Lo cotidiano


Vivir lo cotidiano

Una de las señales de la vida de una comunidad se lee en el ambiente material: la casa, la instalación, la manera en que están colocadas las flores, la comida y tantas otras realidades que reflejan la calidad del corazón de las personas. Para algunos este trabajo material puede ser fastidioso; prefieren hablar y relacionarse. No se han percatado todavía de que las mil pequeñas cosas que hay que hacer cada día, este ciclo que consiste en manchar y limpiar, lo ha hecho Dios para permitir a los hombres comunicarse a través de la materia. Arreglar la cocina y fregar el suelo pueden convertirse en una manera de manifestar a los demás el amor. Si se mira el más humilde de los trabajos materiales de esta manera, todo se convierte en un don y en un medio de comunicación, todo se convierte en fiesta, porque es una fiesta poder dar.

Es también importante reconocer estos dones humildes y concretos de los demás, y saber agradecerlos. El reconocimiento del don de los demás es un acto esencial en la vida comunitaria, que se realiza con una sonrisa y la pequeña palabra «gracias».

Cuando se pone amor en una actividad, se convierte en atrayente, así como su fruto. Una comunidad con fealdad es por falta de amor. Pero la mayor belleza es una belleza despojada y sencilla en que todo se orienta a la unión de las personas entre sí y con Dios.

La manera de ocuparse de la casa o del jardín muestra si se siente uno «en casa», si está a gusto en cuerpo y alma. En cierta manera la casa es el nido, es como una prolongación del cuerpo. A veces se olvida el papel del medio ambiente en el crecimiento y en la liberación interior.

Amor no es hacer cosas extraordinarias o heroicas, sino hacer las cosas ordinarias con ternura.

Me parece maravilloso que Jesús haya vivido treinta años oculto en Nazaret con María, su madre, y José. Nadie le conocía aún como Cristo, como el hijo de Dios. Vivió humildemente las bienaventuranzas, la familia y la vida comunitaria, trabajó la madera y vivió las pequeñas cosas de cada día en el seno de la comunidad judía de Nazaret, en el amor de su Padre. Sólo después de haber vivido la buena nueva es cuando fue a predicarla. La segunda etapa de la vida de Jesús es una lucha para proyectar su mensaje empleando unos signos que confirmaron su autoridad.

¿No están en peligro algunos cristianos que hablan demasiado de lo que no viven, o que tienen teorías sin haberlas vivido? La vida oculta de Jesús es el modelo de toda vida comunitaria.

La tercera etapa de la vida de Jesús es la del abandono por parte de sus amigos y la persecución de gentes extrañas a su comunidad. Esta tercera etapa se da también a veces en personas comprometidas con una comunidad.

La comunidad que tiene la sensación del trabajo bien realizado, cumplido discreta y silenciosamente en la humildad y por amor a los demás, puede convertirse en una comunidad donde se vive profundamente la presencia de Dios. Cada uno ocupa su puesto, realizando los pequeños ademanes cotidianos con ternura y competencia, feliz de servir y considerando a los demás superiores a él, comulgando tranquilamente con Dios, con los demás y con la naturaleza, permaneciendo en Dios y Dios en él. La comunidad adquiere entonces una dimensión contemplativa.


Espiritualidad del movimiento y espiritualidad del círculo

En la comunidad algunas personas tienen una espiritualidad de movimiento y esperanza. En ellas se nota un dinamismo. Están llamadas a viajar llevando la buena nueva y a hacer grandes cosas por el reino de Dios. La espiritualidad de Pablo y de los apóstoles era de este tipo; estaban deseosos de que se conociera a Jesús y de crear nuevas comunidades cristianas. Para otros, la espiritualidad es permanecer; es lo que llamaríamos «espiritualidad del círculo». Necesitan un ritmo regular más que este dinamismo del movimiento. Sus energías se emplean en permanecer en la presencia de Dios y en una presencia atenta a los hermanos dentro de una vida regular, de una acogida del medio ambiente y de la realidad del momento presente. Es una espiritualidad de delicadeza y compasión en lo cotidiano, más que una proyección a través de la acción y del movimiento.

