Epílogo

Veinte siglos de amor

Aquí concluye la primera parte de la Vida de Jesús. La primera, porque una historia completa de Cristo debería prolongarse hasta el fin de los siglos. Jesús no muere al morir, no se va al resucitar, no deja de vivir al desaparecer de entre los hombres. Sigue literalmente vivo en su Iglesia, en esta aventura que aún tenemos a medio camino. Vive en su eucaristía; vive en su palabra; vive en la comunidad; vive en cada creyente; vive, incluso, en cada hombre que lucha por amar y vivir. Y estas cinco presencias son tan reales como las que los apóstoles experimentaron en Galilea o por las calles de Jerusalén. En rigor, lo que hasta aquí hemos contado es sólo el primer capítulo de una dilatadísima historia que se alarga por todos los meandros de la nuestra de hoy. Para contarla entera deberíamos hacer la de todos y cada uno de los cristianos, sus luchas, sus triunfos, sus heridas, sus defecciones y logros. Porque en cada uno de ellos en cada uno de nosotros, se realiza la «segunda navegación de Cristo».

Esto lo sintieron como nadie los primeros cristianos. Cuando él se fue de su lado es cuando empezaron a entenderle y vivirle. Charlaban, recordaban, reconstruían. Hechos y palabras que les habían desconcertado cuando él estuvo entre ellos, comenzaban ahora a tener su sentido. Se reprochaban a sí mismos el no haberlo entendido antes. Y era como el placer de reconstruir un rompecabezas facilísimo.

Y, porque le entendían, le sentían vivir en ellos, a su lado. Realmente, literalmente, la Iglesia primera es Cristo viviendo. En él se centra todo: la liturgia, la predicación, las esperanzas. No es que le recordasen, es que le experimentaban, es que le hacían revivir dentro ele sí mismos.

Desde entonces la historia de la Iglesia es la historia de ese Cristo presente, y todos los altibajos de la comunidad cristiana son también los altibajos de esa presencia vivida en plenitud u obscurecida. Sus épocas altas son sus tiempos de fidelidad. Sus momentos negros son aquellos otros en los que el prestigio, el poder humano o las luchas intestinas dejaron a Cristo en segundo lugar.

Por eso puede asegurarse que la historia verdadera de la Iglesia es la historia de sus santos, es decir: la de aquellos que intentaron calcar en sus vidas la vida de Jesús. Y, afortunadamente, en el río de los veinte siglos de cristiandad, nunca faltó esa presencia de hombres que creyeron obstinadamente en él y que apasionadamente le amaron.

Porque conocemos a Cristo para amarle y seguirle. ¡Pobre vida de Cristo la que únicamente despertase en sus lectores curiosidad o fríos conocimientos! ¡Pobre lector el que, después de pasear a la orilla del evangelio, no emprendiese él mismo un camino de seguimiento! Eso es lo que hizo siempre la mejor tradición cristiana que, en este epílogo, quisiera evocar. Somos hijos de un río de santos, de seguidores. Sólo entrar en esa corriente justifica nuestras vidas.

Pablo será el primer gran enamorado de Cristo tras su muerte. En el camino de Damasco no se limitó a conocerle, entró a ser parte de él, a ser todo él. Como ha escrito Brunot:

La sublime originalidad, la gran idea de san Pablo es haberlo visto todo y haberlo conducido todo a un centro: el Cristo muerto y resucitado, el Cristo que se incorpora a todos los creyentes para formar el hombre nuevo.

Efectivamente: el gran descubrimiento de Pablo es que el Hijo de Dios vive en cada uno de los que creen en él, los transfigura con su luz y con su vida por la resurrección. Pablo lo siente, lo sabe, lo vive. Jesús vive en él, amándole con un amor loco y haciendo de él una criatura nueva. Pablo está totalmente cogido por él, ocupado, poseído. Y capitula sin condiciones ante este amor.

