24 El camino del gozo

Es cierto lo que decía Bonhoeffer: No será el arte de hacer el amor sino la resurrección lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Porque el mundo no lo ha entendido aún, el mundo es triste. Y, lo que es más asombroso, por eso son tristes los cristianos.

Esta es, sin duda, la mayor de las paradojas de nuestro tiempo: ¿Cómo es posible que los herederos del gozo de la resurrección no lo lleven en sus rostros, en sus ojos? ¿Cómo es que, cuando celebran sus eucaristías, no salen de sus iglesias oleadas de alegría? ¿Cómo puede haber cristianos que dicen que se aburren de serlo? ¿Cómo hablan de que el evangelio no les «sabe» a nada, que orar se les hace pesado, que aluden a su Dios como hablando de un viejo exigente cuyos caprichos les abruman? ¿Por qué extraños vericuetos de la historia fueron perdiendo ese gozo que era lo mejor de su herencia? ¿Dónde quedó su vocación de testigos de la resurrección? ¿Cómo entender que miren con angustia a su mundo, persuadidos de que es imposible que las cosas terminen bien?

Léon Bloy decía que la única manera de vencer la tristeza es dejar de amarla. Pero el hombre parece hoy seguir aferrado a sus ubres podridas.

Tal vez porque lo sabía, quiso Cristo dedicar cuarenta días, casi una segunda vida, a explicar a los suyos ese camino del gozo por el que tanto les costaba penetrar. Un duro y exultante aprendizaje. No podía Jesús resignarse a la idea de que los hombres, tras su muerte —misión cumplida— lo jubilasen y lo encerrasen en su cielo, tal vez con una pensión por los servicios prestados. No bastaba, pues, con resucitar. Había que meter la resurrección por los ojos y las manos de los suyos. Y habría que hacerlo con la obstinación de un maestro que repite y repite la lección a un grupo de alumnos cazurros. ¡Ah, cuánto le cuesta al hombre aprender que es feliz! ¡Qué tercamente se aferra a sus tristezas! ¡Qué dificil le resulta aprender que su Dios es infinitamente mejor de lo que se imagina!

Eso —la terquedad de Dios luchando con la torpeza de los hombres— fueron aquellos gozosos cuarenta días que regaló a los suyos. Cuarenta días que resultaron bastante más que una propina para los amigos, ya que en ellos Dios mostró su verdadero rostro y actuó como el poeta que era. Tenía que empezar por sacarles de su aturdimiento, de su desesperanza. Debía sumergirles, primero, en la inquietud y la interrogación. Para ayudarles, al fin, a entender los trasfondos de todo lo que en los tres años anteriores habían vivido a su lado.

No es fácil entender la actitud psicológica de los apóstoles en aquella mañana del domingo. ¡Sus corazones se habían visto sacudidos por emociones tan diversas en tan pocas horas! El miedo, el desconcierto, el hundimiento total, a lo largo del viernes y del sábado. Y ahora, de repente, esta nueva sorpresa. Durante algunas horas no debieron de entender nada. Bruckberger lo cuenta así:

Al comienzo de esa mañana fantástica, hubo un momento, que duró varias horas, en el que cada cual se preguntó qué había ocurrido realmente. Digo cada cual, amigos y enemigos, y tanto los sumos sacerdotes como los apóstoles. Durante ese largo momento, en las pocas casas de Jerusalén en que ya se sabía que la tumba de Jesús estaba abierta y vacía, hubo esa inquietud solemne que reina en un país, que sabe que en su frontera se desarrolla la batalla decisiva de la que depende su destino, y que no conoce aún su resultado.

¿Qué ocurría realmente? ¿Estaban ante un nuevo problema, que pondría más en peligro sus vidas que la misma traición de Judas? ¿O, por el contrario, todo giraba en un nuevo golpe de sorpresa y los ayer vencidos podían ser de nuevo y multiplicadamente vencedores?

Todo iban a ser asombro en los cuarenta días posteriores. Porque resultaba que tampoco Jesús regresaba como el vencedor total que ellos hubieran deseado. Al contrario: parecía jugar con ellos. Aparecía y desaparecía. Estaba con ellos, pero se guardaba muy bien de reanudar el viejo curso de su vida cotidiana. Seguía siendo el poeta sorprendente que no acaba de aclararse del todo. En sus apariciones les llenaba un momento de alegría, pero luego volvía a dejarlo todo en suspenso, en el aire. Creaba una gran esperanza y, luego, les dejaba de nuevo esperando. Habría sido mucho más sencillo que regresara como un vencedor, arrollando a sus enemigos, instaurando ahora el reino prometido. O volviendo, cuando menos, a la pequeña vida de cada día entre sus amigos. Por eso entendían y no entendían. Citemos de nuevo a Bruckberger:

Su relación con su Maestro había cambiado profundamente: todo estaba ya más claro y, retrospectivamente todo lo que había pasado antes se hacía más claro. En estos días fue cuando los apóstoles supieron, por fin, sin ninguna duda posible, que su Maestro no era sólo su jefe, un taumaturgo, un profeta mayor que los demás, el mismo Mesías, sino también Dios en persona: «Mi Señor y mi Dios», como había dicho Tomás. Esa revelación era tan enorme que les hacía falta algún tiempo para incorporársela, digerirla, hacerla suya.

Este juego de Dios al escondite formó la sustancia de estos cuarenta días, los más gozosos de la historia del mundo. Cuarenta días que son —camino del gozo, via lucis como la otra cara del via crucis vivido en la tarde del viernes.


Magdalena: apóstol de los apóstoles

La primera estación de este camino de la luz le tocó vivirla a María Magdalena, apasionante personaje a quien —me temo— los cristianos no quieren tanto como se merecería, tal vez por miedo al escándalo barato de los puritanos, lo mismo que de ella se escandalizaron los fariseos de su tiempo y, entre los apóstoles, Judas.

