Robert de Langeac

La vida oculta en Dios

 

I. EL ESFUERZO DEL ALMA

 

LA VIDA INTERIOR

Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior, la Virgen que nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia esas cumbres donde el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más próximo... y en las que transcurre la vida de intimidad con Dios.

Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna no son dos cosas diferentes, sino una sola realidad; una es la aurora, la otra el mediodía. La vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su saboreo anticipado. Que la Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de comprender el estrecho vínculo que une esas dos vidas para vivir aquí abajo como si estuviéramos ya en el cielo.

Un alma interior es un alma que ha encontrado a Dios en el fondo de su corazón y que vive siempre con Él.

Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es como una eclosión de Dios en el alma.

Mantengámonos en el centro de nuestra alma, en ese punto preciso desde el que podemos vigilar todos sus movimientos, para detenerlos o dirigirlos, según los casos. Vivamos o de Dios o para Dios, pero repitámonos que no se obra del todo para Dios sino cuando ya no se hace absolutamente nada para uno mismo. Se obra entonces porque Dios lo quiere, cuando Él quiere y como Él quiere, por estar siempre unidos en el fondo con Aquel de quien uno no es más que un dichoso instrumento.

Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con Dios: tiempo y paz.

Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad tienen sus frutos.

Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en Dios, obtiene de Él cuanto quiere.

Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La unión se realiza por sí misma. Es inmediata.

El tiempo pasa; siempre se ama a Dios demasiado poco y muy tarde.

¡ Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como si en el mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.

Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve; nosotros creemos en su palabra de testigo.

En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios se da, Dios colma.

Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco con los demás ." menos todavía con vosotros mismos, pero lo más posible, si no en Dios, por lo menos cerca de Él.

Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis, dos voces contradictorias, conviene que escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo caso, ésa es la que pide más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento bien entendido! Desliga y aproxima a Dios.

 

EL DESORDEN Y LA LUCHA

Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad, dice Santo Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común, aunque el conjunto haya de perecer. Sucede entonces como cuando hay que domar a una manada de fieras. Que no se consigue sino con el látigo y sin perderlas de vista. Y si uno carece de dominio sobre sí mismo, sobre todo al principio, aquello es una jaula de fieras. No bajéis a ella so pretexto de dominarlas a latigazos. No lo lograríais. Cerrad la trampa y subid hacia Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero el Espíritu Santo os lo enseñará.

Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y aquellas que se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son particularmente odiosas. Para turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que den frutos. Y para eso arremete contra las flores en cuanto éstas brotan. Pues cada flor que cae antes de tiempo es un fruto perdido para la cosecha. Y cada buen pensamiento apagado por el miedo, cada buen deseo sofocado por el te-mor, son otras tantas flores estériles. El Demonio lo sabe. Y por eso excita en el alma esos mil pequeños brotes importunos y turbadores de necia vanidad, de envidiosa susceptibilidad, de iracunda impaciencia, de caprichosa avidez que molestan, inquietan, paralizan, intimidan, y acaban por dividir simultáneamente la atención del espíritu y la aplicación de la voluntad.

Dios, en cambio, jamás está en la turbación o en la inquietud; por esos signos reconoceréis, pues, siempre, que aquello no es de Él. ¡Es tan sutil el Demonio para dañar a las almas de vida interior!

 

DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN

Un punto sobre el que hemos de insistir es la educación de la imaginación.

La imaginación es la zona en que confluyen las facultades superiores y las inferiores. Adueñarse de ella tiene así la mayor importancia. Pero no se consigue fácilmente... Paciencia, pues, y tiempo al tiempo.

No tenemos sobre la imaginación un poder despótico, sino político. Ganémosla por destreza. Presentémosle imágenes buenas y santas; dejémosla libre, si es necesario, vigilándola. Poco a poco, cuando las demás facultades hayan sido ganadas por Dios, formará al lado de ellas.

La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las discusiones inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las preocupaciones sobre lo que hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de vigilar, regular y dominar es la imagen que está siempre al final de la acción lo mismo que estuvo en su origen. Atengámonos únicamente a la imagen de lo que hacemos, pero sin precisarla más de cuanto sea menester. Que durante este tiempo el fondo del alma está unido muy suavemente a Dios. Insistamos mucho sobre este punto.

Multiplicar las imágenes es aumentar el desasosiego, dividir las fuerzas de la atención. Durante la acción, no tengamos en la imaginación más que una imagen; la de la cosa que hagamos. En la meditación, por otra parte, en lugar de combatir las distracciones, vale más que nos volvamos hacia Dios y vayamos derechos a Él por un movimiento vigoroso del alma.

Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a moler más que muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas inútiles no sirven más que para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero los molinos no están hechos para girar, sino para moler. La conclusión es fácil de deducir.

Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas afines, debilitad el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.

No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo menos, perder el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando. Procurad vivir a la manera de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más alto del alma. No esperéis a mañana para concluir vuestros trabajos de construcción. Hacedlo desde ahora mismo.

Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se vigila un cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por la lógica, podéis construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de apoyo, en el aire. Y ya sabéis lo que sucede... A menos de que las conclusiones a las que lleguéis os adviertan por sí mismas que habéis equivocado el camino...

En el descanso, suprimid despiadadamente todo ensueño imaginativo en cuanto lo vislumbréis. Dad a Dios la fidelidad de no ocuparos más que de Él y Él os dará enseguida la Gracia, para hacer lo que sea preciso y para resolver los problemas pendientes.

Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar; es preciso saber soportar esas importunidades de la imaginación. No persigáis entonces a Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades superiores. Es lo más seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud, la moderación en la marcha, en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la pobre máquina humana todo se relaciona.

Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre quién descansará mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico? ¡Tenemos tanta necesidad del Espíritu Santo!

Acordaos de que la imaginación es tanto más de temer y de vigilar cuanto que no siempre se equívoca necesariamente.

 

MORTIFICACIÓN DEL CORAZÓN

Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser perfectos. No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún consuelo. Dios, que os conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que necesitéis in tempore oportuno.

Dios no quiere que procuréis el ser amado y el saberlo. Os lo concederá por añadidura, pero cuando ya no lo deseéis. Mientras tanto, quiere que lo busquéis a Él sólo, siempre por todas partes, en todo, especialmente en la humillación.

No busquéis nada sensible; no es sólido. Estamos compuestos de una parte espiritual y de una parte sensible; pero lo que sucede en la segunda es de orden absoluta. No debe contar prácticamente. Dios es espíritu. So1o importa, pues, lo espiritual. Si lo que le decís nada os dice, no importa. Continuad, con tal de que Él esté contento.

Más bien es, preciso temer las emociones sensibles en la vid espiritual, porque son emociones agradables. Se cree uno virtuoso. Se apega uno a ellas, porque son emociones agradables. No las pidáis, no las deseéis. No os adhiráis a ellas nunca. El amor sensible proviene del conocimiento sensible. ¡Si pudierais comprender la diferencia que hay entre el mismo amor natural de Jesús y el amor sobrenatural, el verdadero amor de caridad! Suponed un alma que, sin haber recibido la Gracia, hubiese amado a Nuestro Señor sobra la tierra únicamente porque Él era hermoso y bueno... Es algo de orden absolutamente distinto. Lo sensible debe ser mortificado, eliminado, para dejar sitio a lo espiritual. Fijaos en San Juan de la Cruz: no sólo quiere que se renuncie a lo sensible, sino, incluso, en los afectos espirituales, a la alegría sentida por si misma. Sobre la tierra, no hay proporción entre nuestro conocimiento y nuestro amor. Por eso es por lo que se puede amar más de lo que se conoce. Debe bastarnos con saber que Dios es Infinitamente amable y que se le ama cumpliendo su voluntad. El conocimiento sensible es secundario, pero podemos figurarnos a Nuestro Señor de tal o de cual manera; depende de las imaginaciones. En cuanto al conocimiento intelectual, San Juan de la Cruz dice, y es verdad, que no tenemos sobre Dios más que unas ideas toscas, pero mientras Dios no nos dé luces infusas, tenemos que servirnos de ellas aunque sepamos sobradamente que son toscas. Pues nosotros no somos espíritus puros.

 

RENUNCIAMIENTO A LA VOLUNTAD PROPIA

Nosotros probamos a Dios que le amamos cuando cumplimos su voluntad desde la mañana a la noche, cuando la cumplimos bien, cuando la cumplimos con todo nuestro corazón, no sólo en sus líneas generales, sino en sus más pequeños detalles.

La amistad verdadera consiste en la unión de dos naturalezas y de dos personas en una sola voluntad.

Caminad con la mirada fija en lo alto. Obedeced sencillamente, inteligentemente. Y, en lo demás, en cuanto no haya pecado, haced la voluntad ajena, mejor que la vuestra. Lo que cuesta más no es la mortificación, es la obediencia, esa cesión de nuestra voluntad a la voluntad de otro. ¡Bajo qué luz tan dis-tinta veríamos la obediencia, si viéramos en la voluntad de ese otro la de Dios!

A veces, ante un pequeño sacrificio que hemos de hacer, no queremos ver la voluntad de Dios, porque si la viéramos, estaríamos obligados a seguirla. Entonces desviamos nuestras miradas para no considerar el vínculo que une indisolublemente la perfección y ese pequeñísimo sacrificio.

Tenemos que reprocharnos todas las noches nuestras resistencias a la voluntad de Dios por falta de generosidad, por falta de amor y, sin embargo, un sacrificio frustrado queda frustrado eternamente… y quizá era el comienzo de una cadena de gracias que se rompió porque no supimos coger su primer anillo. La fidelidad en las pequeñeces para con un Dios tan grande seria para nosotros el comienzo de los máximos favores. Santa Teresa del Niño Jesús decía que no recordaba haber negado nada a Dios desde la edad de tres años.

Desconfiad mucho de los razonamientos a los que os sintáis apegados. No son fruto normal de vuestra inteligencia, sino más bien de vuestra voluntad. No siempre veis las cosas como en realidad son, pues hay imponderables atómicos que se os escapan. Y suplís esta deficiencia con un alarde de voluntad: "Lo quiero así, pues así lo mando, y si me preguntáis el motivo os diré que es mi voluntad" (Juvenal). Es algo que hay que corregir.

No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía le quedará mucho que hacer.

No puedo actuar fuera de las indicaciones de Dios. Cada vez que me he mantenido en los límites exactamente trazados por la Providencia se ha realizado un poco de bien. Cada vez que he querido traspasarlos, aunque no fuera más que en una tilde y bajo los mejores pretextos, lo he embrollado todo y el bien no se ha realizado.

 

HUMILDAD

No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad. Despreciaos sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al menos hacerlo; veréis los resultados. Si pudierais llegar a mar (voluntariamente) la humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso hacia Dios. Aceptad francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas humillaciones cotidianas. Procuradlo; sólo cuesta el primer paso. Podría así arraigarse el hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz!.

Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla sin cesar, pero sosegadamente.

En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar mucho.

Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo; querer lo contrario sería querer lo imposible.

Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás como para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir con sencillez, exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y orad.

Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide para poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para humillaros. Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea, os es más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos humilla como nuestros defectos.

Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la materia prima de vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del proverbio: «Quien bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por «mucho». Dejad a esa palabra todo su sentido de mesura, prudencia y firmeza, pero no de dureza. Consideradlos como una mina inagotable de méritos y de humillaciones. En este sentido lamentaría que no tuvierais defectos.

Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho. Y todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente, nos desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro candente, como una quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de haber cometido una falta y al menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos para responder a los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la más pequeña humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás podrá Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para que nos mire cada día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para que los demás tengan siempre buena opi-nión de nosotros, haciendo valer para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso, las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de todas y prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya no las concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino.

Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que exista realmente en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de arraigaría y de hacerla progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula sencilla que traduzca el hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si, por ejemplo, rompéis un vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy; siempre hago lo mismo», o «El vaso se me deslizó de entre las manos y se ha roto», etc., decid sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde, con el sincero deseo de no disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso, en ciertos casos, no digáis nada, pero que vuestro silencio traduzca las verdaderas disposiciones de vuestra alma.

No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros sentimientos de humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a menos de que por «sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino disposiciones del alma, actitudes espirituales.

¡ Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si tuviéramos un juicio recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras verdaderas cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios; y sobre nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas tampoco, sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los Santos vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que nosotros consideramos como naderías les parecían enormes a causa de su altísima idea de la santidad de Dios y de su horror profundo por la menor imperfección. Y como estaban iluminados de una manera extraordinaria, la humildad de abyección les confundía cuando contemplaban su miseria y les hacía pronunciar sobre sí mismos unos juicios que nos asombran.

 

MANSEDUMBRE

La mansedumbre es una de las virtudes morales más importantes para la vida contemplativa. Para que podamos dedicarnos a contemplar, nos hace falta paz interior y exterior. La mansedumbre sosiega la agitación de nuestra alma, nos permite conservar esa valiosísima paz interna y externa; facilita la oración, conversación familiar e íntima con Dios; gracias a ella podemos escuchar la voz de Dios y seguirla.

Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar contra el obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí; sin él, no seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada, inerte, y no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni siquiera contra el pecado.

Pero este apetito que en sí mismo no es malo, fácilmente se transforma en desordenado y reprensible cuando se enfada uno por cosas que no lo merecen y por razones que no son buenas. Nace entonces en el alma un deseo de venganza. Cuando se nos contraría o hiere, padecemos, y porque padecemos guardamos en el fondo del corazón el secreto deseo de hacer lo mismo cuando nos llegue la vez.

Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la cólera, y no como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos querer bien, sino por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es resbaladizo; pues ese deseo de venganza plenamente consentido, salvo en el caso de parvedad de materia, podría convertirse en pecado mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo de venganza no es plenamente consentido, pero es inquietante desde un principio: y como una corriente profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra actividad sin que nos percatemos de ello.

De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al final su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento favorable para herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente contrario a la virtud de mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un alma que guarda ese sentimiento -y ni siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de ese deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno confesarse-, jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy doloroso y que impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para contemplar a Dios.

La segunda y más corriente forma de los defectos opuestos a la virtud de la mansedumbre es la impaciencia, el mal humor. Cuando nuestro juicio es contrario sentimos irritación, descontento, rabieta. Parece que nos arrancan algo de nosotros mismos, de nuestra alma: una preferencia, un gusto por una cosa secundaria que nos agradaba, una determinación que habíamos tomado ya..., sentimos la necesidad de demostrarlo por una manifestación exterior, y de ahí los encogimientos de hombros, la réplica viva, altiva, la mirada torva.

Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para paralizar el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra fuerza, para impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de nosotros. Tenemos que callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas frases que nos parecen tan oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos. Si podéis hacerlo, hablad en un tono absolutamente moderado, totalmente amable. Pero si no sois capaces. callaos para sofocar, detener, comprimir esa erupción volcánica de la cual no sois dueños.

Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse no podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está uno ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno dedicado a rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran podido decirse, y la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que no puede devanarse; apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible ocuparse de Dios durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración transcurrirá en esta discusión interior con el que nos hirió. Y es una pena muy grande perder la propia oración. Al final, nos diremos: «¿En qué he estado pensando? He sido desdichado, he sufrido y no he orado porque no he sabido dominar esta pasión, esta corriente subterránea que se lo ha llevado todo.»

 

AMOR A LA CRUZ

¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24, 26.)

Si pudiéramos comprender de un modo práctico el valor del sufrimiento, no ya considerado en sí mismo, sino aceptado por amor, y en unión con Nuestro Señor habríamos comprendido casi todo el misterio del cristianismo. El sufrimiento es necesario para nosotros, pobres criaturas a quienes trastornó tan profundamente el pecado original y que aún aumentamos ese desorden con nuestro pecado. Posee el maravilloso secreto de purificamos devolviendo nuestras facultades a su primitiva pureza mediante un doloroso proceso. Nuestra vida es como un tapiz mal y largamente entretejido que es preciso deshacer y rehacer por completo; como una masa de arcilla que hubiera tomado toda clase de formas, todas las cuales dejaron en ella algo de sí mismas y cuyas huellas han de borrarse ahora una tras otra. Es ésta una refundición que ha de realizarse por el fuego de la penitencia, del arrepentimiento, dolorosa detestatio peccati, por la dolorosa detestación del pecado cometido.