Esta presencia viva de Cristo chorrea por todas sus cartas. «Mi vivir es Cristo y el morir una ganancia mía» (F1p 1, 22), «Tengo deseos de verme libre de las ataduras de este cuerpo y estar con Cristo» (F1p 1, 23), «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles y principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni todo lo que hay de más alto, ni otra criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor» (Rom 36-39), «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo y yo vivo o más bien no soy yo quien vive, sino Cristo vive en mí» (Gál 2, 19-20). Cristo es todo para Pablo, el alma de su alma, una persona cuya voz reconoce (2 Cor 13, 3), alguien de quien puede fiarse sin vacilaciones (2 Tim 1, 12), alguien que murió para que vivamos con él (2 Tim 2, 11), en quien hemos sido «injertados» (Rom 6, 5), que nos alimenta y abriga (Ef 5, 29), gracias a quien somos libres (Rom 7, 6), miembros de cuyo cuerpo somos (1 Cor 12, 27), porque él nos vivifica (1 Cor 15, 22), cuyos embajadores somos (2 Cor 5, 20), que nos enseña a caminar en el amor (Ef 5, 2), alguien a cuyo lado todo lo demás es basura (Flp 3, 8), una persona a la que podemos decir: «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12).

Pablo se convierte así en el modelo del conocedor de Cristo: alguien para quien el conocimiento se convierte en amor, el amor en seguimiento, el seguimiento en lucha apasionada por la difusión de su Reino.

Esta misma conciencia de la presencia de Cristo en sus vidas es la que conducía, gozosos, a los mártires hasta las muertes más horribles. Es la que hace proclamar a san Ignacio de Antioquía: «Para mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra» y la que le lleva a exclamar ante la muerte: «Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo».

Esa presencia hace sonreír a san Policarpo ante los tormentos porque «estaba persuadido de que el Señor estaba a su lado y sufría con él». Y la que ayuda a no temer a santa Felicidad porque «estaba segura de que en el momento del suplicio Jesús surgiría en su lugar». Y la que consigue que el diácono lionés Santo soporte con valor sus sufrimientos «porque Cristo, que en él sufría, realizaba grandes maravillas, desarmando al enemigo y mostrando, para ejemplo de los demás, que nada hay penoso cuando se ama al Padre, nada doloroso cuando se trata de dar gloria a Cristo».

¿Y qué es la historia de los antiguos padres de la Iglesia sino el asombro permanente ante los sucesivos descubrimientos de la profundidad y hondura de Cristo? Del rosario de textos maravillados déjeseme recoger algunos ejemplos:

Donde no está Jesús, se encuentran pleitos y guerras; pero donde está presente, allí todo es suavidad y paz (Orígenes).

Y antes que los astros, inmortal e inmenso, Cristo brilla más que el sol sobre los seres. Por ello, para nosotros, que creemos en él, se instaura un día de luz largo, eterno, que no se acaba (San Hipólito).

El súmmum del apostolado, la ciencia de la perfección consiste en vender todo cuanto se posee, darlo a los pobres para, libre y desligado de toda atadura, elevarse al cielo hacia Cristo (San Jerónimo).

Hablemos siempre de él. Si hablamos de sabiduría, él es la sabiduría. Si de virtud, él es la virtud. Si de justicia, él es la justicia. Si de paz, él es la paz. Si de la verdad, la vida, la redención, él es todo eso (San Ambrosio).

Jesucristo es el mismo hoy que ayer y para siempre; es decir, que se trata de un misterio siempre nuevo, que ninguna comprensión humana puede hacer que envejezca (San Máximo, confesor).

Tú estás por encima de todo nombre; ninguna palabra escrita puede expresarte, ninguna inteligencia te comprende, ningún espíritu es capaz de abarcarte. Tú solo eres, porque Tú eres fuente de todo lo que existe, de todo lo comunicable, porque todo conocimiento procede de ti, todas las criaturas te rinden homanaje. ¡Oh, tú, Cristo, que estás por encima de todo! (San Gregorio Nacianceno).