Pero ¿por qué tener miedo a reconocer que la vida de Jesús estuvo rodeada de amor, que él era infinitamente amable y que esta mujer le amó con todo su corazón de mujer? ¿Es que todo amor es sucio y habría que recortar sus puntas por miedo a la suciedad? ¡Pobres los que no crean que puede existir otro amor que el de la carne!

El de Magdalena era limpio. Pero no por limpio era menos total. Más bien habrá que decir que era total porque no se detenía en la carne. Y llenaba hasta los bordes su corazón.

Por eso, tras la muerte del Maestro amado, andaba como muerta. Había perdido su razón de vivir. Se la había perdonado mucho porque había amado mucho y ahora —muerto él— ya no sabía qué hacer con su amor y con su vida. Por eso caminaba como enloquecida por los caminos. Por eso, cuando supo que el sepulcro estaba vacío, no pudo esperar. Los ángeles habían dicho que le verían en Galilea. Pero ¿qué sabían los ángeles? ¿Cómo podía ella abandonar la tierra en que había muerto su amado? ¿Y quién nos asegura que no fue este amor desatinado quien hizo cambiar los planes de Jesús para encontrarse cuanto antes visiblemente con los suyos? Aun la omnipotencia de Dios —dice Bruckberger— parece incapaz de resistir al amor. ¡Qué gran santa la que fue juzgada digna de ser incorporada enseguida y tan profundamente al misterio de nuestra salvación!

Es Juan quien nos describe este encuentro. Pedro y él, tras comprobar que la tumba está vacía, pero sin haberle visto aún, regresan a casa, conmovidos, impresionados. Aún no han comenzado a creer en la resurrección. Ni el sepulcro vacío ha terminado por abrirles los ojos. Viven aún en el desconcierto. Pero María, que tal vez ha seguido de lejos a los dos apóstoles, no se resigna. No le basta la tumba vacía. Le busca a él. Aún no le imagina resucitado. Pero necesita su cuerpo muerto que es ya lo único que le queda en el mundo. Y gira en torno al jardín en que le han enterrado.

Y dice el evangelista:

Mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado colocado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: ¿Por qué lloras, mujer? Ella les dijo: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. En diciendo esto se volvió hacia atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. Díjole Jesús: Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: Señor, si le has llevado tú, dime dónde le has puesto y yo me lo llevaré. Díjole Jesús: ¡María! Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: ¡Rabboni! que quiere decir: Maestro. Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido al Padre. Pero ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: He visto al Señor, y las cosas que le había dicho (Jn 20, 11-18).

Lo primero que nos llama la atención en esta descripción es que es todo menos un relato construido artificialmente para impresionar o conmover al lector. Es más bien una descripción torpe, tartamudeante, que retrata lo embarazoso de la situación. Y María no es la loca exaltada y estallante de fe, que nos suelen describir. Es más bien una mujer atontada, golpeada por la desgracia tan fuertemente que de su cabeza sólo salen ingenuidades. Cuando los discípulos se van, ella se obstina en quedarse allí, pero no porque espere algo concreto, sino por simple desconcierto. No se queda ni dentro, ni fuera de la tumba, no busca, no indaga. Llora, como una pobre mujer que no sabe ni lo que dice ni lo que hace. Su cabeza está vacía de tanto llorar.

Y no piensa en absoluto en la resurrección. Con esa falta de lógica de los humanos, parece obstinarse en la explicación más tonta. La tristeza no le deja reflexionar, pero tampoco esperar.

Y, cuando se encuentra con dos personajes extraños en la tumba, no muestra ni susto, ni alarma. Le parece natural. No les pregunta quiénes son ni qué hacen allí. Se le ha metido en la cabeza la idea que alguien ha robado el cuerpo y parece no pensar más que en eso. Por ello no ve en los ángeles el esplendor señalado por Mateo (28, 3). Les toma por dos personas que han venido a llevarse el cuerpo. Ahora no es ni la apasionada de la casa de Simón el fariseo, ni la contemplativa sosegada; es sólo un corazón sensible y apasionado hundido en la oscuridad. No ve. O ve sin ver.

Por eso, cuando a sus espaldas, fuera del sepulcro, oye unos pasos y se vuelve, no reconoce a Jesús. Le contempla a través de sus lágrimas y de su tristeza y piensa que debe de tratarse del jardinero de José de Arimatea. Oye cómo se dirige a ella en tono respetuoso, como si se tratara de una gran señora. Pregunta el por qué de esas lágrimas. Y ella responde con el mismo tono de deferencia. «Señor» le llama. En su imaginación ha pensado que tal vez, siendo de Arimatea el sepulcro, han creído que el cuerpo de Jesús estorba y que el préstamo del sepulcro no fue definitivo. No se plantea aún la hipótesis de que Jesús haya resucitado, sólo quiere tener su cuerpo para enterrarlo dignamente. Y, sin preguntarse si podría hacerlo ella sola, pide —con su mente confusa— que se lo devuelvan, como si se tratase de un pequeño objeto que ella sola pudiera manejar.

Jesús se deja conocer entonces. Y tampoco ahora Juan usa el melodrama. Pone en labios del Resucitado algo tan simple como un nombre familiar dicho de un determinado modo. Y basta ese nombre para penetrar las tinieblas que rodean a la mujer. Desaparecen miedos y temores y se abre paso una fe esplendorosa.

Ahora sí siente María que caen todas las barreras. Se arroja a los pies de Jesús como hiciera en el convite en casa de Simón y comienza a besar y abrazar sus pies descalzos. No dice frases solemnes, sólo el dulce y respetuoso título de «Maestro».

Luego, la mujer se convierte en mensajero de lo que ha visto. No dice simplemente que él ha resucitado. Cuenta que le ha visto y trasmite fielmente y sin exaltaciones su mensaje para los apóstoles.

Creo que ahora debemos detenernos un momento para medir la trascendencia de esta escena. Y será bueno hacerlo contando aquí las vacilaciones con las que santo Tomás comenta la escena en su Suma teológica.