A veces quienes viven una espiritualidad de movimiento están tan atrapados por el porvenir, que se muestran a disgusto viviendo el encuentro con el presente; sus cabezas y sus corazones están cegados por los proyectos.

En una vida demasiado regular, los unos se vuelven impacientes, necesitan aventuras y vivir lo inesperado, mientras que los otros, por el contrario, tienen miedo ante demasiados imprevistos; necesitan una regularidad. En una comunidad hacen falta personas dinámicas que construyan y hagan cosas, pero sobre todo personas que se enraicen en la espiritualidad de lo cotidiano.

Es difícil para un hombre, prendado del prestigio, captar la verdadera condición humana: «Te he explicado, hombre, el bien, lo que Dios desea de ti: simplemente que respetes el derecho, que ames la misericordia, y que andes humildemente con tu Dios» (Míq. 6,8).

Muchas personas creen que la vida comunitaria está hecha de tensiones, conflictos y problemas suscitados por una persona marginada o por las estructuras que hay que resolver y consciente o inconscientemente esperan el día en que no los haya.

Cuanto más se avanza en la vida comunitaria, más se descubre que no se trata tanto de resolver problemas como de procurar, pacientemente vivir con ellos. En realidad la mayor parte de los problemas no se resuelven. Con el tiempo y con una cierta perspicacia y fidelidad para escuchar, los problemas se atenúan en el momento menos esperado. Pero siempre surgirán otros.

Muy a menudo en la vida comunitaria se buscan «momentos importantes», fiestas estáticas en las que nos olvidamos de que el alimento que mejor renueva y abre los corazones, son los pequeños actos de fidelidad, de ternura, de humildad, de perdón, de delicadeza y de acogida de lo cotidiano; son el centro de la vida comunitaria y nos sumergen en la realidad del amor, llegan al corazón y revelan el don.


Las leyes de la materia

Hay leyes materiales absolutamente fundamentales en una comunidad. Se necesita respetar la economía, la manera de llevar las finanzas y de encontrar los recursos para vivir, por medio del trabajo o de cualquier otra forma. La comunidad necesita estructuras, disciplina y reglamentos, aunque sólo fuese para comer juntos a la hora de la comida. Hay que saber quién decide, qué y cómo. Todo eso es como el esqueleto y la carne del cuerpo que es la comunidad y si no se respeta la comunidad muere; pero sin duda la administración de los bienes, la economía y las estructuras comunitarias no están ahí más que para permitir el espíritu y para que los fines de la comunidad se desarrollen y profundicen.

A veces he encontrado personas que rechazan el aspecto físico del cuerpo, tanto el suyo como el de la comunidad, como si fuera algo insano, hecho de malos instintos. No desean estructuras y les tienen miedo. Rechazan los reglamentos, la disciplina, y la autoridad. No respetan ni los muros. Despilfarran alimento, electricidad y gasolina. No son conscientes del valor del dinero, y no saben lo que es ser responsable de las cosas materiales. Querrían una comunidad totalmente espiritual, hecha de amor, de relaciones cálidas, de espontaneidad, pero olvidan que una comunidad siempre es la unión entre el cuerpo y el espíritu.

Si hay comunidades que se disgregan porque algunos rechazan las leyes de la vida material, pueden otras también asfixiarse por culpa de los que no creen más que en el reglamento, en la ley, en la economía eficaz y en la gestión; las que sólo buscan una buena administración y la obediencia al reglamento, matan el corazón y el espíritu.

Stephen Verney dice: «Pertenecemos a la tierra y al cielo más de lo que nos atrevemos a admitir.» En una comunidad es igual. El cuerpo es importante y bueno; hay que cuidarlo pues está hecho para la vida, el espíritu, el corazón, la esperanza y para el crecimiento de aquellos por quienes existe la comunidad.


