LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

Thomas Merton

 

PRÓLOGO

Entre lo escrito por William Blake, creo que se puede destacar una frase: «Hemos sido colocados en la tierra para vivir en ella durante un breve periodo de tiempo. Así podemos aprender a asimilar los "rayos luminosos del amor".» Una expresión perfecta, acabada, como lo es lo escrito por Thomas Merton sobre la oración monástica. Porque en esta frase de William Blake se nos da la clave de la grandeza humana, totalmente traspasada por los «rayos del amor». Y al mismo tiempo nos recuerda lo que le falta al hombre para convertirse en vehículo de esos «rayos luminosos del amor». Aquí, en esta afirmación casi apodíctica, hay dos rasgos, ambos con el mismo valor, sobre el deseo que tiene el hombre de verse sumido en los «rayos luminosos del amor». Y al mismo tiempo se nos habla de su miedo a correr el riesgo de verse expuesto a su poder transformante. Porque si rezar significa cambiar, no es extraño que los hombres, incluso los consagrados a esa tarea, se apresuren a ponerse vestiduras protectoras, a llevar delantales que les eviten toda radiación, que incluso lleguen, en los momentos de su oración comunitaria, a buscar la seguridad de los refugios para escapar a los efectos de esos «rayos luminosos del amor» y seguir como están.

En este libro, que sin quererlo se ha convertido en el testamento de Thomas Merton, éste no intenta otra cosa más que señalar los «rayos luminosos del amor» y empujarnos al conocimiento de nuestros lugares de refugio contra ellos, asumidos de una forma más o menos consciente y voluntaria. Podría parecer una tarea negativa intentar despojar a los hombres de todas sus vestiduras de evasión y dejarlos expuestos antes de haberles dado tiempo a tomar las decisiones necesarias. Si la oración merece el calificativo de real, es, para empezar, un conocimiento de nuestra finitud, de nuestra necesidad, de nuestra apertura al cambio, de nuestra preparación para ser sorprendidos, y hasta colmados de extrañeza por los »rayos luminosos del amor».

En los antiguos teatros había a menudo tres o cuatro telones con escenas de un enorme realismo, pintadas en ellos. Antes de la representación de la obra, a intervalos, estos telones se levantaban, uno tras otro. Nunca se estaba seguro de si se trataba de un nuevo telón pintado, o de si había empezado ya la representación de la obra. Pero al final, cuando se levantaba el último telón pintado, ya no había nada entre los actores y el espectador.

La oración auténtica puede estar velada por muchas cortinas que tienen que levantarse antes de palpar la realidad de la obra misma. Thomas Merton nos va describiendo todos esos telones, esos velos, hasta que, al final, nos vemos obligados a ver todos esos velos y telones como lo que son en la realidad, algo que tiene que desaparecer antes del comienzo de la obra misma.

En este libro, no se arroga la pretensión de defender la vida monástica. Lo ha hecho ya en otros. Tampoco ha escrito una especie de manual como su ensayo, corto, pero admirable, Spiritual Directions. Más bien, La oración contemplativa sólo ambiciona ser un tratado más general sobre la naturaleza de la oración.

Se dan por sabidos dos peligros que el libro apenas intenta soslayar. Un monje, maduro en años y en vida religiosa, siente una gran devoción y respeto por los momentos de oración comunitaria. Por eso corre un mínimo peligro si lee las agudas sugerencias de Thomas Merton, cuando dice que hasta la vida litúrgica puede convertirse en un corto circuito de rutina y reglamentación que puede servir de lugar de escondite, un telón de seguridad, y puede crear monjes producidos en serie, hombres y mujeres que representan una pantomima de perfección, con un desconocimiento total de su mediocridad espiritual y de ser en realidad víctimas por falta de amor del sistema. Los monjes entenderán perfectamente estas palabras y entre los veteranos asustados de esta vida, esos ejercicios comúnes de piedad siempre serán bien recibidos como formas de invitación y recuerdo de su participación personal a lo que ese centro comunitario invita, pero que no impone por sí mismo.

Pera para las comunidades formadas fuera de la vivencia monacal, quizá el papel de este foco corporativo no sea tan palpable, y se sientan movidos a pensar en las críticas de Thomas Merton como indicadores de que la oración privada es suficiente. Es importante, por tanto, que los lectores de este libro procedentes del campo no monástico tengan en cuenta el contexto corporativo en el que la oración privada tiene siempre lugar.

El segundo peligro se encuentra en todo tratado general de oración, aunque ésta sea monástica. Porque cada hombre o mujer que ora se encuentra en un nivel de desarrollo tan distinto y hay tantas formas diferentes de entrar en la oración —y de evadirse— en este asunto de la vida en el que Dios nos muestra de una forma especial la fuerza de su poder, que la mayoría de los tratados sobre la oración en general no tienen en cuenta las particularidades sagradas del alma necesitada. Pero cuando se trata del clima de la oración, y sobre todo del proceso que los alemanes llaman Entlarvung, la transpiración de la «falsa interioridad», la del «rebaño reunido», la del «narcisismo infantil interior», la de los intentos de «agarrarse a una seguridad narcisista», la del culto a los ídolos que nos hemos fabricado, esos ídolos mentales de un Dios que no nos va a causar problemas ni molestias, es capaz de llegar a su tarea de una forma indirecta, suficiente para dejar de lado la futilidad de todo lo que se ha escrito sobre este tema y acercarnos a lo que hay realmente detrás del último telón de seguridad.

Thomas Merton fue apasionadamente consciente de la crisis interior de nuestra época y de la extrema necesidad de la dimensión contemplativa. Pero parece haber escogido hablar a esa época nuestra en crisis por medio de un pequeño grupo de gente de desecho, entregado en cuerpo y alma a la tarea de ofrecer su vida a «la fuente de la auténtica vida». Y es que si por medio de su trabajo, como una especie de masajista espiritual, puede desatarlos de ataduras y ser de alguna ayuda a la hora de liberar a algunos de sus hermanos y hermanas de vida monástica de los apegos importantes que les están haciendo retroceder, también podría ofrecer ese mismo grupo al mundo, para que tocara su corazón herido y lo sanara.

Convencido, como P. T. Forsythe acostumbraba a confesar, de que «la oración es a la religión lo que la búsqueda primitiva es a la ciencia», Thomas Merton destaca las perspectivas monásticas a las que son llamados a integrarse. Porque desde los comienzos de este libro insiste en que el monje lleva a su nueva vida toda la vida del mundo que parece haber abandonado. Y afirma abier tamente que el monje está llamado a explorar el conflicto universal mismo del pecado y sus aspiraciones desordenadas. Y lo hacen de forma más total, y con mayor dedicación que sus hermanos, que se entregan a los trabajos de misericordia y creatividad en el mundo. Insiste en que el monje y la monja «dejan el mundo solamente para escuchar las voces más profundas que han dejado atrás».

Tampoco Thomas Merton está asustado de las voces más profundas que ha dejado atrás. No tiene duda alguna en llamar a Baudelaire y Rimbaud «cristianos periféricos». Está perfectamente preparado también para llamar la atención sobre el hecho de que existencialistas como Heidegger, Camus y Sartre han mirado a la muerte cara a cara, han profundizado hasta los abismos de la nada del hombre, han probado en su espíritu la falta de autenticidad del hombre y han exigido a gritos su liberación. Está preparado para alabar su fulminante poder para desnudar al hombre y para insistir en que quien se atreve a avanzar por los diferentes niveles de oración, no puede escapar de estas despiadadas revelaciones de la situación existencial del hombre.

Thomas Merton no está solamente abierto a las voces existencialistas de nuestro tiempo, sino también a la contribución, tan importante como abandonada, a la cultura monástica, que pueden aportarnos nuestros compañeros de viaje contemplativo y que se engloban en el zen budista, en el hinduismo y en el sufismo musulmán. Estaba convencido de que la visión que tienen del mundo esos místicos y sus vivencias deberían ser puestas cada vez más a disposición de los monjes cristianos, a la hora de la búsqueda, por parte de éstos, de los niveles más profundos de oración.

Si, como observa Thomas Merton en su primera página, «la vida monástica es ante todo una vida de oración», entonces la oración personal, que exige un compromiso creciente de todos los poderes del que ora, se convierte en el asunto más importante. No es suficiente con haber dejado Egipto. Los monjes están llamados a entrar en la tierra prometida, y entrar no significa solamente hacerlo con los pies, sino también con el corazón. Pararse demasiado pronto es la forma más corriente de meterse en un callejón sin salida en el camino de la oración.

Thomas Merton califica esta complacencia como de una especie de separación de Dios. El padre Monchanin, el apóstol francés de la oración, que vivió en el sur de la India, lo resume en una frase: «Hay demasiadas conciencias encerradas tras un muro.» ¿Podría referirse a estos estilos complacientes de monjes que, en lo que se refiere a la vida personal de oración, han puesto en orden su condición de seres dispersos, y que cuando meditan no logran situarse por encima de un sentimiento de autojustificación, usando la regla de medir de la comparación, para asegurarse ellos mismos de que sus vidas son, al menos, no peores que las de la mayoría de los que se encuentran en su misma forma de vida?

Thomas Merton, desde el principio del libro, afirma que un agudo sentido de necesidad es un gran simulador de la complacencia en materia de oración. Pero tras todas las necesidades con las que nuestra situación en el mundo nos presiona, está, omnipresente, la necesidad que brota de nuestra finitud. Pascal expresa esta necesidad en sus Pensamientos cuando escribe que hay en todo hombre un «abismo infinito» que solamente puede ser llenado por un objeto infinito e inmutable, es decir, solamente por Dios mismo» (Sect. VII, 425). Thomas Merton ve emerger los niveles más profundos de oración de este deseo interior, fruto de nuestra pobreza y del vacío que sentimos interiormente.

La oración y el sacrificio se apoyan y exigen la una al otro y, para Thomas Merton, cualquier práctica que nos purifica, que aumenta la humildad, que hace surgir en nosotros un sentimiento nuevo de nuestra finitud y de nuestra condición de criaturas, es recomendable. Y aunque el sufrimiento en sí mismo puede ser la forma más profunda de oración, también está muy claro que cualquier atisbo de activismo que nos obliga a olvidarnos totalmente de nosotros, o cualquier martirio prematuro, es una especie de egocentrismo. En este sentido, quizá la perspectiva más profunda es la de que los sacrificios que uno escoge son casi siempre inferiores a los que nos llegan sin pedirlos, que son los que se nos presentan abundantemente en nuestro camino. En La oración contemplativa vuelve de nuevo al sacerdote Monchanin: «Nos es suficiente con saber que estamos en el sitio en el que Dios quiere que estemos, y llevar a cabo nuestro trabajo, incluso cuando no se trate más que de un trabajo de hormiga, infinitamente pequeño, y con unos resultados imposibles de cotejar. Estamos en la hora del Huerto de los Olivos, y de la noche, la hora del silencio oferente, la hora de la esperanza. Ahí está Dios solo, sin rostro, desconocido, al que no sentimos, pero que sigue siendo el Dios que no podemos negar.»

Quizá la visión más profunda de todo el libro procede de la guía que se nos ofrece en él sobre cómo ser liberados de nuestras complacencias y cobardías, y sobre cómo movernos hacia la presencia de Dios, que es un fuego abrasador. Porque Blake conocía bien hasta qué punto es un asunto largo y costoso aprender a soportar «los rayos luminosos del amor». Si es verdad que la oración más profunda en su culminación es un perpetuo rendirse a Dios, como consecuencia, toda meditación y los actos específicos de la oración pueden verse como preparaciones y purificaciones para disponernos a entrar en ese camino que nunca acaba. Efectivamente, lo que a menudo está oculto es que hay en nosotros un miedo terrible, que se adueña de nosotros ante tal expectativa. Si soy como creo ser y Dios es como me lo he imaginado, entonces, quizá pueda soportar arriesgarme a ello. ¿Pero qué pasará si al final me doy cuenta de que es distinto a como me lo había imaginado, y qué si, en su presencia terrible, todas las capas de lo que yo había pensado que era yo mismo se disuelven y tiene lugar un encuentro aterrador e impredecible? Ahora empezamos a encarar el pavor humano, ese pavor que encubre el encuentro desconocido con la muerte, el miedo que en pequeño crea tan a menudo una crisis a la hora del compromiso.

Thomas Merton prosigue tranquilamente: «Debemos dejarnos llevar desnudos e inermes al centro de ese pavor en el que nos encontramos solos frente a Dios, en nuestra nada sin explicación, completamente dependientes de su providencia, en una necesidad apremiante del don de su gracia, su perdón y la luz de la fe...», porque «la verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal». Aquí describe un vacío que llega hasta la verdadera raíz de nuestra naturaleza, porque los límites han sido eliminados.

Cuando la crisis del compromiso sobrevive a tal acontecimiento, es porque bajo el miedo hay un amor suficientemente grande como para soportar el peligro de la revelación y del descubrimiento. La oración contemplativa nos habla en un lenguaje muy semejante al de La Nube del Desconocido, que nos asegura que para penetrar el miedo profundo que nos infunde la presencia dentro del Desconocido dentro de la Nube, debemos luchar con el dardo afilado de un amor anhelante, y no abandonar la partida pase lo que pase (II, 4). El «no abandones» es el sello de la constancia del amor y el fondo de esta fidelidad del «dardo afilado del amor anhelante», ¿no es que la santidad y la oración monástica, en el fondo, son la misma cosa?

Thomas Merton murió en un accidente que sufrió en Bangkok en diciembre de 1968. Esperaba encontrarse allí con Jean Leclercq en una reunión de líderes de la vida monacal de Asia. El tema central del encuentro era sobre la renovación de la vida monástica en aquella área del mundo. Este testamento suyo, La oración contemplativa, es portador de su propio mensaje de renovación. Los monasterios serán renovados en la medida en que un mayor número de monjes, en un espontáneo brote de libertad experimental, encuentren sus caminos cada vez con mayor profundidad, hacia la orientación contemplativa, de una vida entera dedicada a la oración. Nada puede redimir nuestros tiempos, restablecer el sentido de la imagen divina que vive en todo ser humano, y resaltar el sentido interior y exterior de la responsabilidad de los hombres y mujeres de unos para con otros, como un volver a revitalizar los niveles más profundos de oración.

Douglas V. Steere

 

LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

Aunque camine en tinieblas, sin hallar una luz, que
confíe en el nombre del Señor y se apoye en su Dios.
(Is 50,10)

Les daré inteligencia para que reconozcan que yo soy
el Señor; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.
(Jr 24,7)

 

INTRODUCCIÓN

El monje es un cristiano que ha respondido a una llamada especial de Dios y se ha retirado de las preocupaciones más activas del mundo, para dedicarse enteramente al arrepentimiento, a la conversión, a la metanoia, a la renuncia y a la oración. En términos positivos, debemos entender la vida monástica, sobre todo, como una vida de oración. Los elementos negativos, la soledad, el ayuno, la obediencia, la penitencia, la renuncia a la propiedad y a todo tipo de ambiciones, todos esos elementos se orientan a dejar expedito el camino de tal modo que la oración, la meditación y la contemplación puedan llenar el espacio creado por el abandono de otras preocupaciones.

Lo que se ha escrito sobre la oración en estas páginas, va dirigido en primer lugar a los monjes. Pero, lo mismo que un libro de psicoanálisis escrito por un psicoanalista y para los de su misma profesión puede también, si no es demasiado técnico, llamar a las puertas de los profanos, pero que tienen un cierto interés por esos temas, lo mismo pasa con este libro. Por eso un estudio práctico más que académico de la oración monástica debe ser interesante para todos los cristianos, puesto que todo cristiano se ha comprometido a ser, en cierto sentido, un hombre de oración. Aunque pocos tienen el deseo de la soledad o vocación para la vida monástica, todos los cristianos deben, al menos en teoría, tener bastante interés por la oración, de tal forma que pueden ser capaces de leer y servirse de lo que aquí se escribe para los monjes, adaptándolo a las circunstancias de su propia vocación. Ciertamente, en el apresuramiento de la vida urbana moderna, muchos encararemos la necesidad de cierto silencio interior y de una disciplina sencillamente para sentirnos nosotros mismos, para mantener nuestra identidad humana y cristiana y nuestra libertad espiritual. Para promover eso debemos buscar a menudo momentos de retiro y oración en los que profundizar nuestra vida de meditación. Estas páginas tratan sobre la auténtica naturaleza de la oración, más que sobre algunas técnicas especiales, reservadas a unos pocos. Lo que aquí se dice es aplicable a cualquier cristiano, aunque, en este último caso, quizá con menos énfasis en la intensidad de algunos procesos, más propios de la vida en soledad.

La vida monástica es, primero, esencialmente sencilla. En el monaquismo primitivo la oración no era necesariamente litúrgica. La liturgia era vista, a menudo, casi como algo reservado a los monjes y canónigos. Por eso, los primeros monjes en Egipto y Siria seguían una liturgia muy rudimentaria, y sus oraciones personales eran directas y sin complicación alguna. Por ejemplo, leemos en los dichos de los Padres del Desierto 1 que un monje preguntó a san Macario cómo orar. Le respondió: «No es necesario servirse de muchas palabras. Solamente extiende tus brazos y di: "Señor, ten compasión de mí como tú desees y como tú bien sabes." Y si el enemigo te tienta fuertemente, di: "Señor, ven y ayúdame."» En las

1 Apothegmata, 19, P.G. 34,249.

Conferencias de oración 2 de Casiano, vemos el gran empeño que mostraban los monjes para encontrar la simplicidad en la oración, hecha a base de frases cortas, sacadas de los Salmos y de otras partes de la Escritura. Una de las más frecuentemente usadas era Deus, in adjutorium meum intende, "Dios mío, ven en mi auxilio" 3.

A primera vista uno podría preguntarse qué tienen que ver unas oraciones tan sencillas con la contemplación. Para empezar, los Padres del Desierto no se consideraban ellos mismos como místicos, aunque de hecho, a menudo lo eran. Cuidaban mucho el no ir en busca de experiencias extraordinarias y luchaban denodadamente por encontrar la pureza del corazón y el control de sus pensamientos, para guardar sus mentes y corazones vacíos de preocupaciones y cuidados, para que de esa forma pudieran al mismo tiempo olvidarse de ellos mismos y dedicar todo su ser al amor y al servicio de Dios.

Este amor se expresaba en primer lugar en el amor a la Palabra de Dios. La oración se extraía de las Escrituras, especialmente de los Salmos. Los primeros monjes veían en el Salterio no solamente un compendio de todos los demás libros de la Biblia, sino un libro de una eficacia especial para la vida ascética, en el que se adivinaban los mociones del corazón en su lucha contra las fuerzas de las tinieblas 4. La «batalla de los Salmos» siempre se interpretaba en referencia a la guerra interior contra las pasiones y contra el demonio. La meditación era, sobre todo, meditatio scripturarum 5. Pero no debemos imagi-

2 Conferencia 10.
3 Salmo 69,2.
4 San Atanasio, Ep. ad Marcellinum.
5
Cf. Dom Jean
Leclerq, Love of Learning and the Desire of God, New York, Fordham University Press, 1961, caps. I y IV.

narnos a los monjes primitivos aplicándose ellos mismos a una verdadera meditación analítica de la Biblia. Para ellos la meditación consistía en hacer suyas las palabras de la Biblia, memorizándolas y repitiéndolas, con una concentración sencilla, «desde el corazón». Por tanto, «el corazón» al final juega un papel central en esa forma primitiva de oración monástica.

Se le pidió a san Macario que explicase una frase de un salmo: «El meditar de mi corazón está en tu presencia.» Fruto de ello, dio una de las primeras descripciones de la «oración del corazón» que para él consistía en invocar el nombre de Cristo con profunda atención, en el campo real del ser de uno, es decir, en el «corazón», considerado como raíz y fuente de la verdad interior de cada uno. Invocar el nombre de Cristo en el «corazón de uno» era equivalente a llamarle con la más profunda y sincera intensidad de la fe, manifestada por la concentración de todo el ser de uno despojado de todas las cosas no esenciales y reducido a la nada, salvo a la invocación del nombre del Señor con una simple petición de ayuda. San Macario decía: «No existe ninguna otra meditación más perfecta que el salvífico y bendito nombre de nuestro Señor Jesucristo, que mora sin interrupción en ti, como está escrito: "Gritaré como un pájaro y meditaré como una tórtola." Es lo que hace el hombre devoto que persevera en su invocación del nombre salvífico de Nuestro Señor Jesucristo» 6.

Los monjes de las iglesias orientales, en Grecia y en Rusia, han usado durante siglos un manual de oración llamado Philokalia. Se trata de una antología de citas de

6 De Amelineau, citado por Resch en Doctrine Ascétique des Premiers MaTtres Egyptiens, p. 151.

los Padres monacales de Oriente desde el siglo tercero hasta la Edad Media, todas ellas relacionadas con la «oración del corazón» o la «oración de Jesús». En la escuela de la contemplación «hesicástica», que floreció en los centros monásticos de la península del Sinaí y del Monte Atos, este tipo de oración fue estructurada hasta convertirse en una técnica especial, casi esotérica. En el presente estudio no vamos a meternos en detalles sobre esa técnica que a veces, de una forma irresponsable, ha sido comparada con el yoga. Solamente enfatizaremos la esencial simplicidad de la oración monástica en la primitiva «oración del corazón», que consistía en el recogimiento interior, en el abandono de los pensamientos que distraían y en la humilde invocación del Señor Jesús con las palabras de la Biblia con un intenso espíritu de fe. Esta simple práctica era considerada de crucial importancia en la oración monástica de la Iglesia oriental, puesto que se creía que el poder sacramental del Nombre de Jesús traía consigo el Espíritu Santo al corazón del monje orante. Dice así un texto típico, tradicional:

Un hombre se enriquece por la fe, y si quiere por la esperanza y la humildad, con las que el monje se dirige al dulcísimo nombre de Nuestro Señor Jesucristo; y se enriquece también por la paz y el amor. Porque éstas son realmente tres ramas del árbol de la vida plantado por Dios. Un hombre que se acerque a él, que lo toque a su debido tiempo y que coma de él, como está mandado, conseguirá una vida perdurable, eterna, y no la muerte, como en el caso de Adán... Nuestros gloriosos maestros... en los que moraba el Espíritu Santo, nos enseñan sabiamente a todos nosotros, especialmente a los que desean abrazar el campo del silencio divino, es decir, a los monjes, y consagrarse a Dios, renunciando al mundo, a practicar el «hesìcasmo» con sabiduría, y a preferir su perdón con una esperanza firme. Estos hombres podrían tener, como práctica y ocupación constantes, la invocación de su más santo y dulcísimo nombre, llevándolo siempre en su mente, en el corazón y en los labios... 7

La práctica de tener el nombre de Jesús siempre presente en la conciencia era, para los antiguos monjes, el secreto del «control de sus pensamientos» y de sus victorias ante la tentación. Eso acompañaba a todas las actividades de la vida monástica, imbuyéndoles de oración. Era la esencia de la meditación monástica, una forma especial de esa práctica de la presencia de Dios de la que san Benito, a su vez, hizo la piedra angular de la vida y meditación monásticas. Esta práctica básica y simple pudo, evidentemente, expandirse para incluir el pensamiento de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, las cuales san Atanasio fue de los primeros en asociarlas a las diferentes horas canónicas de oración 8.

Sin embargo, en interés de la sencillez, nos centraremos en la forma más elemental de la meditación monástica, y hablaremos de la oración del corazón como un medio de mantenernos en la presencia de Dios y de la realidad, enraizada en la verdad interior de uno mismo. Haremos referencia a los textos antiguos de vez en cuando, pero nuestro desarrollo del tema será esencialmente moderno.

