CAPÍTULO II

Gustos y amores por lo sub-humano


Muchos de mi generación fuimos reprendidos cuando éramos niños por decir que «amábamos» las fresas. Hay gente que se enorgullece por el hecho de que el idioma inglés posea estos dos verbos «amar» y «gustar», mientras que el francés tiene que contentarse con «aimer» para ambas acepciones. Aunque el francés tiene muchos otros idiomas de su parte; incluso también tiene de su parte con mucha frecuencia el inglés actual hablado. Casi todas las personas cuando hablan, tanto da que sea gente pedante o piadosa, dicen una y otra vez que «aman»: «aman» una comida, un juego o una actividad cualquiera. En realidad hay una cierta relación entre nuestros gustos básicos por las cosas y nuestro amor por las personas. Y ya que lo más alto no se sostiene sin lo más bajo, será mejor que empecemos por la base, con los simples gustos; que «guste» algo indica que se siente placer por ello, por tanto, debemos empezar por el placer.

Es un descubrimiento muy antiguo que los placeres pueden dividirse en dos clases: los que no lo serían si no estuviesen precedidos por el deseo, y aquellos que lo son de por sí, y no necesitan de una preparación. Un ejemplo de lo primero sería un trago de agua: es un placer si uno tiene sed, y es un placer enorme si uno está muy sediento. Pero probablemente nadie en el mundo, salvo que se sienta empujado por la sed o por indicación del médico, se serviría un vaso de agua y se lo bebería por puro gusto. Un ejemplo de la otra clase serían los involuntarios e imprevistos placeres del olfato: el aroma proveniente de un sembrado de habas o de una hilera de guisantes de olor, que a uno le llega de improviso en su paseo matinal. Hasta ese momento uno estaba satisfecho sin desear nada; y entonces el placer —que puede ser muy grande— llega como un don no buscado, como algo que viene de pronto. Me estoy valiendo de ejemplos muy sencillos para mayor claridad, aunque realmente el asunto es muy complicado. Si a uno le sirven café o cerveza cuando lo que esperaba, y le bastaba, era un vaso de agua, es evidente que siente un placer de la primera clase —saciar la sed—, y al mismo tiempo de la segunda —el agradable sabor—. Del mismo modo también, un añadido puede hacer que un placer de la segunda clase se convierta en un placer de la primera: para el hombre sobrio un vaso de vino de cuando en cuando es algo agradable, como lo es el olor de un sembrado de habas; pero para el alcohólico, cuyo paladar y cuyo estómago hace tiempo que están dañados, ninguna bebida le produce placer salvo el de aliviar su insoportable ansiedad: hasta donde puede apreciar el sabor, beber le disgusta, pero incluso eso es mejor que la tortura de permanecer sobrio.

Sea lo que sea, y a pesar de todas sus variantes y posibles combinaciones, la distinción entre las dos clases de placer me parece que queda aceptablemente clara. Podríamos, por tanto, darles los nombres de placeres-necesidad y placeres de apreciación.

La semejanza entre los placeres-necesidad y los «amores-necesidad», de los que hablamos en el primer capítulo, la puede advertir cualquiera. Recordemos, sin embargo, que en ese capítulo confesé que tuve que resistirme a la tentación de menospreciar los amores-necesidad, e incluso de considerar-los como si no fueran amores. En esto, y para la mayoría de la gente, puede darse una tendencia opuesta. Sería muy fácil extenderse en alabanzas a los placeres-necesidad y minusvalorar los placeres de apreciación. Los primeros son tan naturales (palabra ésta mágica), tan necesarios, que están al abrigo de excesos por su mismo carácter de naturales; los otros, los de apreciación, no son necesarios, y abren la puerta a toda clase de lujos y de vicios. Si nos hiciera falta material sobre este tema, podríamos abrir, corno con un grifo, las obras de los estoicos y brotaría tema hasta dejar una bañera llena; pero mientras tanto debemos procurar no tomar una actitud moral o de valor antes de tiempo. La mente humana, por lo general, es más propensa a elogiar o despreciar que a describir y definir. Quiere hacer de cada distinción una distinción valorativa, de ahí ese tipo nefasto de crítico que no puede señalar nunca la diferente calidad de dos poetas sin ponerlos en un orden de preferencia, como si fueran candidatos a un premio. No debemos hacer nada de ese estilo al tratar de los placeres: la realidad es demasiado compleja. Estamos ya ad-vertidos sobre esto por el hecho de que el placer-necesidad es ese estado en el que los placeres de apreciación acaban; y acaban cuando, por añadidura, van mal.

En todo caso, para nosotros la importancia de estas dos clases de placer reside en que su alcance prefigura las características de nuestros «amores» propiamente dichos.

El hombre que, sediento, acaba de beber un vaso de agua, puede decir: «Qué ganas tenía». Lo mismo podría decir un alcohólico que acaba de tomarse un trago. Pero el que, en su paseo matinal, pasa junto a los guisantes de olor es probable que diga: «Qué olor más agradable»; y el entendido en vinos, después del primer sorbo de un famoso clarete, puede igualmente decir: «Es un gran vino». Cuando se trata de placeres-necesidad tendemos a hacer apreciaciones persona-les en pasado. Cuando se trata de placeres de apreciación, la tendencia es a hacer comentarios, sobre el objeto en cuestión, en presente. Y es fácil saber por qué.