¿Cómo es posible —se pregunta— que Cristo empiece apareciéndose a una mujer si Cristo se muestra a quienes han de convertirse en testigos de su resurrección y san Pablo parece excluir a las mujeres de este testimonio? ¿Si la mujer —insiste— no está autorizada a enseñar públicamente en la Iglesia, cómo se encomienda a una mujer este máximo testimonio? Y se responde santo Tomás a sí mismo:

Cristo se apareció a mujeres para que la mujer, que había sido la primera en dar al hombre un mensaje de muerte —con Eva— fuera también la primera en anunciar la vida en la gloria de Cristo resucitado. Para eso explica san Cirilo de Alejandría: «La mujer fue antaño ministro de la muerte, también ella es la primera que percibe y anuncia el venerable misterio de la resurrección». Ahí el sexo femenino ha obtenido la absolución de la ignominia y el rechazo de la maldición.

Pero santo Tomás dice aún más:

Se ve al mismo tiempo con eso que, en lo que concierne al estado de gloria, no hay ningún inconveniente en ser mujer. Si ellas están animadas de caridad más grande, gozarán de gloria más grande obtenida con la visión divina.

¡Lástima que la teología no haya caminado más por este camino! Lástima que no se haya predicado más veces ese título de «apóstol de los apóstoles» con el que la tradición de los dominicos alude a María Magdalena.

Y qué gozo descubrir que Cristo reserva la primicia de su gran noticia para esta pecadora de la que tuvo que arrancar siete demonios. ¡Qué largo camino el recorrido por esta mujer que un día abrazó y regó con sus lágramias los pies de Cristo y que ahora vuelve a abrazarlos resucitados!

«No me toques» le dijo Jesús. O más bien, como gustan de traducir ahora los especialistas: Deja ya de tocarme. Y entonces Magdalena descubre que, definitivamente, su amor es ya un amor por encima de este mundo y, como concluye Bruckberger, deja alejarse a su Amado, y en esa privación está el más hermoso homenaje de amor que una mujer haya hecho a un hombre.


En el camino de Emaús

La más bella de todas las narraciones de aparición es, sin duda, la de los dos caminantes hacia Emaús. Lucas escribe aquí como un consumado psicólogo que cuida detalles, ambientes, reacciones. Incluso en aspectos en que habitualmente Lucas suele ser descuidado —distancias, nombres de ciudades— es aquí minuciosamente cuidadoso.

Es la historia de dos seguidores del Maestro que en la tarde del domingo regresan a su pueblo. No son discípulos de última hora. Probablemente fueron reclutados por Jesús en el primer año de su ministerio, cuando circulaba por Judea. Conocemos el nombre del más importante de ellos, llamado Cleofás. Nada sabemos del otro.

Vivían en un pueblo llamado Emaús, en los alrededores de Jerusalén. Desde hace siglos hay una larga batalla para identificar este pueblo, debido en gran parte a las vacilaciones de los códices que recogen el texto de Lucas: algunos dicen que distaba de Jerusalén ciento sesenta estadios, otros hablan de sesenta. El estadio medía ciento ochenta y cinco metros. Serían, pues, unos once kilómetros, si se trata de sesenta estadios, y cerca de treinta, si hay que leer ciento sesenta.

Todo hace pensar que la lectura exacta es la primera: treinta kilómetros son muchos para caminarlos en una tarde y más aún para desandarlos corriendo poco después. Fueron, pues, probablemente once kilómetros, una buena caminata, pero que se puede hacer entre dos y tres horas.

Los dos hombres han salido de la ciudad por la tarde. Y su viaje y las frases posteriores de ambos nos describen perfectamente el estado psicológico de la primera comunidad cristiana. Era la decepción lo que predominaba en ella. Aquel era el tercer día tras la muerte de Cristo. Si se hubiera tratado de una comunidad tensa en la esperanza, hambrienta de resurrección, resultaría absolutamente inverosímil que dos de sus miembros se marcharan de Jerusalén sin esperar al desenlace, incluso sin aguardar a la noche de ese tercer día prometido como día de la resurrección.

No esperaban nada. La amargura les había vencido. Estaban tan seguros de que no había nada detrás de la muerte que ni se habían molestado en ir al sepulcro.

Como discípulos de Cristo eran poquita cosa. Eran de esos que se imaginan que creen, que se imaginan que esperan. Pero que se vienen abajo ante la primera dificultad. Y ni siquiera se rebelan ante la soledad que entonces se abre en sus almas. Son espontáneamente pesimistas. Les parece lógico que las cosas acaben mal, que se derrumben sus esperanzas. En realidad nunca tuvieron esperanzas: ilusiones cuando más. Y se las lleva el viento. Sobre todo si es un viento tan fuerte como la muerte.

Van tristes y he aquí que, de pronto, un caminante se empareja con ellos. Le miran y no le reconocen. Sus ojos no podían reconocerle, dice el evangelista. No es que él fuese distinto, es que tenían los ojos velados por la tristeza. Les parecía tan imposible que él regresara, que ni se plantearon la posibilidad de que pudiera ser él.

¿De qué váis hablando que estáis tan tristes? pregunta el caminante. Es la misma pregunta que repetirá en todas las apariciones. El Jesús resucitado es una explosión de gozo que no comprende el por qué de la tristeza de los hombres. En cada aparición —escribe Evely— el cielo reprocha su tristeza a la tierra. La tierra cree que tiene mil razones para estar triste. Y el cielo tiene mil razones para que estemos alegres.

La tristeza surge siempre de la ceguera, aunque con frecuencia se piense que es a la inversa. No es que estemos tristes porque no veamos; es que no vemos porque, antes, estamos ya tristes. Y no hablo aquí del barato optimismo (que es, como dijo Bernanos, la sacarina de la esperanza). Hablo de la alegría. El optimismo cree que los hombres son buenos. El pesimismo cree que los hombres son malos. La alegría y la esperanza saben que los hombres son amados por Dios, saben que Dios vence siempre al mal.

Y eso que estos dos caminantes hacia Emaús, al menos tienen una cierta razón para la tristeza: creen que Jesús está muerto. Lo malo es quienes seguimos tristes a pesar de que lo creemos vivo.