Después de todo, algunos de los temas básicos del existencialismo de Heidegger, que subyacen realmente en

7 Kadloubovsky and Palmer, Writings from the Philokalia on Prayer of the Heart, p. 172-173.
8 De Virginitate, 12-16.

el ineluctable hecho de la muerte, en la necesidad que todo hombre tiene de la autenticidad, y en algún tipo de liberación espiritual, pueden recordarnos el clima en el que la oración monástica floreció, y que no está ausente de nuestro mundo moderno. Todo lo contrario. Ésta es una edad que, por su misma naturaleza de tiempo de crisis, de revolución, de lucha, exige una búsqueda especial y un constante cuestionamiento, que constituyen el trabajo del monje en su meditación y oración. Porque el monje busca algo más que su propio corazón. Bucea profundamente en el corazón del mundo, pero sólo para escuchar con mayor intensidad las voces más profundas y más abandonadas que proceden de esas profundidades abisales interiores.

Por eso el término contemplación es a la vez insuficiente y ambiguo cuando se aplica a las formas más elevadas de la oración cristiana. Nada hay más ajeno a la auténtica tradición monástica y contemplativa en la Iglesia (por ejemplo, la carmelitana), que una especie de gnosticismo que elevaría al contemplativo sobre el cristiano ordinario, iniciándole en un reino de conocimiento y experiencia esotéricos, librándole de las luchas ordinarias y sufrimientos de la existencia humana, y elevándole a un estado privilegiado entre los espiritualmente puros, como si fuera casi un ángel, no tocado por las pasiones, y sin necesidad de la mediación de los sacramentos, la caridad y la cruz. La forma de la oración monástica no es una especie de escape sutil de la mediación de la encarnación y de la redención. Es un camino especial de seguir a Cristo, y de compartir su pasión y resurrección y su redención del mundo. Por esta razón precisamente las dimensiones de la oración en soledad son las del hombre ordinario sometido a la angustia, la búsqueda de sí mismo, con sus momentos de náusea y de vanidad, falsedad y capacidad para la traición. Lejos de establecer una seguridad narcisista inaccesible, el camino de la oración nos enfrenta cara a cara con el punto más central y más profundo donde el vacío parece abrirse a una negra desesperación. El monje se enfrenta a esta seria posibilidad, y la rechaza, como el hombre de Camus se enfrenta al «absurdo» y lo trasciende por medio de su libertad. La opción de la desesperación absoluta se cambia en una perfecta esperanza, debido a la súplica pura y humilde de la oración monástica. El monje se enfrenta a lo peor, y descubre en ello la esperanza de lo mejor. De la muerte, la vida. Del abismo, y de una manera que no llegamos a comprender, surge el don misterioso del Espíritu enviado por Dios para hacer nuevas todas las cosas, para transformar el mundo creado y redimido, y restaurar todas las cosas en Cristo.

Éste es el trabajo creativo y sanador del monje, conseguido en el silencio, en la desnudez de espíritu, en el vacío, en la humildad. Es una participación en la muerte salvadora y en la resurrección de Cristo. Por eso, todo cristiano puede, si así lo desea, entrar en comunión con este silencio de la Iglesia orante y meditativa, que es la Iglesia del Desierto.

 

I

El clima en el que florece la vida monástica es el del desierto 9, donde está ausente la comodidad del hombre. En ese desierto desaparecen las rutinas en las que se apoya el hombre de la ciudad, y siente que le dan una aparente seguridad. En este clima, la oración debe apoyarse en Dios, en la pureza de la fe. Aun viviendo en comunidad, el monje se ve obligado a explorar el yermo interior de su propio ser en solitario. La Palabra de Dios, que es siempre su consuelo, representa al mismo tiempo su aflicción. La liturgia, que es su gozo y que le revela la gloria de Dios, no puede llenar el corazón que previamente no haya sido humillado y vaciado de todo miedo. Aleluya es el cántico del desierto.

9 Isaías 35,1-10.

El cristiano, aunque sea un monje o un ermitaño, no es alguien que vive en un aislamiento individual. Es un miembro de la comunidad de alabanza, del Pueblo de Dios. Aleluya es la aclamación victoriosa del Salvador Resucitado. Y también el mismo Pueblo de Dios, cuando celebra la gloria del Señor en el tabernáculo de belleza que se cierne sobre él, guiado, imantado por la nube brillante de su presencia, sigue en plena peregrinación. Aclamamos a Dios como miembros de una comunidad que ha sido bendecida y salvada y que está en viaje para encontrarse con el que se nos acerca en su adviento prometido. También como individuos nos reconocemos pecadores. La oración del monje está dictada por la doble perspectiva interior de su propia conciencia, de su condición de pecador y redimido, por la ira y la compasión. Así es también la oración de todo cristiano. Pero el monje está llamado a explorar más profunda y ampliamente estas dimensiones, y con un mayor esfuerzo que sus hermanos, que se entregan en el mundo a trabajos de misericordia o a obras de creación.

En este estudio nos vamos a preocupar, sobre todo, de la oración personal, especialmente en sus aspectos de meditación y contemplación. Se sobrentiende que la oración personal del monje está embebida en una vida de salmodia, celebración litúrgica, y en una lectura meditada de la Escritura (lectio divina). Todo esto tiene una doble dimensión, la personal y la comunitaria. Aquí vamos a ceñirnos, sobre todo, al esfuerzo del monje, que intenta profundizar en las consecuencias de la realidad absoluta, totalitaria, de su llamada a la vida en Cristo, que progresivamente se le revela en la soledad en la que se encuentra solo con Dios, estén o no físicamente presentes sus hermanos.

Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, nos hace ver con claridad lo que Rozanov ha llamado un «conflicto eterno» en el monaquismo, y, sin duda, en el cristianismo como tal. El conflicto entre lo rígido, autoritario, lo convencido de su rectitud, la actitud ascética de alguien que exige que se le imite, puesto que él es el maestro, que se aísla del mundo con un esfuerzo terrible, y luego se siente cualificado para dar cursos sobre ese magisterio espiritual. Y el Staretz, Zossima, el hombre compasivo de oración que se identifica a sí mismo con el pecador, con el mundo lleno de dolores, para pedir la bendición de Dios sobre ese mismo mundo.

Hay que resaltar, que en el momento presente de exaltación y renovación del monaquismo, nos asimilamos cada vez más con el tipo de Zossima. Y esta clase de espíritu monástico es carismático más que institucional. Tiene menos necesidad de estructuras rígidas, y se abandona totalmente a la única que necesitamos, a la de la obediencia a la palabra y al espíritu de Dios, confirmada por sus frutos de humildad y amor compasivo. Por eso, el tipo Zossima de monaquismo puede muy bien florecer en las situaciones más inesperadas, hasta en medio del mundo. Quizá tales «monjes» no tengan vinculación monástica alguna.

Pero, al mismo tiempo, hay que admitir que las estructuras comunes tienen un valor que no debe ser subestimado. El orden, la paz, la comunicación y el amor fraternos, ofrecidos por una comunidad de trabajo y oración, son los lugares normales en los que la vida de oración se desarrolla. No hace falta decir que tales comunidades no deben reproducir solamente los modelos de regularidad y de observancia de la vida conventual de los trapenses, cartujos o carmelitas, tal como los hemos conocido hasta ahora.

 

II

En esta forma de oración, tal como ha sido descrita por los escritores primitivos de la vida monástica, la meditatio debe ser vista en su estrecha relación con la salmodia, lectio, orado y contemplatio. Es una parte de un todo continuo, la vida entera unificada del monje, conversatio monastica, su nueva orientación desde el mundo hacia Dios. Separar la meditación de la oración, de la lectura y de la contemplación es falsificar nuestra concepción de la forma monástica de oración. A medida que la meditación se va haciendo cada vez más contemplativa, vemos que no se trata solamente de un medio para conseguir un fin, sino que también tiene algo de la misma naturaleza de un fin. Por eso, la oración monástica, especialmente la meditación y la oración contemplativa, es no tanto un camino para encontrar a Dios como un camino para descansar en él, en quien hemos encontrado, que nos ama, que está a nuestro lado, que viene hasta nosotros para configurarnos con él. Dominus enim prope est. La oración, la lectura, la meditación y la contemplación llenan el aparente «vacío» de la soledad y el silencio monásticos con la realidad de la presencia de Dios y, a partir de ahí, podemos aprender el verdadero valor del silencio y experimentar el vacío y la futilidad de esas formas de distracción y comunicación sin sentido, que en nada contribuyen a la seriedad y sencillez de la vida de oración.

Se puede dar un valor enorme a la celebración comunitaria, la que se expresa con cantos, con ejercicios que implican a toda la persona. Tiene su espacio propio. Pero la oración de la que hablamos aquí, y a la que calificamos de monástica por excelencia, aunque también podría aplicarse la misma palabra a la vida de cualquier seglar que se sienta atraído por ese tipo de alabanza al Señor, es una oración de silencio, sencillez, contemplativa y de unidad meditativa, una integración de toda su persona en una atenta escucha del corazón. La respuesta que busca normalmente esta oración tiene poco que ver con la del testigo jubiloso y que se explaya en palabras. Es una rendición total y sin palabras del corazón en el silencio.

La unidad inseparable del silencio y de la oración monástica fue bien descrita por un monje sirio, Isaac de Nínive.

Muchos buscan con avidez, pero el único que encuentra es el que permanece en silencio continuo... Todo hombre que encuentra sus delicias en una multitud de palabras, aunque diga en ellas cosas admirables, está vacío interiormente. Si amas la verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la luz del sol, iluminará a Dios en ti y te librará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al mismo Dios.

Ama el silencio por encima de todas las cosas. Te trae el fruto que la lengua no alcanza a describir. Al principio tenemos que forzarnos a guardar silencio. Que Dios te conceda experimentar ese «algo» que nace del silencio. Con sólo practicarlo, como consecuencia de tu esfuerzo, te inundará una luz inenarrable... y después de un breve tiempo, una cierta dulzura nace en el corazón de este ejercicio y el cuerpo se siente embebido casi por la fuerza para permanecer en silencio.

Tengo que decir que el término oración mental es totalmente desorientador en el contexto monástico. Muy pocas veces oramos solamente con la mente. La meditación monástica, la oración, oratio, la contemplación y la lectura comprometen a todo el hombre, y brotan del centro del corazón del ser humano, de su corazón renovado por el Espíritu Santo, que responde totalmente a la gracia de Cristo. La oración monástica empieza menos con «consideraciones» que con una «vuelta al corazón», encontrando el centro más profundo de uno mismo, despertando las profundidades más hondas de nuestro ser y de nuestra vida.

Por eso, en estas páginas, la palabra meditación será usada más o menos como equivalente a lo que los místicos de la Iglesia oriental han llamado «oración del corazón», al menos en el sentido general de una oración que busca sus raíces en el campo más auténtico de nuestra existencia, no solamente en nuestra mente o en nuestros afectos. Por la «oración del corazón» buscamos a Dios mismo en las profundidades de nuestro ser y lo encontramos allí invocando el nombre de Jesús en fe, admiración y amor.

El término «oración mental» desgraciadamente sugiere una vía en la vida de oración entre la oración «de la mente» con o sin «actos» específicos, y la sencilla oración vocal, ya sea ésta pública o privada. Esto, a su vez, implica otra vía entre la oración pública y la privada. De esta distinción surgen todo tipo de problemas. Y, de hecho, cuando una persona está convencida de que hay un conflicto entre estas «divisiones» de la vida de oración, resulta de ahí una cierta dislocación espiritual. Pero en la tradición monástica primitiva no existía tal división ni tal conflicto. Toda la vida del monje es una armoniosa unidad en la que varias formas de oración tienen su lugar y su tiempo, pero en la que, de una manera o de otra, se piensa que el monje está «orando siempre». San Basilio, por ejemplo, cuando habla de lo que los escritores modernos llaman «oración privada», se refiere a la oración del monje durante su tiempo de trabajo. Esta oración consiste, en parte, en la recitación de los salmos, en parte en las palabras sencillas y espontáneas del monje, o en acciones sin palabras, dirigidas a Dios.

Todas las horas son buenas para la oración y la salmodia, pues mientras nuestras manos están ocupadas en sus trabajos, podemos alabar a Dios con la lengua o si no, con el corazón... Así que en medio de nuestro trabajo podemos cumplir con la obligación de orar, dando gracias al que ha concedido fuerza a nuestras manos para cumplir con nuestros trabajos, inteligencia a nuestras mentes para adquirir los conocimientos... Así llegamos a formarnos un espíritu recogido, cuando en toda acción pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y satisfacemos nuestra deuda de gratitud a él... Y cuando mantenemos siempre presente en nuestras mentes la finalidad de agradarle. 10

10 Long Rules, Q. 37, Ascetical Works, New York, 1950, p. 308.

En la tradición celta, un poema atribuido a san Columbano describe la vida eremítica en una isla en el océano, y da alguna idea de las distintas formas de oración que estructuran y configuran las actividades del día en un todo orgánico. Después de describirse a sí mismo como a un desterrado que «ha vuelto su espalda a Irlanda» y que se siente movido por el arrepentimiento, mientras mira las olas que mueren en la playa, describe su satisfacción por la vida que lleva de dolor de los pecados y de alabanza divina:

Que yo pueda bendecir al Señor, que lo conserva todo. El cielo con sus incontables órdenes brillantes.

La tierra con su costa y sus torrentes.
Que yo pueda encontrar todos los libros, buenos para cualquier alma.
En algunos momentos arrodillado en honor del cielo querido, en otros cantando salmos.
En algunos momentos contemplando al Rey de los Cielos, el santo dueño de todo.
En algunos momentos dedicado al trabajo sin angustia. Éste así resultará delicioso.
En algunos momentos pidiendo ayuda a las rocas.
En algunos momentos pescando.
En algunos momentos dando de comer al pobre.
En algunos momentos en la carcair (la celda solitaria). 11

11 Citado por W. G. Hanson en Early Monastic Schools of Ireland, Cambridge, 1927, p. 23.

También san Beda describe la constante meditación de los monjes celtas y de los seglares que acompañaban a san Aidan en su misión en Northumbria en el siglo séptimo. Une la vida de oración vital de los monjes al fervor del mismo Aidan.

Su vida era tan diferente del aburrimiento de nuestros tiempos que todos los que lo acompañaban, ya fueran monjes tonsurados o seglares, se ocupaban de la oración, ya sea leyendo las Escrituras o hablando sobre los salmos. Era su ocupación diaria y la de los que lo acompañaban, en cualquier sitio en el que estuviesen. 12

12 Historia Ecclesiastica, III, 5.

Hay que señalar el amplio sentido que Beda da a la palabra meditación, identificándola con la lectio y con la salmodia. También hay que fijarse en que no ve diferencia alguna entre monjes y seglares, que vivían de una forma muy parecida la misma clase de oración continua, basada en la Biblia.

En estos textos tradicionales encontramos no sólo una visión muy sencilla, amplia y saludable de la vida de oración, sino además una que está completamente unificada, aún siendo diversa, en perfecta armonía con la naturaleza. Esto quiere decir, para empezar, que cada uno reza como quiere, ya sea vocalmente o en «su corazón». La oración vocal significa aquí, en primer lugar, la recitación o el cántico de los salmos. Esta forma de oración no exige una lucha para estar recogido a pesar del trabajo, los viajes o cualquier otro tipo de actividades, sino que fluye de la vida diaria y está de acuerdo con el trabajo y cualquier tipo de obligación. Es, pues, un aspecto del trabajo del monje, un clima en el cual el monje trabaja, porque supone un reconocimiento consciente de la dependencia respecto a Dios. Tampoco aquí las formas que adopta ese «reconocimiento» están definidas o prescritas. No hay ni un solo instante en que el monje pueda considerar a Dios «ahí fuera» o en cualquier parte. Pero cada uno procederá de acuerdo con su fe y su capacidad. El clima de su oración es, pues, de reconocimiento, gratitud y amor totalmente obediente, que sólo busca agradar a Dios. Encontramos la misma sencillez en el capítulo 52 de la Regla, donde san Benito nos habla de la oración personal y privada. «Si alguno desea rezar en secreto, déjale que se vaya y rece, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor en su corazón.» El clima de oración que se sugiere en esta expresión tradicional, «lágrimas y fervor del corazón», es el del arrepentimiento y del amor.

Podemos analizar aquí el concepto de «el corazón». Se refiere al campo más profundo de la psicología de la personalidad de cada uno, al santuario interior donde el reconocimiento de uno mismo va más allá de la reflexión analítica y se abre a la confrontación metafísica y teologal con el Abismo de lo desconocido, ya presente, al «que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos» 13

13 Una frase citada de Las confesiones de san Agustín.

 

III

Según estos textos, vemos que en la meditación no debemos buscar un «método» o «sistema», sino cultivar una «actitud», una «visión general», hecha de fe, apertura, atención, reverencia, expectación, súplica, confianza y gozo. Todas estas realidades embeben nuestro ser de amor, en la medida en que nuestra fe nos dice que estamos en presencia de Dios, que vivimos en Cristo, que en el Espíritu de Dios «vemos» a Dios nuestro Padre sin «verle». Lo conocemos en lo «desconocido». La fe es el vínculo que nos une a él en el Espíritu que nos da la luz y el amor.

Algunas personas, sin duda, tienen un don espontáneo para la oración meditativa. Esto no es corriente hoy. La mayor parte de los hombres tienen que aprender a meditar. Hay formas para aprender a meditar. Pero no debemos esperar encontrar métodos mágicos, sistemas que hagan evaporarse en el aire todas las dificultades y todos los obstáculos. La meditación es a veces muy difícil. Si aguantamos los tiempos difíciles en la oración, y esperamos con paciencia los tiempos de la gracia, podemos llegar a descubrir que la meditación y la oración constituyen unas experiencias gozosas. Pero no debemos juzgar el valor de nuestra meditación por «cómo nos sentimos». Una meditación difícil, y aparentemente infructuosa, puede de hecho ser mucho más válida que otra que es fácil, feliz, luminosa y aparentemente, un gran éxito.

Hay un «movimiento» de la meditación, que expresa el ritmo «básico» pascual de la vida cristiana, el paso de la muerte a la vida en Cristo. A veces, la oración, la meditación y la contemplación son «muerte», algo así como descender a nuestra nulidad, un reconocimiento de sentirnos sin ayuda, una frustración, infidelidad, confusión, ignorancia. Fijaos lo común que es esto en los salmos ". Si necesitamos ayuda en la meditación, podemos acudir a los textos de la Escritura que expresan esta profunda tristeza del hombre en su nada y en su total necesidad, dependencia de Dios. Por eso, cuando decidimos enfrentarnos a las duras realidades de nuestra vida, cuando reconocemos que necesitamos orar mucho y con absoluta humildad para entrar totalmente en los caminos de la fe, él nos arranca de las tinieblas a la luz, nos escucha, responde a nuestras oraciones, se da cuenta de nuestras necesidades y nos concede la ayuda que le pedimos, aunque no sea más que dándonos más fe para creer que él puede y quiere ayudarnos cuando lo considere oportuno. Ya es una respuesta suficiente.

Esta alternancia entre la oscuridad y la fe constituye una especie de diálogo entre el cristiano y Dios, una dialéctica que nos lleva hacia profundidades cada vez mayores en nuestra convicción de que Dios es nuestro todo. Por estas alternancias crecemos en el desapego de nosotros mismos y en la esperanza. Debemos darnos cuenta del gran bien que podemos conseguir solamente por esta fidelidad a la meditación. Un nuevo reino se abre ante nosotros, que no puede descubrirse de otra manera. Llamadlo el «reino de Dios». Hay que hacer todo esfuerzo y sacrificio para entrar en ese reino. Tales sacrificios son ampliamente recompensados por sus resultados, incluso cuando éstos no nos son claros, mucho menos evidentes. Pero se necesita un esfuerzo iluminado, bien dirigido y apoyado.

Inmediatamente nos enfrentamos a uno de los problemas de la vida de oración, el de aprender cuando los esfuerzos de uno están iluminados y bien dirigidos, y cuando brotan de nuestras confusas veleidades y de nuestros deseos inmaduros. Sería una equivocación suponer que basta la buena voluntad, que por sí misma es garantía suficiente de que todos nuestros esfuerzos conseguirán al fin un buen resultado. Pueden cometerse errores muy serios, incluso con la mejor buena voluntad. Algunas tentaciones y desilusiones tienen que ser vistas como parte normal de nuestra vida de oración, y cuando una persona piensa que ha conseguido una cierta facilidad en la contemplación, puede encontrarse a sí misma alimentando toda clase de ideas extrañas y, lo que es peor todavía, apegarse a ellas con una entrega ciega, enfebrecida, convencida de que se trata de gracias sobrenaturales y señales de que Dios bendice sus esfuerzos, cuando, en realidad, ellas le dejan simplemente entrever que ha tomado un camino equivocado y que quizá se encuentre en un serio peligro.

Por esta razón, la humildad y aceptación dócil de un sano consejo son muy necesarios en la vida de oración. Aunque la dirección espiritual no es totalmente necesaria en la vida del cristiano corriente, y aunque un religioso podría ser capaz de avanzar solo hasta un cierto punto sin ella (muchos tienen que hacerlo así), se convierte en una necesidad moral para el que intenta profundizar en su vida de oración. De ahí la tradicional importancia del «padre espiritual», que puede ser el abad o bien otro monje experimentado, capaz de guiar al que se inicia en los caminos de la oración, y de detectar inmediatamente cualquier signo de celo mal orientado o de un esfuerzo con dirección equivocada. A una persona así hay que escucharla y obedecerla, especialmente cuando previene contra el uso de ciertos métodos y prácticas que esa persona ve que están fuera de lugar y son perjudiciales en un caso particular, o cuando se niega a aceptar ciertas «experiencias» como evidencias de progreso.

El recto uso de los esfuerzos está determinado por las indicaciones de la voluntad de Dios y de su gracia. Cuando uno obedece sencillamente a Dios, un pequeño esfuerzo lleva muy lejos. Cuando alguien, de hecho, le está resistiendo (aunque diga a voz en cuello que no intenta otra cosa más que cumplir su voluntad) ninguna modalidad ni calidad en el esfuerzo puede producir buenos resultados. Por el contrario, la terquedad que impulsa a seguir adelante en el camino de la resistencia a Dios, a pesar de las claras indicaciones de su voluntad, es una señal de que uno se encuentra en un grave peligro espiritual. A menudo, quien está metido en el problema es incapaz de darse cuenta de ello. Es otra razón por la que un padre espiritual puede ser realmente necesario.

El trabajo del padre espiritual no consiste tanto en enseñarnos un secreto o un método infalible para entrar en un mundo de experiencias esotéricas, sino en mostrarnos cómo reconocer la gracia de Dios en su voluntad, cómo ser humilde y paciente, cómo conseguir una visión adecuada de nuestras propias dificultades, y cómo apartar los principales obstáculos que nos impiden convertirnos en hombres de oración.

Estos obstáculos pueden tener raíces muy profundas en nuestro carácter, y de hecho podemos al fin aprender que toda la vida será apenas suficiente para liberarnos de ellos. Por ejemplo, muchas personas que tienen pocos dones naturales y poco ingenio tienden a imaginarse que pueden aprender muy fácilmente, por su propia inteligencia, a dominar los métodos —podría hablarse más bien de «trucos»—, de la vida espiritual. El único problema es que en la vida espiritual no hay ni trucos ni atajos. Los que se imaginan que pueden descubrir técnicas especiales y tratan de asimilarlas para eludir los auténticos problemas de su vida espiritual, normalmente llegan a ignorar la voluntad de Dios y su gracia. Sufren de exceso de confianza y de autocomplacencia en ellos mismos. Se convencen de que van a conseguir esto o aquello, e intentan alcanzar un nivel importante de vida espiritual por unos métodos absolutamente personalistas. Incluso podría parecer que, hasta cierto punto, aciertan. Pero algunos sistemas de espiritualidad —especialmente el zen budista—, ponen un acento enorme en un estilo de dirección severo, a veces sin sentido aparente, que le arrancan a la persona toda esa autosuficiencia. Nadie puede empezar a encarar las dificultades reales de la vida de oración y meditación si no se encuentra perfectamente satisfecho de ser un principiante y verse a sí mismo como a alguien que conoce poco o nada, y tiene una necesidad absoluta de aprender los rudimentos de todo. Los que desde el principio piensan que «saben», jamás llegarán, en realidad, a saber nada de nada.

