25 Con sus amigos en Galilea

Como si todo volviera a empezar. El evangelio no podía concluir en las ásperas tierras de Judea. La hora de la gran intimidad definitiva no podía tener otro marco que el de Galilea y en primavera. Entre estas colinas, junto a este lago había comenzado. Aquí descubrió Jesús la amistad con «sus» doce, aquí vivió las horas más alegres de su vida. Aquí tenía, pues, que dar los primeros pasos de su sobrevida. En Galilea surgió el grupo de los doce; en Galilea tendría que nacer el colegio apostólico con su misión universal y eterna.

Nos gustaría conocer todo tipo de detalles en torno a este regreso. Si duró cuarenta días como parecen indicar los evangelios —aunque puede muy bien tratarse de un número puramente simbólico— quisiéramos saberlo todo sobre ellos. Cómo y cuántas veces se apareció a sus amigos; si se trataba de apariciones momentáneas o de largas charlas de amistad; si fueron cuarenta días de una renovada convivencia.

Pero nuevamente están aquí los evangelios llenos de lagunas, como si tuvieran un especialísimo interés en señalar que no se escribían para nuestra curiosidad, sino sólo para nuestra fe. Juan lo señalaría con toda exactitud:

Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre (Jn 20, 30-31).

De eso se trataba, no de hacer historia, ni de saciar curiosidades, sino de hacer nacer una fe y de participar de una vida. Y ni la fe ni la vida necesitan de la exactitud cronométrica.


Encuentro junto al mar

Es Juan quien describe más minuciosamente el tercer encuentro de Jesús con los suyos junto al mar de Genezaret, al que, siguiendo la costumbre de la época, llama el mar de Tiberíades, dada la importancia que la ciudad dedicada al emperador había tomado en tiempos de Jesús.

Los doce Juan sigue llamándoles así, aunque ya sean sólo once se habían reagrupado en torno a Pedro, siguiendo la consigna dada por su Señor. ¡Nada menos que ocho veces repetirá esta palabra —Señor— Juan en este capítulo! Los miedos habían pasado ya y el Maestro había vuelto a ser entronizado en todos los corazones.

Como en los primeros días de su amistad se encuentran nerviosos e indecisos. ¿Cuándo se les mostrará el Maestro? ¿Cómo aparecerá? Mientras le esperan hablan, reconstruyen, recuerdan. De la traición de Pedro parecen haberse olvidado: han venido a vivir a su casa, siguen considerándole su jefe natural, saben que cuando Jesús reaparezca lo hará allí donde Pedro esté.

Juan subraya, inmediatamente después de la de Pedro, la presencia de Tomás que parece querer compensar su lentitud en creer con su mayor esfuerzo de amor. No se separa de Pedro ahora: ¡A él no vuelve a ocurrirle lo de la otra vez! Se pasará la vida, si es preciso, en la primera fila de los que esperan.

Subraya también Juan la presencia de Natanael, a quien cl mismo evangelista ha presentado al comienzo de su evangelio como especialmente versado en el conocimiento de las sagradas Escrituras (Jn 1, 45). Tal vez en estos días actuaba un poco de maestro de los demás y les explicaba las profecías como Jesús hiciera con los dos de Emaús.

Estaban juntos. Han consumido largas horas en conversar y recordar. Han meditado unidos, han rezado en común. Y su charla les hace casi olvidarse de comer. Pero Pedro es el dueño de la casa, tiene que atender a sus huéspedes. Tal vez su mujer o su suegra le han dicho que charlar está muy bien pero que tantos huéspedes juntos han terminado ya con las reservas de la despensa. Es hora de acordarse del trabajo. Y Pedro no conoce otro que el de su oficio de pescador.

Dice con sencillez a sus amigos: Me voy a pescar (Jn 21, 3). Ellos le escucharon un poco avergonzados: con tanta charla no se habían dado cuenta de que las provisiones de su amigo no podían ser interminables. Vamos también nosotros contigo, le dicen. Volvían a sentirse camaradas. Todo regresaba a los antiguos tiempos, concluido el peregrinar siguiendo a Jesús.


La red vacía

El mar despertaba en ellos cientos de evocaciones. Sobre esta misma barca habían vivido junto al Maestro las horas más felices y llenas de sus vidas; aquí oyeron su voz y presenciaron sus prodigios. Charlaban, reían, bromeaban.

Pero pronto la realidad les alejó de los recuerdos. Pasaban las horas y la red seguía vacía. ¿Es que se habían escondido todos los peces? Cambiaban de posiciones y de lugares y, cuando más, sacaban pececillos miserables que arrojaban, casi con cólera, de nuevo al mar. Habían conocido noches como ésta y sabían que era parte de su oficio el fracasar de vez en cuando. Pero recordaban pocas tan estériles como ésta. Sus brazos estaban ya fatigados y la noche se les hacía interminable. Pero no se resignaban a volver de vacío.

En una de las largadas, junto a la costa, casi ya en pleno amanecer, divisaron en la orilla una figura humana: un hombre que parecía joven y que les hacía gestos de acercarse. Lo hicieron intrigados. Entonces el extraño les hizo una pregunta que les encolerizó: Muchachos ¿tenéis algo que comer? (Jn 21, 5). Le hubieran golpeado de haberlo tenido cerca. Nada le cuesta más a un pescador o a un cazador que confesar su fracaso y la cosa resulta más chusca cuando un desconocido formula esa pregunta tras una larga noche de fatigar inútilmente.

Pero hasta para encolerizarse estaban demasiado fatigados. No, respondieron secamente. Mas el desconocido no pareció darse por satisfecho con la respuesta: Echad la red a la derecha, dijo, y hallaréis (Jn 21, 6). El consejo les pareció más absurdo aún que la pregunta. Habían echado la red a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo, al sur y al norte. ¿Y ahora venía este desconocido a darles consejos, a ellos, pescadores de toda la vida?

No obstante la noche y el silencio les envolvían en su misterio. Quizá en su interior un subconsciente les hacía recordar que otra vez alguien les había dado un consejo parecido y terminaron con las redes estallando de pesca. Se dejaron envolver por el misterio y, como autómatas, obedecieron.

Y, a los pocos momentos, un tirón en la red les sacudió. Tenía peces. Ahora fueron ellos quienes tiraron y se dieron cuenta de que apenas podían con ella. Sus ojos se volvieron a la orilla y vieron cómo el desconocido se había alejado unos pasos y estaba encendiendo una hoguera. La luz de las llamas y una corazonada hicieron hablar a Juan: ¡Es el Señor! (Jn 21, 7).