Tarde te conocí, oh Cristo. Yo iba en busca de la fuerza necesaria y no la encontraba porque no tenía entre mis brazos ami Señor Jesús, no era discípulo humilde del humilde Maestro. El es la patria a donde vamos. El es el camino por donde vamos. Vayamos por él a él y no nos extraviaremos (San Agustín).

Lo que en los padres de la Iglesia era veneración, adoración, asombro se vuelve íntima ternura en los mejores cristianos medievales. Ahora no es la majestad de Cristo lo que ante todo se vive, sino su caliente humanidad. San Benito recordará que la regla benedictina es paz, «que es tanto como decir Jesús, porque realmente él es nuestra paz». Y pondrá como centro de toda santidad el «no anteponerse cosa alguna al amor de Cristo, nada absolutamente».

Y san Francisco de Asís, tal vez el hombre que más se ha parecido a Cristo en toda la historia, no tendrá otra vida que la de arder en su llama:

¿Quién eres tú, mi amado Señor y Dios y quién soy yo? El más pobre gusano de la tierra entre tus siervos. Señor mío muy amado ¡cuánto te quisiera amar! Señor mío y Dios mío, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero con cuánta alegría quisiera más por tu amor, si supiera cómo.

Toda la conmoción del cristianismo ante la figura de Jesús inundará la personalidad de san Bernardo que llevaba en su alma «una grande y suave herida de amor grande» y que reconocía que Cristo estaba más dentro de él que él mismo. Conmueve aún hoy su ternura ante los padecimientos de Cristo:

Yo le componía de todas las tristezas y todas las angustias de mi Señor ese hacecillo de mirra, primero de sus penalidades de niño, luego de los trabajos y fatigas que soportó en el curso de sus predicaciones, de sus vigilias en la oración, de sus tentaciones en el desierto, de sus lágrimas de compasión, de las injurias, de las bofetadas, de los sarcasmos, de las mofas y los clavos.

¿Y cómo no recordar aquella ingenua y emocionante oración a Cristo que escribiera san Patricio, el patrón y evangelizador de Irlanda?

Cristo conmigo, Cristo delante de mi, Cristo detrás de mí, Cristo dentro de mí, Cristo debajo de mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo en la fortaleza, Cristo en el asiento del carro, Cristo en la popa de la nave, Cristo en el corazón de todo hombre que piensa en mi, Cristo en la casa de todo hombre que hable de mí, Cristo en todos los ojos que me ven, Cristo en todos los oídos que me oyen.

Y no debo olvidarme de santo Tomás que sobre su mesa tuvo siempre las que eran las dos fuentes de su inspiración teológica: los evangelios y el crucifijo, y que, al final de su vida, habría dado todos sus libros escritos por un poco más de amor. Verdaderamente su pasión por Jesús valía más que toda su ciencia:

Yo te amo y estoy maravillado ante ti, yo te bendigo. Por los beneficios que me has hecho y de los cuales yo soy indigno, yo te amo porque tú eres digno de amor y porque tú me has llamado. Porque tú eres bienhechor y has tomado mi corazón. Porque eres indulgente y perdonas mis pecados. Porque te inclinas al perdón y has olvidado mis ofensas. Porque eres eterno y me mantienes viviente.

Y será de nuevo el amor a Cristo lo que alimentará las vidas de los grandes santos del siglo de oro. San Ignacio, que centraría toda la santidad en la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, escribía a los estudiantes jesuitas de Coimbra:

Sobre todo quería que os ejercitaseis en el puro amor de Jesucristo. nuestro Redentor, y en el deseo de su honra y de la salud de las ánimas que él reparó tan a su costa, pues sois soldados suyos con especial título.

Y Teresa será la gran apasionada de la humanidad de su «buen amigo», su «buen capitán». Y lo será desde el día en que verdaderamente se encontró con él:

Pues andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en la casa. Era de Cristo muy llagado, y tan devota que, mirándole, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y arrojéme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle.