Las personas que intentan orar y meditar por encima del nivel que les corresponde, que están demasiado ansiosas por alcanzar lo que ellas piensan ser «un alto grado de oración», se apartan de la verdad y de la realidad. Observándose a sí mismos e intentando convencerse de sus avances, se convierten en prisioneros de ellos mismos. Luego, cuando se dan cuenta de que la gracia los ha abandonado, se sienten presos de su propio vacío y futilidad y se ahogan en la desesperanza. La acedia sigue al efímero entusiasmo del orgullo y de la vanidad espiritual. El remedio está en un largo periodo de humildad y de arrepentimiento.

No queremos ser principiantes. Pero tenemos que convencernos del hecho de que en toda nuestra vida jamás pasaremos de la condición de aprendices.

 

IV

Otro obstáculo —y quizá éste sea más común— es la inercia espiritual, la confusión interior, la frialdad, la falta de confianza. Éste puede ser el caso de los que, después de haber empezado de forma satisfactoria, experimentan el inevitable bajón que tiene lugar cuando la vivencia de la meditación empieza a ser más seria, más exigente. Lo que al principio parece fácil y gratificante, de repente se convierte en algo totalmente imposible. La mente deja de funcionar a su ritmo normal. Se experimenta una imposibilidad casi absoluta de concentración. La imaginación y las emociones viven su propio ritmo de enorme dispersión. Hasta se vuelven totalmente indómitas a los mandatos de nuestra voluntad. En esta situación, en medio de una oración, que es de gran sequedad, desolada y que nos repele, la vida interior se convierte en puro desierto, carente de todo atractivo.

Este fenómeno tiene su explicación. Es una prueba que hay que pasar, la «noche de los sentidos». Pero tampoco podemos perder de vista que, a menudo, es algo más serio que eso. Puede ser el resultado de un comienzo equivocado, en el que, debido a la terminología, que nos resulta familiar, de los libros de oración y de la vida ascética, ha aparecido una fisura, una profunda fosa, que divide la «vida interior» del resto de la propia existencia. En ese caso, la supuesta «vida interior» puede reducirse a un intento valiente y absurdo de evasión de la realidad.

Bajo el pretexto de que lo que está «dentro» es de hecho real, espiritual, sobrenatural, etc., se cultiva el abandono y el desprecio de lo externo, tachándolo de mundano, sensual, material y opuesto a la gracia. Es un mal análisis teológico de la realidad exterior y un mal principio para una vida ascética. Es una doctrina totalmente equivocada, sin justificación posible por cualquier ángulo por el que se la enfoque, porque en vez de aceptar la realidad tal como es, la rechazamos para tratar de encontrar algún tipo de reino perfecto, de ideales abstractos, totalmente inexistente. Muy a menudo, la inercia y la repugnancia que caracteriza la llamada «vida espiritual» de muchos cristianos podría quizá curarse con un sencillo respeto por las realidades concretas de la vida diaria, de la naturaleza, del cuerpo, del trabajo que uno desempeña, de sus amigos, de todo lo que le rodea, etc. Un falso sobrenaturalismo, que imagina que «lo sobrenatural» es una especie de reino platónico de esencias abstractas, totalmente apartadas y opuestas al mundo concreto de la naturaleza, no ofrece un apoyo real a la auténtica vida de meditación y de oración. La meditación se ve sin punto de apoyo alguno y no responde a ninguna realidad, si no está firmemente enraizada en la vida. Sin estas raíces no puede producir más que frutos perdidos en la nada del disgusto, la acedia, e incluso una introversión morbosa y peligrosa, el masoquismo, el dolorismo, la negación. Nietzsche expuso sin compasión esa masa humana desesperanzada, resultante de la caricatura de lo que en realidad debería ser la cristiandad 15.

Los principiantes pueden caer en otra clase de falso comienzo, que se convierte en una extraña mezcla de presunción e inercia. Después de haber aprendido a gozar de algunos frutos de la vida espiritual, y de haber saboreado algún pequeño éxito, cuando todo eso para ellos ya no es más que un mero recuerdo, algo que consideran perdido para siempre, empiezan a mirar a su alrededor en busca de razones lógicas que puedan explicarles tal fenómeno. Están convencidos de que hay que echar la culpa a alguien, y puesto que no encuentran razón alguna para culparse ellos mismos —es posible que no se pueda echar la culpa a nadie y a nada en concreto—, buscan la explicación de lo que les pasa en la comunidad monástica en la que viven. Además, tenemos que admitir que con el monaquismo en plena crisis de renovación, con todas las observancias e incluso ideales cuestionados a diario, no hay dificultad en encontrar cosas que criticar. El hecho de que las críticas puedan tener alguna base, no las convierten, sin embargo, en todos los casos en perfectamente razonables. Especialmente cuando las críticas son puramente negativas, y surgen principalmente como un desahogo de la frustración y el resentimiento.

Muchos de los obstáculos para la vida del pensamiento y del amor, que es la auténtica meditación, provienen del hecho de que las personas insisten en encerrarse ellas mismas en los muros de su castillo interior para complacerse en sus propios pensamientos y en sus propias sensaciones, como en una especie de tesoro privado. Malinterpretan la parábola evangélica de los talentos, y como resultado, entierran su talento, protegiéndolo antes con un paño, en vez de ponerlo a trabajar y obligarle a rendir frutos. Aun entregados, viviendo plenamente una vida contemplativa, el amor y la apertura a los demás sigue siendo, como en la vida activa, la condición para una auténtica y fructífera vida interior, hecha de interiorización y de amor. El amor a los demás es un estímulo para la vida interior, no un peligro para ella, como algunos creen equivocadamente.

Monchanin, un gran contemplativo de nuestro tiempo, un sacerdote francés, que fue a fundar un santuario cristiano en el sur de la India, dijo:

Mantengamos viva la llama del pensamiento y del amor. Las dos son una y misma llama. Comuniquemos a los que viven a nuestro alrededor el deseo de comprender, de dar (y también de recibir). Hay demasiadas conciencias encerradas en los muros que ellas mismas han levantado alrededor de su propio ser. 16

Muchos monjes buenos, profundos, idealistas, desean hacer de sus vidas una obra de arte de acuerdo con un arquetipo aprobado, tradicionalmente aceptado. Eso lleva consigo una necesidad de estudiarse, de dar forma a sus vidas, de remodelarse ellos mismos, de poner a tono una y mil veces sus disposiciones interiores, y como resultado de este esfuerzo, meditan y se contemplan continuamente a sí mismos. Por desgracia pueden encontrar eso tar maravilloso y absorbente que pierden todo interés en la acción de la gracia, siempre invisible e impredecible. Er una palabra, buscan construir su propia seguridad, evitai el peligro y el miedo que vienen aparejados por la sumisión al misterio desconocido de la voluntad de Dios.

También se dan otros obstáculos. Vamos a citar algunos de ellos:

El desaliento, por el que perdemos toda la confianza en nosotros y en los demás, y por el que llegamos a convencernos, aunque no lo confesemos abiertamente, de que en el campo de la oración no podemos conseguir nada. En realidad esto también puede ser debido a un fatal subjetivismo, que puede habernos llevado en el pasado a buscar resultados equivocados, al cultivo de sentimientos, emparejados con un deseo de plenitud, partiendo realmente de un nivel de gran inmadurez. En una situación así, puede darse el peligro de una regresión psicológica. Si estamos preparados para avanzar, para perdernos a nosotros mismos, no tenemos por qué desanimarnos. El remedio está en la esperanza.

La confusión, la sensación de brazos caídos, un sentido de incapacidad, debido al abuso del subjetivismo, nos hace prisioneros de nosotros mismos, nos hace sentirnos paralizados. El camino para salir de este estado es la fe. ¿Qué podemos hacer en relación con todos estos obstáculos? El Nuevo Testamento no nos ofrece técnicas ni métodos expeditivos. Nos dice que nos volvamos a Dios, que dependamos de su gracia, para darnos cuenta de que el Espíritu nos ha sido dado, enteramente, en Cristo. Que él ora en nosotros cuando no sabemos orar:

Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros... Porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad. "

La actividad del Espíritu dentro de nosotros se hace cada vez más importante a medida que progresamos en la vida de oración interior. Es verdad que nuestros propios esfuerzos siguen siendo necesarios, al menos mientras no hayan sido totalmente sustituidos por la acción de Dios «en nosotros y sin nosotros», de acuerdo con la expresión tradicional. Pero cada vez más, nuestros esfuerzos alcanzan una nueva orientación. En vez de ser dirigidos hacia fines que hemos escogido nosotros mismos, en vez de ser valorados de acuerdo con el aprovechamiento y el placer que juzgamos deben producir, son dirigidos cada vez más hacia un sometimiento obediente y con espíritu de cooperación a la gracia, lo que implica en primer lugar una actitud crecientemente receptiva y atenta de la acción escondida del Espíritu Santo. Ésta es precisamente la función de la meditación, en el sentido en que hablamos de ella aquí, que nos tiene que mover a una actitud de reconocimiento y de receptividad. También nos da fuerza y esperanza, junto con un profundo conocimiento del valor del silencio interior en el que el misterio del amor de Dios se nos hace claro.

 

V

Dice Ammonas, unos de los Padres del Desierto, discípulo de san Antonio:

Tened en cuenta, amados míos, que os he enseñado el poder del silencio, cuán perfectamente cura y hasta qué punto es agradable a Dios. Es lo que me ha movido a escribiros todo lo que os he escrito, para que os mostréis fuertes en este trabajo que habéis empezado, para que así sepáis que, ayudados por el silencio, crecen los santos, que por el silencio el poder de Dios mora en ellos, que conocieron los misterios de Dios por medio del silencio. 18

La oración del corazón nos introduce en el profundo silencio interior, de tal forma que podamos aprender a experimentar su poder. Por esta razón la oración del corazón tiene que ser siempre muy simple, reducida al más sencillo de todos los actos, y a menudo, sin necesidad de palabras ni pensamientos.

Si, por otra parte, cuando nos referimos a la meditación, la confundimos con la «oración mental», que consiste en actos discursivos llenos de actividad, un razonamiento lógico complejo, una imaginación activa y una deliberada provocación de afectos, encontramos, como nos dice san Juan de la Cruz, que esta clase de meditación tiende a entrar en conflicto con nuestro silencio y atención receptiva al trabajo interior del Espíritu Santo, especialmente si intentamos continuar con el mismo ejercicio, cuando ya ha dejado de ser útil. El esfuerzo mal empleado en la vida espiritual consiste a menudo en insistir tercamente en rutinas compulsivas porque están de acuerdo con nuestras nociones miopes. San Juan de la Cruz mantiene que esta terca insistencia no puede ser curada por nuestra propia actividad, y necesita ser «purificada» por Dios mismo en la «noche» de la contemplación. Nos hace ver que estos esfuerzos mal empleados, y las faltas de carácter y de naturaleza de las que proceden, solamente pueden ser soslayadas por la acción purificadora secreta de la gracia en la «noche oscura». Refiriéndonos a los que son guiados en sus esfuerzos por el gusto y estima que tienen de su actividad individual y autodirigida, san Juan nos hace ver que es precisamente este apego a sus propias formas de oración y meditación lo que impide su crecimiento en la vida espiritual.

Cuanto más espiritual es la cosa, más pesada la encuentran, porque como quieren avanzar en el terreno espiritual con completa libertad y de acuerdo con su inclinación y su voluntad, eso les causa dolor y repugnancia para entrar en la senda estrecha, que según dice Cristo, es el camino de la vida. t9

Aquí san Juan da por supuesta una completa contradicción entre lo que es auténticamente espiritual, y por lo mismo sencillo y oscuro, y lo que para estos hombres tiene la apariencia de espiritual, porque los excita y estimula psicológicamente.

Dios conduce a estas personas al camino de la vida quitándoles la luz y el consuelo que buscan, impidiendo el resultado de sus esfuerzos, confundiéndolos y privándoles de las satisfacciones que intentan conseguir a base de sus esfuerzos. Y por eso, bloqueados y frustrados, incapaces de llevar a cabo sus proyectos, se encuentran en una situación muy penosa en la que sus propios deseos, su autoestima, su presunción, su agresividad, y otros mil factores, son sometidos a un proceso sistemático de humillación. Y lo que es peor, son incapaces de entender lo que sucede. No saben lo que les pasa. Aquí es donde deben decidir avanzar por el camino de la oración, dirigidos por la gracia, en la noche de la fe pura, o bien volver atrás a una forma de existencia en la que pueden gozar de las actitudes rutinarias que les eran familiares, y mantener la sensación ilusoria de su perfecta autonomía en reinos que les son perfectamente conocidos, sin necesidad de permanecer sometidos a la obediencia a la fe en esas circunstancias de intentos desconcertantes, propias de la «noche oscura».

San Juan de la Cruz dice que Dios lleva a esas personas hacia la oscuridad:

... cuando los desteta de los pechos de estas dulzuras y placeres, les da puras arideces y oscuridad interior, arranca de ellos todas esas superficialidades y puerilidades, y de muchos modos hace que ganen en virtudes. Porque aunque asiduamente el que comienza practique la mortificación en su persona de todas sus acciones y pasiones, no puede nunca tener un completo éxito. Al contrario, hasta que Dios trabaje en él pasivamente por medio de la purificación de la dicha noche. 20

Aquí conviene recordar brevemente que para san Juan de la Cruz esta «noche» es con toda seguridad la pura negación. Si ella vacía la mente y el corazón de las satisfacciones naturales del corazón y de la mente, que se refieren al conocimiento y al amor, en un plano simplemente humano, lo hace para llenarlos con una luz más alta y más pura, que es la «oscuridad» para sentir y para razonar. El entrar en las tinieblas y en la luz son dos hechos simultáneos. Dios oscurece la mente para darle una luz más perfecta. San Juan dice que la razón por la que la luz de la fe es oscuridad para el alma, es porque ésta en realidad es una «luz excesiva». Una exposición directa a la luz sobrenatural oscurece la mente y el corazón, y es precisamente así como, siendo conducido a la «noche oscura de la fe», la persona pasa de la meditación, en el sentido de una «oración mental» activa, a la contemplación, o hacia una forma de receptividad más sencilla e intuitiva, en la que, si de alguien puede decirse que «medita», es porque recibe la luz con una atención pasiva y amorosa. Por eso san Juan de la Cruz dice:

Para el alma, esta luz excesiva de la fe que se le da es una espesa oscuridad, porque sobrepasa lo que es grande y hace que se desvanezca lo que es pequeño, lo mismo que la luz del sol sobrepasa a todas las demás luces existentes. Por eso, cuando brilla elimina nuestro poder de visión, que hace que no se vea luz alguna. Así, la luz de la fe, por su excesiva grandeza, oprime y nos incapacita nuestra capacidad de comprensión. Porque ésta, por su propio poder, se extiende solamente al conocimiento natural, aunque tiene la capacidad para lo sobrenatural cuando a Nuestro Señor le place llevarla a una acción sobrenatural. 21

La finalidad de la oración monástica, la salmodia, la oratio, la meditatio, en el sentido de oración del corazón, e incluso la lectio, es preparar el camino para que la acción de Dios pueda desarrollar esta «capacidad para lo sobrenatural», para la iluminación interior por la fe y por la luz de la sabiduría, en la amorosa contemplación de Dios. Puesto que la finalidad real de la meditación debe ser vista a esta luz, podemos comprender que el tipo de meditación que busca sólo desarrollar la capacidad de razonamiento, reforzar la imaginación y elevar el clima interior del sentimiento devocional tiene poco valor en este contexto. Es verdad que la persona puede intentar aprender tales métodos de meditación, pero debe saber también cuándo abandonarlos y avanzar hacia una forma de oración más simple, más primitiva, más «oscura» y más receptiva. Si esta oración «oscura» se vuelve penosamente seca y sin fruto, la persona actuará adecuadamente buscando ayuda en la salmodia o en algunas sencillas palabras de las Escrituras, más que acudiendo a la maquinaria convencional de la «oración mental> discursiva.

                             

VI

La tradición cristiana primitiva y los escritores de espiritualidad de la Edad Media no conocían conflicto alguno entre la oración «pública» y «privada», o entre la liturgia y la contemplación. El conflicto es un problema moderno. O quizá sería más exacto decir que es un pseudoproblema. La liturgia, por su misma naturaleza, tiende a desembocar en la oración contemplativa, y la oración mental, a su vez, nos dispone a ella y a buscar la plenitud en el culto litúrgico.

El capítulo 20 de la Regla de san Benito habla de la «Reverencia en la Oración». Se refiere claramente a la oración personal, individual del monje. A la oración mental (oratio) practicada por la comunidad de forma colectiva, que tiene que ser breve. Omnino brevietur. Así pues la Regla afirma abiertamente que el monje, individualmente, puede orar. En el capítulo 52 leemos que «cuando la obra de Dios esté acabada, que se retiren todos en profundo silencio, y que sea observada la reverencia debida a Dios, para que todo hermano que desee orar privadamente no sea molestado por la conducta inadecuada de otro». Y en otras ocasiones también dice que «si alguien desea rezar secretamente, déjesele ir y que ore, no en voz alta, sino con lágrimas y fervor del corazón». Volviendo al capítulo 20 encontramos esta oración «secreta», caracterizada por algunas expresiones tradicionales. Así, por ejemplo, «súplica>, en «humildad y con devoción de pureza». No está caracterizada por el mucho hablar (non in multiloquio) sino por la pureza del corazón y por las lágrimas del arrepentimiento. En una palabra, debe ser «corta y pura salvo que se prolongue a impulsos de la divina gracia».

Este capítulo 20 de la Regla sigue inmediatamente después del capítulo sobre la Obra de Dios, o la oración litúrgica, en la que el monje se mantiene en la presencia de Dios y de sus ángeles y canta los salmos de tal forma que su mente y su voz puedan estar en perfecta armonía.

Éstas son expresiones tradicionales, y sabemos por los antecedentes de la Regla y por sus principales fuentes, como las Instituciones y Conferencias de Casiano, que san Benito está simplemente expresando la creencia clásica monástica de que la oración secreta y contemplativa debe inspirarse en la oración litúrgica, que debe ser la culminación normal de esta oración. Es muy importante recordar esto, porque para san Benito y los monjes primitivos la liturgia no era considerada en sí misma como la «forma superior de la contemplación». Al contrario, Evagrio del Ponto, maestro de Casiano, sostenía que la salmodia era un trabajo de la «vida activa» (bios praktikos) y que la oración contemplativa, sin palabras, en la pureza del corazón, sin imágenes o palabras, incluso más allá de los pensamientos, puede esperarse que florezca como fruto de la oración activa de la liturgia, como su plenitud normal consumada.

Según Casiano, la oración litúrgica brota de la elevación sin palabras, inefable, de la mente y del corazón, a la que él llama «oración encendida» (oratio ignita). Aquí, la «mente es iluminada por la infusión de la luz celeste, no haciendo uso de ninguna forma humana de palabras, sino con todos los poderes reunidos en unidad brota por sí misma copiosamente y se dirige a Dios de una forma que está más allá de toda expresión, diciendo tanto en un instante que la mente no puede relatarlo con facilidad ni siquiera tratando de recordarla, después de que la persona ha vuelto en sí misma» 22. Es interesante que ésta sea la conclusión del comentario de Casiano al Pater nos-ter. «La oración encendida» es justamente el gozo normal que brota, por la gracia de Dios, cuando una oración vocal está bien hecha. «La oración del Señor —dice Ca-siano en el mismo capítulo— lleva a todos los que la practican bien a ese más alto estado y les lleva a perseverar en la oración encendida, ignita oratio, conocida y experimentada por unos pocos, y que es un inexpresable alto grado de oración.»

Quizá no fuera esto exactamente lo que el mismo san Benito tuviera en su mente. Sospechamos que el patriarca de Montecasino pensaba en un estado de «pureza» mucho más simple y menos extática.

Volviendo a Evagrio, podemos señalar una expresión clásica en la oración del avanzado, que se «está acercando a la verdadera teología». Sabemos que estamos «cerca» «cuando el que comprende, en un ardiente amor a Dios, empieza, paso a paso, a avanzar liberándose de la carne, y deja de lado todos los pensamientos que proceden de los sentidos, de la memoria o del temperamento, mientras al mismo tiempo se llena de respeto y de gozo» 23.

Casiano y Evagrio no pertenecen a la tradición benedictina. Pero están en su fuente, lo mismo que san Basilio, que podría ser citado aquí.

De hecho, este último santo trata la oración de una manera muy parecida. Está más preocupado de la organización de la vida de oración del asceta, o de la estructuración de las horas canónicas, que del problema de la oración privada. En todo caso, hay que señalar que las así llamadas «Reglas» de san Basilio, son directorios espirituales para las comunidades ascéticas, y por deseo expreso, de un carácter diferente de la vida cenobítica y eremítica del monaquismo de Egipto. Basilio piensa más en la vida religiosa que hoy podríamos llamar «activa», y está en la línea de una reacción firme y explícita contra la forma puramente contemplativa, ascética y solitaria de los monjes de Egipto. Los ascetas de Basilio se mantienen más en contacto, si ya no con el «mundo», al menos con la comunidad cristiana, a la que sirven, en la medida de sus posibilidades, con sus trabajos de caridad y misericordia.

Para Basilio, la oración privada es, pues, la oración que tiene lugar cuando el asceta está en su trabajo o haciendo su vida normal:

Porque la oración y salmodia de cada hora es posible, porque mientras las manos de la persona están ocupadas en sus trabajos, podemos alabar a Dios, algunas veces con la lengua, o si no, con el corazón... Así, en medio de nuestro trabajo podemos cumplir la obligación • de la oración, dando gracias al que ha dado fuerza a nuestras manos para llevar a cabo nuestros trabajos, y sabiduría a nuestras mentes para adquirir conocimiento... Así, conseguimos un espíritu recogido, cuando en toda acción pedimos a Dios el éxito de nuestros trabajos y pagamos nuestra deuda de gratitud a él debida... y cuando mantenemos siempre en nuestras mentes la finalidad de agradarle. 24

Después de esto habla de la oración comunitaria de las horas canónicas. Aquí puede verse que la idea de san Basilio sobre la oración concuerda con el contexto de lo que se conoce tradicionalmente como vida activa. Ésta no es la theoria o la theologia de Evagrio del Ponto, y tampoco la Hesychia de los contemplativos de Bizancio quienes, aunque sin duda son hijos de san Basilio, estaban más en la tradición del Sinaí que en la Regula Fusius Tractata, o Regla Extensa, de san Basilio.

Naturalmente, Basilio habla del trabajo manual, que puede fácilmente compaginarse con cualquier forma de oración. Pero, ¿qué pasa con las ocupaciones que «distraen» más, tales como el apostolado ministerial?

 

VII

Uno de los primeros benedictinos que empezó a mirar la vida contemplativa como un problema fue san Gregorio Magno. En sus Diálogos, presentó, por supuesto, a san Benito como el modelo carismático de la oración perfecta, como el padre de la comunidad monástica, quien con sus oraciones y su visión profética, guió a los monjes, protegiéndolos tanto espiritual como materialmente contra el poder de las tinieblas. San Gregorio da a la muerte de san Benito, de pie en la iglesia del monasterio, sostenido por las manos de sus hermanos mientras recibía el Cuerpo de Cristo, una relevancia especial. Lo mismo hace toda la tradición benedictina después de él. Esta muerte, que la tradición benedictina moderna cree haber tenido lugar el día de Jueves Santo, es considerada tradicionalmente por todos como un acontecimiento que corona una vida dedicada al culto litúrgico.