Lo que en Juan fue una corazonada, se convirtió para Pedro en una certeza. Y ésta en una decisión. Ahora se dio cuenta Pedro de que estaba desnudo o casi, como suelen hacer los pescadores aún hoy en Tiberíades. Pero no se entretuvo en ponerse la túnica: se la enrolló al cuello y se tiró al agua. Sus compañeros le miraron moviendo la cabeza, riéndose casi de la impetuosidad de su jefe que ni paciencia tenía para esperar a que arrastrasen la barca hasta la orilla.

Cuando Pedro llegó a ella, se sacudió el agua, se calzó la túnica y corrió hacia el Señor. Nunca sabremos —aunque podemos imaginárnoslo— cómo fue el encuentro de los dos amigos, del Maestro y el discípulo.


Pan y peces

Al llegar los demás, no percibieron en Cristo signo ninguno de majestad. Era el de siempre. Estaba inclinado sobre el fuego en el que se asaba un pez. Junto a la hoguera había un poco de pan. Traed algunos de los peces que habéis pescado. ahora, les dijo Jesús (Jn 21, 10). Podía haber pensado en repartir, multiplicándolo, el que tenía al fuego. Pero todo milagro resultaría pequeño junto al enorme de volver a estar entre ellos.

Regresaron entonces ellos a su red que habían dejado medio abandonada en la playa. Ya no tenían prisa. Era él, estaba con ellos. Volvieron a sentirse pescadores y se entregaron a la alegre tarea de contar lo pescado: ¡Ciento cincuenta y tres de los grandes! Se asombraban de que la red hubiera resistido tanto peso.

Y ahora volvían junto a él, felices ya y seguros. Y —comenta el evangelista— ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle. ¿tú quién eres? sabiendo que era el Señor. Y no era tanto el número de peces pescados lo que les había convencido, cuanto su modo de actuar: era el Maestro de siempre, volvía a estar entre ellos como entre viejos amigos, amable, sencillo, bondadoso, exquisito. Vieron aquel tan especial modo suyo de partir y repartir el pan y sus ojos terminaron de abrirse. Como los de los dos de Emaús.


Tres preguntas a Pedro

Cuando todos hubieron reparado sus fuerzas —estaban cansados— el Maestro comenzó a hablar. Le gustaba hacerlo en esa intimidad de los comensales saciados. Son muchas las cosas importantes hechas y dichas por Jesús en las sobremesas. Ahora va a robustecer el papel de Pedro entre los suyos.

Aunque todo hace pensar que, para sus compañeros, Pedro seguía siendo el jefe del colegio apostólico, no cabe duda de que su autoridad moral había quedado herida tras las negaciones de la noche del jueves. En cierto modo todos se sentían un poco avergonzados de él y su traición les servía de coartada de sus respectivas traiciones. ¡Al menos Pedro debía haber resistido! pensaban, como si, con ello, todos quedaran de algún modo justificados.

Era necesario, por ello, que Jesús reafirmase la autoridad de aquella «piedra» sobre la que pensaba fundar su Iglesia. Y lo hará con su estilo, cordial y expresivo al mismo tiempo.

Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, Barjona, ¿me quieres más que éstos? El dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, Barjona ¿me quieres? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le dijo: Simón, Barjona, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús: apacienta mis ovejas (Jn 21, 15-18).

La narración de Juan es viva y sencilla. No nos dice si las tres preguntas se hicieron a Pedro seguidas. Lo más probable es que mediaran entre ellas largos intervalos, igual que mediaron entre las tres negaciones del jueves.

Lo que es evidente es que esa triple repetición de pregunta, respuesta y misión, encierra una muy especial solemnidad. No es un puro juego de frases amistosas. Tal como comenta Bernard:

En este momento Jesús une definitivamente consigo a Pedro, en la vida y en la muerte. Anteriormente le había prometido hacer de él la roca inquebrantable de la Iglesia (Mt 16, 18-19); hoy le consagra como pastor del gran rebaño. Después de haberle investido de la perpetuidad, le confiere la universalidad. La distinción de corderos y ovejas no parece designar especialmente a los fieles y a la jerarquía en el rebaño de Cristo, sino sencillamente la totalidad de pequeños y grandes. La solidez perpetua de la roca ha sido ligada a la firmeza de la fe, a la inteligencia de la revelación de los misterios. La universalidad del pastor queda unida a la elevada calidad del amor, a la profunda realidad de la adhesión a la persona misma de Jesús.


El cayado del pastor

Pero no entenderemos plenamente el sentido de la escena si no nos trasportamos de algún modo a la cultura pastoril en que estas palabras fueron dichas. Para el hombre moderno la imagen del pastor se ha poblado de connotaciones románticas y el rebaño ha pasado a usarse en un sentido despectivo y «borreguil». Al hombre moderno no le gusta ser «oveja» y difícilmente se entusiasmará con la idea de ser pastor.

No era así en tiempos de Jesús. A él le gustaba presentarse como el pastor de un rebaño. El era «el buen pastor» por antonomasia. Veía a sus doce y a todos cuantos creerían en él por los siglos de los siglos como las ovejas por las que daría la vida.

Por eso, al morir, no pensó dejar al frente de los suyos un «jefe», un «líder», un «director», un «monarca». Sino un pastor. Como él lo había sido. Por eso pasará a Pedro su cayado pastoral, para que lo lleve hasta su muerte y lo legue, a su vez, a sus sucesores. Mediante las palabras «apacienta mis corderos» Jesús está confiando a Pedro su Iglesia. Pero de un modo muy especial, mucho más vital de lo que pudiera encerrar el solo concepto de autoridad.

Para entenderlo tenemos que profundizar en la vasta gama de conceptos que el lenguaje bíblico-oriental encerraba en la figura del pastor. El pastor judío y su grey viven en contacto muy estrecho. Comparten la misma vida: día y noche, viento y sol, calma y tempestad. El pastor ha visto nacer a cada una de las ovejas; a su lado crecen; él vive con ellas día y noche en plena soledad. El las conoce una por una y ellas le conocen a él. Ha puesto a todas su nombre; de cada una sabe las costumbres y gustos. Ellas pueden distinguir su voz entre mil y la seguirían hasta el fin del mundo porque saben que les lleva a los buenos pastos.

El pastoreo no era para los orientales una profesión menos importante. Los antiguos soberanos de los sumerios, los acadios o los egipcios gustaban presentarse como pastores de sus súbditos, queriendo expresar con qué mimo se cuidaban de ellos. Hammurapi, el rey de Babilonia, se presenta a sí mismo como el pastor, el predilecto del Dios Marduk, el pastor cuyo bastón es justo, el que conduce a las gentes hacia lugares seguros, el que ha cuidado los pastos y las fuentes de las ciudades de Lagasch y' Girsu. También en Egipto el faraón es presentado como el buen pastor.

