Construyendo sobre roca firme
Autor: P. Thomas Williams

 

Capítulo 5

El valor moral


Hitler dijo que era un invento de los judíos. Sigmund Freud la redujo al «super-ego» inconsciente, y los seguidores del análisis transaccional la explican como una interiorización de la figura del padre en la persona. Para ser algo que supuestamente no existe, la conciencia atrae ciertamente más atención de la que merecería. La mayor parte de nosotros cree que la existencia de la conciencia es un hecho inequívoco. Su evidencia crece día a día por nuestra experiencia personal, y es una realidad tan obvia como nuestra mente, nuestro corazón, nuestros dientes y nuestras uñas.

La lucha contra la propia conciencia -precisamente porque es inseparable de la experiencia humana- es uno de los temas perennemente favoritos de la literatura. Obras como Telltale Heart, de Poe; Scarlet Letter, de Hawthorne; Macbeth de Shakespeare; y Crimen y Castigo, de Dostoievski apuntan al corazón de nuestra existencia y dramatizan experiencias morales que todos hemos vivido de primera mano.

Dentro de la serie innumerable de opciones que tomamos en la vida, nuestras decisiones morales son, seguramente, las más sobresalientes. Nuestras decisiones de conciencia constituyen los momentos de mayor grandeza en nuestra vida. Quizá a esto se debe la inmortalidad de las obras literarias que he citado, las cuales siguen despertando una fascinación particular en las nuevas generaciones.

A pesar de nuestra familiaridad con la conciencia, sigue siendo una noción confusa que nos cuesta indicar con el dedo. ¿En qué pensamos cuando escuchamos la palabra «conciencia»?

Quizá la imaginación se adelanta y pone frente a nuestros ojos dos figuritas, prendidas de cada uno de nuestros hombros; una toda vestida de satín blanco, con alas doradas y una aureola resplandeciente; la otra armada con tridente, cuernos, vestida de rojo y con una malévola expresión en el rostro. O, tal vez, la palabra «conciencia» trae a la memoria la imagen de Pepe Grillito, el amigo de Pinocho, exhortando a la traviesa marioneta a «dejarse guiar por su conciencia». En cierta ocasión pregunté a una clase de niños de educación básica, qué es la conciencia. Uno me contestó: «es una campanita que empieza a tocar cuando hacemos algo que no debemos».

Estos ejemplos nos dicen algo acerca de la conciencia, pero no nos dan una imagen completa.

El Bien y el Mal
Antes de analizar la conciencia, tenemos que echar un vistazo al bien y al mal. En 1980, cuando estudiaba en la Universidad de Michigan, a uno de mis compañeros en el curso de psicología le costaba mucho aceptar un modo particular de conducta defendido por el profesor. Levantó la mano y preguntó: «Pero ¿es correcto?» Después de un momento de silencio el profesor respondió: «Prefiero no emplear los términos ´correcto´ y ´equivocado´; para mí, todo se describe mejor utilizando los términos ´práctico´ o ´impráctico´». Mi compañero aceptó la respuesta, aunque se veía en su cara un notable desconcierto por la idea de reducir toda la moralidad a un asunto de mero pragmatismo.

Nuestra experiencia de la obligación moral es completamente única, substancialmente diferente de cualquier otra experiencia humana. La encontramos en la esencia de nuestra identidad como personas humanas libres y responsables. En su libro El problema del dolor, C.S. Lewis expresa estupendamente la singularidad de este fenómeno: «Todas los seres humanos que la historia conozca han admitido algún tipo de moralidad; es decir, han experimentado ante determinadas acciones esa "sensación" que puede expresarse con las palabras "debo" y "no debo". Estas experiencias... no se pueden deducir lógicamente del entorno ni de la experiencia física del hombre que las vive. Se podrán barajar todo lo que se quiera frases como "yo quiero", "me veo forzado", "convendría estar bien asesorado", y "no me atrevo", pero jamás se extraerán de ellas ni una pizca de un "debo" y un "no debo". Los intentos por reducir la experiencia moral a cualquier otra cosa nunca dejan de presuponer precisamente lo que intentan probar».