Y san Juan de la Cruz le encontrará en la cima de la mística para gritar:

Tú no me quitarás, Dios mío, lo que de una vez me diste en tu único Hijo, Jesucristo, en quien me das todo lo que quiero.

Y en el siglo XIX, el frío siglo del racionalismo, el cura de Ars proclamará que «nadie es tan amado en el mundo, aun en nuestros días, como Jesucristo». Y la pequeña Teresa de Lisieux gritará que «Jesús es un abismo cuya profundidad no se puede sondear». Y el cardenal Newman, que proclamaba que «un auténtico cristiano no puede oír el nombre de Cristo sin emoción», la experimentaba él mismo en sus palabras:

Aguardan la venida de Cristo los que sienten por él una devoción tierna e impaciente, se alimentan con su recuerdo, están suspendidos de sus labios y viven de sus sonrisas. Todo lo que os lo recuerda excita y él es el primer pensamiento que os asalta al levantaros por la mañana. ¿Sabéis lo que es vivir del afecto y de la ternura hacia un amigo que está cerca de vosotros? Vuestros ojos adivinan los suyos, leéis en su alma, el menor cambio de su actitud tiene un significado para vosotros, os adelantáis a sus deseos y necesidades.

No menos emoción hay en las palabras del gran predicador que fue Lacordaire:

Aquí abajo se encuentra a Jesucristo como se puede encontrar a cualquier otro hombre. Un día, a la vuelta de una esquina, en un sendero solitario, uno se para, escucha una voz que dice a la conciencia: ha aquí a Jesucristo. Momento celeste en el que, después de tantas bellezas como uno ha gustado y le han decepcionado, uno se encuentra con una mirada y una belleza que no engañan. Se puede decir que es un sueño cuando no se le ha conocido, pero aquellos que le han visto saben que ya jamás podrán olvidarlo. Este descubrimiento de Jesús cambia radicalmente la vida. Se puede perder a Jesús al salir de la infancia, porque no se le ha conocido más que a través de otros, sobre las rodillas de la madre, tal vez; pero cuando Jesús llega a ser algo propio, el fruto de nuestra experiencia personal y de nuestra madurez, nada puede ya conmovernos con más cándida certeza. Realmente para un cristiano lo único dificil es saber hasta qué punto ama a Jesucristo y qué sacrificios está dispuesto y es capaz de hacer por él.

Y ¿cómo olvidar las conmovidas y conmovedoras palabras que el cardenal Mercier dirigía a sus sacerdotes?:

Hay muchas personas interesadas en disminuir a Cristo. Ahora bien, si nos quitan a Nuestro Señor, nos arrancan el corazón y nos dejan fríos y helados al borde de la noche cuando están para caer las sombras que nos abatirían en la desesperanza y en la angustia, esa angustia tremenda de los que no creen en Cristo. Quédate con nosotros, Señor, porque está atardeciendo. Existe la tendencia en los tiempos actuales de transformar la vida en un moralismo puro, en el cristianismo sin Cristo que equivaldría no a un árbol sin fruto, sino a un fruto sin árbol.

Los grandes teólogos de nuestro siglo descubrirán que la esencia del cristianismo es Jesús, amarle, seguirle. Lo proclama Romano Guardini:

No hay doctrina, ni sistema de valores morales, ni actitud religiosa, ni programa de vida susceptibles de ser desgajados de la persona de Cristo y de los que pueda decirse: he ahí el cristianismo. El cristianismo es él mismo. Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que su ritmo viene determinado por él. No es cristiano lo que no le contenga. La persona de Cristo es cristianismo. Y si alguno preguntara qué hay de cierto en la vida y en la muerte, tan cierto que todo lo demás pueda fundamentarse en ello, la respuesta es: el amor de Cristo.