La extraña pregunta

La pregunta del caminante suena extraña en los oídos de los dos discípulos. ¿Es posible que alguien que viene de Jerusalén no entienda la causa de su tristeza? ¿Hay alguna otra causa por la que se pueda estar triste? Le miran con desconfianza. O este viajero está en la luna y no se ha enterado de nada, o es un enemigo de Jesús. Le observan. Y tienen la impresión de que la pregunta ha sido hecha con candidez, parece sincero.

¿Eres tú el único forastero en Jerusalén responden que no conoce los sucesos de estos días? Es una respuesta prudente, gallega. A una pregunta extraña, responden ellos con una segunda pregunta ante la que el caminante tendrá que descubrirse.

Pero éste insiste con ingenuidad: ¿Cuáles? Ahora responden aún con cautela, pero ya con franqueza:

Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado.

La respuesta es modélica: muestran el profundo respeto y admiración que sienten por Jesús, pero se abstienen de calificaciones definitivas. Y hablan ambiguamente de los sacerdotes y magistrados, sin atreverse a una calificación condenatoria.

Muestran después su esperanza hundida: Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría Israel. Pero van ya tres días desde que todo esto ha sucedido. No se atreven a decir claramente que ellos le veían como el Mesías; lo insinúan. Pero ya ni eso creen. Sus esperanzas se han venido abajo. ¿Aluden con lo de los tres días a los anuncios de resurrección hechos por Jesús? Probablemente no. Seguramente están aludiendo a la superstición judía de que sólo al tercer día se separa definitivamente el alma del cuerpo y la muerte se hace definitiva. Pasó el plazo. La muerte está sellada y rubricada.


Cosas de mujeres

Aún son más sorprendentes las frases que siguen:

Es cierto que nos asustaron unas mujeres de las nuestras que, yendo de madrugada al sepulcro, no encontraron su cuerpo y vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía.

¡Todo el escepticismo y el machismo aparece en estas líneas! Sienten hacia las mujeres un infinito desprecio. Una noticia que debía alegrarles, les «asustó». Venía, además, de mujeres ¿qué valor podía tener?

Y el desconcierto prosigue:

Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron las cosas tal y como las mujeres decían. Pero a él no le vieron.

Era difícil describir con mayor realismo el estado de ánimo de aquel primer grupo cristiano. Porque estos dos hombres hablan ya con la conciencia de participar de una comunidad: algunas mujeres de las nuestras..., algunos de los nuestros... Pero esto no les hace sentirse exiliados de la comunidad judía: también hablan de nuestros magistrados. No se despegan de su nación, ni siquiera cuando se quejan de lo que han hecho con su Maestro.

Pero es una comunidad hundida. No creen en la primera noticia de las mujeres. El antifeminismo es fuerte en ellos: ¿cómo iba Jesús a darles a ellas la primera noticia? Es absurdo e imposible, piensan. Y ni siquiera el hecho de que sus compañeros comprueben lo que las mujeres han dicho les convence. A él no le han visto, dicen, y esto es lo esencial. Si hubiera resucitado ¿qué esperaba para hacerse ver? ¿para qué andar mandando mensajes con ángeles y a través de mujeres, cuando podía simplemente presentarse ante ellos? Siguen siendo orgullosos: quieren ser ellos quienes marquen las condiciones de lo que debería hacer el Resucitado. Ni siquiera se han preguntado si son dignos de verle. De hecho ahora mismo le tienen ante ellos y no le ven.

Por no tener, no han tenido ni un poco de paciencia: no han esperado a que concluya ese tercer día prometido. Ni siquiera les ha intrigado la desaparición del cuerpo de Jesús. A María Magdalena es esa intriga —que demuestra su amor vivo aún— lo que le lleva a verle. Ellos tendrán que calentar su corazón antes de ser dignos de verle, antes de «poder» reconocerle. Tienen los ojos cerrados.


Habla el caminante

Ahora es el desconocido quien habla:

¡Oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en la gloria? Y, comenzando por Moisés y todos los profetas, les fue declarando cuanto a él se refería.

La voz del caminante era cálida y persuasiva. Ponía toda su alma en lo que decía. Incluso cuando les reprendía, su palabra era suave y no hería. Más tarde reconocerían que esa voz les iba calentando el corazón. Le oían y se maravillaban de su sabiduría y de su amor.¿Quién era? Sin duda un «nabí» conocedor hasta el fondo de las sagradas Escrituras, pero en todo caso un «nabí» ajeno a los círculos oficiales que habían condenado a su Maestro.

Y, según le oían hablar, las oscuridades iban cayendo de sus ojos. Ellos que creían conocer de carrerilla aquellos textos que el caminante citaba, se daban cuenta ahora de que no habían entendido nada. La palabra de Dios se iba haciendo viva, operante, acusadora, desenmascaradora.

Y, al mismo tiempo, iban sintiéndose avergonzados y felices. Avergonzados por su falta de fe, por su corta inteligencia. Y felices porque su esperanza renacía, porque un nuevo amor iba brotando dentro de ellos. Aún no se daban cuenta, pero Dios ya estaba con ellos y dentro de ellos.

Por eso, mientras él iba hablando, los dos discípulos iban pasando de la tristeza a la alegría, de la indiferencia al amor. La palabra de Dios les iba transformando. Y, por eso, aun antes de reconocerle, esa misma palabra hizo que empezasen a obrar como si ya le hubiesen conocido. El amor, .la caridad, fue por delante de la fe. Llegaron al pueblecillo a donde iban y el caminante se despidió de ellos, dispuesto a seguir su camino. Era ya casi de noche y ellos sintieron piedad por él: ¿por qué no se quedaba a pasar la noche con ellos? Aquel era su pueblo, allí tenían casa; podía quedarse a dormir entre ellos y a la mañana siguiente seguiría su camino.

