XI. JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ


TEXTO BÍBLICO

«Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: —Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.

Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: —A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido.

También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: —Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!

Había encima de él una inscripción: Este es el rey de los judíos. Uno de los malhechores colgados le insultaba: —¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros! Pero el otro le respondió diciendo: —¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho. Y decía: —Jesús, acuérdate de mi cuando vengas con tu Reino. Jesús le dijo: —Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

(Lc 23,33-43)


OTROS TEXTOS

Paralelos: Mt 27,35-44; Mc 15,24-32; Jn 19,18-27.

Sal 22(21): «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar... me cerca una banda de malhechores: me traladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos».

Sal 69(68): «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello: me estoy hundiendo en un cieno profundo y no puedo hacer pie.

La afrenta me destroza el corazón y desfallezco... En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre».

Gal 6,14: «Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está para mí crucificado, y yo para el mundo».

2. Cor 2,1-2: «... cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciarnos el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado».


PUNTOS

  1. Lo crucificaron allí (1. a Palabra).

  2. Se burlaban de él.

  3. Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino (2.a Palabra).

  4. Agonía de Jesús (3.a, 4.a y 5.a Palabras).


MEDITACIÓN

1. Lo crucificaron allí (1. a Palabra)

Este instante de la crucifixión tuvo que ser tan espantoso, que no hay duda de que tu Madre, la Santísima Virgen, recibió una gracia especial de Dios para soportarlo sin morir de dolor.

Nuestro Señor también sería asistido de una forma particular, porque, si no, no podemos explicarnos cómo permaneció consciente hasta su muerte, tres horas después, y cómo pudo darnos las últimas enseñanzas desde la cruz.

Escucha esos golpes secos que crucificaron el Corazón de tu Madre. Mira esas manos adorables que han bendecido y curado, acariciado a niños y partido el pan de la Eucaristía. Ahora, traspasadas por los clavos, sujetas al leño, manan abundante sangre. Mira también esos pies infatigables que llevaron la Buena Nueva a todo el país, esos pies que con tanta devoción ungió y besó la pecadora arrepentida, y que ahora son inmovilizados con otro clavo.

Considera el dolor insufrible que provocaron los clavos al taladrar partes tan sensibles y puntos nerviosos tan importantes.

Y escucha a Jesús: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Invoca ante el Padre el único atenuante posible a tan horrible crimen. Con paciencia y caridad infinitas, en semejante momento, es capaz de hablar para perdonar.

Si tienes dudas de fe alguna vez, acude a este lugar y ellas desaparecerán: un hombre que es de tal manera consecuente con su enseñanza, en esas circunstancias, no puede ser más que Dios.

Pídele a Jesús perdón, y duélete de cada golpe de martillo, de cada gota de sangre vertida. Por tus pecados te haces enemigo y verdugo de tu Maestro, aunque por su Cruz quedes justificado.

Llora tus faltas, pide misericordia y dale gracias por lección tan dolorosa.


2. Se burlaban de él

Los fariseos, los sumos sacerdotes, los soldados y el pueblo contemplan cómo Jesús es elevado en la Cruz. Con sus brazos abiertos, queriendo estrechar contra su Corazón a todo el mundo. Con una palabra de perdón en los labios.

Pero no se apiadan de él sino que, para que se cumpliera la Escritura, lo cubren de injurias y burlas. «A otros salvó, ¡qué se salve a sí mismo si es el Cristo!». «Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios» (Mt 27,40).

¿Acaso no merecían morir ellos mil veces por blasfemar del Unigénito de Dios? Ciertamente que sí. Pero ni bajó fuego del cielo, ni se abrió la tierra para tragarlos. El único fuego fue el que ardía en el pecho sacratísimo de Jesús: fuego de amor y misericordia. Y lo único que se abrió fue la compuerta del perdón de Dios y las puertas del cielo, cerradas desde el pecado de Adán.

Misterio insondable que no deberías cansarte nunca de contemplar. Si la vista de la serpiente de bronce, erigida por Moisés en el desierto (Num 21.6-9), curaba a los mordidos por las serpientes venenosas, ¡cuánto más la visión de Cristo levantado en la Cruz por los pecadores, nos podrá salvar de las mordeduras mortales de nuestros vicios y pecados! Y en esta contemplación no te olvides nunca de consolar a nuestra Señora.

3. Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino (2.a Palabra)

Aquel malhechor había seguido a Jesús desde el Pretorio al Calvario, cargado con su cruz. Había visto, había escuchado. Ahora, en el paroxismo del dolor, no se desahoga insultando a Jesús, sino que es capaz de tomar su defensa. ¡El primero y el único que habla por Jesús! Porque Pilato también reconoció su inocencia, pero lo condenó a muerte. Este ha creído en la verdad de ese título irrisorio que está sobre el patíbulo: el Rey de los judíos. Y porque ha creído «le fue reputado como justicia» (Rom 4,3).

¿Podrás todavía desesperar? ¿Cederás al desaliento? Olvida lo que pecaste y arroja tus delitos en el abismo de amor del Corazón de Cristo.

Aquel ladrón rehizo en un instante su vida sin sentido, y acompañará a Jesús en su entrada en la gloria como el primer mártir, el primer testigo: «Todo el que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).

Dile a tu Maestro, con una encendida confianza, que se acuerde de ti que continúas debatiéndote bajo el peso de una cruz que, a veces, se hace demasiado pesada, aunque sea justa y merecida. Que te consuele con sus palabras, y con la gracia de una fe intrépida.

Prométele que, tanto en la alegría como en la tribulación, le confesarás con valentía, y pídele perdón por tus pasadas cobardías e indecisiones.


4. Agonía de
Jesús (3.a, 4.a y 5.ª Palabras)

¿Cómo podremos acompañar al Señor durante las tres horas de su agonía, nosotros que nos dormimos en el Huerto y no fuimos capaces de velar con él una hora?

Considera sus sufrimientos y medita sus palabras. Si no entiendes todo, no importa. Contempla al crucificado, consuélale con tu firmeza y perseverancia en la oración, y acompaña el dolor arrebatado y mudo de María.

El peso del Señor ha desgarrado sus heridas. Cuatro manantiales de sangre caen a tierra purificando nuestro pobre barro. Los judíos no se cansan de sus burlas. La gente que vuelve del campo a Jerusalén, al pasar por el Calvario se detiene curiosa e inquiere noticias. Algunos se quedan allí y hacen comentarios desfavorables de tu Maestro.

Muy posiblemente hay moscas que atormentan su divino rostro, atraídas por la sangre. ¡Qué desesperación suplementaria constituirían para otro que no fuera Jesús! ¡El no poder espantarlas! Pero por eso también él aceptó pasar.

El tiempo transcurre despacio, mientras la tarde se oscurece paulatinamente.

Tu Maestro ve allí a su Madre, inundada de un dolor que no aciertan a consolar Juan, ni las santas mujeres que la acompañan. Ella, el amor más fiel, la primera y más auténtica discípula. La que le dio todo, absolutamente todo, sin pedir nada a cambio: ni privilegios, ni siquiera el consuelo de su compañía habitual. La que creyó sin ver y sin pedir explicaciones, contra toda esperanza. La que no se escandalizó de la Cruz. María, tu Madre, allí, al pie de la Cruz, no impotente sino oferente. Perdonando, como oía perdonar a su Hijo. Amando como ninguna criatura humana podía amarle.

«Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19,26-27).

Y tú, discípulo de Jesús, ¿acaso sigues pensando que amar a María supone desviar el amor que le debes a Dios? ¿No comprendes que, si buscas al Señor en su cruz, es inevitable que encuentres a María? ¿No escuchas la palabra postrera de tu Maestro que te la da por Madre? ¿Por qué dudas?

Pues ella te aceptó desde ese instante por hijo, dispuesta a acompañarte durante toda tu vida, a amarte y a sufrir por ti, entrégate todo entero a ella. Recíbela en tu casa, como Juan, sin preguntarte si eres digno de tal Madre. Amala y venérala como a Señora.

Confíale tus penas, pide su ayuda en tus tentaciones. Desagráviala y hónrala como buen hijo. Y pídele dolor y amor para acompañarla en su contemplación del Crucificado.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46 y Mc 15,34). Agonizando, el Maestro, los ojos tornados al cielo, clama con las palabras del salmo 22.

En medio de la tribulación mayor que pueda pensarse, de sufrimientos físicos que deberían haberle hecho perder el sentido, Jesús se vuelve al Padre. El, siendo Dios, sufre como hombre. Por eso su agonía, que comenzó en el Huerto, es oscura y angustiosa, como la de todo hombre.