Shakespeare describe así el deseo tiránico satisfecho: es algo, dice, «buscado fuera de toda razón y, nada más halla-do,/ odiado fuera de toda razón».

Pero los más inocentes y necesarios placeres-necesidad tienen algo de parecido; sólo algo, por supuesto. No son odiados después que los hemos alcanzado, pero ciertamente «mueren en nosotros», por completo, y de forma asombrosamente repentina. El grifo del agua y el vaso resultan muy atractivos cuando entramos en casa sedientos después de haber cortado el césped; y al cabo de unos segundos han perdido todo su interés. El olor a huevos fritos es muy distinto antes y después del desayuno. Y, si se me perdona por poner un ejemplo límite, diré: ¿no ha habido momentos para casi todo el mundo, en una ciudad que no conocemos, en que la palabra «Caballeros» pintada en una puerta blanca ha despertado en nosotros una alegría casi digna de ser cantada en verso?

Los placeres de apreciación son muy distintos. Nos hacen sentir no sólo que algo ha sido grato a los sentidos, sino que también ha exigido, como con derecho, que lo apreciáramos. El catador de vinos no solamente goza con su clarete como podría gozar calentándose los pies si los tuviera fríos; siente, además, que ese clarete es un vino que merece toda su atención, que justifica toda la elaboración y el cuidado que hicieron falta para conseguirlo, todos los años de catador que han dado a su paladar esa capacidad de saber apreciarlo; hasta hay en su actitud un algo de desinterés: desea que el vino se conserve y se guarde en buenas condiciones no sólo por su propio bien, sino, aunque estuviera muriéndose y nunca más fuera a poder beber vino, porque se horrorizaría ante la sola idea de que esa cosecha se desperdiciara o se estropeara, o de que se la bebiera gente zafia, como yo, que no sabe distinguir entre un buen clarete y uno malo. Y lo mismo sucede con el que pasa al lado de los guisantes de olor: no solamente disfruta al olerlos, sino que advierte que esa fragancia merece ser disfrutada; se sentiría hasta culpable si pasara de largo, distraído, sin gozar de ese placer; eso sería de estúpidos, de insensibles; sería una lástima que algo tan hermoso se desperdiciara. Muchos años después será capaz de recordar aquel momento delicioso; y le dará pena saber que el jardín, por donde pasó un día, ha sido ahora tragado por un cine, un garaje y un nuevo desvío.

Científicamente sabemos que ambas clases de placer están relacionadas de modo indudable con nuestro organismo; pero los placeres-necesidad manifiestan no sólo su evidente relación con la estructura humana, sino su condición de ser momentáneos; fuera de esa relación no tienen ningún significado ni interés para nosotros.

Los objetos que producen placer de apreciación nos dan la sensación —sea irracional o no— de que, en cierto modo, estamos obligados a prestarles atención, a elogiarlos, a gozar de ellos. «Sería casi un pecado darle un vino como éste a Lewis», dice el experto en clarete. «¿Cómo puede usted pasar junto a ese jardín sin advertir el aroma?», preguntamos.

Pero nunca sentiríamos lo mismo respecto a los placeres-necesidad: nunca nos reprocharíamos a nosotros mismos ni a los demás el no haber tenido sed y, por tanto, el haber pasado junto a una fuente sin beber un vaso de agua.

Es obvio que los placeres-necesidad determinan nuestros amores-necesidad; en éstos lo amado se ve en función de nuestra propia necesidad, igual a como el sediento mira el grifo del agua y el alcohólico su copa de ginebra. El amor-necesidad, como el placer-necesidad, no dura más allá de la necesidad misma. Afortunadamente, esto no significa que todos los afectos que comienzan por el amor-necesidad tengan que ser transitorios; la misma necesidad puede ser permanente o recurrente. En el amor-necesidad puede brotar otra clase de amor. Los principios morales (fidelidad conyugal, devoción filial, gratitud y otros) pueden mantener una relación humana durante toda una vida. Pero si al amor-necesidad no se le ayuda, mal podremos evitar que «muera en nosotros» una vez desaparecida la necesidad. Por eso, en el mundo resuenan los lamentos de madres desatendidas por sus hijos, de mujeres abandonadas por amantes cuyo amor era sólo una necesidad que ya saciaron. Nuestro amor-necesidad hacia Dios está en una posición diferente, porque nuestra necesidad de El no puede terminar nunca, ni en este mundo ni en el otro; sin embargo, nuestra advertencia de ello sí que puede terminar, y entonces este amor-necesidad también puede morir. «Si el diablo se pusiera enfermo, se haría monje.» Parece que no se debe calificar de hipócrita la breve piedad de aquellos cuya devoción se esfuma en cuanto los peligros, necesidades o tribulaciones desaparecen. ¿Por qué no pueden haber sido sinceros? Estaban desesperados y gritaron pidiendo socorro. ¿Quién no lo haría?