Es importante reconocer la existencia del bien y del mal objetivos para apreciar el valor de la conciencia. La conciencia dirige nuestras acciones hacia el bien, hacia algo que existe realmente y nos atrae. Nuestra alma posee una tendencia espontánea que le urge, con la fuerza de un mandato, a hacer el bien y evitar el mal. Esta tendencia, como la llama Newman, es «la voz de Dios en el alma». Esta inclinación interior tan irresistible no nos la enseñó nadie, ni la asimilamos de nuestra cultura, ni es una decisión que tomamos por cuenta nuestra. Es una característica común de todos los seres humanos.

«El bien» no se identifica simplemente con lo que me atrae o que me resulta agradable o útil. Algo es bueno cuando es lo que debería ser, y algo es ´bueno para mí´ cuando me ayuda a ser lo que debo ser. La «bondad» es la perfección de la naturaleza y la plenitud de la existencia. Una «buena comida» es una comida que cumple lo que debe cumplir: deleitar el paladar y alimentar. Una comida a base de pastelillos y batido de fresa no es una buena comida, aunque pueda agradar a algunos paladares, porque le falta una cualidad esencial: la de alimentar. Un partido de fútbol es bueno cuando reúne todos los elementos que debe reunir: competitividad, destreza atlética, jugadas limpias y emoción.

Y ¿qué podemos decir de una persona buena? Si alguien nos dice que Martha es una buena persona, todavía no podemos deducir si se trata de una extraordinaria gimnasta, de una chica inteligente o alucinantemente hermosa. Lo único que sabemos es que ha de ser una persona desinteresada, honesta, leal, generosa y amable. En otras palabras, sabemos que es una persona moralmente buena, según unos parámetros objetivos de bondad.

Sin importar la abundancia (o escasez) de otras cualidades y talentos, la bondad moral es siempre el peso que se pone en la balanza cuando se trata de calificar a una persona como buena o mala. Por ejemplo ¿cuál podría ser «la libreta de calificaciones» de Adolfo Hitler en valores humanos? Tal vez sería algo así:

HITLER, Adolf
Valentía 9.5 Astucia 9.8 Inteligencia 9.9
Fuerza de voluntad 10.0
Valor moral 0.0
Valor como persona 0.0

A pesar de las elevadas notas de Hitler en algunos sectores, su calificación final como persona refleja su vida moral. El valor moral se sobrepone a los demás valores. Cuando actuamos bien ratificamos la verdad de nuestro ser, pues somos imagen y semejanza de Dios, la Bondad por excelencia. Por otro lado, cuando obramos mal, negamos esta verdad, incurrimos en una falsedad moral. La conciencia es la voz de la verdad, y hace cuanto de ella depende para preservarnos de vivir en la mentira. El remordimiento de conciencia funciona a modo de alarma que se activa cuando algún acto cometido no ha sido coherente con la verdad de nuestro ser.

El verdadero tú

La persona humana posee diversas facultades corporales y espirituales. Así, por ejemplo, gracias a su inteligencia puede distinguir entre lo verdadero y lo falso. También es capaz de percibir y discernir sensaciones, sonidos, visiones y olores -caliente o frío, grito o murmullo, claro u oscuro, dulce o salado- gracias a sus sentidos externos. La conciencia es la facultad que le permite distinguir entre el bien y el mal.

Santo Tomás de Aquino definió la conciencia como «el juicio práctico de nuestra razón que decide sobre la bondad o la maldad de nuestros actos humanos». Es como un «vigía siempre en vela» para detectar la verdad moral; es la facultad que nos dice lo que debe hacerse y lo que debe evitarse en un momento u otro; es como una voz interior que nos dice: «¡Haz esto...! ¡No hagas aquello...!».

Las nociones populares sobre la conciencia nos dicen algo acerca de su naturaleza, pero casi todas ellas tienen un defecto común, que es el de situarla fuera de nosotros mismos, como una especie de policía que está sentado esperando la ocasión para acusarnos cuando violamos la ley moral. En realidad, la conciencia no es una ley fría, arbitraria y externa, sino una ley razonable, que está escrita en nuestros corazones; de hecho, es nuestra propia razón, pero en su papel de juzgar el valor de nuestras acciones.

Tú eres tu propia conciencia. Tu «verdadero yo», tu «yo profundo, espiritual y trascendente», él es tu conciencia. Todos experimentamos en nuestro interior tendencias opuestas, dada nuestra naturaleza caída. Nuestro espíritu quiere volar alto, mientras que nuestras pasiones e instintos (lo que algunos llaman «la carne») quieren arrastrarnos hacia abajo. San Pablo describió esta lucha interior entre la carne y el espíritu en su carta a los romanos: «Realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm. 7, 15-23).