Sin embargo, no debemos olvidar la incidencia en el recuerdo, algo muy significativo de lo que pensaban los benedictinos, de la acostumbrada oración solitaria de san Benito, en su habitación de la torre, durante las primeras horas del nuevo día, a partir de medianoche, antes de que los demás monjes se levantaran para cantar el oficio. Para ellos, este hecho también tiene un valor simbólico, enseñándole al benedictino el tipo y modelo de oración monástica solitaria. Cualquiera que esté familiarizado con la tradición monástica reconocerá inmediatamente que no hay nada comparable a la forma santa de la vida monástica, que no incluye necesariamente este elemento de contemplación solitaria, que se asimila con la oración solitaria de Cristo cuando se retiró a la montaña a orar solo durante la noche.

San Gregorio podría haber dibujado el retrato de san Benito con rasgos idealizados, creando, por así decirlo, un ikon del padre Carismático de los monjes y del hombre de oración. Pero cuando pensó en su propia vida, como lo hace de una forma muy bien estructurada en Moralia in Job, se encuentra a sí mismo desgarrado entre el deseo de su corazón de la contemplación solitaria y su obligación de entregar su tiempo y sus energías a la caridad activa como «siervo de los siervos de Dios». Como Dom Cuthbert Butler resaltó hace unos años, el tratamiento de Gregorio del conflicto entre acción y contemplación, es «uno de los aspectos más fundamentales de su teoría de la vida monástica... De esta forma ha influido profundamente en la vida benedictina de los años siguientes. Pero no menos profundamente las enseñanzas de san Gregorio sobre la vida contemplativa y la activa, hacían referencia a toda la vida clerical, ya sea ésta la de los religiosos o la del clero secular, en el Occidente 25. Después de describir la vida activa en términos que podrían esperarse en él, Gregorio ofrece esta definición clásica de la vida contemplativa, que ha sido tan a menudo comentada en la literatura benedictina, que se ha convertido casi en un lugar común en la tradición monástica de Occidente. Pienso que debe ser citada también aquí:

La vida contemplativa consiste en guardar con toda la mente de cada uno el amor a Dios y al prójimo, pero descansar de todo movimiento y apego para desear solamente el del Hacedor, de tal forma que la mente ya no pueda encontrar placer en hacer otra cosa, para que habiendo desdeñado todos los cuidados, pueda sentirse libre para ver la cara de su Creador. De tal forma que él pueda soportar con dolor el peso de la carne corruptible, y dentro de todos sus deseos, procurar sumarse al coro de los ángeles, unido a los ciudadanos del cielo, y gozarse de su incorrupción eterna en la visión de Dios. 26

Aquí se nos da una definición de la contemplación que parece excluir la actividad, incluso la de naturaleza espiritual. Digo que «parece» excluir la acción. De hecho la contemplación debe trascender la acción. Sin embargo, este texto, sin una explicación más precisa, parece alzarse como un contraste con el texto señalado arriba de la Regla Extensa de san Basilio.

Nos enfrentamos a una elección entre dos aspectos que, aunque quizá sean reconciliables, son vistos como opuestos. Uno, una idea «activa» de oración. Acompaña al trabajo y lo santifica. El otro, un concepto «contemplativo» en el que la oración, para penetrar más profundamente en el misterio de Dios, debe «descansar de toda acción exterior para adherirse solamente al deseo del Hacedor».

Esta distinción, estemos de acuerdo o no, se da en la tradición monástica. Pero la tendencia ha sido a veces olvidar el segundo concepto y presentar la idea de Basilio, de la oración por medio del trabajo, como la genuina y la única forma realmente practicable, de contemplación personal. Por muy bien intencionada que quiera ser esta «solución», puede ser que termine de hecho por reducir la «contemplación» a otro aspecto más de la vida activa, y de ahí hay un paso a tratar la «actividad unida al trabajo», como sinónimo de «contemplación».

Pero ésa no fue la idea de san Gregorio. Para él, la vida contemplativa es la vida del cielo, que no puede ser vivida perfectamente «en este mundo». Pero los monjes tienen la posibilidad de, en alguna medida, anticipar, por la pureza del corazón, la «incorrupción» del cielo. Sin embargo, la vida activa, que está relacionada con la existencia presente del hombre en el mundo, siempre exige atención, incluso de las personas llamadas a la contemplación. En primer lugar, aunque, según san Gregorio, la vida contemplativa es teóricamente superior y mejor que la activa, y debe ser preferida a la activa cuando sea posible, hay momentos en los que la actividad debe suplantar a la contemplación. Las dos son, de hecho, exigidas por la caridad, puesto que al hombre se le pide amar a Dios y al prójimo. Ambos amores deben combinarse en toda vocación en la tierra, ya se trate de alguien con cuidado de almas, o del monje contemplativo.

La única solución al conflicto entre estas dos exigencias en nuestros corazones es conseguir el equilibrio requerido por nuestra vocación individual dentro de la Iglesia de Dios. El pastor de almas no debe abandonar los necesarios elementos de la oración y la meditación en su vida. En teoría el monje contemplativo debe preferir la contemplación a la acción siempre que pueda legítimamente hacerlo, y cuando deja la contemplación por la acción, debe ser sólo porque se le pide por una obligación absolutamente necesaria. De hecho, puede decirse que san Gregorio «anima» el sentido de angustia y conflicto diciendo que el contemplativo debe «sentir dolor» ante la necesidad de acción, incluso cuando se le plantea como una realidad obligatoria. Aunque el contemplativo puede ser obligado a aceptar un obispado por motivos de caridad, nunca debe «buscar» semejante cargo, y de hecho debe temerlo e intentar evitarlo con todas las formas razonables que le sean posibles. El principio se aplica a todo «negocio secular» que «debe nacer por motivos de compasión pero jamás ser ambicionado por amor al mismo» 27. Ésta es realmente la teoría de san Gregorio.

Tenemos que admitir abiertamente, que este tratamiento del problema de la acción y de la contemplación parece crear conflictos mayores y más importantes de los que resuelve. Hay que tener en cuenta que Gregorio nos ofreció sencillamente el fruto de su propia experiencia en un medio particular, y que nunca intentó decir la última palabra sobre el tema. Aunque en la Edad Media se le consideró como autoridad máxima sobre él. La vocación del monje era la de permanecer en el monasterio y orar, y cuando era llamado a actuar fuera del claustro, algo que se repetía con frecuencia, a compromoterse con los asuntos de la Iglesia, se esperaba que fuera hacia donde se le llamaba llorando y lamentándose, lo que a menudo hacía sinceramente.

Y así, encontramos a san Bernardo de Claraval, cuya experiencia fue semejante a la de san Gregorio, volviendo a plantearse la pregunta en el siglo doce y llegando a unas conclusiones muy parecidas a él. Sin embargo, recordemos que mientras el papa san Gregorio escribió, no solamente para los monjes, sino también para los pastores, es decir, los obispos, las preocupaciones de san Bernardo se centraban casi exclusivamente en los monjes.

 

VIII

En la vida monástica la persona puede encontrar, de acuerdo con san Bernardo, tres vocaciones: la de Lázaro, el penitente; la de Marta, la servidora entregada al cuidado del monasterio; y la de María, la contemplativa. María ha escogido, decía san Bernardo, la «mejor parte», y no tenía por qué envidiar a Marta o dejarle a ella la contemplación, cosa que no se le pide, para compartir los trabajos con Marta. La parte de María es, por naturaleza, preferible a las otras dos y superior a ellas. Se siente, leyendo entre líneas de lo que escribe san Bernardo, que eso tiene que decirse, porque en el Evangelio se intuye una cierta envidia de María por Marta. La parte de María no era de hecho siempre deseada por la mayoría.

San Bernardo mismo resuelve el problema diciendo que después de todo Marta y María son hermanas y deben vivir en paz en el mismo hogar. Pero, en realidad, la verdadera perfección monástica consiste, sobre todo, en la unión de las tres vocaciones: la del penitente, la del trabajador activo —en el cuidado de las almas sobre todo— y la contemplativa. Pero cuando Bernardo habla del cuidado de las almas, se refiere a la obligación de instruir y guiar a los otros monjes, más que al trabajo apostólico fuera del monasterio. La necesidad de predicadores y de trabajadores apostólicos era aguda en el siglo doce.

Para san Bernardo, la vida contemplativa es la normal para el monje, es decir, la que debe desear, preferir siempre, aunque la vida activa tenga también sus exigencias. La contemplación debe ser siempre deseada y preferida. La actividad debe ser aceptada, pero nunca buscada. Finalmente la perfección de la vida monástica se encuentra en la unión de Marta, María y Lázaro en una sola persona, y esa persona normalmente será el abad, a ejemplo del mismo san Bernardo 28.

No debemos pensar, evidentemente, que tanto san Gregorio como san Bernardo se preocupan de la contemplación desde este punto de vista problemático. Teniendo en cuenta la enorme actividad que ambos desplegaron en su vida, defienden con ardor su deseo del silencio o de la oración contemplativa. Aunque admiten siempre que la contemplación no les es desconocida en su vida de trabajo apostólico. Efectivamente, nos damos cuenta de que su experiencia contemplativa es, hasta cierto punto, más profunda y más rica precisamente por las gracias místicas que les han sido dadas y que les ayudan a la hora de predicar a los demás.

Pero en todo caso, allí donde la contemplación se convierte en problema o conflicto, siempre lo es por la oposición real o imaginada que surge inmediatamente en cuanto la contemplación es definida, a priori, como «un descanso de la acción exterior».

No conozco un solo pasaje en el que el «problema» moderno de la contemplación en oposición a la liturgia sea tratado extensamente o tomado en serio por los padres del monaquismo. Para ellos este problema no existe. Como mucho, podemos quizá deducirlo del hecho de que

Gregorio y Bernardo nunca se sintieron privados de la participación en los oficios litúrgicos de la Iglesia, salvo cuando estaban de viaje. De aquí que sus lamentaciones por el hecho de ser privados de la «contemplación» no provienen del hecho de ser privados de la «liturgia». Y en consecuencia, por «contemplación» parecen haber querido expresar algo que está más allá de la oración litúrgica. Sin embargo, creo que seguir esta línea de argumentación sólo nos llevaría a la confusión, en un tema sobre el que ya se da sobradamente dicha confusión.

Vamos a considerar simplemente qué importancia da san Bernardo a la oración personal, aparte de la comunidad. Esta discusión puede parecer de poco valor para el lector que vive fuera de la vida monástica. Se entendía que el monje cisterciense podía emplear su tiempo en la oración contemplativa en la iglesia del monasterio cuando las Consuetudines prescribían la lectura meditada o el estudio en el claustro. No se trata de eso. El tema es si se admite o no un elemento de más soledad y separación temporal de los hermanos. San Bernardo lo permite, aunque con sus dudas. Los cistercienses eran y son quizá la orden que siempre ha insistido con la máxima fuerza en la vida común, cenobítica. Pero incluso en el contexto cisterciense san Bernardo puede decir:

Siéntate solo (sede itaque solitarius), no tengas nada en común con la multitud, nada con la multitud de los demás... Alma santa, permanece sola, y guárdate para él solo, fuera de los demás. 2

Este empleo del topos neoplatónico, «solo con los solos» es un poco desacostumbrado en Bernardo de Claraval. Se apoya, evidentemente, en la referencia al pasaje evangélico en el que Cristo ora solo en el monte. Y en el pensamiento de san Bernardo se refiere, en primer lugar, a la soledad interior. Cristo solamente llega en secreto a los que han entrado en la morada interior y cerrado la puerta tras de ellos. Y, continuando en la misma línea, san Bernardo añade explícitamente:

Sin embargo no será una pérdida de tiempo separarte incluso físicamente (corpore) cuando pueda hacerse convenientemente, especialmente en el tiempo de oración, (tempore orationis). 30

Esto hace referencia no a ningún tiempo prescrito para la oración mental, sino a los momentos en los que el monje quiera espontáneamente orar en soledad. Debe entenderse que, de acuerdo con la tradición monástica, los actos del monje no están enteramente gobernados en sus más pequeños detalles por regulaciones externas, sino que también hay que dejar algún espacio para la propia »regla de oración» del monje, que le guiará, en respuesta a las inspiraciones de la gracia, a dar más tiempo a la oración de lo que la Regla realmente manda, en una analogía perfecta con lo que Regla prescribe en materias como el ayuno y la autodisciplina. El monje debe ser guiado por las inspiraciones interiores de la gracia y por la bendición exterior de la obediencia. Las dos juntas pueden ser tomadas como la voluntad de Dios respectc a él, para regular su propia vida interior y contemplativa

 Pedro el Venerable, contemporáneo de san Bernardo y

abad de Cluny, tenía menos dudas y era aún más explícito que san Bernardo a la hora de animar a la oración privada y solitaria. No sólo a los monjes de las casas cluniacenses se les permitía vivir en completa soledad como eremitas o reclusos voluntarios, sino a fortiori, a los cenobitas se les ofrecía la posibilidad de emplear un tiempo excepcional orando o meditando en lugares retirados, separados de la comunidad. Pedro el Venerable nos habla en su obra De Miraculis, una especie de Florecillas cluniacenses, de un monje de su tiempo que »se servía de una pequeña capilla en un sitio apartado y situado en una parte de una torre, como si fuese una celda, y al que le gustaba el sitio más que ninguna otra parte del monasterio como lugar de oración. Allí se quedaba día y noche, totalmente ocupado en la divina contemplación (divinae theoriae intentus), con su mente ascendía por encima de todas las cosas mortales, y siempre permanecía en compañía de los más santos ángeles, por una visión interior, en presencia del Creador»

                                                       

IX

Vamos a consultar finalmente a otro testigo benedictino del siglo doce, Pedro de Celles, uno de los escritores más encantadores de la Edad Media.

De nuevo aquí, como en el caso de san Gregorio y san Bernardo, nos enfrentamos cara a cara con una personalidad contemplativa, con un hombre lleno de talento, de calidez de corazón, inteligente, que a pesar de sus claras preferencias por el silencio y la meditación del claustro, fue llamado a ser, no sólo abad, sino obispo. Debe decirse, para empezar, que aunque Pedro de Celles experimentó en sí mismo el conflicto entre la acción y la contemplación, no le preocupó ni le turbó. Para él ni siquiera llegó a la categoría de conflicto. Por una parte, pudo suplicar con toda insistencia y seriedad al papa Alejandro III en favor de Enrique, abad de Claraval, que quería rechazar una elección episcopal. Pedro dice al Papa con toda franqueza que sería una lástima privar a este monje de la «mejor parte», la vida contemplativa, y arrojarle de cabeza a las tormentas del mundo. El cargo episcopal, para Pedro, es sencillamente «el mundo». Parece que Pedro alaba muy abiertamente y se pone del lado de todo el que rechaza la «pesada carga» de la actividad y de los asuntos materiales para poder entregarse a la lectura y a la meditación.

Al mismo tiempo ve que hay situaciones en las que uno debe, con toda honestidad, hacer frente y aceptar las responsabilidades y distracciones de una misión. Y así 32, enseña a un amigo, nombrado cardenal recientemente, cómo actuar en el caso de verse preocupado por pensamientos que le distraigan.

Es particularmente importante darse cuenta de que en Pedro de Celles la contemplación litúrgica y personal existen codo con codo en perfecta armonía. Puede componer sermones en media hora, arrancados a la ocupada vida de abad, y son breves meditaciones en medio del gozo de las fiestas litúrgicas. Pero también él goza las largas noches de invierno porque le proporcionan horas suplementarias de placer, en las que su mente descansa y se refresca en la lectura y en la oración contemplativa silenciosa 33

Le gusta describir el «sabbath» de contemplación, en el que el alma descansa en Dios y Dios trabaja en el alma. La actividad tranquila y trascendente, la quies sine rubigine, en la que la pureza del corazón premia la oración contemplativa por el trabajo del ascetismo. Este trabajo es »la vida activa» en otro sentido más antiguo: la vida de disciplina, penitencia, mortificación, que es absolutamente necesaria. Sin la virtud no puede darse una contemplación real y verdadera. Sin el trabajo de la disciplina no puede haber descanso en el amor.

Pero cuando el ascetismo ha purificado y liberado al hombre interior, Pedro dice:

Dios trabaja en nosotros mientras nosotros descansamos en él. Este descanso está por encima de todos los deseos, porque en sí mismo es un trabajo creativo. Pero tal trabajo sobrepasa a todo otro descanso, en su tranquilidad. Este descanso, en efecto, sobresale por encima de todo otro trabajo productivo. Por eso, dejemos que esta acción de descanso de nuestra contemplación se adorne de tal forma que reproduzca, aunque sólo sea en esbozo, un modelo de descanso y de trabajo que es Dios... Estas cosas no se hacen en la oscuridad y en la noche, sino en el día, en la luz, en el sol de justicia. Porque el que ronca en la noche del vicio no puede conocer la luz de la contemplación. 34

En otro lugar, Pedro de Celles compara la oración contemplativa y la activa, demostrando que las dos están más en armonía que en conflicto, completándose mutuamente. Se sirve de la figura familiar de las dos esposas de Jacob, Lía y Raquel, un tropo que evidentemente había sido popularizado antes por san Gregorio y todos los Padres Latinos. La oratio laboriosa de la oración activa nos limpia de pecado. La oratio devota de la contemplación está bendecida por la gracia del cielo. Ambas, dice, son necesarias. Ninguna de las dos llega al trono de la gracia sin la otra:

La oración es difícil, en apariencia muy activa, cuando el corazón del hombre está lejos de él y Dios está lejos del corazón. El corazón del hombre está lejos de él cuando está ocupado en cuidados superfluos o se ha enfriado en su fervor religioso, o también cuando está inmerso en deseos carnales. Dios también está lejos del corazón cuando le retira la gracia, niega su presencia, y prueba la paciencia del que suplica.

La oración es devota, contemplativa, cuando la gracia viene en seguida, cuando llena toda la mente, cuando se hace presente antes de que se la pida, cuando nos da más de lo que podemos pedir o comprender. 35

Como dijo una vez san Juan Crisóstomo: «No es bastante con abandonar Egipto, uno debe entrar también en la tierra prometida» 36. Puede mencionarse que en este contexto, oración «contemplativa» está tomada en el sentido amplio y no considerada necesariamente como mística.

 

X

Echando una mirada retrospectiva a esta visión general de algunos escritos característicos de los «siglos benedictinos», encontramos, como podíamos esperar, que la oración es el auténtico corazón de la vida monástica. En ninguna parte se da un conflicto explícito entre la oración litúrgica y la privada. Las dos forman parte de una unidad armoniosa. Pero hay, sin embargo, un conflicto entre las vidas «contemplativas» y las «activas», aunque este conflicto haya sido resuelto más o menos completamente por escritores como Pedro de Celles. Ellos ven, de una manera muy realista y, al mismo tiempo, en el espíritu mismo de san Benito, que toda vida en la tierra debe necesariamente combinar elementos de acción y de reposo, de trabajo corporal y de iluminación mental. A veces es necesario practicar una forma de oración laboriosa, árida, y sin consuelo. En otras, la persona puede recibir gracia y luz casi sin esfuerzo, con tal de que esté suficientemente bien dispuesta. Esta vicisitud —el término es de san Bernardo— o variación entre el trabajo y el descanso se halla exactamente en la línea divisoria entre la oración común y la privada y se encuentra, muy claramente, en ambas.

Por eso, aunque la oración litúrgica es, por su misma naturaleza, más «activa», puede ser iluminada, en cualquier momento, por la gracia contemplativa. Y aunque la oración privada puede tender, por su naturaleza, a una espontaneidad personal mayor, puede también ser, accidentalmente, más árida y laboriosa que el culto comunitario, que es, en cualquier caso, particularmente bendecido por la presencia de Cristo en el misterio de una comunidad en adoración cultual.

La doctrina de los primeros siglos de vida benedictina nos muestra con claridad que la oposición entre «la oración pública oficial» y «la oración personal espontánea» es en gran medida una ficción moderna. Y esto es verdad, en el caso en que la oración «oficial» sea considerada como la «verdadera» y «contemplativa», o ya se escojan estos adjetivos para dignificar la devoción personal.

¿Cómo surge la pregunta? La respuesta a esta difícil pregunta puede conjeturarse en una breve consideración de la oración benedictina en la Contrarreforma.

Parecería que el énfasis en la «oración mental» como un ejercicio especial y soberanamente eficaz, se hace corriente y popular en el movimiento de la reforma monástica, que empezó en el siglo quince y se hizo casi universal después del concilio de Trento.

Como un ejemplo entre muchos, García de Cisneros (1455-1510), el abad benedictino de Montserrat, España, está considerado como «el primer místico español», si excluimos al catalán Raimon Llull, y precursor de santa Teresa y san Juan de la Cruz. También es considerado muy frecuentemente como precursor de san Ignacio de Loyola y de sus Ejercicios espirituales.

García de Cisneros fue enviado desde Valladolid por los Reyes Católicos, para llevar a cabo la reforma de Montserrat. Como ayuda para implantar su reforma, escribió dos libros, ambos manuales de oración. Los dos están dentro de la tradición benedictina medieval.

Uno de estos libros era un Directorio de las horas canónicas, que intentaba volver a despertar la comprensión del oficio divino y ayudar a los monjes a cantarlo con fervor y comprensión del mismo. El otro tenía como finalidad reanimar el espíritu de los monjes en la oración personal y meditada. Seguía el estilo tradicional medieval de la vida de oración, dividida entre la lectura, la meditación y la contemplación, lectio, meditatio, contemplatio. Estaba también fuertemente influenciado por la devotio moderna, que nos ha dejado tantos tratados de vida interior, siendo el más famoso La imitación de Cristo. Este libro sobre la vida interior de los monjes, escrito por García de Cisneros, era realmente llamado de los Ejercicios espirituales. Fue, evidentemente, mucho más popular y tuvo una mayor influencia que el otro tratado sobre las horas canónicas.

Debemos recordar que cuando la reforma monástica en el siglo xvi miraba hacia el pasado inmediato, buscando buenos y malos ejemplos que pudieran servirle de pauta, encontró la forma cristiana de oración más vital y que nadie discutía, entre los santos de las órdenes mendicantes, incluyendo los terciarios, como por ejemplo, en el caso de santa Catalina de Siena, y también entre los movimientos místicos que florecieron más o menos bajo la guía de los mendicantes. Por ejemplo, el movimiento místico renano, centrado en los conventos dominicos y dirigido por teólogos de la misma orden, como Eckhart y Tauler. Cuando, como sucedió a menudo, este misticismo estuvo bajo sospecha, el reformador siempre podía volver a la «segura» devotio moderna.

Cuando los monasterios de la Edad Media perdieron su fervor, la última observancia que dejó de ser eliminada fue el oficio de coro. Pudo haber degenerado en una rutina sin corazón, pero la historia del monaquismo nos muestra que mucho después de morir el espíritu del ascetismo y la oración personal, el oficio continuaba siendo recitado con más o menos devoción y dignidad.

Esto tiene dos importantes consecuencias para mentes como las de la Contrarreforma, frente a problemas inmediatos y urgentes. Una es que los reformadores se encontraron enfrentados a estructuras litúrgicas más o menos organizadas, que, aunque estuvieran ya sin alma, funcionaban todavía con un orden bastante bueno. Por eso no requerían una atención inmediata. Y también buscaban otros puntos en los que introducir el escalpelo de la Reforma. Concluyeron que donde se necesitaba una acción decisiva y urgente era en la esfera de la oración y piedad personales. Por eso se creyó que los métodos de meditación y la dirección espiritual eran guías excelentes para orientar al monje en el camino de la oración y de la autodisciplina.

