CARLO M. MARTINI

EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS

 

2. EL CAMINO DE PEDRO, PRIMER EVANGELIZADOR

Meditemos sobre una figura que resume, mejor que cualquier otra, el camino que Jesús

hace recorrer a sus discípulos para convertirlos en evangelizadores: es la figura de Pedro.

Trataremos juntos de revivir la experiencia de Pedro en el seguimiento de Jesús.

Son dos momentos en los que Pedro se confiesa pecador. /Lc/05/08: "Al ver esto Simón

Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un hombre

pecador"; y /Lc/22/62: "Saliendo fuera lloró amargamente". Nos preguntamos qué diferencia

hay entre el primer momento y el segundo; qué camino, qué itinerario espiritual recorrió

Pedro entre uno y otro, y por qué la verdad del segundo momento es mucho más grande

que la verdad del primero.

En el primer momento a Pedro se le llama "pescador de hombres", pero todavía era muy

incapaz de comprender, como veremos, el misterio del Evangelio. En el segundo momento

Pedro llega, por así decirlo, a la culminación de su preparación de evangelizador.

Quisiéramos tomar este itinerario entre la llamada de Pedro y lo que sigue a la negación de

Pedro. ¿Cómo llegó Pedro a este punto, por cuáles etapas pasó? Su experiencia es

importante para toda la Iglesia, como lo afirmó el mismo Jesús: "Satanás ha tratado de

zarandearte como el trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe y tú, una

vez convertido, confirma a tus hermanos" (/Lc/22/31-32). Por tanto, la experiencia de Pedro,

una vez más, puede ser útil para nosotros, para confirmarnos.

Nos preguntamos, entonces, por qué Pedro renegó de Jesús, cómo llegó a tal

incomprensión del kerygma hasta hacer peor que los nazarenos, rechazando a Jesús de su

propia vida, de qué manera este rechazo lo habilitó después para predicar el Evangelio.

Todos estamos llamados a revivir interiormente estos episodios, siguiendo un poco la

experiencia de Pedro, como nos la presentan los Evangelios.

Confesión e incomprensión de Pedro

Partamos de Lc 9, 20 recurriendo al paralelo en Marcos, porque Lucas nos presenta la

confesión de Pedro, pero no la negación de Pedro cuando quiere impedir a Jesús seguir su

camino. En /Mc/08/29 Jesús afirma: "¿Y ustedes quién dicen que soy yo? -Pedro contesta:

-Tú eres el Cristo". Aquí Pedro llega a la culminación de su misión, se convierte de veras en

aquél que como evangelizador, profeta, apóstol, sabe resumir el pensamiento de los demás

y darle una expresión precisa. En este momento Pedro se siente lleno de alegría, da razón

a la confianza que Jesús ha puesto en él. Por esto queda desconcertado cuando oye decir

a Jesús: "El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los

pontífices y los escribas, ser muerto y resucitar al tercer día. Y decía esto con toda claridad.

Pedro entonces lo tomó aparte y se puso a disuadirlo, pero Jesús, vuelto hacia sus

discípulos y mirándolos, increpó a Pedro, diciéndole: Lejos de mí, Satanás, que tus

pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (/Mc/08/31-33).

Detengámonos un momento a reflexionar sobre la impresión que estas palabras pudieron

causar en el corazón de Pedro; reflexionemos sobre el cambio de humor que debieron

causar en él. Pedro habrá pensado: pero, en fin, ¿qué mal he hecho, por qué me trata de

esta manera? En el fondo yo quería su bien, quería impedirle un fin tan triste, quería que

fuera coronado como lo merece; en verdad no comprendo a este Maestro, nada le gusta,

tiene ideas que van más allá de lo que yo puedo entender, y ahora tal vez se va contra mí,

no me mirará más.

Pedro vive un momento difícil, siente que comprende a Jesús, pero no hasta el fondo.