Es claro que Pablo se identifica con su ser espiritual interior; ése es el verdadero Pablo. Es la misma expresión que utiliza el salmista cuando dice: « Bendigo a Yahveh que me aconseja; aun de noche mi ser interior me instruye» (Sal. 16:7). La imagen que tenemos de la conciencia depende de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Si reconocemos en nosotros dos tendencias opuestas, no nos queda más remedio que tomar partido. Tenemos que decidir cuál de las dos será nuestro «verdadero yo».

Si me identifico con mis pasiones y tendencias instintivas, si las considero mi verdadero yo, entonces me parecerá que la conciencia y la razón son una camisa de fuerza de la que debo librarme. Éste es el punto de vista freudiano, perpetuado en el psicoanálisis clásico y en los movimientos que glorifican lo primitivo y lo instintivo. La teoría de la educación de Jean Jacques Rousseau se basa también en esta visión del hombre. Para Rousseau, cuanto más primario e instintivo, tanto mejor. Deshagámonos de la razón y dejemos que broten los sentimientos más silvestres. Bajo esta perspectiva, la conciencia se convierte en un tabú, un «super-ego», una personificación de normas sociales que hemos de vencer.

Si, por otro lado, me identifico con mi espíritu, que anhela la verdad y el bien, entonces encauzaré y aprovecharé la fuerza de mis pasiones en lugar de someterme servilmente a su tiranía. Ningún caballo se siente cómodo con un freno en el hocico, como tampoco nuestra carne se siente a gusto cuando la sujetamos a nuestra voluntad. Todo depende, por tanto, de que decidamos ser caballo o jinete.

El cristianismo nos llama a convertirnos en hombres «nuevos», a identificarnos con el espíritu y las obras del espíritu. «El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha» (Jn. 6, 63). Cuando obedecemos a la carne y actuamos contra nuestra conciencia, actuamos contra nosotros mismos. Cuando obedecemos a nuestra conciencia, respondemos a nuestras aspiraciones más profundas, las cuales nos llevan a la satisfacción y a la felicidad.

Enfoque moral

Aunque la conciencia forme parte de nuestro verdadero ser interior, esto no quiere decir que sea puramente subjetiva. Ella juzga de acuerdo con una determinada norma o principio, y esta norma es la verdad moral 0objetiva. La conciencia es personal, pero objetiva. Es tan personal como la vista de cada uno. Todos podemos ver una misma cosa, pero cada uno lo hace con su propia vista. Diez personas con buena vista reconocerán que la bandera de México es tricolor (verde, blanca y roja), y que tiene como escudo en el centro un águila devorando una serpiente. Si una de ellas dijese que la bandera de México es azul con estampados amarillos en forma de triángulo, podríamos deducir inmediatamente que le haría bien una visita al oculista. Algo parecido ocurre con la verdad moral: podemos verla gracias a nuestra «vista moral», que llamamos conciencia.

Para que la conciencia emita juicios certeros, es indispensable que se encuentre sana; de otro modo percibirá la realidad deformada y pronunciará sentencias equivocadas. Cristo lo dejó muy claro cuando comparó la conciencia con los ojos: «La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si está enfermo, también tu cuerpo estará a oscuras» (Lc. 11, 34).

Si alguien tiene la córnea de sus ojos deformada, verá las cosas más grandes y delgadas de lo que son. Si no lo operan o le colocan unos lentes, jamás podrá apreciar correctamente la distancia, la profundidad ni la forma de las cosas. Algunos expertos creen, por ejemplo, que las figuras alargadas de los cuadros de El Greco se deben más a una disfunción visual que a una técnica revolucionaria. Lo mismo puede pasar con nuestra conciencia. Si se deforma, juzgará nuestras acciones de forma distorsionada: lo que está mal le parecerá o «sentirá» que está bien, y verá maldades donde no hay más que bondad.

En la actualidad se glorifica, a menudo, la conciencia como si fuera una guía de conducta infalible, único e indiscutible punto de referencia para el bien y el mal. «Es un asunto personal entre mi conciencia y yo». «Usted siga su conciencia; yo seguiré la mía». «Si su conciencia está de acuerdo, entonces está bien».

