hombre que no cree en los milagros, es para Dios algo terrible. El hombre al que le falta la actitud del niño, anula de antemano la eficacia de sus oraciones, porque hay en él algo de la actitud de Zacarías. Aquel anciano, «justo unte Dios» e intachable, carecía de descendientes y pidió tener un hijo. Rezaba, pero al mismo tiempo no creía que Dios quisiera escucharlo. Cuando el ángel le anuncio

«Tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer; te dará a luz un hijo» (Lc.1,13); é! reaccionó como si no quisiera recibirlo, no creyó en el milagro. Tanto tiempo pidió un hijo y cuando Dios lo escuchó, no creyó. Expuso un argumento contrario a su propio ruego: «Yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad» (Lc.1,18). Hombre «viejo», no creyente en el Señor. Nosotros también a menudo nos parecemos a Zacarías. Cierto párroco que convocó a sus fieles para participar en una ceremonia rogativa, en la que se iba a pedir a Dios para que enviara la lluvia, les hizo una amonestación muy elocuente: «Habéis venido a rogar que llueva, pero, ¿por qué habéis venido sin paraguas?».

La segunda anunciación fue la hecha a María; quien es como niña hasta tal punto, que está dispuesta a recibirlo todo. María está disponible a todo, tanto, que Dios pudo hacer maravillas. Ella está dispuesta a recibir y creer en todo, porque su actitud hacia Dios está colmada de espíritu de infancia, lo cual es un poder. ¿Has pensado alguna vez que el mundo está gobernado por los niños y no por los ancianos? Sí, el mundo está gobernado por los niños, porque el hombre que tiene espíritu de niño, tiene poder sobre Dios, y Dios nada le puede negar. Dios no puede resistirse a los ojos del niño que de verdad cree, pues el niño cree en todo.

Pedro, cuando caminaba hacia Cristo sobre el agua, en cierto momento dejó de ser como niño. Sencillamente se puso a hacer cálculos: vine hasta aquí, porque la superficie del agua era lisa, pero se aproxima una ola... ¿ podré seguir? Llegó la lógica propia de los humanos y la fe desapareció. Pedro dejó de ser como niño, y en ese mismo momento empezó a ahogarse. Resultó ser un hombre anciano, y posteriormente durante mucho tiempo fue anciano, y precisamente por eso negó a Jesús. Se puede decir que pecas, porque eres anciano, porque la vejez espiritual te bloquea las gracias, porque ata las manos a Dios. Dios es joven y quiere concederte la luna y las estrellas. Si a Santa Teresa de Lisieux le dio la nieve en el día en que vistió el hábito, ¿no fue acaso la nieve, esa soñada luna? Dios está enamorado de esa actitud que no pone barreras, y tal actitud tiene el niño; el niño desconoce los límites de las posibilidades, es tenaz hasta la locura y abierto a todo lo que es nuevo; el niño sabe creer.

Dios siempre es joven y siempre asombra al hombre. La experiencia de Dios es la experiencia de la realidad que asombra. El hombre que tiene la actitud del niño del Evangelio sabe asombrarse. Ese hombre, al observar el mundo, sabe asombrarse de todo lo que le rodea. En el momento en el que dejes de ser como un niño ante Dios, se producirá una crisis en tu vida interior, empezarás a retroceder, dejarás de creer y de amar.

Solamente dos tipos de personas creen en los milagros: los santos y los niños. Pero en realidad se trata de una misma clase de seres humanos, ya que los santos son espiritualmente como niños. El propio Dios se hizo niño en Jesucristo. Y eso sucedió no solamente en Belén, sino también en la cruz, cuando estaba totalmente indefenso y en todo dependía de la gente. Ese Dios que se hizo niño, desea que nuestra impotencia y debilidad, nos impulsen a abandonarnos en todo a El, a tener una confianza ilimitada en su misericordia.

La parábola del hijo pródigo, debería llevar más bien el nombre de la parábola del padre misericordioso. El hijo mayor, uno de los tres personajes del drama, no despierta nuestra simpatía, es celoso e impertinente con su padre. Nuestra simpatía se centra en el hijo pródigo, que retornó y que es nuestro tipo. En el tipo del hijo pródigo nos identificamos de una manera espontánea. ¿Pero realmente se trata de un tipo de hombre auténticamente evangélico? El Evangelio dice que el retorno a su padre fue fríamente calculado. Retornó con la esperanza de que con su padre viviría mejor, porque sabía que su padre pagaba a sus jornaleros más de lo que él recibía de su patrón. «Iré a ver a mi padre y le diré: (...) ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc. 15, 18). La parábola del hijo pródigo parece inacabada. Sigue existiendo el drama del hijo pródigo, el drama de su actitud como jornalero. El quiere ser para su padre alguien con el que se puede acordar algo, como los obreros de la viña acordaron con su patrón que trabajarían por un denario (cf. Mt. 20, 1-16). Sin embargo, si el hijo pródigo no vuelve como niño sino como jornalero, tendrá que irse nuevamente, una y otra vez.

El hijo que tiene el espíritu de jornalero no es capaz de asombrarse por el amor. El hijo pródigo no se dio cuenta de la herida causada a su padre, no advirtió su dolor, y lo único que vio fue su propia desgracia. Estaba empeñado en encontrar una salida de ella. En la parábola de los obreros de la viña, los que se asombraron por la bondad del patrón fueron los que trabajaron la última hora sin contrato, y no los que ajustaron un contrato a la primera hora. Solamente el niño del Evangelio es capaz de asombrarse, porque el asombro supone algún contraste. El niño sabe que es «nada», pero que al mismo tiempo es incesantemente obsequiado con cosas grandes. Este enorme contraste entre el propio «yo» y los obsequios recibidos genera el asombro del niño.

El hombre llega a ser cristiano cuando se hace niño, cuando empieza a asombrarle la locura del amor de su Padre Dios. Encontramos aquí un nuevo aspecto de la infancia evangélica: una cierta identidad entre el niño y el pecador arrepentido. ¿En qué consiste la contrición? Se trata del arrepentimiento, el arrepentimiento ante la cruz; cuando, conciente de tu propia miseria, de tus propios pecados, observas la cruz y las heridas de Jesús ; cuando en tu espíritu tratas de besar esas heridas, que fuiste tú mismo quien se las infligió; esta es la contrición. En el hijo pródigo no hubo tal contrición. Retornas a Dios con la actitud del niño, sólo cuando contrito besas las heridas de Jesús y crees en su amor; y solamente ese retorno tiene sentido. No retornes a Dios como jornalero, porque volverás a traicionarlo.

Vemos verdadero arrepentimiento en María Magdalena. Su sencillez, su espontaneidad y su auténtica contrición, son un testimonio de la actitud del niño del Evangelio. Para manifestarle a Jesús su arrepentimiento se le acercó, y sin hacer caso del respeto humano le ungió con perfume, le mojó con sus lágrimas los pies y le secó con su cabello (cf. Lc. 7, 36). Esa es la sencillez, ésa es la espontaneidad y ésa es la contrición del pecador que es como el niño del Evangelio. Dios es amado de verdad por los pecadores arrepentidos, a los que mucho se les ha perdonado; y por los santos, porque unos y otros tienen la naturaleza del niño, y saben asombrarse ante el amor de Dios, ante la locura de su amor por ellos; no por los jornaleros, sino por los niños; no por los que acumulan méritos y tratan de concertar contratos con Dios, sino por aquellos que creen en su misericordia. Porque, solamente los niños creen de verdad.