Este malentendido queda rápidamente resuelto por un hecho nuevo que una vez más

llena a Pedro de euforia: "Unos ocho días después de estos discursos, Jesús tomó consigo

a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió al monte a orar" (Lc 9, 28). En este episodio de la

Transfiguración se ve con cuánto entusiasmo y con cuánto sentido de responsabilidad vive

Pedro su llamada: "Le dijo a Jesús: Maestro, es bueno quedarnos aquí; hagamos tres

tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Lc 9, 33).

Aquí aparece Pedro con toda su gran generosidad. En efecto, no dice: hagamos la tienda

también para mi. Pedro piensa en Jesús, en Moisés y Elías; es el hombre que, al sentirse

investido del Reino de Dios, se da cuenta de su responsabilidad; está listo a obrar, a decidir

y a proveer él mismo por el Reino. En este momento se siente exaltado al máximo de sus

fuerzas, de su capacidad, y también podemos pensar que cuando al día siguiente baja de la

montaña (Lc 9, 37) y ve a los otros apóstoles que no han sido capaces de expulsar el

demonio de un muchacho, probablemente siente que condivide las palabras de Jesús: "Oh

generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo tendré que soportarlos?" (Lc 9, 41). Es

decir, Pedro piensa: yo tengo verdaderamente la fe, estoy de su parte, estos otros

apóstoles todavía no han entendido de qué se trata, no están a la altura de esa

comprensión de la potencia de Jesús que yo estoy adquiriendo. Pedro, precisamente, está

creciendo en la conciencia de sus responsabilidades, de lo que pesa sobre sus espaldas.

Y he aquí, como una nueva gota fría, la palabra que, después de muchos otros

acontecimientos (dejamos los intermedios y vamos inmediatamente a los últimos episodios

antes de la Pasión), Jesús le dirige: "Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder

zarandearte como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, una

vez convertido, confirma a tus hermanos. Pero él dijo: Señor, estoy dispuesto a ir contigo a

la cárcel y hasta a la muerte. Jesús le contestó: Pedro, te digo que no cantará hoy el gallo

antes que hayas negado tres veces que me conoces" (Lc 22, 31-34).

¿Cómo vive Pedro estas palabras que ciertamente son muy importantes para él:

"Confirma a tus hermanos"?

Esto hace pensar que, evidentemente, él ya se encuentra muy adentro del mensaje, lo

puede poseer y entender hasta el fondo: "Señor, contigo estoy dispuesto a ir a la cárcel y a

la muerte". Cuando leemos estas palabras, decimos que están llenas de presunción, pero lo

decimos partiendo de los acontecimientos que conocemos; porque en sí son palabras muy

bellas, son palabras que todo cristiano debería repetir. Qué hay de negativo en ellas que

pueda hacernos entender, aun sicológicamente, ¿cómo se prepara la caída de Pedro?

Pedro expresa en verdad lo que siente; pero, por el contexto, se ve claro que no le ha

prestado atención a la palabra de Jesús: "Satanás ha pedido zarandearte como el trigo. Yo

he rogado por ti".

Si hubiera atendido a la palabra, habría dicho: Señor, te doy gracias porque has rogado

por mí; me siento débil, sé que puedo hacer muy poco, permanece cerca de mí. En cambio

(y aquí se vislumbra un poco el problema que veíamos ya en Nazaret), Pedro hace del

Evangelio, de la misión que se le ha confiado, un privilegio, una realidad que hace suya, de

la que ya puede disponer con fuerza, y no un don permanente del Señor y que debe pedir

humildemente. Así como los nazarenos querían disponer de la potencia de Jesús para su

servicio, y se rebelan cuando el Maestro les hace comprender que no hay límites para la

potencia de Dios y que Nazaret, no es necesariamente el único lugar designado para los

misterios de Dios, así también Pedro, gradualmente, se apropia un poco de la misión de

evangelizador: es suya, le pertenece, le da ciertos privilegios, cierta fuerza, cierta valentía,

precisamente porque es suya, está listo a cargar sobre sí también con las consecuencias.