El salmo 22 —que deberías rezar a menudo con atención y devoción— describe los sufrimientos del Justo perseguido, del Siervo de Yahveh del que habló Isaías. Expresa con intensidad y dramatismo estos sufrimientos, para terminar cantando la alegría del triunfo y la seguridad de la esperanza.

Trata de profundizar en los sentimientos del Corazón del Señor, y pídele que te haga fuerte y tenaz. Asido a la cruz y desnudo, como tu Maestro.

«Tengo sed» (Jn 19,28). La pérdida de sangre, el calor, el no haber bebido nada desde la víspera, provocan en Jesús una sed loca.

El mismo salmo 22, que tal vez siguió recitando, dice: «mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar» (v.16). Para que se cumpla la Escritura, el Señor dice entonces esas dos palabras. Y para que se siga cumpliendo, los soldados hicieron lo que decía otro salmo: «para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69,22).

Aunque fuera buena su intención, la sed del Señor sólo encontró aquella bebida desagradable y agria en que saciarse. El la probó. Y gustó, con el vinagre, la ingratitud de todos los pecadores que, a lo largo de todos los tiempos, le devolvieron la acidez de su indiferencia u hostilidad, a cambio del agua viva (Jn 7,37-38), y del vino generoso de su sangre (Mt 26-27-29) que él les ofrecía.

Por eso el Señor tiene sed de tu amor y de tu entrega, de tu reconocimiento agradecido de la salvación que él te procuró con tantas fatigas y sufrimientos.

¿No te inflamas, apóstol de Jesús, en celo por la salvación de todos? ¿Dejarás que por tu falta de testimonio alguien deje de aprovecharse del beneficio impagable de la redención? Arde, tú también, de sed espiritual, y ofrece a tu Maestro el agua limpia de tu conversión, y el vino exquisito de tu oración y de tu celo.


ORACIÓN

Señor, a veces inconscientemente me hago la señal de la cruz, o beso un crucifijo o una crucecita que llevo al cuello. Me he acostumbrado a mirar la cruz, pero no con una mirada de fe, sino banalmente, como un símbolo del cristianismo o como un adorno más.

Ayúdame, Jesús crucificado, a situarme al pie de la cruz —junto a María— descubriendo en su horror todo el amor de tu entrega.

Por esa sangre que mana abundantemente de tus manos y de tus pies, perdona la multitud y gravedad de mis pecados. Cada gota tiene un mérito infinito y podría haber bastado para redimir al mundo entero.

Tú perdonas a quienes te atormentan y prometes el cielo al ladrón arrepentido que sólo pide que te acuerdes de él. ¿Cómo no llenarme de confianza? ¿Cómo dudar de tu misericordia mirando la cruz?

Y pues me siento perdonado y salvado, permíteme, amado Jesús, que concentre todas mis fuerzas y todo mi afecto en amarte sobre todas las cosas. Yo quisiera tener siempre presentes esas últimas palabras tuyas en la cruz, y hacerlas carne de mi carne.

Dame la gracia de la caridad perfecta, con la que sea capaz de perdonar a los que me injurien, o a los que me hagan daño, con o sin intención. Concédeme el don de la orazión y la perseverancia en mis buenos propósitos. Que cuando sienta la tentación de alejarme de ti, el recuerdo de tus pies crucificados me haga continuar a tu lado.

Te ofrezco mi vida. Dígnate aceptarla aunque no valga mucho. Porque para ti no cuentan las cosas que se ofrecen, sean muchas o pocas. Tú, Señor, no te conformas sino con todo. Y eso es lo que hoy, junto a la cruz, yo te presento y te entrego. Para mí el mundo está crucificado contigo, y mi vida herida para siempre por tus mismos clavos. ¿A dónde podría ir, si sólo tú tienes palabras de vida eterna?

Concédeme también un amor tierno y delicado a tu Maestro, María, refugio de los pecadores. Que en mis pruebas y en mis sufrimientos yo tenga también el consuelo y la certexa de su compañía. Amén.


ORACIONES BREVES

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

«Hoy estarás conmigo en el paraíso».

«Mujer, ahí tienes a tu hijo».

«Ahí tienes a tu Madre».

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

«Tengo sed».

«Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de mí».

«Me taladran las manos y los pies».

«Mi Corazón se derrite en mis entrañas».

«Para mi sed me dieron vinagre».

«El mundo está, para mí, crucificado».