Esta actitud brota del subjetivismo moral, el cual sostiene que todo depende del punto de vista de cada uno, y que no hay una moral absoluta. Lo que está bien para una persona no tiene nada que ver con lo que está bien o mal para otra. Apoyándonos en este subjetivismo, podemos sentir la inclinación a justificar moralmente todo lo que nos plazca, siempre y cuando se acomode a nuestra conciencia subjetiva.

Este subjetivismo conduce a una especie de «moral de cafetería», donde cada uno escoge las doctrinas, los dogmas, las normas y las enseñanzas que le gustan o que coinciden con su estilo de vida. Pero ya san Pablo, que se esforzó con todas sus fuerzas por obrar el bien, señaló que la conciencia no es el juez supremo, pues también ella se puede equivocar: «Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor» (1 Co. 4, 4).

Ninguno de nosotros tiene la última palabra sobre el valor moral. Si nuestra conciencia puede discernir entre el bien y el mal es porque ha sido «calibrada» de antemano según el orden objetivo de la verdad moral. Cuando un hombre inventa algo, él pone las reglas. El bien y el mal, en cambio, no son fabricación humana. Asesinar voluntaria e injustamente a una persona es siempre moralmente malo; aquí no cabe más que sujetarse a esta norma, y no querer sujetar la norma a las propias opiniones.

Si somos honestos, hemos de reconocer que en el fondo de nuestra conciencia existe una ley que no ha sido escrita por nosotros, y a la cual nos sentimos obligados a obedecer. Podemos obrar el bien o el mal, pero no podemos decidir por nosotros mismos que algo sea bueno o malo. Podemos «decidir», por ejemplo, no respirar más oxígeno, pero al cabo de un minuto, más o menos, nuestro cuerpo nos recordará que no le hemos consultado antes de tomar esta decisión. Podemos «decidir» que el cianuro sea saludable pero si ingerimos una pequeña cantidad estamos comprando un boleto «sólo de ida» al cementerio. Algunas cosas son como son a pesar de nuestras opiniones o de nuestros deseos personales.

Al mismo tiempo, el bien y el mal no son arbitrarios, sino razonables. No son simplemente los antojos de algún legislador caprichoso. La justicia, por ejemplo, es buena -realmente buena. No es una noción inspirada en la fantasía de Dios cuando se sentó en cierta ocasión a escribir los Diez Mandamientos. Es buena porque es buena. Dios no exige la honradez, la justicia, la templanza y la religión porque siente que son buenas, sino porque son realmente «buenas» para nosotros. Lo moralmente bueno es precisamente tal en virtud de que es «bueno para nosotros». En efecto, cuanto más examinamos la bondad, más atractiva y prometedora la encontramos en todos sentidos.

Volviendo al ejemplo de nuestro barco, nuestra conciencia nos guía de forma muy parecida a como hace la brújula que mantiene el barco en la ruta. La brújula señala hacia el norte. Gracias a ella podemos saber qué dirección lleva el barco y rectificar el curso de la nave de acuerdo con la ruta que nos habíamos fijado. Si la brújula es veraz, todo lo que tiene que hacer el timonel es seguir la aguja que apunta hacia el norte, con la seguridad de que el barco va hacia el norte. Pero la brújula puede fallar e indicar un norte falso, que bien puede ser el sudeste. Así, en lugar de llegar a Groenlandia, tal vez el barco atraque en Cuba. Esto quiere decir que el piloto estaba «subjetivamente» en lo correcto, pues no hizo más que obedecer a la brújula; sin embargo, «objetivamente» estaba equivocado, pues la brújula le sacó de la ruta que él quería seguir.

Más que un sentimiento

El juicio de la conciencia es una actividad intelectual. Es un acto de la razón, no un sentimiento. Solemos sentir satisfacción cuando hemos actuado bien; y experimentar remordimiento cuando hemos obrado mal, pero la conciencia en sí no es un sentimiento. Muchas actividades producen sentimientos, pero las actividades de por sí no son sentimientos. Podemos «sentirnos bien» jugando béisbol o yendo a una fiesta de cumpleaños, pero ni el béisbol ni las fiestas son sentimientos. No nos sentimos muy bien en el sillón del dentista, pero tampoco el sillón del dentista es un sentimiento. Un sentimiento es el resultado de otra cosa, un efecto. Los sentimientos frecuentemente acompañan la actividad de la conciencia, pero la conciencia no es un sentimiento.