Sutilmente se prepara para la caída. En efecto, el evangelio es precisamente el don

gratuito de Dios, es la salvación que Dios concede gratuitamente al pecador y,

mientras lo recibimos con ánimo agradecido, con humildad, estamos en la justa

posición; pero tan pronto comenzamos a apropiarnos de él, a manejarlo como algo propio,

cambiamos totalmente la situación. Entonces nos convertimos nosotros en los dueños del

Evangelio, en los dueños de la Iglesia, en los dueños de las situaciones, y ya no somos

personas que reciben el don y lo transmiten, sino personas que pretenden usarlo como algo

propio.

El error en el camino de Pedro es sutil: desde cuando en el monte quería él hacer las

tiendas para todos y le parecía que debía organizar todo como mayordomo del Reino,

creyéndose capaz de maniobrar los misterios de Dios. Precisamente por esto se le reserva

a él la lección de la más humillante debilidad del hombre y del evangelizador, que es la

incapacidad de afrontar las situaciones límite.

Pero continuemos la lectura de esas páginas tan instructivas en su sicología: Jesús "dijo

luego: ¿cuando los envié sin bolsa, sin alforjas y sin sandalias, les faltó algo? Ellos

contestaron: Nada. Y añadió: Ahora, el que tenga bolsa que la tome y lo mismo la alforja; y

el que no tenga, venda su manto y compre una espada. Pues les digo que debe cumplirse

en mí lo que está escrito: y fue contado entre los malhechores. Porque se acerca el

cumplimiento de todo lo que se refiere a mí. Ellos le dijeron: Señor, aquí hay dos espadas.

Les respondió: ¡Basta! (/Lc/22/35-38).

Ciertamente detrás de los Doce se encuentra, una vez más, Pedro que siempre está

preocupado por salvar la situación; él, no habiendo comprendido bien la palabra de Jesús,

afirma: -Yo te defenderé con mi espada, déjalo por mi cuenta, haré de tal modo que tus

enemigos no triunfen contra ti-.

Pedro no es cobarde, no es miedoso, no obra así porque tenga miedo de la cruz, en

verdad es sincero. Su error consiste en jugar él la primera parte. En cierto sentido,

profundizando teológicamente esta frase, podríamos decir que es él quien quiere salvar a

Jesús, será él el salvador del Señor.

La crisis de Pedro

A este punto encontramos el episodio en el huerto de los olivos: Jesús está lleno de

angustia, suda gotas de sangre y no tiene la compañía de ninguno de los discípulos, ni

siquiera la de Pedro. Pedro no logra soportar la vista de Jesús débil y en él comienza a

derrumbarse el mito del Maestro: lo conocía como el Señor poderoso, victorioso, el que

siempre gana, el que sabe encontrar las palabras precisas para cada situación, el que

derrota con un rápido razonamiento a los adversarios capciosos.

Aquí, por primera vez, Pedro ve a Jesús deshecho por la tristeza y le nace en el corazón

una inmensa inquietud: ¿cómo es posible que Dios esté con este hombre, si este hombre

tiene miedo, si este hombre demuestra tanta fragilidad?

Pedro había sido educado por el Antiguo Testamento a ver al Dios grande, al Dios

poderoso: Yavé que vence guerras, que derrota a los enemigos. Ya estaba transfiriendo en

Jesús toda la potencia de Yavé, pero ahora al ver tanta debilidad, ¿qué puede hacer sino

cerrar los ojos y no pensar más? Es la actitud de quien dice: no quiero saber, no quiero ver,

no puedo entender. La debilidad de Jesús que se está manifestando hace interiormente

derrumbarse a Pedro, porque es totalmente contraria a su idea del Reino de Dios, a su

mentalidad de un Reino siempre victorioso que le había hecho decir, en el momento de la

primera predicción de la Pasión: no, Señor, esto no te puede suceder, no sucederá jamás,

en ti está el poder de Yavé.

Ahora duda de que Dios esté en este hombre, cree que Dios lo esté abandonando, y está

traumatizado.