Y el amor les conduciría a la fe. No bastaba el conocimiento. El caminante les había iluminado las Escrituras, pero eso no bastaba para reconocerle aún. La inteligencia abre la puerta de la fe, pero sólo la cruza el corazón. El caminante había obrado hacia ellos con ese respeto soberano del apóstol auténtico: sin forzar. Había expuesto la verdad y ahora se disponía a seguir su camino, sin imponerse, sin obligar.

Como escribe Evely, especialmente feliz en el comentario de esta escena:

Jesús no se impone, aunque se proponga siempre a sí mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como obrar cual si no le hubiéramos encontrado, como si no le hubiéramos oído, como si no lo hubiéramos reconocido! Dios es humilde. Dios está en medio de nosotros como uno que sirve. Dios se propone. Dios es un compañero fiel, y, en cierto aspecto, silencioso. No hace más que murmurar, y resulta fácil tapar su voz. Todos nosotros tenemos el terrible poder de obligar a Dios a callarse.

Pero estos dos discípulos tienen ya el corazón caliente y oyen la palabra de Dios: le obligaron a quedarse. Dios nos acompaña de buena gana, pero le gusta ser forzado a ello. Y entró Jesús en su aldea y en su casa. Y le ofrecieron el honor de presidir la mesa. Le miraban con emoción. A lo largo de todo el camino, aquel hombre les había impresionado por su modo de comentar las Escrituras. Habían recibido, sin molestarse, su reprensión y ahora, no sabían por qué, tenían la impresión de haber vivido ya otra vez esta misma escena.

Fue entonces cuando el desconocido tomó el pan, lo bendijo, lo partió. En realidad no hacía nada que no hubiera hecho cualquier otro israelita piadoso. Pero lo hacía de un modo que fue para ellos como el descorrimiento de un velo. Le miraron, se miraron. Y, antes de que abrieran los labios, el desconocido desapareció.

Ahora volvieron a mirarse más desconcertados aún, pero, sobre todo, alegres. Recordaron en un solo relámpago las explicaciones del viajero, que les había asegurado que el desenlace de la vida de Jesús no era la muerte. Que pasaría por ella para cumplir las Escrituras, pero que ése no sería su final. Ya no dudaron: era él y era él, resucitado.

Ni siquiera sintieron la decepción de haberle perdido de nuevo; la alegría de saberle vivo era más importante que la de verle. Se sentían embargados en el juego de Dios que parecía burlarse de ellos. Como dice Newman, el Señor pasó entre ellos desde el escondite de ver sin conocer, al de conocer sin ver. A Dios no le gusta ser conocido por miedo o por interés. Le gusta ser conocido por amor. Y al amor de aquellos dos hombres les bastaba con saberlo vivo.

Por eso su fe se convirtió enseguida en fuego, se hizo apostólica. Sin detenerse un minuto, sin comentarlo casi, se levantaron y regresaron corriendo a Jerusalén. Los once kilómetros se les hicieron ahora mucho más cortos. Porque la alegría aligera las cosas, así como la tristeza las hace pesadas. De pronto se sintieron apóstoles, fraternos. No guardaron para sí su alegría. Tenían que comunicarla y repartirla.


La aparición a los diez

Bueno será señalar aquí que al misterio de estos gozosos cuarenta días hay que añadir el hecho de que resulta prácticamente imposible señalar con claridad su cronología y topografía, Lucas (24, 1-35) conoce únicamente las apariciones de Cristo resucitado en Jerusalén e incluso da la impresión de que la ascensión hubiera ocurrido en la misma tarde del domingo de pascua. Pero que esta visión es artificial lo revela el mismo Lucas en Hechos 1, 4 y 13, 31 donde acepta una más amplia cronología.

Y, en cuanto a los lugares, para Lucas todo ocurre en Jerusalén. El mismo Cristo parece ordenar, en este evangelista, a los apóstoles que no se muevan de Jerusalén hasta la venida del Espíritu santo (24, 49-53). Juan señala apariciones en Jerusalén (Jn 20) pero posteriormente narra algunas en Galilea. En cambio, Marcos y Mateo parecen colocar las principales apariciones en Galilea, junto al lago. Y sitúan aquí el encuentro con los once que Lucas colocaba en Jerusalén.

¿Cuál fue la realidad? ¿Cuál es la causa de estas, al menos aparentes, contradicciones? Se han tejido ante este problema cientos de teorías y ninguna parece definitiva.

Tal vez la más verosímil es la que formula Ruckstuhl, que piensa que, a excepción de algunos —quizá sólo Juan y Pedro— los apóstoles huyeron el mismo viernes o el sábado a Galilea. Así había sido predicho por Cristo (Mc 14, 27; Mt 26, 31; Jn 16, 32); incluso en el texto de Juan se señala la meta de esa huida, cuando dice que cada uno se iría «a su casa». De hecho, resulta extraño que, al conocer la noticia del sepulcro vacío, sólo Juan y Pedro acudieran a comprobarlo.

En esta hipótesis tanto Juan como Pedro, al conocer la resurrección de Jesús habrían corrido a Galilea a contar la noticia a sus compañeros y a reunirlos de nuevo, siguiendo instrucciones de Jesús. Reunidos ya todos en Galilea, aquí se habrían realizado las apariciones al grupo apostólico.

Si estos fueron los hechos, las vacilaciones de los textos evangélicos habrían tratado de ocultar de algún modo la vergonzosa fuga del grupo predilecto de Jesús.

Pero si no sabemos cuándo y dónde se produjo este encuentro, sí sabemos que se produjo y cómo. Lucas coloca a los apóstoles y a un buen grupo más de compañeros apretujados en una pequeña casa. Una antigua tradición ha situado la escena en el cenáculo, pero algún dato parece discutir esta ubicación: el cenáculo estaba evidentemente en casa de una familia rica, bien abastecida. Y en ésta donde Jesús se aparece sólo tendrán un trozo de pez asado cuando el Maestro pide de comer. Era, sin duda, una casa de gente pobre, tal vez del mismo Pedro.

