VI. LAS NEGACIONES DE PEDRO


TEXTO BIBLICO

«Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó con ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: —Este también estaba con él. Pedro lo negó: —Mujer, no le conozco! Poco después, otro, viéndole, dijo: —Tú también eres uno de ellos. Pedro dijo: —!Hombre, no lo soy! Pasada como una hora, otro aseguraba: —Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo. Le dijo Pedro: —;Hombre, no sé de qué hablas!

Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: —Antes que cante hay el gallo, me habrás negado tres veces. Y saliendo fuera, rompió a llorar amargamente».

(Lc 22,54-62)


OTROS TEXTOS

Paralelos: Mt 26,69-75; Mc 14,66-72; Jn 18,15-18 y 25-2 7.

Sal 141 (140): «Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios; no dejes inclinarse mi corazón a la maldad...»

Sal 73 (72): «Qué bueno es Dios para el justo ... pero yo por poco doy un mal paso... viendo prosperar a los malvados... Insultan y hablan mal, y desde lo alto amenazan con la opresión...»

Jer 2,1-5,19-21: «De ti recuerdo tu cariño juvenil... aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada... que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta dejar a Yahveh tu Dios...»

Sal 51 (50): «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa... Contra ti solo pequé...»


PUNTOS

  1. Pedro se sentó con ellos.

  2. ¡Mujer, no le conozco.

  3. El Señor se volvió y miró a Pedro.

  4. Saliendo fuera rompió a llorar.


MEDITACIÓN

1. Pedro se sentó con ellos

Después de aquella efímera muestra de arrojo, atacando espada en mano, él solo, a los que venían a prender a su Señor, y después de la vergonzosa huida, Pedro sigue de lejos. Teme y ama. Quisiera estar con Jesús, pero no se atreve; no es capaz de superar sus aprensiones y respetos humanos, de modo que ni acompaña ni abandona totalmente.

Como tú y yo cuando nos encontramos tibios: sin valor para romper del todo con Jesús, e incluso añorando la intimidad de otros tiempos, pero sin la decisión de apartar aquello que nos estorba el dulce reencuentro. Sin la diligencia de poner los medios a nuestro alcance, cuesten lo que cuesten, para recobrar su amistad...

Pero fíjate que, aquel que no pudo velar una hora con su Maestro cuando éste se lo había pedido, ahora vela imprudentemente — no una hora, sino varias— con los enemigos de su Maestro.

Nosotros no podemos juzgarle. ¿Acaso somos más fuertes que él, o más consecuentes? ¿Acaso amamos más ardientemente a Jesús que lo amaba él?

Aprovéchate, más bien, amigo, del ejemplo para procurar no caer tú. «Pedro se sentó con ellos». Cuando el Señor parece ausente, nuestro corazón inquieto busca cualquier consuelo que colme su vacío. Y el remedio suele ser peor que la enfermedad, porque ese alivio nos aleja más del Señor y nos expone a perderlo para siempre.

Apártate, incluso en la desolación, de todo lo que no es Jesús ni puede llevarte a él. No te sientes, sino ponte de pie y sal en busca del bien perdido. «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos..., ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la Ley del Señor, y medita su Ley día y noche». (Sal 1,1-2).


2. ¡Mujer, no le conozco!

La negación, el pecado. La triste consecuencia de aquel primer abandono en el huerto, de aquel perseverar en amigable trato con los enemigos de tu Maestro. Peligrosa pendiente que va a conducir a nuevas e inmediatas negaciones: «;Hombre, no lo soy!», «¡No sé de qué hablas!».

Nosotros sí lo sabemos, ¿verdad? ¡Es una experiencia tan frecuente y tan amarga la del pecado! Forma parte de nuestra vida, de nuestra historia.

Como dice San Pablo (Rom 7,14), estamos vendidos al poder del pecado. Porque, no una ni tres veces, sino muchas más, hemos renegado del Señor. Hemos actuado como si no le conociéramos, muy conscientes a veces de que él nos pedía otra cosa.

¿Motivos? Nosotros mismos no nos lo explicamos muy bien. En el fondo pequeñas tonterías que nos hacen enrojecer cuando las consideramos seriamente: nuestros malos hábitos, un deseo venidoso y desordenado de estima, nuestra comodidad o conveniencia, la incontinencia de la lengua... No muy distintos de los de Pedro, como vemos.

El se arredró ante una criada de la casa del Pontífice. Tú, hombre que te precias de ser libre, ¿ante qué o quién vacilas?

Que nos mueva a humildad considerar quién cayó, tan incomparablemente más alto en dignidad y santidad que nosotros. Y cuando alguna vez, animosamente, le digamos al Señor que no le abandonaremos jamás, sepamos añadir: con tu gracia ayudándome.