En cuanto a lo que determina el placer de apreciación no resulta tan fácil de describir.

En primer lugar es el punto de partida de toda nuestra experiencia de belleza. Es imposible trazar una línea de separación entre placeres «sensuales» y placeres «de belleza». La experiencia del experto en clarete contiene elementos de concentración, de juicio y de disciplinada percepción que no son sensuales; la experiencia del músico no deja de tener elementos que sí lo son. No hay una frontera sino una continuidad sin ruptura entre el placer sensual de los aromas de un jardín y el goce del campo como un todo, o de su «belleza», e incluso de nuestro placer ante la pintura o literatura que tratan de ella.

Y, como ya vimos, hay en estos placeres, desde el comienzo mismo, una sombra o apunte o insinuación de desinterés. Es claro que, en un cierto sentido, podemos ser desinteresados y altruistas, e incluso heroicos, respecto a los placeres-necesidad: por ejemplo, aquel vaso de agua que Sidney herido ofrece al soldado moribundo. Pero no me refiero ahora a este tipo de generosidad: Sidney amaba a su prójimo.

En los placeres de apreciación, incluso en su más bajo nivel, y a medida que crecen hacia una completa apreciación de toda belleza, conseguimos algo del objeto mismo de placer que difícilmente podemos no llamar «amor», algo que difícilmente podemos dejar de calificar como «desinteresa-do». Ese algo es el sentimiento que impediría a un hombre estropear una pintura valiosa aunque fuese el último ser vivo sobre la tierra e incluso estuviese también a punto de morir; ese algo que hace que nos alegremos de saber que hay bosques vírgenes que nunca veremos; ese algo que nos hace desear que el jardín y el huerto de habas sigan existiendo. No sólo nos gustan simplemente las cosas, sino que las declaramos, imitando a Dios, «muy buenas».

Ahora ya nuestro principio de que hay que comenzar por lo más bajo, sin lo que «lo más alto no se sostiene», comienza a dar fruto. Y a mí me ha hecho advertir una deficiencia en la anterior clasificación de amores de necesidad y de dádiva: y es que hay un tercer elemento en el amor no menos importante que esos dos, y que viene determinado por nuestros placeres de apreciación: es ese sentimiento de que el objeto de placer es muy bueno, esa atención y casi homenaje que se le tributa como una obligación, ese deseo de que sea y siga siendo lo que es aunque no vayamos a gozar de él; y puede aplicarse no sólo a cosas sino a personas. Cuando ese homenaje es ofrecido a una mujer se le llama admiración; si es a un hombre, culto al héroe; y si a Dios, adoración.

El amor de necesidad clama a Dios desde nuestra indigencia; el amor-dádiva anhela servir a Dios y hasta sufrir por El; el amor de apreciación dice: «Te damos gracias por tu inmensa gloria». El amor de necesidad dice de una mujer: «No puedo vivir sin ella»; el amor-dádiva aspira a hacerla feliz, a darle comodidades, protección y, si es posible, riqueza; el amor de apreciación contempla casi sin respirar, en silencio, alegre de que esa maravilla exista, aunque no sea para él, y no se quedará abatido si la pierde, porque prefiere eso antes que no haberla conocido nunca.

Para disecar un animal hay que matarlo. En la vida real, gracias a Dios, los tres elementos del amor se mezclan y se suceden el uno al otro, uno tras otro. Tal vez ninguno de ellos, salvo el amor-necesidad, se da solo de un modo «químicamente» puro más que unos pocos segundos. Y tal vez eso es así porque en nuestra vida nada en nosotros, excepto nuestra propia indigencia, es algo permanente.

Hay dos formas de amor a lo que no es persona, que exigen un análisis especial.

Para alguna gente, en especial para los ingleses y los rusos, lo que se llama «amor a la naturaleza» supone un sentimiento real y duradero. Me refiero a ese amor a la naturaleza que no puede calificarse de manera adecuada simplemente como una manifestación más de nuestro amor por lo bello. Por supuesto que muchas cosas naturales —árboles, flores, animales— son bellas; pero los amantes de la naturaleza a que me refiero no se interesan principalmente por objetos bellos de esa clase. Hay que decir, al contrario, que quien se interesa así por esos objetos desconcierta a los verdaderos amantes de la naturaleza. Pero un botánico entusiasta, por ejemplo, será también para ellos un pésimo compañero de paseo: siempre se está deteniendo para llamarles la atención sobre las particularidades que encuentra. Los amantes de la naturaleza tampoco son buscadores de «vistas panorámicas» o de paisajes; porque ésos van siempre comparando «una escena» con otra, se recrean con «insignificantes cambios de color o de proporción». \X/ordsworth, el portavoz de los amantes de la naturaleza, despreciaba con energía esa. actitud; y Wordsworth, por supuesto, tenía razón. Mientras uno está ocupado en esta actividad crítica y comparativa pierde lo que realmente importa: «el especial humor que provocan el tiempo y las estaciones» en un lugar, el «espíritu» del lugar. Por eso, si uno ama la naturaleza como un poeta, un pintor de paisajes se convierte (al aire libre) en un compañero aun peor que el botánico.