Los modelos e ideales de la devotio moderna, con su insistencia en la devoción personal a la persona de Cristo, y a la oración eficaz, jugaba un papel importante en estos esfuerzos. De ahí surge, de una manera muy natural, la noción de la clara separación entre el fervor personal y la oración litúrgica, que es considerada formal, oficial y pública, a la que uno siempre puede acudir, y que puede ofrecer un fundamento seguro de regularidad en la vida de oración. ¿Pero qué es lo que se va a construir sobre esos cimientos? Una piedad personal, afectiva. Esto significa que incluso en los oficios litúrgicos, el individuo debe empezar a meditar en la pasión de Cristo, lo cual era algo ajeno a la tradición más antigua. Se empieza a dar una convicción, cada vez más profunda, de que el monje «fervoroso» en el coro deberá hacer algo «más» que limitarse a «recitar el oficio». Añadirá sus propios elementos de oración afectiva e incluso de contemplación. Por eso se creyó, con frecuencia, que el elemento subjetivo sobreañadido a la liturgia es realmente más importante y valioso que el culto litúrgico objetivo en sí mismo.

En la oración litúrgica, sin embargo, el elemento objetivo permanece y es fundamental. Tanto que puede ser juzgado, desde su consideración «subjetiva», como un obstáculo» hacia una «mejor» y más «ferviente» oración personal, que los primeros reformadores querían sobreañadir. De una forma muy natural la persona llega a la conclusión de que si quiere realmente orar, tiene que esperar hasta que el oficio haya concluido, momento en el que se puede dar rienda suelta a la oración espontánea y subjetiva.

Finalmente, los laicos se entusiasmaron también con la meditación, la oración de afectos y devociones, y eso exigía sacerdotes que pudieran dirigirlos en los caminos de la devotio moderna. Los padres, en los monasterios benedictinos, se sentían afectados por la nueva dimensión, e intentaron convertirse en directores de las almas místicas, o al menos en maestros de la meditación.

Esto nos lleva como de la mano al famoso caso de Dom Augustine Baker, uno de los más grandes benedictinos «contemplativos» y una de las figuras más reverenciadas y discutidas. Es, ciertamente, el maestro con más sentido de unidad y más reverenciado de vida espiritual, salido de la orden benedictina en Inglaterra, hasta nuestro siglo, momento en el que quizá haya sido igualado por Dom Chapman, que puede ser considerado como uno de sus discípulos.

Hay muchas razones por las que Dom Augustine Baker debe ser considerado como el que acabó con la terrible y categórica distinción entre las formas de oración «activa» y la «contemplativa».

En primer lugar, era un místico inglés, según la tradición del siglo catorce. Es decir, completó un individualismo profundamente arraigado en la idiosincrasia inglesa, con una tendencia permanente hacia la reclusión. Y en segundo lugar, se vio sometido a los «métodos de meditación» en un monasterio benedictino italiano reformado. Los métodos casi le llevaron a volverse loco. Se encontró a sí mismo en conflicto permanente con sus hermanos, para los que acuñó la expresión cáustica y ambigua de «los vividores activos». Finalmente, y quizá éste sea el factor decisivo, se hizo consciente de la fuerte postura de santa Teresa y san Juan de la Cruz contra el daño incalculable causado a los contemplativos por «directores» activos, que sin noción alguna de lo que significaba la contemplación, impusieron sus sistemas a todos de forma tiránica y sin ningún discernimiento.

Augustine Baker llegó a decir que el verdadero problema de los monasterios era que estaban generalmente gobernados por «vividores activos», que destruían la vida de oración frustrando las vidas de los contemplativos. Pensamos que es una afirmación un poco extremista. He aquí un pasaje suyo característico:

No hay duda de que la decadencia de la religión ha procedido, sobre todo, de un extravagante desorden, que en la mayoría de las comunidades religiosas activas les llevó a preferir hacerse con prelaturas y el pastoreo de almas, en sustitución de la vida contemplativa, aunque el estado religioso fue instituido solamente para la contemplación. Y eso ocurrió incluso aunque la vida contemplativa fue renovada por hombres y mujeres de Dios, como Ruysbroeck, Tauler y santa Teresa, etc... Los espíritus activos que vivían en la vida religiosa, al no ser capaces de tal oración, contraria a su propia naturaleza, no tenían aprehensión ninguna contra tales oficios, considerados por ellos como superiores. Por el contrario, llevados por sus deseos naturales de preeminencia y amor a la libertad, no temían ofrecerse, e incluso, con ambición, buscar el dominio sobre los demás, tratando de persuadirse falsamente de que su único motivo era la caridad y el deseo de promover la gloria de Dios... Pero la experiencia nos habla de los efectos de tal situación. 37

Podemos ver aquí una pequeña metamorfosis que, después de la Contrarreforma, tuvo lugar en el contexto de la enseñanza tradicional sobre acción y contemplación, como nos ha llegado de la pluma de Gregorio el Grande. Sin duda la sensibilidad personal y las duras experiencias de Dom Augustine contribuyeron algo a esta nueva orientación. Aquí la acción y la contemplación están separadas por un «gran abismo», sin puente entre ambas. Para Dom Augustine, tanto la liturgia como la meditación estaban en la parte equivocada del abismo. La oración real era una sencilla introversión contemplativa, y ésta, para el término medio de los benedictinos modernos que han escogido la causa del movimiento litúrgico, aquélla no está lejos de hundir al monje en el abismo de la degradación. Porque lleva el horrible estigma del quietismo.

El desgraciado resultado de esta división exagerada ha sido ocasión de una gran confusión por ambas partes. Pero en nuestros tiempos, se empieza a ver claro de nuevo que el problema es falso, y que la verdadera vocación de los monjes de la familia benedictina no es luchar por la contemplación contra la acción, sino restablecer el antiguo equilibrio, lleno de armonía, entre las dos. Ambas son necesarias. Marta y María son hermanas. Y, para repetir lo que hemos señalado en Pedro de Celles, una no puede ayudar a alguien a acercarse al trono de Dios sin la otra.

La respuesta no es la liturgia solamente, o la meditación solamente, sino una vida de oración que tiene muchas facetas, en la que todas esas facetas pueden gozar de su propio énfasis. Este énfasis tenderá a diferir en las distintas personas, en las diferentes vocaciones individuales. El trabajo del padre abad consistirá en discernir la diversidad de espíritus y animar a cada uno en el camino, querido para él por el espíritu de Dios. Si hace falta, hay que remover los obstáculos y pueden y deben hacerse ajustes discretos, para que la comunidad monacal produzca sus frutos en todo espíritu y en cualquier tipo de oración.

Lo que aquí se dice para los monjes, se aplica también, con ciertos ajustes, a todos los fieles.

 

XI

¿Cuál es el objetivo de la oración en el sentido de «oración del corazón»?

En la «oración del corazón» buscamos en primer lugar el mayor campo de nuestra identidad en Dios. No razonamos sobre los dogmas de la fe, o sobre »los misterios». Más bien buscamos conseguir un conocimiento existencial, una experiencia personal de las verdades más profundas de la vida y de la fe, encontrándonos a nosotros mismos en la verdad de Dios. La certeza interior depende de la purificación. La noche oscura rectifica nuestras intenciones más profundas. En el silencio de esta »noche de la fe», nos volvemos hacia la sencillez y la sinceridad del corazón. Aprendemos el recogimiento que consiste en escuchar para ver la voluntad de Dios, en una atención simple y directa a la realidad. El recogimiento es el conocimiento de lo incondicional. La oración entonces significa el anhelo de la sencilla presencia de Dios, la comprensión personal de su palabra, el conocimiento de su voluntad y la capacidad para escucharle y obedecerle. Es algo mucho más que peticiones formuladas en favor de nuestras más profundas preocupaciones.

Nuestro deseo y nuestra oración deben ser resumidas en las palabras de san Agustín: noverim te, noverim me 38

Deseamos conseguir una verdadera evaluación de nosotros y del mundo, de tal manera que seamos capaces de comprender el significado de nuestra vida como hijos de Dios, redimidos del pecado y de la muerte. Deseamos conseguir un verdadero conocimiento amoroso de Dios, nuestro Padre y Redentor. Deseamos escuchar su palabra y responder a ella con todo nuestro ser. Deseamos conocer su misericordiosa voluntad y someternos a ella en su totalidad. Éstas son las metas de la meditatio y la oratio. Esta preparación para la oración puede ser prolongada por una recitación lenta, «sapiencial» y amorosa de un salmo favorito, refugiándonos en el profundo sentido de las palabras para nosotros aquí y ahora.

En el lenguaje de los padres de la vida monástica, toda oración, la lectura, la meditación y todas las demás actividades de la vida monástica tienen como finalidad la pureza del corazón, una total aceptación de nosotros y de nuestra situación como querida por él. Esto significa la renuncia a todas las ilusiones sobre nosotros mismos, toda estima exagerada de nuestras propias capacidades, para obedecer a la voluntad de Dios como se nos presenta en los momentos difíciles de la vida en su verdad exacta. La pureza del corazón es, pues, correlativa a una nueva identidad espiritual, al «uno mismo» como reconocido en el contexto de las realidades queridas por Dios. La pureza del corazón es el reconocimiento iluminado del hombre nuevo, como opuesto a las complejas y lamentables fantasías del hombre viejo.

La meditación está pues ordenada a esta nueva perspectiva, a este conocimiento directo de uno mismo en su aspecto más elevado.

¿Qué soy yo? Soy yo mismo, una palabra pronunciada por Dios.

¿Estoy seguro de que el sentido de mi vida es el que Dios quiso para ella? ¿Acaso Dios impone un sentido para mi vida desde fuera, a través de los acontecimientos, la costumbre, la rutina, la ley, un sistema, el impacto de aquellos con los que vivo en sociedad? ¿O bien estoy llamado a crearme desde dentro, con él, con su gracia, un sentido que refleje su verdad y me haga su «palabra» hablada libremente en mi situación personal? Mi verdadera identidad subyace en la llamada de Dios a mi libertad y en mi respuesta a él. Esto significa que debo usar mi libertad para amar, con plena responsabilidad y autenticidad, no meramente resignado a recibir una forma que se impone por fuerzas externas, o a formar mi propia vida de acuerdo con un modelo social, sino dirigiendo mi amor a la realidad personal de mi hermano, y abrazando la voluntad de Dios en su misterio desnudo, a menudo impenetrable 39. No puedo descubrir mi sentido si intento evadirme del miedo que me da la primera impresión de mi falta de sentido.

Por la meditación penetro en el campo más profundo de mi vida, busco la total comprensión de la voluntad de Dios respecto a mí, del perdón de Dios para conmigo, mi dependencia total respecto a él. Pero esta penetración debe ser auténtica. Debe ser algo genuinamente vivido por mí. Esto, a su vez, depende de la autenticidad del concepto total de mi vida y de mis objetivos. Pero mi vida y mis objetivos tienden a ser artificiales, inauténticos, cuando me limito a ajustar mis acciones a ciertas normas externas de conducta, que me posibilitarán jugar un papel, aceptado como bueno, en la sociedad en la que vivo. Después de todo, eso se limita casi exclusivamente a aprender el papel. A veces, métodos y programas de meditación se reducen simplemente a eso, a aprender a jugar un papel religioso. La idea de la «imitación» de Cristo y de los santos puede degenerar en mera asimilación imitativa de la persona, si se queda sólo en el exterior.

No le basta a la meditación investigar el orden cósmico y situarme en el mismo. La meditación es algo más que conseguir un dominio de un Weltanschauung (una visión filosófica del cosmos y de la vida). Y aunque tal meditación nos lleva a una especie de resignación a la voluntad de Dios, manifestada en el orden cósmico o en la historia, no se trata de algo profundamente cristiano. De hecho, tal meditación puede estar fuera del contacto con las verdades más profundas del cristianismo. Consiste en aprender unas pocas fórmulas, fruto del raciocinio, explicaciones que nos permitan mantener una actitud resignada e indiferente en las grandes crisis de la vida. Aunque, por desgracia, esto llegue a posibilitar la evasión cuando se nos pida una confrontación directa con nuestra nulidad. En vez de una aceptación estoica de los decretos «providenciales», de los hechos, y de otras manifestaciones de la «ley en el cosmos», debemos presentarnos desnudos y sin defensas en el centro de esta realidad que nos asusta, donde estamos solos delante de Dios en nuestra nulidad, sin explicación, sin teorías, totalmente dependientes de su cuidado providente, en una extrema necesidad del don de su gracia, de su perdón y de la luz de la fe.

Debemos acercarnos a nuestra meditación dándonos cuenta de que la «gracia», el «perdón» y la «fe», no son unas posesiones permanentes e inalienables que ganamos con nuestros esfuerzos y retenemos como por derecho, con tal de que nos portemos bien. Se trata de unos dones constantemente renovados. La vida de la gracia en nuestros corazones se renueva momento a momento, directa y personalmente por Dios en su amor por nosotros. De aquí que la «gracia de la meditación», en el sentido de «oración del corazón», es también un don especial. Nunca debe ser considerada como merecida. Aunque podemos decir que es un «hábito» que en cierto sentido está permanentemente presente en nosotros, cuando lo hemos recibido, sin embargo, sigue siendo algo que nunca podemos exigir por derecho y servirnos de ello de acuerdo con nuestra satisfacción personal, sin relación con la voluntad de Dios —aunque podamos hacer un uso autónomo de nuestros dones naturales—. El don de la oración es inseparable de otra gracia, la de la humildad, que nos hace darnos cuenta de que las auténticas profundidades de nuestro ser y de nuestra vida tienen sentido y son reales solamente en tanto en cuanto están orientadas hacia Dios como a su fuente y a su fin.

Cuando nos parece que poseemos y nos servimos de nuestro ser y de nuestras facultades naturales de una forma absolutamente autónoma, como si nuestro ego individual fuera la pura fuente y el fin de nuestros actos, entonces vivimos en la ilusión, y nuestros actos, por muy espontáneos que puedan parecer, carecen de sentido espiritual y de autenticidad.

En consecuencia, en primer lugar nuestra meditación debe empezar por la concienciación de nuestra nulidad y desamparo en la presencia de Dios. Esta experiencia no debe ser triste o descorazonadora. Al contrario, puede ser profundamente tranquila y gozosa, puesto que ella nos lleva al contacto directo con la fuente de todo gozo y de toda vida. Pero una razón por la que la meditación nunca empieza realmente, es quizá porque nunca nos lleva a nuestro centro real de nuestra nulidad ante Dios. Por eso nunca entramos en la realidad más profunda de nuestra relación con él.

En otras palabras, meditamos sólo «con la mente», con la imaginación, o en el mejor de los casos, con los deseos, considerando las verdades religiosas desde un punto de vista despegado. No empezamos por buscar «encontrar nuestro corazón», es decir, hundirnos en el profundo conocimiento del campo de nuestra identidad ante Dios y con él. «Encontrar nuestro corazón» y recuperar este conocimiento de nuestra identidad más profunda implica el reconocimiento de que nuestro ser externo, diario, es, en gran parte, una máscara y algo que nosotros nos fabricamos. No es nuestro ser auténtico. Y por eso no es fácil encontrar nuestro verdadero ser. Está escondido en la oscuridad y en la «nulidad», en el centro donde estamos en dependencia directa de Dios. Pero puesto que la realidad de toda meditación cristiana depende de su reconocimiento, nuestro intento de meditar sin él es contradictorio en sí mismo. Es lo mismo que caminar sin pies.

Otra consecuencia es que incluso la capacidad de reconocer nuestra condición ante Dios es en sí misma una gracia. No podemos siempre conseguirla por nuestra propia voluntad. Por tanto, aprender a meditar no significa aprender una técnica artificial para que produzca una «compunción» infalible y un «sentido de nuestra nulidad», cuando a nosotros nos plazca. Por el contrario, éste sería el resultado de la violencia y nos convertiríamos en algo inauténtico. La meditación implica la capacidad para recibir esta gracia cuando Dios quiera concedérnosla, y por tanto una permanente disposición a la humildad, una atención a la realidad, receptividad y flexibilidad. Por eso, aprender a meditar significa hacernos libres gradualmente de nuestra habitual dureza de corazón, de nuestra apatía y de nuestra zafiedad de mente, debida a la arrogancia, al rechazo de la simple realidad o a la resistencia a las demandas concretas de la voluntad de Dios.

Si en realidad nuestros corazones permanecen aparentemente indiferentes y fríos, y encontramos moralmente imposible «empezar» a meditar de esta forma, debemos, sin embargo, darnos cuenta de que esta frialdad es en sí misma un signo de nuestra necesidad y de nuestro desvalimiento. De acuerdo con eso, debemos considerarla como un motivo para la oración. Podemos también reflexionar que quizá, sin darnos cuenta, hemos caído en el espíritu de la rutina y somos incapaces de ver cómo recobrar nuestra espontaneidad sin la gracia de Dios, que debemos esperar pacientemente, pero al mismo tiempo con un gran deseo. Esta espera misma será para nosotros una escuela de humildad.

 

XII

Sin intentar hacer de la vida cristiana un culto al sufrimiento por él mismo, debemos admitir que la negación propia es absolutamente esencial a la vida de oración.

En la vida de oración se da la única posibilidad de transformar nuestro espíritu y de hacernos «hombres nuevos» en Cristo. Luego la oración debe ir acompañada de la «conversión», la metanoia, ese cambio profundo del corazón en el que morimos en un cierto nivel de nuestro ser para encontrarnos vivos y libres en otro, en un nivel más espiritual.

San Aelred de Rievaulx, escribiendo a su hermana, una solitaria en Yorkshire, nos explica con claridad la relación íntima entre la meditación y el ascetismo.

El amor de Dios exige dos cosas: amor en el corazón (affectus mentis) y una virtud productiva (effectus operis). Así que debemos trabajar en el ejercicio de la virtud y del amor, en la dulzura de la experiencia espiritual. La disciplina de la virtud consiste en un cierto modo de vida, en el ayuno, en vigilias, en el trabajo manual, en la lectura, en la oración, en la pobreza y en otras cosas semejantes. Nuestro amor se alimenta en una saludable meditación. Y para que este dulce amor de Jesús pueda aumentar en tu corazón, debes practicar una triple meditación: un recuerdo del pasado, un reconocimiento de las cosas presentes y una preocupación por las cosas futuras. 40

Por eso debemos controlar nuestros pensamientos y nuestros deseos. Debemos conseguir la libertad interior. Esto no tiene que ser mal interpretado. No quiere decir que el cristiano debe hacer del vivir en el mundo algo sin importancia, y menos todavía debe resignarse a una condición de injusticia social e indigencia, o animar a los demás a hacerlo. Tampoco significa «desprecio» a la creación visible en un sentido maniqueo, como si las cosas materiales y sensibles fueran malas.

Significa el despego y la libertad en relación con los cuidados desordenados, de tal manera que sean capaces de usar las cosas buenas de la vida, y de pasar de ellas por una causa mejor. Significa la capacidad de servirse de ellas o de sacrificar todas las cosas creadas en interés del amor. En palabras de san Pablo, «procedamos con limpieza de vida, con conocimiento de las cosas de Dios, con paciencia, con bondad, penetrados del Espíritu Santo, con un amor sincero, apoyados en la palabra de verdad y en la fuerza de Dios; y en todo atacamos y nos defendemos con las armas que nos depara la fuerza salvadora de Dios. Unos nos ensalzan y otros nos denigran; unos nos calumnian y otros nos alaban. Se nos considera impostores, aunque decimos la verdad; quieren ignorarnos, pero somos bien conocidos; estamos al borde de la muerte, pero seguimos sin vida; nos castigan, pero no nos alcanza la muerte; nos tienen por tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres, pero enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada, pero lo poseemos todo» ".

Este pasaje magnífico, cantado por la Iglesia en la misa del primer domingo de Cuaresma, nos muestra que la vida del ascetismo cristiano conduce a un reino de paradoja y aparente contradicción. La vida de meditación se alimenta de una paradójica condición en la que estamos suspendidos entre el cielo y la tierra, debido a nuestro deseo de renuncia, y al hecho de que este deseo jamás puede ser llenado, porque debe permanecer dentro de ciertos límites. El ascetismo nos coloca en una situación sobre la paradoja, y la meditación lucha contra la paradoja. La finalidad de la lucha es la paz divina del amor espiritual, en contemplación. Pero no podemos sobrevivir en este estado de paradoja sin una ayuda especial de la gracia y sin renovar constantemente la autodisciplina.

Tales ejercicios de ayuno no pueden tener el efecto adecuado si nuestros motivos para practicarlos no brotan como fruto de nuestra meditación personal. Tenemos que pensar lo que hacemos, y las razones para nuestra acción deben brotar de las profundidades de nuestra libertad y ser animadas por el poder transformante del amor cristiano. De otra manera, los sacrificios que nos imponemos son algo pretencioso, gestos simbólicos sin significado interior real. Los sacrificios que se hacen con este espíritu formalista tienden a ser meros actos de rutina externa, llevados a cabo para exorcizar los demonios de la ansiedad interior y no por amor. Nuestra atención tenderá a fijarse en sufrimientos insignificantes que hemos elegido piadosamente para soportarlos, y tenderá a exagerarlos de una manera o de otra, para hacer que parezca que nos son insoportables, o que sean vistos como más heroicos de lo que en realidad son. Es mejor no hacer sacrificios de ese tipo. Sería más sincero, y además más religioso, hacer una comida completa con espíritu de gratitud que hacer un ridículo sacrificio de una parte de la comida, con el sentimiento de que nos hemos convertido en mártires.

Nuestra capacidad para sacrificarnos con un espíritu maduro y generoso puede muy bien ser una de las pruebas de nuestra oración interior. La oración y el sacrificio van unidos. Donde no hay sacrificio, al final se verá que no hay oración y viceversa. Cuando el sacrificio se convierte en una autodramatización infantil, la oración será también falsa y un autodespliegue operativo, o una quejumbrosa introspección autocompasiva. La oración seria y sencilla, unida al amor maduro, se manifestará de forma inconsciente y espontánea en un espíritu de sacrificio habitual y de preocupación por los demás que es siempre generoso, aunque quizá no seamos conscientes del hecho. Esta unión de la oración y el sacrificio es más fácil evaluarla en los demás que en nosotros mismos, y cuando nos hacemos conscientes de esto, ya no intentamos calibrar nuestro propio progreso en la materia.

 

XIII

Para entender lo que sigue, el lector tendrá que recordar que las profundidades interiores de la vida espiritual son misteriosas, inexplicables. Pueden difícilmente ser descritas con detalles ajustados en lenguaje científico. Por esta razón ni siquiera la teología toca apenas el tema, excepto con el lenguaje poético y simbólico de los Padres de la Iglesia y de los Doctores Místicos.

John Tauler, por ejemplo, dice que el conocimiento místico y unitivo de Dios es inefable y es luz esencial.

Se llama un desierto incomprensible y solitario. Verdaderamente lo es. Nadie puede encontrar su camino a través de él o ver ningún mojón, porque no tiene señales que el hombre pueda reconocer. Por «oscuridad» aquí debes entender una luz que nunca iluminará una inteligencia creada, una luz que nunca puede ser entendida de forma natural. Y se llama «desolada» porque no hay camino alguno que lleve hasta ella. Para llegar allí el alma debe ser dirigida por encima de ella misma, más allá de toda comprensión. Puede beber del torrente en sus auténticas fuentes, de esas aguas verdaderas y esenciales. Aquí el agua es dulce y fresca y pura, como todo torrente es dulce en su fuente, antes de haber perdido su fría frescura y pureza. 42

El conocimiento unitivo de Dios en el amor no es el conocimiento de un objeto por el sujeto, sino una clase de conocimiento muy diferente y trascendente, en el que el «yo» creado que somos nosotros parece desaparecer en Dios y conocerle a él sólo. En la purificación pasiva uno mismo realiza la tarea de un cierto vaciarse y de una aparente destrucción, hasta que, reducido al vacío total, no se conoce ya a sí mismo fuera de Dios.