En cuanto a la fecha, Lucas lo sitúa la misma anochecida del domingo, coincidiendo con el regreso de los dos de Emaús que vienen enloquecidos de alegría por lo que les ha sucedido. Allí se encuentran --y esto les decepciona un poco— que su noticia apenas causa sorpresa: en el ínterin también Pedro ha visto a Jesús. Y esta aparición es, para los reunidos, de una categoría superior.


El encuentro con Pedro

Ningún evangelista nos ha descrito este encuentro con Pedro. Le hemos encontrado ya en el sepulcro, contemplando vendas y lienzos. Y tenemos que imaginárnosle regresando conmovido, sin acabar de entender. El alma de este pobre pescador ha sido rudamente trabajada en estos días, traída y llevada desde el entusiasmo a la traición, desde la traición a la vergüenza, desde la vergüenza a la fe.

La noche del viernes tuvo que ser ya para él una noche inacabable. Todos los más extraños sentimientos se cruzaban en él, que vivía todos estos hechos con una presión muy superior a la de sus compañeros. Era, por un lado, una sensación de infinita vergüenza personal: había traicionado a su Maestro de la manera más ruin; por no tener, no había tenido ni el coraje de regresar a la cruz para estar allí junto a María y Juan. Conocía el desenlace de la muerte y entierro de Jesús porque alguien se lo había contado. Pero dentro de su corazón no se resignaba a terminar de creerlo.

En aquel largo sábado rememoró tantas horas vividas con Jesús: en su cabeza resonaban los anuncios que el Maestro hiciera de su traición. La simple idea le había parecido un insulto y ahora veía cómo había bajado los escalones de la cobardía, uno a uno, hasta el fondo.

Pero en medio de su vergüenza resonaban también aquellas palabras que ahora paladeaba como su única esperanza: Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc 22, 32). ¿Convertirse? ¿De qué? ¿A qué? ¿Muerto Jesús, qué conversión cabía? ¿Y quién era él para confirmar a nadie? Le despreciarían. Y con razón. Pero aunque aquellas palabras seguían pareciéndole absurdas, se aferraba a ellas como su única esperanza. Tal vez movido por ella corrió al sepulcro en la mañana del domingo junto a Juan.

Mas ni el descubrimiento de la tumba vacía bastó para robustecer la fe de Pedro. Necesitó ver para creer. Y Jesús quiso empezar sus apariciones por quien —después de Judas más había descendido en
su traición. Y hasta podemos pensar que —de no haberse desesperado— Judas habría sido el primero en conocer estos encuentros.

No sabemos cómo se produjo este reencuentro entre Pedro y Jesús. Sí conocemos sus efectos: Pedro recupera su aplomo y seguridad primeros. Asume su papel de jefe. Convoca a sus hermanos. Reorganiza la comunidad primera. Recorre la ciudad si fue en Jerusalén—, o la comarca —si fue en Galilea— reuniendo a sus compañeros, contándoles lo que ha visto.

Y este testimonio es decisivo para sus compañeros. No les ha convencido lo que han dicho las mujeres, no dan excesiva importancia al testimonio de los de Emaús. Pero es decisivo para ellos lo que Pedro les cuenta. Reunidos en torno a él, se sienten renacer. Todos conocen la traición de su jefe, pero esto no hace tambalearse su jefatura. Nadie la pone en duda, nadie la discute, nadie echa en cara a Pedro su fallo. Y esta misma adhesión de los suyos infunde valor a Pedro que se siente feliz de poder testimoniar en favor de su Maestro, de cumplirlas órdenes recibidas de él, de «confirmar» a sus hermanos, volviendo a encender la llama en sus corazones.


La paz con vosotros

Estaban, pues, hablando de sus esperanzas cuando «algo» ocurrió. San Juan puntualiza (20, 19) que tenían las puertas cerradas por temor a los judíos. Eran, en el fondo, pueblerinos aterrados ante el posible acoso de los enemigos que, probablemente, no habían quedado saciados con la muerte de Jesús y que podían sentirse nuevamente excitados por los rumores de la resurrección de su Maestro.

Fue entonces cuando él se apareció en medio de ellos. Y su reacción fue contraria a cuanto podía preverse: Aterrados y llenos de miedo creían ver a un fantasma. ¿Pues no les había asegurado Pedro que era él, que estaba vivo? Se asustaron. No les entraba en la cabeza la idea de una resurrección. Se apretaban los unos contra los otros; hubieran querido huir.

Pero él era lo contrario a un fantasma. Se coloca en medio a ellos, como siempre, como el viejo amigo que era. Sonríe, les saluda, se mueve, habla, los envuelve a todos con el calor de su mirada, parece dispuesto a reiniciar una de tantas conversaciones como con ellos ha tenido.

Y ellos no se confian ni con eso. Le miran aún con estupor. Hubieran querido tocarle, comprobar si está realmente vivo. Pero no se atreven. El adivina sus pensamientos. Les dice:

¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies. Sí, soy yo. Palpadme y ved: los espíritus no tienen carne y huesos como veis que yo tengo (Lc 24, 38-43).

Y les tiende las manos, sus hermosas manos, ahora dramáticas por las heridas aún abiertas. Muestra luego sus costado. Abre su túnica. Brilla su carne. Fulge su larga herida allí donde late el corazón. Es la misma carne que ellos han visto desnuda tantas veces bajo el agua y el sol. No hay misterios. No hay magias. Es él. El de siempre. Sencillo, fraterno.

Ellos le tocan, tímidos aún. Vacilan todavía. Y él sonríe: ¿Tenéis algo que comer? En la casa hoy sólo un trozo de pez asado y él lo mordisquea sonriente. Se dan cuenta de que no come por hambre. Lo hace sólo para que vean que está verdaderamente vivo.

Ahora sonríen todos. Una felicidad profunda comienza a brotar en los corazones de todos. Ahora saben que —como él mismo había profetizado— ya nadie será capaz de quitarles esa alegría (Jn 16, 22). La resurrección ya es para ellos más que una certeza, es una fiesta.