Los juicios de la conciencia no son destellos aislados de una reflexión moral, sino conclusiones razonadas. Cuando te sientes mal después de haber mentido para salir de una situación difícil, es porque tu conciencia está juzgando tu acción y, a la luz de los principios objetivos, te dice que has obrado mal: «Debes decir siempre la verdad. Mentir es malo. Has actuado mal». En realidad este proceso es casi siempre instantáneo y los juicios morales se vuelven un hábito, pero siguen siendo juicios racionales. No es que sólo sientas que has obrado mal, sino que lo sabes.

Esta importante distinción puede salvarnos de caer en algunos errores comunes ligados a los sentimientos y a la moralidad. Algunas veces podríamos pensar que, puesto que no nos sentimos mal después de determinadas acciones, éstas no son malas, aunque sepamos que violan principios básicos de una conducta recta.

Esto es particularmente común cuando hemos formado el hábito de obrar mal. Después de repetir una mala acción varias veces, terminamos por no sentir que es algo malo; la conciencia ya no nos reprende por nuestra conducta. Podemos, incluso, experimentar un sentimiento de poder y de satisfacción, por ejemplo, después de vengarnos de un enemigo. Pero esto no disminuye nuestra responsabilidad, ni cambia la cualidad moral de nuestras acciones. Más bien indica que nuestra conciencia se ha deformado. Algunas veces pasa lo contrario y nos sentimos culpables aunque no hayamos hecho nada malo (es el caso de la conciencia escrupulosa). Pero éste también es un error.

El papel de la conciencia

Pero, ¿acaso se reduce la conciencia a avisarnos que hemos obrado mal? En realidad, esa es sólo una parte de la actividad de nuestra conciencia. De hecho, ella actúa en tres momentos distintos: 1) antes de decidirnos a actuar, 2) mientras actuamos, y 3) después de haber actuado. Antes de decidirnos a actuar, la conciencia nos ilumina y aconseja. Nos revela la cualidad moral de la acción que estamos pensando realizar y, en consecuencia, ordena, prohíbe o permite, según sea la acción buena o mala. Mientras actuamos, nuestra conciencia atestigua que la acción es moral o inmoral, buena o mala. Finalmente, después de haber actuado, la conciencia juzga lo que hemos hecho y emite un juicio de alabanza o de condena por el acto cometido.

Se podría comparar la conciencia con el dolor físico. A nadie le gusta sentir dolor y, sin embargo, tiene una función muy importante. El dolor nos anuncia que algo no anda bien en nuestro organismo. Supón que te has fracturado una pierna, pero no sientes ningún dolor. Tal vez seguirías trabajando o jugando, aunque la lesión se hiciese más grave; tal vez el hueso soldaría por sí solo, pero en una posición incorrecta. Del mismo modo, la conciencia nos indica que se ha producido un daño en nuestra vida de forma que podamos repararlo.

El papel de la conciencia, sin embargo, no se limita a descubrir lo malo, sino que nos alienta, y esto es más importante, a obrar el bien, a buscar la perfección en todo lo que hacemos. Cuando se presenta la oportunidad de ayudar a una persona mayor a llevar la bolsa de compras a su coche, o de lavar los platos en la cocina, nuestra conciencia nos estimula a actuar de forma positiva.

Calibrando con precisión

Cuando la conciencia es sana no anda con ambages: «al pan, pan y al vino, vino»; reconoce y llama bien al bien y mal al mal, sin confundirlos. Pero, por diversos motivos, nuestra conciencia puede desajustarse, como ocurre con las básculas que no señalan el peso correcto. Tal vez la mayor parte de nosotros no se inquietaría demasiado al subir a un báscula que marca menos de lo que debería. Más aún, quizá nos halagaría descubrir que la aguja se detiene en los 70 kg., en lugar de ir hasta los 85 kg. que pesamos en realidad. Sin embargo, quien desea conocer la verdad sabe que no puede engañarse utilizando básculas defectuosas.

Para ayudarnos a distinguir entre una conciencia bien calibrada y una que está desajustada, podemos emplear tres adjetivos que describen los grados de sensibilidad de la conciencia: escrupulosa, laxa y bien formada.