Al mismo tiempo, el sufrimiento nos fortalece cuando es con amor. No es posible que este trabajo se haga sin una poderosa reacción de nuestra voluntad. Todas nuestras facultades se encabritan contra el aguijón, pero no queremos qua a él escapen y su acción torna a nuestra voluntad fuerte, ágil, dócil y humilde en las manos de la Voluntad divina, ordenadora de todo, y le devuelve algo del vigor de aquel don de integridad que el primer hombre perdió al mismo tiempo que la Gracia.

Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque mientras llueven los golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus sun cruci. Es preciso resistir largas horas clavado en situación de víctima tanto tiempo como Dios quiera. Pues Dios no es como los cirujanos terrenales que insensibilizan a sus enfermos. Él, por el contrario, no nos duerme, sino que a menudo hace más aguda y más dolorosa esa penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón hata sus últimas fibras.

No puede adormecemos. No conviene. Jesús no estuvo aletargado en la Cruz. E incluso, por un acto libre de su voluntad humana, en perfecta armonía con la voluntad divina, no quiso que los goces de la visión beatífica repercutiesen en sus facultades sensibles. A este respecto, su alma contenía como dos mundos casi cerrados entre sí. Toda su alma padecía y toda ella era dichosa. Jesús sufrió con toda su alma, fue así el Varón de dolores, y, sin embargo, jamás perdió la visión beatífica. ¡Qué misterio y qué realidad esta de gozarse al mismo tiempo en sus propios sufrimientos y en sus humillaciones!…Y así sucede a todas las almas que Jesús llama a su intimidad, empezando por su Santísima Madre Nuestra Señora de los Dolores. ¿Qué alma ha gozado más de la intimidad de Dios que nuestra dulcísima Madre? ¿Y qué alma ha sufrido más? ¡Cuánto sufrió, Ella, que era tan pura! Y todos los Santos... Esta gracia de alegría sólo la gozan quienes beben el cáliz hasta las heces. Si no se ponen en él más que los labios, no se encuentra en él más que amargura. Pero si se tiene el valor de ir hasta el fin &endash;siquiera se muera en el camino, como decía Santa Teresa-, se llega a la intimidad de Dios y se rebosa de alegría.

Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el sufrimiento, pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo, repugnante, al cual querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de todo nuestro espíritu de fe para mantenemos allí sin chistar, como Jesús, con Jesús y por Jesús.

¿Creéis que se ama, mientras no se ha sufrido?... Podríamos soportar razonablemente muchos sufrimientos, pero los evitamos por cobardía, pues nuestra naturaleza tiene un ingenio extraordinario para encontrar razones que no lo son, a fin de engañarse a sí misma y de pasar a su lado.

 

PACIENCIA

Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto que nosotros somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened en paz vuestra alma lo más posible. La agitación. el desasosiego y la inquietud nada bueno producen. Tenemos que evitarlos. La paz interior es el primero de los bienes. Sin ella, los demás llegan a ser casi inútiles. Da pacem Domine, Pace vobis.

Indudablemente, la paciencia es una virtud que no hemos encontrado en nuestra cuna. ¿Qué hacer, pues? Pedírsela a Dios. Él nos la dará, quizá gota a gota, pero nos la dará. Eso basta. Cuando la prueba se prolonga, la cruz nos pesa mucho. Querríamos que nos la quitasen. En el fondo, sin embargo, si Dios nos escuchase, no hay duda de que la añoraríamos luego, La máxima de San Francisco de Sales: «No pedir nada, no negar nada», volvería a nuestra memoria. Lo que hemos de hacer es orar para obtener cuando menos la gracia de la paciencia: es vivir día por dí, momento por momento, sin añadir al sufrimiento del instante los sufrimientos del pasado y los sufrimientos del porvenir. Nuestra pobre alma no puede soportar tanto a la vez. Apiadémonos de ella.

Si vuestra paz está un poco alterada, haced lo que dependa de vosotros para restablecerla, pero suavemente, no a viva fuerza. Empezad por ahí. No habléis, no, no actuéis, salvo en caso de urgencia, mientras no esté todo dentro de vosotros en perfecto orden. Ése era el método de San Vicente de Paúl. Os encontraréis así muy bien.

 

LA FE

Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas las riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si nosotros no agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada valdrían. Pero si Él está contento de nosotros, si gusta de venir a visitarnos, para descansar en nuestro corazón, si se complace en nosotros..., ¡ oh!, entonces, todo está ganado, y las cosas de este mundo, a su vez, ya nada valen.

Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios en todo, siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera cautivado por el encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo dice, o al menos nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es imposible agradar a Dios».

Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que empezar por ahí. La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por la fe sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad. Proclamamos que Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada. Le honramos. Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso cuando no entienden lo que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos tengan confianza en él. ¡Y qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión en la verdadera Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!

Si un alma verdaderamente iluminada por la fe descansa en todo en los brazos de su Padre, y ve la Voluntad de Dios en cada uno de los pequeños deberes del momento presente, ¿cómo no ha de agradar a Dios? Durante todo el día está como al acecho para descubrirlo en las mil naderías, en los mil detalles que componen su vida. Supongamos que esta alma vaya directamente a Dios escondido bajo la especie del pequeño deber presente. Su mirada no se detiene en la envoltura de las criaturas, sino que va a la Mano que sostiene todo, que gobierna todo con suavidad y firmeza; para ella, el mundo no es más que una especie de transparente, y comulga cada instante en la voluntad de Dios. ¿Cómo no ha de agradar a Dios esta alma?

Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de gracia posee a la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí tenemos un alma que vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese santuario interior en donde Dios se esconde y se da, a la Santísima Trinidad que mora en ella. Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le hablará; tratará, por descontado que a su medida, de comulgar en esta vida divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo con ese mismo divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y, liberada de las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y no saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada, pero lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada. Habrá sabido agradar a Dios.

¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más pequeño de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no puede perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree en el valor del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos arrastramos; en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe, de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos mortificado, menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe se ha debilitado. Recobrémoslo desde la base. Perfeccionemos nuestro espíritu de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.

 

LA ESPERANZA QUE ENGENDRA EL ABANDONO

¿Cómo no íbamos a tener en el fondo del corazón una esperanza invencible? Todo el poder de Dios está puesto a nuestro servicio para conquistarlo a Él mismo.

Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por eso lo espero todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.

Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que hacer o que sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es condenarse a no encontrarla nunca.

Lo que dios quiere de nosotros es el abandono filial y lleno de confianza. Apartad de vuestro espíritu toda preocupación por el presente y por el porvenir, y, por tanto todo lo que pueda impedirle ocuparse de Dios actualmente. No toméis las cosas por lo trágico; basta con que las toméis muy en serio. De ordinario, no son tan negras ni tan blancas como parecen. Poned mesura en todo. Pensad que la Providencia conduce todo suaviter et fortiter, apoyándose unas veces en la primera palabra y otras en la segunda. Haced como Ella; no tenemos mejor modelo.

En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin volveos atrás. Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.

Repetíos sin cesar la frase de San Pablo:

«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman. Amad, pues, a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso basta. Conservad la paz.

Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y nuestra grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi alegría de no tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le debería tanto a su misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada. Si yo tuviera algún derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.

Nuestro Señor os dará su amor, pero quizá no de la manera que os imagináis. Es mucho más sencillo. No esperéis nada sensible... Os transformará, pero poco a poco. No os preocupéis en absoluto de las pruebas del porvenir. Vivid al día. Hallad vuestra dicha en lo que tengáis que hacer o que soportar hoy. Verdaderamente que ahí está, aunque no la paladeéis.

No os preocupéis de la cantidad de sufrimientos que Dios haya de enviaros. No serán más que sufrimientos. Haced los sacrificios que se presenten hoy, lo mismo mañana y así sucesivamente.

No queráis la perfección de un solo golpe. No es ésa la manera habitual de proceder de Dios. Lucha lenta, paciente, progresiva. Esos esfuerzos darán sus frutos como prueba de amor para con Nuestro Señor. Los darán poco a poco, paulatinamente. No os desaniméis ante la inmensidad del trabajo. No se trabaja bien cuando se agita uno so pretexto de que hay mucho que hacer.

 

EL AMOR

Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado, generoso y que sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de sacrificio y qué amor sin consuelo sensible los suyos! Rogadle que os enseñe a amar a Dios confiados y en total abandono a su dulce Voluntad de Padre.

San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay más treta que la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como si».

Yo te quiero, Dios mío, pero no lo bastante. Tu amor es celoso, quiere el corazón entero. Para que el mío fuese todo tuyo, haría falta que todos sus movimientos, todos sus impulsos incluso los primeros, no tuviesen otro principio ni otro término que Tú. Mi poder de amar, no sólo como espíritu, sino hasta como ser sensible, debería estar orientado únicamente hacia Ti. En una palabra, sería preciso que el encanto de tu infinita Belleza ejerciese sobre mi corazón un dominio absoluto. ¿Cuándo llegará el momento, Dios mío, de que todo mi ser esté sometido al régimen de tu amor?

El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a Dios y para siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la desdeña, que la desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de amarlo. Porque Él sigue siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de todo afecto y de todo amor. Y eso le basta. Tal vez el alma sienta que el aguijón de una misteriosa inquietud la penetra hasta lo más íntimo: «¿Me ama mi Dios?» Pero no espera la respuesta Pues cualquiera que sean las disposiciones de su Dios para ella, sabe que debe amarlo, amarlo siempre, amarlo cada día más. Y eso sigue bastándole. Ama, pues, y más que nunca. Lo que mejor señala la fidelidad de tu Esposa, ¡oh Dios mío!, es la perfecta serenidad con la que permanece allí donde la pusiste y en el estado interior en que quieres que esté. Sabe que Tú la quieres así; y no le hace falta nada más. Seguirá estando donde está todo el tiempo que te plazca. Como la paloma, no se mueve; espera. Y en esta solitaria espera canta su dulce cantar. Cantar que siempre es el mismo. Unas pocas palabras, unas pocas notas; eso es todo. ¡Pero cómo agrada a tu Corazón ese cántico de amor que nunca termina! Sea cual sea la estación, haga el tiempo que haga, fuera o dentro, nada lo interrumpe: «Te amo, Dios mío... ¡Tú eres el Dios de mi Corazón! Mi Dios y mi Todo...»

 

MORAD EN CRISTO

Morad en Mi

Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid en Mí. Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino desde dentro. Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta tarea. Que ella sea vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra vida. Persistid en ella como fuente de toda luz, de toda energía, de toda alegría. Uníos fuertemente a Mí por el amor.

Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada podrá turbaros o agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá separarnos, salvo el pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca de Mi con un amor más generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros, esa prueba no habrá hecho más que fortalecer nuestra unión.

Y Yo en vosotros

-¿Cómo moras Tú en nosotros, Jesús?

-Yo estoy en vosotros como un amigo en casa de su amigo, como un huésped en casa de su huésped. Me he adueñado de vuestro corazón. He arrojado de él todo afecto rival del mío. Es mío; es para Mí por quien no cesa de latir. Soy Yo quien lo mueve. Soy el peso que lo arrastra, la fuerza que lo acciona, la luz que lo dirige y le indico el camino por el que debe avanzar. Lo he transformado espiritualmente en mi propio Corazón. Ama lo que Yo amo. Rechaza lo que Yo rechazo. Quiere lo que Yo quiero. Es como mi propio Corazón, y lo es un poco más y un poco mejor cada día. Estoy, pues, dentro de vosotros en lo más íntimo de vosotros mismos. En un cierto y muy verdadero sentido, aún soy Yo más vosotros que vosotros mismos por ese amor que os ha transformado en Mí. Mi apóstol dirá: «Vivo jam non ego...» Es eso exactamente, o también: «Qui adhaeret Domino, unus spiritus est...», un solo espíritu; por consiguiente, un solo corazón, y, si queréis, para siempre.

 

BAJO LA MIRADA DE DIOS

Tu mirada, Dios mío, no es sólo agradable, es benéfica. No nos encuentra amables, nos hace amables. Mirar con amor y crear y enriquecer al ser que creaste es una misma cosa para Ti, Dios mío. Que tus miradas se dignen volverse hacia mi alma y posarse dulcemente sobre ella... Nada es tan grato para mi como saber que estoy así siempre bajo tus ojos. Me parece que debo mantenerme en el más profundo respeto y en la más humilde modestia. Pero también, ¡qué luz no encontraré yo en tu mirada! Ilumina mi camino. Me enseña el verdadero valor de las cosas y me hace ver si son para mí obstáculos o medios. Y, a mi vez, me permite iluminar a los demás. Sin ella ya no sería más que tinieblas. ¡Oh mirada de mi Dios, querría fijarte en mi para siempre!

Tu mirada, ¡ oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma; es interior, íntima. El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como desde dentro y hasta el fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú mismo, Dios mío, que vives en el alma y que la iluminas a un mismo tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre todas las cosas. El alma tiene conciencia de esa iluminación interior. Se parece a un cristal purísimo que, expuesto directamente al sol, fuese atravesado por sus rayos luminosos, y que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy débil. Porque el alma es espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea exacta de lo que sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma y la llena de sí mismo. ¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin mancha a quien los rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan dulce ver así a Dios en si mismo!... Es ya un poco de cielo.

 

A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA

El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo Jesús, quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él habita en el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para adorar, alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del corazón.

El alma interior entra en si misma, cierra la puerta del santuario y se queda completamente sola con Dios.. Quedan verdaderamente cara a cara, quedan, sobre todo, en una divina presencia de corazones. Al alma le parece, y es verdad, que ya no tiene que hacer sino una sola cosa: amar. Y ama horas enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para amar siempre.

Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve a su mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado bien. Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción. No dijo bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera intención y con alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces carente de gracia ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos. Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente que nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se alegra de él. Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a asentarse en el fondo de si misma.

¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-Hostia? Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera Él. Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del Tabernáculo. No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse a ella, descansan allí embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en ese Divino alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús. Sus apariencias siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede haber nada más dulce para el alma que verse así transformada en su Salvador gracias a la sombra de la Hostia?

 

MARÍA, NUESTRA MADRE

María es, verdaderamente, nuestra Madre. Nos da la vida, la protege y la defiende. Su papel maternal consiste especialmente en hacer nacer en nosotros a Jesús. No puede darlo a quien no está preparado, pero Ella misma hace precisamente esta preparación. La donación exterior del Niño Jesús, que tan a menudo ha sido hecha en favor de los Santos, no es más que un símbolo de esta donación real. De no ser así, ¿para qué hubiera servido este gesto, por dulce que fuera, si se hubiese mantenido puramente exterior?

Considerar a la Santísima Virgen como a nuestra Madre, como la de cada uno de nosotros en particular. Habladle como a una persona viva. En ese grado de intimidad puede haber infinitos matices, como los que hallamos en los Santos; podemos pertenecerle por diversos títulos.

María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia, en su amable compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al comienzo y renunciad a vuestras maneras de ver y de querer para adoptar las suyas. Intentadlo. Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé a Jesús vuestras almas.

Es práctica excelente la de ofrecer los sentimientos íntimos de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen sin detallarlos, puesto que no los conocemos.

En los momentos de cansancio, descansad sencillamente junto a vuestra Madre Celestial. Vivid bajo la mirada del Divino Maestro y de su Santísima Madre. Tened confianza en su afecto por vosotros; gustad de decírselo a menudo.

Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo dulce. Sed a un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar matemáticamente fuerza y dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte. La Santísima Virgen lo poseía. Ella sabía que el amor se prueba por el sacrificio, por las obras, y que la mejor prueba de amor que podemos dar a Dios y a las almas es nuestra propia inmolación.

Podemos ganarlo todo desarrollando nuestra devoción a María ¡Qué hermoso modelo y qué buena Madre! No se sintió ligada a nada en este mundo. Estuvo totalmente transformada en Jesús y por Jesús, que le comunicó sus virtudes y su vida.

Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio más que a Él, no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a cada instante. En el fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui adhaeret Domino, unus spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él. Todo eso fue verdad. Pero todo eso estuvo oculto.

 

HALLAR A CRISTO EN SUS MANOS

Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh Jesús!

Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón, como tu Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es como Tú mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él. Pero qué decir de su intimidad! Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo, ama mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía experimentamos la necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae hacia él sino hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo hace pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una virtud misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra hasta tu Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es amarte y qué dulce es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también el encanto de la mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora sencillez. Es clara, límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la ignora. No sólo no la mira, sino que no la ve. Nos percatamos de ello, y si verdaderamente tendemos a la perfección, nos alegramos. Esa. mirada hace bien. Se diría que comunica algo de su pureza. Se siente uno elevado, ennoblecido, liberado y como espiritualizado. De pronto se nos abren unos horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh! Ese amor, ¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa verdadera libertad? ¡ Con qué ardor la esperamos de tu bondad, Dios mío!

 

EL ESPÍRITU DE ORACIÓN

La oración es, según la definición de Santa Teresa, un íntimo comercio de amistad en el que el alma dialoga a solas con su Dios y no se cansa de expresar su amor a Aquel de quien sabe que es amada.

A solas con nuestro Dios. decirle que le amamos: eso es la oración. De ahí deriva esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu de oración, esa inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y voluntad, a dialogar con Dios.

Dios es poco conocido. Pero todavía es menos amado. En esta íntima conversación es cuando el corazón adquiere un afecto sólido y profundo hacia Él, un afecto que crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser así, la de encontraros a solas con Él.

Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo que fluye, la flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la estrella que brilla en el firmamento por la noche, un sufrimiento, una alegría, una orden. Todo debe de haceros pensar en Él, encaminaros hacia Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene todas las cosas en sus manos. Os tiene entre sus manos. Os envuelve por todas partes, os penetra. Continúa la creación. os crea. Más que eso, habita, por la gracia, en el fondo de vuestro corazón.

No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en intimidad con nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que nuestro corazón pueda amarlo como se ama a alguien que está verdaderamente presente. Y toda vuestra ambición debe ser así, la de penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra inteligencia, para conocerlo no sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en tanto en cuanto ello es posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio os abra los ojos y os hable. Dejadlo que os instruya..¡Oh, sí!, lo hace cuando dice: «Yo soy la Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la Verdad, la Vida, la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos Tres para seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias que nos constituyen.»

Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino es una cosa misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero Dios lo vierte en el alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que ese amor no siempre es consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces quiere dirigirlo todo, invadirlo todo; está presente siempre como un puntito rojo, como una chispa. Es ese puntito de fuego del que habla San Juan de la Cruz que cae en el alma, la abrasa y prende en ella un gran incendio.

Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y decirle sin cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío? Entrégate a mí; yo te deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no necesitas de mí para ser dichoso, pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha sido hecho para Ti y vivirá en la inquietud mientras no descanse en Ti. Sufre cuando se da cuenta de que no te ama, de que no te posee por entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo intercambio de conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones. ¿Hay una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz interior; es imposible.

Porque el silencio es preciso a causa de la. libertad que da al alma de escuchar a Dios de hablarle, de contemplarle; porque es necesario y porque vosotros debéis de practicarlo. No os contentéis con el silencio exterior, sino asegurad el interior. Haced callar la imaginación, lo que os ocupe y os preocupe, lo que tengáis que hacer; dejad caer todo eso. Desligad el corazón de las mil naderías inútiles que lo agobian.

Sacrificad todo, y entonces seréis libres. En el fondo, si ya no os amáis a vosotros mismos, amaréis más, amaréis necesariamente a Dios. El amor os elevará y os unirá. Vuestra vida será una vida de oración es decir, una vida de conversación con Dios, siempre más y siempre mejor amado. No busquéis otra cosa. Que vuestra vida sea una vida retirada; imitad a la Santísima Virgen. ¿Qué hizo Ella, durante todos sus días, sino dialogar con la Santísima Trinidad? No vivía más que para su Jesús. no pensaba más que en su Jesús, su Dios y su Hijo. Era también la verdadera Esposa del Cantar. Vivía de oración; Incluso puede decirse que murió en oración. Un alma de oración se recoge, se separa, se desliga, se mortifica, renuncia a sí misma para encontrar a Dios; pero, por otra parte, esta alma da a Dios. Un centro de luz ilumina, un manantial de energía se difunde, un foco de amor abrasa. No tenéis necesidad de inquietaros ni de buscar cómo sucederá eso. Pues por el hecho mismo de que seáis un alma de oración, contaréis entre esas almas verdaderamente mortificadas y apostólicas, que difunden en el mundo un poco más de conocimiento de Dios, un poco más de caridad.

 

LA CARIDAD PARA CON EL PRÓJIMO

Sin la bondad que da la caridad, no puede existir el consuelo. Si vamos a visitar a alguien que no sufre, no comprenderá nuestras penas; nuestras confidencias le fastidiarán y sentiremos que nuestros sufrimientos no han sido compartidos. Si visitamos a alguien que sufre, insistirá sobre sus propios males; tan sólo las almas verdaderamente caritativas comprenden y comparten así las penas de los demás. No buscan las cosas que consuelan, sino que, como dice San Pablo, se hacen todo para todos.

