V. EN CASA DE ANÁS:
    LA BOFETADA


TEXTO BÍBLICO

«Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era el suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año.

Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. El discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el atrio del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del Sumo Sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro ( ..).

El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina. Jesús le respondió: —He hablado abiertamente ante todo el mundo; he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a ocultas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho.

Apenas dijo esto, uno de los guardias que allí estaba, dio una bofetada a Jesús, diciendo: —¿Así contestas al Sumo Sacerdote?

Jesús le respondió: —Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué pegas?

Anás entonces le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás.»

(Jn 18,12-24)


OTROS TEXTOS

Is 48,16-19: «desde el principio no he hablado en lo oculto... Yo, Yahveh, tu Dios, te instruyo en lo que es provechoso... ¡Si hubieras atendido a mis mandatos... !»

Hch 23, 1-3: «el Sumo Sacerdote... mandó a los que le asistían que le golpeasen en la boca... ¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada!»

Sal 12 (11): «Extirpe el Señor los labios embusteros y la lengua fanfarrona de los que dicen: La lengua es nuestra fuerza... Las palabras del Señor son palabra auténticas, como plata limpia de ganga, refinada siete veces...»

Sal 17 (16): «Señor, escucha mi apelación... que en mis labios no hay engaño... Mi boca no ha faltado, como suelen los hombres... Guárdame como a la niña de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me asaltan... Han cerrado sus entrañas y hablan con boca arrogante..., se hacen señas con los ojos para derribarme...»


PUNTOS

  1. ¿Por qué me preguntas?

  2. Uno de los guardias le dio una bofetada.

  3. ¿Por qué me pegas?


MEDITACIÓN

1. ¿Por qué me preguntas?

Estamos tan acostumbrados a hablar para no decir nada, preguntamos tanto sin verdadero interés por aprender, que la respuesta de Jesús nos coge por sorpresa: ¿Por qué me preguntas a mí lo que, si no fueras sordo y ciego, tendrías ya que saber?

El Señor también te dirige a ti estas palabras. A ti, que preguntas y consultas con vana curiosidad, pero sin deseo auténtico de convertirte. Abre la Escritura y allí encontrarás su doctrina. Mira a la Iglesia y allí verás a los discípulos: a los violentos y a los pusilánimes, a los valientes y a los cobardes... a los santos y a los pecadores.

Ojalá que nos moviese siempre un deseo sincero de profundizar en la Palabra del Señor, en el misterio de su Corazón. Porque a veces lo maniatamos, lo llevamos allí donde queremos, a nuestro interés, en vez de ir nosotros a esas «sinagogas» y a ese «templo» donde él enseña. ¡Y todavía queremos que Jesús nos instruya en lo interior!

Aprende a salir de ti, si quieres encontrar el tesoro escondido de su enseñanza. Abandona tu «casa», tu sillón de juez, tus ideas preconcebidas, tu sentencia ya dictada, y ven —aunque sea de noche, como Nicodemo— adonde está tu Maestro, su Palabra y su Comunidad.


2. Uno de los guardias le dio una bofetada

Seguramente para congraciarse con el Pontífice, porque él no entendía nada, y sólo veía la situación desairada en que había quedado su amo.

Contemplar este episodio nos revuelve las entrañas. Este golpe, injusto y cobarde, es —aparte del prendimiento— la primera violencia física cometida contra aquel que es «manso y humilde de corazón».

Tienes motivos para sublevarte y avergonzarte, para sentirte mal y para llorar, si eres suficientemente niño.

La humillación —por venir de quien venía, y ser tan pública—tuvo que ser enorme, y el Señor la sentiría mucho más que el dolor de su mejilla encendida. Fue un ultraje inesperado y rápido, realizado ante la gente importante y ante los criados y guardias. El triunfo de la fuerza sobre la razón. El comienzo —sólo el comienzo— de la «hora» en que triunfaría el poder de las tinieblas.

Anás, sin duda, se sintió halagado por la brutalidad de su esbirro, pero sobre todo aliviado de encontrar una salida a la respuesta del «rabbí».

Dice el profeta que él fue herido por nuestras rebeldías, y molido por nuestras culpas (Is 53,5). Yo diría que también abofeteado por nuestras soberbias irracionales, por nuestros deseos de quedar bien, pese a quien pese, por nuestras prepotencias.

Con mucha frecuencia —¡ay!— juzgamos a los demás; y juzgamos injustamente, y condenamos con ligereza. Y tras condenar, abofeteamos con nuestro desprecio al pobre y al inocente. Aplastamos la verdad que nos cuestiona y nos molesta.