1. Escrupulosa: Una conciencia escrupulosa es una conciencia enferma. Es como una báscula que marca más de lo debido: todo le parece peor de lo que es. Descubre pecados donde no los hay y ve pecados graves donde hay sólo alguna imperfección. La persona escrupulosa es tímida y aprensiva; cree que «sentir» equivale a «consentir» y, por lo mismo, confunde la tentación con el pecado. Vivir con una conciencia escrupulosa es como conducir un auto con el freno de mano puesto: en continuo estado de fricción, tensión y estrés.

La conciencia escrupulosa es un síntoma de la falta de confianza en la bondad y en el amor de Dios. El mejor tratamiento para esta enfermedad moral es formar nuestra conciencia correctamente, de acuerdo con las normas objetivas, y hacerse aconsejar por alguien de probada rectitud de juicio.

2. Laxa: Si la conciencia escrupulosa peca por exceso, la conciencia laxa peca por defecto. Se asemeja a una báscula que marca menos de lo debido. La persona con conciencia laxa decide, sin fundamentos suficientes, que una acción es lícita, o que una falta grave no es tan seria. Ve virtudes donde hay pecados y acepta como bueno lo que es una clara desviación de la ley moral.

La persona laxa tiene como lema: «Errar es humano»; vive convencida de que es demasiado débil para resistirse al pecado, y tiende a quitarle toda importancia. No se preocupa ni hace esfuerzo alguno por investigar si lo que va a hacer es malo; se excusa en un «todo mundo lo hace, por lo que no debe de ser tan malo». Este tipo de persona tiende también a infravalorar la responsabilidad de sus acciones. Una conciencia laxa es como un resorte vencido. A fuerza de repetir actos contrarios a lo que exige su conciencia, la persona laxa pierde toda tensión espiritual; su conciencia ya no le reclama. Normalmente empieza por cosas pequeñas, pues cree que «carecen de importancia»; no advierte que ese camino desemboca en el abismo. Como señaló Chesterton: «Un hombre que jamás ha tenido un cargo de conciencia está en serio peligro de no tener una conciencia que cargar».

3. Bien formada: La conciencia bien formada se localiza entre estos dos extremos. Una conciencia bien formada es delicada: se fija en los detalles, como un pintor de pincel fino que no se contenta con figuras y formas más o menos burdas, sino que insiste en la perfección, incluso en los aspectos más pequeños.

La persona que tiene su conciencia bien formada sabe que se encuentra delante de Dios en cada instante; no se deja llevar por sofismas ni pretende huir de la verdad. Aún más, la conciencia bien formada no se limita a percibir el mal, sino que impulsa a buscar activamente el bien y la perfección en todo.

Obligación moral

Como hemos visto, la conciencia es mucho más que un grillito cantor con sombrero de copa. Ella entra en acción constantemente a medida que trazamos la ruta de nuestra vida como seres libres. Para vivir moralmente, es necesario aceptar dos obligaciones en relación con nuestra conciencia: formarla y obedecerla. Para ser hombres de bien es preciso tomar una resolución firme de actuar según las reglas objetivas que nos muestra la razón. Sin embargo, nuestra conciencia no es infalible; requiere educación. De ahí nuestro deber de formarla.

Obedecer a la conciencia

A menudo es difícil obedecer a la conciencia. Thomas More, Canciller de Inglaterra en el s. XVI, fue decapitado por su buen amigo, el rey Enrique VIII, por haberse negado a reconocer a Enrique como cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Fue un problema de conciencia. Pero ordinariamente las dificultades surgen de nuestro interior: las pasiones, la soberbia y el egoísmo tiran de nosotros en dirección opuesta a la que debemos seguir.

Un obstáculo particular de nuestra época es la tendencia al racionalismo. Cuando no alcanzamos a comprender el por qué de una norma u obligación, rehusamos obedecerla. Esto contrasta curiosamente con la experiencia diaria de la vida, en la que aceptamos sin mayor dificultad un sinnúmero de leyes y fenómenos que no comprendemos plenamente. Pocas personas podrían dar una explicación científica seria del magnetismo, de la electricidad o de la gravitación de los cuerpos; los demás nos conformamos con admitir que son una realidad y que «funcionan». Cada vez que enciendo la luz de mi habitación, entro en contacto con un fenómeno «misterioso», del cual ignoro más de lo que sé. Tal vez deberíamos ser más consecuentes en el campo moral y admitir que, aunque las proposiciones éticas son de suyo razonables, no siempre seré capaz de descubrir sus «porqués» con mi entendimiento, especialmente si no soy perito en la materia. Esto no elimina mi responsabilidad, la cual brota de un principio general que comprendo en sí o de la libre aceptación de una autoridad que me comprometo a obedecer.