A pesar de nuestra buena voluntad, solemos hacernos sufrir mutuamente, nos rozamos y nos herimos sin querer, pero de modo muy real: In multis offendimus omnes. Tenemos que ser fuertes para inmolamos por la salvación de nuestros hermanos, para llevar nuestra cruz y para llevar la cruz de los demás. Tenemos que ser fuertes para continuar amando con todo nuestro ser a nuestros hermanos y a nuestro Dios. Si nos esforzamos para adquirir, por actos multiplicados de caridad, más pureza, más simpatía y esa generosidad que no se paga de palabras ni se alimenta de ilusiones, sino de inmolaciones y de sacrificios, nuestro corazón llegará a ser cada vez más semejante al de la Bienaventurada Virgen María.

Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de la vida) te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos empleado ese poder de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la inteligencia, sino el amor. Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer flexible nuestro corazón, llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro poder de amar llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces.

Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios que podáis.

Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la proyección del propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto de vista.

Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así a ver con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú, para que ame como Tú amas».

Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a veces. haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos.

Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale equivocarse en este sentido que en el otro.

Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No lo hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de los demás.

No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien. Entendeos sobre el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas concesiones pueden hacer grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que tienden a un gran ideal sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad ensancha los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en vuestro pensamiento, luego en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de X... o de Y..., eso es cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.

Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo mejor sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una real indulgencia.

Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que hay esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de momento.

Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto. Borraos lo más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás. Dadles ocasión de hablar e interesaos en lo que dicen.

Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que es apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida en que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia.

No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las intenciones ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad, paciencia y caridad.

Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de lo interior. Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que cada cual quiere y ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios lo conoce verdaderamente. Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo. He ahí lo que nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al menos soportar, lo que a veces nos parece contradictorio en la vida práctica.

El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los defectos de los hombres ni las minucias de las cosas, o. si las ve, no los subraya con risa irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe, pero con sonrisa llena de mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por lo común, su palabra es sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene bajo la mirada y en la intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con todas sus conversaciones, como con todos sus afectos, con todos sus pensamientos y con toda su vida.

Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar para corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás nuestras palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.

 

SILENCIO Y SOLEDAD DEL CORAZÓN

Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta no será posible. Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca, pues, hacer el vacío.

El alma verdaderamente prendada de Dios se complace en vivir sobre las alturas de sí misma en profunda soledad. No hay en ello, por su parte, ni melancolía ni misantropía. Hay la clarísima convicción de que para encontrar a Dios, para hablarle, para amarle, conviene a un mismo tiempo aislarse y elevarse. Dios no habita más que sobre las alturas o, si se quiere, en las profundidades del alma. Ahí es, pues, adonde hay que ir nara encontarlo. Por lo demás, no hay medio más seguro de agradar a Dios y de obtener sus gracias que ese silencioso aislamiento sobre las cumbres.

Salvo indicación contraria y precisa que venga de Dios, apartad, pues, de vuestro pensamiento a toda criatura cuando dialoguéis con Jesús. Dios quiere normalmente un alma «sola». Después de haber pedido por las almas que os estén confiadas y hablado de ellas a Nuestro Señor, quedaos solitarios en la oración. Encargad al Señor que pague vuestras deudas y luego proseguid. Es menester que el recuerdo de X... no sea en vuestra alma un obstáculo para la Gracia. Pedid a Jesús que os deje participar en el afecto que Él le tenga, de tal modo que el vuestro venga únicamente de tal fuente, y todo irá bien. Y destruid sin temor todo lo que sintáis que no viene de ahí.

Me pongo contento cuando encuentro un alma que padece con el aislamiento, pero que lo acepta. Nada puede tranquilizarme más, porque todavía no he conocido una sola que haga progresos en la vida interior sin pasar por esa prueba. Es dolorosa, pero necesaria. Recordaréis que Santa Teresa decía que, para tales favores, Dios quiere un alma sola, pura y ardiendo en el deseo de recibirlos. Entonces parece que tiene uno el corazón lleno dé lágrimas. Es un sufrimiento profundo, pero... la recompensa está al: fin.

Un alma que no es solitaria no progresa. No puede subir. Cuando veo un alma que no es solitaria, me digo: «No pasará, es como un camello cargado. Es demasiado rica». En cambio, cuando todas las criaturas abandonan o hieren, el alma está, según la frase de Taulero, como el ciervo acosado por todas partes, que viendo cerradas todas las salidas y no quedándole más que el estanque, se precipita en él. Cuando tengáis una pena, precipitaos en Dios.

Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace entrar en una soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que ella ignora completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en su momento todo conocimiento explícito, como una traducción a la lengua humana de las realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues está controlada desde dentro por ese algo que, siendo en si inaprehensible, es, sin embargo, muy real. Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por decir.

 

RESUMEN: EL DESPOJO TOTAL

El alma quiere a su Dios a toda costa. Si hay que abandonarlo todo, lo abandonará todo; si perderlo todo, lo perderá todo. Dejará su manto, que después de todo no es de ella, en las manos de quienes quieran detenerla. Renunciará sin dolor a sus maneras propias de sentir, de pensar y de querer, como a un equipaje pesado y molesto. . No pedirá ningún goce a nada. No pensará ya en ninguna cosa del mundo. No volverá a utilizar las ideas, sin duda justas, pero deficientísimas, que se hacía de su Dios. Se contentará con. la fe. Y ya no querrá aquí abajo nada más, sino a Él y sólo a Él.