Lo que importa es ese «estado de ánimo», el «espíritu». Los amantes de la naturaleza quieren captar lo más plena-mente posible todo lo que la naturaleza, en cada determina-do momento, en cada preciso lugar, está diciendo. La evidente riqueza, gracia y armonía de ciertos paisajes es para ellos tan valiosa como pueda ser lo tétrico o sobrecogedor de otros, su aspecto desolado o monótono, su «fantasmal apariencia». Incluso la falta de carácter de un paisaje provoca también en ellos una respuesta positiva. Se entregan a la simple realidad de un paisaje campestre a cualquier hora del día. Quieren absorberlo todo, impregnarse totalmente de naturaleza.

Esta experiencia, como tantas otras, después de haber sido enaltecida hasta casi ponerla en las nubes durante el siglo XIX, ha sido ahora ridiculizada por los modernos como una exageración. Y, sinceramente, habrá que concederles a estos ridiculizadores que Wordsworth —no cuando transmitía está experiencia como poeta, sino cuando hablaba como filósofo, o más bien como filosofastro— dijo algunas cosas muy estúpidas. Es estúpido —a menos que alguien haya encontrado alguna prueba de lo que dice— pensar que las flores gozan con el aire que respiran, y más estúpido no añadir que, si eso fuera verdad, indudablemente sentirían de modo igual tanto el dolor como el placer. Y tampoco hay gente que haya aprendido filosofía moral debido a «la impresión de un bosque en primavera». Si eso ocurriera no sería muy probablemente el tipo de filosofía moral que Wordsworth defendía. Sería más bien una moral de inhumana competencia; y para algunos modernos me parece que así es. Aman la naturaleza con tal de que clame por «los oscuros dioses de la sangre»; y no a pesar de que el sexo, el hambre y el rígido poder obren ahí sin vergüenza ni piedad alguna, sino precisamente por eso.

Si uno toma a la naturaleza como maestra, le enseñará exactamente las lecciones que de antemano uno decidió aprender; y ésta es, sencillamente, otra manera de decir que la naturaleza no nos enseña. La tendencia a tomarla como maestra se inserta obviamente con toda facilidad en esa experiencia que hemos llamado «amor a la naturaleza»; pero sólo es una transferencia. Esos «estados de ánimo», aunque estemos sujetos a ellos, y ese «espíritu» de la naturaleza no señalan moral alguna. Una abrumadora alegría, una grandeza desmedida, una sombría desolación caen sobre uno; y uno entonces hará lo que pueda, si es que debe hacer algo. El único mandato que la naturaleza dicta es: «Mira. Escucha. Atiende».

El hecho de que ese mandato sea a menudo tan mal interpretado y mueva a la gente a hacer teologías y panteologías y antiteologías —todas las cuales pueden ser refuta-das— no afecta realmente a la experiencia central misma. Lo que los amantes de la naturaleza consiguen —sean wordsworthianos o personas con «oscuros dioses en la sangre»—es una especie de iconografía, un lenguaje en imágenes; y no me refiero sólo a imágenes visuales, sino que las imágenes son también esos «estados de ánimo», esos «rasgos cambian-tes», las poderosas manifestaciones de terror, de abatimiento, de alegría, de crueldad y voluptuosidad, de inocencia y pureza. Cada persona puede arropar con ellas su propia creencia. Pero nuestra teología y nuestra filosofía tenemos que aprenderlas en otra parte, no tendría nada de extraño que de quien las aprendiéramos mejor fuera de los teólogos y los filósofos.

Pero cuando hablo de «arropar» nuestra creencia con tales imágenes no me refiero a nada que tenga que ver con usar la naturaleza para encontrar en ella semejanzas y metáforas al modo de los poetas. En realidad podría haber dicho «llenar» o encarnar las imágenes más que arroparlas. Muchas personas, yo entre ellas, no sabrían nunca —a no ser por lo que la naturaleza hace en nosotros— qué contenido dar a las palabras que debemos usar para confesar nuestra fe. La naturaleza en sí misma no me ha enseñado nunca que existe un Dios de gloria y de majestad infinitas. Lo aprendí por otras vías. Pero la naturaleza me dio un significado a la palabra «gloria» o esplendor; no sé en qué otro sitio podría haberle encontrado un sentido. No veo cómo podría decir-me algo la palabra «temor» de Dios —salvo el leve y prudente esfuerzo por conseguir una cierta seguridad— si no hubiera sido por la contemplación de ciertos espantosos abismos e inaccesibles acantilados. Y si la naturaleza no hubiera despertado en mí determinadas ansias, inmensas áreas de lo que ahora llamo «amor» de Dios nunca, por lo que yo puedo entender, hubieran existido.