Formar una conciencia recta

Nuestra conciencia no es infalible y, de hecho, se equivoca. Algunas veces se debe a una formación deficiente. Es posible, por ejemplo, que un niño crezca con un sentido equivocado de lo que significan algunos valores de notable importancia moral, como el perdón de nuestros enemigos, la honradez, la pureza y la obediencia a la autoridad legítima. También ocurre que personas dotadas de valores sanos se equivocan al afrontar circunstancias nuevas o imprevistas. La conciencia es un juicio humano e imperfecto, que requiere educación y, a veces, corrección.

Toda persona debería al menos conocer suficientemente las obligaciones morales de su propio estado y profesión: un médico debería conocer la ética médica; una pareja casada, sus deberes mutuos y para con sus hijos; un hombre de negocios, sus obligaciones para con sus empleados, así como los principios de la justicia y de la caridad. ¿Cómo imaginar a un cristiano que ignora los Diez Mandamientos y la enseñanza moral básica de Cristo y de su Iglesia? Estas obligaciones morales son los principios objetivos, los puntos de referencia para nuestra conciencia.

Cuestión Perspectiva

Nuestra conciencia, lo hemos dicho, decide el tipo de persona que somos y que seremos; ella abre o cierra las compuertas de nuestra fecundidad y felicidad personal. Nuestra conciencia es mucho más que un apéndice de nuestra vida, especialmente para los cristianos. Como señala el Papa Juan Pablo II en su encíclica El esplendor de la verdad: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre».

Nuestra postura ante la conciencia refleja muchas veces nuestra postura hacia la vida. Para algunos, la conciencia es un fastidio, un yugo que hay que sacudirse, una voz que les fastidia con sus prohibiciones y recriminaciones: «¿Por qué no me dejará en paz? Tanta gente lo hace, y mi conciencia no me deja...».

Es curioso que despotriquemos contra nuestra conciencia cuando normalmente no nos quejamos de nuestras demás facultades. Nadie se lamenta de poseer una buena inteligencia, o buenos sentimientos, o un buen sentido del olfato o de la vista. ¿Por qué enojarse ante una conciencia sana? Tal vez porque no nos deja disfrutar el mal «a gusto». Ciertamente este modo de pensar no es muy sano que digamos. El hecho de reconocer nuestra culpa después de haber obrado mal no es más que una consecuencia lógica; como es lógico que caigamos enfermos después de un atracón de veinticuatro hamburguesas. Si el mal nos inquieta, deberíamos sentirnos agradecidos; es señal de una conciencia sana. Querer hacer una maldad sin sentir remordimiento desentona con el verdadero sentido de nuestra vida.

Otros, en cambio, aceptan la conciencia como lo que es: un regalo. Quien de verdad quiere obrar correctamente, encuentra en su conciencia una herramienta sumamente útil, que le permite mantenerse en la senda correcta, aunque sea estrecha. Todo depende, por tanto, de lo que uno quiera hacer con su vida. Si un conductor, por ejemplo, en un arrebato adolescente, prefiere salir de la carretera para dar brincos con el coche por parajes agrestes, verá en la barrera de protección de la carretera un estorbo que se opone a ese capricho. Los conductores «normales» suelen agradecer que haya carriles señalados y barreras de protección que les ayudan a mantenerse sobre la cinta asfáltica. Quien decida vivir en conformidad con la verdad de su propia existencia, agradecerá igualmente el auxilio de una conciencia que le permita mantenerse dentro del camino que le llevará al objetivo que persigue.