Por tanto según avanzamos en el camino del sacrificio tendemos a someternos más y más a la acción purificadora que no podemos comprender. Los sacrificios que no son escogidos son con frecuencia de mayor valor que los que hemos elegido por nosotros mismos. Especialmente en la meditación tenemos que aprender a ser pacientes en los caminos aburridos y áridos que se apoderan de nosotros a través de lugares secos en la oración. Las arideces aumentan más y más frecuentemente, y son más y más difíciles a medida que el tiempo avanza. En cierto sentido, la aridez puede casi ser tomada como signo de progreso en la oración, con tal de que sea acompañada por un esfuerzo serio y autodisciplina. En la profecía de Oseas el Señor dice que él guiará a Israel al desierto y a lugares secos en el valle de Achor, para hablarle al corazón y desposarlo en la fe 43. Esta promesa sigue a la amenaza de que Israel será despojado de todo su esplendor y del lujo que ha gozado en el culto subrepticio de los falsos dioses. 

Ella no comprendía que era yo quien le daba el trigo y el vino y el aceite, y oro y plata en abundancia. Por eso le quitaré otra vez mi trigo en su tiempo y mi vino en su sazón; recobraré mi lana y mi lino con que cubría su desnudez. Descubriré su infamia ante sus amantes, y nadie la librará de mi mano; pondré fin a sus alegrías, sus fiestas, sus novilunios, sus sábados y todas sus solemnidades. Arrasaré sus viñedos y sus higueras, de los que decía: son mi paga, me las dieron mis amantes. La visitaré por los días de los baales, cuando les quemaba incienso y se ataviaba de su anillo y su collar para irse detrás de sus amantes, olvidándose de mí, oráculo de Yavé. 44

En la tradición del misticismo cristiano, un texto como éste puede aplicarse a la purificación de la mente y el espíritu del hombre en la aridez de la oración cuando cesan los consuelos espirituales, el pensamiento se hace difícil e incluso imposible, y la imaginación no obedece ya a nuestra voluntad y a nuestros deseos. En ese momento, los sentidos interiores y los sentimientos se disocian espontáneamente de nuestro esfuerzo espiritual y molestan en vez de ayudarnos. La mente consciente empieza a darse cuenta de su falta de total autonomía, y el inconsciente hace sentir su poder oculto y sus oscuras turbaciones. Todo es necesario para despegarnos de un camino perfecto de oración, y nos lleva a una contemplación espiritual madura.

Durante la «noche oscura» de los sentimientos y de los sentidos, se siente ansiedad en la oración, a menudo de una forma aguda. Es algo necesario, porque esa noche espiritual señala el paso del control pleno, libre, de nuestra vida interior, a las manos de un poder superior. Y también esta noche oscura significa que el tiempo de oscuridad es, en realidad, un tiempo de peligro y de opciones difíciles. Empezamos a salir de nosotros mismos. Es decir, somos arrancados de nuestras defensas habituales y conscientes. Estas defensas son también limitaciones que debemos abandonar si queremos crecer. Pero al mismo tiempo son, a su manera, una protección contra las fuerzas inconscientes, demasiado grandes para que nos enfrentemos a ellas cara a cara, desnudos y sin protección.

Si nos ponemos en camino hacia esa oscuridad, tenemos que encontrarnos con esas fuerzas inexorables. Tendremos que enfrentarnos a miedos y dudas. Tendremos que cuestionar toda la estructura de nuestra vida espiritual. Deberemos hacer una nueva evaluación de nuestros motivos para creer, para amar, para nuestro compromiso con el Dios invisible. Y en ese momento, precisamente, toda la luz espiritual se oscurece, todos los valores pierden sus contornos y su realidad, y permanecemos, por así decirlo, suspendidos en el vacío.

El aspecto más crucial de esta experiencia es precisamente la tentación de dudar de Dios mismo. No debemos minimizar el hecho de que éste es el auténtico peligro. Porque aquí avanzamos más allá de donde Dios se hace accesible a nuestra mente en imágenes sencillas y primitivas. Entramos en la noche que se hace presente sin imagen alguna, invisible, inescrutable, y más allá de toda representación mental.

En un momento como éste, quien no está profundamente arraigado en una auténtica fe teologal corre el peligro de perder todo lo que tuvo en algún momento. Su oración puede convertirse en una lucha oscura y odiosa para guardar las imágenes y las trampas que cubren su propio vacío interior. Tendrá que enfrentarse a la verdad de su vacío interior o se esforzará en abrirse paso hacia el retiro de un reino ficticio de imágenes y analogías, que ya no sirven para una vida espiritual madura. No será capaz de enfrentarse a la terrible experiencia de estar aparentemente sin fe para crecer realmente en la fe. Porque ésta es la prueba, este fuego de purgación, que abrasa los elementos humanos y accidentales de la fe para dejar libre de toda atadura el profundo poder espiritual que hay en el centro de nuestro ser. Este don de Dios es, por sí mismo, inaccesible, pero se nos da momento tras momento, más allá de nuestra comprensión, por su misericordia inescrutable.

Arrasaré su vid y su higuera de los que decía: «Son mi paga, me las dieron mis amantes». Las reduciré a matorrales y las devorarán las alimañas. Por tanto, mira, voy a seducirla llevándomela al desierto y hablándole al corazón. Allí le daré sus viñas y el Valle de la Desgracia será Paso de la Esperanza. Aquel día, oráculo del Señor, me llamarás Esposo mío, ya no me llamarás ídolo mío. Le apartaré de la boca los nombres de los baales y sus nombres no serán invocados... Me casaré contigo para siempre, me casaré contigo a precio de justicia y derecho, de afecto y de cariño. Me casaré contigo a precio de fidelidad, y conocerás al Señor. 45

 

XIV

La meditación no es sólo un esfuerzo intelectual para dominar ciertas ideas sobre Dios o incluso para imprimir en nuestras mentes los misterios de nuestra fe católica. El conocimiento conceptual de nuestra verdad religiosa tiene un lugar definitivo en nuestra vida, y ese lugar es importante. El estudio juega una parte esencial en la vida de oración. La vida espiritual necesita unos fuertes fundamentos intelectuales. El estudio de la teología es un acompañamiento necesario para la vida de la meditación. El objetivo de la meditación no es meramente adquirir o profundizar el conocimiento objetivo y especulativo de Dios y de la verdad revelada por él.

En la meditación no buscamos saber acerca de Dios como si fuese un objeto como otros que sometemos a nuestro raciocinio y que puede ser expresado en ideas científicas claras. Buscamos conocer a Dios mismo, más allá del nivel de todos los objetos que él ha hecho, y que se nos aparecen como «cosas» aisladas las unas de las otras, «definidas», «delimitadas» con límites claros. El Dios infinito no tiene límites y nuestras mentes no pueden ponerle límites ni a él ni a su amor. Su presencia es pues «captada» en el conocimiento general de la fe amorosa, «se realiza» sin ser conocida de una forma científica, con precisión, como conocemos un espécimen con la ayuda del microscopio. Su presencia no puede ser comprobada como podemos comprobar un experimento de laboratorio. Aunque podemos darnos cuenta de ella espiritualmente, si no insistimos en verificarla. Tan pronto como intentamos verificar la presencia espiritual como un objeto de conocimiento exacto, Dios nos elude.

Volviendo a algunos pasajes clásicos de san Juan de la Cruz en la «noche oscura» de la contemplación, vemos que su doctrina acerca de la fe es a menudo mal interpretada. A algunos lectores les parece que está diciendo sencillamente que si damos la espalda a los objetos sensibles y visibles, llegaremos a ver los objetos invisibles. Esto es puro neoplatonismo, no la doctrina de san Juan de la Cruz. Al contrario, él enseña que el alma

... no sólo se ha de quedar a oscuras según aquella parte que tiene respecto a las criaturas y a lo temporal... sino que también se ha de cegar y oscurecer según la parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior... Debe ser como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla que le hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es lo que enseña la fe. 48

Una vez más, sin embargo, esta oscuridad no es simplemente negativa. Trae consigo una aclaración que escapa de la investigación y control del entendimiento. «Porque a Dios ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere en el alma resignada, aniquilada y desnuda?» 47

Esta enseñanza de san Juan de la Cruz no tiene que colocarse aparte como una forma peculiar de la «espiritualidad carmelitana». Está en línea directa con la antigua tradición patrística y monástica, desde Evagrio del Ponto, Casiano y Gregorio de Nicea, hasta san Gregorio Magno y los seguidores del Pseudo-Dionisio en Occidente.

San Juan Crisóstomo escribe de la «imposibilidad de comprender a Dios»:

Invoquémosle como al Dios inexpresable, incomprensible, invisible, inasible al conocimiento. Confesemos que sobrepasa todo poder de lenguaje humano, que elude toda captación de inteligencia mortal, que los ángeles no pueden penetrarle, tampoco los serafines pueden verle en toda su claridad, ni los querubines comprenderle totalmente, porque es invisible a los principados y potestades, a las virtudes y a todas las criaturas sin excepción. Sólo el Hijo y el Espíritu Santo le conocen. 48

San Gregorio de Nicea describe la «noche mística»:

La noche designa la contemplación (theoria) de las cosas invisibles a la manera de Moisés, que entró en la oscuridad donde estaba Dios, este Dios que hace de la oscuridad el sitio donde se esconde 49. Rodeada por la noche divina, el alma busca al que está escondido en la oscuridad. Pero ella posee sin embargo el amor de él al que busca, pero el amado escapa a la captación de los pensamientos de ella... Por eso, abandonando la búsqueda, reconoce al que desea por el mero hecho de que su conocimiento está más allá de la comprensión. Entonces dice: «Habiendo abandonado todas las cosas creadas y la ayuda de la comprensión, sólo por la fe he encontrado al amado. Y no le dejaré marchar, sujetándolo con el abrazo de la fe, hasta que entre en mi alcoba». La alcoba es el corazón, que es capaz de hacer de ella su morada cuando sea restaurado a su estado primitivo. 50

Y Evagrio dice en el Tratado de Oración, atribuido durante mucho tiempo a san Nilo: «Lo mismo que la luz que nos enseña todo no tiene necesidad de otra luz para ser vista, así Dios, que nos enseña todas las cosas, no tiene necesidad de una luz en la que podamos verle, porque él es en sí mismo la luz por esencia» 51. Y «no veas diversidad en ti mismo cuando ores, y deja que tu inteligencia asimile la impresión de no tener forma alguna. Pero vete inmaterialmente a lo inmaterial y entenderás... Aspirando a ver la cara del Padre que está en el cielo, no busques otra cosa en el mundo, ni forma ni figura cuando ores» 52

Volviendo a los místicos de la zona del Rin encontramos a John Tauler empleando un lenguaje típico: «Todo aquello en lo que un hombre descansa con gozo, todo lo que guarda como un bien que le pertenece es todo comido por los gusanos, excepto aquello que parece perderse en el bien de Dios, puro, imposible de conocer, inefable y misterioso, renunciando a nosotros mismos y a todo aquello que puede aparecer en él.»

Y Ruysbroeck dice:

El hombre interior entra en sí mismo de una forma simple, sobre toda actividad y valores, para aplicarse él mismo a una simple visión en el amor lleno de fruto. Ahí encuentra a Dios sin intermediario. Y desde la unidad de Dios brilla para él una luz simple. Esta luz se muestra ella misma como oscuridad, desnudez y nada. En esta oscuridad, el hombre es rodeado y se hunde en un estado que carece de formas, en el que se siente perdido. En la desnudez, escapan a él todas las consideraciones y distracciones de las cosas, y es configurado y penetrado por una simple luz. En su nada, ve que todos sus trabajos se reducen a nada, porque se siente abrumado por la actividad del inmenso amor de Dios, y por la provechosa inclinación de su Espíritu, él... llega a convertirse en un espíritu con Dios. 53

La doctrina de la pureza de corazón y de la contemplación «libre de imágenes» está asumida en la Philokalia: «Un corazón puro es el que, siempre presentando a Dios una memoria sin forma y sin imagen, está preparado para recibir nada más que las impresiones que le vienen de él y por el que está acostumbrado a convertirse en evidente para eso» 54.

En una palabra, Dios es invisible al campo de nuestro ser. Nuestra creencia y nuestro amor llegan hasta él, pero él permanece escondido a la mirada arrogante de nuestra mente investigadora que busca captarle y asegurar su posesión permanente en un acto de conocimiento que le da poder sobre él. De hecho, es absurdo e imposible intentar captar a Dios como un objeto que puede ser captado y comprendido por nuestras mentes.

El conocimiento del que somos capaces es solamente un conocimiento acerca de él. Apunta hacia él por analogías que debemos trascender para alcanzarlo. Pero debemos trascendernos a nosotros mismos tanto como nuestras analogías, y en nuestra búsqueda de él, debemos olvidar la relación familiar sujeto-objeto que caracteriza nuestros actos ordinarios de conocimiento. En vez de eso le conocemos en la medida en que nos hacemos conscientes de nosotros mismos como conocidos totalmente por él. Le «poseemos» en la proporción en que nos damos cuenta nosotros mismos de ser poseídos por él en las mayores profundidades de nuestro ser. La meditación o la «oración del corazón» es el esfuerzo activo que hacemos para mantener nuestros corazones abiertos de tal manera que podamos ser iluminados por él y llenados con esta realización de nuestra verdadera relación con él. Por tanto la forma clásica de «meditación» es una invocación repetitiva del nombre de Jesús en el corazón vaciado de imágenes y preocupaciones.

De aquí que la finalidad de la meditación, en el contexto de la fe cristiana, no es llegar a un conocimiento objetivo y aparentemente «científico» acerca de Dios, sino llegar a conocerle a través de la constatación de que nuestro ser más verdadero está penetrado por su conocimiento y amor por nosotros. Nuestro conocimiento de Dios es, paradójicamente, un conocimiento no de él, como objeto de nuestro raciocinio, sino de nosotros como totalmente dependientes de su conocimiento salvador y misericordioso de nosotros. En la misma proporción que nosotros le somos conocidos, encontramos nuestro ser real y nuestra identidad en Cristo. Le conocemos en y a través de nosotros en la medida en que su verdad sea la fuente de nuestro ser y de que su amor misericordioso sea el auténtico corazón de nuestra vida y existencia. No tenemos otra razón de ser, salvo ser amados por él como nuestro Creador y Redentor, y amarlo a su vez. No hay verdadero conocimiento de Dios que no implique una profunda captación y una íntima y personal aceptación de esta absoluta relación.

La finalidad única de la meditación es profundizar en la conciencia de esta relación básica de la criatura con su Creador y del pecador con su Redentor.

Se ha dicho anteriormente que la mística del «no conocer», por la que ascendemos al conocimiento de Dios «como no visto» sin «forma ni figura», más allá de todas las imágenes y, naturalmente, de todos los conceptos, no debe ser entendida como un simple dar la espalda a las ideas de las cosas materiales e inmateriales. El conocimiento místico de Dios, que ya empieza de alguna manera incoativa en la fe viva, no es un conocimiento de las esencias inmateriales e invisibles, como distintas de las visibles y materiales. Si de alguna forma nada de lo que podemos ver o entender puede darnos una completa y adecuada idea de Dios, excepto por una remota analogía, podemos decir que las imágenes y símbolos, e incluso el material que entra dentro de la categoría de signos sacramentales y de las obras de arte, adquieren una cierta dignidad por derecho propio, puesto que no son rechazadas en favor de otros objetos «inmateriales», considerados como superiores, como si fueran capaces de hacernos «ver» a Dios más perfectamente. Por el contrario, puesto que somos bien conscientes de que las imágenes, símbolos y obras de arte son sólo materiales, tendemos a servirnos de ellos con mayor libertad y menor peligro de error precisamente porque nos damos cuenta de las limitaciones de su naturaleza. Sabemos que pueden ser solamente medios para un fin, y no los convertimos en «ídolos». Por el contrario, hoy la tentación más peligrosa es construir ideas e ideologías y convertirlas en «ídolos», adorándolas por ellas mismas.

Así podemos decir, aunque sea de pasada, que la imagen, el símbolo, el arte, el rito y el curso de los sacramentos, sobre todo, directa y propiamente llevan las cosas materiales a la vida de oración y meditación, sirviéndose de ellas como medios para entrar más profundamente en la oración. Denis de Rougement llamó al arte, «una trampa calculada para la meditación». El aspecto estético de la vida cultual no debe ser olvidado, especialmente hoy cuando nos estamos recuperando con muchas dificultades de una época de abominación y desolación en el arte sagrado, debido en parte a una especie de actitud maniquea hacia la belleza natural por una parte, y por otra, a un abandono racionalista de las cosas sensibles. Así, todo lo que ha sido dicho arriba en las anotaciones de san Juan de la Cruz y otros doctores del misticismo cristiano sobre la «oscura contemplación» y «la noche de los sentidos» no debe ser mal interpretado, como significando que todo el que esté interesado en la vida de meditación y de oración, debe renunciar a la cultura normal de los sentidos, del gusto artístico, de la imaginación y de la inteligencia. Al contrario, se presupone esa cultura. La persona no puede ir más allá de lo que no ha conseguido todavía, y normalmente la realización de que Dios está «más allá de las imágenes, símbolos e ideas», se deja ver solamente en alguien que previamente ha hecho un buen uso de todas esas cosas, que tiene una «cultura monástica» completa y madura 55 y, habiendo alcanzado el límite del símbolo y de la idea, avanza hacia un estado adelantado, en el que actúa sin ellos, al menos temporalmente. Porque incluso si estas ayudas humanas y simbólicas para orar pierden su utilidad en formas más altas de unión contemplativa con Dios, siguen teniendo su sitio en la vida diaria, también en el caso del contemplativo. Forman parte del entorno y de la atmósfera cultural en la que él vive normalmente.

La función de la imagen, del símbolo, de la poesía, de la música, del canto y de todo lo ritual (relacionado remotamente con la danza sagrada) es abrir el interior del contemplativo, para incorporar los sentidos y el cuerpo en la totalidad de su orientación a Dios, que es necesariamente la realidad de la adoración y de la meditación. Abandonar los sentidos y el cuerpo al mismo tiempo, y dejar simplemente a la imaginación hacer su propio camino, mientras se intenta bucear en una oración más abstracta y profunda, terminará por no tener resultado alguno, incluso para quien se encuentra en un estado avanzado en la meditación.

Todas las tradiciones religiosas tienen maneras de integrar los sentidos, en su propio nivel, en formas más elevadas de oración. La literatura mística más importante habla, no solamente de la «tiniebla», y de lo «desconocido», sino también, y casi con el mismo énfasis, de un extraordinario florecimiento de los «sentidos espirituales», y del conocimiento estético, subrayando e interpretando la más alta y más directa unión con Dios, «más allá de la experiencia». De hecho, lo que está más allá de la experiencia debe ser mediado, de alguna manera, e interpretado en un lenguaje ordinario de pensamiento humano antes de que pueda ser reconocido por el sujeto mismo, y antes de que pueda ser comunicado a los demás. Naturalmente, no puede negarse que uno puede entrar en la oración contemplativa sin ser capaz de reflexionar sobre el hecho, y menos todavía de comunicar la experiencia a los demás. Pero en la literatura mística, que evidentemente implica comunicación por medio de imágenes, símbolos e ideas, encontramos que la contemplación en «lo desconocido» está generalmente acompañada por dones teologales y poéticos fuera de lo corriente, siempre que el fruto de la contemplación tenga que ser compartido con otros.

Encontramos, por ejemplo, a san Juan de la Cruz, describiendo la Llama de amor viva, con un lenguaje muy concreto y hermoso que, evidentemente, refleja una experiencia todavía más hermosa y concreta, que en su caso ha sido traducida en términos simbólicos. Pero dice, sin ambigüedad alguna, que lo que describe es «el sabor de la vida eterna», «la experiencia de la vida de Dios» y la actividad del Espíritu Santo, Dice:

Mas, ¿cómo se puede decir que la hiere, pues en el alma no hay cosa ya por herir, estando ya ella toda cauterizada con fuego de amor? Es cosa maravillosa, que como el amor nunca está ocioso, sino en continuo movimiento, como la llama está siempre echando llamaradas acá y allá; y el amor, cuyo oficio es herir para enamorar y deleitar, como en la tal alma está en viva llama, estále arrojando sus heridas, como llamaradas ternísimas de delicado amor, ejercitando jocunda y (estivalmente las artes y juegos del amor, como en el palacio de sus bodas, como Asuero con su esposa Esther, mostrando allí sus gracias, descubriéndola allí sus riquezas y la gloria de su grandeza, para que se cumpla en esta alma lo que él dijo en los Proverbios, diciendo: Deleitábame yo por todos los días, jugando delante de él todo el tiempo, jugando en la redondez de las tierras, y mis deleites es estar con los hijos de los hombres; es a saber, dándoselos a ellos. Por lo cual estas heridas, que son sus juegos, son llamaradas de tiernos toques que al alma tocan por momentos de parte del fuego del amor, que no está ocioso, los cuales dice acaecen y hieren.

De mi alma en el más profundo centro.

Porque en la sustancia del alma, donde ni el centro del sentido ni el demonio puede llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo; y por tanto, tanto más segura, sustancial y deleitable, cuanto más interior ella es, porque cuanto más interior es, es más pura; y cuando hay más de pureza, tanto más abundante y frecuente y generalmente se comunica Dios; y así es tanto más el deleite y el gozar del alma y del espíritu, porque es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada. Que por cuanto el alma no puede de suyo obrar nada si no es por el sentido corporal, ayudada de lejos, su negocio es ya sólo recibir de Dios, el cual sólo puede en el fondo del alma, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella. 56

Cuando el mismo san Juan de la Cruz dice que no debemos procurar conseguir la unión con Dios, intentando que surjan en nosotros imágenes de tales experiencias en nuestros corazones, no está evidentemente restando totalmente valor a lo que ha dicho en un intento de comunicar una experiencia de Dios después del hecho. Al contrario, está intentado proteger a su lector contra una manipulación ciega y egocéntrica de imágenes y conceptos como un objeto que la mente del hombre puede entender y gozar en términos intelectuales y estéticos. Hay, pues, una cierta clase de conocimiento de Dios, conseguida por imágenes y razonando, pero no es de ninguna manera la clase de conocimiento experimental que san Juan de la Cruz describe. Por tanto, el uso de la imagen y el concepto puede convertirse en algo muy peligroso en un clima de egocentrismo y de falso misticismo.

El abuso peligroso de la imagen y del símbolo se ve, por ejemplo, en el caso de alguien que intenta hacer surgir la <llama viva» por un ejercicio de voluntad, imaginación y deseo, y luego se persuade a sí mismo de que «ha experimentado a Dios». En ese caso, esta evidente creación humana podría resultar muy cara, porque hay una diferencia abismal en el mundo entre los frutos de una auténtica experiencia religiosa, un don gratuito de Dios, y los resultados de la mera imaginación. Como Jakob Boehme dijo atrevidamente: »»Dónde está en la Escritura que una prostituta pueda convertirse en una virgen por medio de un decreto?»

La experiencia viva del amor divino y del Espíritu Santo en la «llama» de la que habla san Juan de la Cruz es un verdadero reconocimiento de que uno ha muerto y resucitado en Cristo. Es una experiencia de una renovación mística, una transformación interior llevada a cabo enteramente por el poder del amor misericordioso de Dios, que implica la «muerte» del ego, centrado en sí mismo y autosuficiente, y la aparición de un yo nuevo y liberado, que vive y actúa «en el Espíritu». Pero si el viejo yo, el yo calculador y autónomo, busca sólo imitar los efectos de tal regeneración, para su propia satisfacción y ventaja, el efecto es exactamente el opuesto, el yo trata de confirmarse a sí mismo en su propia existencia centrada en él mismo. El grano de trigo no ha caído en tierra y ha muerto. Permanece duro, aislado y seco, y no hay fruto alguno, sólo una mentira blasfema y jactanciosa, una pretensión ridícula. Si la mentira y la fabricación son dañosas psicológicamente, incluso en las relaciones normales con otros hombres, toda falsía es desastrosa en cualquier relación en el campo de nuestro ser y con Dios mismo, que se nos comunica a través de nuestra propia verdad interior. Falsificar nuestra verdad interior, so pretexto de entrar en unión con Dios, sería la más trágica infidelidad, primero a nosotros mismos, a la vida, a la realidad misma, y, por supuesto, a Dios. Tales fabricaciones terminan en la dislocación de toda la existencia moral e intelectual de la persona.