El antiguo testamento adoptó todas estas imágenes. Los reyes de Israel son presentados como «pastores» de su pueblo, llamados a guiarle a los pastos de vida (Jer 3, 15; 23, 2; Ez 34 2-16; 37, 24; l s 56, 11; Zac 10, 3). En el mundo bíblico la imagen del pastor no tiene nada de idílico. Vive en un mundo dificil, hosco, en el que no faltan las fieras ni los bandoleros. Por eso tiene que ser hombre de energía, dispuesto a luchar por sus ovejas y quizá a dejar la vida en esa lucha. David tuvo que demostrar varias veces ese coraje enfrentándose a las fieras para defender su rebaño.

Cuando Cristo se vuelve a Pedro para pedirle que se encargue de su rebaño le está dando una consigna de lucha. Pedro recibe una hermosa pero dura y peligrosa tarea. Así lo entiende él, así lo comprenden los demás apóstoles. Jesús da a Pedro una autoridad, pero ante todo una consigna de guerra contra los lobos que no faltarán para la fe. Nombrarle pastor es algo muy parecido a nombrarle roca que resistirá los embates del infierno. Pedro lo asume, pues, mucho más que como un honor, como una consigna de martirio. Las palabras posteriores de Cristo lo confirmarán.


Pedro y sus sucesores

Pero antes de seguir leyendo el texto de Juan tenemos que detenernos para subrayar que este cargo y encargo dado a Pedro es mucho más que algo puramente personal. Pedro no es inmortal. Las palabras siguientes de Jesús van a recordarlo. La consigna, pues, que Cristo le da tiene que tener un significado especial, más largo que la vida personal de Pedro.

Si Cristo habla de un rebaño permanente que va a prolongarse por los siglos, es claro que también habla de un pastoreo permanente, que durará después de la muerte de este pastor concreto. Jesús está realmente introduciendo en la historia religiosa de la humanidad una institución llamada a durar tanto como la fe en Jesús. Más claro: está instituyendo una dinastía de pastores. No dinastía carnal y trasmisible por la sangre, pero sí una dinastía del espíritu. Pedro será el primer pastor de esa serie en la que nunca le faltarán sucesores. El pastoreo durará tanto como la roca, es decir: tanto como la humanidad.

Aquí empezó una historia que sigue en pie veinte siglos después. En aquella orilla del mar de Galilea nació el papado. Cuando hace pocos años Pablo VI besaba aquella roca, sobre la que la tradición coloca esta escena, estaba regresando a sus verdaderos orígenes. El papado no nace del poder imperial de Constantino, ni de una Iglesia —la romana que fue más o menos importante en los primeros siglos. Nace de aquel pescador que fue un día investido de un poder y encargado de una tarea gigantesca.

Y no se les encargó esta tarea en premio a su santidad, ni porque Pedro fuera mejor que los demás apóstoles. Cristo quiso unir la entrega de este poder al recuerdo de una triple traición. No porque gustase de urgar en la herida, sino porque quería que quedase claro que el papel de Pedro y el de sus sucesores— no se debería ni a su santidad personal, ni a su inteligencia, ni a sus posibles poder y riqueza, sino a la simple voluntad amorosa de Cristo. Sobre la silla de los sucesores de Pedro ha habido desde entonces santidad y pecado, se han alternado la humildad y el orgullo, hubo a veces pobreza y otras enriquecimiento. Lo único que hubo siempre, lo único por lo que esa silla ha sido y será importante, es la continuidad de esa misión de pastoreo encomendada por Jesús. Esta y no otra es la razón por la que las ovejas de hoy nos sentimos ligadas al Pedro de hoy.


Una escena misteriosa

Juan ha querido añadir a esta escena otra que nos resulta misteriosa: Cristo va a anunciar a Pedro lo duro y trágico de su destino personal. Ya no eres joven, le dice, aunque aún no eres un anciano, pero llegará un día en el que Pedro conocerá vejez y cautividad y padecerá muerte violenta: te llevarán a donde tú no quieras (Jn 21, 18). Pedro, que va a seguir a Cristo en el pastoreo, le seguirá también en la muerte y en la persecución.

¿Qué piensan los apóstoles al oír estas cosas? Creían quizá que el dolor había concluido con la resurrección. Pensaban que, al menos, Jesús les dejaría disfrutar por algún tiempo la pura alegría de sentirle y saberle vencedor. ¿Por qué enturbiar estos cortos momentos de felicidad?

Jesús no quiere sueños. Su resurrección no detiene la historia humana, ni pulveriza el mal en el corazón de los hombres. Los suyos tendrán que continuar luchando, deberán seguir, cada uno, incorporándose a su resurrección. Y no llegarán a ella por otro camino que el del dolor, la persecución y la muerte.

Cuando Jesús desaparece en esta hermosa mañana de primavera, los apóstoles no saben si estar alegres o angustiados. Todo se ha mezclado en el breve plazo de unas horas: el encuentro con el Maestro amado, el gozo de compartir con él la conversación y la comida, el descubrimiento del perdón a todas sus traiciones simbolizadas en la de Pedro, la seguridad de saber que siempre contarán con un pastor que les defienda... y la certeza de saber que el horizonte de la pequeña comunidad que están formando será duro, dificil y sangriento. Seguramente regresaron silenciosos y pensativos hacia sus casas. Eran demasiadas cosas para sus pobres cabezas de pescadores.


La aparición a los quinientos

¿Qué ocurrió después? ¿Qué otros encuentros tuvo Jesús con los suyos? Sabemos muy poco de estos últimos días. Pero no necesitamos forzar nuestra imaginación para pensar que Pedro —amigo de pasar a la acción sin vacilaciones— comenzó a reunir a todos los antiguos discípulos de Jesús y a contarles cuanto los once habían visto y vivido. En muchos era probablemente más fuerte el miedo que la fe, pero en no pocos el viejo amor a Jesús renacía.

Probablemente en este marco hay que situar la aparición a quinientos hermanos de la que nos habla san Pablo (1 Cor 15, 6). Una reunión tan numerosa no pudo ser fruto del azar, sino del hecho de que los primeros creyentes estaban volviendo a reunirse para hablar de Jesús.

Y quizá esta aparición coincide con la que Mateo coloca en la última página de su evangelio. Fue, posiblemente, en el mismo monte donde Jesús proclamara un día sus bienaventuranzas. Es comprensible que los primeros discípulos regresasen a los lugares donde conocieron a Jesús y donde su fe había nacido. Quizá incluso podemos pensar que hubo una cita del Maestro dada la importancia de las cosas que tenía que decir.