Tú, que te dueles de aquella bofetada ignominiosa dada a tu Señor, duélete y abochórnate de que, en aquella violencia, fuera también la fuerza de tu brazo.


3. ¿Por qué
me pegas?

¿Quién escucharía aquella respuesta serena, entre los comentarios y murmullos de aprobación que el gesto del guardia suscitaría?

Seguramente nadie. O tal vez Juan, que asistiría lleno de rabia e impotencia —¡y miedo!— a esta escena.

Nosotros sí podemos oírla resonar, ahora, en nuestro interior.

El Maestro está maniatado e inerme. El, que podría pedirle al Padre que pusiera a su disposición doce legiones de ángeles para vengar la afrenta, se traga su humillación y su vergüenza, y bebe, por ti, el cáliz de la Pasión.

No calla por despecho, sino que replica con mansedumbre y con verdad. Pero su respuesta no es escuchada. Su razón, tan justa, no le valió para nada; nadie hizo caso de ella y se pasó adelante.

Jesús, con su ejemplo, trata de darte aquí un consuelo, y apaciguar esa turbación intensa que a veces te invade por una nadería.

Porque es muy cierto que, con facilidad, nos descomponemos y amargamos cuando somos contradichos en cualquiera de nuestras opiniones. Nos sentimos heridos cuando no se nos consulta, cuando no se nos tiene en cuenta, cuando nuestro parecer es ignorado o menospreciado.

Mala cosa es el amor propio, que sólo admite un remedio: el amor a Jesús. La meditación frecuente de su Pasión puede ser para nosotros la escuela donde aprender mansedumbre y olvido de sí, donde hallar la paz interior y la alegría espiritual que el mundo no conoce.

Pero, ahora, únete de la mejor manera que sepas a tu Maestro abofeteado: con la imaginación, con la meditación o, mejor aún, con tu amor compasivo. Permanece allí con él, el mayor tiempo que puedas; aunque sea como Juan, no te importe. Acompaña y ama: ya con rabia, ya con dolor, ya con vergüenza.


ORACIÓN

Mi buen Jesús, me acuerdo ahora de que, cuando eras un chico de doce años, una vez te encontraron María y José en el Templo, rodeado de maestros de la Ley, a los que escuchabas y hacías preguntas. Y ellos estaban sorprendidos de tus respuestas.

Hoy, Señor, soy yo el que está sorprendido, y dolorido por tu dolor, y humillado en tu gran humillación. Porque tus preguntas y respuestas siguen siendo igualmente admirables, pero el corazón de aquellos doctores está corrompido por el odio y el espíritu de la mentira. No quieren escucharte, no tienen tiempo, no les interesan tus respuestas..., como hoy nos pasa a tantos de nosotros.

Yo quiero recoger tus palabras, mi buen Maestro. Y repetirlas, y proclamarlas, y hacerlas mías. Aquella bofetada cobarde no fue bastante para cerrar tu divina boca. Dame tu gracia para que la mía tampoco calle orgullosa, cuando deba hablar, por cualquier desprecio o humillación.

Comprende, dulce Jesús, mi rabia impotente al contemplarte maltratado de esa manera inicua. Yo moriría por salir en tu defensa; preferiría pasar yo mismo ese trance amargo, antes de vértelo pasar a ti. Porque a mí con razón deberían cerrarme la boca a bofetadas en muchas ocasiones, ¿pero a ti?

Por amor de tu rostro golpeado, de ese rostro que es el encanto de los ángeles, y la eterna alegría de tu Madre bendita y de todos los santos, no faltándome tu compañía y aliento, yo quiero aceptar todas las represiones, todas las palabras duras, todas las frases hirientes, justas o injustas, sin perder la paz; sin responder siquiera, si con ello no perjudico a nadie.

Ayúdame, Jesús, a descubrir que, a mi alrededor, también existen rostros abofeteados, hombres humillados, insultados, marginados por el poder de este mundo. Dame el valor de ponerme junto a ellos, ya que no pude estar, entonces junto a ti; dame el valor de ser la voz de los que no pueden replicar, de los que tienen que tragarse su orgullo y su resentimiento, de los que vierten lágrimas de rabia o desesperación.

Señor, que sepa aceptar las críticas sin amor propio. Que sepa perdonar, y que sepa, también, aceptar que me perdonen.

Y alivia tú mi vergüenza y mi tristeza con la fortaleza y rotundidad de tu amor.


ORACIONES BREVES

«Señor, escucha mi apelación.»

«Las palabras del Señor son palabras auténticas.»

«¿Por qué me preguntas?»

«Guárdame como a las niñas de tus ojos.»

«¡Si hubieras atendido a mis mandatos...!»

«¿Por qué me pegas?»