 

XV

La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la preferencia por el desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido de la contemplación, intuitiva y espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido de la aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que más bien desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y el que más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta el amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia aparente. Ésta es una condición necesaria, y muy paradójica, para la experiencia mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas de nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que revolucionan toda nuestra vida interior.

Walter Hilton, un místico inglés del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:

Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz de la comprensión espiritual inundarán tu alma... 5'

La contemplación es esencialmente una escucha en el silencio, una expectación. Y también, en cierto sentido, debemos empezar a escuchar a Dios cuando hemos terminado de escuchar. ¿Cuál es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay una clase de escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de cierta onda, una receptividad para cierto mensaje, sino un vacío que espera realizar la plenitud del mensaje de Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras, el verdadero contemplativo no es el que prepara su mente para un mensaje particular, que él quiere o espera escuchar, sino el que permanece vacío porque sabe que nunca puede esperar o anticipar la palabra que transformará su oscuridad en luz. Ni siquiera llega a anticipar una clase especial de transformación. No pide la luz en vez de la oscuridad. Espera la Palabra de Dios en silencio, y cuando es «respondido», no es tanto por una palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo cuando de repente, inexplicablemente revelándose a él como la palabra de máximo poder, llena de la voz de Dios.

Pero no debemos aceptar una visión puramente quietista de la oración contemplativa. No es mera negación. Nadie se convierte en contemplativo sencillamente por «oscurecer» las realidades sensibles, y permanecer solo consigo mismo en la oscuridad. En primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a propósito, como conclusión de un razonamiento práctico sobre el tema, y sin una vocación interior, sencillamente entra en una oscuridad artificial que se ha fabricado él mismo. No está solo con Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia del Único Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad complaciente. Se ve inmerso y perdido en sí mismo, en un estado de narcisismo inerte, primitivo e infantil. Su vida es «nada» no en el sentido misterioso, dinámico, en el que la nada del místico es paradójicamente el todo de Dios. Es sencillamente la nada de un ser finito, abandonado a sí mismo en su propia trivialidad.

Los místicos renanos del siglo catorce tuvieron que luchar contra muchas formas heréticas de contemplación y contra la pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma quietista de oración de una manera sistemática, dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por sí misma, suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:

Estas personas han entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su inteligencia natural y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada saben de las profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de su razón y en su falsa pasividad espiritual. 5a

El problema que entraña el racionalismo es que se engaña a sí mismo en su racionalización y manipulación de la realidad. Hace culto del «permanecer sin moverse», como si eso en sí mismo tuviera un poder mágico para resolver todos los problemas y llevar al hombre al contacto con Dios. Pero de hecho es sencillamente una evasión. Es una falta de honradez y seriedad, una banalidad con la gracia y una huida de Dios. Esto es realmente el «quietismo puro». Pero, ¿podemos decir que algo semejante existe en nuestros días?

El quietismo absoluto no es un peligro omnipresente en el mundo de nuestro tiempo. Para ser un quietista absoluto, uno tendría que hacer esfuerzos heroicos para permanecer sin hacer nada, y tales esfuerzos están más allá del poder de la mayoría de nosotros. Sin embargo, existe una tentación de una clase de pseudoquietismo que afecta a los que han leído libros sobre el misticismo sin entenderlos en absoluto. Y eso los lleva a una vida espiritual deliberadamente negativa, que no es más que una dejación de la oración, por ninguna otra razón que por la de imaginar que, dejando de ser activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva en realidad a la persona a estar vacía, sin una vida espiritual, interior, en la que las distracciones y los impulsos emocionales gradualmente los afirman a expensas de toda actividad madura, equilibrada, de la mente y el corazón. Persistir en esta situación de paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial espiritual, moral y mentalmente.

El que sigue los caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio alguno y sin complicaciones, será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su vocación a la oración contemplativa a su debido tiempo, dando por sabido que le llegará su momento.

La verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal. Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como resultado de nuestro empleo inteligente de técnicas espirituales. La lógica del quietismo es una lógica puramente humana, en la cual dos más dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la oración contemplativa es de un orden enteramente diferente. Está más allá del dominio estricto de causa y efecto, porque pertenece enteramente al amor, a la libertad, a los desposorios espirituales. En la verdadera contemplación no hay «razón por la que» el vacío nos deba llevar necesariamente a ver a Dios cara a cara. Ese vacío nos puede llevar de la misma manera a encontrarnos cara a cara con el demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte del riesgo de este desierto espiritual. La única garantía contra el enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que podemos hablar realmente de algún tipo de garantía, es simplemente nuestra esperanza en Dios, nuestra confianza en su voz, en su misericordia.

Ha quedado claro que el camino de la contemplación no es de ninguna manera una «técnica» deliberada de vaciarse uno mismo, para conseguir una experiencia esotérica. Es una respuesta paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible, lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el silencio, no para retirarnos y protegernos del peligro, sino para llevarnos a salvo a través de peligros desconocidos, por un milagro de su amor y de su poder.

El camino de la contemplación no es, de hecho, camino alguno. Cristo es el único camino, y él es invisible. El «desierto» de la contemplación es sencillamente una metáfora para explicar el estado de vacío que experimentamos cuando hemos abandonado todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y hemos tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice san Juan de la Cruz:

Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios, cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo. 69

Esto podría completarse con las palabras que siguen de John Tauler:

Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace hundirnos y disolvernos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es como podemos discernir la autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y más en nuestra propia nada. 60

Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de todo esto. Primero, que la contemplación es la culminación de la vida cristiana de oración, porque el Señor no desea nada de nosotros más que convertirse él mismo en nuestro «camino», en nuestra «verdadera vida». Ésta es la única finalidad de su venida a la tierra para buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo en él y con él podemos alcanzar al Padre invisible, al que nadie podrá ver y seguir viviendo. Muriendo a nosotros mismos, y a todas las «maneras», «lógicas» y «métodos» propios nuestros, podemos ser contados entre aquellos a los que la misericordia del Padre ha llamado a sí en Cristo. Pero la otra conclusión es igualmente importante. Ninguna lógica propia puede conseguir esta transformación de nuestra vida interior. No podemos argumentar que el «vacío» es igual a la «presencia de Dios», y luego sentarnos tranquilamente para conseguir la presencia de Dios vaciando nuestras almas de toda imagen. No es cuestión de lógica ni de causa y efecto. Tampoco es cuestión de deseo, o de una empresa proyectada, o de nuestra propia técnica espiritual.

Todo el misterio de la oración contemplativa simple es un misterio de amor divino, de vocación personal y de don gratuito. Esto, y sólo esto, consigue el verdadero «vacío», en el que ya nada queda de nosotros mismos.

Un vacío deliberadamente cultivado, para llenar una ambición espiritual, no responde en absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la plenitud de uno mismo. Tan lleno que la luz de Dios no tiene sitio alguno por donde poder penetrar. No hay grieta ni rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese duro corazón, fruto de la autoabsorción, que es nuestra opción de vivir centrados en nuestro propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera que aspire a convertirse en contemplativo debe pensarlo dos veces antes de ponerse en camino. Quizá la mejor forma de convertirse en contemplativo sería desear con todo el corazón ser cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?

Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida contemplativa, ni el deseo ni el rechazo del deseo es lo que cuenta, sino sólo aquel «deseo» que es una forma de «vacío», que asiente con lo desconocido y avanza tranquilamente por donde no ve camino alguno. Todas las paradojas acerca del camino contemplativo se reducen a ésta: estar sin deseos significa ser llevado por un deseo tan grande que es incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente sentido. Es un deseo ciego, que parece un deseo de «la vaciedad», sólo porque nada puede contentarlo. Y porque es capaz de descansar en la vaciedad, entonces, relativamente hablando, descansa en la vaciedad. Pero no en una vaciedad como tal, en una vaciedad por sí misma. Realmente no existe tal entidad como pura vaciedad, y la vaciedad meramente negativa del falso contemplativo es una «cosa», no la «nada». La «cosa» que se reduce a la oscuridad misma, de la cual todos los demás seres están excluidos deliberadamente y por todos los medios.

Pero la verdadera vaciedad es la que trasciende todas las cosas, y aún es inmanente a todas ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos un filósofo podría describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni ésta ni aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía. Lo propio de la vaciedad, al menos para un cristiano contemplativo, es puro amor, pura libertad. Amor que está libre de todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de relación. Es un compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita caridad de Dios. Y así, cuando Jesús dijo a sus discípulos que amaran, se refería a una forma de amar tan universal como la del Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que sobre pecadores. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.» Esta pureza, libertad e indeterminación del amor es la auténtica esencia del cristianismo. A esto aspira sobre todo la vida monástica.

 

XVI

No somos sólo seres contingentes, dependientes del amor y de la voluntad del Creador, al que no podemos conocer experiencialmente, excepto en la medida en la que él nos revele nuestra relación personal con él como sus hijos. Somos también pecadores que han repudiado libremente su relación con Dios. Nos hemos rebelado contra él. El espíritu de rechazo rebelde dura en nuestro corazón incluso cuando intentamos volver a él. Mucho podría decirse, en este punto, acerca de toda la sutileza e ingenuidad del egoísmo religioso, que es una de las formas peores y con peores consecuencias de engañarse a uno mismo. A veces uno siente que un ateo bien intencionado y al que no se le puede culpar es, en muchos aspectos, mejor —y que da más gloria a Dios— que algunas personas, cuya complacencia e inhumanidad fanáticas hacia los otros son el signo del más evidente egoísmo. De aquí que no sólo necesitemos recobrar la conciencia de nuestra condición de criaturas. También debemos reparar la injuria hecha a la verdad y al amor por este repudio, esta infidelidad. Pero, ¿cómo? Humanamente hablando, no hay forma por la que podamos alcanzar esto.

Nuestra «nada» es, pues a veces, algo más que la contingencia de la criatura. Está compuesta por el miedo del pecador, separado de Dios y de sí mismo, situado en oposición rebelde a la verdad de su propia contingencia y de su propia malicia. Más particularmente, como indica un escritor monástico de Palestina del siglo quinto, el sentido de la pérdida, la renuncia y el abandono de Dios se le hace patente particularmente al hombre que está actuando contrariamente a la verdad de su condición.

Dios no abandona al hombre negligente por serlo, ni tampoco al presuntuoso por su condición de hombre fatuo, sino que abandona al hombre devoto que se hace indiferente y al humilde cuando se vuelve presuntuoso. Esto es lo que quiere decir pecar contra la propia condición. De aquí brota el abandono. 6'

El significado real del miedo es ser encontrado en una infidelidad a una demanda personal de la que uno es, al menos, muy poco consciente: el incumplimiento en encontrar un reto, en hacer realidad una posibilidad cierta que pide ser encontrada y realizada. El precio del incumplimiento en estar a la altura de una petición existencia en la vida de una persona es una sensación general dE fracaso, de culpa. Y es importante señalar que esta culpabilidad es real, no es necesariamente una ansiedac neurótica. Es una sensación de defección y derrota quE aflige a un hombre que no se enfrenta a su propia verdac interior y que no está volviendo a la vida, a Dios y a su: hermanos, un claro volverse a todo lo que le ha sidc dado.

Sin embargo, el tema es inmensamente complicado debido a factores que no podemos controlar o entende completamente. El miedo permanece como un misterios( y posesivo factor en todo auténtico crecimiento espiritual, y uno no puede liberarse de él por mucho que se intente actuar de una forma impetuosa, por muy generosa que ésta sea. El pavor está compuesto de una sensación de no sentirse ayudado y de la dependencia de la gracia, y todo ello como consecuencia de muchos otros errores y pecados. La experiencia del «miedo», de la «nada» y de la «noche» en el corazón del hombre es, pues, el reconocimiento de la infidelidad a la verdad de nuestra vida. Más todavía, es el reconocimiento de la falta de arrepentimiento. Y sin la gracia, no hay posibilidad de arrepentimiento. Es el profundo, confuso, metafísico reconocimiento del antagonismo básico entre el ser mismo y Dios, debido a la sensación de haberse alejado de él por un perverso apego a «uno mismo», que es misterioso e ilusorio. Este sentido de alejamiento tampoco es pura y simplemente cuestión de poner en orden su ser interior jurídicamente, ex opere operato, por la recepción de los sacramentos con unas disposiciones mínimamente buenas. Es verdad que quien recibe los sacramentos de la Iglesia con las disposiciones adecuadas puede sinceramente creerse restablecido en el favor divino. Pero eso no le librará del «pavor» y de la «noche» mientras tienda a apegarse a la vacía ilusión de un ser separado, inclinado a resistir a Dios. Tampoco será efectivamente aliviado del sentido de vaciedad y de la nada que sentirá cuando se quede sin distracciones (en el sentido empleado por Pascal) y sin escape hacia la rutina y hacia una autocomplacencia racional.

Hasta los mejores hombres, y quizá especialmente ellos, cuando se vuelven hacia una franca reflexión sobre ellos mismos, se enfrentan a sí mismos como a unos seres desnudos, insuficientes, insatisfechos y llenos de maldad. Se ven apegados a la mentira, dispuestos a la infidelidad, con miedo a la verdad y a los peligros que todo eso supone. Esto es tanto más verdad cuando la sinceridad y una vida correcta han alejado los hábitos pecaminosos que pueden ser identificados y rechazados como fuentes de vergüenza y remordimiento. Incluso sin actos pecaminosos tenemos en nosotros mismos una inclinación a pecar y a rebelarnos, una inclinación hacia la falsedad y la evasión.

Sirve de cierto consuelo ser capaz de asignar el descontento personal a causas definidas. El remordimiento es más fácil de soportar que el pánico, porque éste, al menos, está centrado en algo definido. Pero la peor vaciedad es la del fiel cristiano que, cuando ha hecho lo que tenía que hacer y ha buscado seriamente a Dios, respondiendo concienzudamente a las gracias y tareas de la vida, sigue dándose cuenta con más fuerza que antes de que es un siervo inútil. Más que un pecador, más que un ser insignificante que puede escapar al engaño de su propia rectitud, este hombre se enfrenta a un terror radical en su propio ser: el miedo desnudo de que es indefinido, algo que parece extenderse a todo su ser y a toda su vida. Una persona así ve que ninguna virtud propia, ninguna buena intención, ningún ideal, ninguna filosofía, ninguna elevación mística pueden rescatarle de su futilidad, de la aparente desesperación de su vaciedad sin Dios.

Al mismo tiempo, parece perder la convicción de que Dios es o puede ser un refugio para él. Es como si Dios mismo fuera hostil e implacable o, todavía peor, como si Dios mismo se hubiera convertido en algo vacío, y como si todo fuera total vaciedad, nada, horror y noche.

Primero, porque la luz y sabiduría de esta contemplación es muy clara y pura, y el alma que ella embiste es oscura e impura, de aquí es que pena mucho el alma recibiéndola en sí, como cuando los ojos están de mal humor, impuros y enfermos, del embestimiento de la clara luz reciben pena. Y esta pena en el alma, a causa de su impureza es inmensa cuando de veras es embestida de esta divina luz, porque embistiéndose en el alma esta luz pura, a fin de expeler la impureza del alma, siéntese el alma tan impura y miserable que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios. Lo cual es de tanto sentimiento y pena para el alma (porque le parece aquí que la ha Dios arrojado), que uno de los mayores trabajos que sentía Job cuando Dios le tenía en este ejercicio, era éste, diciendo: ¿Por qué me has puesto contrario a ti y soy grave y pesado para mí mismo? Porque viendo el alma claramente aquí por medio de esa pura luz (aunque a oscuras) su impureza, conoce claro que no es digna de Dios ni de criatura alguna. Y lo que más pena es que piensa que nunca lo será, y que ya se le acabaron sus bienes. Esto lo causa la profunda inmersión que tiene de la mente en el conocimiento y sentimiento de sus males y miserias; porque aquí se las muestra todas al ojo esta divina y oscura luz, y que vea claro cómo de suyo no podrá tener ya otra cosa. Podemos entender en este sentido aquella autoridad de David, que dice: Por la iniquidad corregiste al hombre, e hiciste deshacer su alma, como la araña se desentraña. 62

Es natural para alguien en este caso temer la pérdida de la fe, incluso la de su propia integridad e identidad religiosa, y apegarse desesperadamente a cualquier cosa que parezca algo de los últimos vestigios de la fe. Por eso lucha, a veces locamente, para recobrar un sentido de alivio y convicción en verdades formuladas o en prácticas religiosas familiares. Su meditación llega a ser la escena de su agonía, la lucha con la nada y la duda. Pero cuanto más luche, menos comodidad y seguridad tiene, y se sentirá más sin poder. Finalmente pierde incluso el poder de luchar. Se siente a sí mismo preparado para hundirse y ahogarse en la duda y la desesperación.

Éste no es un momento para la arrogancia, o para un impulso de la voluntad. El hombre arrogante se sentirá destrozado en su propia agonía, y en la desorientación de la noche y la tiniebla. Le resultará insoportable la meditación, y será incluso víctima de la rebeldía y la desesperación. Debemos reconocer también que una de las causas de la ruptura mental o emocional de los novicios y de los monjes jóvenes es que tienden a caer demasiado rápidamente en ese estado de confusión y abandono, quizá porque se han lanzado demasiado lejos con poco juicio o demasiado presuntuosamente, pero más a menudo por la falta de identidad y madurez espiritual. El hombre de hoy es muy vulnerable en este aspecto. Sus esfuerzos para buscar la paz y la luz le llevan no a una zona de relativa seguridad, en una geografía de la certeza, sino a la superficie de un abismo, disimulado por un velo fino de una nada desorientadora, en el que caen demasiado pronto cuando se da cuenta, carente del apoyo de las ideas que le dan seguridad y le son familiares, sobre él mismo y su mundo. Pero es precisamente este apoyo el que debemos aprender a sacrificar.

Éste es el clima genuino de una meditación seria, en el que, sin luz y aparentemente sin fuerza, y hasta sin una clara esperanza, nos preparamos para el rendimiento total de nosotros mismos a Dios. Abandonamos nuestra arrogancia, nos sometemos a la incomprensible realidad de nuestra situación y estamos contentos con esa vivencia, porque, aunque parezca algo sin sentido, tiene más sentido que ninguna otra cosa. Empezamos a darnos cuenta, aunque sea de forma oscura, de la verdad de lo que el Padre del Desierto, san Ammonas, decía: «Si Dios no te amara, no dejaría que las tentaciones cayeran sobre ti... Porque para el que cree, la tentación es necesaria, porque todos los que están libres de la tentación no están entre los elegidos» 63. Ya no tomamos resoluciones optimistas, generosas, claras, propias de nuestros momentos de luz, sino que nos abandonamos a un estado de sumisión, donde ya no hay colorido, humildes y abandonados a la voluntad de Dios. Vemos que no hay esperanza más que en él, y abandonamos todas las cosas en sus manos. «Ten cuidado», decía Jakob Boehme, «de ponerte el manto púrpura de Cristo sin una voluntad resignada.»

Este miedo profundo y la noche oscura deben verse en su auténtica realidad, no como un castigo, sino como una purificación y como una gracia. Realmente son una gran gracia de Dios, porque es el punto de encuentro preciso con su plenitud.

El miedo es una expresión de nuestra inseguridad en esta vida terrestre, un darnos cuenta de que nunca somos ni podemos estar enteramente «seguros» en el sentido de ser dueños de una situación espiritual definitiva y establecida. Eso significa que ya no podemos esperar más en nosotros mismos, en nuestra sabiduría, en nuestras virtudes, en nuestra fidelidad. Vemos demasiado claramente que todo lo que es «nuestro» es nada, y puede fallarnos por completo. En otras palabras, no confiamos ya en lo que «tenemos», que se nos ha dado por nuestro pasado, y por lo que hemos hecho muchos sacrificios. Estamos abiertos a Dios y a su misericordia en un futuro inescrutable, y nuestra confianza está puesta enteramente en su gracia, que apoyará nuestra libertad en el vacío donde nos enfrentamos a decisiones totalmente desconocidas. Sólo cuando hemos descendido con miedo al centro de nuestra propia nada, por su gracia y su guía, podemos ser llevados por él, para encontrarle, perdiéndonos a nosotros mismos.

Ammonas, el monje del siglo cuarto, describe la prueba del hombre de oración como un sentirse abandonado y por el miedo, que siguen a las «fructíferas» y consoladoras experiencias de los principiantes. Es ese miedo el que prueba la seriedad real de nuestro amor a Dios y a la oración, porque a los que caen simplemente en la frialdad y en la indiferencia les muestra que tienen poco deseo de conocerle. Ammonas dice:

Dios se escapa de ellos y los abandona para ver si le buscan o no. Hay algunos que, cuando el Espíritu ha huido de ellos y los ha abandonado, permanecen pesados y sin movimiento alguno en medio de su torpor. No rezan a Dios para que levante ese peso de ellos, y para que les envíe el gozo y la dulzura que conocieron anteriormente, sino que por su negligencia se convierten en extraños a las dulzuras de Dios. Así son carnales y se contentan con llevar el hábito monástico, mientras niegan la fuerza del mismo con sus vidas. Son los que han sido cegados en su vida y que no entienden la obra de Dios... Si Dios ve que le imploran con sinceridad y con todo el corazón, y que realmente niegan su propia voluntad, les dará un mayor gozo del que han tenido antes y les hará todavía más fuertes. 64

El miedo y el abandono del hombre espiritual es una especie de infierno, pero al mismo tiempo, constituye, en palabras de Isaac de Stella, un cisterciense del siglo doce, un «infierno de misericordia y no de furia»: In inferno sumus, sed misericordiae, non Trae; in caelo erimus 65. Estar en un «cielo de misericordia» es experimentar totalmente la nada de uno mismo, pero en espíritu de penitencia y de sometimiento a Dios, en un deseo de aceptar y hacer su voluntad, no en espíritu de odio latente, disgusto y rebeldía que pueden ser «sentidos» a veces en un nivel de emoción superficial. En este «infierno de misericordia» es donde en un abandono total de nuestro ser, de total captación de nuestra vaciedad, nos encontramos a nosotros mismos perdidos y liberados en la infinita plenitud del amor de Dios. Escapamos de la jaula que nos tenía prisioneros de nuestra vaciedad, de la desesperación, del miedo y del pecado, hacia el espacio infinito y hacia la libertad de la gracia y el perdón. Pero si queda algún vestigio de uno mismo que puede traducirse en que uno es consciente de «haber llegado», y de que «se ha entrado en posesión de algo», entonces volverá de nuevo el antiguo miedo, la antigua noche, la antigua vaciedad, hasta que toda esa autosuficiencia y autocomplacencia sean destruidas.

Cesará la mirada altiva, se acabará la arrogancia humana; aquel día el Señor será exaltado, pues será el día del Señor todopoderoso: contra todo lo arrogante y encumbrado, contra todo lo altivo para abatirlo. Será doblegada la soberbia humana, humillada la arrogancia de los hombres: aquel día sólo el Señor será exaltado, y todos los ídolos desaparecerán. 66

Deshacemos sofismas y cualquier clase de altanería que se levante contra el conocimiento de Dios. Estamos también dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento, y a castigar toda desobediencia. 67

 

XVII

Ahora podemos ver qué es lo que hace que una meditación sea buena y qué es lo que la echa a perder. Todos los métodos de meditación que son meros ardides con los que nos aliamos para aliviar la experiencia del vacío y del miedo, son, en definitiva, evasiones que no nos prestan ayuda alguna. Efectivamente, pueden confirmarnos en nuestras ilusiones y endurecernos respecto a ese conocimiento fundamental de nuestra condición real, contra la verdad por la que nuestros corazones gritan desesperadamente.