Mateo confiere a la escena una muy especial grandeza. Están los once, y quizá esa multitud de que habla san Pablo, esperándole en el monte. Y esta vez no ocurre todo con la sencillez con que tuvo lugar el encuentro del lago. Parece que los discípulos ven venir a Cristo de un lugar entre el cielo y la tierra, movido por un gran ímpetu, tan grande como el poder que va a conferir a los suyos. Viene con paso firme. Impresiona. Tanto que viéndole, se postraron (Mt 28, 17). Esta vez su postura ante él era de adoración, como si ahora vieran en él más al Dios que era que al compañero que había sido.


La misión

Y Jesús comienza a hablar. No hay apariciones mudas. Jesús no se aparece para asombrar y ni siquiera para probar su resurrección. Lo hace porque tiene algo que decir a los suyos. Y las palabras que pronuncia son tan suyas que bastarían para identificarle. Vuelve a hablar de lo que siempre habló: del reino de Dios que anunció en este monte. Pero ahora todo es más claro, ya no hay veladuras. El reino de Dios ya se ha realizado en él. Y habla con autoridad, con una verdad que no es de este mundo. Pero no son palabras mágicas, de ultratumba, sino palabras de eternidad. Oyéndole hablar y experimentando su presencia los apóstoles ven realizado lo que les anunciara: Ven venir en poder el reino de Dios (Mc 9, 1) y ven al Hijo de hombre venir ya en su reino (Mt 16, 26).

Jesús hace ahora tres declaraciones de importancia capital para sus discípulos. Declaraciones que ellos grabaron muy bien en sus mentes.

Afirma, en primer lugar, que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18). Ya hemos oído de labios de Jesús declaraciones parecidas, particularmente en la oración tras la última cena (Jn 17 2-5). Este todo poder no es, pues, nuevo en él, pero ahora su condición de resucitado le permite desplegarlo en toda dirección y ejercerlo en toda su intensidad. Es un poder que le ha sido dado por el Padre, cuyo enviado es. Es un poder sobre el cielo, es decir: sobre cuanto a Dios se refiere; y sobre la tierra, es decir: sobre cuanto atañe a los hombres. En su persona se juntan los destinos del hombre y de Dios, con lo que afirma su soberano poder de hombre-Dios.

De este poder se derivará la misión que, a continuación, va a encomendar a los suyos. Misión que es, a la vez, una orden y una fuerza, un mandato y una gracia para realizarla. Esta gracia conducirá a los discípulos a la conquista del mundo. Pero no a una conquista militar o dominadora. Se trata de una penetración espiritual que respetará la libertad de cuantos la reciban. Id a todas las gentes, les dice. Hay que romper ya el estrecho círculo de Israel al que hasta ahora nos hemos limitado. Habrá que emprender el camino de las naciones, porque todas pueden convertirse en campo de siembra y recolección, en todas hay ovejas que pueden y deben formar parte de este redil (Mt 9, 36; Jn 10, 16). El horizonte se ensancha. Los apóstoles harán lo que Jesús solamente ha comenzado. Porque ahora él se va al Padre (Jn 14, 12).

Jesús señala después las tres grandes tareas de este ministerio apostólico, unidas las tres en la función de elevar la humanidad hacia Dios. Y no hacia un Dios abstracto, sino al Dios personal cuya vida deberán compartir cuantos crean en Cristo.

La primera tarea es una enseñanza doctrinal. Los apóstoles deberán mostrar la revelación a las naciones, trasmitir cuanto el Maestro les ha enseñado. Los espíritus tendrán que ser abiertos para que puedan saltar desde el materialismo a la fe.

La segunda tarea es de manifestación de lo sagrado. Los hombres no son espíritus puros. No bastará, por tanto, iluminar sus mentes. La iniciación intelectual habrá de ir acompañada por una iniciación sacramental en la que lo sensible —un agua que cae sobre las cabezas— sea signo visible de lo espiritual una participación de la vida de aquel en quien se cree.

Pero tampoco bastará con mostrar la revelación y bautizar: los que crean, tendrán que trasformar su vida y, para ello, los apóstoles tendrán que enseñarles a cumplir cuanto Jesús mandó a los suyos. No será suficiente conocer teóricamente sus enseñanzas; los creyentes tendrán que ser transformados, deberán participar de una nueva vida interior.


La presencia viva

Junto a la orden y la misión, los apóstoles reciben una promesa, la más decisiva e importante: Jesús seguirá con ellos: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20).

¿Qué presencia es ésta que promete? No es simplemente esa con la que Dios está en todas partes. Jesús habla aquí de una presencia especial; habla como un jefe y un amigo que se queda, como un hermano, entre los demás. Ahora volverá a su gloria, pero, de un modo misterioso que no explica, seguirá entre los suyos. Su Iglesia recién nacida no quedará huérfana.

Si leemos las páginas de los Hechos de los apóstoles que nos cuentan la vida de la primera comunidad cristiana, pronto descubriremos que no hay en ella mayor certeza, realidad más viva, que la de esta presencia de Jesús entre ellos. Así como la presencia de Yahvé domina todas y cada una de las páginas del antiguo testamento, así la de Jesús llena todas las del nuevo. Esa presencia que ¡ay! los hombres de hoy apenas sentimos.

Pero Jesús promete mantenerla hasta el final de los siglos. No estuvo más presente en su Iglesia primitiva que lo esté hoy en la nuestra. Es el hombre el que se ha vuelto sordo e insensible.

¿Qué experimentaron los apóstoles al oír todas estas cosas? Eran demasiadas para sus pobres oídos. Sólo más tarde, bajo el influjo del Espíritu santo, las entenderían. En pocas jornadas habían sido testigos de realidades tan vertiginosas como la constitución de la Iglesia, la aclaración del primado de Pedro, el envío de todos ellos al mundo entero para transformarlo, la promesa de una presencia viva y permanente de aquel a quien pocos días antes creían muerto y perdido para siempre. Tenían el corazón abierto. Pero sus pobres cabezas no eran capaces de abarcar tantos misterios juntos.


La resurrección como iluminación de Cristo

Pero la resurrección de Jesús no sólo venía a iluminar el futuro de la Iglesia, sino su prehistoria. Ante los ojos de los apóstoles, la vida del Maestro sólo en este momento comenzó a adquirir todo su sentido. Sería precisamente la resurrección quien revelara cuanto de la naturaleza de Cristo estaba oculto o entrevelado.