Viene el arresto de Jesús. Judas, los guardias, el beso de la traición. ¿Qué hace Pedro

en este momento? Apela a todas sus energías: "¿Señor, les damos con la espada? Y uno

de ellos -(Lucas no lo menciona pero los otros evangelistas sí)- dio al criado del Pontífice y

le cortó la oreja derecha" (Lc 22, 49-50).

Pedro vuelve a ser el hombre heroico que quiere morir por el Maestro, quiere lanzarse a

la reyerta, vencer a toda costa, tal vez morir con tal de salvarlo. Llega, por así decir, a lo

que cree ser el colmo de su generosidad: es el Evangelio el que me llama a esto, yo estoy

llamado a dar la vida, entonces tengo que darla.

Imaginémonos el derrumbamiento interior, casi total, que sucede

en él cuando Jesús interviene: "¡Basta ya. Dejen! Y tocando la oreja lo curó. Y dijo a los

que habían venido en contra de él, a los pontífices y jefes militares del Templo y a los

ancianos: han venido como contra un ladrón con espadas y palos. Todos los días estaba

con ustedes en el Templo y no me echaron mano. Pero ésta es su hora y el poder de las

tinieblas" (Lc 22, 51-53). Jesús mismo, pues, deja el curso al poder de las tinieblas. Pedro

se da cuenta de que todo lo que había pensado se ha vuelto al revés; quería luchar con el

Maestro por el reino de la luz y el Maestro permanece ahí inerme, acepta que el imperio de

las tinieblas se posesione de él. Su idea de Dios se desmorona. Dios ya no es potencia, ya

no es bondad, ya no es justicia, no interviene para salvar a Jesús. Entonces, ¿quién es

este Maestro en el que habíamos creído?

Y Pedro cae en una tremenda confusión interior que nos hace comprender muy bien

todas sus negaciones; si las leemos así, como nos lo propone el Evangelio de Lucas,

vemos con cuánta delicadeza viene a la luz la situación sicológica de Pedro: ni siquiera él

mismo sabe qué es lo que quiere.

Pedro sigue al Maestro, pero de lejos. Lo sigue porque lo ama; de lejos, porque ya no es

capaz de ponerse de su parte abiertamente, porque no lo comprende: entonces, ¿qué es lo

que quiere? Si quiere un acto de valentía, estamos listos; si quiere cualquier otra cosa, que

nos la diga; por lo menos hágase entender.

Y he aquí la primera pregunta: "También éste estaba con él. Pero él negó diciendo:

Mujer, no lo conozco". Noten la delicadeza, tal vez casual, tal vez puesta adrede, de esta

frase: "con él". Es la frase que Pedro había pronunciado poco antes: "Señor, estoy

dispuesto a ir contigo a la cárcel y hasta la muerte". Ahora, ante este "con él" ya no sabe

reaccionar y dice: "No lo conozco". En realidad, la negación "no lo conozco" tiene algo de

verdad en la mente de Pedro, porque Jesús no es ya el que él creía, es decir, un líder, un

jefe, un vencedor, un hombre que sabe superar las situaciones adversas. Ya no conoce, ya

no comprende a ese hombre abandonado al poder de los enemigos, ya no sabe qué quiere

el Jesús que se ha salido totalmente de los esquemas mentales anteriores. En verdad

Pedro ya no puede alcanzarlo.

Cuando le dirigen la segunda pregunta: " ¡Tú también eres de ellos! " Pedro niega

también esto: "¡No, no lo soy!". Creo que en la respuesta haya, en el fondo, un poco de

desprecio: ellos han huido; yo, por lo menos, quería hacer algo por él, quería dar la vida, la

habría dado si me lo hubieran permitido. No soy de los que, bellacamente, han tenido

miedo, pero tampoco estoy con él, porque ya no lo reconozco. Dice el texto: "Transcurrió

como una hora". Podemos imaginar el drama de identidad que Pedro vive en esa hora:

quién soy yo, qué quiero, qué ha sido de mi vida, por qué se me ocurrió seguir a este

hombre, quién me metió en esto; sin embargo, yo le creía, lo quiero, no tenía por qué

traicionarme de esta manera. Todo el trauma de un hombre que ha seguido generosamente

un camino y, a un cierto momento ya no comprende el designio de Dios sobre él.