Por supuesto que el hecho de que un cristiano pueda usar la naturaleza de este modo no es ni siquiera el inicio de una prueba de que el cristianismo es verdadero. Quienes sufren por «los oscuros dioses de la sangre» supongo que pueden utilizarla igualmente para su credo. Esta es, precisamente, la cuestión: la naturaleza no nos enseña. Una filosofía verdadera puede a veces corroborar una experiencia de la naturaleza; pero una experiencia de la naturaleza no puede hacer válida una filosofía. La naturaleza no verificará ninguna proposición teológica o metafísica, o no lo hará de la manera que estamos considerando ahora; ayudará sí a mostrar lo que esa proposición significa.

Y eso, según las premisas cristianas, no es por casualidad. Se puede esperar que la gloria —el esplendor— creada nos dé algún indicio de lo que la gloria increada es, porque la una proviene de la otra y, en cierto modo, la refleja.

«En cierto modo», decía; pero no de un modo tan simple y directo como a primera vista nos pudiera parecer; porque, por supuesto, los hechos señalados por los amantes de la naturaleza, y que pertenecen a otra escuela, son también hechos; hay gusanos en el estómago como hay primaveras en el bosque. Tratar de conciliarlos, o de mostrar que real-mente no necesitan conciliación es volver de la experiencia directa de la naturaleza a la metafísica, la teodicea o algo semejante. Quizá sea algo sensato que hay que hacer; pero hay que distinguirlo del amor a la naturaleza. Mientras permanezcamos en ese nivel, mientras sigamos diciendo que hablamos de lo que la naturaleza nos ha «dicho» directamente, a eso debemos atenernos. Hemos visto una imagen de la gloria. No debemos intentar que trascienda y vaya más allá de la naturaleza hacia un mayor conocimiento de Dios: el camino desaparece casi inmediatamente; lo obstruyen terrores y misterios, toda la profundidad de los designios divinos y toda la maraña de la historia del mundo; no podemos pasar, ése no es el camino. Tenemos que dar un rodeo, dejar las colinas y los bosques y volver a nuestros estudios, a la iglesia, a nuestra Biblia y a ponernos de rodillas. De otro modo, el amor por la naturaleza empezaría a convertirse en una religión de la naturaleza, y entonces, aun cuando no nos condujera a «los oscuros dioses de la sangre», nos llevaría a un alto grado de insensatez.

Pero no tenemos por qué entregar el amor a la naturaleza —depurado y ordenado como he sugerido— a sus detracto-res. La naturaleza no puede satisfacer los deseos que inspira, ni responder a cuestiones teológicas ni santificarnos. Nuestro verdadero viaje hacia Dios exige que con frecuencia demos la espalda a la naturaleza, que prescindamos de los campos iluminados por el alba y entremos en una humilde capilla, o vayamos quizá a trabajar a una parroquia de suburbio. Pero el amor a la naturaleza ha supuesto una valiosa y, para algunos, indispensable iniciación.

No hace falta que diga «ha supuesto», porque en realidad los que han concedido sólo eso al amor por la naturaleza son, por lo que parece, los que lo han conservado. Eso es lo que uno debería esperar al menos. Porque este amor, cuando se erige en religión, se va haciendo un dios, es decir, un demonio; y los demonios nunca cumplen sus promesas. La naturaleza «muere» en aquellos que sólo viven para amar la naturaleza. Coleridge acabó por volverse insensible a ella; Wordsworth, por lamentar que el esplendor hubiera pasado. Si uno reza en un jardín a primera hora, saldrá de él colmado de frescor y de alegría; pero si uno va con el propósito de conseguir eso, a partir de una cierta edad, de nueve veces sobre diez no sentirá nada.

Vuelvo ahora al amor a la patria. Aquí no es preciso que repita la máxima de Rougemont; a estas alturas todos sabemos ya que ese amor cuando se convierte en un dios se vuelve un demonio. Algunos incluso suponen que nunca ha sido otra cosa que un demonio; pero entonces tendrían que desechar casi la mitad de la hermosa poesía y de las acciones heroicas que nuestra raza ha llevado a cabo. Ni siquiera podríamos conservar el lamento de Cristo por Jerusalén: El también demuestra amor por su patria.

Limitemos nuestro campo, no es necesario hacer un en-sayo sobre ética internacional. Cuando este amor se hace demoníaco, realiza acciones inicuas —otros más expertos tendrán que decir qué actos entre naciones son inicuos—; ahora sólo estamos considerando el sentimiento en sí, esperando poder distinguir lo que es bueno y lo que es demoníaco. Ni una cosa ni otra es causa eficiente de un determinado comportamiento nacional; porque, hablando propiamente, son sus gobernantes, no las naciones, quienes actúan internacionalmente. El patriotismo demoníaco de sus súbditos —escribo sólo para los súbditos— les hará más fácil actuar inicuamente; y el patriotismo bueno puede dificultarlo. Cuando esos gobernantes son inicuos, pueden, mediante la propaganda, estimular esa condición demoníaca de nuestros sentimientos para asegurarse así nuestro asentimiento a su maldad. Si son buenos, pueden hacer todo lo contrario. Por ese motivo, como personas privadas, deberíamos mantener la mirada vigilante sobre la buena salud o la enfermedad de nuestro amor a la patria. Sobre eso estoy escribiendo.