Amor y pobreza

¡Qué difícil de resolver es la cuestión de la pobreza! ¡Qué pronto se enriquece una comunidad, con todas las buenas razones del mundo! Se necesita una nevera para comprar la carne más barata y guardar mejor los restos, después se necesita un congelador. A veces para gastar menos se hacen inversiones costosas. Se compra un coche porque es absolutamente necesario para la expansión de la comunidad o para hacer la compra a mejor precio y entonces se abandona la bicicleta y ya no se va a pie. Hay máquinas que permiten hacer cosas muy pronto y más eficazmente, pero que suprimen ciertas actividades comunitarias. Un día, en el hogar de Trosly, compraron un lavavajillas. Me quedé desolado porque lavar la vajilla era uno de esos momentos buenos que pasábamos juntos, con tranquilidad y alegría. Otras comunidades podrían decir lo mismo respecto a la preparación de la comida: es un tiempo para compartir. Además así se condenan al paro a las personas débiles, a las que los pequeños trabajos caseros y culinarios proporcionan una ocupación y la manera de «dar» algo a la comunidad. Es triste suprimirlos. Muy pronto, nos exponemos a organizar la vida comunitaria según el modelo de una oficina o de una sociedad moderna: las personas valiosas hacen muchas cosas para ayudar a la máquina; se convierten en terriblemente activas y constantemente atareadas, ordenando a todo el mundo. Pero los menos valiosos se ven condenados a no hacer nada y vegetar frente,a la televisión.

¿Hay normas en el campo de la pobreza? Una cosa es cierta: la comunidad que se enriquece, que no necesita nada, que es totalmente autónoma, se aísla precisamente porque no necesita ninguna ayuda. Se encierra en sí misma y en sus propios recursos. Su expansión disminuye. Puede hacer cosas por los vecinos, pero ellos no pueden hacer nada por ella. Ya no hay intercambio, ni comparten. La comunidad se convierte en el vecino rico y entonces ¿cuál es su testimonio?

Una comunidad que tiene todo lo que necesita y mucho más, corre el peligro de no esforzarse por reducir sus gastos: despilfarrará o utilizará lo que tiene a diestro y siniestro; no respetará ya la materia. Perderá toda la creatividad del mañana. Se instalará. Por el bienestar físico y moral será incapaz de discernir entre el lujo o lo deseable y lo necesario. Una comunidad rica pierde muy pronto el dinamismo del amor.

Me acuerdo del padre André, de los Misioneros de la Caridad, cuando hablaba de Calcuta donde había vivido catorce años: «Es la más terrible de las ciudades porque allí la miseria es inmensa, me decía, pero es también la más bonita, porque es la ciudad donde hay más amor». En efecto, cuando uno se hace rico levanta barreras a su alrededor y a veces tiene hasta un perro para defender su propiedad; los pobres no tienen nada que defender y a menudo comparten lo poco que tienen.

En una comunidad pobre, hay muchas ayudas mutuas y protección material, sin hablar de la ayuda exterior. La pobreza se convierte entonces en un cimiento de unidad. Esto impresiona en El Arca: cuando se peregrina juntos, todos ponen manos a la obra y comparten con alegría, contentándose a veces con muy poco. Por el contrario, cuando se es rico, uno se vuelve más exigente, más difícil, y se tiende a ir cada uno por su lado, terminando sólo y aislado.

En los poblados pobres de África se comparten las alegrías y hasta el mutuo mantenimiento; en los tiempos modernos cada uno se encierra en su apartamento en donde tiene todo lo necesario. Aparentemente las personas no se necesitan unas a otras, cada uno se basta a sí mismo, no hay ninguna interdependencia. No hay amor.

Las comunidades que miran mucho la televisión en seguida pierden el sentido de la creatividad, del compartir y de la alegría. Se reúnen poco y cada uno opta por encerrarse en la pantalla.

De hecho cuando se ama mucho, cuando uno se contenta con muy poco, cuando se tiene la luz y la alegría en el corazón no se necesitan riquezas exteriores. Las comunidades que más aman a menudo son las más pobres. No se puede estar muy cerca del pobre si se lleva una vida de lujo y si se despilfarra. Amar a alguien incita a identificarse con él, a compartir con él.

Lo importante es que las comunidades sepan bien lo que quieren testimoniar. La pobreza no es más que un testimonio de amor y un estilo de vida.