Ahora, ¿qué quiere Dios de mí? Antes podía decirlo, hasta hace pocas horas estaba listo

a morir con él, ahora ya no sé qué es lo que Dios quiere. Sin duda es una hora terrible para

Pedro. Y después de esta hora "otro insistía: en verdad que también éste andaba con él,

porque es galileo. Pero Pedro dijo: Hombre, no sé lo que dices".

No sé si fue por caso o porque el evangelista lo quiso adrede que la frase: "No sé lo que

dices" es la misma que estaba anotada en el monte de la Transfiguración: "No sabía lo que

decía". En ese momento creía tener él en mano las llaves del Reino, poder disponer de

ellas como dueño; ahora tiene que decir: "No sé lo que dices" ante una pregunta muy

evidente que lo interroga sobre su identidad geográfica y cultural: si es o no es un galileo.

La prueba por la cual Jesús permitió que pasara Pedro es una de las pruebas más

terribles por las que puede pasar un hombre cuando llega a dudar de todo lo que ha sido su

educación religiosa, su formación: ¿este es el Dios en el que he creído? ¿en realidad esta

es la voluntad de Dios sobre mí, o me he equivocado en todo?

Si Pedro pasó por esta situación, pasó por toda la Iglesia, pasó por todos nosotros, pasó

para confirmar a los hermanos; es, pues, una prueba que él vivió como jefe de la Iglesia,

como primer evangelizador, sabiendo que en realidad no es posible ser evangelizadores si

no nos dejamos trastornar de tal manera por el designio de Dios que aceptemos que

verdaderamente es "su" designio y no el nuestro, su Evangelio y no el nuestro, su salvación

para nosotros y no la nuestra.

En el fondo, el dilema de Pedro se podría expresar muy sencillamente así: Pedro quería

salvar a Jesús, pero en realidad era Jesús quien quería salvar a Pedro, y éste tenía que

llegar a la convicción de que era él el salvado, el perdonado por Jesús, era él el primer

depositario del perdón y de la misericordia evangélica. Esto le costaba muchísimo, porque

era muy celoso de su fidelidad, de su capacidad de ser honesto y leal.

En cambio, el Señor le hace comprender que también él puede llegar a un momento de

extravío total, y por tanto, si quiere evangelizar, tiene que tener, ante todo, una comprensión

ilimitada de la misericordia salvífica de Dios y una capacidad sin límites de compasión por

sus hermanos en la Iglesia. A este punto el texto continúa: "En ese instante, mientras

estaba hablando cantó un gallo". En este gallo que canta se encuentra la denuncia de su

pecado: mira hasta donde has llegado, tú que creías poseer el Reino, el Evangelio, tú que

creías ser el defensor del Maestro.

Esta denuncia fría, tajante y acusadora sería terrible si, de improviso, no hubiera la

mirada de Jesús: "Entonces el Señor se volvió, miró a Pedro y Pedro se acordó de las

palabras del Señor, cuando le había dicho: -Antes que cante el gallo hoy, me negarás tres

veces-. Y saliendo fuera, lloró amargamente".

La experiencia de dejarse amar

Tratemos de comprender la diferencia que hay entre este momento y ese otro cuando

también Pedro había dicho: "Señor, aléjate de mí, que soy un hombre pecador". Las

palabras son, sustancialmente, las mismas, pero ¡qué diversidad de experiencia! En la

barca Pedro había quedado un poco sorprendido ante la potencia de Dios, que lo había

gratificado con esa gran pesca; consciente de la diferencia entre la potencia de Dios y su

pobreza, en el fondo, no estaba convencido de tener necesidad también él de la

misericordia de Dios. Podía convertirse en un ayudante del perdón de Dios, en una persona

que podía seguir a Jesús, servir a los demás: no aceptaba ser él mismo el primer objeto de

esta misericordia, de ser el primer necesitado de la palabra de salvación.