Se puede advertir hasta qué punto es ambivalente el patriotismo en el hecho de que no hay dos escritores que lo hayan expresado con más vigor que Kipling y Chesterton. Si consistiera en un solo elemento, esos dos hombre no lo hubieran podido elogiar; pero, en realidad, el patriotismo contiene numerosos elementos, que hacen posible muy distintas mezclas.

En primer lugar está el amor a la tierra donde nacimos, o a los diversos sitios que fueron quizá nuestros hogares, y a todos los lugares cercanos o parecidos a ellos; amor a viejos conocidos, paisajes, sonidos y olores familiares. Hay que decir que todo eso no es otra cosa —en nuestro caso— que el amor a Inglaterra, Gales, Escocia, o el Ulster. Unicamente los extranjeros hablan de Gran Bretaña. La frase de Kipling —«No amo a los enemigos de mi imperio»— hiere como una ridícula nota falsa. ¡«Mi» imperio! Este amor por el sitio va acompañado por el amor a un modo de vida: por la cerveza, el té, las fogatas y asados al aire libre, los trenes con compartimentos, las fuerzas policiales y todo lo demás, o sea, el amor por lo dialectal y, un poco menos, por la lengua materna. Como dice Chesterton, las razones que uno tiene para no querer que su país sea gobernado por extranjeros son parecidas a las que tiene para no desear que su casa se queme; porque «ni siquiera podría empezar» a enumerar todas las cosas que perdería.

Sería difícil encontrar un punto de vista válido que permitiera condenar este sentimiento. Así como la familia nos hace posible el dar el primer paso más allá del amor egoísta, el amor a la patria nos hace posible dar el primer paso más allá del egoísmo familiar. Por supuesto que no es pura caridad: comprende el amor a quienes están próximos a nosotros en un sentido local, o sea, a nuestros vecinos, y no a nuestro prójimo en el sentido evangélico. Pero quienes no aman a quienes viven en el mismo pueblo o son vecinos en una misma ciudad, a quienes «han visto», difícilmente llegarán a amar al «hombre» a quien no han visto. Todos los afectos naturales, y aun éste, pueden llegar a ser enemigos del amor espiritual, aunque también pueden llegar a ser como semejanzas preparatorias de él, como un entrenamiento por así decir de los músculos espirituales que la Gracia podrá, más adelante, poner al servicio de algo más elevado; algo así como las niñas juegan con muñecas, y años más tarde cuidan a los hijos. Puede llegar un momento en que haya que renunciar a este amor patrio: arrancarse el ojo derecho. Pero antes hay que tener ojo: quien no lo tiene, quien hasta ahora lo más que ha llegado a tener es una mancha «fotosensitiva», sacará muy poco provecho de meditar ese severo texto evangélico.

Por supuesto que un patriotismo de este tipo no tiene en el fondo nada de agresivo; sólo quiere que lo dejen tranquilo. Se vuelve combativo únicamente para proteger lo que ama; en toda cabeza en que haya una pizca de imaginación eso trae consigo una actitud positiva hacia los extranjeros. ¿Cómo puedo yo amar de verdad a mi país sin darme cuenta a la vez de que los demás hombres, con el mismo derecho, aman el suyo? Cuando uno ve que a los franceses les gusta el «café complet» como a nosotros nos gustan los huevos con tocino, pues enhorabuena y que lo beban. Lo último que podríamos desear es que todo fuera en otras partes igual que en nuestra propia casa; no sería un hogar si no fuera diferente.

El segundo elemento es una especial actitud respecto al pasado de nuestro país. Me refiero a ese pasado tal como vive en la imaginación popular, las grandes hazañas de nuestros antepasados. Recordemos Maratón. Recordemos Waterloo. «Tenemos que ser libres o morir los que hablamos la lengua que Shakespeare habló». Sentimos ese pasado como imponiéndonos una obligación y como dándonos una seguridad; no debemos bajar del nivel que nuestros padres nos legaron, y porque somos sus hijos podemos esperar que no bajaremos de él.

Este sentimiento no tiene tan buen cartel como el estricto amor a lo propio. La verdadera historia de todos los países está llena de sucesos despreciables y hasta vergonzosos; las acciones heroicas, si se toman como algo típico, dan una impresión falsa de lo que es, y frecuentemente quedan a merced de una dura crítica histórica; de ahí que un patriotismo basado en nuestro glorioso pasado tiene en quienes lo ridiculizan una presa fácil. A medida que los conocimientos aumentan, ese patriotismo puede quebrarse y transformarse en un cinismo desilusionado, o puede ser mantenido con un voluntario cerrar los ojos a la realidad. ¿Pero quién podrá condenar algo capaz de hacer que mucha gente, en muchos momentos importantes, se comporte mejor de lo que hubiera podido hacerlo sin esa ayuda?