Me gustó mucho lo que decía Nadine en la comunidad de El Arca, de Tegucigalpa (Honduras). En la casa de Nazaret —es el nombre de la comunidad—, han acogido a Lita y a Marcia, fuertemente disminuidas. Las dos han nacido en familias muy pobres y consideran que su nueva casa debe estar como todas las de su barrio, constantemente abierta a los vecinos. Así es cómo se vive allí. No se trata de que Lita y Marcia estén como en una pensión sino que tengan amigos, que vivan como todo el mundo. Los niños de los vecinos están constantemente en la casa, jugando, riendo, hablando, cantando. Pregunté a Nadine si le vendría bien un magnetófono. «No» me dijo, «porque los niños jugarán con él y lo estropearán a no ser que lo guardemos bajo llave». Y el armario o la habitación cerrados con llave se convierte en el lugar secreto donde se guardan las cosas y son como un muro para la acogida. Nadine añadió que en nuestras casas no hacían falta cosas que los vecinos no tuvieran en las suyas, porque se sentirían atraídos e intrigados por ellas y querrían tenerlas. Las riquezas se convierten en barreras que hacen surgir la envidia o el sentimiento de inferioridad. Los que tienen cosas se convierten en «poderosos», en «grandes». La pobreza debe siempre estar en función del amor y la acogida. La cuestión es siempre la misma: ¿quieres vivir para testimoniar el amor y la acogida o quieres protegerte tras el confort y la seguridad?

Las comunidades que son más grandes y más ricas en la material no deben sin embargo desesperarse sino testimoniar de otra forma su pobreza y su confianza. Pueden intentar vivir sin lujos, y sin malgastar; pueden, por ejemplo, emplear sus edificios para acoger a más personas. Las riquezas son un don de Dios de las que la comunidad no es propietaria, sino administradora. Debe emplearlas para difundir la buena nueva del amor y del compartir.


El ritmo de lo cotidiano

Cuando estaba en casa de Chris, en una de nuestras comunidades de Kerala en la India, miraba con alegría y asombro a unos hindús albañiles que construían la casa. Estos hombres trabajaban duramente pero con un gran espíritu de libertad y de calma. Se notaba que les gustaba trabajar juntos y realizar una labor, les resultaba agradable aparte de remunerativa. Las mujeres llevaban pilas de ladrillos sobre la cabeza y reían. Por la noche, seguramente estaban cansados, pero se acostaban con el corazón en paz.

Hay belleza en el trabajo terminado y bien hecho. Es como una participación en la actividad de Dios, que hace todas las cosas bellas hasta en el menor detalle con orden y sabiduría.

En nuestra época, que es la del automatismo, se olvida la grandeza del trabajo bien realizado. Hay algo de contemplativo en el artesano. El verdadero carpintero, que ama el bosque y conoce sus útiles, no se apresura, ni se pone nervioso. Sabe trabajar y cada gesto que realiza lo hace con precisión. La obra así realizada es bella.

En una comunidad en que se trabaja duro, con precisión y cada uno en su lugar, hay algo que unifica. Las comunidades donde hay mucho. lujo y mucho donde elegir, mucho tiempo perdido y mucha imprecisión, se convierten en comunidades tibias, en donde se desarrolla el cáncer del egoísmo.

En esta misma comunidad de Kerala hay que emplear tiempo en sacar agua para la cocina, para lavarse, beber, lavar la ropa, o regar el jardín. Una actividad tan sencilla como ésa nos mantiene cerca de la naturaleza y cerca unos de otros.

Me gusta este texto del Deuteronomio: «Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?; ni está más allá del mar, no vale decir: ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo». (Dt. 30, 11-14). La vida comunitaria en el aspecto cotidiano no está por encima de nuestras fuerzas.