Sorprende, en verdad, ese interés de Jesús en que se compruebe la materialidad y la solidez de su cuerpo. Es él, no quiere ser confundido; es de carne y hueso, no un fantasma.

No le falta razón a Bruckberger cuando comenta:

Me doy cuenta de que algunos escritores católicos se sienten cohibidos ante las palabras, tan concretas, de los evangelios. Esos prudentes escritores preferirían que todo eso hubiera tenido lugar en la vaguedad. Pero no; a Jesucristo le horroriza la vaguedad. Está ahí en plena luz, ofreciéndose a las manos y a los ojos inquisitivos de esos hombres que van a ser sus testigos. Importa que la experiencia de su realidad física se haga lealmente. En el fondo, los cerebros académicos de esos escritores tienen miedo a admitir una doble evidencia: primero, la omnipotencia de Dios desplegada en Jesús resucitado; en segundo lugar, las admirables sorpresas de la materia. Platón y el puritanismo han metido ahí su veneno. Para mí, al contrario, lo más extraordinario habría sido que ese cuerpo, ya participante de la vida eterna, hubiera seguido tan torpe como cualquier otro cuerpo sublunar. Ya no es torpe, pero es tan real como cualquier otro cuerpo sublunar.


Tomás, el incrédulo

En la versión de san Juan esta escena tiene un segunda parte. En el momento que acabamos de presentar, dice el cuarto evangelista, estaba ausente Tomás. En él va a representarse la resistencia a la luz. Todos los apóstoles se habían mostrado reticentes. Tomás irá mucho más allá, hasta la cerrazón. No le ha convencido la tumba vacía; no le han impresionado las meditaciones sobre las Escrituras que le han narrado los dos de Emaús; no se rinde ante el testimonio concorde de todos sus hermanos. El quiere ver. Se encierra en su incredulidad. Y cuando todos le aseguran que ellos han visto, quiere ir más allá: no sólo tocar, sino sondear la identidad del crucificado metiendo sus dedos, sus manos en las mismas llagas.

Jesús va a prestarse, con admirable condescendencia, a todas las absurdas exigencias del discípulo. Pero dejará pasar ocho días como para dar un plazo a esa incredulidad.

¿Es que Tomás no amaba a su Maestro? Sí, evidentemente. Pero era testarudo, positivista, obstinado. No sólo quería pruebas, sino que las exigía a la medida de su capricho.

Jesús se somete a ellas con una mezcla de ironía y realismo. Esta vez los apóstoles se han reunido para rezar en común. Tomás se siente incómodo en medio de la fe de todos, pero el paso de los días parece haber robustecido su incredulidad. Mas no por ello piensa en separarse de sus hermanos. Hay una fe, más honda que sus dudas, que sigue uniéndole a ellos. Esta fue su salvación: seguir con los suyos a pesar de la oscuridad. Como comenta Evely:

Tomás es un auténtico hombre moderno, un existencialista que no cree más que en lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro.

Y Jesús ahora se aparece sólo para él. Están todos, pero el Maestro se dirige directamente a Tomás: Ven, Tomás, trae tu dedo y mételo en las llagas de mis manos; trae tu mano y métela en mi costado (Jn 19, 27). Ahora queda completamente desconcertado. En realidad nunca había podido imaginarse que su deseo pudiera ser escuchado. Su desafío no había sido más que un pedir imposibles, un modo de encerrarse en su duda.

Eso creía él, al menos. Porque cuando vio a Jesús, cuando oyó su voz dulce, tierna, aun dentro de la leve sorna de sus palabras, Tomás se dio cuenta de que, allá en el fondo, siempre había creído en la resurrección, que la deseaba con todo corazón, que si se negaba a ella era por miedo a ser engañado en algo que deseaba tanto; que se había estado muriendo de deseo y de miedo de creer al mismo tiempo.

Los dos de Emaús creían que creían. Tomás creía que no creía. Jesús les trajo a los tres a la sencillez alegre de creer sin sueños y sin miedos. En el fondo Tomás se dio cuenta de que si se negaba a creer era por la rabia de no haber estado allí cuando Jesús vino. ¿Los demás iban a verle y él tendría que creer sólo por la palabra de los otros? Con su negativa estaba provocando a Jesús a aparecerse de nuevo. También él necesitaba mimos, cariño, ternura. No era, en el fondo otra cosa, que un niño enrabietado.

Por eso temblaba cuando Jesús le mandó tocar. No quería hacerlo. Sentía ahora una infinita vergüenza de sus palabras de ocho días antes. Si tocó no lo hizo ya por necesidad de pruebas, sino como una penitencia por su cerrazón. Deslumbrado, aplastado, cayó de rodillas y dijo: Señor mío y Dios mío.

Así la humillación le llevaba a una de las más bellas oraciones de todo el evangelio. Ahora iba en su fe hasta donde nunca había llegado ningún apóstol: nadie le había dicho antes a Jesús: Dios mío.

Tiene razón Evely al subrayar:

De aquel pobre Tomás Jesús ha sacado el acto de fe más hermoso que conocemos. Jesús lo ha amado tanto, lo ha curado con tanto esmero, que de esta falta, de esta amargura, de esta humillación ha hecho un recuerdo maravilloso. Dios sabe perdonar así los pecados. Dios es el único que sabe hacer de nuestras faltas, unas faltas benditas, unas faltas que no nos recordarán más que la maravillosa ternura que se ha revelado con ocasión de las mismas.


Dichosos los que creen sin ver

A la exclamación de Tomás responderá Jesús con una de las frases más misteriosas de todo el evangelio: Tomás, porque has visto, has creído. Dichosos los que han creído sin ver. Antes de que Jesús lo dijese, Tomás ya estaba seguro de ello. Había conocido y había envidiado la alegría que horas antes encontró en los rostros de sus compañeros. Ahora se daba cuenta de que aquello que él había despreciado como una ingenuidad, aquello que él había juzgado irónicamente un sueño, era una verdadera alegría, con raíces bien hondas en la fe. Desde siempre los incrédulos se han creído más listos, más profundos, más serios que los creyentes. Desde siempre han juzgado vana la alegría de éstos, ilusa su esperanza; y puede que buena parte de la cuesta arriba de la fe no esté tanto en creer y amar desde la oscuridad, sino en creer y amar entre las ironías de los «listos» sin fe.