Cuando uno cualquiera de nosotros, hombres, trata de comprender su vida, ésta se le revela como un movimiento que se inicia en la oscuridad de su nacimiento y de su infancia, para crecer, avanzar, culminar en la madurez y comenzar de nuevo a descender hacia el envejecimiento y la muerte; y esto si antes no es cortada por un brusco golpe de su mano. En los dos extremos de este arco de la vida, dos oscuridades. Oscuridades que son de algún modo aclaradas por la fe, pero ante las que la razón humana se llena de preguntas. El hombre nada sabe de su llegada a la vida; y sólo su fe o su esperanza convierten en penumbra la oscuridad final.

Pero, como comenta Guardini:

En Jesucristo no hay nada de todo esto. El arco de la existencia no empieza para él con el nacimiento, sino que está fundamentado en un dominio mucho más remoto, en el de la eternidad: Antes de que Abrahán naciese, existo yo (Jn 8, 58). Estas palabras no son las de un místico cristiano del siglo segundo, como se ha afirmado, sino la expresión inédita de lo que realmente vivía en Cristo. Y el arco no se arruina con la muerte, sino que se prolonga arrastrando consigo su vida humana hasta la eternidad.

Efectivamente, a través de este hecho, de este arco de la vida que en Cristo no tiene principio ni fin y que limita con dos eternidades y no con dos oscuridades, entendemos muchas de las cosas que quienes convivieron con él, considerándole un simple mortal, no podían ni entender, ni sospechar siquiera.

El sentimiento de la existencia, la visión de la vida que Cristo tiene, cuenta, pues, con una hondura, una anchura, que ningún otro hombre ha podido alcanzar. Vivir no era para él un fenómeno provisional y arriesgado, algo que se posee sin saber muy bien por qué ni para qué y que, al mismo tiempo, está sometido a un riesgo de pérdida en cualquier momento. Esto explica que no haya en su vida vacilaciones, ni oscuridades, que todas sus horas se organicen, tensas, como una flecha hacia el blanco, que todo parezca en su vida tan férreamente organizado como el programa realizado por un embajador que lleva a cabo una misión milimetrada.

Su resurrección aclara igualmente la postura de Jesús ante la muerte. Aun el hombre de fe más intensa experimenta su oscuridad y vive la muerte como un dato de trascendencia decisiva. En Cristo nunca es la muerte un horizonte oscuro. La teme, sí, por su acompañamiento de dolor, pero no porque en ella «se juegue» nada. Habla de ella como si fuese un simple trago inevitable al mismo tiempo que intrascendente: ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria? pregunta a los dos de Emaús.

La resurrección no es sólo una «prueba» de la divinidad de Cristo en el sentido baratamente apologético, es, en realidad, una consecuencia inevitable de esa divinidad, una explosión de lo que Cristo era. La resurrección desarrolla «visiblemente» todo lo que Cristo ya era y vivía. No aporta nada nuevo, muestra lo que ya era desde siempre.

Por eso es tan grave el rechazo de la resurrección de Cristo. Negada ésta no sólo desaparece la fe cristiana, sino que toda la figura de Jesús se convierte en un sinsentido. Quienes dicen que creen en el Jesús hombre, justo, develador de la injusticia, pero que no pueden aceptar sus milagros y su resurrección, tendrían que comprender que «toda» la figura de Jesús se cuartea sin su victoria sobre la muerte. Sin ella, la figura de Jesús deja de ser realmente admirable, pues se convierte en un atadijo de inconsecuencias y le reduce a un iluso visionario sin por qué ni para qué.


El cuerpo glorioso

Pero la resurrección de Jesús ilumina, no sólo su naturaleza, sino también la de Dios y el profundo sentido de la redención y la misma visión de la eternidad: todos los conceptos fundamentales de la visión cristiana de la vida.

Sin entrar ahora en los problemas filosóficos sobre la naturaleza física del cuerpo glorioso de Jesús tras la resurrección, lo que no podemos ignorar es el modo en que los evangelistas —Juan sobre todo— subrayan la corporeidad del Resucitado. Se diría que hay. incluso, una especie de doble juego en todas estas narraciones. Insisten todas en que el Cristo resucitado es muy distinto del de antes de pascua y del resto de los hombres en general. Su naturaleza parece tener algo de extranjera. Sus acercamientos producen casi siempre desconcierto, a veces espanto. N o está ligado a barreras de tiempo y de espacio. Se mueve con una libertad que parece desconocida en este mundo. Al mismo tiempo, a sus amigos más íntimos les cuesta reconocerle. Magdalena le confunde con un jardinero. Los dos de Emaús tardan horas en darse cuenta de que es él. Los doce desde la barca sólo le reconocen cuando el prodigio abre sus ojos.

Y, al mismo tiempo, por otro lado, se insiste repetidas veces en que es él, en persona, el mismo, el de siempre, su amigo. No es un fantasma, es el Señor. Conserva, incluso, restos de su vida pasada: las heridas. Habla de su pasado como de algo que le pertenece, usa el lenguaje de siempre, parte el pan como siempre.

Es decir: su realidad es, al mismo tiempo, tangible y transfigurada. Y los apóstoles son conscientes de que esta transfiguración no es algo inventado por ellos, una mera vivencia personal, psicológica, de quienes le contemplan. Tampoco la ven como una simple presencia espiritual. Años más tarde los primeros cristianos «experimentarán» esta presencia espiritual del Señor en medio de ellos, pero la distinguirán muy bien de ésta que conocieron los apóstoles. Esta es una penetración, una transformación de la vida toda, cuerpo incluido.

Ahora tenemos que observar un dato que Guardini señala con agudeza teológica: ¿Cuál es el apóstol que subraya con más insistencia la corporeidad real del Resucitado? La respuesta es simple: san Juan. Y sabemos que es también san Juan quien más categóricamente ha afirmado la divinidad de Jesús. ¿Por qué esta «coincidencia» que tiene que ser, evidentemente, mucho más que una coincidencia? \


El Dios de los gnósticos

Cuando san Juan escribe su evangelio han transcurrido ya varias décadas de la muerte de Jesús. Y no es tiempo de simplemente difundir el mensaje, como cuando los sinópticos escribieron los suyos, sino de intentar profundizar en qué hay tras las apariencias. El problema de la naturaleza de Jesús comienza a preocupar a la segunda generación cristiana.

Hay, además, un peligro exterior. Juan se encuentra con el espiritualismo pagano y semicristiano de los gnósticos. Venido del paganismo, este grupo está cansado de una visión materialista de Dios. Y se va al otro extremo, imaginando a un Dios sólo espíritu, un Dios que odia la materia y que ve como impuro todo lo material. En este Dios no cabía una verdadera encarnación. Pensaban, por ello, los gnósticos que Dios había «habitado» provisionalmente en un hombre para enseñar a los demás a través de esa «apariencia». Y su enseñanza se reducía a una superación de la carne. Porque, para los gnósticos, el hombre sólo sería completo cuando, por fin, superase su carne, se alejara definitivamente de ella. Como conclusión de todo esto, la redención no habría sido verdaderamente la muerte de Dios, sino del hombre en el que Dios estaba «camuflado». En la cruz, el Logos había abandonado al hombre para ascender al cielo.