En los países industrializados se ha desarrollado una vida artificial alejada de la naturaleza. Las casas están llenas de electrodomésticos, el ocio se distrae con la televisión o el cine, las ciudades son angustiosas, ruidosas, y polucionadas, los hombres y las mujeres se sienten abrumados por las largas horas de metro, de tren, de coches, y de embotellamientos. Las películas que miran y las novedades que escuchan son dramas y violencias. A todo ello hay que añadir las noticias del mundo: terremoto en Guatemala, hambre en Biafra, guerra civil en el Líbano, atentados en Irlanda del Norte, y países en que no hay libertad de prensa, donde hay tiranía, atentados, personas encerradas arbitrariamente en prisión o en hospitales psiquiátricos. Todo inquieta y enerva. Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se sienten incapaces de hacer una síntesis de todo eso. Son demasiado pequeños para acoger esas informaciones, más o menos dramáticas. Por eso se adhieren fácilmente a nuevos mitos que predican la salvación del mundo, a sectas rígidas que dicen que ostentan la verdad. Cuanto más angustiado está el hombre, más se adhiere a nuevos salvadores, a fanáticos, ya sean del orden político, psicoanalítico, religioso o místico. Quieren olvidar todo en una carrera hacia los estímulos momentáneos, a las riquezas y al prestigio.

Las comunidades deben ser testimonio de que es posible vivir humanamente, incluso dentro de nuestras estructuras actuales, sin necesidad de ser esclavos de formas de trabajo, economías inhumanas u ocios artificiales y excitantes.

La comunidad ha de ser esencialmente el lugar donde se aprenda a vivir al ritmo del hombre, con las dimensiones del corazón humano, al ritmo de la naturaleza. Estamos hechos de tierra y necesitamos el calor del sol, del agua, del mar, y del aire que se respira; somos seres naturales y las leyes de la naturaleza forman parte de nuestra carne. Esto no quiere decir que los descubrimientos científicos no sean útiles, sino que deben estar al servicio de la vida para crear un medio ambiente en el que la persona humana pueda crecer verdaderamente en todas las dimensiones de su ser, en la ciudad o en el campo, en los pueblos abandonados o en las chabolas, en los barrios lujosos o en los suburbios.

Una comunidad al principio no debe ser reunión de tropas de choque, de comandos o de héroes, sino una asamblea de personas que quieren ser testimonio de que es posible vivir juntos, amarse, celebrar y trabajar por un mundo mejor, de fraternidad y paz. Deben, en el ambiente materialista donde a menudo los hombres se ignoran o se matan, ser señal de que el amor es posible y de que para ser feliz no hace falta mucho dinero sino al contrario. El libro de Schumacher, Sonreír es maravilloso' me ha abierto muchos caminos para la reflexión. Es necesario que en nuestras comunidades se acentúe aún más la calidad de vida. Es necesario que cada día aprendamos a vivir y que encontremos nuestro ritmo de vida exterior e interior.


Dimensión política de la comunidad

Las comunidades cristianas no pueden estar fuera de la sociedad. Ante todo no son lugares para la emoción, como una droga ante la tristeza de lo cotidiano o lugares donde uno calma la propia conciencia, huyendo del presente y soñando con el más allá. Por el contrario son sitios que resurgen para ayudar a las personas a crecer en una libertad interior, para amar a todos los hombres como Jesús los ama: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos». El mensaje de Jesús es claro. Reprende a los ricos y a los orgullosos y exalta a los humildes. Las comunidades cristianas deben estar en el centro de la sociedad, visibles a los ojos de todos: «no hay que ocultar la cabeza debajo del ala»; deben ser signo de que con muy pocos recursos materiales y sin excitantes artificiales se puede tener el corazón alegre y asombrarse ante la bondad de la persona que está junto a nosotros, ante la belleza del universo que es nuestra morada; signo también de que es posible trabajar juntos para que nuestro barrio, nuestro pueblo o nuestra ciudad sean un lugar de mayor justicia, paz y amistad, de creatividad y de crecimiento humano. Las comunidades cristianas tienen entonces una dimensión política.

Me parece que algunos cristianos en nuestro país están cegados por la política. A veces son terriblemente anticomunistas y tienden a formar grupos políticos un poco fascistas porque el comunismo es el gran demonio que hay que abatir. O a la inversa, son anticapitalistas, marxistas y luchan por unas nuevas estructuras que favorecerían, según ellos, la igualdad de recursos. Estas dos tendencias preconizan a menudo una forma de centralismo nacional, para proteger la economía liberal o para nacionalizar todo.