Más allá del legalismo: el amor

Nuestras actitudes marcan el tono de nuestros actos y colorean nuestras reacciones. ¿Has estado alguna vez con una persona que ama verdaderamente el arte? Se puede pasar una hora contemplando un Renoir o un Monet, mientras que otro pasaría por delante sin ni siquiera darse cuenta. Una puesta de sol o un jardín radiante de color le provoca una necesidad irresistible de correr por una cámara fotográfica o por un pliego de papel y una caja de acuarelas. Su predisposición positiva le mantiene en perpetuo estado de «observador de arte» y todo le habla de arte.

Cada uno podría preguntarse: «¿Cuál es mi predisposición hacia lo bueno y lo malo? ¿Me entusiasma el deseo de vivir una vida recta?» Pienso que hay dos modos de responder a estas preguntas fundamentales. En primer lugar, tenemos a esas personas cuya meta en el campo moral es la de no infringir las reglas. Se sienten satisfechas con «mantener limpia su conciencia». Esta actitud se puede denominar legalismo moral. Para esta clase de gente, la moralidad es un código de leyes, un conjunto de reglas que hay que obedecer, límites que hay que respetar. Puesto que la tendencia normal de la gente es buscar el mínimo exigido, la moralidad se resuelve en los términos «permitido» y «prohibido».

El primer defecto del legalismo moral es que oculta nuestras omisiones, todo el bien que podríamos hacer, pero que no hacemos. A veces nos sentimos satisfechos con no cometer ningún delito, pero olvidamos que nuestro paso por esta tierra conlleva el deber de realizar obras de bien. También nos ocurre que pasamos por la vida haciendo muchas cosas que en sí mismas no son malas, pero que se centran en nuestros propios intereses, sin ofrecer ningún beneficio a los demás.

La esencia del cristianismo es algo más que evitar el mal: es imitar a Cristo, que «pasó haciendo el bien» (Hch. 10, 38). Esta realidad nos recuerda la parábola de Cristo sobre los talentos que un señor dio a tres siervos para que los administraran. Cuando el señor volvió para ver cómo habían aprovechado los talentos, alabó a los dos primeros siervos, pero al tercero lo condenó porque desperdició el talento que había recibido, escondiéndolo y perdiendo la oportunidad de lograr algún beneficio.

San Pablo se esforzó denodadamente por dejar su mentalidad de fariseo legalista, pues sabía que ella refleja la relación que se da entre un esclavo y su señor, y no la que corresponde a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Defendió la ley del amor contra una legalidad fría y desencarnada. San Agustín comprendió tan bien esto que llegó a resumir la ley moral en su célebre frase: «¡Ama, y haz lo que quieras!». Cuando una madre está afligida porque su hijo está enfermo, no se conforma con cumplir su «deber» mínimo de madre; no se pregunta por el límite inferior de su obligación. ¡No! Movida por el amor, rebasa con mucho el mínimo exigido por «la ley», y se desvive por aliviar a su niño. Busca al mejor doctor, consulta a otros papás, consigue las mejores medicinas. ¿Por qué? Porque es el amor el que la impulsa y no la mera obligación.

Para quienes desean amar a Dios de verdad, para quienes aspiran a realizar cabalmente las potencialidades de su ser, la conciencia es un faro de luz de inestimable valor; es una guía que les permitirá recorrer el sendero del amor más elevado y de la donación de sí. Ella les alertará ante cualquier claudicación en la búsqueda de su ideal, y los impulsará hacia metas cada vez más elevadas.

Pocos escritores han descrito el poder del amor mejor que Tomás de Kempis: «Gran cosa es el amor; bien sobre manera grande; él solo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual. Pues lleva la carga sin carga y hace dulce y sabroso todo lo amargo... El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y nada puede frenarlo. El amor no siente la carga ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede, no se queja que le manden lo imposible, porque cree que todo lo puede y le conviene. Para todo, pues, sirve, y muchas cosas cumple y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y cae. El amor siempre vela, y durmiendo no se duerme; fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta; sino, como viva llama y ardiente antorcha, sube a lo alto y se remonta con seguridad. Si alguno ama, conoce lo que significa esta palabra».

En resumen, la conciencia orienta a quien vive en el amor, no en el legalismo, y le ofrece un camino seguro para emplear correctamente su libertad, dando respuesta a esa pregunta fundamental en la vida: ¿cómo usar la propia libertad?

Nuestra respuesta a esta pregunta (expresada con las obras y no sólo con las palabras) marca la ruta de nuestra vida y, a la larga, determina la clase de persona somos.

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