Todo el evangelio de Juan trata de refutar esta herejía. E insiste por eso en esta «carnalidad» del Dios que resucita, subraya que Dios se hizo verdaderamente hombre, carne, y que seguirá siéndolo por toda la eternidad.

Asombrosamente los gnósticos no fueron sólo una herejía del siglo segundo: siguen estando entre nosotros. El pensamiento moderno —comenta Guardini— está dominado por la ilusión de lo espiritual. Tal vez sea ésta una de las razones por las que el pensamiento moderno rechaza la resurrección. Puede aceptarla a condición de reducirla a una pura experiencia interior de la primera comunidad; puede digerir a un resucitado que no sea otra cosa que el fruto de la piedad colectiva; entiende a un «Cristo de la fe», siempre que se le distinga cuidadosamente del «Cristo de la historia».

¿Qué hay en el fondo de todo esto? Hay una visión de un Dios que es puro espíritu y que jamás se «manchará» con la materia; de un Dios que, si en un extremo de bondad se hiciera hombre para morir por los pecadores, limitaría este «contagio» a unos años de vida en la tierra, pero en modo alguno admitiría en la eternidad trozo alguno de creación. El Verbo, tras su aventura humana, se limpiará el polvo de los zapatos, para reencontrar su libre existencia divina sin «contagios».

En esta visión de Dios no tienen sitio una resurrección verdadera, una ascensión en cuerpo y alma, una presencia del Dios-hombre a la derecha del Padre.


El Dios cristiano de la resurrección

Pero la resurrección desmonta todas estas visiones de un Dios teórico y presenta «otro rostro» de Dios. Como escribe Guardini:

Si nos esforzamos por comprender la figura de Cristo y por tomar esta figura como punto de partida de nuestro pensamiento, nos hallamos ante una alternativa: o bien volvemos a aprender sobre Dios, desaprendiendo lo que creíamos saber sobre él, y entonces establecemos nuevas relaciones con él, o bien disolvemos a Jesucristo convirtiéndole en un hombre sencillo, aunque muy poderoso.

La resurrección nos habla de un Dios que es infinito, sí; pero no un infinito de lejanía, sino un infinito de amor y proximidad. La pureza de Dios no es la de un solterón puritano. Dios no se aleja ni del pecado; se abraza a él para carbonizarlo.

Y la resurrección modifica también nuestro concepto del hombre. Para quien cree en ella, el hombre ya no puede ser ese ser absolutamente mundano y natural que registran nuestros ojos. Si en la resurrección esa humanidad ha sido asumida entera y absolutamente, es que el hombre es mucho más de lo que nos imaginamos. Hemos de aprender que Dios es muy diferente del «ser supremo» tal como le concebimos muy «humanamente» y que el hombre tiene que ser más que el «hombre natural» que conocemos y que la cumbre de su ser se eleva, por el contrario, a regiones misteriosas, precisadas y determinadas por la resurrección. El hombre resucitado es el hombre verdadero, el hombre de los planes de Dios, el hombre en quien han caído, por fin, las fronteras que puso el pecado. No un superhombre, sino el hombre entero. No el «superviviente», sino el viviente en plenitud.

¿Pero no decían que el cristianismo era enemigo del humanismo, del cuerpo humano, al menos? A principios de la Edad Moderna estas afirmaciones se establecieron como un dogma indiscutible. Pero tales fórmulas sólo eran verdaderas si las palabras «hombre» y «cuerpo» se entendían en un sentido pagano. El cuerpo desgajado de Dios, el cuerpo idolatrado en lo que tiene de material, no es, evidentemente, aceptado por un cristianismo que debe rechazar todo ídolo. Pero, en realidad, sólo el cristianismo se ha atrevido a colocar al cuerpo en las profundidades más recónditas e íntimas de la eternidad.

Con ello tendremos también que revisar nuestro concepto de redención. Si la reducimos al puro «dominio espiritual», si reducimos el perdón de los pecados a un asunto del alma, rebajamos la redención y no hacemos entrar en ella la luz que la resurrección aporta. Citemos de nuevo a Guardini:

Hemos de aprender a conocer cuán densa, sustancial y real es la redención divina. Esta se refiere a la existencia, al hombre, a su realidad, hasta tal punto que san Pablo, de quien nadie se atreverá a decir que adoraba al cuerpo, la define en función del cuerpo nuevo. Esta doctrina queda fundamentada en la resurrección.


Días entre el tiempo y la eternidad

Hay aún otro misterio que nos es aclarado —o iluminado— por estas jornadas que trascurren entre la resurrección y la ascensión. ¿No son días que parecen estar de más? ¿No sería más lógico interpretar que resurrección y ascensión pudieran producirse en el mismo momento y que esos cuarenta días de «vacaciones entre los suyos» son una bonita leyenda? Son días, evidentemente, extraños en los que parece vivirse a caballo entre dos vidas. Cristo ya no pertenece a la tierra, pero vive en ella. Está en ella, pero ya no está sometido al tiempo ni al espacio. Está en el reino de lo perecedero, pero ya es inmortal.

Si regresamos a los libros sagrados nos encontramos con que ellos nos trasmiten dos ideas muy diversas de Jesús. Uná primera en la que es ante todo el «hijo del carpintero» (Mt 13, 55). Está, efectivamente, sometido a la condición humana, trabaja, sufre, tiene hambre, levanta polvo al caminar. Parece tener un mundo interior misterioso, pero su vida no es, por ello, menos cotidiana y normal. Esta es la imagen que nos pintan principalmente los evangelios.

Pero encontramos también otra imagen de un Jesús que no está atado a las limitaciones humanas. Es «el Señor». Esta es la imagen que nos dibuja, por ejemplo, el Apocalipsis:

Vi siete candelabros y, en medio de los siete candelabros, a uno, semejante a un hijo del hombre, vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como llamas de fuego; sus pies semejantes a azófar, como azófar incandescente en el horno y su voz como la de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas y de su boca salía una espada aguda de dos filos y su aspecto era como el sol cuando resplandece en toda su fuerza. Así que le vi, caí a sus pies como muerto; pero él puso su diestra sobre mí, diciendo: No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fue muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno (Ap 1, 12-18).

Una descripción muy parecida encontramos en el comienzo de la carta a los colosenses, de san Pablo:

Aquel que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él. El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; él es el principio, el primogénito de los muertos para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo al Padre que en él habitase toda la plenitud y por él reconciliar consigo, pacificándolas por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo (Col 1, 13-20).