Pienso que es posible sentirse fortalecido con la imagen del pasado sin necesidad de quedar decepcionado y sin envanecerse. Esa imagen se hace peligrosa en la misma medida en que está equivocada, o sustituye a un estudio histórico serio y sistemático. La historia es mejor cuando es transmitida y admitida como historia. No quiero decir con eso que debería ser transmitida como mera ficción; después de todo, algunas veces es verdadera. Pero el énfasis debería ponerse en la anécdota como tal, en el cuadro que enciende la imaginación, en el ejemplo que fortalece la voluntad. El alumno que oye esas historias debería poder advertir, aunque fuera vagamente —y aunque no pueda expresarlo con palabras—, que lo que está oyendo es una «leyenda». Hay que dejarlo que vibre, y ojalá que también «fuera de la escuela», con los «hechos que forjaron el Imperio»; pero mientras menos mezclemos esto con las «lecciones de historia», y cuanto menos lo tomemos como un análisis serio del pasado, o peor aún, como una justificación de él, mejor será. Cuando yo era niño tenía un libro lleno de coloridas ilustraciones titulado «Historias de nuestra Isla»; siempre me ha parecido que ese título da exactamente la nota adecuada, y el libro además no tenía en absoluto el aspecto de un libro de texto.

Lo que a mí me parece venenoso, lo que da lugar a un tipo de patriotismo pernicioso si se perdura en él —aunque no puede durar mucho en un adulto instruido—, es el serio adoctrinamiento a los jóvenes de una historia que se sabe perfectamente falsa o parcial: la leyenda heroica disfrazada como un hecho real en un libro de texto. Con eso se cuela implícitamente la idea de que las otras naciones no tienen como nosotros sus héroes, e incluso se llega a creer —son sin duda unos conocimientos biológicos muy deficientes— que hemos «heredado» literalmente una tradición. Y todo esto conduce, casi inevitablemente, a una tercera cosa que a veces se llama patriotismo. Esta tercera cosa no es un sentimiento sino una creencia: una firme y hasta vulgar creencia de que nuestra nación —es una cuestión de hecho— ha sido durante mucho tiempo, y sigue siéndolo, manifiestamente superior a todas las demás naciones. Una vez me atreví a decirle a un anciano clérigo, que vivía este tipo de patriotismo: «Pero, oiga, a mí me han dicho que "todos" los pueblos creen que sus hombres son los más valientes y sus mujeres las más hermosas del mundo...». A lo que replicó con toda seriedad —no podía estar tan serio ni cuando rezaba el Credo ante el altar—: «Sí, pero en Inglaterra eso es verdad». Hay que decir que esta convicción no convertía a mi amigo, que en paz descanse, en un malvado; sólo en un viejo burro extremada-mente simpático; pero esta convicción puede producir no obstante burros que dan coces y muerden. Puede llegar al demencial extremo de convertirse en racismo popular, prohibido tanto por el Cristianismo como por la ciencia.

Esto nos lleva al cuarto ingrediente. Si nuestra nación es mucho mejor que las demás, se debe admitir que tiene tanto los deberes como los derechos correspondientes a un ser superior a los demás. En el siglo XIx los ingleses se volvieron muy conscientes de tales deberes: «la carga del hombre blanco». Los que llamábamos «nativos» eran nuestros protegidos, y nosotros sus autodesignados guardianes. No todo era hipocresía. Les hicimos algún bien. Pero nuestra costumbre de hablar como si el motivo de Inglaterra por conseguir un Imperio —o los motivos de cualquier joven por conseguir un puesto en la administración pública del Imperio— fuera principalmente altruista provocaba náuseas en todo el mundo. Esto mostraba además el complejo de superioridad funcionando al máximo. Algunas naciones, que también lo han tenido, han exagerado los derechos olvidando los deberes; para ellas algunos extranjeros eran tan malos que uno tenía el derecho de eliminarlos, a otros —aptos sólo para cortar leña y sacar agua para «el pueblo elegido»— era mejor dedicarlos a seguir cortando leña y a sacar agua. ¡Perros, reconoced a vuestros superiores! Estoy lejos de sugerir que las dos actitudes estén en el mismo nivel; pero ambas son nefastas, ambas exigen que el área en que operan «crezca todavía más y más»; y ambas llevan en sí esta segura marca del demonio: sólo siendo terribles consiguen no ser cómicas. Si no hubiesen sido rotos los tratados con los pieles rojas, si no hubiera habido exterminios en Tasmania, si no hubiera ni cámaras de gas ni Belsen ni Amritsar, ni negros ni morenos ni apartheid, la arrogancia de ambas posturas sería una farsa grotesca.

Finalmente llegamos a la postura en que el patriotismo en su forma demoníaca se niega inconscientemente a sí mismo. Chesterton seleccionó dos versos de Kipling como ejemplo perfecto de esto. No jugó limpio con Kipling, que supo —y es sorprendente en un hombre apátrida— lo que el amor a la patria puede significar. Pero los dos versos, aisladamente tomados, sirven para resumir el asunto. Dicen así:

Si Inglaterra fuera lo que Inglaterra parece,
qué pronto la abandonaríamos. ¡Pero no lo es!