3. El Señor se volvió y miró a Pedro

Seguramente éste bajaba en aquel momento hacia el patio, después de haber sido sometido al primer interrogatorio; y escuchó la última de las negaciones, aquella que, según San Mateo, Pedro acompañó de imprecaciones y juramentos.

El Señor miró a Pedro. ¿Cómo sería aquella mirada? Los evangelios nos dicen cómo Jesús miró con ira a los fariseos que condenaban el hacer curaciones en sábado (Mc 3,5), y con amor a aquel rico que le preguntaba cómo obtener la vida eterna (Mc 10,21).

El Señor no miró con ira a Pedro; él había previsto ya lo que pasaría. Pero el Buen Pastor, atadas sus manos, todavía atrae hacia sí, irresistiblemente, a aquella oveja que se le perdía. También había mirado a Judas, pero la traición de éste venía de antiguo, y se debía a un plan largamente meditado; Judas apartaría su vista, rechazando en la mirada del Señor su arrepentimiento y su salvación.

Déjate tú también mirar por el Maestro. Déjate penetrar por ese dulce reproche, que no condena, pero que mueve mucho más que mil razones que te expusiera yo ahora. Aunque te traspase el corazón, como a Pedro; aunque te des cuenta de que después de esa mirada ya no puedes ser el mismo. Déjate mirar por el Señor. Jesús desea sólo eso de ti: el resto déjalo en sus manos.


4. Saliendo fuera rompió a llorar.

Antes de seguir adelante en nuestra meditación de la Pasión, también será bueno, amigo mío, que salgas fuera a llorar.

Que salgas de ti mismo, de tus intereses y de tus mezquindades, y te purifiques, con las lágrimas del arrepentimiento y la compasión, después de este preludio; así te prepararás mejor a contemplar escenas mucho más dolorosas.

Pedro llora su ingratitud con un corazón noble. Lágrimas muy sentidas —amargas— y no de temor. ¿Acaso no había visto a Jesús perdonar a la pacadora arrepentida, o a aquella mujer sorprendida en adulterio? ¿No había escuchado de sus labios la parábola del hijo pródigo, y la de la oveja perdida? ¿Cómo temer al Maestro bueno, al amor de su alma por el que había abandonado casa, familia, profesión...?

El Apóstol nos deja un ejemplo utilísimo, si no de inocencia, sí de penitencia. A veces el Señor, en nuestra vida espiritual, permite que toquemos fondo, con tal que allí peguemos un talonazo que nos permita volver a la superficie. Y, en definitiva, siempre estarán vigentes aquellas palabras suyas, tan escandalosas cuando uno está instalado en una confortable observancia: «Habrá más alegría en el cielo por un sólo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15,7).


ORACIÓN

Señor, he pecado. No querría haberlo hecho, no querría haberlo dicho, pero ya está. Me gustaría volver atrás, rectificar, pero ya es tarde.

Nadie puede servir a dos señores, y yo he escogido el mío. Lo he escogido sin convicción, porque me atraía con mil promesas falsas de felicidad, de dicha placentera y fácil. He sido engañado porque me he querido dejar engañar, pues yo sabía, buen Maestro, dónde estaba el tesoro escondido. Pero, ¡resulta tan duro a veces partir en su búsqueda

Cuando te contemplo así, maniatado, despreciado por tantos motivos por los poderosos y por sus criados, abandonado de todos... se me hace muy difícil, Jesús, ponerme a tu lado. No quiero parecer un «bicho raro» (¡todos lo hacen!); no quiero quedar en evidencia (¡éste también estaba con él!); no quiero perder el puesto que he conquistado con mi esfuerzo.

Y, sin embargo, hoy no puedo soportar que me mires así sin que algo se me rompa en mi interior. Hoy mis pecados han perdido su brillo, y se me vuelven una carga insoportable. Todo lo que me parecía valioso se me ha convertido, bajo tu mirada, en basura. Querría quedarme solo contigo, contra todo y todos...

Señor, tú conoces mi debilidad, pero también mi dolor. Señor, con Pedro yo te digo también: Tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

Permite que me deshaga en lágrimas. Aunque tú me hayas perdonado ya —¡bendito seas!— yo necesito reparar tu amor traicionado. Necesito aprender, necesito experimentar que fuera de ti no puedo hallar la verdera alegría.

Que no me desanime nunca, Señor. Que por pesadas que sean mis culpas no pierda la esperanza, pues no hay comparación posible entre éstas y el valor infinito de tu Sagrada Pasión.


ORACIONES BREVES

«Este también está con El».

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad».

«Contra ti solo pequé».

«El Señor miró a Pedro».

«Señor, que vea».