Estas dos imágenes de Jesús, aparentemente tan distintas, parecen unirse en el Jesús resucitado que nos pintan los evangelios. Es, al mismo tiempo, el Señor y el de siempre; el poderoso y el cotidiano. En estos días finales Jesús asume todo cuanto ha vivido. Confirma y, en cierto modo, repite lo anterior y lo conduce a la eternidad. Tiempo y eternidad se juntan y barajan. Como una imagen anunciadora del Jesús de la eternidad que asume, sin embargo, todo el pequeño pasado que compartió con los hombres.


La resurrección corno nuevo comienzo

¿Es la resurrección un punto final? Podría decirse que sí desde un cierto punto: con la resurrección, la historia de Jesús y la historia humana llegan a un vértice que ya nunca será superado.

Pero puede también decirse que la resurrección de Cristo pone un nuevo comienzo a la historia. Dios no se hizo hombre para destruir la historia humana, sino para repararla. Y como escribe González Gil:

Si la resurrección es la convalidación definitiva de la encarnación, es también la convalidación de esta nueva historia inaugurada por la entrada del Hijo de Dios en nuestra historia.

Esto no precisa de muchos comentarios en lo que se refiere a la historia de la salvación: si con la resurrección nace el hombre nuevo, si Cristo inaugura con ella «el nuevo Adán», es claro que para el mundo de la salvación este domingo de pascua es el gran comienzo.

Pero la resurrección de Cristo afecta también —y decisivamente—a la historia humana, a la simple marcha de la humanidad, en cuanto que significa la salvación de todos los valores positivos de la historia humana.

Habrá, para comprender esto, que empezar por recordar que la encarnación de Cristo fue la entrada del Hijo de Dios en la historia humana. Este solo hecho, ya por sí solo, da valor a toda nuestra historia. Al hacerse hombre, Dios hace suya nuestra historicidad, manifiesta que la historia, aunque haya hecho en ella su nido el pecado, no es de por sí ni pecado, ni mal.

Al encarnarse, Cristo tomó la existencia humana en su integridad. Y la resurrección fue la revalidación o la fijación del valor permanente de aquella vida del Hijo de Dios injertada e incorporada a nuestra historia.

La encarnación no fue un camuflaje. Cristo entró verdaderamente en nuestra historia. Su muerte no es una escapatoria de esa historia, sino una obra de salvación. Y la resurrección de Cristo fue, en realidad, el sello definitivo que la historia humana necesitaba: en esa resurrección se demuestra, más que en ninguna otra obra humana, que la historia no se disuelve en el vacío de la muerte, ni es tampoco un bracear que no conduce a ninguna parte. La resurrección de Cristo muestra que esa historia sirve para algo, va hacia algún fin, tiene una meta. Es, por tanto, la mayor reválida, la mayor profundización que la historia humana pudiera imaginarse.

Pero es, digámoslo también, una reválida condicionada. La historia de la salvación corre por el mismo camino que la historia de la negación de esa salvación. El hombre es libre de cerrarse a esa salvación, puede construir hacia Cristo o destruir hacia el anti-Cristo. Por eso la historia que, de algún modo, se aleja e independiza de Cristo, niega su destino y su verdadero desenlace.

Por todo ello la resurrección de Cristo, como su propia existencia, como su predicación y sus milagros, no se imponen a la fuerza. Encierran un doble filo de salvación y de juicio, de gracia o de condenación.


La historia mira hacia la resurrección

Pero no sólo es que la resurrección ilumine la historia, es que también la historia, incluso la historia profana, lleva en su seno un anhelo y una esperanza de resurrección cuya garantía es precisamente la resurrección de Jesús.

Sí, la pobre historia humana, que avanza y retrocede, está constantemente buscando su propia dirección y su sentido. Escribe acertadamente González Gil:

La historia busca un sentido que dé valor y razón de ser a su marcha jadeante. Buscar su sentido es buscar una finalidad que trasciende a la misma historia; porque la historia no puede constituir su propia finalidad: el fin de la historia no puede ser la misma historia.

Todo, en el hombre y en el mundo, tiende hacia arriba. Incluso cuando el hombre cae y tropieza, incluso cuando se equivoca, está buscando algo que cree superior. Puede equivocarse en la elección de su meta, pero nadie busca hundirse. Todos buscamos consciente o inconscientemente una perfección.

Lo mismo ocurre con el mundo como colectividad y con toda la historia de la humanidad. ¿Qué es esa historia sino un esfuerzo por conseguir un mundo mejor, más bello, más vividero? La historia aspira a trascenderse, a ir más allá de sí misma; tiene los mismos deseos de salvación y de inmortalidad que el hombre.

Así la historia tiende hacia una resurrección aun cuando no sepa formularlo. De algún modo la historia del hombre es la historia de una tensión hacia Dios, aun cuando muchas veces se tienda hacia los ídolos.

La resurrección de Jesús se convierte así en signo de eso que la historia busca a ciegas, es la cumbre que la humanidad se esfuerza penosamente por escalar. No sólo no es una fábula, no sólo no es un elemento regresivo, sino que es la realización de lo que todas las corrientes de pensamiento, de lucha y de acción humana buscan sin saber que alguien alcanzó ya aquello que nosotros hambreamos.

Por eso podemos concluir citando un texto que lo resume todo. El concilio Vaticano II expresó con rara belleza y claridad todo cuanto acabamos de decir. Quede aquí, como cifra de todo ello este hermoso párrafo:

El Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho, se encarnó, de modo que, siendo hombre perfecto, salvara a todos y fuera el coronamiento y recapitulación de todo. El Señor es el fin de la historia humana, el punto de convergencia de los anhelos de la historia y de la civilización, el centro de la humanidad entera, el gozo de todos los corazones y la plenitud de sus aspiraciones todas. El es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzándolo y colocándolo a su diestra, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y unificados en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana: consumación que coincide plenamente con el designio amoroso de Dios de restaurar en Cristo todo cuanto existe en los cielos y sobre la tierra (GS 45).


La recapitulación

Es Lucas quien cuenta la última de las apariciones de Jesús antes de su ascensión. Y hay en ella un carácter de recapitulación y definitivo ahondamiento que nos han invitado a dejarla para final de este capítulo.

Antes de que se concluyeran los cuarenta días, los apóstoles regresaron a Jerusalén, quizá convocados por el propio Jesús. Y en la ciudad santa volvió a aparecérseles. Para explicarles esta vez el profundo sentido de su cruz y su resurrección:

Esto es lo que yo os decía estando con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos de mí. Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras y les dijo: que así estaba escrito que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos (Lc 24, 44-47).