Lo que necesitamos no es una falsa paz que nos capacite para evadirnos de la luz implacable del juicio, sino la gracia de aceptar valientemente la amarga verdad que nos es revelada; abandonar nuestra inercia, nuestro egoísmo y someternos enteramente a las demandas del Espíritu, rogándole con insistencia que venga en nuestra ayuda, y entregándonos generosamente a todo esfuerzo que nos pida Dios.

Un método de meditación o una forma de contemplación que se limite a producir la ilusión de haber «llegado a alguna parte», de haber conseguido seguridad y preservado la situación que nos es familiar, por tener la sensación de hacer algo, será finalmente un tipo de conocimiento que el miedo borrará de nuestra mente, o bien viviremos seguros en la arrogancia propia del fariseo. Nos convertiremos en seres incapaces de llegar a las verdades más profundas. Estaremos cerrados a todo el que no participe de nuestras ilusiones. Llevaremos unas «vidas buenas», que básicamente son inauténticas, «buenas» solamente en la medida en la que nos permiten seguir instalados en nuestras propias entidades, respetables e impermeables. El «bien» de esas vidas depende de la seguridad que les ofrecen una salud a toda prueba, la diversión, el bienestar espiritual y una buena reputación por su piedad. Semejante «bien» está salvaguardado por la rutina y por un evitar normalmente todo peligro importante, lo mismo que cualquier compromiso serio. Para evitar un mal aparente, este pseudobien ignorará las exigencias del auténtico bien. Preferirá la obligación rutinaria al valor y a la creatividad. Al final se contentará con procedimientos establecidos y fórmulas seguras, mientras se enceguece para no ver las mayores enormidades de injusticia y de falta de caridad.

Así son las rutinas de la caridad que sacrifican todo para preservar las comodidades del pasado, por muy inadecuadas y vergonzosas que puedan resultar en el presente. La meditación, en este caso, se convierte en una fábrica de coartadas, y en vez de luchar contra el sentido de la falsedad y de la inautenticidad en uno mismo, se lucha contra las exigencias del presente, con unas armas que son tópicos del siglo pasado. Si es necesario, se fabrican también condenaciones y denuncias contra los que prefieren correr el peligro de lanzarse a nuevas ideas y nuevas soluciones.

 

XVIII

Hasta ahora nos hemos concentrado en la experiencia personal de vaciedad que acompaña a la profundización de la fe vivida con seriedad. Ahora la pregunta podría ser la siguiente: ¿Es eso importante para el verdadero espíritu de la oración monástica? Todo lo que hemos hablado sobre el miedo, el desierto, la nada, la pobreza, ¿es sencillamente una excusa para el negativismo y la inercia de un espíritu subjetivo? En el fondo, ¿no se tratará de una coartada que favorezca la esterilidad espiritual? ¿No sería más honrado olvidarse de ese énfasis sin interés alguno, puesto en la oración personal y meditativa, y concentrarse en la adoración objetiva de la liturgia de la Iglesia en la que supuestamente no hay problema alguno?

Se podría llegar a razonar de esta forma: la participación objetiva en los misterios de Cristo, tal como los celebra la comunidad cristiana, arranca a la persona de su centro, la eleva sobre el nivel de la preocupación por sí misma en la que está enferma de miedo. ¿Por qué dignificar una ansiedad común y neurótica con un tinte existencial, y luego perpetuar en nuestros monasterios el engaño de una piedad narcisista?

La respuesta a esto podría ser que el vacío y la pobreza interior, sobre los que hemos hablado, no son exactamente síntomas de modernas neurosis y preocupación por uno mismo. Tampoco están limitados a la oración personal e interior. Se manifiestan también en nuestra experiencia de la liturgia. Han sido tratadas comúnmente, en la tradición monástica, como el «temor de Dios», que es el principio de la sabiduría, y son inseparables de esa humildad básica que san Benito sitúa en los auténticos cimientos, no sólo en la vida de todo monje 68, sino en toda su oración, ya sea litúrgica 69 o mental 70. El miedo a la falsedad y a la inautenticidad son capaces de crear unos problemas extremadamente complejos en la vida litúrgica y en la comunidad, donde pueden darse conflictos, no solamente individuales, sino de la comunidad como tal. Después de todo, algunas de las preguntas más angustiosas de nuestro tiempo son las que pueden experimentarse en el corazón de las comunidades monásticas, parroquias, grupos de Acción Católica y, por supuesto, en la Iglesia misma. No es problema sencillo encararse con el «miedo» que surge de una seria confrontación con la infidelidad a nivel comunitario, infidelidad en la que están todos implicados y con la que ningún individuo puede negociar con honestidad simplemente por denunciar a los demás o por alejarse de ellos.

Debe decirse que sin un profundo y serio sentido de nuestra condición de pecadores y de nuestra falta de esperanza sin la gracia de Dios, la oración litúrgica misma sería un engañoso ejercicio de estética y una mera distracción personal. Por eso, los textos bíblicos de los que nos servimos en la liturgia, particularmente los tomados de los salmos y los profetas, destacan en los términos más fuertes el miedo del hombre, la angustia de la separación de Dios y la necesidad desesperada que tiene el hombre, de la gracia y de la salvación. Los textos del Nuevo Testamento, a su vez, hablan de la salvación y de la luz que le han venido al hombre por medio de la cruz de Cristo. Toda la liturgia está animada por el movimiento descendente y ascendente, que es el mismo que el de la Pascua cristiana, el misterio pascual de nuestra muerte y resurrección con Cristo.

A menos que el cristiano participe en algún grado del miedo, del sentido de la pérdida, de la angustia, del abandono y de la dejación del Crucificado, no puede realmente entrar en el misterio de la liturgia. Tampoco puede entender los ritos y las oraciones, ni apreciar los signos sacramentales y entrar profundamente en la gracia de la que ellos son intermediarios. El padre Monchanin ha observado sabiamente el vacío de cierto optimismo superficial que distribuye profusamente clichés sobre el «sentido de la historia» y huye de la realidad del miedo, zambulléndose en una incesante actividad totalmente inútil. Demuestran que son agentes ciegos, según dice él, por el vacío total de sus esfuerzos. «Para nosotros», continúa el padre Monchanin, «es suficiente conocer que estamos en el lugar en el que Dios quiere para nosotros (en el mundo moderno) y llevar a cabo nuestro trabajo, aunque éste sea infinitesimalmente pequeño y sin resultados tangibles. Ahora es la hora del Huerto de los Olivos y de la noche, la hora del silencio oferente. Y por eso mismo, la hora de la esperanza: Dios sólo. Sin rostro, desconocido, no sentido, pero al que no podemos negar, Dios mismo» ".

Reconozcamos con toda franqueza el aporte y el verdadero desafío del mensaje cristiano. Todo el evangelio ketygma se convierte en algo impertinente y digno de risión si se da una respuesta fácil a todo y en unos pocos gestos externos y piadosas intenciones. La cristiandad es una religión para hombres, conscientes de que existe una herida profunda, una ruptura producida por el pecado, que llega al corazón mismo del ser humano. Han saboreado la enfermedad que está presente en lo más profundo del corazón del hombre, se han alejado de su Dios por la culpa, la sospecha y se han cubierto de odio. Si esa enfermedad es una ilusión, entonces no hay necesidad de la cruz, ni de los sacramentos de la Iglesia. Si los marxistas tienen razón en su diagnóstico de que este terror humano es la expresión de la culpa y de la deshonra interior de la clase alienada, entonces ya no hay necesidad de continuar predicando a Cristo, y tampoco de la liturgia o de la meditación. Pero la Historia tiene que demostrar todavía que los marxistas tienen razón en ese punto, puesto que por el camino de sus presupuestos crudamente optimistas han desatado un mal mayor, una mayor falsedad mortífera en el corazón del hombre, convirtiéndolo en un asesino. Y son ellos, los marxistas, los que han llegado a los límites de la aberración más extrema, si exceptuamos a los nazis. Y éstos, a su vez, han tomado prestado de Nietzsche un diagnóstico similar del «miedo cristiano» al Señor. Aunque es verdad que el espíritu individualista, asociado a la cultura y a la economía de Occidente en la Edad Moderna, ha tenido efectos desastrosos en la validez de la oración cristiana. ¿Pero qué significa el individualismo en la vida de la oración?

La vida interior del individualista es precisamente el género de vida que se cierra en sí misma sin miedo, y descansa en sí con una satisfacción más o menos permanente. Hasta cierto punto es inmune al miedo, y es capaz de asumir los inevitables estrangulamientos y lesiones de una vida interior, suficientemente complaciente, dotándoles de un cierto espíritu a base de fórmulas devocionales. El individualismo en la oración se contenta precisamente con los pequeños consuelos de lo pío y sentimental. Pero aún más que esto, el individualismo se resiste a la convocatoria del testigo comunitario y a la respuesta humana colectiva a Dios. Se encierra y se endurece a sí mismo contra todo lo que pueda impulsarle fuera de sí. Se niega a participar en lo que no es inmediatamente satisfactorio para sus gustos devotos, limitados al aquí y al ahora. Permanece centrado y fijo en una forma particular de consuelo, que es totalmente íntimo, o al menos privado, y prefiere esto a todo lo demás, precisamente porque no lo necesita ni puede ser compartido.

La finalidad de esta fijación, que puede ser mantenida con voluntad obstinada y con una fe mínima, es producir seguridad, un sentido de identidad espiritual, una supuesta plenitud, y quizá incluso una excusa para evadirse de las realidades de la vida.

Por desgracia es cierto que esa falsa interioridad ha servido de pantalla para hombres y mujeres piadosos que de ese modo se vieron liberados de tener que admitir su total falta de entidad. Se habían imaginado que eran capaces de amar, justamente porque eran capaces de un sentimiento devoto. Un aspecto de esta enfermedad espiritual es su total insistencia en ideales e intenciones, en completo divorcio con la realidad, con la acción y con el compromiso social. Todo lo que uno desea interiormente, todo lo que uno sueña, todo lo que uno imagina: eso es la belleza, la santidad y la verdad. Los pensamientos bonitos son suficientes. Sustituyen a todo lo demás, incluso a la caridad y a la vida misma.

Precisamente la función del miedo es romper esa jaula de cristal de la falsa interioridad y librar al hombre de ella. Es el miedo, y sólo el miedo, el que arranca al hombre de su santuario privado en el que su soledad se convierte en horrible para él mismo sin Dios. Pero sin el miedo, sin la capacidad intranquilazora de ver y rechazar la idolatría de imaginaciones e ideas devotas, el hombre permanecería contento consigo mismo y con su «vida interior» en la meditación, en la liturgia o en ambas realidades a la vez. Sin el miedo, el cristiano no puede ser liberado de la niebla pestilente de la autoseguridad de los devotos que conocen todas las respuestas de antemano, que poseen todos los clichés de la vida interior y pueden defenderse con un ritual de fórmulas infalibles contra todo peligro y toda petición de diálogo con la necesidad y la desesperación humanas.

Esta piedad individualista es una pura sustitución del verdadero personalismo. Le arrebata al hombre la posibilidad de liberarse a sí mismo, de vivir sin preocupación, a disposición de los demás (esa disponibilidad de la que nos habla Gabriel Marcel). Precisamente esta libertad, esta apertura, son esenciales para la completa participación en el culto litúrgico. Esta capacidad de rendirse uno mismo no se gana sino por medio de la experiencia de ese miedo que nos aflige cuando saboreamos el terrible abandono del alma cerrada en sí misma.

En consecuencia sería un serio error ignorar el verdadero sentido de la oración interior meditativa y su crucial importancia para toda la vida cristiana, especialmente para el total entendimiento de la liturgia. En cualquier caso, no estamos hablando aquí de la oración del corazón como un ejercicio aislado, particular, como de un departamento separado de la vida devota. La oración del corazón debe penetrar todo aspecto y actividad de la existencia cristiana. Debe florecer sobre todo en el corazón mismo de la liturgia. Pero no puede florecer donde un espíritu activista busca evadirse de las profundas demandas interiores y retos de la vida cristiana en confrontación personal con Dios. Esta búsqueda interior personal no debe entrar en conflicto con el poder mediador de la Iglesia, porque el miedo y la culpa del pecador le muestra más claramente que ninguna otra cosa su desesperada necesidad de reconciliación con Dios en y a través de la reconciliación con su hermano.

Un miedo que simplemente arrojara al hombre más profundamente hacia sí mismo y hacia una falsa contemplación no sería serio. La única total y auténtica purificación es aquella que vuelve al hombre completamente de dentro hacia fuera, de tal forma que ya no tenga que defender su ser mismo, ni proteger una íntima herencia contra el miedo a ser robado o a no saber administrar sus bienes. En otras palabras, siguiendo de nuevo a Gabriel Marcel, el miedo nos quita nuestro sentido de posesión, de «tener» nuestro ser y nuestro poder de amar, para que podamos simplemente estar perfectamente abiertos (saliendo de dentro hacia fuera) inermes, que es la simplicidad y el don total.

Éste es el corazón de la meditación y del sacrificio litúrgico. Es el signo del espíritu sobre el pueblo escogido de Dios, no los que tienen una vida interior y merecen respeto reuniéndose en una institución notoria por su piedad, sino los que se han rendido simplemente a Dios en el desierto del vacío donde él revela su incalculable compasión sin condición y sin explicación en el misterio del amor.

Ahora podemos entender que la total madurez de la vida espiritual no puede alcanzarse sin pasar primero por el pavor, la angustia, la preocupación y el miedo que acompañan necesariamente la crisis interior de la muerte espiritual, en la que finalmente abandonamos nuestro apego a nuestro yo exterior y nos rendimos completamente a Cristo. Pero cuando esta rendición se ha realizado verdaderamente, ya no hay lugar para el miedo o el pavor. Ya no puede haber ninguna duda en la mente de alguien que está completa y finalmente resuelto a no buscar ni hacer cosa alguna, sino lo que es querido para él por el amor de Dios. Entonces, como dice san Benito 72, «el amor perfecto arroja el miedo», y el miedo mismo se convierte en amor, confianza y esperanza.

La finalidad de la noche oscura, como nos muestra san Juan de la Cruz, no es simplemente castigar y afligir nuestro corazón de hombres, sino liberarlo, purificarlo e iluminarlo en el amor perfecto. El camino que nos hace recorrer las sendas oscuras del miedo, no nos conduce a la desesperación, sino al gozo perfecto, no al infierno, sino al cielo.

Oh, pues, alma espiritual, cuando vieres oscurecido tu apetito, tus aficiones secas y apretadas, e inhabilitadas tus potencias para cualquier ejercicio interior, no te apenes por eso, antes tenlo a buena dicha; pues que te va Dios librando de ti misma, quitándote de las manos la hacienda; con las cuales, por bien que ellas te anduviesen, no obrarías tan cabal, perfecta y seguramente (a causa de la impureza y torpeza de ellas) como ahora, que tomando Dios la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego, adonde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por bien que anduvieras, atinaras a caminar. 73

 

XIX

¿La vida cristiana de oración es sencillamente una evasión de los problemas y ansiedades de la existencia contemporánea? Si lo que hemos dicho se ha entendido adecuadamente, la respuesta a esta pregunta tiene que ser totalmente evidente. Si oramos en espíritu, ciertamente no nos apartamos de la vida, negando la realidad visible para ver a Dios. Porque el Espíritu de Dios ha llenado toda la tierra. La oración no nos ciega en relación con el mundo, sino que transforma nuestra visión del mundo, y nos hace verlo, a todos los hombres y a toda la historia de los hombres, a la luz de Dios. La oración «en espíritu y en verdad» nos hace capaces de entrar en contacto con el amor infinito, esa libertad inescrutable que trabaja tras las complejidades y situaciones intrincadas de la existencia humana. Esto no significa fabricar para nosotros piadosos razonamientos para explicar todo lo que pasa. No nos envuelve en manipulaciones subrepticias de las duras realidades de la vida.

La meditación no nos da necesariamente una visión privilegiada del sentido de los acontecimientos históricos aislados. Éstos pueden seguir siendo para los cristianos unos misterios tan angustiosos como lo son para los demás. Pero para nosotros el misterio contiene, dentro de su propia oscuridad y de sus propios silencios, una presencia y un sentido que aprehendemos sin entenderlo del todo. Y por este contacto espiritual, este acto de fe, nos situamos adecuadamente en los acontecimientos de alrededor de nosotros, incluso aunque no seamos capaces de ver hacia dónde van.

Una cosa es cierta: la humildad de la fe, si es seguida por sus propias consecuencias —por la aceptación del trabajo y del sacrificio pedidos por nuestra misión providencial— hará mucho más para lanzarnos a la corriente completa de la realidad histórica que las pomposas racionalizaciones de los políticos, que piensan ser de alguna manera los directores y manipuladores de la historia. Los políticos pueden incluso hacer historia, pero el sentido de lo que están haciendo se convierte, inexorablemente, en algo que se traduce en un lenguaje que ellos nunca entenderán, que contradice sus propios programas y convierte todos sus éxitos en una absurda paradoja de sus promesas e ideales.

Evidentemente, es verdad que la religión, en su nivel superficial, la que no es verdadera ni para sí misma ni para Dios, fácilmente se convierte en el «opio del pueblo». Y esto sucede siempre que la religión y la oración invocan el nombre de Dios por razones y finalidades que nada tienen que ver con él. Cuando la religión se convierte en una mera fachada artificial para justificar un sistema social o económico —cuando presta sus ritos y su lenguaje completamente a la política propagandista, y cuando la oración se convierte en vehículo de un programa puramente secular— entonces la religión se convertirá en una planta opiácea. Mata el espíritu hasta tal punto que da paso a la sustitución de la verdad de la vida por una ficción superficial y una mitología. Y eso trae consigo la alienación del creyente, de tal forma que su celo religioso se convierte en fanatismo político. Su fe en Dios, aun preservando sus fórmulas tradicionales, degenera, de hecho, en una fe en su propia nación, clase social o raza. Esta ética deja de ser la ley de Dios y del amor, y se convierte en la ley y en el derecho de lo que conviene hacerse. El privilegio establecido justifica todo. Y Dios se convierte en el guardián de una situación establecida.

En el último libro que nos llegó de la mano de Raissa Maritain, su comentario al padrenuestro, leemos el siguiente pasaje, que se refiere a los que difícilmente consiguen su pan diario, y se ven privados en la tierra de la mayoría de las ventajas de una vida decente, por la injusticia y la dureza de corazón y de pensamiento de los privilegiados:

Si hubiera menos guerras, menos sed de dominio y explotación de los demás, menos egoísmo nacional, menos egoísmo de clase y de raza, si el hombre estuviera más preocupado por su hermano, y realmente quisiera poner juntos, para el bien de la raza humana, todos los recursos que la ciencia coloca a su disposición, especialmente hoy, habría en la tierra muy pocas poblaciones privadas del sustento necesario, morirían pocos niños o no perderían su salud de forma irremediable por la desnutrición. 74

Continúa preguntándose qué obstáculos ha colocado el hombre en el camino del evangelio para que semejantes horrores puedan darse. Desgraciadamente es verdad que quienes nos hemos imaginado de forma complaciente a nosotros mismos como bendecidos por Dios, hemos hecho más que los demás para frustrar su voluntad. Pero Ráissa Maritain dice que quizá el pobre, que nunca ha sido capaz de buscar el reino de Dios, se va a topar de manos a boca con él «cuando abandone el mundo que no ha reconocido en él la imagen de Dios». 75

La religión tiende siempre a perder su fuerza interior y su verdad sobrenatural, cuando pierde el fervor de la contemplación. Es el elemento contemplativo, silencioso, «vacío» y aparentemente inútil el que la convierte realmente en vida. Sin la contemplación, la liturgia tiende a ser un mero espectáculo piadoso y la oración paralitúrgica una total charlatanería. Sin la contemplación, la oración mental no es más que un ejercicio estéril de la mente. Es cierto que no todos pueden ser «contemplativos». Pero no se trata de esto. Lo que importa es la orientación contemplativa de toda la vida de oración.

Si la orientación contemplativa de la oración es su vacío, su «inutilidad», su pureza, entonces podemos decir que la oración tiende a perder su verdadero carácter en cuanto se convierte en algo ocupado, lleno de propósitos ulteriores y entregado a programas que están bajo su propio nivel. Y eso no quiere decir que no podamos «rezar por» algunos bienes particulares. Podemos y debemos servirnos de la oración de petición, y esto es incluso compatible, de una forma muy simple y pura, con el espíritu de la contemplación.

La persona puede pasar de la oración de petición directamente a la contemplación cuando tiene una fe auténtica y profunda y una gran sencillez de esperanza teologal. Pero cuando la oración se permite a sí misma ser explotada para fines que están por debajo de ella y que no tienen nada que ver directamente con nuestra vida en Dios, o con nuestra vida terrestre, orientada a Dios, entonces es cuando se convierte estrictamente en impura.

La oración debe penetrar y animar todos los niveles de nuestra vida, incluso los que son más temporales y transitorios. La oración no debe despreciar los aspectos que parecen más bajos de la existencia temporal del hombre. Los espiritualiza a todos y les da una orientación divina. Pero la oración es mancillada cuando se aleja de Dios y de su espíritu, y cuando se la manipula en interés de un grupo fanático.

En estos casos, es, al menos implícitamente mal entendida, y por tanto el «Dios» al que invoca, se convierte, o tiende a convertirse, en mera ficción imaginativa. Tal religión es insincera. Es meramente una fachada para la codicia, la injusticia, la sensualidad, la autosuficiencia, la violencia. La cura para esta corrupción es restaurar la pureza de la fe y la autenticidad del amor cristiano. Y esto significa una restauración de la orientación contemplativa de la oración.

Los auténticos contemplativos serán siempre pocos. Pero eso no importa, mientras toda la Iglesia sea predominantemente contemplativa en todas sus enseñanzas, en toda su actividad y en toda su oración. No hay contradicción entre contemplación y acción cuando la actividad apostólica cristiana se eleva al nivel de la caridad pura. En ese nivel, la acción y la contemplación se funden en una sola entidad por el amor de Dios y de nuestro hermano en Cristo. Pero el problema es que si la oración no es en sí misma profunda, poderosa, pura y llena siempre del espíritu de la contemplación, la acción cristiana no puede realmente alcanzar este elevado nivel.

Sin espíritu de contemplación en todo nuestro culto — es decir, sin la adoración y el amor a Dios sobre todas las cosas, por su honra, porque es Dios— la liturgia no alimentará un apostolado realmente cristiano, basado en el amor de Cristo y llevado a cabo por el poder del Pneuma.

La necesidad más importante en el mundo cristiano hoy es esta verdad interior alimentada por el Espíritu de la contemplación: la alabanza y el amor de Dios, el deseo de la venida de Cristo, la sed por la manifestación de la gloria de Dios, su verdad, su justicia, su Reino en el mundo. Todas éstas son aspiraciones del corazón cristiano, característicamente contemplativas y escatológicas. Y se encuentran en la auténtica esencia de la oración monástica. Sin ellas, nuestro apostolado es más para nuestra propia gloria que para gloria de Dios.

Sin esta orientación contemplativa estamos construyendo iglesias no para alabarle sino para establecer más firmemente estructuras sociales, valores y beneficios de los que gozamos hasta ahora. Sin esta base contemplativa en nuestra predicación, nuestro apostolado deja de serlo totalmente. Será un mero proselitismo para asegurar la conformidad universal con nuestro propio estilo nacional de vida.

Sin la contemplación y la oración interior, la Iglesia no puede cumplir su misión de transformar y salvar al hombre. Sin la contemplación, será reducida a ser servidora de los poderes cínicos y mundanos, por mucho que protesten sus fieles de que están trabajando por el Reino de Dios.

Sin aspiraciones verdaderas, profundamente contemplativas, sin un total amor a Dios y una sed que acompañe a la verdad, la religión tiende realmente a convertirse en opio.