A veces me pregunto si los cristianos no deberían emplear sus energías en crear comunidades cristianas, viviendo lo más posible según las bienaventuranzas. Estas comunidades que viven con valores distintos del progreso material, el éxito, la adquisición de riquezas o la lucha política podrían convertirse en la levadura de la masa de la sociedad. En principio no cambiarían las estructuras políticas, sino el corazón y el espíritu de las personas dentro de la sociedad, haciéndoles vislumbrar una nueva dimensión del ser humano, la de la interiorización, el amor, la contemplación, el asombro y el compartir, la dimensión en la que el débil y el pobre, lejos de ser descartados, son el centro de la sociedad.

Mi esperanza es que si este espíritu comunitario se propaga realmente, cambien las estructuras, que son el espejo de los corazones, salvo, ciertamente en el caso de las tiranías.

Esto exige que algunos trabajen ahora para mejorar o cambiar las estructuras económicas y políticas facilitando la creación de una sociedad en donde haya más justicia, un auténtico reparto y en donde las comunidades puedan enraizarse y progresar.

Las comunidades que viven pobremente, sin malgastar, muestran un nuevo estilo de vida que exige menos recursos financieros, y más capacidad de relación. ¿No es este uno de los mejores medios para destrozar el foso que crece cada día más entre los países ricos y los pobres? No se trata únicamente de que los hombres llenos de un amor universal ayuden a los países pobres a desarrollarse, sino también de revelar a los países ricos que la felicidad no está en la búsqueda desesperada de bienes materiales, sino en las relaciones sencillas y amorosas, dentro de una vida comunitaria despojada de riqueza.

En Africa y en otros países pobres, noto que las personas de los pueblos saben vivir en familia en el pueblo, incluso aunque no lo sepan «hacer» siempre eficazmente. Los misioneros que encuentro saben hacer multitud de cosas: construir colegios, hospitales, enseñar, etc., a veces, incluso, comprometerse eficazmente en la lucha política. Pero a menudo no saben vivir entre ellos; no se nota que su casa esté alegre y viva, que sea una comunidad donde todos estén a gusto, relajados, y donde se tejan profundas ligaduras de fraternidad. Esto es un poco triste porque los cristianos deben sobre todo dar testimonio de vida. Hoy es mucho más importante porque los países africanos se sienten divididos entre las tradiciones de su pueblo y el dinero y el progreso. A menudo los misioneros dan la sensación de que usan máquinas y técnicas costosas que van desde el coche al frigorífico para vivir y tener éxito. Siempre me asombran las hermanitas de Foucauld y las de la madre Teresa y muchas otras comunidades que viven mezcladas con el pueblo y dan testimonio de vida.

En nuestra comunidad de Calcuta nos preguntamos a veces qué hacemos allí. Son unas quince personas, de las que antes, algunas vivían en la calle, sin hacer nada y míseramente pues son disminuidas mentales en un barrio superpoblado de pobres, junto a la estación de Sealdah, la estación más activa del mundo. Vivíamos felices con los altibajos cotidianos, teníamos lo suficiente para comer y la oficina de Philips que nos daba trabajo. Caminábamos lentamente hacia una autonomía financiera, que no estábamos seguros de lograr. En la calle hay multitud de pobres, de hombres sin trabajo, y, un poco más lejos, en la ciudad, ricos inconscientes de su responsabilidad. Entonces nos preguntamos qué estamos haciendo. Somos una pequeña gota de agua en este vasto océano de miseria. Pero continuamente hemos de recordar que no somos los salvadores del mundo, sino una pequeña luz entre millares, que el amor es posible, que el mundo no está condenado a la dialéctica entre los oprimidos y los opresores, que la lucha de clases y de razas no es inevitable, que hay una esperanza. Y esto porque creemos que el Padre nos ama y nos envía su Espíritu para transformar nuestro corazón y conducirnos por este camino, del egoísmo hacia el amor, para que todos podamos vivir cada día más como hermanos.

Sartre no tiene razón: el otro no es el infierno. Es el cielo. Sólo se convierte en un infierno si ya estoy en él, es decir, si estoy encerrado en mis tinieblas y en mis egoísmos. Para que se convierta en cielo debo pasar del egoísmo al amor. Mis ojos y mi corazón deben cambiar.