Les abrió la inteligencia como a los de Emaús. ¿Por qué aquel miedo? ¿Por qué tanta sorpresa? ¿Es que toda la vida de Jesús no estaba ya contada hacía siglos en las páginas de la Escritura que los apóstoles, como buenos israelitas, estaban obligados a conocer?

En realidad no bastaba la luz del sol y ni siquiera la de la inteligencia humana para saber leer a Moisés y a los profetas. Precisaban una iluminación interior y una fe muy audaz. Es lo que ahora el Maestro da a los suyos.

Y, asombrosamente, Jesús, al recapitular su vida, pone toda la fuerza en su pasión. No alude al sermón de la montaña, no recuerda sus milagros, sólo rememora su cruz. Siete veces traza el Señor en los evangelios su «autobiografía» y en todas las siete aparece como eje de su vida la expiación que realizaría como nuevo lazo de unión entre Dios y los hombres.

Ahora volvía a ese centro, al recordar que el antiguo testamento le había presentado como el siervo sufriente pero vencedor. Jesús subraya como centro de su vida su hundimiento en el mal. Jamás las tinieblas del mal fueron más espesas que en el monte Calvario. En todos los restantes acontecimientos humanos, en las guerras, en las violencias, hay siempre zonas grises, el bien y el mal siempre se reparten de algún modo en los dos bandos. En el Calvario, no. Allí estaba todo el mal luchando contra todo el bien; todo el mal concentrado, contra todo el bien acorralado y entregado.

Y es ley humana que allí donde el amor se encuentre con el pecado, el amor será, al menos aparente e inicialmente, vencido, crucificado. Quien lleva el corazón en la mano, al menos en un primer momento, será derrotado por quien en la mano lleva una espada. Pero también sabemos que entonces y siempre, el amor es, a la larga, vencedor.

Que Jesús recuerde aquí sus sufrimientos es importante, porque ni a la luz de la resurrección debemos olvidar la importancia decisiva de esa muerte y la no menos decisiva de la resurrección.

No podemos convertir a Jesús en un maestro bueno, amable; ni reducir su vida a sus maravillosas enseñanzas. Un Cristo que enseñara el bien y luego se pudriera en un sepulcro, no sería una respuesta para el hombre y para el mundo. El hombre no necesita sólo bellas enseñanzas, ni siquiera tiene suficiente con la verdad; quiere que el mal sea vencido, que la muerte sea derrotada. Si Cristo sólo hubiera sido el mejor de los maestros, si hubiera poseído la última fuente del conocimiento, pero al final no hubiera podido romper las ataduras de la muerte, su palabra hubiera sido insuficiente: porque no habría demostrado que la verdad, aunque aplastada, puede volver a levantarse. La historia muestra que la verdad y la virtud son con frecuencia derrotadas. Necesitaba una certeza de que esa derrota no es definitiva. Sin ella ¿cómo el hombre tendría valor para luchar por una virtud o una verdad que sabe que no serán vencedoras? ¿Qué inspirará el sacrificio en esa lucha? Si él, con toda su verdad, hubiera sido derrotado por la muerte ¿no sentiría el hombre la tentación de pensar que esa lucha es inútil? Era necesario que padeciese, repite ahora Jesús. Era también necesario que resucitase.

Fulton Sheen ha profundizado en estas dos necesidades cuando escribe:

Al decir que era necesario que padeciese, Cristo glorificó a su Padre. Admirad la santidad tanto cuanto os plazca, pero ¿qué habría que pensar de un Dios que contemplara el espectáculo de la Inocencia conducida al patíbulo y no le arrancara los clavos para entregarle un cetro en premio de sus sufrimientos? ¿Es posible que Dios consintiera que la vida más noble que caminó por la tierra fuera impotente ante las perversas acciones de los hombres? ¿Qué debería pensar la humanidad de la naturaleza humana, si la cándida flor de una vida irreprensible fuera pisoteada por las claveteadas botas de los verdugos y luego se marchitara sin remedio? Si tal es el fin de la bondad ¿para qué ser buenos, entonces?

Pero si nuestro Señor tomó lo peor que el mundo podía dar de sí y, luego, por el poder de Dios, se elevó por encima de ello; si él, inerme, pudo guerrear sin otra arma que la de la bondad y el perdón, de suerte que el inmolado fue el que ganó y los que le mataron resultaron ser los que a la postre perdieron ¿quién no tendría esperanzas entonces? ¿Quién desesperaría, aunque el mal pueda triunfar a veces momentáneamente? ¿Quién abandonará la confianza al ver caminar en medio de las tinieblas al resucitado con las llagas gloriosas en sus manos y pies y costado?


Las llagas vencedoras

En verdad que toda la vida de Cristo se resume en esta imagen del Resucitado que muestra las llagas y dice: Yo he vencido al mundo. Jesús no anuncia a los suyos una vida sin dolor y sin lucha, no les promete una paz parecida a una inacabable siesta. No les dice: Sed buenos y no sufriréis. Y menos aún: Sed buenos, para que no sufráis. Les dice: En este mundo tendréis tribulación. No les promete ningún talismán que les libre de las pruebas y tribulaciones. Va delante de ellos en la batalla y les muestra sus llagas como precio que inevitablemente se ha de pagar por el amor. Ilumina sus dolores, no se los quita. Anuncia la victoria final, no las pequeñas de cada día. Muestra sus llagas resplandecientes, no dice que se pueda pasar sin ellas. Presenta su resurrección como la gran respuesta, pero hay que pasar por la pregunta de la cruz.

El Dios de los cristianos es un Dios resucitado, no un Dios sin dolor. Y resucita con las llagas para que esto quede bien claro.

Un poeta americano —Edward Shillito— ha expresado con claridad esta fe del hombre en «el Cristo de las llagas» y esta reacusación a un Dios impasible que sería, por ello mismo, incapaz de consolarnos en nuestro dolor:

Los cielos nos espantan: están demasiado serenos;
en todo el universo no hay lugar para nosotros.
Nos duelen nuestras heridas ¿dónde hallaremos el bálsamo?
Señor Jesús, por tus llagas pedimos tu misericordia.
Si, estando cerradas las puertas, te acercas a nosotros,
no has de hacer sino mostrar las manos, ese costado tuyo.
Hoy día sabemos lo que son las heridas, no temas;
muéstranos tus llagas, conocemos la contraseña.
Los otros dioses eran fuertes; pero tú eres débil;
cabalgaban, mas tú tropezaste en un trono;
pero a nuestras heridas, sólo las heridas de Dios pueden hablarles,
y no hay Dios alguno que tenga heridas,
ninguno más que tú.