El amor nunca habla así. Es como amar a los hijos «sólo si son buenos», a la esposa sólo si se conserva bien físicamente, al marido sólo mientras sea famoso y tenga éxito. «Ningún hombre —dijo un griego— ama a su ciudad porque es importante, sino porque es suya». Un hombre que realmente ame a su país lo amará aun arruinado y en decadencia: «Inglaterra, aun con todos tus defectos, te sigo amando». Será poca cosa, pero es mía. Uno puede creer que es importante y buena porque la ama: esta ilusión engañosa es hasta cierto punto excusable. Pero el soldado de Kipling tergiversa las cosas: cree que su país es grande y bueno, y por eso lo ama, lo ama por sus méritos; es como una empresa que marcha bien, y su orgullo se siente complacido de pertenecer a ella. ¿Qué pasaría si dejara de ir bien? La respuesta está dada con toda claridad: «Qué pronto la abandonaríamos». Cuando el barco empiece a hundirse, lo abandonará. Este tipo de patriotismo, que se apoya en el ruido de los tambores y en el ondear de las banderas, inicia ese camino que puede terminar en Vichy. Este es un fenómeno con el que volveremos a encontrarnos. Cuando los amores naturales se hacen ilícitos, no solamente dañan a otros amores, sino que ellos mismos cesan de ser lo que fueron, dejan completamente de ser amores.

El patriotismo, pues, tiene muchas caras. Quienes lo rechazan por completo no parecen haber pensado en lo que le sustituirá, y que ya empieza a sustituirlo. Durante mucho tiempo todavía, y quizá siempre, las naciones han de vivir en peligro; los gobernantes deben formar a sus ciudadanos para que las defiendan de algún modo, o al menos deben prepararles para esa defensa. Donde el sentimiento del patriotismo ha sido destruido, sólo se puede llevar a cabo esa defensa presentando un determinado conflicto internacional bajo la perspectiva ética. Si las personas no quieren derramar ni sudor ni sangre «por su país», hay que hacerles comprender que los derramarán por la justicia, o por la civilización o por la humanidad. Eso es un paso atrás, no hacia adelante. El sentimiento patriótico no necesita, ciertamente, prescindir de la ética; los hombres honrados han de convencerse de que la causa de su país es justa; pero sigue siendo la causa de su país, no la causa de la justicia en cuanto tal. La diferencia a mí me parece importante. Yo puedo pensar sin fariseísmo ni hipocresía que es justo que defienda mi casa con la fuerza contra los ladrones; pero si empiezo a decir que le dejé un ojo morado a uno de ellos por razones morales, completa-mente indiferente al hecho de que la casa en cuestión era mía, me convierto en un tipo inaguantable. La pretensión de que cuando la causa de Inglaterra es justa es entonces cuando estamos del lado de Inglaterra —como podría estarlo cualquier quijote neutral— es igualmente falsa. Y este sinsentido arrastra tras de sí la maldad: si la causa. de nuestro país es la causa de Dios, las guerras tienen que ser guerras de aniquilamiento. Se da una espúrea trascendencia a cosas que son exclusivamente de este mundo.

La grandeza del sentimiento antiguo consistía en que mientras hacía que los hombres se entregaran al máximo se sabía que sólo era un sentimiento. Las guerras podían ser heroicas sin pretender que fueran santas. La muerte del héroe no se confundía con la muerte del mártir. Y, por suerte, el mismo sentimiento que podía ser tan decisivo en una acción de retaguardia, podía también, en tiempos de paz, tomarse tarf a la ligera como hacen con frecuencia los amores felices: era capaz de reírse de sí mismo. Nuestras viejas canciones patrióticas no pueden cantarsé sin un dejo de humor. Las actuales suenan más a himnos. Prefiero mil veces el «The British granadiers» con su ton-roto-to-ton a ese «Land of hope and glory».

Debe advertirse que el tipo de amor que he estado describiendo, y todos sus ingredientes, puede darse por otros motivos que no sean propiamente el país: a una escuela, un regimiento, una gran familia o una clase social le son aplicables las mismas críticas. También se puede sentir amor por organismos que exigen algo más que afecto natural: por una iglesia o, desgraciadamente, por una fracción dentro de una iglesia, o por una orden religiosa. Este tema tan tremendo requeriría todo un libro; pero bastará con decir aquí que la sociedad celestial es también una sociedad terrena. Nuestro patriotismo puramente natural hacia la sociedad terrena puede apoderarse con demasiada facilidad de las exigencias trascendentales de la sociedad celestial, y usarlas para pretender justificar los más abominables crímenes. Si se escribe alguna vez el libro que yo no pienso escribir, tendrá que escribirse en él una completa confesión de la cristiandad por su específica contribución a la suma mundial de crueldades y traiciones humanas. Grandes zonas «del mundo» no nos querrán escuchar mientras no hayamos repudiado pública-mente una gran parte de nuestro pasado. ¿Por qué deberían escucharnos? Hemos gritado el nombre de Cristo, y nos hemos puesto al servicio de Moloch.

Puede que alguien opine que no debería terminar este capítulo sin decir unas palabras sobre el amor a los animales; pero irán mejor en el próximo. Sea por el hecho de que los animales son subpersonas, o por otra razón, nunca se les quiere como animales. El hecho o la ilusión de personalizar-los está siempre presente, de modo que el amor por ellos es realmente un ejemplo de ese afecto que es tema del próximo capítulo.