Ese amor de Cristo que invadió toda la vida de uno de los grandes profetas de nuestro tiempo, Teilhard de Chardin:

En mi marcha por la vida pude ver y descubrir que todas las cosas están centradas en un punto, en una persona, y esta persona eres tú, Jesús. Jesús, sé para mi el verdadero mundo. Que todo lo que hay en el mundo tenga vuestra influencia sobre mí, se transforme cada vez más en Vos por mi esfuerzo.

Es absolutamente necesario que Cristo ocupe mi vida, toda mi vida. Debo tener conciencia de que Cristo crece y se desarrolla en mí, no sólo a base de ascética y sufrimiento, sino a través de todo esfuerzo positivo que yo sea capaz de hacer, con todo lo que me perfeccione naturalmente en mis conquistas humanas. Porque la contribución cristiana al progreso del hombre, no es simplemente una cuestión de impulsar una tarea humana, sino de completar de algún modo a Cristo.

¿ Y cómo olvidar que la figura de Jesús ha sido el eje, el centro, el alma del pensamiento de los últimos pontífices?

Cristo es la cumbre y el dueño de toda la historia. El punto más luminoso de las conquistas y de las ascensiones humanas y cristianas es el contacto directo con Jesús. El es la herencia más preciosa de los siglos. El único camino para no perderse, la única verdad para no errar, la única vida para no morir, sigue siendo Cristo. Sin Jesús, sin una fe viva, una gozosa esperanza y una caridad activa en él y hacia él, nuestra vida perdería todo su significado (Juan XXIII).

Que no se cierna sobre nosotros otra luz si no es Cristo, luz del mundo. Que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro. Que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles. Que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: he aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos (Pablo VI).

¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ¿Qué teméis? Tened confianza en él. Arriesgaos a seguirlo. Esto exige, evidentemente, que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra «prudencia», de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de vuestras costumbres no cristianas que quizá habéis adquirido. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con él todas vuestras dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en él o, por decirlo así, sean «cristificados». Yo os deseo que, con Cristo, reconozcáis a Dios como el principio y el fin de vuestra existencia (Juan Pablo II).

¿Y nosotros, nosotros, pobres y pequeñas gentes que aún apenas hemos logrado vislumbrar su grandeza? ¿Qué nos queda a nosotros sino volvernos a él para pedirle que nos permita ver su rostro, verle, conocerle, amarle, seguirle? Han pasado veinte siglos desde que se fue de nuestro lado. Y nosotros, como la antigua dama cuyo marido marchó a las cruzadas, nos preguntamos a veces si volverá de veras o si quedó tal vez muerto en cualquiera de los vericuetos de la historia. Nos llegan a veces noticias de él. Noticias confusas. Alguien dice que le ha visto. Pero no sabe muy bien dónde. No sabe siquiera con certeza si el que vio era él o alguien parecido. Y, mientras, los caballeros de este mundo el poder, el dinero, el egoísmo, el placer se ríen de nosotros, esposa abandonada, y nos ofrecen sus lechos floridos. ¿Cómo tener el coraje de seguir esperándote? ¡Ay, cuántos trozos de fe y de esperanza perdimos en el camino de nuestras vidas! No es la nuestra una generación creyente como la primera. Tal vez, nos repiten a derecha e izquierda, que tú seas un sueño. O un ideal imposible.

Y, sin embargo, nosotros seguimos esperándote, Señor. Absurdamente quizá. Pero apasionadamente. Y es que sabemos que la única llama que queda en nuestro hogar, que ese rescoldo de fe batida por los vientos, certifica aún hoy cuánto te necesitamos. Y es que sabemos que, allá, en el fondo de nuestros corazones, se sigue alzando la misma gran voz de la esperanza de los primeros cristianos: «Marana tha», es decir: «Ven, Señor Jesús».

Porque sabemos que tú vendrás, estás viniendo. O quizá no te has ido. Estás detrás del velo de nuestra ciega mediocridad. Quizá basten sólo unos céntimos de fe para comprobar que tú estás con nosotros. Para descubrir que, a fin de cuentas, sólo hay un problema: saber hasta qué punto te amamos y estamos dispuestos a seguirte.