Tomás había sido uno de estos «listos» y ahora aquellas sus sonrisas despectivas se le volvían acíbar en la boca. Su orgullo de dos horas antes se había trocado en vergüenza. Y con vegüenza adelantó su mano. Estaba iniciando una peregrinación hacia la humildad. No necesitaba ya asegurarse de nada. Su mano en el costado no buscaba ya pruebas, certezas; no trataba de tomar las medidas, de asegurarse. Aquella su necesidad de seguridad se le había vuelto absurda. Incluso había comenzado a descubrir que las certezas de la razón eran infinitamente más débiles que las adivinaciones de la fe. Comprendía que un creyente puede ser más «científico» que un disector de cadáveres; que sus manos tocando podían llegar, cuando más, a comprobar una carne, pero que nada podían averiguar de la realidad de la resurrección, que iba mucho más allá, mucho más honda que un simple recuperar o poseer una carne.

Una antigua leyenda cuenta que la mano de Tomás quedó, hasta su muerte, roja de sangre. Los medievales, inventores de esta leyenda, habían descubierto que la incredulidad puede ser una forma de asesinato; pero no asesinato de aquello en lo que no se cree, sino suicidio de aquel que no se atreve a creer.


La última bienaventuranza

Pero en la frase de Jesús hay algo aún más sorprendente: ¿A quién se refiere, en realidad, al decir: Dichosos los que no han visto y han creído? ¿A los otros diez apóstoles? Ese parecería ser el sentido espontáneo de la frase, pero en realidad también ellos habían necesitado ver para creer. Sólo habían sido un poquito menos tozudos que Tomás. No precisaron «palpar», pero no habían creído hasta ver a Jesús y aun después de verle continuaron temiendo y vacilando.

¿Se refería tal vez, con esas palabras, a su madre? ¿No sería ella la única que creyó sin ver'?

Se plantea aquí el viejo problema de si hubo una aparición especial, quizá la primera, del resucitado a su madre, María. Y la respuesta de la tradición piadosa es afirmativa. Fray Luis de Granada pinta, con palabras emocionadas, ese encuentro. Rilke lo ha descrito en un inolvidable poema. Algún autor de vidas de Cristo lo ha creido también. F. M. Willam, por ejemplo:

Es cosa comúnmente admitida que Jesús se apareció después de la resurrección, en primer lugar y por separado, a su madre. En primer término, porque ella se lo merecía en una medida especial, por haber permanecido al pie de la cruz martirizadora; y por separado puesto que esta aparición tenía una razón de ser muy distinta de la de las otras mujeres y discípulos. A los discípulos había que volverlos a ganar para la fe; María, en cambio, había de ser recompensada por ella.

Son ideas muy hermosas. Pero también muy discutibles. Porque, en primer lugar, no hay rastro alguno de tal aparición en el texto bíblico. Y, sobre todo, porque las razones aducidas no son nada convincentes. Reducir las apariciones a un premio no es muy teológico. Y jamás en el evangelio adoptó Cristo con María esa postura de darle premios. ¡Habría tenido que estar premiándola siempre! Y, además ¿qué mayor premio que el de la fe? Jesús, de hecho, jamás se apareció por razones sentimentales. Cuando lo hizo fue siempre por una de estas dos razones: o para robustecer la fe; o para confiar una misión. Y María tenía la fe intacta sin precisión de ser robustecida. Y su misión ya la había recibido al pie de la cruz.

Me parece, por ello, mucho más coherente con el evangelio y con el papel que María juega en el evangelio el que no existiera tal aparición especial. Para María, Jesús siempre estuvo resucitado en su corazón, sin necesidad de aparición alguna. Y no tuvo ni necesitó otro consuelo que la fe. ¿Qué habría, en realidad, añadido la presencia física de Cristo a esa presencia permanente que tenía en el alma de su madre'? Su verdadero premio era no necesitar apariciones para creer. Cuando Magdalena o Pedro le comunicaran que le habían visto, ella pudo muy bien responder que nunca había dejado de verle. Y a su alegría de «saberle» resucitado se añadiría entonces el otro gozo de ver renacida la fe de los demás.

María se convertía así en prototipo y modelo de esos bienaventurados que creían en él sin necesidad de verle. En prototipo de los creyentes del futuro.

Porque, efectivamente, esa frase de Jesús se proyectaba más sobre el futuro que sobre el presente: bienaventurados los que creerán sin haber visto. A esa raza nos toca pertenecer a los creyentes de hoy, que creemos en el Resucitado sin oírle, sin tocarle. Sí, es cierto que hace falta mucha locura, mucha hermosa locura, para este atrevimiento. Pero esa es nuestra primera dicha: participar en ese riesgo de amar sin ver. Porque el verdadero, el total, abrazo con Cristo es el que se da en la fe y no en la carne. Esta es la bienaventuranza que no gustaron los apóstoles y que fue reservada a María. Y a nosotros.

Deberíamos, por ello, tener casi miedo a pedir demasiadas pruebas visibles, no sea que Dios vaya a complacernos. El Dios que concedió al hijo pródigo la herencia, sabiendo que iba a hacer mal uso de ella; el que dio a Tomás la pequeña certeza de las manos, ya que no se arriesgaba a la gran certeza de la fe, podría hacernos a nosotros la misma «jugada» de concedernos lo que le pedimos. Si seguimos exigiendo, nos exponemos a verle. El cederá y lo tocaremos. Y sólo entonces nos daríamos cuenta de que el ver y el tocar no aclara realmente nada y de que era mucho más sólido nuestro amor que nuestras manos. Entenderíamos que nuestras manos no aportan nada que no hubieran descubierto mucho antes y mucho más profundamente nuestra fe y nuestro corazón.