Pero he aquí que el Señor lo lleva, casi inexorablemente, hasta el punto en que Pedro

reconoce quién es él en realidad, y en su llanto hay palabras muy sencillas: Señor, también

soy yo un pobre hombre como todos; Señor, yo no creía llegar a todo esto; Señor, ten

misericordia de mí; Señor, tú vas a morir por mí que te he traicionado; tú das la vida por mí

que no te he sido fiel.

Aquí, finalmente, Pedro capta qué es el Evangelio como salvación para el hombre

pecador, comprende el verdadero ser de Dios, que no es uno que nos estimula a hacer

mejor, no es un reformador moral de la humanidad, sino que, ante todo, es el Amor ofrecido

sin límites, el puro Amor gratuito de misericordia que no condena, no acusa, no reprocha.

La mirada de Jesús no es acusadora, ni amonestadora; sencillamente es una mirada de

misericordia y de Amor. Pedro, te amo aun así, yo sabía que tú eras así, y te amaba

sabiendo que eras así.

DEJARSE-AMAR GRATUIDAD

Para concluir podríamos decir: Pedro hace la experiencia, que probablemente es la más fácil y la más difícil de la vida, la de dejarse amar. Hasta ahora siempre había sido orgulloso de ser él el primero en hacer algo, pero ahora comprende que, en cambio, ante Dios no puede sino dejarse amar, dejarse salvar, dejarse perdonar. Es algo así como aquello a lo que, de otro modo, hace alusión el Evangelio de Juan en el episodio del lavatorio de los pies: "Tú no me lavarás los pies; yo te los lavaré a ti, no tú a mí". ¡Cómo es de difícil tener que decirle gracias a alguien!

El evangelio es, precisamente, decir gracias a Dios por todo, sin excluir nada,

sabiéndonos acogidos poderosamente por su misericordia y por su salvación.

Pedro llega por propia experiencia a esta intuición que le permitirá después ser el primer

evangelizador, el confirmador de los hermanos, el primer proclamador de la palabra. Quería

morir por Jesús; ahora ve que, de hecho, es Jesús quien quiere morir por él, y esa cruz que

hubiera querido alejar del Señor es el signo del amor, de la salvación, de la disponibilidad

de Dios para él.

Aquí se realiza ese cambio religioso, tan difícil para todo hombre que, en el fondo, cree

siempre que Dios exige algo, que está encima para aplastarnos o para reprocharnos y no

logra captar la imagen evangélica del Dios que sirve, del Dios que pone su vida a nuestra

disposición, imagen que la Eucaristía nos pone todos los días en las manos. "Yo estoy

entre ustedes como uno que sirve": "He aquí mi Cuerpo entregado por ustedes", antes de

pedirles algo a ustedes, les pido simplemente que se dejen amar hasta el fondo.

Así llegó Pedro a la genuina experiencia del Evangelio, acogiendo la potencia del amor

de Dios que envuelve toda la vida del hombre. Pidamos también nosotros, junto con Pedro,

que el Señor nos haga acoger su misericordia que se expresa de muchísimas maneras en

la vida de los hombres, de modos sumamente diversos.

Se ha dicho, con verdad, que Santa Teresa del Niño Jesús en su autobiografía captó

perfectamente este espíritu evangélico; aun sin haber pasado por ninguna experiencia de

pecado y de traición, comprendió perfectamente que la sustancia del Evangelio es que la

misericordia de Dios nos ama, nos previene, nos rodea con un amor sin límites y, por tanto,

hace al hombre seguro, le permite lanzarse por aquel camino de confianza y valentía de

donde nace toda la experiencia cristiana. Nos encontramos, pues, en la raíz de la

comprensión del hombre redimido ante la palabra evangélica de salvación que descubre el

hombre a sí mismo.

Pidamos poder comprender y predicar con la vida y con las palabras, esta Buena Noticia

de salvación.

(Págs. 87-99)